Pacto de Acero
11 de septiembre de 2025, 14:03
Las llamas danzaban sobre el brasero, proyectando sombras sinuosas en las paredes de mármol negro de sus aposentos. Mel Medarda observaba en silencio el mapa de Runaterra que cubría la mesa frente a ella. Su dedo trazaba lentamente la línea que separaba Noxus de Demacia, apenas un trazo de tinta entre dos realidades opuestas.
Noxus se encontraba en una encrucijada. La guerra no era solo un asunto de campo de batalla, sino una cuestión de estabilidad interna. Swain tejía sus planes con la sutileza de un estratega, mientras LeBlanc, siempre al margen, manipulaba las sombras de la política. Noxus necesitaba más que nunca una dirección clara, y la disputa de poder dentro del propio consejo de guerra complicaba aún más la situación. La reciente derrota en las colinas de Kindelspire había dejado cicatrices visibles en las fuerzas, y los murmullos sobre la debilidad de su ejército eran más fuertes que nunca.
Mel frunció el ceño. Si Noxus no consolidaba rápidamente su control, las casas menores podrían comenzar a cuestionar el liderazgo de Mel, y en ese vacío de poder, seguramente Swain intentaría tomar el poder.
—La guerra no es solo campo de batalla. —Se dijo, mientras su dedo pasaba por la ruta hacia Demacia. —Es también una guerra por el alma de Noxus. Y esta noche, yo soy quien decidirá su destino.
Un hombre forjado por el acero, incapaz de ver más allá de lo inmediato. Y sin embargo, lo necesitaba. Su fuerza, su presencia, su influencia en los bajos sectores del ejército. Si quería consolidar su control sobre Noxus sin recurrir al caos, debía doblegarlo… o al menos hacerle creer que él tiene el poder.
Se incorporó y caminó hacia la ventana. Desde allí, las torres de la fortaleza se recortaban contra un cielo rojizo. Su reflejo le devolvía una mirada tranquila, casi indiferente, pero en su pecho palpitaba una estrategia clara: no podía seducirlo con flores, solo con fuego.
—¿En qué me convertí? —Se preguntó, no por primera vez.
En su mente se formaban mil recuerdos de los días gloriosos en la ciudad del progreso, cada persona que conoció y cada risa que compartió. Pero ya no había espacio para sentimentalismos. Todo aquello estaba lejos. Darius, en cambio, estaba aquí. Crudo. Tosco. Predecible. Utilizable.
Y eso bastaba.
Se acercó a su escritorio, tomó un pequeño pergamino y escribió con tinta negra unas pocas palabras:
“General Darius,
Esta noche. Cámara del Alto Mando. Sin escoltas. Solo guerra y verdad.
Mel Medarda.”
Firmó con el sello de su casa, enrolló el mensaje y lo selló con cera roja. Llamó a un emisario, y mientras este partía por los corredores, Mel se permitió una última mirada al espejo.
—Noxus no se doblega. —Murmuró. —Pero sus hombres sí.
La sonrisa que dibujó después fue tan precisa como un cuchillo al desnudo.
La cámara del Alto Mando era una de las pocas habitaciones de Noxus sin símbolos militares. No había estandartes, ni espadas colgadas en las paredes, ni armaduras exhibidas como trofeos. Mel lo había exigido así. Las velas altas lanzaban luces temblorosas sobre las cortinas de seda roja, los muros oscuros y la gran mesa de piedra negra donde se extendía un único mapa: la frontera sur de Demacia, manchada con gotas de vino que parecían sangre seca.
Ella esperaba de pie, apoyada en uno de los pilares, con una copa en la mano y un vestido ceñido de tonos oscuros que abrazaba su figura con la elegancia sobria de alguien que sabe usar la belleza como una herramienta más.
Cuando la puerta se abrió sin aviso, no se sobresaltó. El sonido seco de los pasos retumbó en el suelo de piedra. Darius no pidió permiso. No lo hacía nunca.
El general entró con la armadura aún puesta, solo sin el casco. Su expresión era la misma de siempre: una mueca de desconfianza, las cejas tensas y una mirada que evaluaba cada rincón como si pudiera contener una emboscada.
—¿Sin guardias? —Gruñó, sin detenerse ni para saludar.
—¿Esperabas una trampa? —Replicó Mel, girando lentamente hacia él con la copa en alto, como si el acto fuera más de cálculo que de provocación.
Darius no reaccionó inmediatamente. Su mirada se deslizó por la figura de Mel, evaluando cada movimiento. No era deseo lo que sentía al verla, sino una evaluación calculada. ¿Qué juego político jugaba ella ahora? ¿Cómo aprovecharía su presencia?
—Siempre he desconfiado de quienes usan seducción como herramienta. —Murmuró Darius, sus ojos fijos en ella.
Mel sonrió, dejando que el veneno de su respuesta se impregnara lentamente.
—Y yo he desconfiado siempre de quienes piensan que el poder es solo cuestión de músculo. Te equivocas, Darius. El poder está en las palabras, en las ideas, en la capacidad de manejar a los hombres como piezas en un tablero. No se trata de aplastar, sino de conquistar.
Su tono era suave, casi melódico, pero las palabras golpeaban como un látigo. Darius la observó en silencio, la tensión acumulándose entre ellos.
—Lo que tú no entiendes —Continuó Mel, avanzando lentamente hacia él, y cada paso suyo parecía acercarse a un punto de no retorno. —Es que Noxus necesita más que un general. Necesita a alguien con visión. Alguien que sepa cuándo atacar, pero también cuándo retroceder. Y tú, Darius, solo sabes avanzar.
Darius tensó la mandíbula.
—¿Vienes a enseñarme cómo gobernar Noxus desde el lado débil de un consejo? ¿Una Medarda que fue expulsada por su propio clan hacia tierras extranjeras?
Mel sintió el peso de sus palabras, pero no dejó que le afectaran lo suficiente como para demostrarlo, avanzó un paso, segura. Lo miró como quien desafía a una bestia en su propio territorio.
—Vengo a recordarte que la guerra no se gana con golpes. Se gana con visión. Con estrategia. Con aliados. Y tú, Darius… —Inclinó apenas la cabeza. —Tú eres un arma sin dirección. Aterradora, sí. Pero sin propósito. Si no sabes hacia dónde cargar, no eres un general. Eres un martillo.
El silencio fue espeso.
Darius no habló. Dio un paso al frente. Sus botas pesadas hicieron crujir la piedra. Estaba a solo un par de pasos de ella.
—Ten cuidado, Medarda. Nadie dirige mi filo. Ni siquiera tú.
Mel sostuvo su mirada. Inmutable.
—Eso está por verse.
Durante un largo instante, solo se escuchó el chisporroteo de una vela que ardía demasiado rápido. Las miradas seguían enfrentadas, como dos filos que se prueban en el aire antes del primer golpe. No había sonrisas, ni guiños, ni seducción barata.
Solo tensión.
Mel giró lentamente, rodeando la mesa, dejando que sus dedos acariciaran el borde del mapa extendido. Se detuvo al lado opuesto, mirándolo con frialdad.
—Tengo un plan. Uno que necesita de un hombre con tu fuerza. Pero también de alguien que sepa cuándo no pelear.
Darius entrecerró los ojos.
—¿Y qué me ofreces a cambio?
Mel se inclinó, mostrando levemente su escote sin necesidad de hacerlo evidente. Su voz bajó un tono.
—Una campaña victoriosa. Un legado. Y quizás… otras formas de satisfacción.
Darius no respondió. Solo la miró. Algo en su mirada cambió, no por deseo, sino por reconocimiento: esta mujer no está jugando… esta mujer está apostando.
Mel se giró, le sirvió otra copa de vino y la acercó sin pedir permiso. Luego se sentó, cruzando las piernas, lenta, segura.
—Tómala. Si eres capaz.
Darius tomó la copa.
No por sumisión.
Sino por el simple hecho de que ya había aceptado el desafío.
El silencio que siguió fue más poderoso que cualquier respuesta. Darius bebió el vino sin apartar la mirada de ella, y en ese gesto, Mel sintió el momento exacto en que la tensión cambió de forma. Ya no era resistencia. Era expectación.
Lo tengo, pensó. Ha dejado que lo acerque. Solo falta arrastrarlo al filo.
Mel se incorporó lentamente, con la elegancia medida de quien sabe que está siendo observada. Sus dedos recorrieron el borde de su vestido, ajustándolo sutilmente contra su cuerpo. No había necesidad de palabras: el lenguaje del poder había cambiado de idioma.
Las manos de Mel temblaron ligeramente mientras rodeaba la mesa, tocando la superficie fría de la piedra negra. A pesar de la calma aparente, algo en su interior hervía, una mezcla de anticipación y desafío. Cada palabra que pronunciaba, cada mirada fija de Darius, le recordaba lo que estaba en juego: no solo el control de Noxus, sino su propia supervivencia en ese tablero peligroso.
Darius no se movió. Solo giró el rostro para seguirla con los ojos. Quieto. Tenso. Como una bestia que aún no decide si embestir o permitir el juego.
Mel se detuvo frente a él. El general era imponente incluso sin moverse, como si su mera existencia desafiara el espacio que lo rodeaba. Ella levantó la mano, rozando con la yema de los dedos el borde de la hombrera de su armadura.
—Pesada. —Murmuró. —Fría. Como el ego que cargas sobre los hombros. E innecesaria para este momento.
Darius no respondió. Pero su mandíbula se tensó.
Mel aprovechó el silencio para deslizar los dedos por el cuello metálico, bajando con lentitud por el broche que lo mantenía cerrado. Con precisión, desenganchó la pieza y la dejó caer al suelo con un golpe seco.
—¿Qué haces, Medarda?
Su voz no sonó molesta. Sonó curiosa.
—Explorando tu forma. —Respondió ella, con un leve alzar de ceja. —Eres una fortaleza, general. Quiero saber cuán fácil es atravesarte.
Darius gruñó, como si su paciencia estuviera al límite, pero no se movió cuando ella desabrochó la segunda pieza, dejando al descubierto su cuello y parte del torso. El calor de su piel contrastaba con el frío del metal.
No retrocede. Ni un paso. Incluso sin armas, sigue siendo un monstruo listo para devorar. Pero también… está cediendo. Ella lo sabe.
Mel apoyó ambas manos sobre su pecho desnudo, firme como piedra. La piel tenía marcas de cortes antiguos, viejas heridas que contaban batallas mejor que cualquier historia. Apretó con los dedos, no para acariciar, sino para afirmar control.
—Tu cuerpo es historia, Darius. Lo que quiero… es escribir el próximo capítulo.
Entonces él la tomó de la cintura con una brusquedad que casi la levantó del suelo. Mel contuvo el aliento solo por un instante. No había violencia en su toque, pero sí una advertencia. Una amenaza sorda, latente, que le recordaba: si quisiera, te partiría en dos.
Ella sonrió.
—Hazlo.
El calor de las velas se mezclaba con la frialdad del acero en la sala, y mientras Darius se acercaba, su presencia se volvía tan aplastante que Mel pudo sentir la vibración de sus pasos en el suelo de piedra. Sin embargo, no se apartó. Mantuvo su postura recta, la mandíbula tensada, y la mirada fija en la de él. El aire estaba cargado de electricidad, y cada centímetro más cerca de él sentía como si la atmósfera se estrechara a su alrededor.
Lo que siguió fue una danza de poder y control. Darius la empujó con fuerza contra la mesa, barriendo los mapas sin cuidado. El sonido del pergamino arrugándose, el vino derramado sobre la mesa resonó como un grito mudo de lo que estaba ocurriendo, todo en un espacio reducido, donde las respiraciones se entrelazaban con el peso de las acciones no verbalizadas.
Mel no se resistió. En su lugar, Darius giró a Mel e hizo que apoyara las manos en la mesa. La mujer arqueó la espalda, dejándose sentir cada vez más vulnerable a sus manos, pero también más controladora. Sabía lo que ocurría. Sabía lo que él quería demostrar. Pero ella estaba lista para cambiar las reglas del juego.
La fuerza de Darius era tangible, su mano recorriendo sus muslos con la confianza de un hombre que sabía que podía tomar lo que quisiera. La dureza en su toque la marcaba, la transformaba. Mel no cedió. En cambio, apretó las piernas, desafiándolo, mostrándole que incluso bajo su toque, ella tenía el control de la situación.
El calor en la sala aumentaba, pero no era el de las velas. Era la electricidad del poder cruzando el aire entre ellos, como una corriente peligrosa que ya no podían detener. Darius se acercó más, su respiración se aceleraba, y ella notaba cada pequeño cambio, cada golpe de su respiración golpeando el aire, como si fuera la señal de que su control sobre él comenzaba a establecerse. No bajo su ropa interior, solo la desgarró de un tirón, en busca de demostrar su dominancia sobre ella, su miembro, duro como acero forjado en guerra, se alineó a su centro húmedo y listo. La penetró de una sola embestida profunda, arrancándole un gemido bajo, gutural, que no tenía nada de recatado. Era un rugido elegante, digno de ella.
Darius comenzó a moverse dentro de ella con la fuerza devastadora de un asedio. La sujetaba con ambas manos por las caderas, como si sus dedos pudieran fundirse con su piel. Cada embestida era un golpe seco, profundo, que hacía crujir la mesa bajo el peso de su cuerpo y el suyo. Era violencia vestida de deseo. Crudo. Innegociable.
Mel apretó los dientes.
El dolor se colaba por su espalda como una ráfaga caliente, arrancándole un gemido que más parecía una exhalación contenida. No era placer lo que sentía, no del tipo que buscaba. Pero no retrocedió. No lo permitiría. Había cosas más importantes que el cuerpo. Que el alivio.
Se aferró a la madera como si se tratara del borde de una estrategia aún en ejecución. La espalda arqueada, la cabeza baja. Un papel que interpretaba con precisión quirúrgica.
Darius jadeaba detrás de ella, cada vez más descontrolado. Creía que la estaba tomando, dominando, doblegando. Y tal vez en apariencia así era. Pero Mel sabía que el verdadero poder no se medía en fuerza. Se medía en cuánto se estaba dispuesta a soportar.
—¿Eso es todo? —Murmuró entre dientes, la voz temblorosa no por placer, sino por resistencia.
Él gruñó y la embistió más hondo, más duro.
Ella cerró los ojos.
Esto no era rendición. Era cálculo. Era el precio que estaba dispuesta a pagar por sentarse en la mesa donde se toman las decisiones.
El placer era para después. El poder, para siempre.
Ella se giró lentamente, con la mirada fija en él, sus ojos brillando con la intensidad de alguien que no solo dominaba el juego, sino que lo hacía suyo. En ese instante, el silencio que rodeaba sus cuerpos era aún más fuerte que cualquier grito. Darius, la bestia, se había acercado más de lo que había planeado. Pero ella no retrocedió.
Mel se giró con lentitud, como si cada centímetro de su cuerpo hablara por ella, como si incluso el silencio fuera parte del discurso que estaba construyendo. Sus ojos se clavaron en los de Darius, y en esa mirada no había duda. Había fuego, sí. Había deseo. Pero, por sobre todo, había poder. El tipo de poder que no necesita gritar para ser escuchado.
Darius, el titán de Noxus, la bestia de los campos de batalla, se había acercado más de lo que habría planeado. Ella lo sentía. Lo sabía. Pero no retrocedió. Nunca lo haría. Al contrario: se sostuvo firme, como una columna de mármol entre ruinas, como si su cuerpo dolido no fuera una vulnerabilidad, sino el arma más fina de todas.
Y mientras él la empujaba de nuevo hacia la mesa, continuando con aquella danza brutal y sin tregua, Mel sentía la punzada ardiente en cada embestida. Dolía. No era el tipo de unión que prometía placer inmediato, pero no era eso lo que buscaba. Cada golpe era una afirmación: de su lugar, de su decisión. Estaba allí por elección. Por estrategia. Por dominio.
Las manos de Darius la apretaban con una necesidad ciega, creyendo controlar la situación. Pero Mel, entre respiraciones tensas y músculos contraídos, guiaba el ritmo con sutiles movimientos de cadera, controlando el tempo del combate sin que él lo notara del todo. El general creía estar montando el asedio, cuando en realidad, era él quien estaba siendo invadido.
Su espalda se arqueaba con una mezcla perfecta de dolor y decisión. No para rendirse, sino para gobernar la narrativa. Ella no estaba cediendo. Estaba liderando. En silencio, sin fuerza bruta. Con estrategia.
Entonces, sin romper el momento, lo empujó hacia atrás con una fuerza inesperada, haciendo que cayera sentado en la silla de mando, aún jadeante. No le dio tiempo a reaccionar. Alzó el vestido apenas lo necesario y se montó sobre él con la precisión de alguien que toma el trono que le corresponde.
Sus rodillas firmes a cada lado, la espalda erguida, los ojos clavados en los suyos.
—Mírame —ordenó Mel, con voz baja, rasposa, pero sin rastro de súplica. No era un ruego. Era una declaración de soberanía.
Darius obedeció.
Y entonces fue ella quien dictó el ritmo. Se movía sobre él con fuerza, con esa cadencia medida que solo una mujer acostumbrada a manipular imperios podía sostener. Cada movimiento descendente era una sentencia. Una marca. Un recordatorio de quién estaba al mando.
Sus uñas se clavaban en sus hombros como sellos. Su cuerpo vibraba, tenso, guiado más por decisión que por placer. El dolor seguía allí, latente, pero Mel lo transformaba. Lo convertía en materia prima para su dominio. Lo usaba como el metal que forja una corona.
Darius la rodeaba con los brazos, sí, pero no la contenía. Era un espectador atrapado en el campo de batalla que ella misma había diseñado. En su mirada ya no había rabia ni orgullo. Había algo más temido: respeto. Fascinación. Sumisión inconsciente.
Cuando el orgasmo la alcanzó, fue como una descarga feroz que la atravesó de punta a punta. Su cuerpo tembló sobre él, las uñas clavadas en su piel, el pecho pegado al suyo, el aliento roto entre jadeos y gemidos bajos. No fue un clímax de entrega, fue uno de conquista. Mel no se quebró. Se sostuvo como una diosa montando el caos.
Y Darius no aguantó más.
Gruñó desde lo más profundo de la garganta, apretándola con fuerza mientras se corría dentro de ella con una violencia brutal, como si cada embestida final tuviera que marcarla desde las entrañas. Eyaculó sin contención, llenándola por completo, empujando tan hondo que parecía querer dejar su firma en lo más profundo de su cuerpo.
El semen caliente la inundó, desbordándose entre sus piernas mientras ella lo recibía sin inmutarse, con la espalda aún erguida, el rostro alzado, como si incluso eso formara parte del plan.
Se quedó así unos segundos, respirando con dificultad, el cuerpo tenso, el interior ardiendo con cada pulso de lo que él le había dejado dentro.
Y luego, lentamente, descendió de su trono improvisado, sin limpiarse, sin cubrirse. Caminó con las piernas aún temblorosas, con el vestido alzado apenas, dejando que el exceso de Darius escurriera entre sus muslos. No por descuido, sino por declaración.
Darius, sin hablar, la observaba como quien contempla a su reina después de una derrota noble. No había palabras que pudieran explicar lo que había ocurrido, pero ambos sabían lo que se había sellado en esa habitación.
Mel bajó del trono improvisado como si no acabara de montarlo. Su andar seguía altivo, incluso cuando sus piernas temblaban ligeramente. Sabía que él lo había notado.
Pero también sabía que, desde ese instante, lo tendría comiendo de la palma de su mano.
Ella sonrió con satisfacción.
—Eres todo fuerza, Darius. Pero incluso el acero… se dobla si lo calientas lo suficiente.
Él no respondió. Solo la miró.
Mel no necesitaba palabras. Estaba segura. Había ganado.
Caminó por la cámara mientras terminaba de acomodar su vestido. No había prisa en sus movimientos. Solo precisión. Su respiración aún estaba agitada, pero su mirada era firme. Sentía el pulso de la victoria palpitando en su garganta. Esa clase de triunfo que no se grita: se bebe como un vino añejo, con una sonrisa invisible.
Darius seguía sentado. Torso desnudo, las manos apoyadas en los brazos de la silla, el cuerpo aún húmedo de sudor y tensión. No había cerrado los ojos ni una sola vez. Observaba en silencio, sin signos de placer ni de incomodidad. Era una estatua viva. Una que Mel creía haber tallado con sus propias manos.
La mujer se acercó al escritorio donde los mapas seguían arrugados y manchados de vino. Entre los pliegues rescató un pergamino doblado, marcado con el sello de su casa. Lo extendió con cuidado sobre la piedra, alisándolo con las palmas como si fueran pétalos.
—Esto… —Dijo en voz baja, mientras tomaba una pluma y le ofrecía el documento. —Es el plan con el que conquistarás no solo tierras, sino historia.
Darius alzó una ceja. No se movió de su asiento.
—Expansión controlada en la frontera este de Demacia. —Continuó ella, señalando con la pluma las rutas marcadas en tinta negra. —Celdas de avanzada en las colinas de Kindelspire. Rutas de suministro protegidas por patrullas móviles. Yo me encargaré de conseguir la neutralidad de las casas menores a través de tratados falsos. Les haremos creer que Noxus no es su enemigo. Hasta que sea tarde.
Se permitió una pausa. Lo miró, evaluando su rostro.
—Con esto, puedes avanzar sin resistencia. Sin llamar la atención. Cada paso medido. Cada victoria segura. Y lo mejor… sin compartir gloria con Swain ni LeBlanc.
Esa última frase la dijo con intención. La tentación de Darius no era el poder: era la independencia. La gloria sin cadenas.
Mel cerró el pergamino y lo enrolló con firmeza, ofreciéndoselo directamente. Darius no lo tomó.
—¿Qué dices, general? —Preguntó ella, con una media sonrisa. —¿Firmamos el futuro juntos?
Él alzó la mirada y la sostuvo, pero no dijo una sola palabra.
Mel sintió esa pausa como una confirmación silenciosa. No le contradijo, no la rechazó, eso bastaba para ella.
Se acercó aún más, se inclinó sobre él y le susurró al oído.
—No necesito tu obediencia, Darius. Solo tu dirección. —Le susurró al oído, mientras él, en su silencio, absorbía lo que ella había logrado: no solo control, sino un pacto forjado en la guerra más íntima que podrían librar.
Él la miró de reojo, no estaba agradecido ni rendido a sus pies. Solo estaba silenciosamente pensativo.
Mel no le dio margen para palabras. Se apartó con la misma elegancia con la que había llegado, tomó su copa de vino y la alzó en dirección a Darius, como si levantara una corona invisible.
—Por nuestra campaña. —Declaró, solemne. —Que llevará la gloria a Noxus.
Darius asintió en silencio y tomó la copa que ella misma le había ofrecido minutos antes, aquella con la que había iniciado el juego. Esta vez, bebió sin resistencia.
Mel sonrió con discreción, con esa calma de quien no necesita reafirmar su victoria. Guardó el pergamino en una caja de madera sellada con su escudo, y sin decir una palabra más, se encaminó hacia la salida. No volvió a mirarlo. No era necesario. Darius ya era suyo. No por devoción, sino por estrategia. Por influencia. Por diseño.
Mientras avanzaba por los corredores en penumbra, un leve peso se alojó en su pecho. No era duda. Era… eco. La victoria tenía su sabor característico: a hierro, a vino y a soledad.
Había logrado lo que se propuso. Había manipulado a Darius, moldeado su voluntad a base de carne, ambición y promesas veladas. Pero en los márgenes de su mente, la imagen de Jayce regresaba como un susurro que no se iba. Su ternura, su mirada limpia, su absurda fe en ella. Todo eso parecía ahora parte de otra vida. Una vida que Mel misma había decidido enterrar bajo capas de poder.
Darius, el coloso, había cedido. A su cuerpo. A su plan. A ella.
Cruzó la puerta de sus aposentos con la seguridad de una emperatriz que regresa de una conquista. La habitación estaba sumida en penumbra, iluminada apenas por el brillo tembloroso de un candelabro de cristal. Se desvistió con lentitud, cada prenda cayendo al suelo como una piel descartada, como si dejara atrás el disfraz que la había cubierto durante la batalla.
Se detuvo frente al espejo.
La mujer que le devolvía la mirada no era la misma que llegó a Noxus. Ni la que amó con inocencia. Ni la que una vez creyó en ideales sin doble filo. Tenía el cabello enredado, la piel marcada, una sombra morada en la cadera, un enrojecimiento en la clavícula,, signos de una noche cruda. Pero lo que más destacaba era su rostro.
Una sonrisa leve, casi indescifrable. Fría. Calculada. Satisfecha, sí, pero con una sombra en el fondo. Como si una parte de ella, pequeña, silenciosa, casi extinguida, aún recordara lo que era sentirse amada por alguien que no quería ganarla, solo cuidarla.
Mel se contempló unos segundos más, atrapada en la mirada de su propio reflejo. Silencio. Estática. Como si intentara descifrar quién era esa mujer que la observaba desde el otro lado del vidrio.
“Lo doblegué sin palabras. Lo dirigí sin cadenas.”
La frase cruzó su mente como un mantra, una justificación vestida de triunfo. Porque tenía que convencerse de eso. Porque no había otra forma de vivir con lo que acababa de hacer.
Se sirvió otra copa de vino, la sostuvo frente al espejo y brindó consigo misma. Un ritual privado, íntimo. Amargo.
—El acero también sangra. —Susurró. —Solo hay que saber por dónde cortarlo.
El peso del futuro cayó sobre ella como una sombra espesa. Había ganado. Tenía a Darius. Había insertado sus hilos en el músculo del imperio. Pero ¿hasta cuándo podría sostener esa tensión? ¿Cuánto tardaría él, un hombre forjado en guerra, en cuestionar su rol en el tablero? La historia de Noxus no perdonaba a quienes creían controlar sin ensuciarse las manos. Los grandes generales, tarde o temprano, reclamaban el poder que les era negado.
El control no se mantiene sin sacrificio. ¿Estaba dispuesta a entregarlo todo? ¿Incluso su alma, su deseo, su humanidad?
—¿Cuándo fue la última vez que me sentí deseada… no usada? ¿Amada… no obedecida?
La pregunta la golpeó con una crudeza inesperada. No había respuesta. Solo una copa entre sus dedos y el vacío en el pecho que ni la gloria podía llenar.
Bebió un trago largo, como quien ahoga no una duda, sino una parte de sí misma.
Jayce ya no estaba. Su dulzura no sobrevivía en este nuevo mundo. La guerra no se ganaba con bondad. Se ganaba con renuncia.
Se envolvió en una bata oscura, como si se cubriera no por pudor, sino por estrategia. Apagó la lámpara con un gesto lento, y al caminar hacia la cama, dejó la copa vacía sobre la repisa, como si dejara atrás el último rastro de lo que fue.
Cerró los ojos.
Y dejó que el silencio le ofreciera el único consuelo posible: la ilusión de que aún lo controlaba todo.
___________________
Al otro lado del bastión, Darius permanecía solo en su cámara.
El sudor aún le perlaba la piel, tibio sobre los músculos tensos. La copa de vino yacía vacía sobre el escritorio, volcada de lado, como un recuerdo fugaz de lo que acababa de entregarse sin palabras. Frente a él, el mapa que Mel había desplegado seguía extendido, el papel marcado con anotaciones firmes, decisiones ya tomadas en su nombre.
Sus ojos recorrían la ruta que ella había trazado. No la cuestionaba. La memorizaba.
Con gesto firme, dobló el mapa lentamente, como quien encierra una idea en el puño. Luego lo colocó junto a su espada, como si ambos, estrategia y acero, formaran parte de la misma campaña.
Permaneció inmóvil. El silencio era denso, cargado de algo más que reflexión.
Minutos después, asintió.
No fue un gesto de obediencia. Tampoco de rendición.
Fue una elección.
Porque incluso las bestias, cuando reconocen a otro depredador, deben decidir a quién vale la pena mostrarle los dientes…
y a quién no.