ID de la obra: 657

El llamado del sol negro

Mezcla
NC-17
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planificada Mini, escritos 1.064 páginas, 490.148 palabras, 63 capítulos
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Jinx

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El abrazo entre las hermanas se sostuvo más allá del tiempo. Vi no quería soltarla. Jinx tampoco. Era como si ese contacto intentara reparar todos los años rotos, las palabras no dichas, las noches sin dormir. Pero eventualmente, Vi se separó apenas, solo lo suficiente para poder mirarla a los ojos. —Después de la explosión... —Murmuró Jinx, su voz temblorosa. —Pensé que iba a morir ahí mismo. Vi no apartó la mirada. Ella también había pensado lo mismo. —Te vi caer con Vander. —Dijo, apenas un susurro. —No supe más de ti. Creí que… No pudo con las siguientes palabras. Jinx bajó la mirada, el cabello azul cubriéndole parte del rostro. —Creí lo mismo… —Murmuró. —Todo era fuego. Ruido. El suelo desapareció bajo mis pies. No recuerdo si grité. Solo recuerdo caer. Vi apretó los labios, conteniendo la emoción que volvía a subirle por la garganta. Quería preguntarle todo, pero no la interrumpió. —Caí muy lejos, no sé cuánto. —Continuó Jinx. —Me golpeé la cabeza. Había escombros, metal retorcido... Sangraba. Pero no morí, no sé por qué. Vi sostuvo su mano con más fuerza. —Tal vez porque sabías que aún había alguien que te buscaba. Jinx sonrió, pero era una sonrisa triste, torcida. —Sobreviví porque el cuerpo se niega a rendirse incluso cuando el alma lo ha hecho. Me arrastré por la ventilación de la Hexgate y me refugie unos días en los túneles de Zaun. Comía lo que encontraba, dormía cuando el dolor me dejaba. Vi cerró los ojos un instante. Se imaginaba la escena, y cada imagen era peor que la anterior. —Después encontré el dirigible. —Agregó Jinx. —Era viejo, casi destruido, pero los motores respondían. Lo arreglé con chatarra, explosivos... lo que tenía a mano. No me importaba a dónde iba. Solo necesitaba irme. —¿A dónde te llevó? —Preguntó Vi, sin soltarle la mano. Jinx tardó en responder. Sus ojos se perdieron por un segundo en la bruma más allá del puerto, como si aún pudiera ver el trayecto desde el aire. —Demacia. —Dijo por fin, con un suspiro que le rasgó el pecho. —Aterricé en medio de la nada. Pensé que no lo contaba. Vi la miró, incrédula. —¿Demacia? ¿Cómo demonios lograste sobrevivir allí? Jinx se encogió de hombros, una media sonrisa cansada curvándole los labios. —Con lo de siempre... un poco de locura, mucho de improvisación. Me escondí, me disfracé, hablé poco y observé mucho. Vi entrecerró los ojos, casi sonriendo también. Esa era ella. La Jinx que encontraba caminos imposibles en medio del caos. —¿Y luego? Jinx bajó la mirada, y por primera vez pareció dudar. —Es una historia larga... —Murmuró. No había evasión en su tono, sino algo más íntimo, más frágil. —Y no sé si sé contarla bien… al menos no como tú lo harías. Vi deslizó los pulgares por sus nudillos, dándole todo el tiempo del mundo. —No quiero que la cuentes como yo. —Le dijo con ternura. —Quiero que la cuentes como tú. A tu ritmo. A tu forma. Jinx lo pensó un segundo, y asintió. —Está bien... Pero no te rías si suena muy a mí. —No prometo nada. —Sonrió Vi, y ambas se quedaron ahí, con el silencio tibio entre las dos, esperando el comienzo de una historia que por fin, después de todo, tenía con quién ser contada. Jinx inspiró hondo, levantó la mirada y, por primera vez en mucho tiempo, se permitió recordar... desde el principio. El dirigible me llevó lejos, tan lejos que ya no olía a Shimmer, ni a mugre, ni a Hextech, solo viento limpio. Hasta que el motor murió, como todo lo que toco, y terminé cayendo del cielo... directo en un mundo que parecía sacado de los cuentos que Vander odiaba: Demacia. Sí. Demacia. Ese lugar que parecía odiar todo lo que yo era. Calles limpias. Guardias en cada esquina. Familias bonitas con ropa planchada y caras de que jamás han tenido hambre. Era... asquerosamente perfecto. Y yo, una bomba sin nombre, cayendo en medio de ese paraíso blindado. Los primeros días fueron un infierno. Robaba pan, fruta, cualquier cosa. Me movía entre la gente como un fantasma. Aprendí sus ritmos, sus costumbres. Me volví invisible. Hasta que dejé de serlo. Una mañana, cuando intentaba robar una manzana, sí, una jodida manzana, una mano me atrapó la muñeca. —¡Alto ahí! —Gritó un guardia reluciente como una moneda nueva. Pensé: “Otra vez no”. Me giré sin pensarlo, rompí su agarre con un tirón y salí corriendo entre los puestos del mercado. Fruta volando, niños gritando, viejas maldiciendo. Lo de siempre. —¡Deténganla! —Bramaban detrás, como si yo fuera una amenaza nacional y no una ladrona de manzanas. Corrí por un callejón estrecho, giré a la izquierda, luego otra vez... y entonces: muro. Un jodido callejón sin salida. Genial, pensé. Pero no iba a quedarme a que me esposaran. Subí por unas cajas, trepé a un tejado y empecé a correr por las azoteas como en los viejos tiempos. Sentía el viento cortándome la cara, la adrenalina bombeando como música en mis venas. Pero no era emoción. Era necesidad, era sobrevivir… otra vez. Aquella rutina se volvió mi día a día. Robar, escapar, esconderme, volver a empezar. A veces dormía bajo puentes. A veces ni eso. Las noches eran frías, y los días aún más. No por el clima. Por la sensación de que el mundo me quería fuera. Pero la monotonía me alcanzó. Robar comida ya no era suficiente; necesitaba más. La emoción del riesgo me llamaba, y decidí apuntar más alto: la nobleza demaciana.​ Una noche, harta de migajas y persecuciones, apunté más alto. Lo más alto. Una mansión de esas que se ven desde cualquier punto de la ciudad, rodeada de jardines perfectos y ventanas que no conocían la suciedad. El tipo de casa donde el suelo brilla más que tus recuerdos, y cada piedra parece estar ahí para recordarte que no perteneces. Entré por una claraboya en el techo. Una de esas circulares con vidrios tallados, como una joya encajada en mármol. Tuve que improvisar una ganzúa con un trozo de clip y un pedazo de alambre oxidado que llevaba en la bota. Me tomó menos de un minuto. Lo suficiente para que mi corazón golpeara en modo guerra. Dentro... era otro mundo. Alfombras gruesas que tragaban el sonido de mis pasos, tapices tan grandes como las pesadillas que me persiguen, lámparas de cristal colgando del techo como estrellas atrapadas. Todo olía a madera noble, a vino viejo, a poder. A esa clase de poder que no necesita gritar porque el silencio hace el trabajo. Las paredes estaban decoradas con retratos. Caras solemnes, perfectas, pintadas para durar siglos. Sus ojos parecían seguirme mientras me deslizaba entre los pasillos. Los candelabros lanzaban sombras largas, y cada habitación parecía más grande que la última. Había vitrinas con reliquias: espadas de plata, joyas engastadas, figurillas de marfil. Cosas que ni siquiera entendía, pero que sabían a riqueza. A privilegio. A todo lo que me fue negado desde que abrí los ojos por primera vez en Zaun. Llené mis bolsillos con lo que pude. Una cuchara de oro. Un broche con forma de halcón. Una cadena con eslabones tan finos que parecía hecha de hilo de luz. No lo hice por codicia. Lo hice por hambre. Por rabia. Por esa vocecita que dice si no tomas algo, el mundo te va a seguir quitando. Y justo cuando estaba por largarme, los cimientos de mi suerte crujieron. —¡Alto ahí! La luz me golpeó directo a los ojos. Fue como si un sol miniatura me hubiese escogido como su espectáculo nocturno. Parpadeé, no porque quisiera ver mejor, sino porque no quería que el miedo se notara demasiado. Dos guardias. Armadura reluciente, postura marcial, y esa expresión de “nos pagan para que no pienses que puedes escapar”. Qué adorables. —Ladrona en el ala este. —Gruñó uno, como si tuviera guion. “Original”, pensé. Aunque no en voz alta. A veces uno tiene que elegir sus batallas. Me giré sobre los talones. Corredor a la derecha. Alfombra que amortiguaba los pasos, pero también los míos. Perfecto. Corrí. Derribé un jarrón que seguro valía más que todo lo que había robado esa semana. El golpe de cerámica contra el suelo resonó como un grito. Buena distracción. Mala para el orgullo artístico del noble en turno. Los pasos me seguían. Martillazos metálicos que hacían temblar los candelabros. Giré por un pasillo estrecho. Subí por una escalera de caracol. Me encontré en un salón de techos tan altos que hasta el eco se perdía buscando salida. Alfombras bordadas, estatuas con expresión de aburrimiento eterno. Y al fondo… salvación. Una ventana entreabierta. Alta. Pero nada que unas sillas y una mesa no pudieran solucionar. Apilé los muebles con precisión de experta en caos. Trepé, empujé la hoja, y justo cuando estaba a punto de cruzar… Una mano me agarró el tobillo. —No tan rápido. —Dijo el guardia, como si acabara de atrapar a un gato callejero con complejo de águila. Saqué una bombita de humo de mi cinturón y la dejé caer sin ceremonias. ¡Puf! Niebla instantánea, toses, gritos y confusión. Mi especialidad. Me escabullí por la ventana, caí en el jardín como un saco de huesos, y eché a correr. Los rosales no estaban de acuerdo con mi escape. Las espinas se llevaron su tajada. Pero nada que no pudiera ignorar. Corrí hasta el muro. Salté. Me impulsé con un gruñido que habría hecho llorar de orgullo a cualquier acróbata callejero. Al otro lado, un callejón. Oscuro. Familiar. Casi hogareño. Me perdí entre las sombras como si fueran mi apellido. Los gritos quedaron atrás. Las luces también. Lo único que quedó fue el tambor en mi pecho… y una risa, suave, irreverente. Lo lograste otra vez, Powder, pensé. Pero claro… la vida siempre guarda un giro más. Y entonces, ahí estaba. De pie frente a mí, bloqueándome el paso como si el universo decidiera que no podía tener ni cinco minutos de respiro. Una chica. Rubia, jovencita, postura relajada, pero con esa energía que tienen los que esconden rayos en el bolsillo. Me miraba como si me conociera. Como si supiera algo que yo aún no. Y entonces habló. —Eres difícil de atrapar. Oh, perfecto. Otra heroína con complejo de salvadora. —¿Y tú quién eres? —pregunté, sin disimular el fastidio. —Luxanna Crownguard. Pero puedes llamarme Lux. —¿Otra guardia más? —No exactamente. Y ahí estaba. Mirándome como si pudiera leer entre los renglones de mi caos. Como si lo entendiera. O peor… como si no tuviera miedo. Y yo, bueno… yo solo pensaba en qué bolsillo tenía otra bomba. —¿Ah, sí? —esbocé una sonrisa ladeada, de esas que usaba para esconder el temblor. —Mira, princesa, no tengo tiempo para sermones ni redenciones de media noche. Tiré la bomba de humo al suelo sin dudar. Viejo truco. Nube azul. Caos garantizado. Salí disparada hacia el bosque, mis botas mordiéndose la maleza húmeda. La oscuridad era mi aliada, y las ramas crujían a mi paso como si me anunciaran. Daba igual, no pensaba parar. Pero entonces, la escuché otra vez. Esa maldita voz. —Eres rápida… pero no lo suficiente. Me detuve en seco. Giré. Ahí estaba. Bastón en mano. Imperturbable. Ojos brillantes y resueltos como si fuera la protagonista de una fábula estúpida sobre la justicia. —No sé quién diablos eres, pero no pienso dejarme atrapar. —Espeté, sacando mis juguetes de bolsillo. No los grandes, solo los que podían morder. —No quiero hacerte daño. —Respondió, calmada, como si eso la hiciera menos peligrosa. —Pero no puedo dejarte seguir haciendo esto. —¿"Esto"? —Ladeé la cabeza. —¿Sobrevivir? Y me lancé. Como una chispa sobre pólvora. Disparé una ráfaga de proyectiles improvisados, nada letal, solo lo justo para picar y correr, pero ella los esquivó con una agilidad que no iba con su cara de niña noble. Cada disparo, cada bomba de rebote, cada trampa de bolsillo era respondida con una maldita calma que me sacaba de quicio. La muy desgraciada no solo me esquivaba. Me leía. Como si supiera dónde iba a saltar antes de que lo decidiera. Una pirueta a la izquierda, media voltereta para atrás, deslicé una mina de fragmentación bajo sus pies, nada serio, una que hace ruido más que daño, pero ella saltó justo antes de que estallara. —¿De verdad estás intentando no matarme? —Bufé mientras rodaba por el suelo, esquivando un contragolpe que no vi venir. —No quiero lastimarte. —Dijo, otra vez con esa voz tranquila que hacía que mis impulsos asesinos quisieran meterle dinamita en la boca. La enfrenté de nuevo, esta vez con más rabia. Cuerpo a cuerpo, poca distancia, poca piedad. Pero cada golpe, cada puño, cada cuchilla pequeña que intentaba colar... se encontraba con su bastón. ¡Y cómo lo usaba! Como si hubiera nacido con esa cosa atada a los huesos. Me lancé por su flanco. Giré. Fingí un ataque por arriba, pero fui por abajo. ¡Clásico Jinx! Nada. —¡Mierda, te entrenan bien en este maldito reino! —Solté, jadeando. Ella no respondió. Solo se movió precisa y determinada. Como si no le temblaran las rodillas. Como si no tuviera que pelear consigo misma a cada paso como yo. Se detuvo solo por un segundo, miró alrededor. Se aseguró de que no había testigos, de que estábamos solas. Una luz empezó a brillar desde su bastón. Primero tenue, luego intensa. Como si el sol decidiera nacer justo ahí, entre los árboles. Sentí el zumbido en los dientes antes de que el rayo me alcanzara. No tuve tiempo ni de gritar. Me lanzó de espaldas, directo contra el tronco de un árbol. Todo se volvió zumbido y luces danzando detrás de los ojos. —​¡Eso no es justo! —Grité, escupiendo hojas y algo de orgullo. —¡Usar magia es hacer trampa!​ Ella soltó una risa suave. No burlona, no condescendiente, solo... suave. Como si no le importara que yo acabara de tratar de reventarle la cara hace dos minutos. —A veces hay que usar todos los recursos disponibles —Dijo, acercándose como quien intenta atrapar una mariposa sin romperle las alas. Yo me quedé en el suelo. Respirando como si me hubieran vaciado los pulmones con un mazo. No me moví, solo calculé distancias, opciones, cuántas bombas tenía, cuántos huesos me dolían. Spoiler: más de los que debería. —¿Por qué estás aquí? —Preguntó entonces, bajando la voz. Ya no sonaba a luz brillante ni a sentencia divina. Sonaba... humana. La miré con recelo. Obvio. Siempre es una trampa. Siempre. Pero sus ojos no parecían tener ganchos escondidos. —No tengo a dónde ir. —Admití, lo escupí más que decirlo. Pero enseguida, como buen reflejo jinxiano, le puse un moño sarcástico. —Bueno, salvo a la cárcel o al fondo de un barranco, pero digamos que no me entusiasma ninguna de las dos opciones. Ella alzó una ceja y sonrió otra vez. ¿Qué tenía esa maldita sonrisa? —He visto cómo te las arreglas para sobrevivir. —Dijo. —No es fácil vivir en Demacia siendo... distinta. —¿Distinta? —Bufé. —Qué forma tan diplomática de decir "potencialmente inestable, armada hasta los dientes y con historial pirotécnico". —No quise decir eso. —Claro que no. Tú eres de las que ven el vaso medio lleno… justo antes de que explote en mil pedazos. Ella rio, en serio, como si le hiciera gracia. Como si yo no fuera una bomba con patas y nombre. —Normalmente, tendría que llevarte detenida al castillo —Continuó, ya más seria. —Por tus actos. —¿"Actos"? —Repetí, con teatralidad exagerada. —Ah, sí. Robar, huir, causar uno que otro pequeño incendio estructural... y hacer que un guardia llore. Pequeñas travesuras sin importancia. —Pero hay algo en ti. —Dijo, como si no me hubiera interrumpido. —Algo que me dice que no eres lo que aparentas. —¿Una adorable artista incomprendida? —Le guiñé un ojo, aún desde el suelo. —Ya lo sabías, ¿eh? Ella respiró hondo. Como si luchara entre reír y gritar. (Te entiendo, rubia). —Puedo ofrecerte un refugio. —Dijo por fin. —Nada lujoso, pero tendrás comida y techo. Nadie te buscará ahí. —Oh, qué conmovedor. —Me crucé de brazos. Bueno, más como que los apreté contra mí porque aún dolía respirar. —¿Y luego qué? ¿Me das una manta, pan caliente y en la madrugada me despierto atada con una antorcha en la cara? —No quiero nada de ti. —Respondió firme. Firme de verdad. —Solo creo que mereces algo mejor. Me quedé callada. Eso. Silencio. Raro en mí, lo sé. Pero... no parecía una trampa. —Carajo... —Resoplé. —¿Siempre hablas así? ¿O es tu técnica para desarmar a ladronas inestables con traumas y sarcasmo explosivo? —Solo contigo. —Respondió, sin siquiera dudar. —Ah, genial. Me siento especial. ¿Me vas a hacer una placa? Volvió a sonreír. Juro que era contagiosa. Hacía mucho tiempo que no me sentía así, no me sentí a punto de apuñalar a alguien que sonriera. —Está bien. —Dije, incorporándome con el orgullo hecho trizas. —Pero si me estás engañando, te juro que enveneno tu té con explosivo concentrado y me escapo por la ventana. —Trato hecho. Y así, con una costilla medio rota, el orgullo completamente destrozado y sin entender por qué, me encontré caminando detrás de una niña rica demaciana con poderes de sol… que, por alguna razón, no quería entregarme. Qué demonios. Era eso o volver al barranco. Una parte de mí pensaba que estaba cometiendo el error más estúpido de mi vida. La otra… la otra solo suspiró y dijo "qué demonios". La cabaña no era lo que esperaba. Pensé en una prisión con forma de casita de campo, pero no. Era cálida. Pero no por la chimenea (aunque sí, el fueguito ayudaba), ni por la madera gruesa que olía a bosque mojado. Era cálida de una forma rara. Como si no tuviera las paredes llenas de juicio. Olía a madera, a libros viejos, y a té de hierbas con traumas no resueltos. A mí eso ya me parecía acogedor. Me dejé caer junto al fuego, estirando las manos hacia las llamas. Lux preparaba algo en una tetera oxidada, como si esto fuera una tarde cualquiera y no el inicio de una decisión absurda. No hablábamos mucho. Silencio tenso. De esos que piden a gritos una bomba o una broma. —¿Así que vives aquí? —Pregunté, echando un vistazo a las plantas perfectamente vivas y los estantes repletos de libros. ¿Quién tiene tantas plantas que no se mueren? Brujería. —No exactamente. —Respondió sin girarse. —Vivo en el castillo con mi familia. Esto es… otra cosa. —¿Una especie de retiro místico para magos reprimidos? —Bufé. —¿O un escondite post-drama real con té incluido? Ella colocó la tetera sobre el fuego. No rio. Solo dijo: —Un lugar donde puedo desaparecer. Esa palabra se quedó flotando en el aire. La miré, ladeando la cabeza. —¿Desaparecer de qué? ¿De demasiadas cucharitas de plata? —De todo. —Respondió, bajito. Y algo en su postura cambió. Se encogió, no físicamente, sino… de alma, supongo. Como si "todo" le doliera más de lo que quería que se notara. La observé un rato. No me gustaba cómo sonaba eso. Me recordaba a mí. —Y aun así, me trajiste aquí. A una criminal, a una bomba ambulante con historial pirotécnico. Bastante arriesgado, lucecita. —Tú no me pareces una criminal. —Dijo, girándose al fin. Su voz no tembló. —Pareces alguien que lleva demasiado tiempo sin tener un lugar propio. Me reí casi por reflejo. Porque si no me reía, tal vez le creía. —Tienes una forma bien rara de invitarme a quedarme. —No fue una invitación. —Replicó. —Fue una decisión. Ya la tomé. La miré. —¿Y tus sirvientes? ¿Los cuervos de los Crownguard? ¿No van a notar que escondes a la ladrona más buscada de Piltover en tu cabaña zen? —Nadie viene aquí. —Dijo, con una calma que me sacó de quicio. —Y si vienen… me encargo yo. —Con tu bastoncito de luz mágica y tu voz de hada buena, ¿eh? —Más útil de lo que crees. —Lo empiezo a notar —Murmuré. —Y tú. —Añadió, sin perder la compostura. —Eres más vulnerable de lo que finges. Ese sí dolió. —Tendrás tu espacio aquí. —Dijo. —No voy a exigirte nada, no quiero que hagas nada, ni demostrar nada. —¿Ni siquiera limpiar? —Alcé una ceja, señalando con la bota las hojas secas que había traído del bosque como si fueran decoración. Ella rio, otra vez esa risa. —Bueno, podrías al menos barrer tu caos. —Tch. Exigente. No insistió. Solo se sentó frente al fuego, piernas cruzadas, y me hizo un gesto con la cabeza. Sin palabras. Solo un gesto. Y sin saber por qué... le obedecí. No hubo explosiones. Ni amenazas. Ni gritos. Nadie corrió. Nadie huyó. Solo el crepitar del fuego. Solo ella y yo. El silencio no se sintió como cuchillas. Se sintió como… pausa. Como si el mundo dejara de empujarme, por un rato. Y ahí, sentada en esa cabaña que olía a leña y decisiones mal tomadas, entendí algo. Este no era su escondite. Era su verdad. Y tal vez… tal vez también podía ser la mía. Los días empezaron a pasar. Lentos. Como si el tiempo en esa cabaña jugara con otras reglas. Sin relojes. Sin alarmas. Sin explosiones. Raro. Al principio, me despertaba con el corazón acelerado, esperando el pitido de una sirena, el rugido de una bomba, el grito de alguien que me descubrió. Pero no. Solo estaba el sonido de los pájaros... que cantaban como si fueran los dueños del bosque. Altaneros. Y una peste deliciosa a pan tostado que me hacía pensar que quizá estaba soñando. Lux siempre se levantaba antes que yo. Decía que era por costumbre. Yo decía que era porque estaba mal de la cabeza. —¿Qué clase de persona se levanta con gusto al amanecer? ¿Te recargas con luz solar o solo quieres hacerme sufrir? —Gruñí un día, la cara todavía enterrada en la almohada. —Buenos días para ti también. —Respondió, con ese tono luminoso que me daba ganas de lanzarle la tetera. Estaba de pie en la puerta, con un rayo de sol detrás. Celestial. Peligrosamente celestial. —Vamos. Leña antes de que se nos congele el cerebro. —No tengo cerebro. Ese es tu problema. —Bufé. Pero fui igual. Al principio caminaba detrás, con la desconfianza de quien sabe que el mundo siempre tiene un plan oculto. Observaba cómo usaba su magia para mover ramas o calentar piedras con ese estilo elegante de princesa con poderes. Yo solo me aseguraba de que los troncos no tuvieran arañas... y, bueno, que no explotaran. Con el paso de los días, hicimos más cosas. Arreglamos una cerca vieja (yo decía que nos espiaban, probablemente un mapache con problemas éticos). Coloqué trampas caseras “por si acaso”, y Lux no dijo nada. Solo una mañana vi que le había puesto un cartel: “Zona de paz. Abstenerse de explotar”. Me reí, más de lo que debería. Conversábamos, cocinábamos, limpiábamos. Ella me criticaba por nombrar mis bombas como si fueran mascotas. Yo me burlaba de que ordenara sus libros por “estado emocional”. —¿Esta bomba se llama Pepe? —Preguntó, levantando un cilindro con ojos pintados. —Sí. Solo explota si lo insultas. —¿Y si le digo que el rosa no le va? —¡SACRILEGIO! Y así. Poco a poco, empecé a bajar la guardia. Sin darme cuenta, empecé a soltar. A dormir sin armas bajo la almohada. A comer sin mirar por la ventana. A quedarme callada sin estar planeando algo. Y a veces, por las noches, mientras el fuego murmuraba y ella leía en voz baja, me sorprendía observándola. Cómo se arrugaba la nariz cuando se indignaba por algo. Cómo fruncía los labios cuando pensaba. Cómo siempre dejaba el último pedazo de pan para mí sin hacer un escándalo. Una tarde, una de esas tardes donde el cielo parece mentira, volvimos de buscar hongos. Yo, llena de barro y frustración porque los hongos no vienen etiquetados (“comestible” / “alucinógeno letal”), y ella, como siempre, radiante aunque tuviera musgo en el pelo. Nos sentamos en el pórtico. Había silencio. Pero uno de esos que no da miedo. Y entonces lo dijo. —No voy a volver al castillo. Me giré tan rápido que casi me caigo del escalón. —¿Qué? —No quiero volver. No puedo seguir escondiéndome. Fingiendo. Allá cada día es una máscara… y aquí, contigo, es la primera vez que siento que puedo respirar. Me quedé mirándola, como si intentara descubrir dónde estaba la trampa. —Ya… —Murmuré. —Y yo soy el faro emocional ideal, ¿no? ¿Jinx, la terapeuta del caos? Ella sonrió. No dijo nada. No se burló. —No. Pero eres la única que no me pide que me esconda. Y eso vale más que cualquier cosa que haya tenido allá. Y ahí me rompí un poquito por dentro. Nada grande. Solo... un quiebre, como cuando una bomba no detona pero sabes que está viva. Se acercó despacio. Sin ruido, como si no quisiera asustarme. Como si yo fuera una criatura herida y ella… no lo sé. Una bruja buena. Un milagro. —¿Puedo...? No preguntó qué. No hacía falta. Asentí. Como quien activa un detonador con una sonrisa. Y cuando me besó, el mundo no se rompió. No hubo fuego. Ni gritos. Solo… calor. El tipo de calor que no quema. Que envuelve. Mi corazón dio un salto tan grande que juré que había explotado. Pero no dolía. No ardía. Solo... latía. Y cuando la abracé, supe que por fin entendía lo que era bajar la guardia… y no temer morir por eso. Esa noche, cuando subimos al altillo y cerramos la puerta, no dejé mis cicatrices atrás. Solo las dejé a la vista. Y ella no huyó. Me miró. Me tocó. Me sostuvo. Me sentí… viva. No por el caos, sino por ella.… —¡UGH, YA. BASTA! —Soltó en voz alta, sacudiendo la cabeza como si así pudiera despejarla de toda esa cursilería. —¿Qué carajos me pasa? Me falta una bomba, no un poema. Se encogió sobre sí misma, cruzando los brazos con fuerza, como si así pudiera protegerse de su propia vulnerabilidad. Miró de reojo a Vi, y frunció el ceño, incómoda. —No repitas nada de eso. Jamás. Si alguien se entera de que me puse emocional... me lanzo al mar con una piedra al cuello y olvido que tú eres mi hermana. Vi sonrió apenas, sin decir nada. No hacía falta. Solo la observaba. Jinx carraspeó, disimulando. El tono le cambió, más firme, más seco. —El punto es que Lux empezó a salir de vez en cuando. Excursiones mágicas, asuntos de hechicera rubia misteriosa. Y en una de esas, volvió con alguien más. —Pausa. Su voz bajó. —Jayce. Vi alzó las cejas, sorprendida. —Sí. —Continuó Jinx, sin dejarle hablar—Jayce Talis, en carne, hueso y ojeras. Medio congelado, con la cara de quien se cayó en una tormenta de malas decisiones... pero vivo. Lux lo trajo a la cabaña una tarde, como si fuera algo normal, tipo: “Mira a quién me encontré entre los arbustos mágicos”. Se encogió de hombros, como si aún no supiera qué pensar al respecto. —Al principio fue raro. Tres personas bajo el mismo techo: una maga solar, un inventor al borde del colapso nervioso y yo… bueno, yo. Pero no explotó nada. Nadie lloró. Incluso cenamos. Hablaban de cómo arreglar el mundo, de cosas brillantes con nombres que extraños. Y no sé cómo, Vi... pero por un momento, por una noche, todo funcionó. Jinx se quedó en silencio tras contar su parte, como si las palabras le hubieran vaciado algo por dentro. La bruma del puerto seguía flotando alrededor del barco, densa, húmeda, cubriéndolo todo como una vieja manta gris. Pero ahí, en la cubierta, las dos hermanas permanecían inmóviles. Una frente a la otra. Sin máscaras. Vi no dijo nada. Solo la miraba. Y Jinx, por primera vez en mucho tiempo, no sintió la necesidad de llenar el aire con más ruido. Ya estaba dicho. Todo lo que importaba, al menos. Vi había escuchado cada palabra con un nudo en la garganta. Había ternura en su mirada. Y también asombro. Y ese dolor silente que no se puede narrar. Estaban sentadas cerca, las rodillas casi tocándose. El silencio que las rodeaba no era incómodo. Era solemne. Cargado de años. Jinx giraba entre los dedos un tornillo oxidado, ausente, como si girarlo pudiera evitar que el mundo se deshiciera otra vez. —¿Y tú qué? —Murmuró Jinx, observándola de reojo. —Pareces haber peleado contra un tren... y perdiste. ¿Qué mierda te pasó? Vi desvió la mirada hacia el agua. El reflejo tembloroso de las luces en el mar no ofrecía respuestas, pero se quedó ahí, como si buscara alguna entre las olas. —Fue Jhin, un asesino. —Dijo al fin, con la voz raspada como papel quemado. —Nos emboscaron. —¿Jhin...? —repitió con el ceño fruncido, buscando en su memoria—. No me suena. ¿Otro matón con nombre raro y delirio de grandeza? Vi no sonrió. Ni una ceja se movió. Solo bajó la mirada, y algo en su expresión cambió. Era como si se le apagaran los colores. —No es un matón. —dijo con voz baja, como quien enuncia una condena—. Es un monstruo. Y esta vez... nos estaba esperando. Hubo un breve silencio. El tipo de silencio que antecede a las tormentas. —Era una operación de reconocimiento —continuó Vi, sin apartar la vista del agua—. Ekko, Cait y yo... íbamos a investigar un supuesto campamento Noxiano. Pensamos que teníamos la ventaja. Que todo estaba más o menos bajo control. Pero todo era una trampa. Y él estaba allí. Su mandíbula se tensó. Los nudillos se marcaron en sus manos al aferrarse a la borda del barco con más fuerza de la necesaria. —Apareció en la colina, como si hubiera estado esperándonos. No traía su rifle de largo alcance esta vez. Solo un arma media… pero eso no lo hizo menos letal. Se movía como si cada uno de nuestros pasos ya estuviera escrito. Vi tomó aire, lento, como si cada palabra le costara. —Intentamos rodearlo. Ekko se movió por el flanco, Caitlyn disparó primero... y yo fui directo. Pensé que podíamos atraparlo. Que teníamos una chance real. Jinx ladeó la cabeza, su expresión tensándose. —¿Y? —Fue una coreografía. —Gruñó Vi, apretando los dientes. —Pero no nuestra. Era la suya. Cada paso, cada disparo… ya los tenía escritos. Primero derribó a Ekko. Luego a mí. Se detuvo ahí. No por olvido, sino por el dolor que vino con lo siguiente. —¿Y Caitlyn? —Preguntó Jinx, más bajo esta vez. La pregunta salió antes de que pudiera detenerla. Vi levantó la mirada. Sus ojos, que hasta entonces habían sostenido la historia con entereza, se quebraron. —Le disparó en el pecho. Justo en el corazón. Jinx tragó saliva. —¿Murió? —No. —La palabra salió áspera, casi rota. —El chaleco la salvó. Al menos... lo suficiente para seguir respirando. Pero la bala le atravesó. Y verla caer fue como si el mundo se partiera en dos. Jinx no dijo nada. Bajó la vista. Vi apretó los puños, la voz temblando por primera vez. —Quise alcanzarla. Pero Jhin me bloqueó. Me tiró al suelo... y se quedó ahí, mirándome. Como si disfrutara cada segundo. Se llevó una mano al cuello, inconscientemente, recordando el instante. El silencio cayó entre las dos, denso como la niebla del puerto. —Cuando desperté... Caitlyn estaba conectada a máquinas. Apenas viva. —Vi apretó la mandíbula. —Y su rifle… el Hextech que llevaba... le faltaba la gema. La última. La robaron. Jinx parpadeó lentamente, como si las palabras tardaran en asentarse. —¿La gema del rifle...? —murmuró, y su voz sonó más confundida que sorprendida. —Pensé que... todavía la tenía. Vi negó con la cabeza, el gesto lento, cargado de impotencia. —No. Se la llevaron. Y con esa gema, Jhin o quien esté detrás puede construir lo que quiera. Lo que sea. Y nadie podría detenerlo. Jinx desvió la mirada, apretando los labios. El aire frío pareció cortarle el aliento. —Genial... justo lo que necesitamos. Un loco suelto con una bomba portátil que brilla bonito. Vi apartó la mirada. El dolor en su rostro cambió de forma. Se volvió otra cosa. Más vieja. Más profunda. —Cait... ya había perdido un ojo en la guerra. —Hizo una pausa, tocándose la cuenca izquierda con los dedos. —Ambessa. En el último combate contra Noxus. Un puñal. No hubo forma de salvarlo. Jinx alzó la cabeza de golpe. Su expresión cambió. Ya no era solo rabia o sorpresa. Era incredulidad. —¿Y aun así fue con ustedes? ¿Así de rota? —Así de fuerte. —Vi asintió, con un nudo en la garganta que apenas le dejó hablar. —Al frente, como siempre. Como si no supiera rendirse. Jinx bajó la mirada. El movimiento de sus dedos sobre el tornillo se volvió torpe, casi ausente. Un leve temblor recorrió sus manos, pero no dijo nada. El silencio cayó otra vez, denso como la neblina que los envolvía. Vi cerró los ojos por un segundo. El silbido del viento arrastraba consigo demasiadas voces. Algunas conocidas. Otras que nunca lograron gritar. —La tengo, Jinx. Pero está colgando de un hilo. Luchando por cada aliento. —Su voz bajó a un susurro quebrado. —Y yo...  ya no puedo perder a nadie más. Jinx asintió sin levantar la vista. Se mordió el labio con fuerza. Su garganta ardía. —No vas a perderla —Dijo al fin, con voz baja, firme, pero frágil. —Te lo juro. Vi no respondió. Solo la miró. Como si las palabras por fin empezaran a hacer eco. Jinx dejó de jugar con el tornillo. Cerró la mano sobre él y lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta, con cuidado. —No sabía que era tan grave. —Admitió, casi en un susurro. —Pensé que solo… se habían perdido en la tormenta. Que todo se había calmado. Vi negó, sin despegar la vista del horizonte. —No se calmó. Solo se volvió más silencioso. Como cuando estás en medio del huracán... y crees que ya pasó. Pero en realidad es solo el ojo. Vi exhaló con lentitud, apoyando el peso de su cuerpo sobre la baranda del barco. Sus nudillos estaban enrojecidos, vendados, al igual que su pierna. Pero su mirada no mostraba dolor. Mostraba urgencia. —Le pedí a Ekko que fuera a buscar Shimmer. —Dijo de pronto, rompiendo el silencio. —Lo poco que quede. Si es que queda algo. Jinx ladeó apenas la cabeza, en silencio. —No me gusta. No quiero usarlo. Pero Caitlyn está... —Vi se interrumpió, bajando la mirada. —Está demasiado frágil. Si el Shimmer puede darle aunque sea un empujón... uno solo... lo voy a intentar. Jinx no respondió. Solo la observó con más atención. —Debo volver al hospital. —añadió Vi, enderezándose con un gruñido contenido. —No quiero que despierte y no me vea ahí. No después de todo. Jinx cerró la mano sobre el tornillo, lo guardó de nuevo en su chaqueta con lentitud, y alzó la vista. Su expresión se había endurecido, pero sus ojos decían otra cosa. —Voy a buscar a Jayce y a Lux. —Dijo de pronto, con la voz más firme de lo que esperaba. Vi frunció el ceño, confundida. —¿Para qué? —Jayce se preocupa por Cait. —Respondió Jinx, sin mirarla. —Él tiene que saber lo que pasó. Lo merece. No dijo más. No mencionó la idea que se le había instalado en el pecho como una chispa: que tal vez, solo tal vez, si alguien podía intentar salvarla... era él. Pero esa parte se la guardó. Vi asintió con lentitud. Se notaba agotada, pero también más ligera, como si por fin alguien compartiera el peso. —Está bien. —Dijo en voz baja. —Nos vemos en el hospital. —Dale tiempo. —Añadió Jinx, ajustándose la capucha. —No le digas nada todavía. Si despierta… quiero que me escuche a mí. Vi sonrió, apenas, con ternura. —Siempre tan teatral. —No me hagas quedar mal. —Replicó Jinx, con una mueca sincera. Luego, bajó del barco sin mirar atrás. Vi la observó perderse entre la bruma. Y así, mientras una volvía al hospital a resistir lo imposible, la otra se adentraba en las entrañas de Piltover, donde quizás, en el eco del metal y la memoria, aún quedaba una última oportunidad. Una esperanza. Una promesa. Porque aunque caminaran por rutas distintas, por fin, avanzaban hacia el mismo lugar.
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