La vista perfecta
11 de septiembre de 2025, 13:11
El pasto está salpicado de flores que siento no merecer ver. Cada una parece hecha para combinar con su vestido: suelto en las puntas, ceñido en todos los lugares correctos. No es un campo inmenso, pero no importa. La vista perfecta no son los árboles, ni el tapiz de pétalos, ni el sol que se esconde tímido detrás de la montaña. Es ella.Ella, en ese vestido naranja floreado, con el cabello cayendo en ondas que enmarcan su rostro, resaltando cada facción como si el mundo entero hubiera estado afinando sus detalles para este momento.
Está sentada, observando a la gente a nuestro alrededor, ajena a cómo mi corazón pierde el compás cada vez que cruza sus ojos con los míos. Sin pensarlo, tomo la cámara que mi abuelo me regaló en mi cumpleaños quince y disparo.
En la foto, ella aparece sentada sobre una cama de flores. La luz suave del atardecer acaricia su perfil mientras su mano aparta un mechón rebelde detrás de la oreja.
“Tendrás que ser más rápido que eso si quieres que no me dé cuenta” dice, con una risa ligera que no acompaña con la mirada.
“Tal vez quiero que te des cuenta” respondo, bajando la cámara. “Eres la vista perfecta”.Admiro la imagen en la pantalla, intentando memorizar cada línea de luz sobre su piel.
Sin aviso, se pone de pie. Alisa su vestido, da un par de pasos hacia mí y se inclina. El beso es breve, apenas un roce cargado de calor, un suspiro de sus labios contra los míos. Pero para mí, el mundo se detiene. No existe el campo, ni la luz, ni el aire. Solo nosotros, mis mejillas ardiendo y la textura suave de su boca.
“Me toca buscar mi vista perfecta” dice al separarse, con una mirada que es a la vez firme y delicada.Con un gesto medido, toma la correa de mi cámara, aún colgada de mis hombros, y la desliza hacia sus manos.
No creo que mi expresión cambie en ningún momento, y aun así ella sonríe como si estuviera viendo algo nuevo. El aroma floral que siempre asocio a la lavanda invade mi respiración. Sube la cámara, enfoca y dispara.
Se ríe al ver el resultado. No se cubre la boca como suele hacerlo; sus dientes quedan expuestos, sus ojos entrecerrados de pura alegría.Sé que en esa foto estoy con el cabello desordenado, la boca entreabierta, los ojos abiertos de par en par y las pupilas dilatadas, con las mejillas y las orejas encendidas. Y sé que le encanta así.
Me pasa la cámara y, antes de apartar sus manos, me mira como si quisiera atravesar todas mis capas.“Me ves como si fuera la última vez que vas a poder hacerlo” susurra.
Por un momento no sé qué contestar. Sus palabras pesan, pero no como una amenaza: más bien como un recordatorio de lo frágil y precioso que es todo esto.
“Entonces déjame mirarte todas las veces que pueda” murmuro, sin apartar los ojos de los suyos.
Ella sonríe, esa sonrisa pequeña que le cambia la cara entera, y se sienta otra vez a mi lado. No dice nada, solo apoya la cabeza en mi hombro como si ese gesto fuera suficiente respuesta. La cámara descansa sobre mi regazo, olvidada.
El silencio entre nosotros no incomoda; al contrario, se siente como un refugio. El campo se tiñe de tonos cada vez más cálidos, el cielo anaranjado derramándose sobre todo lo que toca. Podría jurar que hasta las flores se inclinan hacia ella, como si también supieran que la belleza real está de este lado.
Quiero decir algo, pero me doy cuenta de que no hace falta. Sus dedos rozan los míos, los atrapan con suavidad, y esa mínima presión basta para convencerme de que, aunque sea por este instante, todo está bien.
Nos quedamos así hasta que la luz del día empieza a apagarse del todo. Y es en ese silencio compartido, entre flores y risas bajas, donde guardo un recuerdo que volverá a perseguirme mucho después.
La clase de arte se siente distinta hoy. Elías nos dejó trabajar en nuestra vista perfecta, así que abrí mi cuaderno sin pensarlo demasiado y empecé a bosquejar la foto que tomé de Jade en el campo. Los tonos cálidos de los pasteles se deslizan fáciles entre mis dedos, tiñendo el papel de naranjas, amarillos y ocres que parecen querer imitar la forma en que el sol la envolvía ese día.
De reojo noto que Jade también está dibujando, pero no le presto atención hasta que escucho su risa contenida.“¿Me espías?” pregunto sin levantar la vista.“No. Bueno, sí. Un poco.” responde divertida. “Es curioso.”Levanto la cabeza. Su hoja está casi llena, líneas firmes de grafito trazando mi silueta. Me retrató con un realismo sorprendente, oscuro, como si buscara resaltar cada pliegue de mi expresión. Pero justo sobre mi pecho hay un detalle que me deja sin aire: un corazón delineado en colores cálidos, los mismos tonos que yo usé para pintarla.
Me quedo mirándolo demasiado tiempo.“Quería probar algo distinto” dice, bajando la voz como si se tratara de un secreto. “El gris… eres tú cuando piensas demasiado. Y el color…” toca suavemente el dibujo, justo en esa zona “el color eres tú cuando dejas que te vean de verdad.”
No sé qué decir, así que solo le muestro mi dibujo en respuesta. Ella se reconoce en los tonos suaves, en las flores a su alrededor, en la luz que la acaricia.“Es como si fueran piezas…” murmura, comparando las dos imágenes. “El mío no estaría completo sin el tuyo. Y el tuyo tampoco sin el mío.”
No lo habíamos planeado, pero al poner los dos cuadernos lado a lado, las figuras encajan de manera perfecta. Ella me mira con esa sonrisa tranquila que siempre me desarma y entonces, sin dudar, arranca su hoja del bloc y me la entrega.“Es tuya.”
No me quedo atrás. Arranco la mía con cuidado y se la tiendo.“Solo si tú también guardas la mía.”
Elías anuncia el final de la clase, pero todo lo que escucho es el sonido de mi corazón apretándose contra las costillas
Esa noche, en casa, no sé dónde colgar su dibujo al principio. Lo miro un rato largo, recorriendo con los dedos el contraste de grises y colores, hasta que decido ponerlo detrás de mi puerta. Ahí, donde siempre lo veré antes de salir y antes de dormir. Como un recordatorio de que incluso en los días más grises, alguien fue capaz de ver color en mí.