ID de la obra: 657

El llamado del sol negro

Mezcla
NC-17
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planificada Mini, escritos 1.064 páginas, 490.148 palabras, 63 capítulos
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Sábanas de Seda y Acero

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Capítulo 36 - Sábanas de Seda y Acero El perfume a incienso se mezclaba con el sudor que aún impregnaba las sábanas. En la semipenumbra de sus aposentos, Mel yacía desnuda sobre la seda arrugada, con un brazo extendido sobre la almohada vacía. El calor reciente del cuerpo de Darius aún latía en el espacio que él ocupaba minutos atrás. O quizás segundos, había perdido la cuenta. No era la primera vez, ni la segunda. En esas noches, él llegaba sin anunciarse. Se desnudaba con la misma determinación con la que se quitaba la armadura. La tomaba como si la guerra nunca hubiera terminado. Y luego, sin decir palabra, desaparecía entre las sombras antes del amanecer. La primera vez había sido un pacto no dicho: sexo por silencio, piel por poder. La segunda vez, una costumbre. La tercera, una estrategia. La cuarta… Mel ya no estaba segura. Pero esa noche fue distinta. Darius no se levantó. No se vistió. No desapareció con su usual economía de gestos. Se quedó. Recostado junto a ella, con un brazo detrás de la cabeza y la mirada fija en el techo, respiraba con un ritmo lento y profundo. Como si estuviera midiendo el peso de algo que no terminaba de aceptar. Mel giró el rostro hacia él, estudiando el perfil áspero de su mandíbula, la cicatriz que le cruzaba el pecho, el modo en que su cuerpo, tan brutal y tallado por el combate, se relajaba solo en apariencia. —Me sorprendes… Pensé que no eras de los que se quedan. —Dijo con tono neutro, sin mirarlo directamente. Darius no respondió. El silencio era su idioma, uno que Mel había aprendido a descifrar con cuidado. Pero esta vez, no se trataba de desafío ni de arrogancia, era otra cosa. Algo más denso, más frío. —¿Algo te preocupa o solo estás disfrutando mi cama como un campo conquistado? Un leve resoplido. Ni una sonrisa, ni una negación. Solo aire contenido escapando por la nariz. Mel se incorporó un poco, envolviéndose con una sábana mientras lo observaba con interés renovado. La rigidez de su cuerpo no era de tensión sexual. Era otra clase de rigidez. La de alguien que carga información. Que procesa decisiones. Finalmente, Darius rompió el silencio con una voz más grave de lo habitual, como si le costara traducir sus pensamientos a palabras. —Swain está acelerando cosas. Y LeBlanc… se mueve entre las sombras como siempre… no me gusta. Mel entrecerró los ojos. No había dicho mucho, pero bastaba para abrir la grieta. Se recostó de nuevo, esta vez más cerca de él, sin tocarlo aún. Como una pantera que siente que la presa se ha detenido. No para huir… sino para hablar. —¿Y tú, Darius? —Susurró. —¿Te mueves… o te arrastran? Él giró el rostro apenas. Por fin, la miró e inmediatamente Mel supo que esa noche no sería como las demás. Darius permaneció en silencio unos segundos más. Luego se incorporó ligeramente, apoyando los codos sobre las rodillas, con la espalda encorvada como si llevara el peso de un escudo invisible. —Nos reunimos esta semana. —Murmuró. —Swain, LeBlanc… y yo. Mel no respondió. Solo giró el rostro hacia él, con los labios apenas entreabiertos, atenta. —Fue en las cámaras inferiores. Donde las paredes no tienen oídos… o eso creemos. Dijo lo último con un matiz irónico, pero sin reír. Sus ojos no reflejaban humor. —¿Y el motivo? —Preguntó Mel, con suavidad calculada. —Tu nombre. —Respondió sin rodeos. Ella no fingió sorpresa. Ya lo esperaba. Lo que no esperaba era cómo lo diría. Sin juicio, ni enojo. Solo como quien entrega una ficha de ajedrez. —Interceptaron una carta tuya. —Continuó. —La que enviaste a la comandante. Mel entrecerró los ojos, lentamente. —LeBlanc la interceptó. —Aclaró él. —Ya todos saben tu contacto constante con Piltover indicando lo que sucede en Noxus. Mel se queda pensativa. —¿Y tú lo sabías desde hace una semana? Darius asintió una sola vez. —¿Y no dijiste nada? Él se encogió de hombros, sin culpa. —No era mi guerra. Esa respuesta la molestó más de lo que habría querido admitir. Pero lo ocultó tras una exhalación tranquila. El juego no estaba en discutir moralidad, sino en comprender los movimientos. —¿Qué más dijeron? Darius tomó la copa de vino olvidada sobre el mueble y bebió directamente de ella. El líquido rojo bajó por su garganta como si fuera agua. Luego la dejó de nuevo sin mirar. —Swain quiere actuar. Cree que Piltover está demasiado tranquilo. Que algo se esconde tras su calma. —¿Y LeBlanc? —Ella no necesita motivos. Solo oportunidades. Mel frunció el ceño. —¿Qué clase de acción quiere hacer Swain? Darius no respondió de inmediato. Su mirada se endureció. Luego, sin mirarla, habló. —Han contratado a alguien. Un especialista. —¿Un asesino? —Se impactó ante la confesión. —No lo nombraron así. Pero… lo es. —Se giró hacia ella. —Habla como artista, camina como actor, pero es un carnicero. Mel se irguió lentamente al buscar en su memoria. —¿Jhin? Darius no respondió. El silencio fue confirmación suficiente. Mel se levantó de la cama y caminó hasta la repisa, recogiendo su bata. Se cubrió con movimientos lentos, calculando. —¿Y tú lo permitiste? —El desplante de Mel cambió a uno más duro y adolorido. Darius bufó. —No tengo que permitir nada. Swain mueve piezas. LeBlanc las envenena. Yo… las vigilo. Mel se giró, comenzó a pensar en sus amigos, compañeros, casi familia que había dejado en Piltover. Lo miró con una mezcla de decepción y cálculo. —Envíe soldados a Piltover, están escondidos y vigilando los movimientos del asesino. —Su voz fue seca. —Swain quería hombres allí para una invasión, pero no vale la pena desperdiciarlos en una guerra que no tiene sentido. Mi objetivo solamente es Demacia. —¿Y si Jhin ataca? Darius se levantó, caminó hacia ella, y se detuvo a pocos pasos. —Entonces mis soldados lo atacaran y me avisarán. Mel lo sostuvo con la mirada. Por un momento, sintió que la conversación tenía otro peso, más allá de estrategias y nombres. Era una advertencia, o una confesión, o quizás eran ambos, —Swain y LeBlanc creen que manejan Noxus. —Dijo Darius. —Pero los imperios no se sostienen con fantasmas, ni discursos, mucho menos con guerras sin sentido. Mel asintió lentamente. —Entonces… ¿Estás listo para lo que viene? Darius entrecerró los ojos. —Estoy listo para elegir cuándo dejar de obedecer. El silencio que siguió fue distinto. Más denso. No por lo que se ocultaba, sino por lo que comenzaba a definirse. Mel se apoyó contra la repisa, aún cubierta con su bata, mientras lo observaba caminar. Bajo la cama, la espada de Darius yacía medio oculta, la empuñadura aún manchada de sangre seca. Seda y acero compartían la penumbra, como si el descanso y la violencia nunca dejaran de convivir. En su mundo, el amor y la guerra no se diferenciaban. Darius era una presencia contundente, incluso en calma. Se desplazaba como quien espera un golpe en cualquier momento. Y, sin embargo, esa noche, parecía menos blindado. Más... táctico. —Swain y LeBlanc están jugando con fuego. —Dijo Mel, cruzando los brazos. —Uno quiere el caos como cortina de humo. La otra… el control absoluto desde las sombras. Darius no la interrumpió. Se acercó al brasero del rincón y atizó las brasas con la hoja de un cuchillo ceremonial que colgaba en la pared. El fuego revivió, proyectando sombras danzantes en el techo. —Ambos creen que el otro les sirve. —Añadió él. —Pero en realidad se usan… mientras se preparan para traicionarse entre ellos mismos. Mel se acercó con paso firme, sin miedo, como si el calor del fuego no la tocara. —Si queremos sobrevivir a lo que viene. —Dijo. —Debemos anticiparnos a ambos. Darius alzó la vista. Por primera vez esa noche, su expresión cambió. No era desconfianza… era análisis. —¿Nosotros? Mel no desvió la mirada. —No soy ingenua. No creo en lealtades eternas, pero tú quieres lo mismo que yo: un Noxus que no se quiebre desde adentro, y si para eso tengo que aliarme con el puño… que así sea. Darius apoyó el cuchillo en su cinto. No como amenaza. Como símbolo. Luego se acercó. —¿Qué propones? —Movimientos sutiles. —Respondió Mel. —Plantar dudas entre los miembros del consejo que aún no están totalmente del lado de Swain o LeBlanc. Usar mi influencia entre las casas. Neutralizar a los oportunistas antes de que los recluten. —Y yo… —Dijo Darius, cruzando los brazos. —Me aseguro de que los militares no se traguen las mentiras de Swain. Mel asintió. —Pero debe hacerse con cuidado. No podemos llamar la atención. Darius se inclinó hacia ella. Su voz bajó un tono. —LeBlanc escucha en las paredes. Y cuando actúa… no deja rastros. Si mueves piezas sin avisarme, yo no podré protegerte. Mel sintió un escalofrío, no por la advertencia, sino por el hecho de que no sonaba a amenaza, sino a algo parecido a preocupación. En Noxus, la lealtad es una moneda que cambia de manos más rápido que cualquier ejército. Pero ella no jugaba para perder. No cuando podía manejar las piezas del tablero. —Entonces lo haremos juntos. Darius sostuvo su mirada durante un largo instante. —Juntos. Y por primera vez desde que comenzaron este juego, la palabra no sonó hueca. El silencio que siguió al pacto fue espeso, lleno de significado no dicho. Mel aún sentía el eco de las palabras de Darius flotando en la habitación. Ella lo miró fijamente, con el corazón acelerado, no por miedo, sino por la claridad del momento. Estaban verdaderamente alineados, no como adversarios temporales, no como cuerpos que se buscan en la oscuridad, sino como mentes que entendían el riesgo… y decidían compartirlo. Darius no emitió más palabras, solo sostuvo su mirada unos segundos más, luego desvió los ojos hacia el brasero, donde el fuego crepitaba sin urgencia. El calor iluminaba su rostro en ángulos suaves, revelando una expresión distinta, menos endurecida, cansada, tal vez. Humana. Mel dio un paso más hacia él. —Qué curioso. —Murmuró. —En todos estos encuentros, jamás me miraste así. —¿Así cómo? —Como si… confiaras en mí. Darius giró levemente el rostro, sin negar ni afirmar. No era un hombre de palabras, era un hombre de actos. Mel se acercó. No con la provocación habitual, ni con la intención de dominarlo. Esta vez, simplemente colocó su mano sobre su pecho desnudo y sintió el ritmo firme de su corazón. —¿Te quedas? Él asintió, sin necesidad de gestos grandilocuentes. Y entonces, ella lo besó. No fue una orden, ni una seducción calculada. Fue lento, profundo. Un gesto extraño entre dos seres acostumbrados a fingir dureza. Y él no se resistió, ni tomó el control. Solo correspondió. El beso se transformó en una corriente sutil que los arrastró hacia la cama, sin prisa. No se arrancaron la ropa porque ya no era necesario. No había urgencia, sino comprensión. Esta vez no estaban usándose. Estaban eligiéndose. Mel lo recibió entre las sábanas con un suspiro apenas audible. Cuando Darius la penetró, lo sintió lleno, hondo, más que en cualquier otra ocasión. Esta vez, no era furia lo que los empujaba. Era el deseo contenido, el roce lento, la piel contra piel sin prisa. Los gemidos se volvieron más presentes. Mel lo envolvía con las piernas, guiando el ritmo, marcando cada embestida con la cadencia de una reina que no se deja tomar, sino que elige ser adorada. Sus pezones, duros y sensibles, rozaban el pecho de Darius cada vez que él se inclinaba a besarle el cuello o morderle la clavícula. El sudor comenzó a perlar la frente de ambos, mezclándose con el aroma al incienso que aún flotaba en el aire. Los dedos de Mel se enterraron en la carne firme de la espalda de Darius, mientras sentía cómo el placer la crecía en olas que partían desde su centro. —Así… —Susurró con voz ronca, apretándolo con las piernas. —Justo ahí… Y él obedeció, con una fuerza controlada que la dejaba al borde del abismo en cada estocada. Se movieron juntos, acompasados. El cuerpo de Darius se flexionaba con control sobre el suyo, cada embestida un golpe contenido, una danza sin palabras. Sus respiraciones se mezclaron. La intensidad fue creciendo sin violencia, solo con presencia. Con intención. Mel jadeaba, pero esta vez no como arma. Sino como mujer. Lo sentía más cerca que nunca, no solo en la carne, sino en la decisión de quedarse, de no escapar tras el clímax. El orgasmo los atravesó como una descarga violenta, al mismo tiempo. Darius soltó un gruñido ahogado, hundido hasta el fondo, mientras las paredes internas de Mel se cerraban a su alrededor con espasmos húmedos y desquiciados. Su cuerpo le pedía rendirse, y él obedeció. Eyaculó dentro de ella con fuerza, en oleadas calientes y espesas que se derramaban sin control, llenándola por completo. Cada contracción de su miembro era respondida por el cuerpo de Mel que lo ordeñaba sin descanso, como si no quisiera dejarlo ir. Como si pudiera vaciarlo por completo. Ella se arqueó con un gemido desgarrado, la espalda curvada, las piernas atrapándolo con una necesidad feroz. El calor de su semen le subió como una ola, empapándola por dentro, llenando cada rincón con una sensación húmeda, densa, que la hizo estremecerse hasta los dedos. Jadeaba, con el cuello tenso y los ojos cerrados, mientras su vientre se contraía aún, atrapando cada gota. Por un instante, no existía nada más. Solo el temblor entre sus cuerpos aún unidos, el sudor escurriendo por sus pieles, los jadeos compartidos, y esa mezcla viscosa que los mantenía pegados, latiendo todavía en la carne más profunda. Un latido que no pertenecía ni a uno ni al otro, sino a los dos. Darius la rodeó con un brazo fuerte, pero sin apretar, como si no quisiera espantar el silencio que los envolvía. Su mano descendió lentamente por la curva de su cintura, trazando su silueta con la yema de los dedos, como si intentara grabarla en la memoria de su piel. Bajó por la cadera, por el muslo aún tembloroso, acariciándola con una ternura torpe, casi reverente. Mel apoyó la palma abierta sobre su abdomen, sintiendo cómo se elevaba con cada respiración profunda, aún desacompasada. Dejó que su caricia se quedara ahí, sin urgencia, como quien no quiere soltar un amuleto. —No pensé que podrías ser tan… delicado. —Murmuró, su voz ronca aún, pero suave. Y sin embargo, ahí estaba. No como un conquistador. No como un puño cerrado. Sino como un arma envainada entre sus brazos. Tibio. Presente. —Tampoco yo. —Respondió Darius con un gruñido leve, sin ironía, mientras sus nudillos seguían acariciándola. Ya no había lujuria, solo algo más profundo, más crudo. Afecto en estado puro, sin adornos. Por primera vez, Mel sintió que el general había bajado todas sus defensas. No con palabras, sino con lo que no ocultaba: el pulso acelerado, la respiración entrecortada, la forma en que aún la sostenía, como si soltarla significara perder algo más que calor. No siempre fue así. La primera vez, Darius había llegado envuelto en sombra y furia. No hubo diálogo. Solo piel contra piel, como si el sexo fuera una extensión del campo de batalla. Ella pensó que podía contenerlo, manejarlo. Pero cuando se fue sin mirar atrás, entendió que lo suyo no era posesión… era distancia. Y por eso ahora, al sentirlo quedarse, al notar cómo su respiración se acompasaba con la suya, ese contraste le quemaba el pecho. No era solo que Darius no se hubiera ido. Era que, por primera vez, parecía haber elegido quedarse. La mañana llegó sin hacer ruido, como si supiera que interrumpirlos sería un crimen. Una línea tenue de luz se coló entre las cortinas, rozando los bordes de la cama, testigo silente de algo más raro que la guerra: intimidad. Mel abrió los ojos lentamente, aún envuelta en el cuerpo de Darius, que respiraba profundo a su lado. Su brazo seguía sobre ella, pesado, protector, cálido. Por un instante, se quedó inmóvil. No pensó en el Consejo, ni en LeBlanc, ni en Jhin. Pensó en ese silencio. En esa calma. Y en lo improbable que era que un hombre como él se hubiese quedado. Sonrió, no era una sonrisa arrogante, sino una pequeña curva íntima en sus labios. Un gesto que no era para él ni para el mundo. Era para ella. Lo había logrado. Darius abrió los ojos poco después. No dijo nada. Solo se incorporó lentamente, con movimientos pesados pero tranquilos. Se sentó al borde de la cama y estiró el cuello, los hombros. Su cuerpo crujió como una máquina de guerra despertando. Mel lo observó desde la cama, desnuda aún, envuelta en una sábana. Apreciaba su espalda ancha, marcada por años de batallas. Pero esa mañana, no la veía como la de un enemigo. Era la de un aliado, un hombre que había aceptado su causa, su cama, su estrategia y su compañía. Se preguntó cuánto tiempo más podría sostener la balanza sin romperse. Swain no perdonaba los errores. LeBlanc no permitía debilidades. Y ahora, había elegido a un hombre tan impredecible como el filo de su hacha para estar a su lado. Pero no era debilidad lo que sentía. Era poder. Uno distinto. Más íntimo. Más peligroso. Darius se puso de pie, recogió su pantalón y comenzó a vestirse sin apuro. No había prisa, ni tensión, solo una extraña rutina que comenzaba a parecer demasiado habitual. Mientras se vestía, Darius miró de nuevo a Mel, sus ojos no tan duros como siempre, pero nada suave. “No puede haber espacio para dudas”, pensó. Sin embargo, el peso de la conversación lo acompañó en silencio. Se colocó el cinturón con precisión militar. Acomodó la hombrera con un leve gruñido. No tenía el cuerpo de un noble, sino de un arma. Cada parte de su rutina era una armadura, y sin embargo, esa mañana, la ejecutaba más despacio. Como si cada hebilla, cada pliegue, pesara más de lo normal. Antes de marcharse, se detuvo junto a la puerta la miró con una seriedad distinta, más directa y cercana. —Recuerda, si vas a hacer algún movimiento, dímelo. —Dijo el general con evidente tensión. —Si esto sale mal… no habrá otro juego. Nuestras cabezas rodarán. Por un momento, pensó en decirle más. En admitir que quedarse fue una decisión, no una omisión. Pero no encontró las palabras. No tenía entrenamiento para eso. Solo para guerras. Y Mel… ella era otra clase de batalla. Mel sostuvo su mirada. No bajó la vista, asintió con firmeza. —No será así. Lo haremos bien. Tú y yo. Darius no respondió. Solo la observó un instante más y luego abrió la puerta para salir en dirección a sus labores cotidianas. Mel se quedó en la cama, envuelta en la luz de la mañana, con el cuerpo tibio y el corazón en calma. Ya no había dudas, Darius estaba de su lado. Se levantó con lentitud, caminó hacia el espejo, y al observar su reflejo, no vio una mujer sola. Vio cicatrices que no estaban allí la noche anterior. No en la piel, sino en los ojos. Vio el deseo, sí, pero también la carga de saber que se avecinaba un conflicto que no podía controlar sola. Tocó el borde del espejo, como si intentara asegurarse de que su reflejo no era una ilusión. Y luego bajó la mano, con la determinación de quien ha elegido un lado. Vio a una estratega con el arma más poderosa de Noxus bajo su mando. El anillo en su dedo, heredado de su madre, le rozó la mejilla mientras se apartaba un mechón de cabello. No se lo quitaba nunca. Le recordaba que el poder, cuando no se cuestiona, se convierte en tiranía. Y que incluso en el engaño… debía quedar una pizca de verdad. Luego, se acercó al escritorio, recogiendo un trozo de papel arrugado con el sello de LeBlanc. Era un recordatorio de la red de traiciones que tejía cada día. Su objetivo no era solo sobrevivir, sino salir adelante sin comprometer su lealtad. “Si Swain quiere la guerra, LeBlanc las sombras... entonces yo seré quien mantenga el equilibrio.” Lo que Mel no sabía era que LeBlanc ya había comenzado a mover otra pieza. Una que no se alineaba ni con Swain ni con Darius. Una que solo respondía al eco de su propio reflejo. En lo profundo de Noxus, más allá de los corredores donde ni siquiera la Rosa Negra se atreve a susurrar, una cámara oculta palpitaba con energía arcana. Un espejo negro, alto como una puerta y sostenido por columnas de obsidiana viva, vibraba con imágenes distorsionadas. Frente a él, LeBlanc permanecía inmóvil, la capa ondeando a pesar de que no había viento alguno. Su rostro, cubierto por una máscara ceremonial de cristal delgado, se reflejaba multiplicado en los bordes de la superficie encantada. Antes de acercarse al espejo, LeBlanc trazó un pequeño símbolo sobre su muñeca con la uña. Un corte sutil y preciso. La sangre no cayó, sino que se absorbió en el aire. —Toda visión tiene un precio. —Susurró. El espejo respondió con un pulso tenue, como un corazón latiendo en el vacío. En él no se veía su propio rostro. Se veía Piltover. Y en el centro de ese escenario fracturado… el final de una obra. Vi, desplomada. Ekko, inconsciente entre escombros. Caitlyn… con el pecho abierto por una bala, sangrando sobre la tierra. LeBlanc entrecerró los ojos con deleite contenido. —Así termina el primer acto. —Susurró, más para sí que para el espejo. Con un gesto de sus dedos, la imagen se contrajo, revelando la figura de Jhin, alejándose como un artista que abandona su lienzo tras haber firmado su obra. —El artista cumplió su parte. Con precisión… con drama. Pero aún no ha entendido que su escenario no le pertenece. La imagen se desvaneció, por un instante, y finalmente, el reflejo regresó a Caitlyn. Su respiración, aunque débil, persistía. LeBlanc alzó una ceja. —Interesante. Todavía no cae el telón. El espejo vibró con un leve zumbido. Una advertencia mágica. —Demasiadas piezas moviéndose fuera del libreto… —Murmuró. Con otro gesto de su mano, la imagen se distorsionó una vez más. Esta vez no era Piltover. Era Mel. Su silueta desnuda, apenas cubierta por la sábana, se movía con lentitud en el reflejo. Cada uno de sus gestos, el caminar, el mirar al espejo, el suspiro contenido, era observado desde el otro lado con atención quirúrgica. LeBlanc estaba de pie frente al cristal, con una mano apoyada en el marco ornamentado y los ojos entrecerrados. Sus labios, carmín intenso, se curvaron en una sonrisa imperceptible mientras la imagen de Mel se desvanecía lentamente entre neblina arcana. —Una reina necesita un espejo… —Susurró, trazando con la uña una espiral sobre la superficie bruñida. —Pero los espejos también pueden romperse. Y con un leve gesto, el reflejo estalló en fragmentos de luz que desaparecieron en el aire como cenizas encantadas. Al romperse, cada fragmento del espejo mostró un rostro distinto: Swain, Jhin, Vi, Caitlyn, incluso Jinx… todos congelados por un instante en medio de sus elecciones. Y en el último trozo, LeBlanc se vio a sí misma. —Ni siquiera yo estoy a salvo. —Dijo en voz baja, antes de apagarlo todo. Noxus no era un reino de hierro. Era un laberinto de espejos. Y en ellos, las reinas podían perderse… o romperse.
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