ID de la obra: 657

El llamado del sol negro

Mezcla
NC-17
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planificada Mini, escritos 1.064 páginas, 490.148 palabras, 63 capítulos
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El Silencio Bajo el Cerezo

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Caitlyn flotaba en una niebla eterna, sin peso ni memoria. Había perdido toda noción del tiempo, su cuerpo apenas era una sombra lejana y difusa. Solo sentía el latido punzante de su herida, palpitando como un tambor oscuro dentro de la nada. A ratos, escuchaba murmullos distantes, palabras rotas que se hundían como piedras en agua profunda, ecos de algo jamás dicho en voz alta. Lo último que Caitlyn había visto, justo antes de que todo se desvaneciera, fue a Vi. Corriendo hacia ella, con el rostro desencajado de horror, la mano extendida como si pudiera alcanzarla. Como si ese amor desesperado pudiera detener la muerte que ya avanzaba como una marea imparable dentro de su pecho. Entonces, el mundo se partió en dos. Jhin apareció. Un chasquido seco, metálico, cortó el silencio como un latigazo. Desde las sombras, surgió caminando con la elegancia macabra de un actor que entra a escena. Su figura, recortada contra la luz vacilante, parecía menos un hombre y más una pesadilla tallada en carne viva.La máscara agrietada centelleaba en fragmentos, y debajo, un solo ojo, vivo, humano, terriblemente lúcido, brillaba con una calma antinatural. Con una lentitud deliberada, casi reverente, Jhin alzó su mano derecha y llevó el dedo índice hasta el ojo izquierdo de Caitlyn, presionando. No con brutalidad, sino con la precisión paciente de un artista que quiere capturar cada matiz del dolor.Su rostro, su vida entera, se convertía en su lienzo. —Shhh… —Susurró Jhin. Su voz resonando no en sus oídos, sino en lo más profundo de su mente, sembrándose como veneno en su cráneo. —No apresures el telón, querida… —Añadió, deslizando cada palabra con una ternura monstruosa. —El acto final apenas está comenzado. Caitlyn intentó apartarse, pero estaba atrapada. La mano izquierda de Jhin presionaba su garganta, sujetándola con una firmeza cruel, negándole hasta el instinto de huir. El ardor en su ojo era insoportable, como si Jhin le tallara fuego directamente en la retina con la punta de un cuchillo incandescente. Su cuerpo entero se sentía como un campo de batalla abierto, cada nervio desollado y expuesto a un incendio imposible de contener. Algo ardiente, extraño, ajeno, reptaba bajo su piel, buscando apoderarse de su mente desde adentro hacia afuera. Gritó. Gritó hasta que la garganta le supo a sangre. Gritó como si pudiera arrancarse el dolor a fuerza de voz, como si la furia de su propio grito pudiera apagar las llamas que la devoraban. Pero Jhin no aflojaba. Y el dolor tampoco. Solo el vacío... y el fuego que la reclamaba pedazo a pedazo. Cuando la oscuridad amenazaba con tragársela por completo, una voz atravesó la sombra como una flecha de luz. —¡Cait! ¡Estoy aquí! ¡Mírame! La figura de Jhin se desdibujó, temblando en el borde de su visión rota. El calor de unas manos la tomó de la cara, firme, desesperado, como si pudiera devolverle el alma solo con tocarla. Una voz quebrada, rabiosa, repitiendo su nombre una y otra vez. No era una orden. Era un grito de vida. Un disparo contra el abismo. Una grieta luminosa abriéndose en el incendio. Ella no veía. Solo sentía: el peso de un cuerpo sobre si misma, el calor de unos dedos que no temblaban por debilidad, sino por miedo. La presión en su ojo era insoportable, como si el mundo entero ardiera en su cabeza. Intentó gritar otra vez, pero entonces, en lugar de sombras, vio. No el rostro de Jhin. No el abismo. Vio a Vi. Primero fue una sombra borrosa. Luego, el rojo violento de su cabello. Después, los ojos. Esos ojos abiertos de terror, gritando sin palabras. —¡Mírame! ¡Caitlyn, mírame! Vi apretaba su rostro entre las manos, su frente pegada a la de ella, su aliento tembloroso mezclándose en el aire caliente entre las dos. La presión, la sangre, el dolor… Todo quedó suspendido en ese instante. Caitlyn sintió las lágrimas de Vi mezclarse con su propia piel. El temblor en sus dedos. La fuerza desesperada de quien no piensa soltar jamás. —Estoy aquí. Estás conmigo. No te vayas. Y esa fue la chispa final. El hilo delgado y desesperado que la sostuvo cuando todo a su alrededor amenazaba con romperse. Caitlyn inspiró con dificultad, como quien bebe aire a tragos quebrados. Pero era real. Una respiración suya. Presente. Dolorosa… pero viva. El dolor seguía allí, feroz, vibrando como acero candente en su cráneo. Su ojo izquierdo ardía como una estrella atrapada, pulsando con una energía extraña, casi ajena.Pero a través de ese incendio, algo se filtró. Una imagen. Difusa. Fragmentada. Como ver el mundo a través de una lágrima congelada. Y entre la distorsión y el caos, el rostro de Vi emergió. No como una sombra ni como un espejismo: como un centro. Un ancla. Un regreso. El caos retrocedió. Lento. Terco. Pero retrocedió. Entre jadeos y estremecimientos, con el cuerpo bañado en sudor y lágrimas, Caitlyn alzó los brazos. No como reflejo… sino como elección. Como grito silencioso de anhelo. Vi soltó una risa rota, temblorosa, al borde del llanto. —Eso es… —Susurró. —Estás aquí. Estás conmigo. Y la abrazó con todo lo que tenía, no como quien consuela a un herido, sino como quien sujeta a un náufrago para no naufragar también. Y Caitlyn... le devolvió el abrazo, no era solo tacto. Era reconocimiento. Era renacer. Vi no solo la había llamado. La había sostenido y la había salvado. Y Caitlyn lo supo: no había vuelto sola. Vi era su ancla, su hogar, su prueba de que incluso en la peor oscuridad, algo o alguien la esperaba. El abrazo duró apenas segundos, pero fue suficiente. Suficiente para que el caos cediera y la tormenta amainara. Y entonces, como una vela que cumple su propósito y ya no necesita resistir, Caitlyn se desplomó en sus brazos. No con violencia, ni con miedo, sino con una exhalación profunda. Rendida, pero viva. —Está bien… —Murmuró Vi, acariciando su cabello con ternura. —Descansa. La guerra interna había terminado. Por ahora. La puerta del quirófano se cerró con un chasquido hermético, y el eco del último pitido se desvaneció entre las paredes de acero. Caitlyn ya estaba en la sala de recuperación. Estable. Dormida. Respirando con regularidad. Su cuerpo, aunque agotado, ya no se debatía contra el dolor. Había cedido al descanso solo después de mirarla a los ojos y después de abrazarla. El ojo Hextech seguía activo, incluso bajo el párpado cerrado. A través de la piel fina de su rostro, se filtraba un tenue resplandor azulado, pulsante, como si algo dentro aún respirara por sí mismo. Un latido ajeno. Constante. Como si el implante se negara a apagarse, incluso en sueños. Vi no se había movido de su lado. Seguía de pie, con la bata quirúrgica aún sobre los hombros, mirando el leve ascenso y descenso del pecho de Caitlyn bajo las sábanas. Esa respiración. Su respiración. El rostro de ella, cubierto de sudor y rastros de lágrimas, parecía en calma por primera vez en días. Nadie habló al principio. Ekko se había marchado al refugio de los Firelighters luego de que entraran los cuatro al quirófano. Jayce exhaló con tensión, llevándose una mano al rostro mientras caminaba por la sala con pasos breves y pesados. Se había quitado los guantes hacía rato, pero sus dedos aún parecían recordar el pulso de la operación. La mandíbula apretada, los ojos fijos en el suelo, como si en cada paso buscara una explicación que no llegaba. —No debería haberse activado tan rápido. —Murmuró, más para sí que para el resto. —Ni responder con ese nivel de sincronía. No a ese nivel… no tan pronto. —La calibración era perfecta. —Dijo Jinx, balanceando los pies como una niña inquieta y girando un tornillo entre los dedos con la destreza de una bomba a punto de estallar. —Nada se quemó, nada explotó… todavía. Técnicamente, fue hermoso. Así que si algo salió mal, fue emocional. ¡Uf! La peor clase de avería. —Tampoco mágico. —Añadió Lux, aún con las manos marcadas por el flujo que había canalizado. —Mantuve el núcleo estable, contuve los picos. El ojo... respondió por cuenta propia. Tobias, de pie contra la pared, con la bata en la mano, los miraba sin hablar. Como si aún procesara lo que había visto. —Sabíamos que era la única opción. —Dijo finalmente, con voz grave. —Pero esto… fue más allá. El daño en su pecho no era solo estructural. No habría sobrevivido mucho más. La Hextech la sostuvo, sí… pero luego hizo algo más. Jayce asintió sin mirar a nadie. —La regeneración no era parte del diseño. Al menos no a ese nivel. Lo que vimos... fue tejido artificial formándose sobre sus órganos. El corazón… el pulmón… conectados directamente al implante. No fue sanación. Fue reprogramación celular. Vi se giró hacia ellos. —Yo lo vi, lo sentí. Su pecho… se reconstruyó. Como si el ojo hubiera decidido salvarla por su cuenta. Como si supiera lo que tenía que hacer. Jinx dejó de jugar con el tornillo y lo sostuvo frente a sus ojos como si fuera un oráculo.  —Eso no fue un implante. Fue una boda a ciegas. El ojo no se adaptó a ella… Caitlyn le cayó bien, o peor, se enamoró. Y cuando eso pasa… bueno, cosas raras ocurren. Lux bajó la mirada, como si el peso de esas palabras le hubiera caído encima.Su voz salió temblorosa, apenas un susurro que no lograba disfrazar la angustia: —Entonces… la comandante ya no volverá a ser la misma. —¿Qué pasa si sigue cambiando? —Preguntó Vi. El silencio cayó sobre ellos, espeso como niebla antes de la tormenta. Tobias frunció el ceño, entrecerrando los ojos con gravedad. —No lo sabemos. —Dijo finalmente. —Su mente sigue intacta, sus constantes vitales son estables... pero su tejido ya no es del todo humano. Ahora está en simbiosis con Hextech de alta densidad. Hizo una pausa, pesada. —Lo que empezó como una prótesis... puede estar evolucionando en algo más. Jayce se pasó una mano nerviosa por el cabello, como quien intenta aplacar pensamientos incómodos. Luego, con los brazos cruzados y el rostro sombrío, añadió: —Caitlyn Kiramman es el primer caso documentado de integración Hextech espontánea y autónoma. —Sus palabras eran duras, casi incrédulas. —Viktor adaptó cuerpos para soportar tecnología, sí… pero Caitlyn no. Jayce la miró de reojo, como si aún no pudiera creerlo. —Ella no fue alterada para recibir el Hextech. Fue el Hextech… el que la eligió. Jinx soltó un silbido largo, agudo, como si acabara de ver un espectáculo de fuegos artificiales estallar en cámara lenta. —Bueno… —Dijo, ladeando la cabeza con una sonrisa torcida. —Suena como el comienzo de una tragedia espectacular... o de una de esas leyendas que terminan mal y nadie quiere contar en voz alta. Vi no respondió. Solo los miró a todos, sus ojos oscuros bajo la sombra del dolor, pero sin romperse. —¿Sigue siendo ella? —Preguntó, con un hilo de voz que parecía más una plegaria que una pregunta. Tobias no dudó. —Sí. —Afirmó con gravedad. —Por ahora. Vi dio un paso hacia la camilla. Con una ternura temblorosa, rozó los dedos vendados de Caitlyn, como si temiera que desapareciera al tacto. Su voz fue apenas un murmullo, frágil y feroz a la vez: —Entonces... estaremos aquí. Pase lo que pase. Jinx la observó en silencio unos segundos. Luego sonrió de lado, esa sonrisa suya, rota y peligrosa como una granada sin seguro. —Y si se rompe... —Murmuró, balanceándose sobre los talones. —La pegamos con cinta adhesiva, engranajes oxidados y amor disfuncional del bueno. —Chasqueó los dedos como si ya estuviera planeándolo. —Pieza por pieza. —Añadió, con un guiño travieso. —No sería la primera vez que reconstruimos algo que el mundo tiró a la basura. Nadie replicó. Vi se quedó ahí, de pie, vigilándola. Protegiéndola. Caitlyn dormía, su pecho subiendo y bajando en un ritmo frágil, el ojo izquierdo brillando en la penumbra como un faro diminuto, como una promesa que se negaba a apagarse. Y Vi, con el corazón hecho trizas y las manos firmes, se juró que... no importaba quién despertara mañana. Ella seguiría allí. Sosteniéndola. Luchando por ella. Amándola, aunque el mundo se partiera en mil pedazos. Caitlyn abrió los ojos como quien rompe la superficie tras un naufragio. Fue un parpadeo seco, vacilante. El mundo volvió a golpearla en la cara: el peso insoportable, el dolor anidado en cada fibra. Bajo las sábanas, su cuerpo se estremeció, torpe, como una marioneta cuyos hilos fueran demasiado frágiles para sostenerla. El ojo izquierdo, el Hextech, parpadeó erráticamente, liberando destellos azulados que vibraban como un corazón desbocado. Cada vez que lo abría al parpadear, un dolor agudo le atravesaba la cabeza, como si miles de hilos diminutos trataran de reconectarse con su carne. Una punzada viva, implacable, el precio constante de llevar tecnología respirando dentro de ella. Vi se inclinó de inmediato, las manos abiertas, temblorosas, lista para sostenerla, lista para todo. —Cait... —Susurró, su voz cargada de una esperanza que parecía a punto de romperse en pedazos. Pero Caitlyn... no miraba a Vi. Su mirada, extraviada y trémula, se deslizó más allá, deteniéndose en la silueta de una figura que parecía demasiado cómoda en medio del caos. Jinx. Sentada al revés sobre una silla, piernas cruzadas en el respaldo, girando un destornillador entre los dedos como quien juega con un cuchillo en una taberna a punto de arder. Sonreía. No de alegría. No de alivio. Sonreía como una niña que sabe exactamente cuándo estallará la bomba que escondió bajo la mesa. —Hey, dormilona —canturreó, meciéndose ligeramente hacia adelante—. ¿Qué tal se siente tener una luciérnaga encendida en el cráneo? Caitlyn reaccionó como si su voz fuera un latigazo. Su cuerpo se arqueó en un espasmo brutal, intentando incorporarse a ciegas, como si pudiera alejarse de un incendio que ya la consumía. El dolor la azotó de inmediato, un latigazo en el pecho que la tumbó de espaldas. Gritó. Un alarido crudo, salvaje, sin palabras, hecho de puro instinto de supervivencia. —¡Tú...! —Jadeó Caitlyn, con la garganta rota, el aire hecho astillas en sus pulmones, incapaz de encontrar palabras mejores que esa acusación. Jinx dejó de girar el destornillador. Lo soltó, dejando que cayera con un clink seco en el suelo de piedra. Se deslizó fuera de la silla como una sombra traviesa, acercándose con pasos ligeros y peligrosamente despreocupados. —¡Ay, no! Otra vez con eso. —Exclamó, fingiendo indignación mientras se llevaba las manos al pecho. — ¿Siempre tenemos que empezar con los gritos y los insultos? Yo que vine a darte la bienvenida al maravilloso club de los que tienen chucherías raras en el cuerpo. Jinx dejó escapar una risa breve, un sonido quebrado y burlesco. Levantó su mano derecha y, con toda la parsimonia del mundo, mostró el dedo del medio. No un gesto rápido ni vulgar: uno lento, teatral, como quien revela una cicatriz a plena luz. El dedo, de metal bruñido, relucía con un destello frío bajo la luz mortecina de la habitación. —¿Te acuerdas de este, comandante? —Soltó, ladeando la cabeza con una sonrisa venenosa. —Cortesía tuya… y de tu preciosa bala Hextech. Levantó el dedo metálico un poco más, haciéndolo girar lentamente como si fuera una joya torcida. —Tranquila. —Añadió en un susurro cómplice, bajando la mano. —Ahora somos dos pedacitos rotos... remendadas con chatarra brillante. Caitlyn llevó una mano temblorosa a su ojo izquierdo, como si pudiera contener el incendio furioso que ardía bajo su piel. El destello azul se intensificó bajo sus dedos, vibrando como una bestia enjaulada. El dolor la dobló sobre sí misma, arrancándole un gemido desgarrado. —¡Me quema...! —Susurró, una súplica quebrada que apenas se sostuvo en el aire. Lux corrió hacia ella, instintivamente, pero Jinx alzó la mano, sin apartar la vista de Caitlyn. —No te molestes, rubiesita. —Dijo en un tono casi tierno, pero lleno de una gravedad extraña. —No es magia… es trauma. Crudo. De alta definición. —No… —Murmuró Caitlyn, la voz rota, apenas audible. —No quiero verla. No puedo. Es… una asesina. Jinx chasqueó la lengua, ladeando la cabeza como un cuervo curioso. Su sonrisa fue cortante, pero sus ojos, por un instante fugaz, parecieron viejos y cansados. —Sí, sí, la asesina... —Murmuró, la voz cargada de una ironía amarga. —Que título tan bonito. Deberíamos bordarlo en una chaqueta. Seríamos la envidia del desfile. Tobias, incómodo como pocas veces, intentó intervenir con voz apremiante: —Caitlyn, no hagas presión, tu sistema aún está... Pero Caitlyn apenas lo oyó. El pánico ya se había adueñado de ella. —¡Fuera! —Gritó, la voz rasgándosele en la garganta. —¡Fuera todos! Vi dio un paso adelante, la desesperación asomando en sus ojos. —Cait… soy yo... Caitlyn giró lentamente la cabeza. Su ojo Hextech palpitó con violencia, una luz temblorosa que reflejaba su confusión y dolor. —Vi… —susurró. Apenas un eco. Solo su nombre... pero en ese susurro había una grieta, una fisura diminuta en la coraza que la consumía. Antes de que pudiera decir algo más, Jinx, que había estado en silencio, se incorporó de un salto teatral. —¿Sabes qué? Está bien. —Dijo, alzando los brazos como si se rindiera ante un jurado invisible. —No soy bienvenida. Ya pillé la indirecta. Caminó hacia la puerta como quien camina sobre una cuerda floja, exagerando cada paso, su voz cargada de un dramatismo burlón. —No es la primera vez que quieren sacarme de un lugar... —Añadió, con una media risa amarga. —Aunque, normalmente, hay más fuego, explosiones y gritos. Se detuvo en el umbral. Miró por encima del hombro, la sonrisa torcida, la mirada herida en su profundidad más oculta. —Pero este ojo... —Señaló su propia sien metálica con un gesto seco. —Este que te está quemando... no lo hice para que me amaras. Lo hice para que vivieras. Y sin esperar respuesta, empujó la puerta con un golpe de cadera y desapareció, dejándolos a todos en un silencio que pesaba como una losa. Vi, atrapada entre el impulso de ir tras Jinx o quedarse, dio otro paso hacia Caitlyn. Sus manos apenas alzadas, temblorosas, como si temiera romper algo que ya estaba hecho añicos. Pero la grieta que había abierto el susurro... se cerró en un latido. Caitlyn desvió la mirada hacia ella, los ojos desbordados de un dolor feroz. El brillo azul del Hextech titiló, irregular, como un corazón que no sabía si seguir latiendo. Vi dio un paso. Apenas un movimiento. Pero Caitlyn lo sintió como un latigazo en la piel abierta. Su corazón se encogió. El miedo la invadió de golpe, brutal, irracional. No era Vi quien la hería. Era ella misma. Era el reflejo roto que temía mostrarle. La vergüenza de ya no ser aquella en quien Vi había confiado, a quien había amado sin reservas. —No... —Susurró Caitlyn, su voz quebrándose como vidrio bajo presión. —No quiero que me veas así. Vi se detuvo, los labios entreabiertos, atrapada entre avanzar o desaparecer. —Cait... —Murmuró, tendiendo la mano con una desesperación contenida. Pero Caitlyn negó con la cabeza, temblando. —Por favor... —Su voz fue apenas un hilo, temblorosa, derrotada. —Solo... vete. Vi no se movió. El dolor en Caitlyn se transformó en pánico. No soportaba sentirla tan cerca. No así. Entonces, la furia brotó, como una oleada imposible de contener. —¡Fuera! —Gritó, la voz desgarrada. —¡Todos fuera! El ojo Hextech parpadeaba errático, cada destello una punzada brutal bajo la piel. El pecho de Caitlyn subía y bajaba en sacudidas cortas, como si cada aliento le desgarrara los pulmones. —¡Sálganse...! —Susurró de nuevo, la voz apenas un hilo deshilachado. —Por favor... El brillo azul del Hextech vibraba como un faro herido, cada parpadeo lanzando chispas invisibles que quemaban el aire. Cada emoción lo encendía más, lo hacía más doloroso. Tobias no se movió. Apretó la mandíbula, su figura firme como una sombra protectora junto a ella. Pero sus ojos se cruzaron con los de Lux y Jayce, transmitiendo en silencio la orden: váyanse ahora. Lux fue la primera en retirarse, la boca apretada en una línea trémula. Jayce la siguió, sus pasos pesados como si cada uno pesara una tonelada. Vi fue la última. No dijo nada. No se atrevió. Se quedó quieta un segundo más, atrapada en el umbral de lo que fue y ya no podía ser. La miró. Miró a Caitlyn como si quisiera memorizar cada rasgo roto, cada temblor, cada latido que dolía ver. Luego, bajó la mirada, apretó los dientes hasta que dolieron, y retrocedió. Un paso. Otro. No por miedo. No por resignación. Sino porque a veces, amar significa aceptar que no siempre puedes sanar lo que amas. Se alejó en silencio, dejando atrás el zumbido irregular del Hextech... y el dolor que ya no podía tocar. Solo Tobias se quedó. Silencioso y firme. El último guardián de una hija que aún no sabía cómo volver a sí misma. Cuando la puerta se cerró tras ellos, el clic resonó como un disparo en la quietud. Solo quedaron el pitido suave del monitor... y el resplandor azul que latía desde la cuenca del ojo izquierdo de Caitlyn, pulsando como una estrella atrapada en la noche. El silencio cayó sobre la habitación como una manta demasiado pesada, sofocante. El monitor, incansable, no marcaba los latidos de la vida. Marcaba las ausencias. Caitlyn yacía inmóvil bajo las sábanas, los párpados cerrados, el cuerpo aún sacudido por temblores que no obedecían a su voluntad. Pero no dormía. Dentro de su mente, el dolor no era lo peor. Era el miedo. El miedo de abrir los ojos y descubrir que ya no era toda suya. Que algo extraño, ardiente y ajeno, respiraba bajo su piel. Escuchó los pasos de su padre antes de que pronunciara una sola palabra.  —Cait... —Murmuró Tobias, casi temiendo quebrarla con el solo sonido. —¿Tienes un espejo? —Preguntó Caitlyn, sin abrir los ojos. Tobias se detuvo, como si la habitación entera hubiera contenido el aliento. Durante un segundo, pensó en mentir. En protegerla con una mentira blanca. Pero no. La conocía demasiado bien. Caitlyn Kiramman no era de las que cierran los ojos ante el horror. Era de las que los abrían más grandes. —Sí —Dijo, la voz grave, resignada. Cruzó la sala despacio, sus botas apenas resonando en el suelo. Tomó el pequeño espejo de mano del botiquín, ese objeto inútilmente frágil para lo que estaba a punto de mostrar. Lo sostuvo un momento. Pesaba como una sentencia. —¿Estás segura? —Preguntó, aunque sabía la respuesta. Caitlyn asintió. No abrió los ojos, no giró la cabeza. Solo un gesto, seco y definitivo. Tobias se acercó, y con la misma solemnidad con que se entrega un veredicto irrevocable, depositó el espejo en sus manos. Luego se apartó. No para dejar espacio. Sino porque entendía que algunas batallas se libran en soledad. Caitlyn alzó el espejo con una lentitud casi reverente, como quien sostiene una reliquia... o una condena. El peso no venía del vidrio, sino de lo que estaba a punto de enfrentar. Abrió los ojos. Ambos. El izquierdo apenas logró entreabrirse. Una rendija de luz azul estalló desde su párpado, perforándole el cráneo como una aguja eléctrica. El dolor fue instantáneo, salvaje, brutal. Un latigazo de fuego líquido que le hizo apretar los dientes hasta casi astillarlos. Pero no apartó la mirada. Solo un segundo. Solo lo justo. Y bastó. Bajo el párpado tembloroso, el ojo Hextech no reflejaba luz: la creaba. Un azul vibrante, espeso como magma, pulsaba en su centro, vivo y ajeno. No era un lente. No era una prótesis. Era algo que latía, que pensaba, que la miraba desde dentro. Caitlyn bajó la mirada, con el espejo aun temblando en su mano. El camisón blanco se abría justo a la altura de su esternón. Con movimientos torpes, casi infantiles, apartó la tela. Y entonces lo vio. Su pecho ya no era solo carne. La herida, donde la bala había atravesado su cuerpo, era ahora un crisol de piel y metal trenzados en una fusión imposible. Tonalidades azuladas, violáceas, corrían como ríos bajo una superficie lisa, firme como acero, viva como carne nueva. No parecía una cicatriz. Parecía una resurrección forzada. Una reconstrucción que no pidió. Una nueva versión de sí misma… en la que ella no había tenido voz. El espejo descendió, resbalándose casi de su mano. El reflejo se volvió borroso, desplazado por el peso abrumador de la comprensión. Ella seguía allí, su cuerpo seguía allí, pero ya no era del todo suyo. Era algo más. Algo hecho de fuego, de dolor, y de una tecnología que no perdona, por primera vez desde que despertó, Caitlyn no sintió miedo. Sintió duelo. El duelo silencioso y desgarrador de la mujer que había sido. —¿Qué… qué es esto? — Susurró, la voz tan rota que apenas parecía suya. No era una pregunta para Tobias. Era para ella. Para esa versión imposible que la miraba desde el espejo. Tobias inhaló hondo, como quien sabe que, a veces, hasta la verdad más amarga debe decirse sin adornos. —Es lo que te salvó. —Respondió, sin promesas, sin mentiras dulces. —El ojo. El Hextech. No solo reemplazó lo que perdiste... reconstruyó lo que ya no podíamos salvar. Caitlyn no apartó la vista del espejo. Ni siquiera parpadeó. Como si mirarlo fuera una forma de obligarse a aceptar que la pesadilla no era una ilusión. —¿Entonces...? — Su voz tembló, apenas un soplo. —¿Qué se supone que soy ahora? El silencio que siguió no fue vacío, fue denso. Cargado con el zumbido casi imperceptible que vibraba desde su pecho, como una nueva alma metálica respirando dentro de ella. Tobias no contestó de inmediato, no porque dudara, sino porque no existían palabras humanas para responder a eso. Caitlyn alzó la mirada. El resplandor azul del Hextech vibraba entero en su ojo izquierdo, pulsando como un corazón ajeno, imposible de ocultar. Era una colisión brutal entre la mujer que recordaba… y el reflejo que ahora devolvía el mundo: otra, marcada, irreconocible. —Dímelo, papá. —Murmuró, y en esa súplica cruda no había rabia. Solo desolación. —¿Qué soy ahora? Tobias dio un paso adelante. La tomó de la mano, con firmeza, no como quien consuela, sino como quien jura, en silencio, que no soltará. La apretó contra su palma temblorosa, y en ese único gesto, dijo todo lo que su boca no alcanzaba: “Todavía eres tú. Aunque el mundo intente convencerte de lo contrario. Aunque yo mismo aún esté aprendiendo a mirarte sin romperme.” Sin soltar su mano, Tobias extendió la otra y le ofreció un pequeño objeto de tela negra. El parche. —Tendrás que volver a usarlo. —Dijo, sereno pero sin disfrazar el filo de la verdad. —Por ahora. El ojo sigue activo, pero aún no termina de adaptarse. Hay circuitos que se están reconfigurando... y hasta que se estabilicen, el dolor no va a irse. Caitlyn lo tomó con lentitud. No respondió. Solo lo sostuvo entre los dedos, sintiendo su peso ligero y, sin embargo, abrumador. Había llevado un parche antes de que todo esto pasara. Sabía cómo rozaba la piel, cómo escondía la ausencia. Pero ahora no iba a cubrir un vacío. Iba a ocultar algo que respiraba bajo su carne. Algo que no terminaba de reconocer como propio y esa diferencia lo hacía más insoportable. Tobias la observó en silencio unos segundos. Luego, con voz suave pero cargada de una seriedad implacable, agregó: —Vas a necesitar terapia. Para adaptarte a todo esto. Para aprender a vivir con ello. Caitlyn apretó el parche entre los dedos, como si fuera un clavo ardiendo. No levantó la mirada. —¿Terapia con quién? —Preguntó finalmente, y su voz salió más firme de lo que sentía por dentro. No menos herida… pero determinada a no romperse. Tobias tragó saliva antes de responder, como si cada palabra pesara más que la anterior. —Conmigo... y con Jayce. Hizo una breve pausa, buscando los ojos de su hija, pero Caitlyn se mantenía rígida, como una estatua de hielo. —Él entiende mejor que nadie cómo funciona el Hextech. Y entiende… lo que eres ahora. Caitlyn levantó la vista, sus pupilas vibrando con un brillo extraño bajo el resplandor del implante. —¿Jayce? La incredulidad destiló en una sola palabra. —Pero… él murió —murmuró, con una voz que apenas era un eco. —En la guerra. Tobias negó despacio, un movimiento pequeño, doloroso. —Eso creíamos. El silencio que se extendió fue denso, asfixiante. —No sé cómo volvió. Ni qué fue de él todo este tiempo. Solo sé que regresó... a tiempo para ti. Y entonces, como una bomba de humo que no se puede esquivar, Tobias terminó: —Él… Lux… y Jinx. El último nombre rebotó en la habitación como un disparo. No hubo explicaciones. No hubo matices. Solo una verdad descarnada. Caitlyn bajó la cabeza, los dedos crispados alrededor del parche. No lloró. No maldijo. Simplemente... cayó en sí misma. Las imágenes comenzaron a filtrarse. Voces que no quería recordar. Carcajadas que había aprendido a temer. Manos manchadas de pólvora y recuerdos. Jayce.  Jinx.  Sombras que nunca terminaban de desaparecer. Giró el parche entre los dedos una última vez, como si buscara algo de su antigua fuerza dentro de aquella tela. Pero no había fuerza allí. Solo una batalla recién empezada. Sin decir nada más, Caitlyn llevó el parche a su ojo izquierdo y lo ató con manos temblorosas, cerrando al mundo, y a sí misma, esa nueva mitad que ya no podía negar. Se sentía como una tapa. Como un intento desesperado de contener algo que no dejaba de latir bajo su piel. El alivio fue inmediato. No físico, no real… pero sí necesario. La presión que amenazaba con hacer estallar su cráneo se disipó, dejando en su lugar un silencio denso, apenas sostenido por su respiración agitada. No se sentía mejor. Solo... menos expuesta. Al menos por un momento, podía dejar de ver. —Papá… —Murmuró, con la mano aún apoyada sobre el parche, como si temiera que algo pudiera escapar de debajo. Tobias alzó la mirada, atento, paciente. —Lo siento. —Dijo ella, su voz quebrándose en cada sílaba. —Por gritar. Por todo. Él negó suavemente con la cabeza, sin juicio, sin prisa. —No tienes que disculparte por sufrir, hija. —No es solo eso. —Añadió Caitlyn, bajando la cabeza, con las palabras raspándole la garganta como piedras. —No es que no quiera verlos… Es que no quiero que ellos me vean así… Se tocó el parche, como si pudiera borrar su propia existencia con ese gesto. —El dolor fue como… como nacer de nuevo. Pero no soy la misma. Siento que algo en mí se rompió… o cambió… o ambas cosas. Tobias no habló de inmediato. Solo la observó, cargando su dolor como quien sostiene un cristal agrietado: sin forzarlo, sin soltarlo. —Vi estuvo aquí todo el tiempo. —Dijo finalmente, su voz un susurro que parecía temer romperla. —No se apartó ni un segundo. Ni cuando gritabas. Ni cuando el ojo brillaba como un faro. Ni cuando pensábamos que te habíamos perdido. Caitlyn cerró los ojos. Un dolor distinto, más punzante, le cruzó el pecho. No venía del implante. Venía de ella misma. —Lo sé. —Susurró. —Por eso... aún no puedo verla. Tragó saliva, como si confesara un crimen. —No porque no la ame. Sino porque si esta es la primera versión de mí que ella ve... —Rozó el parche con las yemas de los dedos, no como si ocultara una herida, sino un abismo. —No sé en quién me he convertido. Y no sé si podría soportar que Vi lo vea… antes de que yo misma lo entienda. Tobias se inclinó hacia adelante, le tomó los dedos y los sostuvo con esa firmeza suave que siempre había usado para contenerla, incluso cuando era pequeña. —Entonces deja que sea a tu tiempo. Cuando estés lista. No antes. Caitlyn no respondió. No hacía falta. Solo apretó su mano, cerrando los ojos. Su padre seguía ahí. Su tacto, cálido y firme. El vendaje sobre su pecho, la cicatriz latiendo debajo. Y el parche… cubriendo algo que, todavía, no sabía cómo nombrar. El pasillo parecía no tener fin. Las luces del techo, blancas y frías no iluminaban: diseccionaban. Cada rincón quedaba suspendido en un gris sin alma, como si el hospital no fuera un refugio, sino una morgue donde hasta la esperanza se había anestesiado. Solo se escuchaban el zumbido eléctrico de los tubos, algún pitido lejano… y el susurro quebrado de su propia respiración. El silencio no era ausencia: era un monstruo agazapado, esperando morder apenas alguien se atreviera a respirar demasiado fuerte. El aire olía al vacío clínico de los hospitales: desinfectante, metal oxidado, tela húmeda. Pero bajo eso, había algo más. Algo que solo ella parecía percibir. Miedo. Derrota. Un filo invisible de electricidad estática, como si todo estuviera a punto de estallar, pero todavía luchara por no hacerlo. Vi sentía todavía el peso de Caitlyn entre sus brazos. La memoria viva de su cuerpo vibrando contra el suyo, el calor escapando bajo el vendaje, la respiración rota, frágil, colgando de un hilo invisible, y ese ojo Hextech... ardiendo como una estrella herida, clavado en su rostro. Y su voz. No llamándola. No susurrando su nombre. Suplicando no ser vista. Eso dolía más que cualquier herida. Vi cerró los ojos, pero el silencio no era descanso. Era un peso áspero, suspendido en el aire. Cada persona en el pasillo parecía estar conteniendo el aliento, como si cualquier palabra pudiera romper el frágil equilibrio que los mantenía de pie. Jayce seguía apoyado contra la pared, los brazos cruzados, el ceño hundido en una arruga profunda. No miraba a nadie. No decía nada. Como si buscara, en los patrones del suelo, un error de cálculo que pudiera corregir la realidad. Jinx estaba sentada en el suelo, las piernas cruzadas y los codos apoyados en las rodillas. No jugueteaba con herramientas, no tarareaba, no explotaba el silencio con ninguna de sus explosiones teatrales. Solo miraba el marco de la puerta. Fija. Como si, si permanecía lo bastante quieta, el tiempo pudiera apiadarse y retroceder. Lux fue la única que se atrevió a perforar el silencio. Su voz fue apenas un susurro, lanzado al vacío como quien lanza una plegaria que ni ella misma cree: —Ella… va a entenderlo. Solo necesita tiempo. Pero no miraba a nadie y su propia voz temblaba como si no estuviera segura de haber dicho la verdad. Nadie respondió. Vi estaba sentada en el centro del banco, las manos entrelazadas entre las rodillas, la espalda encorvada como si el mundo pesara sobre su nuca. No lloraba, pero sus ojos, abiertos y fijos en el suelo, parecían vacíos de todo, menos de dolor. —Nunca… —Susurró, apenas audible. —Nunca me había gritado así. Ni siquiera cuando no sabía quién era yo. Jinx, despatarrada contra la pared con las piernas abiertas, no levantó la mirada. Sus dedos tamborileaban contra el suelo, el ritmo errático, nervioso. Cuando habló, su voz salió como una risa mal afilada: —No fue a ti. —Murmuró, sin emoción. —Fue a mí. A lo que le recuerda que su mamá ya no está. Tú solo… estabas atrapada en el momento equivocado. Y entonces, en su cabeza, la escuchó: la risa aguda de Milo, rebotando contra las paredes de su mente. "Claro, Jinx... otra vez tú, ¿eh? Siempre tú, siempre rompiendo todo." Jinx apretó los dientes. Los nudillos crujieron, pero su rostro siguió inexpresivo. No era el momento de gritar. No ahora. No aquí. —Y pensar… —Añadió, su voz ahora un murmullo rasgado. —Que le puse lo mejor que tenía. Ni siquiera explotaba al final. Se rio sola, una carcajada rota que murió en su propia garganta. "¿En serio creíste que podías arreglar algo?" "Nadie arregla lo que ya nació roto." Se rascó la sien con una uña sucia, como si pudiera raspar esas voces fuera de su cráneo. —Supongo... —Murmuró Jinx, ladeando la cabeza con una sonrisa que no tocaba sus ojos. —Que ni todo el Hextech del mundo podría arreglar lo que rompí antes de saber lo que hacía. Lux, a su lado, extendió la mano muy despacio. No para salvarla. Solo para acompañarla. Apoyó la palma abierta en su espalda, suave como una promesa no dicha. Jinx no se movió. No la miró. Pero su respiración tembló apenas, lo suficiente para revelar la fisura invisible. —Cada pulso, cada conexión... —Murmuró Jayce, frotándose la frente con frustración. —Todo salió perfecto. No hay errores en el implante, no en lo que podemos medir. Hizo una pausa, su voz arrastrándose con un cansancio que pesaba más que el aire. —Pero no puedo explicar por qué duele. Ni por qué su cuerpo se adaptó tan rápido… como si ya estuviera esperándolo. El silencio se espesó un instante antes de que Lux hablara, apenas un susurro que se deslizó como una plegaria triste: —El cuerpo... puede sanar, Jayce. —Su voz tembló, casi imperceptible. —Pero el alma... siempre tarda más en entender lo que sobrevivió. Vi, con la mirada clavada en algún rincón invisible del pasillo, apretó los puños hasta que los nudillos crujieron como cristales. —¿Y si no sana? —murmuró, con un dolor tan crudo que casi cortaba el aire—. ¿Si cada día la empuja más lejos de quien era… hasta que ya no quede nada? ¿Qué hacemos entonces? Desde el suelo, Jinx soltó una risita quebrada. No alegre. No viva. Un ruido hueco, como un juguete roto que aún intenta sonar. —Montamos un espectáculo, duh. —Giró el dedo en círculos, como si dibujara carpas de circo en el aire. —Luces, música, marionetas... ¡y aplausos para los cadáveres! Hizo un gesto grandilocuente, imitando una reverencia absurda. Pero al incorporarse, su expresión vaciló. Algo en sus ojos bailaba entre la risa y el abismo. —Aunque... —Añadió, arrastrando la voz. —Yo creo que las personas... las personas de verdad no desaparecen. No enteras. Vuelven... Chasqueó los dedos, como si atrapara una chispa en el aire —En pedazos raros… Más remendadas, más feas, más explosivas… pero vuelven. Y a veces. —Susurró, girando la cabeza como si escuchara a alguien que no estaba allí. —Son hasta mejores que antes. Se quedó inmóvil, parpadeando hacia la nada. Una risa apagada, casi un eco de Milo o Claggor, uno de esos fantasmas que siempre la seguían, tintineó en su mente. Jinx ladeó la cabeza, como escuchándolos. Frunció el ceño, sacudió la cabeza como espantando una mosca invisible y volvió a mirar al frente. El silencio que siguió era una herida abierta. Y justo entonces, la puerta se abrió. Tobias salió despacio, como si el aire del pasillo fuera más denso, más pesado que el del quirófano. Sus hombros caídos, el rostro tirante, parecían arrastrar algo que las palabras no alcanzarían a cargar. Cerró la puerta con un cuidado quirúrgico, como si hasta el clic final pudiera fracturar algo más de lo que ya estaba en ruinas. Todos se pusieron de pie casi al mismo tiempo, como resortes tensados demasiado tiempo. Vi dio un paso adelante, las manos a medio alzar, pero no dijo nada. No podía. Tobias los recorrió con la mirada, uno por uno. Sin prisa, sin mentiras apresuradas. Luego apoyó la espalda contra el marco, como si el simple hecho de mantenerse en pie requiriera ahora más fuerza de la que tenía. —Está… más tranquila. —Dijo por fin, y su voz sonó menos como un reporte y más como un acto de fe agotado. —Se puso el parche. Habló conmigo. Pero no quiere ver a nadie. No todavía. Jayce asintió, un movimiento breve, contenido. —¿Ni siquiera para calibrar? Tobias negó lentamente, como si cada palabra pesara. —Solo a ti, Jayce. Bajo condiciones estrictas en un par de días. —Su tono era claro, casi quirúrgico. —Nada personal. Nada emocional. Solo correcciones técnicas. Sesiones breves. Mucho espacio. Demasiado. Lux frunció el ceño, incómoda, su voz apenas un hilo: —¿Y el dolor? Tobias exhaló, como si el aire también doliera. —Persistente. —Admitió. —Ya no tan agudo, pero constante. El ojo empieza a estabilizar su pulso, sí… pero cada vez que lo abre, su cuerpo reacciona como si siguiera bajo ataque. Se tomó unos segundos para tomar aire nuevamente y luego volvió a hablar. —El implante… no distingue entre amenaza y recuerdo. No todavía. Vi no dijo nada, no porque no quisiera, sino porque cualquier palabra que soltara en ese momento se le astillaría en la garganta. Tobias la miró al final. Con esos ojos suyos que no juzgaban… pero dolían igual. —No te odia, Vi. —Dijo con una voz que parecía cargada de escombros. —Pero tampoco puede verte. No por ti. Por ella. Porque ahora… todavía no sabe quién es… cuando tú la miras. Jinx bajó la cabeza, sus dedos entrelazados tan tensos que los nudillos se pusieron blancos, como si estuviera intentando retorcerse a sí misma para no gritar. Lux se abrazó a sí misma, cruzando los brazos sobre el pecho como si pudiera contener en ese gesto la angustia que amenazaba con desgarrarla por dentro. Vi asintió una sola vez. Lenta. Firme. Como quien acepta una condena de la que no piensa escapar. —Entonces esperaré. —Dijo en voz baja, como si la promesa fuera un ancla y una espada al mismo tiempo. —Aquí. El tiempo que sea necesario. Tobias no respondió con palabras, solo la miró, con ese tipo de agotamiento que ya no vive en el cuerpo, sino que se pudre en el alma y en esa mirada silenciosa, Vi encontró algo que no necesitaba traducción: "Gracias… por entender que a veces, amar es quedarse donde más duele. Al otro lado de la puerta.” Así, en ese pasillo blanco y sin tiempo, quedaron. Jinx. Lux. Jayce. Vi. Un equipo roto. Una familia inconclusa. No en retirada. No en rendición. Solo... en pausa. Esperando. No por órdenes. No por esperanza. Sino por amor. El tipo de amor que no exige ser visto, ni correspondido, solo... aguardado. Hasta que ella estuviera lista para volver. Habían pasado dos días desde que la trasladaron a la mansión Kiramman. El ala este, normalmente destinada a invitados de alto rango, había sido reconvertida en un santuario silencioso. Cortinas pesadas amortiguaban la luz. Paredes de tonos neutros, muebles suaves, pasos que no resonaban. Todo en ese espacio estaba pensado para apagar el mundo. Y Caitlyn lo agradecía. No por comodidad. No por lujo. Sino porque cualquier ruido, cualquier destello, cualquier movimiento brusco era un filo que amenazaba con abrirla de nuevo. La herida del pecho había cerrado, al menos en apariencia. La piel nueva, tersa, tiraba como un recuerdo mal soldado. Tobias decía que la cicatrización era excelente, “clínicamente hablando”. Pero dentro de ella, cada respiración profunda seguía sintiéndose como empujar una puerta mal cerrada: rígida, tensa, a punto de astillarse en cualquier momento. Y el ojo… El ojo nunca descansaba, ni siquiera bajo el parche. Vibraba. Palpitaba. Latía como si tuviera sus propias ideas sobre qué debía sentir, qué debía ver. Como un huésped inquieto, incómodo dentro de su cuerpo. Algunas veces, aunque fuera pleno día, Caitlyn juraba que podía oírlo zumbar muy bajo, como un animal pequeño soñando bajo su piel. En ese momento ella estaba de pie en la habitación, envuelta en una manta ligera que no era abrigo, sino armadura. La luz pálida de la tarde entraba por la ventana cerrada, lavando la habitación en tonos apagados. Frente a ella, colgado sobre la cómoda, un viejo retrato familiar. Su madre, erguida y orgullosa. Su padre, joven y confiado. Y ella, apenas una niña, con la sonrisa intacta de quien aún no conoce la palabra "pérdida". Caitlyn no miraba sus propios ojos en el cuadro. No miraba las manos que se entrelazaban en gesto protector. Miraba el espacio invisible entre ellos. Un vacío que ahora sentía crecer cada día, como una grieta silenciosa que ni el tiempo ni el amor podían reparar. Escuchó la puerta abrirse a sus espaldas. No se tensó. No dio un paso. No era miedo. No era sorpresa. Era resignación. Era entender que, aunque el cuerpo siguiera en pie, algo adentro suyo había dejado de levantarse. —Llegas puntual. —Murmuró, apenas rozando el aire, sin apartar la mirada del retrato. Jayce entró con paso firme, sin prisa, como quien cruza el umbral de un santuario que no se atreve a profanar. Llevaba su atuendo habitual: chaqueta blanca de líneas precisas, ribetes dorados, camisa oscura y pantalones entallados que acentuaban su estampa de soldado y científico a la vez. A un costado, su maletín metálico colgaba como una prolongación inevitable de su cuerpo. No vestía bata, no la necesitaba. Su sola presencia imponía la exactitud de quien entiende que cada movimiento importa... y que no todos los errores se pueden corregir. —No me arriesgaría a que me patearas si llego tarde —Bromeó, su voz cargada de esa falsa ligereza que uno usa cuando el aire ya es demasiado denso. Caitlyn esbozó una sonrisa breve, sin humor. Un gesto mecánico, como quien recuerda cómo hacerlo, pero ya no siente la necesidad. Jayce se acercó a una mesa auxiliar. Depositó el maletín con la reverencia de un cirujano, y lo abrió. Dentro, todo brillaba bajo la luz blanca: calibradores de pulso, microconectores de filigrana dorada, lectores Hextech del tamaño de una brújula, dispuestos con un orden casi ritual. No eran herramientas. Eran extensiones de su esperanza. Activó el panel principal con un leve toque. El zumbido bajo que brotó del maletín llenó la habitación como una segunda respiración, artificial, insistente. —Hoy trabajaremos la respuesta pupilar y el canal de pulso Hex. —Anunció, su voz medida, limpia. Como si recitar el procedimiento pudiera contener lo imprevisible. —Necesito ver si el implante empieza a sincronizar con tu actividad cerebral... sin colapsar el nervio óptico. Solo entonces alzó la mirada. Por un instante, no fue un ingeniero, ni un terapeuta. Fue Jayce. El hombre que había apostado su ciencia, su fe, su culpa, por salvarla.   —¿Puedo? —preguntó. No era protocolo. Era respeto. Caitlyn no respondió de inmediato. Bajó la vista, respiró hondo, y finalmente asintió, apenas. Con movimientos lentos, casi ceremoniales, se llevó la mano al rostro y retiró el parche. El aire pareció tensarse cuando el resplandor azul del Hextech quedó expuesto, vibrando como un pequeño sol cautivo bajo su piel. Jayce desvió la mirada apenas, no por incomodidad, sino por respeto. Sabía que lo que Caitlyn acababa de hacer no era un acto técnico. Era vulnerabilidad pura. Era exponer algo que aún no terminaba de aceptar como propio. El ojo izquierdo, ahora libre del parche, irradiaba una luz profunda, casi líquida. No parpadeaba. No temblaba. Pero se sentía… vivo. Como si no fuera un implante, sino algo que veía incluso antes de que Caitlyn quisiera mirar. Ella apretó los dientes. Apenas abrió el párpado unos pocos milímetros y el dolor llegó como una puñalada silenciosa, alojándose justo detrás de la ceja, irradiando hacia la nuca con una intensidad que le robó el aliento. Su respiración se volvió breve, cortada, como si el mismo acto de existir le arrancara hilos de energía. Jayce, atento, alzó una mano con calma. —No más. —Murmuró con suavidad, casi como si calmara a un animal herido. —No lo abras del todo aún. Su voz era firme, pero cargada de algo más: una comprensión silenciosa de lo que dolía, de lo que costaba. —Solo necesito una lectura superficial por ahora. —Añadió, mientras ajustaba los calibradores sin apartarse de ella, como quien trabaja bajo un campo de minas. Ella asintió sin decir palabra, manteniendo el ojo apenas entreabierto. Su respiración era breve, irregular, como si cada bocanada de aire peleara por no convertirse en un gemido. La disciplina aún la sostenía, pero era delgada como el vidrio a punto de estallar. Jayce se acercó con movimientos precisos, sin urgencias. Sostenía una placa Hextech pequeña, pulida como una pieza quirúrgica. Con sumo cuidado, la apoyó sobre su sien izquierda, apenas rozando la piel, justo encima del implante. Al contacto, una red de filamentos dorados se desplegó en abanico, adhiriéndose sin tocar, como una telaraña viva buscando el pulso de algo recién nacido. El panel flotante emergió del maletín y cobró vida. Gráficas ondulantes, pulsos de luz azul, patrones eléctricos comenzaron a dibujarse en el aire, latiendo al mismo ritmo errático que su ojo. —Reacciona bien a los estímulos pasivos. —Murmuró Jayce, concentrado en las lecturas. —Pero... la sobrecarga emocional dispara la sensibilidad del canal izquierdo. Cada emoción fuerte es interpretada como un ataque. No la miró. No necesitaba verla para saber que sus palabras eran un bisturí sobre una herida abierta. —No es un fallo, Caitlyn... —Su voz bajó, volviéndose más íntima, más humana. —Es tu cerebro. Aún cree que el implante es una herida que sigue sangrando. Ella cerró el ojo de golpe, una mueca de dolor crispándole el rostro. Solo un segundo. Pero en ese segundo, todo el resentimiento que había acumulado encontró un resquicio para escapar. —Porque lo es. —Escupió, en un susurro ronco, cargado de rabia y miedo. Como si admitirlo fuera la única forma de no quebrarse. Jayce asintió sin replicar. Aceptó su furia como se acepta una tormenta inevitable. —Y vamos a enseñarle —Dijo, con la calma de quien promete sin juramentos. —Que ya no necesita pelear. El panel flotante vibraba más despacio ahora. Caitlyn lo observó de reojo, jadeando aún, como si dudara de todo, incluso de su propio reflejo en esas luces titilantes. Luego desvió la mirada hacia Jayce. No como quien busca respuestas. Sino como quien mide el peso de una traición que todavía no sabe si puede nombrar. —¿Dónde estuviste todo este tiempo? —Preguntó Caitlyn, en voz baja, sin mirarlo de frente. Como si la pregunta en sí fuera un riesgo. El dolor seguía latiendo, agazapado bajo su piel, pero la necesidad de saber, delgada pero insistente, comenzaba a perforar el vacío. Jayce tardó unos segundos en responder. No por duda. Sino porque aún no sabía si las palabras serían suficientes. —La verdad… —Murmuró, sentándose despacio al borde de la silla, como si el aire fuera más denso de este lado de la habitación. —Ni yo mismo lo sé del todo. La observó de reojo. No como un hombre buscando comprensión, sino como un soldado que entrega su espada sabiendo que quizá no la reciba de vuelta. —Después de la batalla contra Viktor, solo recuerdo... —Hizo una pausa, breve pero rota. —Una implosión. Una oscuridad que no era noche y después, nada. Caitlyn alzó la vista. El ceño fruncido, el ojo Hextech vibrando apenas bajo su parpado. Su ojo derecho buscaba grietas. Algo que dijera: me estás mintiendo. —¿Nada? —Preguntó, y el filo de su voz era un susurro de acero. Jayce negó levemente. —Desperté en un lugar que... no era este mundo. No había suelo. No había cielo. Solo ecos. Pensé que estaba muerto, pero era el plano arcano. —Se encogió de hombros, apenas. —Después... frío. Sangre congelada en mis venas. Y la nieve tragándose todo. Su boca se curvó en una mueca que no era sonrisa. Era la forma que tenía de no gritar. —Me encontró Lux. —Continuó. —Me llevó a su refugio en las montañas. Me salvó. Me sostuvo... —Se detuvo, como si cada palabra pesara más que la anterior. —Y después de eso… ocurrió algo más. Caitlyn notó el cambio en su voz. No fue el volumen. Fue el silencio que cayó sobre las palabras que aún no había dicho. Jayce bajó la mirada. Cuando habló, su voz era apenas un roce contra la piel del aire: —Me encontré con alguien más. —Alzó los ojos hacia ella, sabiendo el impacto que tendría. —Jinx. El nombre estalló en la habitación como un disparo mal contenido. Caitlyn se tensó. No por sorpresa. Sino por instinto. Su cuerpo se endureció bajo la manta. El ojo Hextech vibró con un pulso agudo, como si incluso él reconociera a esa sombra en su memoria. Ella no habló. No hizo falta. Jayce levantó las manos. No para defenderse. No para pedir perdón. Solo para detener un juicio que sabía inevitable. —Sé que ya te lo dijo. —Su voz era firme, pero cansada. —Lo del ojo. Lo que hizo por ti. Caitlyn no respondió. No afirmó. No negó. Simplemente dejó que el silencio hablara por ella, con los labios apretados y la mirada endurecida, como si cada palabra de Jayce fuera un disparo que no pensaba esquivar. Jayce no retrocedió, tampoco presionó. —Solo quiero que sepas cómo fue. —Continuó, su voz ahora más serena, casi áspera. —No lo hizo por redimirse. Ni por gloria. Ni siquiera por ti… al principio. —Bajó ligeramente la cabeza, como pesando cada recuerdo. —Lo hizo como alguien que intenta… reparar un mundo que ya sabe que rompió. Se detuvo un instante. Sus ojos se deslizaron hacia el panel flotante, donde las lecturas del Hextech parpadeaban en líneas azules y patrones vivos. Lo miró con la concentración de quien ve no solo datos… sino cicatrices que aún no sabe cómo curar. Luego volvió a levantar la mirada, encontrándola a ella. Sin evasivas. Sin excusas. —No te pido que la perdones. —Dijo, sin dramatismo, sin súplica. —Pero mírala… por lo que intenta ser ahora. No solo por lo que fue. Caitlyn fijó la vista en un punto de la pared, tan lejos y tan cerca al mismo tiempo. El silencio entre ellos se volvió denso. No un vacío: un campo minado de todo lo que ninguno quería nombrar. Jayce inspiró hondo. Su voz bajó, más humana. Más rota. —Yo también la odié. —Admitió, y la confesión fue un filo limpio, sin adornos. —Por el salón de los concejales. Por lo que destruyó. Por los cadáveres que dejó detrás. —Hizo una pausa breve, sus ojos cargados de memorias que ni el tiempo ni la razón habían podido enterrar. —Pero en esa cabaña... vi algo que no esperaba. No a alguien bueno. A alguien… cansada de destruirse. Se pasó una mano por el cabello, como si el recuerdo aún le pesara sobre la nuca. —Nos salvó. —Sus ojos volvieron a buscar los de ella. —A Lux, a mí, y de alguna forma, también a ti. No lo decía para convencerla. Lo decía porque era la verdad. Y porque, a veces, la verdad no sana: solo se deja caer sobre uno como un martillo inevitable. Jayce se recostó hacia atrás, dándole espacio, dándole tiempo. —No la perdoné porque olvidara todo. —Agregó, en voz baja. —La perdoné porque entendí. Hizo un gesto vago con la mano, como quien señala algo que ya no puede cambiarse —Nadie sale ileso de una vida como la suya, pero eligió ayudarte y eso… importa. Caitlyn cerró los ojos un segundo. No para pensar. No para juzgar. Solo para soportar el eco de todo lo que aún dolía demasiado. Una grieta invisible cruzó su rostro. Pequeña. Frágil. Pero una grieta, al fin. Jayce no la apuró. No intentó aprovechar el momento. Solo dejó que la respiración lenta entre ellos marcara el ritmo. Finalmente, su voz rompió el aire: —Además… —Añadió, volviendo a un tono más técnico, casi como una tregua implícita. —Voy a necesitarla. —Apretó el maletín con una mano. —Algunas terapias requerirán ajustes en el núcleo. Y Jinx... —Hizo una mueca, resignado. —Es la única que entiende realmente cómo tu cuerpo se acopla al implante. Caitlyn abrió los ojos, no preguntó más, ni discutió. Sabía lo que eso significaba. Sabía que, a veces, las peores heridas no eran las visibles… sino las que uno debía aprender a cargar para seguir adelante. —Ya veremos. —murmuró finalmente. No era un sí, pero tampoco era un no y, por ahora, era todo lo que podía ofrecer. Jayce asintió. No insistió. No explicó más de la cuenta. Había aprendido que a veces, respetar el silencio era el único lenguaje que servía. —Eso basta por ahora. —Dijo finalmente, su voz como un broche suave en medio de todo lo que no se dijo. Una pausa densa cayó entre ambos. No incómoda, sino cargada. Como si las palabras hubieran decidido mantenerse al margen, dejando espacio solo para la respiración y los zumbidos apagados del panel flotante. Jayce volvió a centrarse en los instrumentos, ajustando la calibración del ojo Hextech con la precisión de un cirujano en medio de un campo de minas. No habló. No hizo ruido innecesario. Solo se movía en sincronía con el eco frágil de la habitación: un zumbido, dos respiraciones que, por fin, no parecían estar huyendo de sí mismas. Caitlyn rompió el silencio de pronto, su voz tan baja que parecía más un pensamiento que una pregunta: —¿Vi ha venido? Jayce apenas parpadeó antes de contestar, eligiendo con cuidado cada palabra, como quien sabe que cualquier error puede abrir otra herida. —Sí. —Dijo, mientras bajaba la intensidad del pulso. —Ayer y también el primer día. Está afuera, en este momento. Bajo el cerezo. Caitlyn no respondió. No hizo ningún gesto. Solo desvió la mirada, perdida en una grieta de pensamiento que no compartió. Jayce afinó la conexión secundaria, como si calibrar el panel fuera más fácil que calibrar el dolor. Cuando habló de nuevo, su voz fue más baja, más cercana: —No ha intentado entrar. Se sienta ahí… sin decir nada. Como si supiera que cualquier palabra forzada dolería más que el silencio. Caitlyn cerró el ojo derecho lentamente. Como quien necesita apagar el mundo un segundo para sostenerse. —¿Y tú qué crees? —Susurró, sin mirarlo. Jayce no respondió de inmediato. Ajustó el último parámetro del escáner, vio cómo las lecturas bailaban, más estables ahora, menos agitadas. Solo entonces se permitió responder: —Creo que estás más viva de lo que te permites sentir. —Dijo con calma. —Y eso te duele. Pero también significa que todavía puedes elegir cuándo mirarla… y desde quién quieres mirarla. Caitlyn abrió el ojo derecho. El izquierdo, el Hextech, vibró con un pulso mínimo, casi como un suspiro metálico. En el panel, la curva tembló… y luego, por fin, encontró estabilidad, la primera desde que habían comenzado. Jayce sonrió apenas, como quien ve brotar una flor en un campo de ruinas. —Eso es. —Murmuró. —El canal empieza a entenderte. No solo a leerte. —Entonces… —Dijo Caitlyn, su voz apenas un suspiro, cargada de un humor tan seco que casi raspaba el aire. — ya no soy una bomba inestable. —No. —respondió Jayce, apagando el escáner con movimientos deliberadamente lentos, como siguiendo la broma. —Ahora eres un arma... que está aprendiendo a no dispararse contra sí misma. Ninguno de los dos sonrió. Pero por un instante, el peso entre ellos se volvió un poco menos insoportable. La ironía, áspera y cómplice, flotó en el aire como un viejo chiste privado que no necesitaba carcajadas para ser entendido. Mientras Jayce retiraba los sensores con cuidado, ella giró lentamente la cabeza hacia el ventanal. Y más allá del cristal, entre las ramas quietas del cerezo, supo, sin necesidad de verlo, que alguien la seguía esperando. Esperándola… no para salvarla. Sino para quedarse, aunque tardara toda una vida. Caitlyn bajó la mirada, el corazón aún enredado en nudos que no sabía desatar. El tiempo, allá afuera, seguía moviéndose sin pedir permiso y así, los días empezaron a acumularse como polvo sobre el alféizar. Durante un mes, su padre y Jayce le habían señalado su presencia más veces de las que Caitlyn podía contar. —Vi sigue ahí. No ha faltado ni un solo día. —Repetían, casi con una mezcla de consuelo y advertencia. Caitlyn nunca respondía. A veces asentía con un gesto apenas visible. A veces, ni siquiera eso y Jayce no insistía. Tampoco su padre. Ambos entendían que no era orgullo. Ni rencor. Era otra cosa. Una herida más profunda. Una grieta que ni siquiera el Hextech podía alcanzar. Porque Caitlyn no era incapaz de verla. Simplemente… aún no podía. Vi habría querido quedarse. Dormir a su lado. Sostenerla cuando temblaba. Ayudarla a ponerse en pie, a caminar, a respirar si hacía falta. Pero Caitlyn no lo soportaría. No la presencia de Vi. Sino lo que traía consigo: El recuerdo de alguien que la había conocido entera. Íntegra. Humana. Y ahora… tendría que verla así: Rota. Remendada. Distinta. Eso era lo único que aún podía controlar: Quién la miraba, cuándo. Y, sobre todo… Qué versión de ella quedaría en sus ojos. Así que cuando le pidió a su padre que no la dejara entrar, Tobias no discutió. Y Vi, como si entendiera la forma más dolorosa del amor, tampoco insistió. Durante todo el tiempo transcurrido, Caitlyn mantenía el cuarto cerrado, no permitía visitas, ni interrupciones. Solo su padre y Jayce tenían permiso para entrar… y aun así, sus pasos eran siempre breves, medidos, como visitantes en un santuario herido. El resto del tiempo, Caitlyn se aislaba en su pequeño mundo de paredes mudas y cortinas cerradas. No porque el dolor fuera demasiado. Sino porque aún no sabía cómo ser alguien más... y eso dolía más que cualquier herida. Sin embargo, cada día, al terminar las sesiones y sin que nadie la viera, caminaba con pasos inseguros hasta la habitación vacía frente a la suya. La única desde donde podía ver el jardín sin ser vista. Se ocultaba tras las cortinas, apenas un pliegue abierto, apenas una sombra. Y allí estaba Vi. Sentada bajo el cerezo, la espalda encorvada, los codos apoyados en las rodillas, como si la espera fuera una cadena que la mantenía atada al banco. Caitlyn la observaba durante minutos que se sentían como horas. A veces cerraba los ojos, intentando imaginar que si no veía, no dolía. Pero dolía igual. Vi nunca miraba hacia esa ventana. Nunca supo que estaba siendo observada. Que había ojos que la seguían, que la anhelaban… y que no podían alcanzarla. La mansión entera había aprendido a respirar en silencio, como un hospital sin enfermos, como un mausoleo sin tumbas. El silencio era quirúrgico. Preciso. Aséptico. Y Caitlyn se había aferrado a él no por paz… sino por necesidad. Era más fácil habitar un mundo sin ruido, cuando temías escuchar los gritos que llevabas dentro. La herida en su pecho ya no sangraba, pero dolía. El músculo seguía endurecido, como un recuerdo físico de todo lo que no podía soltar. Cada respiración profunda era un tirón áspero, como si las costuras que la mantenían unida estuvieran a punto de ceder. Y el ojo... El ojo seguía ahí. Vibrando bajo el parche. Brillando como una bestia dormida que soñaba con algo que ella no podía comprender. Hasta que un día, sin avisar a nadie, salió sola de su habitación. Dijo que quería caminar. Pero en realidad, solo quería huir: de la rutina, de sí misma, del reflejo que no soportaba mirar. Cruzó los pasillos alfombrados en un silencio casi reverente, bajando las escaleras hacia el primer piso como quien desciende hacia su propio juicio. El vendaje podía haberse retirado días atrás, Tobias se lo había dicho más de una vez, pero Caitlyn no lo permitió. No todavía. Como si la tela fuera una última defensa entre ella y lo que no quería ver. El parche seguía en su lugar, no porque el dolor lo exigiera… sino porque la idea de quitarlo era peor. Porque no cubría una herida. Cubría una verdad que aún no estaba lista para enfrentar. Llegó a un salón que el tiempo había dejado atrás. Un lugar olvidado, donde los espejos polvorientos y los vitrales apagados aún sostenían retazos de otra vida, como fantasmas atrapados en vidrio. Nadie pisaba ese sitio desde el funeral de su madre. Nadie se atrevía. Quizás por eso Caitlyn lo eligió. Porque el dolor antiguo era como una cicatriz mal cerrada: ardía menos que las heridas frescas. Avanzó, el eco de sus pasos deslizándose sobre la alfombra gastada, hasta plantarse frente al espejo más grande. Su reflejo, difuso entre motas de polvo y luz gris, parecía menos real… y por eso más soportable. Con manos que no lograba mantener firmes, alzó los dedos hacia el parche. Vaciló apenas un instante. Y luego, en un gesto lento, casi ritual, lo retiró. El aire frío golpeó su rostro desnudo y el espejo, implacable, le devolvió la imagen que había tratado de evitar desde el primer grito de dolor. El ojo izquierdo parpadeó.  Una chispa azul se encendió como un latido vivo, reflejándose en la superficie del cristal. Parecía idéntico al otro… pero no lo era.  Tenía algo distinto. Una profundidad antinatural. Una conciencia que no debería estar allí. Entonces, la imagen cambió.  El espejo dejó de mostrarla. Jhin, erguido, inmóvil, elegante como un cadáver bien vestido. A su espalda, el cuartel de los ejecutores colapsaba en llamas. Columnas quebradas. Estandartes devorados por humo negro.  El abrigo flotaba con la teatralidad exacta de una escena ensayada mil veces. Más sombra que cuerpo. Más arte que carne. Giró el rostro, solo un poco, lo suficiente para mostrar el perfil de su máscara… Y ese ojo humano, tan vivo, tan frío, tan despiadadamente presente. Levantó su pistola ornamentada y disparó. El estruendo no fue sonido. Fue ruptura. El reflejo se fragmentó sin astillarse. El cristal vibró, como si la realidad misma se tambaleara.  Y Caitlyn jadeó al volver en sí, el corazón desbocado, el sudor helado escurriéndose por su espalda.  El ojo Hextech palpitaba bajo el párpado, en un ardor feroz, como si la pesadilla hubiese dejado una grieta real en su carne. ¿Fue un recuerdo?  ¿Una alucinación?  ¿O una advertencia? No supo decirlo y eso fue lo que más la asustó. El dolor llegó como un trueno seco. Cayó de rodillas con un gemido breve, afilado, como si su cuerpo ya no soportara más el peso del fuego interno. Sus manos volaron a la sien. El cráneo latía, atrapado entre pulsos de presión.  El ojo ardía. No como una herida… Sino como una estrella encerrada en un espacio que no podía contenerla. Líneas de luz cruzaban su visión. Zumbidos sordos envolvían su oído. Todo parecía disolverse, como si su cuerpo fuese una ilusión a punto de romperse. Y entonces lo sintió. Una lágrima que no era lágrima. Un hilo rojo descendió desde el lagrimal izquierdo. No goteó. Se deslizó con la calma de lo inevitable, marcando una línea delgada y profunda sobre su mejilla.  Sangre.  No provocada desde fuera, sino desde adentro. Una fisura imposible de ocultar. Tobias la encontró minutos después. Al verla, el aire se le atascó en la garganta. —¡Caitlyn! —Exclamó, apurando el paso, pero con ese tono que mezcla urgencia con miedo. Se agachó a su lado en un solo movimiento, y por un segundo, no supo qué hacer. Solo la miró, el rostro crispado al ver la delgada línea carmesí bajando desde su ojo.  Tomó un pañuelo del bolsillo y lo presionó con delicadeza sobre su mejilla, deteniendo la sangre con manos firmes, casi temblorosas. —¿Sangre...? —Murmuró, más para sí mismo que para ella. Como si decirlo en voz alta fuera darle demasiado poder. Caitlyn no lo miró.  Su voz salió apenas audible, casi como un pensamiento que se escapó sin permiso: —Solo quería… verme. Tobias tragó saliva. No preguntó más. No la regañó. No intentó explicarle nada. Solo la sostuvo. Con el respeto de un médico, con la ternura de un padre y con la silenciosa desesperación de un hombre que acababa de ver que su hija no solo estaba cambiando… Estaba doliendo por dentro mucho más de lo que cualquier palabra podía alcanzar. Caminaban juntos en silencio, sus pasos apagados sobre la alfombra mullida. Tobias, a su lado, mantenía el ritmo lento, respetando el temblor que aún sacudía la respiración de su hija. El parche sobre el pecho volvía a teñirse de rojo, pero Caitlyn no parecía notarlo o no quería notarlo. El primer piso se extendía ante ellos, amplio, silencioso, casi reverente. La luz del sol atravesaba los grandes ventanales, encendiendo las motas de polvo en una danza lenta y pálida. Y justo cuando pasaban junto a uno de esos ventanales... Caitlyn la vio. Vi. No desde la altura distante de su cuarto, ni como un eco lejano. Vi estaba allí, tangible, viva, sentada en el banco bajo el cerezo, con la misma posición de siempre, la cabeza gacha, la mirada fija en el suelo. Inmóvil, como si su sola presencia bastara. Como si, al permanecer allí, estuviera cumpliendo una promesa silenciosa. Tan cerca que, por un segundo, Caitlyn sintió que podía tocarla si tan solo estiraba la mano. Se detuvo de golpe.  El aire se le trabó en el pecho, y su respiración se volvió errática, agitada, temblorosa. El viento sacudía las ramas y algunas flores caían sobre Vi, posándose en su cabello como heridas blancas. La veía y, al mismo tiempo, no podía sostener su propia mirada. El corazón golpeaba como si buscara salir por la garganta. Los dedos le temblaban. Su ojo vibró, no como un artefacto… sino como un corazón mal cosido a su alma. El cuerpo, quieto, pero en guerra. La había visto tantas veces por el borde de la ventana de su habitación y seguía ahí. Quiso correr hacia ella. Abrazarla. Decirle que lo sentía. Suplicarle que no se fuera. Y, al mismo tiempo, deseó desaparecer. Esconderse de esos ojos que la esperaban sin juicio. De ese amor que no le exigía nada… excepto volver a sí misma. —¿Quieres que le diga que se vaya? —Preguntó Tobias, con voz baja, sin juicio. Caitlyn negó despacio, sin apartar la vista del ventanal. —No. —Susurró. —Solo... quédate conmigo un rato más. Tobias asintió. No dijo nada. Solo caminó a su lado, a paso lento.  Como si entendiera que, a veces, el mayor consuelo es acompañar… sin empujar. Pero Caitlyn no dejó de mirar, ni siquiera por un segundo. Porque allá, bajo el cerezo, Vi seguía esperando.  No por respuestas, ni por perdón. Solo por ella.
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