La Aprendiz
11 de septiembre de 2025, 14:03
Zaun escupía vapor por las grietas de su piel metálica mientras el cielo color óxido se deshacía en niebla verde. Las luces intermitentes de anuncios rotos titilaban sobre charcos aceitosos, y entre ellos, se deslizaba una sombra delgada, ligera, como si flotara entre escombros. Riona.
La chica se detuvo frente a una puerta oxidada, marcada con un símbolo pintado a mano: un círculo oscuro con brillo en el borde. Hizo dos golpecitos y luego uno más fuerte. Era la señal. Un zumbido sonó, y la puerta se abrió con un crujido quejumbroso.
Dentro, la oscuridad olía a aceite viejo, sudor seco y trampa. Había pantallas apagadas colgando de cables sueltos, y en el centro, sentado con las piernas cruzadas sobre un sofá desgarrado, un hombre de lentes oscuros y abrigo Piltoviano la esperaba. Sonreía como si se supiera más listo que todos en la habitación. Riona ya lo odiaba.
—Llegas tarde. —Dijo el tipo, acariciando el borde de una copa vacía.
—Perdón… el reloj que me robé esta semana parece que está atrasado. —Bromeó ella, entrando con el paso despreocupado de quien está acostumbrada a fingir que no tiene miedo.
El hombre no rio, pero su sonrisa se hizo más delgada.
—Tengo trabajo para ti, Riona. Uno bien pagado.
—¿Trabajo de “recolectar chatarra” o de “patear dientes”? Porque para lo segundo voy sin desayuno.
Él deslizó una pequeña bolsa con monedas sobre la mesa. El sonido metálico bastó para que su estómago rugiera.
—Solo tienes que observar. Infiltrarte en la guarida de alguien. Saber cómo se mueve, cuántos la protegen. Y si la oportunidad se da… hacer lo que hay que hacer.
Riona frunció el ceño, sus ojos verde musgo intentando leer entre líneas. La vibra del tipo era tan grasosa como el suelo.
—¿Y quién es la “alguien”?
El hombre giró una fotografía con dos dedos. Sevika. Sentada en un trono improvisado, copa en mano, mirada que podía torcer acero. Riona la reconoció. Todos en Zaun sabían quién era. Un nombre que daba respeto, miedo o ambas.
—¿Estás loco? ¿Quieres que me infiltre con esa señora? ¿Que la mate?
—Si puedes. Si no… solo mírala. Anota todo. Vuelve. Te daré el doble de lo que hay ahí si regresas viva con información útil.
Riona tragó saliva. Su primer instinto fue rechazarlo. El segundo, mirar la bolsa de monedas. El tercero… sentir el peso de la moneda de su madre en el bolsillo trasero. Se le heló la sangre.
—…De acuerdo —Dijo, más seria. —Pero si salgo de ahí con media pierna y un brazo menos, voy a venir arrastrándome para escupirte en la cara.
—Qué encantadora. —Rio el hombre. —Por eso me gustas. Tienes agallas.
—No. Lo que tengo es hambre y ganas de sobrevivir.
Y sin más, se giró y salió por la misma puerta que la había tragado. En su cabeza, el encargo ya giraba como una tuerca sin freno. Y en su estómago… una punzada de miedo disfrazado de adrenalina.
No quería matar a nadie.
Pero Zaun no era amable con las niñas buenas.
El aire denso de Zaun parecía más espeso esa noche. Riona avanzaba en silencio por una pasarela rota, sus botas desgastadas golpeando el metal oxidado con el ritmo sigiloso de alguien que ha vivido esquivando ojos ajenos. Su chaqueta, vieja y remendada con parches de diferentes colores, se agitaba como una sombra multicolor en medio del gris opresivo.
Había seguido el plano mental que había armado con días de observación y chismes de calle. El encargo no solo era arriesgado: era casi suicida. Pero en los callejones más profundos, donde las promesas se compraban por tres monedas y un trozo de pan duro, ella no era la única dispuesta a jugarse el pellejo por una oportunidad.
Llegó a la zona donde antes se alzaba La Última Gota.
O lo que quedaba de ella.
El edificio tenía cicatrices profundas. Las paredes aún ennegrecidas por el fuego que Jinx desató en su día, el techo a medio colapsar reforzado con placas metálicas soldadas de forma tosca, y un cartel quebrado que alguna vez fue símbolo de reunión. La antigua taberna había muerto. En su lugar, ahora latía algo mucho más crudo.
La guarida de Sevika.
Riona se deslizó por un respiradero abierto en un costado de la estructura, resbalando por un tubo resbaladizo hasta caer en un corredor estrecho. Había olores de óxido, grasa, sudor y humo. Todo lo que uno esperaría de un lugar levantado entre ruinas por alguien que jamás pidió permiso.
Escuchó pasos pesados, risas gruesas, el eco de una botella rota. La guarida era como un taller mecánico mezclado con un campo de entrenamiento. Armamento colgado de ganchos, mesas repletas de piezas, gente peleando con los nudillos desnudos bajo luz tenue.
Riona avanzó por las alturas, utilizando una vieja viga que aún colgaba de la estructura original. Se arrastró por un panel rajado y se posicionó sobre una pasarela con vista a la sala central. Desde allí, tenía una visión privilegiada del corazón de la guarida.
La puerta principal se abrió con un golpe sordo, y Sevika entró.
Caminaba con paso firme, el abrigo sucio de polvo de túnel, y su rostro... más cansado que de costumbre. Murmuraba algo entre dientes, arrastrando el brazo mecánico como si aún llevara el peso de la última pelea.
—Maldito niño testarudo… con suerte no se muere en el intento. —Rezongó en voz baja mientras cruzaba el salón.
Se dirigió directo a su trono improvisado, hecho de piezas de chatarra y placas soldadas. Se dejó caer con un suspiro ronco, cruzó una pierna sobre la otra colocándolas sobre la mesa y bebió directo de una botella sin etiqueta que alguien le alcanzó sin atreverse a mirarla a los ojos. Su brazo metálico descansó sobre el respaldo, como una bestia dormida. A su alrededor, un grupo de matones rudos que no osaban interrumpirla.
Riona la observó, agachada, inmóvil. Su corazón latía fuerte, pero su cuerpo estaba entrenado para eso. La estudiaba. No como un blanco, sino como se estudia a un animal que lleva años dominando su territorio. Había fuerza en ella, sí… pero también desgaste. No era una reina con corona. Era una sobreviviente que mandaba porque nadie más lo hacía con el mismo peso.
Podía atacarla. Desde ahí arriba, con el taser artesanal, y luego lanzarse con las cuchillas. Si fallaba, moriría. Si acertaba, quién sabe. Pero algo se detuvo dentro de ella. Una grieta. Una duda. La idea de que tal vez el encargo estaba podrido desde su origen.
La viga bajo sus pies crujió.
—¿Qué fue eso? —Gruñó alguien abajo.
—¡Allá! ¡En la pasarela!
—Mierda. —Susurró Riona.
Saltó justo cuando una linterna improvisada apuntó a su cara. Cayó rodando, raspándose un brazo, y salió corriendo por un pasillo lateral. Conocía las rutas. Al menos creía conocerlas.
Pero uno de los secuaces le cortó el paso y la embistió con un hombrazo que le sacó el aire. Otro la tomó del cuello de su polera y la estampó contra la pared.
—¡Suelta, suelta, suelta! ¡Solo estaba mirando! —Gritó Riona, agitando brazos y piernas.
—Cierra la boca. —Le escupió uno.
La sujetaron entre ambos y la arrastraron por el corredor principal. Atravesaron una cortina hecha de cadenas oxidadas, y llegaron a una sala más amplia y silenciosa.
El corazón de la guarida.
Y allí, de pie ahora, Sevika.
Su brazo metálico ya enganchado al hombro, brillando tenuemente por el roce reciente. La botella colgando de su mano real. Su ceño fruncido.
—¿Y tú quién carajos eres? —Preguntó, sin levantar la voz. No hacía falta.
Riona tragó saliva. Podía inventar algo. Podía decir que se había perdido. Que buscaba a su hermano. Que huía de un traficante. Que solo venía por comida.
Pero no dijo nada.
Solo apretó la moneda en su bolsillo, y la miró directo a los ojos.
Sevika no movió ni un músculo mientras observaba a Riona. Su mirada era densa, pesada, como si en vez de ver a la chica, la estuviera desmontando por piezas, buscando los tornillos sueltos.
Riona, aún atrapada entre los dos matones, mantenía la barbilla en alto. Tenía la cara manchada de hollín y sangre seca en una ceja, pero sus ojos no titubeaban.
—¿Vas a decirme quién te envió, o te dejo colgada de una viga hasta que cantes? —Preguntó Sevika al fin.
—No me colgarías… —Respondió Riona con voz más aguda de lo que esperaba. —¿Demasiado trabajo, no?
Uno de los hombres que la sujetaba le metió un rodillazo suave en la pierna. Solo para recordarle que no estaba para hacer chistes.
—No soy famosa por mi paciencia, niña. —Siguió Sevika. —Así que habla. ¿Quién te mandó?
Riona respiró hondo. Podía mentir. Inventar. Echarle la culpa a otro. Pero algo en esa sala, algo en los ojos de Sevika, le decía que no serviría. Esa mujer había olido mentiras durante años. Podía oler las suyas.
—Un tipo… alto, dientes muy blancos, bien vestido. No dio nombre. Me ofreció monedas a cambio de espiarte y si podía… —Tragó saliva. —…hacerte desaparecer.
Sevika alzó una ceja, no sorprendida, más bien molesta por lo predecible del asunto.
—¿Y pensaste que tú podías matarme? ¿Tú sola?
—No, pero era espiarte o no comer.
El silencio que siguió fue pesado. Riona esperaba un golpe, una risa cruel, algo. Pero simplemente chasqueó la lengua y giró hacia los hombres.
—Déjenla.
—¿Qué?
—Ahora. Fuera.
Los dos se miraron entre sí, confundidos, pero soltaron a Riona y salieron. La puerta se cerró con un chirrido seco.
Ahora estaban solas.
Riona se frotó el brazo donde la habían sujetado. Su cuerpo estaba en tensión, pero su voz salió más clara.
—¿No vas a matarme?
—¿Tú quieres que te mate?
—No, pero… pensé que lo harías.
—Si matara a cada niña perdida que entra aquí queriendo hacerse la dura, no me quedaría espacio para sentarme.
Sevika se apoyó contra una mesa cercana. Sirvió un poco de licor en un vaso metálico, lo bebió, y luego sirvió otro, que le ofreció a Riona. Ella lo miró, desconfiada.
—No está envenenado.
—¿Cómo sé que no quieres emborracharme y tirarme por una compuerta?
—Porque si quisiera tirarte, lo haría sobria.
Riona tomó el vaso, bebió, tosió y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¡Por Dios! ¿Eso es combustible?
—Más o menos.
Se quedaron en silencio unos segundos. El sonido lejano de risas y metal golpeando resonaba en la guarida, pero allí dentro, todo estaba contenido.
Sevika habló sin mirarla, mientras encendía un cigarro con parsimonia:
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis... creo. —Riona se encogió de hombros. —Perdí la cuenta cuando la comida se volvió más importante que los cumpleaños.
—¿Y desde cuándo haces este tipo de mierda?
—Desde que se murió mi mamá. —Dijo sin titubeos. —Y eso fue hace más de lo que me gusta recordar.
—¿Tu papá?
—Nunca existió. O si existió... no se quedó a verlo.
Sevika asintió apenas, como si confirmara algo que ya había supuesto. Dio una calada larga y exhaló por la nariz.
—¿Por qué no huiste?
—¿Huir a dónde? ¿A un rincón más oscuro? ¿A otro lugar donde tenga que rogar por las sobras? —Riona se cruzó de brazos. —Esto es lo que hay.
—Podías haber intentado pelear.
—¿Contra ti? —Rio con amargura. —No soy estúpida. Me habrías arrancado los dientes antes de que tocara el suelo.
Riona sonrió por primera vez, aunque su mirada no perdió seriedad. Sevika no devolvió el gesto.
—Y aun así entraste aquí.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque si me iba con las manos vacías, no comía en una semana. —Respondió, y luego bajó un poco el tono. —Y porque... aunque no lo admitiera, algo en mí quería saber si aún podía mirar de frente a alguien como tú sin temblar.
La mujer más vieja la observó unos segundos en silencio. Había algo en su mirada que no buscaba explicación, solo decisión. Luego, tomó la botella, le dio un trago largo y murmuró:
—Ya.
—¿Ya qué?
Sevika dejó la botella sobre la mesa con un golpe seco. El sonido resonó más fuerte de lo necesario.
—Ya sé qué hacer contigo.
Riona no respondió. No por miedo, sino porque no sabía si eso era una amenaza, una sentencia… o algo peor: una oportunidad.
—¿Cómo se llamaba el tipo? —Preguntó Sevika, cortando la tensión como una navaja.
—No lo dijo. Solo sonreía como si eso bastara.
—¿Dónde?
—Galpón cerca del cruce veintitrés… el que tiene el mural del pájaro rojo. ¿Lo ubicas?
—Sí. Zona de ratas que creen que hablar no tiene precio.
Sevika se giró, caminó hasta un perchero improvisado y se puso su chaqueta de cuero. El brazo metálico se enganchó con un chasquido seco sobre la hombrera reforzada, como una promesa silenciosa de violencia. Luego alzó un maletín viejo que colgaba de una viga y lo lanzó hacia Riona.
—Ábrelo.
Riona lo atrapó con torpeza, aún desconcertada. Lo abrió con cuidado. Dentro, vendas, un encendedor, tres cuchillas arrojadizas envueltas en tela, y una pistola corta con el cargador a medio llenar.
—¿Qué es esto?
—Tu parte del trato.
—¿Qué trato?
Sevika ya caminaba hacia la puerta. Habló sin volverse.
—Vamos a buscar al idiota que pensó que podía usarte como carnada y seguir respirando. Tú guías. Yo lo quiebro.
Riona tardó medio segundo en reaccionar. Asintió, tragando el impulso de sonreír. Guardó las cuchillas en el cinturón, cerró el maletín y fue tras ella, con paso firme.
Por primera vez en mucho tiempo, no se sentía sola.
Las calles de Zaun a esa hora estaban llenas de vapor y silencio. Caminaban por un pasaje inundado de luces moribundas y basura amontonada, con las manos cerca de las armas y los ojos sobre cada sombra.
—¿Por qué me estás ayudando? —Preguntó Riona, rompiendo el silencio mientras bajaban por una escalera de servicio que crujía con cada paso.
—No te estoy ayudando. —Respondió Sevika sin girar la cabeza. —Me estoy haciendo un favor matando al imbécil que pensó que podía usar niños hambrientos para ensuciar mi nombre.
—Aun así… gracias. Aunque sea por accidente.
—No me agradezcas todavía. Aún no sabemos si vas a salir viva.
Riona resopló, medio divertida.
—¿Tú sabes que esta no es la primera vez que alguien me mete en líos así? Una vez, cuando tenía como… no sé, ¿once? Me metí en un almacén a buscar comida. Pensé que era abandonado. Spoiler: no lo era. ¿Y qué crees que había dentro? Dos tipos armados jugando a torturar ratas con chispa eléctrica. Casi me convierten en su nuevo juguete, pero terminé prendiéndoles fuego la mesa con un mechero y salí por una trampilla que no sabía que existía. —La miró de reojo. —Desde entonces, desconfío de las puertas… y de los tipos con sombrero.
Sevika no dijo nada. Solo encendió un cigarro, exhalando el humo como quien intenta no reírse.
—Después me encontré con una pandilla que ofrecía comida a cambio de “servicios”. No los de limpieza, precisamente. Y ahí aprendí que con una cuchara bien afilada puedes hacer más que con un puñal mal usado. —Riona sonrió, ladeando la cabeza. —No preguntes.
—No iba a hacerlo.
—Una vez estuve tres días comiendo cartón porque juré que era pan seco con textura... peculiar. —Se encogió de hombros. —Pero eh, sobrevives. Y si sabes contar historias buenas, a veces te dejan quedarte en las esquinas sin patearte. Aunque no siempre.
Sevika la miró de reojo, por primera vez con una expresión que no era burla ni juicio. Solo… reconocimiento.
—Tienes demasiadas anécdotas para alguien de dieciséis.
—Sí, bueno… también tengo más cicatrices que dientes de leche. La vida en Zaun te acelera la infancia. Aquí no hay adolescencia, ¿sabes? Solo hay sobrevivir o no.
Sevika asintió levemente, como si ya supiera esa verdad, solo que no en voz ajena.
—Y aun así seguiste caminando hacia el fuego. Con un taser casero.
—Sí. ¿No es eso lo que se hace aquí? Caminar directo a lo que más miedo te da y ver si todavía tienes suerte para contarlo.
No dijeron nada más. Pero el silencio ya no era tan pesado.
Cuando llegaron al galpón, estaba tal y como Riona lo recordaba: grande, vacío, con lonas colgantes, vigas quebradas y una lámpara a gasolina que colgaba del centro como un ojo moribundo. Dentro, el mismo hombre de sonrisa falsa y botas recién lustradas fumaba un cigarro, hablando con dos tipos que claramente hacían el trabajo sucio.
—Es ese. El creído con cara de haberse tragado su propio ego —Murmuró Riona, señalándolo con la barbilla.
Sevika no esperó confirmación. Entró sin avisar, su silueta recortada contra la entrada como una sentencia.
—¿Qué tal, maricones? —Dijo con total calma, como quien pide un café.
El hombre la vio. Y palideció.
—Mierda…
Uno de los acompañantes desenfundó un cuchillo. El otro levantó una barra metálica con intención asesina. Pero no llegaron lejos.
Sevika cruzó el espacio como una tormenta sin previo aviso. Al primero le destrozó la mandíbula con un golpe ascendente que lo hizo volar contra una columna. El segundo intentó retroceder, pero no tuvo tiempo: una patada precisa en la rodilla lo dobló hacia atrás con un crujido sordo. Cayó gritando al suelo.
El tercero, el más joven, giró para correr. Pero Riona ya se había movido.
Ni un grito. Ni un aviso. Solo un destello.
En un abrir y cerrar de ojos, la chica se deslizó por el lateral, su cuerpo bajo y rápido, lanzando una cuchilla que no solo rozó el cuello del hombre, sino que le cortó superficialmente la piel con una precisión quirúrgica. El tipo se tambaleó hacia atrás, paralizado por el susto y el ardor, justo cuando Riona apareció frente a él.
—¿Dónde vas, campeón? —Dijo, clavándole otra cuchilla justo en el muslo, con una precisión tan limpia que lo derribó sin matarlo.
Sevika, a unos metros, había visto todo. Por un instante, su ceño se alzó apenas. No fue una sonrisa, ni un gesto evidente. Solo un microsegundo de aprobación muda.
Riona recogió su cuchilla del muslo del hombre, la limpió en su chaqueta sin decir palabra, y dejó que se arrastrara hacia una esquina, gimoteando.
Mientras tanto, Sevika arrastraba al contratista principal por el cuello de la camisa, su brazo metálico brillando como un arma viva.
—¿Te pareció buena idea usar a una niña como carnada? ¿Creíste que nadie iba a venir a cobrarte?
Sevika soltó el cadáver sin apuro y se giró hacia Riona, que se limpiaba los dedos con un trapo sucio mientras hacía girar la cuchilla como si fuera un juguete.
—Para ser una chica tan habladora y molesta… tienes buena mano con el acero.
Riona la miró de reojo, con una media sonrisa.
—¿Eso fue un halago encubierto? Porque si lo fue, necesito sentarme. Creo que me mareé.
Sevika bufó, sin reír pero sin negar la verdad en sus palabras.
—No. Solo es una observación. No esperaba que dieras tanto problema… para otros.
—Bueno, me gusta ser impredecible. Además, tengo práctica con idiotas que se creen listos.
—Y no te tembló la mano. Eso no es común.
Riona encogió los hombros.
—Cuando has vivido esquivando cuchillos y buscando sobras en la basura, lanzar una hoja bien afilada no parece tan complicado.
Sevika la observó unos segundos más, sin decir nada. Luego se giró hacia la salida.
—Vamos. Antes de que empiece a pensar que vales la pena.
—¡Oye! —Protestó Riona mientras la seguía. —¿Eso fue una amenaza, una advertencia o… el inicio de una amistad tormentosa?
—Es Zaun, niña. Aquí solo hay trampas… y gente que las sobrevive.
Riona sonrió, bajito, como quien ya está acostumbrada a caminar sobre alambre. Y sin decir más, la siguió.
Volvieron a la guarida caminando en silencio. Riona no hizo preguntas. No se quejó. Solo caminaba detrás de Sevika con los hombros más rectos y una concentración que le latía en la nuca.
Al llegar, Sevika subió al segundo piso sin mirar atrás. Riona la siguió, aunque no estaba segura de por qué. Solo sabía que detenerse no era opción.
La sala era más ordenada que el resto del lugar, pero no por pulcritud: cada cosa tenía su lugar porque todo allí podía matar.
Sevika abrió un cajón reforzado y sacó un estuche de cuero oscuro. No era el mismo tipo de maletín polvoriento que le había lanzado la primera vez. Este estaba sellado con correas metálicas. Usado, sí… pero cuidado.
Lo dejó sobre la mesa sin ceremonia.
—No es un premio. —Dijo, mientras encendía un cigarro. —Tampoco te lo ganaste. Pero quiero ver qué haces con esto.
Riona alzó una ceja y abrió el estuche.
Adentro, un par de cuchillas cortas, más finas, más estilizadas. El acero no era común. Tenía un tono opaco con vetas oscuras, como si la propia arma escondiera cicatrices internas. El filo brillaba con una luz suave, distinta. No pesaban más… pero pesaban distinto.
—Esto no es como las otras. —Murmuró Riona, casi para sí. —¿Qué tienen?
—Acero reforzado. —Respondió Sevika, cruzando los brazos. —Usado en la guerra. Corta armadura liviana, corta hueso y corta excusas.
Riona las sostuvo con cuidado. No por miedo sino por respeto.
—¿Entonces por qué dármelas?
—Porque quiero saber si eres solo una callejera con reflejos rápidos… o algo más. —Exhaló humo por la nariz. —Y esas cuchillas no se las doy a cualquiera.
Riona no respondió de inmediato. Ató las correas a sus antebrazos y se ajustó los guantes.
—¿Y ahora qué?
Sevika tomó una linterna colgada de la pared y se la lanzó.
—Póntela. Y cámbiate esa chaqueta antes de que se te quede pegada al cuerpo con la humedad del túnel.
—¿Vamos a los túneles? —Preguntó, alzando la ceja. —¿Los antiguos túneles de Shimmer?
—Sí. —Dijo Sevika con tono seco. —Esta vez vas a ver lo que hay allá abajo. Y si sobrevives... ya veremos.
Riona tragó saliva, pero no retrocedió. La linterna colgaba de su pecho, y las cuchillas descansaban en fundas cruzadas sobre sus muslos, listas para ser desenvainadas al primer movimiento.
Ya no era solo una ladrona con suerte, y eso, en los términos de Zaun, era el principio de algo mucho más peligroso.
Minutos después, Riona descendía detrás de Sevika por una vieja escalera corroída, oculta tras un muro falso que apenas se sostenía por remaches oxidados. La oscuridad era total, salvo por la linterna que colgaba del pecho de Riona y la que Sevika sostenía en alto.
—¿Este es uno de esos túneles que todos dicen que están sellados? —Preguntó Riona, bajando con cautela.
—Lo están. —Respondió Sevika. —Todos menos este. Lo dejé abierto.
—¿Por qué?
—Instinto. —Gruñó ella, sin volverse. —Y porque ayer vine con Ekko a buscar restos de Shimmer. Pensamos que aquí abajo podía quedar algo útil.
Riona abrió los ojos un poco más. No esperaba ese nombre.
—¿Ekko? ¿El de los Firelights?
—¿Conoces otro que parezca siempre a punto de meterse en problemas?
La broma era seca, pero tenía verdad. Riona no dijo más.
Al llegar al fondo, el aire se volvió más denso. El túnel descendía en espiral, rodeado de paredes con vetas apagadas. Riona notó zonas donde las piedras parecían raspadas, peladas hasta el hueso.
—¿Aquí había Shimmer?
—Sí. Pero cuando llegamos, alguien ya se nos había adelantado. —Sevika iluminó una grieta limpia como si alguien la hubiese pulido con cuidado. —Saquearon todo, sin dejar ni polvo.
—Esto fue antes de que tú y Ekko estuvieron aquí.
—Así es y eso es lo que vamos a investigar ahora.
Riona asintió, tragando saliva. Apretó el agarre de sus cuchillas contra los muslos.
Avanzaron por el pasadizo durante varios minutos, en silencio, hasta que llegaron a la bifurcación donde, el día anterior, Ekko había detectado una corriente de aire anómala. La plancha metálica que lo cubría había sido retirada. Más allá, el túnel continuaba. Aún oscuro. Aún desconocido.
—¿Esto es nuevo? —Preguntó Riona.
—Sí. No estaba cuando sellamos las minas tras la muerte de Silco. Alguien lo excavó desde el exterior, y lo camufló para que nadie lo viera.
—¿Quién haría eso?
—Lo estamos por descubrir.
Siguieron avanzando. La pendiente se inclinaba hacia arriba. El aire cambiaba, volviéndose más seco. Más frío. Las paredes de roca empezaban a abrirse, y poco a poco, la oscuridad dio paso a un resplandor tenue, natural.
Unos metros más adelante, el túnel terminaba abruptamente en una pequeña salida camuflada por raíces y maleza. Sevika apartó con cuidado un panel cubierto de ramas, y ambas se asomaron.
Estaban fuera.
Un bosque espeso se extendía frente a ellas. El suelo estaba cubierto de hojas húmedas y raíces gruesas. El cielo, oculto tras copas densas, apenas dejaba pasar la luz del atardecer. El aire olía a savia, tierra mojada… y algo más. Algo demasiado ordenado para ser natural.
—¿Esto es… Piltover? —Susurró Riona.
—No. Esto es la frontera. Las afueras. Demasiado lejos para que los Piltovianos patrullen. Lo justo para que alguien más lo haga.
Sevika le hizo una señal para agacharse. A unos cincuenta metros, entre los árboles, había una pequeña estructura camuflada entre lonas verdes y redes. Un puesto de avanzada. Tres hombres con uniformes oscuros custodiaban el perímetro. Uno de ellos tenía un fusil sobre el pecho. Otro hablaba por una radio.
Ambas se arrastraron silenciosas entre raíces y follaje hasta alcanzar una posición desde la cual podían escuchar.
—Sector limpio. —decía el vigilante de la radio, con acento marcado. —Recorrí todo el túnel. No hay rastros de más Shimmer.
Una interferencia leve, luego otra voz, más grave, respondió:
—Recibido. Mantente en posición. Bajo perfil. Ese acceso se utilizará cuando llegue el día.
Silencio.
Riona miró a Sevika con el ceño fruncido.
—¿Qué día?
—No lo sé. —Respondió ella en voz baja. —Pero no me gusta cómo suena.
Ambas observaron en silencio mientras los guardias se movían con disciplina. No eran simples ladrones o traficantes. Se comportaban como soldados. Habían organizado el terreno. Uno de ellos encendía una lámpara portátil mientras el otro vigilaba el perímetro con binoculares.
—¿Los matamos? —Susurró Riona, sacando lentamente una cuchilla.
Sevika negó con la cabeza.
—No. Aunque me gustaría, pero si están esperando ese “día”, lo último que queremos es alertarlos antes de saber qué planean. Solo observamos y nos largamos.
Riona asintió, aunque la cuchilla volvió a su estuche con cierto recelo. Aún miraba a los soldados como si buscara puntos débiles.
Esperaron unos minutos más, solo el tiempo suficiente para memorizar los rostros, la ubicación del puesto y la dirección exacta del túnel con relación al bosque.
Luego, retrocedieron con cautela, ocultándose entre árboles y maleza hasta llegar a la grieta por donde habían salido. Sevika la cubrió de nuevo con ramas, y ambas descendieron al túnel sin encender las linternas.
El camino de regreso fue silencioso. Solo se escuchaban sus pasos sobre la tierra seca, y el eco lejano del bosque muriendo detrás.
Al llegar de nuevo a la bifurcación, Sevika se detuvo.
—Ahora sabemos que no se trata solo de Shimmer. —Dijo, con voz grave. —Están esperando algo. Y ese túnel… es parte de algo más grande.
—¿Qué vamos a hacer?
—De momento, vigilar. Si se apresuran, van a cometer errores y ahí vamos a estar nosotras.
Riona asintió, más seria que nunca.
El regreso fue silencioso. Solo el eco de sus pasos se colaba por los pasillos del túnel, cada vez más húmedos y familiares. Cuando emergieron en la guarida, la noche ya había caído sobre Zaun.
El aire denso del lugar los recibió como un muro. Algunos de los hombres de Sevika alzaron la vista al verlas cruzar la sala. Sevika no dijo nada. Solo hizo un gesto breve con la cabeza a uno de los suyos, un tipo ancho de espalda y rostro tatuado que parecía vivir entre humo y herramientas.
El hombre asintió.
—¿Qué pasa? —Preguntó Riona, al ver que el tipo se le acercaba.
Antes de que pudiera reaccionar, él le arrebató las cuchillas de los muslos con movimientos precisos.
—¡Oye! ¡¿Qué haces, imbécil?! —Saltó Riona, retrocediendo con los puños en alto. —¿Me vas a desarmar para matarme? ¡¿Así terminamos, Sevika?!
—Tranquila, niña. —Gruñó Sevika, apenas volviéndose hacia ella. —Baja los brazos antes de que te los muerda alguien.
Riona parpadeó, confundida, mientras el sujeto se alejaba con las cuchillas. Las llevó hasta un banco de trabajo improvisado al fondo, encendió una pequeña lámpara y comenzó a trabajar sobre el metal con movimientos meticulosos.
Sevika encendió un cigarro, apoyada contra una viga.
—Ya que tanto te gusta lucirlas… —Dijo entre caladas. —, que al menos se sepa a quién pertenecen.
Unos minutos después, el hombre regresó con las cuchillas en mano. Se las entregó a Riona sin decir palabra.
Ella las tomó con cuidado.
Grabado en cada hoja, con trazos pulidos y firmes, una sola palabra brillaba con sutil intensidad:
Riona.
La chica las sostuvo como si fueran un tesoro. Y por un segundo, su rostro se quedó quieto. Luego, con una torpe impulsividad que no logró detener, se lanzó hacia Sevika y la abrazó.
—¡Eres una bestia gigantesca y peligrosa… pero joder, te adoro! —Exclamó, aferrándose a ella.
Sevika se quedó tiesa como una estatua.
—Suéltame antes de que me dé algo. —Gruñó, sin dejar de fumar. —Y si alguien más te ve haciendo eso, te las quito… y te las meto donde no brille la luz.
Riona se separó, sonriendo de oreja a oreja.
—Sí, sí… lo que digas, jefa.
Sevika la miró con el ceño fruncido.
—Más te vale aprender rápido… o me arrepentiré de haberte convertido en mi maldita aprendiz.
Riona asintió, esta vez sin bromear.
—No te vas a arrepentir.
Y aunque Sevika bufó, cruzando los brazos con fastidio, no dijo nada más.
Pero por dentro… algo en ella sonrió.