Shimmer
11 de septiembre de 2025, 14:03
Las luces parpadeantes de Zaun proyectaban sombras danzantes sobre las húmedas calles adoquinadas. El aire estaba impregnado de una mezcla de humo industrial y el inconfundible aroma metálico que caracterizaba a la ciudad subterránea. Ekko avanzaba con paso decidido, esquivando charcos y sorteando escombros, mientras se dirigía a la guarida de los Firelights. Las vendas que cubrían las heridas en su cabeza eran testigos mudos de recientes enfrentamientos, pero no tenía tiempo para detenerse a sanar; una vida pendía de un hilo, y cada segundo contaba.
Al doblar una esquina, se encontró con un grupo de niños que jugaban con una vieja lata, pateándola de un lado a otro en una improvisada cancha delineada con tizas desgastadas. Sus risas resonaban, desafiando la sombría atmósfera de Zaun. Uno de los pequeños, al notar la presencia de Ekko, se detuvo en seco y lo señaló con asombro.
—¡Miren, es Ekko! —Exclamó el niño, con los ojos brillando de admiración.
Los demás se giraron, y una niña de cabello enmarañado se acercó corriendo.
—Ekko, ¿Es cierto que puedes controlar el tiempo? —Preguntó con inocencia.
Ekko esbozó una sonrisa cansada, agachándose para estar a su altura.
—Algo así, pequeña. Pero ahora necesito que todos ustedes se cuiden y se mantengan alejados de problemas, ¿De acuerdo?
Los niños asintieron vigorosamente y Ekko revolvió el cabello de la niña antes de continuar su camino. Estas breves interacciones le recordaban por qué luchaba: por un futuro donde esos niños pudieran jugar sin miedo.
Al llegar a la entrada oculta de la guarida de los Firelights, realizó una serie de golpes específicos en la puerta metálica, una contraseña rítmica que aseguraba su identidad. La puerta se abrió con un chirrido, revelando a Tesha, una joven vigía de mirada aguda y actitud siempre alerta.
—Ekko, te ves terrible. ¿Qué te pasó? —Preguntó Tesha, frunciendo el ceño al notar las vendas.
—Una larga historia. ¿Dónde está Scar? Necesito hablar con él de inmediato.
—Está adentro, pero deberías dejar que alguien vea esas heridas.
—Después. Ahora hay asuntos más urgentes.
Tesha suspiró, pero se hizo a un lado para permitirle el paso. Ekko avanzó por el estrecho pasillo iluminado por luces tenues, saludando con un asentimiento a varios miembros que trabajaban en la reparación de equipos y planificación de rutas de patrullaje. La actividad constante en la guarida era un testimonio de la resistencia inquebrantable del grupo.
En la sala principal, encontró a Scar, su segundo al mando, inclinado sobre un mapa extendido en una mesa improvisada. El rostro de Scar se iluminó al ver a Ekko, pero la alegría fue rápidamente reemplazada por preocupación al notar su estado.
—Ekko, ¿Qué demonios te ocurrió? —Preguntó Scar, dejando caer una herramienta que sostenía.
—Nos tendieron una emboscada, pero no hay tiempo para detalles. ¿Cómo están todos? ¿Algún incidente mientras estuve fuera?
Scar intercambió una mirada con Lina, una estratega del grupo que estaba a su lado.
Cuentos y otras historias
—Hemos detectado ciertos movimientos. —Comenzó Scar. —Los ejecutores encontraron un barco en el muelle con una carga noxiana peligrosa. No sabemos cómo logró pasar desapercibido.
Ekko golpeó la mesa con el puño, frustrado.
—Debemos reforzar los patrullajes. Algo así debimos haberlo sabido antes. No podemos permitir más sorpresas.
—Estoy de acuerdo —Intervino Lina. —Ya hemos reorganizado las rutas, pero necesitamos más personal.
—Haz lo que sea necesario. No podemos permitirnos más errores.
Scar vaciló un momento antes de hablar nuevamente.
—Además, Sevika ha estado buscándote. Parece urgente.
Ekko frunció el ceño, procesando la información.
—¿Sevika? Qué curioso, justamente necesito hablar con ella, ¿Mencionó de qué se trata?
—No, pero parecía seria. Te espera en lo que solía ser "La Última Gota".
Ekko asintió, comprendiendo la gravedad de la situación.
—Bien. Mantengan todo bajo control aquí. Iré a ver qué quiere Sevika.
Scar colocó una mano en el hombro de Ekko, deteniéndolo por un momento.
—Cuídate, amigo. No necesitamos más bajas.
Ekko esbozó una sonrisa ladeada.
—Haré lo posible.
Con eso, se ajustó las vendas y salió de la guarida, preparándose mentalmente para el encuentro que le esperaba. El camino hacia "La Última Gota" sería corto, pero la conversación con Sevika prometía ser cualquier cosa menos sencilla.
El barrio donde alguna vez se alzaba el dichoso bar había cambiado, y no para bien. Las luces parpadeantes colgaban de cables expuestos, lanzando destellos enfermizos que coloreaban las calles con tonos morados y verdes. Algunos edificios aún conservaban las cicatrices del caos dejado por la caída de Silco, pero entre las ruinas, otros habían encontrado oportunidad. Uno de ellos era ese bar, ahora la fortaleza de Sevika.
Ekko bajó de su aerodeslizador frente al edificio. Aun desde fuera, el lugar emanaba una energía hostil. El cartel de neón que antaño llevaba con orgullo el nombre del local ahora estaba roto, apenas iluminado por una chispa intermitente. La puerta de metal tenía marcas de impactos recientes. El murmullo del interior era bajo, pero cargado de intención.
Al entrar, el aire denso y oscuro lo envolvió de inmediato. Olor a tabaco barato, aceite rancio y metal caliente. Las sombras dominaban el espacio, y entre ellas se movían figuras. Algunos rostros le eran vagamente familiares de épocas anteriores; otros, completamente nuevos. La mayoría no lo saludó. Algunos ni siquiera lo reconocieron, pero otros lo miraron con desconfianza.
Uno de los secuaces limpiaba una escopeta sentado en la barra. Otro, un tipo delgado con implantes visibles en la mandíbula, le lanzó una sonrisa torcida desde una esquina oscura. Una mujer alta y robusta, con una cicatriz que le cruzaba el cuello, simplemente escupió al suelo al verlo pasar. Ekko los ignoró. Ya no era el chico impulsivo que corría por los techos de Zaun, pero tampoco estaba allí para caer bien.
—¿Qué hace aquí el líder de los Firelighters? —Murmuró alguien detrás de él.
Ekko no se volteó.
Subió por las escaleras de metal que llevaban al segundo piso, sus botas resonando con cada paso. La estructura oxidada crujía, como si la propia construcción protestara su presencia. Al llegar al descanso, una puerta de acero con un símbolo grabado, una garra entrelazada con un engranaje marcaba el dominio de Sevika.
Empujó la puerta sin anunciarse.
El despacho olía a alcohol fuerte y a grasa de máquina. El espacio estaba iluminado solo por una lámpara colgante, cuyos cables pelados lanzaban chispas ocasionales. Las paredes estaban cubiertas con esquemas, mapas de los sectores de Zaun, planos de armas y fotografías marcadas con tinta roja. Sobre una mesa metálica descansaban piezas de armamento en distintas etapas de ensamblaje. Detrás de ella, ajustando su brazo mecánico con una llave inglesa, estaba Sevika.
Ni siquiera levantó la mirada.
—Tardaste. —Gruñó.
Ekko cerró la puerta tras de sí. Caminó unos pasos, deteniéndose al borde del escritorio.
—Tu gente no es precisamente hospitalaria.
—Y tú no eres precisamente bienvenido. Te ves como la mierda.
Fue entonces cuando, de manera repentina, Sevika avanzó hacia él y lo tomó del cuello con una sola mano. Su brazo mecánico silbó al activarse con fuerza, levantando a Ekko unos centímetros del suelo. Sus ojos, furiosos, lo taladraban.
—¿En qué estabas pensando? —Escupió. —¿Llevar a la comandante de los malditos Piltovianos a territorio enemigo? ¿A este caos? ¿Estás buscando una maldita guerra, niño?
—No sabíamos que era una emboscada. Ella está muriendo. —Alcanzó a decir Ekko, su voz apretada. —Y yo estoy buscando salvarla.
Sevika lo mantuvo en el aire un segundo más, respirando por la nariz como si contuviera un impulso salvaje, luego lo soltó de golpe. Ekko cayó de pie, tosiendo. Sevika se giró, tomando una botella del escritorio. Bebió directamente de la botella, limpió su boca con el dorso del brazo y volvió a hablar sin mirarlo.
—¿Qué quieres?
—Shimmer. Si alguien puede saber sobre reservas de Shimmer eres tú. Tú conoces los túneles, las rutas.
Sevika rio amargamente.
—¿Shimmer? ¿Tienes idea de lo que estás pidiendo? Todo fue destruido tras la muerte de Silco. Las reservas se quemaron. Las minas fueron voladas, selladas con dinamita por los nuestros. Lo enterramos todo.
Ekko bajó la cabeza, tragando con dificultad. Por un momento, el silencio se adueñó de la habitación. El zumbido de un tubo de luz vibró entre ambos.
—¿Todo…? —Preguntó, con una chispa de esperanza.
Sevika dudó. Su ceño se frunció y giró lentamente hacia él.
—Hay una entrada. Antigua, lateral. No la sellamos... no del todo. Es peligrosa, inestable. La dejamos así porque no había nadie más que pudiera procesar los cristales para hacer Shimmer. Sin el maldito Singed, todo eso quedó inútil.
—Entonces vamos allí.
Sevika soltó una carcajada incrédula.
—¿Estás bromeando? No hay nada allí. Sólo rocas, gases y muerte.
—Tal vez. Pero si hay una posibilidad de salvarla... tengo que intentarlo. Si queda aunque sea un cristal, una gota, puedo intentar crear Shimmer.
La mujer lo observó largo rato, evaluándolo. Su expresión endurecida mostraba un conflicto interno que raramente dejaba salir. Finalmente, chasqueó la lengua y tomó una chaqueta colgada del perchero.
—Si mueres en ese túnel, dejaré que te pudras allí. No voy a cargar tu cuerpo.
—Trato hecho.
Ambos salieron sin intercambiar más palabras, descendiendo las escaleras bajo la mirada curiosa de los secuaces. Nadie dijo nada. Nadie se atrevió.
Zaun se tragaba las palabras como si supiera que lo que venía, no era para los débiles.
La entrada al túnel estaba oculta tras los restos de una antigua estructura metálica corroída por años de humedad y abandono. Sevika pateó una lámina suelta que cubría la boca del pasaje, revelando el interior oscuro que se extendía como una garganta hacia las entrañas de Zaun. El aire que escapaba del interior era espeso, caliente, y olía a tierra estancada.
—Espero que no te pongas sentimental allá adentro. —Gruñó Sevika mientras encendía el farol que llevaba colgado de su cinturón. —Este lugar no tiene paciencia para las emociones.
—Tranquila. —respondió Ekko, ajustando la capucha sobre su cabeza. —No vine a derramar lágrimas. Vine a salvar a Caitlyn.
El túnel descendía en una espiral lenta, claustrofóbica. Las paredes estaban cubiertas de minerales resquebrajados, vestigios del Shimmer que alguna vez fluyó en abundancia. Ekko pasaba los dedos por el muro al avanzar, notando cómo la textura había cambiado desde la última vez que vio una mina activa. Ahora solo quedaban residuos apagados, como si la tierra misma hubiera olvidado cómo brillar.
Sevika caminaba adelante, en silencio. A ratos, se detenía a observar una grieta nueva en la pared, una piedra caída, un crujido sordo que resonaba en lo profundo. Aunque intentara parecer imperturbable, Ekko conocía ese tipo de atención. También la tenía él cuando cruzaba los tejados de Zaun con un plan improvisado entre manos. Desconfianza. Precaución.
—No pensé que alguna vez caminaríamos juntos por algo así. —Dijo él al cabo de un rato, su voz amortiguada por el eco.
—No me confundas con Vi. —Respondió Sevika, sin girarse. —No vine aquí a hacer las paces. Vine porque si esa Piltoviana muere, todo los avances de paz entre Zaun y Piltover se habrán ido al carajo.
—Lo sé. —murmuró Ekko. —De todas formas, te lo agradezco.
Sevika no respondió.
Siguieron avanzando por lo que parecieron kilómetros. A medida que se adentraban, el aire se volvía más denso, y la oscuridad más completa. El farol de Sevika apenas podía perforarla, lanzando haces de luz que se desvanecían antes de tocar el fondo.
De pronto, un crujido seco retumbó a sus espaldas.
—¿Oíste eso? —Preguntó Ekko, tensando la mandíbula.
Sevika giró con rapidez, el farol temblando en su mano. Otro crujido, más profundo esta vez, resonó desde arriba. El techo del túnel comenzó a vibrar con una violencia repentina.
—¡Corre! —Gritó Sevika.
Pero fue demasiado tarde. Una lluvia de piedras se desprendió justo detrás de ellos. El suelo tembló y un bloque del tamaño de una puerta cayó a centímetros de Ekko, haciéndolo perder el equilibrio. El polvo se alzó como una nube espesa, cegándolo por completo.
Ekko tosió, cubriéndose el rostro, tratando de incorporarse. Una roca más pequeña golpeó su pierna, dejándolo atrapado. Intentó moverla, pero era pesada, demasiado para él solo.
Entonces, un gruñido seco se oyó en la penumbra. Sevika emergió de la nube de polvo, con los dientes apretados, su brazo metálico brillando por la fricción.
—¡Que lento eres! ¡No te mueras ahora, maldito! —Masculló, y de un tirón, levantó la roca con su brazo reforzado, liberando a Ekko con un esfuerzo que le arrancó un quejido.
—Gracias... —Murmuró él, aún sin aliento.
—No te emociones. —Resopló Sevika, extendiéndole la mano para ayudarlo a levantarse. —Solo no quiero explicarle a Vi que dejé tu culo enterrado en este basurero.
Ekko soltó una pequeña risa entre toses, y luego asintió con seriedad.
Una vez reincorporados, revisaron rápidamente que no hubiera más desprendimientos y continuaron. La galería se abría en una cámara más amplia, de techos bajos, donde antaño las vetas brillaban como venas encendidas. Ahora, solo quedaban paredes lisas, despojadas de su color, vacías.
Ekko caminó hasta el centro de la cámara. Pisó con cuidado, agachándose para observar el suelo. No quedaban rastros visibles de Shimmer. Ni una chispa, ni una veta, ni un fragmento. Se puso de pie y giró hacia Sevika, quien recorría con la mirada las paredes como si no pudiera creer lo que veía.
—Esto aún tenía cristales. —Murmuró ella, casi para sí. —Había tanques, cristales vivos, luz… Alguien debe haberlos extraído… ¿Cómo... cómo pudo desaparecer sin que yo lo notara?
Ekko se acercó. Había visto esa mirada antes: no era ira. Era vergüenza.
—No es tu culpa. —Dijo. —No puedes estar al tanto de todo lo que para en Zaun cambia cada día. Además, se supone que todas las entradas están cerradas.
Sevika no respondió. Pero su mandíbula se tensó.
Ekko retrocedió unos pasos, repasando con la mirada las paredes despojadas de todo rastro. Algo estaba mal. Muy mal.
—Algo aquí es extraño. —Dijo al fin, pensativo. —No hay ni residuos. Ni cristales rotos, ni polvo. Nada.
—¿Y qué? Tal vez el derrumbe los enterró más abajo. —Aventuró Sevika, aunque su voz ya no sonaba convencida.
—No lo creo. —Ekko se agachó cerca del suelo y pasó los dedos por una rejilla oxidada. —Esto fue saqueado… sistemáticamente. Como si alguien supiera exactamente qué buscar y procuraron no dejar ni un solo cristal.
—Tsk… —Bufó Sevika, cruzándose de brazos. —Probablemente fue alguno de esos idiotas de Zaun. Siempre husmeando donde no deben.
Ekko negó con la cabeza.
—No. Esto está demasiado limpio, preciso. Ni siquiera tenemos herramientas para hacer algo así sin dejar rastro.
Sevika lo miró con dureza.
—¿Entonces en qué estás pensando?
Ekko guardó silencio unos segundos, como si le costara ponerlo en palabras.
—Si fuera alguien de Zaun… no me preocuparía tanto. No hay nadie que sepa cómo hacer Shimmer. Al menos no desde la muerte de Singed. Pero esto… esto parece trabajo de alguien más. De fuera. Gente que vino de otro lugar de Runaterra.
Sevika frunció el ceño, su expresión endureciéndose aún más. Su voz salió como un gruñido.
—Eso no me gusta un carajo.
Ambos guardaron silencio.
El polvo aún flotaba en el aire, y el eco de su conversación se desvanecía lentamente entre las paredes mudas de la cámara. Ekko frunció el ceño. Algo no cuadraba. Dio un par de pasos, girando sobre sí mismo, escudriñando cada rincón con el farol tembloroso en la mano.
Fue entonces cuando lo sintió. No lo vio, no lo escuchó. Lo sintió. Una corriente de aire casi imperceptible, un roce frío en el cuello, como un susurro apenas presente. Se detuvo.
—Espera… —Musitó.
Sevika lo miró, pero no dijo nada.
Ekko se acercó lentamente a uno de los muros laterales. Agachó el cuerpo, luego se puso de pie, pasó la mano por la roca agrietada, luego por el borde de una estructura colapsada. Nada. Retrocedió, alzó el farol y lo movió en círculos lentos. Entonces lo notó: un ligero movimiento en el polvo, una corriente que no tenía por qué estar ahí. Se agachó otra vez, esta vez con más atención, y empujó un pedazo de tubería oxidada. El metal chirrió, revelando un hueco oscuro detrás de una plancha caída.
—Mierda… —Susurró. Metió la cabeza con cautela y alzó el farol.
Del otro lado, un pasaje se extendía como una cicatriz bien disimulada. A simple vista, no había señales evidentes de excavación reciente, pero Ekko notó algo en la forma en que las piedras habían sido colocadas de nuevo, casi con esmero. Las paredes parecían haber sido pulidas o disimuladas con algún tipo de recubrimiento, como si alguien hubiera querido borrar todo rastro del trabajo duro que se necesitó para abrir ese túnel.
Se agachó y pasó la mano por la base del muro. Al tacto, detectó lo que el ojo apenas captaba: rebordes limados, pequeñas astillas de metal incrustadas entre las piedras, y marcas de fricción en la roca.
—Esto fue excavado. Pero lo camuflaron con cuidado. Con intención. —dijo, señalando la entrada apenas visible. —No estaba antes, ¿verdad?
Sevika se acercó con recelo y se agachó a su lado. Por primera vez en mucho tiempo, su expresión perdió firmeza.
—No. Jamás lo vi. Ni cuando Silco tenía control, ni después. Esa entrada no existía.
Ekko entrecerró los ojos y se deslizó hacia el umbral. Iluminó el interior con el farol y lo inspeccionó con detenimiento. Las paredes del pasaje eran más secas, ligeramente más claras… pero lo más revelador estaba en el suelo. Sobre la fina capa de polvo se cruzaban rastros que no pertenecían a mineros. Eran huellas profundas de botas anchas, algunas más pequeñas, todas dirigidas hacia el mismo punto. Y junto a ellas, dos líneas paralelas, apenas marcadas, como si algo sobre ruedas hubiese sido arrastrado con extremo cuidado.
—Aquí movieron algo. —Murmuró— Pesado y no querían que se notara.
Su mirada siguió la pendiente suave del pasadizo, que descendía en línea oblicua, alejándose de la galería principal.
—Esto va hacia… —Se detuvo, frunciendo el ceño. —¿Las afueras de Piltover?
Sevika se incorporó lentamente, cruzó los brazos y escupió al suelo con rabia contenida.
—Genial. Como si no tuviéramos suficientes problemas con lo que hay en Zaun.
Ekko no respondió de inmediato. Su mirada permanecía fija en las marcas del suelo, con el ceño cada vez más apretado.
—¿Y si fueron ellos? —Dijo Ekko en voz baja. —Los Noxianos… Los ejecutores encontraron un barco con cargamento Noxianos, no me extrañaría que también estén haciendo operaciones en otros lugares.
Sevika se quedó un momento en silencio. Luego murmuró, casi para sí:
—¡Maldita sea quien haya sido! —Gritó Sevika. —Tendrás que buscar otra forma de ayudar a Caitlyn, no queda nada.
Ekko avanzó por el túnel con pasos lentos, tanteando las paredes con una mano mientras sostenía el farol con la otra. La inclinación del pasadizo no era pronunciada, pero lo suficiente como para hacer que el aire se sintiera más pesado, más cargado a cada metro que descendían.
—Estás perdiendo el tiempo —gruñó Sevika desde atrás. —Si sacaron todo, no van a dejar ni una maldita migaja por accidente.
—Entonces explícame por qué esconderían el túnel tan bien —respondió Ekko sin girarse. —Algo no cuadra.
—Lo único que no cuadra es que sigas jugando al detective cuando deberíamos estar buscando una salida antes de quedar atrapados.
Pero Ekko no se detuvo. A cada paso, sus sentidos se agudizaban. Pasó por una bifurcación parcialmente bloqueada por escombros, luego bajo un arco de piedra erosionada. Miró hacia arriba, hacia las grietas del techo, buscando algún indicio, una veta residual, una chispa... pero no había nada.
Frustrado, se detuvo en seco.
—Mierda… —susurró, girando sobre sus talones.
—¿Ya te convenciste? —resopló Sevika, cruzada de brazos. —Lo único que vas a encontrar aquí es polvo y decepción.
Ekko la ignoró por un segundo, respirando hondo. Algo en su memoria se activó. Una imagen, un recuerdo borroso de cuando las minas aún estaban vivas. Un juego que hacía con los otros niños… algo que funcionaba incluso cuando todo parecía apagado.
—Apaga tu farol —Dijo de repente.
Sevika arqueó una ceja.
—¿Qué?
—Confía en mí. Si queda aunque sea una chispa de Shimmer, lo veremos mejor a oscuras. Brillan… aunque sea un segundo. Si hay algo aquí, se va a revelar.
Sevika lo miró como si estuviera loco, pero finalmente suspiró con resignación. Cerró la válvula del farol, y el zumbido del combustible se extinguió con un clic. El silencio se volvió espeso, denso. Solo el goteo lejano y la respiración contenida de ambos rompían la oscuridad total.
Por unos segundos, no ocurrió nada.
Y entonces, cuando Ekko ya dudaba de su idea, ocurrió.
Un punto. Pequeñísimo. Rosado. Tembloroso. Flotando a poca altura como una luciérnaga tímida en medio de la nada. No había otros. Ninguna estela, ninguna veta. Solo ese diminuto fragmento, suspendido en el aire como si el túnel entero respirara a través de él.
Ekko se inclinó con cuidado, sin parpadear, sin moverse bruscamente. Alargó la mano hasta atraparlo con los dedos, como quien recoge el último vestigio de un recuerdo. La chispa brilló un instante más entre su piel y luego se apagó, tragada por la oscuridad.
Lo sostuvo unos segundos entre los dedos, apenas respirando, como si temiera que el mínimo movimiento pudiera desintegrarlo.
—Aquí estás… —Susurró, con el corazón latiéndole en la garganta. —¿Lo ves?
Sevika se agachó junto a él, entornando los ojos hacia el punto donde la chispa se había apagado segundos atrás.
—Maldita sea… —Murmuró, la voz más ronca de lo habitual. —Es casi nada, pero…
—Es esperanza. —Dijo Ekko, sin dejar de mirar el fragmento de cristal con el leve brillo apagado en sus manos.
De regreso en el nivel superior, los últimos rayos del sol bañaban las ruinas de Zaun con un tono dorado, como si por una vez, la ciudad respirara luz. El atardecer los recibió con silencio, y ellos emergieron cubiertos de polvo, sudor y silencios que pesaban más que las rocas caídas. Sevika y Ekko emergieron del túnel cubiertos de polvo, sudor y silencios que decían mucho más que las palabras. La caminata de vuelta hasta el refugio de los Firelights fue larga y silenciosa. Ambos iban sumidos en sus pensamientos, con el eco del túnel nuevo todavía en sus cabezas. Algo estaba ocurriendo debajo de sus narices, algo que involucraba Shimmer… y probablemente a Piltover.
—Averiguaré qué es ese túnel —dijo Sevika de pronto, rompiendo el silencio. —Si va hacia las afueras de Piltover, encontraré por dónde sale. Alguien cruzó esa frontera, y te juro que lo haré hablar.
Ekko solo asintió. Estaba agotado, pero la presión no le daba tregua. Su mente ya pensaba en el siguiente paso: cómo extraer esas gotas ínfimas de Shimmer y volverlas algo útil. Algo que pudiera salvar a Caitlyn.
Cuando entraron en el refugio de los Firelights, el contraste fue brutal. El espacio se abría en una vasta caverna subterránea, donde un árbol gigantesco se alzaba en el centro, sus ramas extendiéndose como brazos protectores. A pesar del entorno tóxico de Zaun, el árbol había logrado crecer, convirtiéndose en un símbolo de esperanza. Pequeñas casas y estructuras improvisadas se aferraban a sus raíces y ramas, iluminadas por luces cálidas que colgaban como luciérnagas. El aire, aunque cargado de actividad, era vibrante. Algunos niños jugaban entre repuestos y engranajes, mientras los adultos reparaban dispositivos o actualizaban mapas en pantallas recicladas. Era un oasis de esperanza en medio de la ruina.
Sevika frunció el ceño al ver tanta energía.
—No sé cómo aguantas vivir en medio de tanto brillo. Me da náuseas tanta… vitalidad.
Ekko soltó una risa, breve pero sincera.
—Es eso o vivir esperando que todo explote. Prefiero esto.
Ambos subieron por una escalerilla angosta hasta el taller de Ekko, oculto entre las ramas huecas del gran árbol que servía de columna vertebral al refugio. Era una habitación caótica pero viva, donde las paredes estaban forradas de planos arrugados, anotaciones con tinta corrida, y fórmulas tachadas con furia o corregidas con esperanza. Las mesas estaban repletas de componentes rotos, piezas recicladas, frascos sin etiqueta y herramientas inventadas con retazos de otras herramientas.
Una gran ventana semicircular dejaba entrar una luz tenue desde lo alto, filtrada por las hojas del árbol, creando sombras danzantes sobre el suelo de metal. Ekko se acercó a su estación de trabajo, y con un cuidado reverencial, colocó la diminuta muestra de Shimmer sobre un soporte magnético. La cápsula, apenas del tamaño de una uña, vibraba de forma casi imperceptible, como si latiera.
—Voy a necesitar todo —Dijo en voz baja, más para sí que para Sevika. Su tono no era apresurado, sino firme. Con cada palabra, encendía un artefacto diferente, calibraba un sensor, ajustaba una lente. —Herramientas de precisión, estabilizadores, reactivos… y más paciencia de la que me queda.
Sevika lo observó con los brazos cruzados, recargada en el marco de la puerta. Su ceja arqueada era una mezcla de escepticismo y resignación.
—¿Y tú piensas que voy a quedarme mirando cómo juegas al alquimista de los suburbios?
Ekko le lanzó una mirada ladeada, con una chispa de humor entre tanta presión.
—No. Vas a ser mi asistente.
—¿Perdón?
—Necesito manos. Y las mías ya están ocupadas. Además, no tengo tiempo para andar subiendo y bajando escaleras cada vez que me falte una pinza o un condensador. No es glamoroso, pero sí urgente.
—Tsk… —Sevika rodó los ojos y se empujó con fuerza de la pared. —Sabía que esto venía con trampa.
Pese a sus quejas, empezó a cumplir. Primero con pasos pesados y murmullos de protesta, pero sin dejar de moverse. Cada vez que Ekko nombraba un componente, Sevika rebuscaba entre estanterías desvencijadas, baúles metálicos llenos de polvo o cajas marcadas con símbolos casi ilegibles. Trajo frascos de cristal, conductores oxidados, una microcentrífuga vieja que aún zumbaba como nueva, filtros térmicos y hasta compuestos alquímicos caducados que nadie más se atrevía a tocar.
—¿Estás seguro de que este polvo es estable? —Preguntó mientras sostenía un frasco con una sustancia morada que burbujeaba suavemente.
—Estoy seguro de que no tenemos otra opción. —Respondió él sin alzar la vista.
Las horas se alargaron como si el tiempo allí dentro obedeciera a otro ritmo. Cuando cayó la noche sobre Zaun, el bullicio del refugio se fue apagando con la llegada de la noche. Las voces de los niños desaparecieron, los generadores se apagaron uno a uno, y el gran árbol quedó envuelto en un silencio tibio. Solo el taller seguía vibrando con chispazos, zumbidos y el murmullo constante de ideas que se cruzaban entre herramientas.
En un momento, Sevika se quedó quieta. Observó a Ekko desde un rincón, sin interrumpirlo. Lo vio manipular piezas imposibles con manos marcadas por la fatiga, pero ojos decididos. Sudaba, pero no se detenía. Su espalda se curvaba sobre la mesa como si el peso del mundo estuviera allí mismo, entre fórmulas y engranajes. Y aunque ella no lo diría nunca, esa terquedad... le parecía admirable.
—¿Y si no funciona? —Preguntó, con una voz más suave de lo habitual, casi humana.
Ekko tardó en responder. No apartó la vista del vial.
—Entonces morirá. —Dijo, sin dramatismo. Solo verdad.
Las palabras quedaron suspendidas entre ellos, flotando en el aire espeso del taller. No hubo necesidad de más.
Cuando la noche dio paso al amanecer, Ekko no se detuvo. Las ojeras se marcaban bajo sus ojos, pero sus manos no temblaban. Afuera, el refugio despertaba lentamente, y dentro del taller, la presión era un monstruo invisible que lo empujaba hacia adelante. Las gotas estaban casi listas. Faltaba poco. Muy poco.
Finalmente, entre los cálidos rayos del mediodía, Ekko levantó un pequeño vial. Dentro flotaban unas gotas rosadas, vibrantes, pulsantes. No eran muchas. Tal vez ni siquiera suficientes. Pero eran reales.
—Lo lograste. —Murmuró Sevika, casi como un secreto que no quería que nadie más escuchara.
—No. Lo logramos —Corrigió al fin, con voz baja, sin apartar la mirada del líquido brillante.
Se giró hacia Sevika, y por un instante, el silencio entre ellos fue más poderoso que cualquier palabra. Ninguno necesitaba explicar lo que estaba en juego. Ninguno pretendía fingir que no les importaba.
Sevika lo miró con la misma firmeza de siempre, pero sus ojos ya no eran cuchillas. Había una pausa en su respiración. Una contención.
—Solo recuerda algo, genio. —Dijo, con tono más grave que sarcástico. —Si la comandante muere… ni Piltover ni Zaun van a encontrar la paz. Todo se va a ir al carajo. Y no habrá Shimmer ni milagro que nos salve de eso.
Ekko asintió, serio. Ya lo sabía. Lo había sabido desde el momento en que entraron a la mina.
—Voy a llevarle esto a Caitlyn. Tal vez no sea mucho, pero… es algo. Es lo mejor que tenemos.
Sevika dio un paso hacia la puerta del taller, deteniéndose antes de cruzarla. Apoyó una mano en el marco de metal corroído.
—Más tarde iré a investigar ese túnel nuevo. Quiero saber quién carajo se atrevió a excavar en nuestro suelo y por qué. Si encuentro algo, te aviso.
Ekko le dirigió una mirada agradecida, breve pero sincera.
—Hazlo y cuéntame si ves algo raro. Cualquier cosa. Hasta la más mínima pista.
—Claro. Pero si me meto en problemas, tú me debes otra. —Dijo ella, ya dándose la vuelta.
—Voy perdiendo por tres. —Replicó Ekko con una sonrisa cansada.
Sevika soltó un gruñido, apenas disimulado como una risa. Y sin mirar atrás, desapareció escalerilla abajo, rumbo al silencio denso del refugio dormido.
Ekko permaneció un momento más en el taller, solo, con el vial entre los dedos como si sostuviera algo frágil y precioso. El brillo rosado seguía pulsando en su interior, débil pero constante, como el latido de algo que aún se niega a morir.
No había tiempo que perder.
Con movimientos meticulosos, aseguró el vial en un estuche acolchado y lo guardó en una de las cápsulas de su cinturón. Luego se acercó a su aerodeslizador, ajustó las correas al pecho, revisó la presión de los propulsores y colocó los pies en las sujeciones con la familiaridad de quien ya ha saltado mil veces… pero nunca con tanto en juego.
Antes de lanzarse, echó una última mirada hacia el taller vacío. Ya no quedaban palabras ni promesas. Solo acción.
Entonces, sin dudar, se impulsó por el borde de la plataforma y desapareció en el aire.
El sol de la tarde comenzaba a descender cuando Ekko se lanzó al vacío desde la plataforma. Una estela azulada lo siguió entre las sombras altas de Zaun cruzando la ciudad con una urgencia que cortaba el aire, rumbo al hospital. A su espalda, la esperanza latía. Pequeña, brillante, contenida en gotas que podían cambiarlo todo.