Nacimos para resistir
11 de septiembre de 2025, 14:03
La guarida olía a metal caliente, sudor viejo y tela quemada. Era el aroma de la sangre no derramada todavía. Las luces parpadeaban, lanzando sombras largas sobre el piso rajado, como si la oscuridad misma quisiera colgarse de las paredes.
Cada respiración de Riona era un recordatorio de lo que aún le faltaba: más habilidad, más confianza, más... importancia. El sudor no solo era por el entrenamiento, sino por la presión de demostrar que no era solo una "mocosa" para Sevika, ni una más de las sombras que caminaban por Zaun.
Riona exhaló por la nariz, el aire denso y viciado de la guarida quemándole los pulmones. Ajustó las correas de sus porta dagas, sintiendo cómo la humedad de Zaun, como un monstruo invisible, le calaba los huesos. “¿Es esto lo que soy?” No podía evitar preguntárselo cada vez que el sudor se mezclaba con el miedo y la rabia.
Frente a ella, dos matones de Sevika se movían en círculo. No eran torpes. No eran compasivos. Eran soldados de Zaun, moldeados a golpes y malas decisiones.
Sevika observaba desde las gradas improvisadas, su brazo metálico descansando sobre una viga oxidada, un cigarro entre los labios y esa expresión eterna de aburrimiento homicida.
Riona sonrió. No porque fuera valiente, sino porque temblar no intimidaba a nadie.
El primer matón atacó con un barrido bajo, rápido y traicionero. Riona saltó hacia atrás, esquivándolo por un suspiro, y desenfundó una daga en un destello de metal que cortó la penumbra. El movimiento le salió por instinto, como respirar o pestañear, pero en su mente algo se quebró por un instante. “¿Esto es suficiente? ¿Soy suficiente?” La duda hizo tambalear su pulso por una fracción de segundo, suficiente para que el segundo matón aprovechara la abertura.
El golpe le llegó desde el flanco como un martillo, robándole el aire. Riona giró sobre su eje intentando amortiguar el impacto, su chaqueta remendada ondeando como una bandera desgarrada. La fuerza del ataque la estrelló contra el muro, arrancándole un gruñido áspero mientras la piedra fría le mordía la espalda.
Apretó los dientes. El dolor era bueno; el dolor la hacía reaccionar.
Sus dedos encontraron la empuñadura de la segunda daga sin pensarlo. Un paso adelante, dos cortes bajos y certeros. Preciso, brutal y sin adornos. Justo como Sevika le había enseñado: no para lucirse, sino para asegurarse de salir viva.
El primer matón tropezó, lanzando un juramento ácido al suelo. El segundo retrocedió, cauteloso al ver el destello salvaje que ardía en esos ojos color musgo.
La sonrisa de Riona se ensanchó, ahora desafiante. Los había hecho dudar. Y en una pelea callejera, pensar era el primer paso hacia la derrota.
Sevika bufó desde las sombras, expulsando una bocanada de humo como si despreciara cada segundo perdido.
—No se trata de impresionar a nadie, niña. —Dijo con voz punzante, seca como un látigo. — Se trata de sobrevivir. O cortas, o te cortan. Usa menos la cabeza y más el instinto.
Riona asintió apenas, recogiendo la reprimenda sin perder de vista a sus oponentes. Inspiró profundo y se lanzó al ataque.
Una daga desechable salió volando de su cinturón, silbando como una avispa furiosa. Impactó con fuerza en la muñeca del primer matón, obligándolo a soltar su improvisada arma. No mortal, solo dolorosamente eficaz.
El segundo vio su oportunidad y se abalanzó con rabia. Riona lo esperaba: se dejó caer en una maniobra ágil, rodando sobre el suelo como una fiera urbana. Cuando volvió a ponerse en pie detrás de él, ya sostenía ambas dagas principales cruzadas frente a su pecho, respirando rápido, los músculos tensos y vibrantes.
El silencio cayó sobre la guarida, pesado y asfixiante.
Sevika arrojó el cigarro al suelo y lo pisó lentamente, el sonido de las brasas muriendo entre sus botas como una sentencia.
—Fin —Gruñó, poniendo punto final al enfrentamiento.
Riona bajó las armas, su pecho subiendo y bajando rápido. El sudor le pegaba el cabello verde a la frente. Sonreía como una loba joven que acaba de morder y no quiere soltar.
Los matones se retiraron sin una palabra, frotándose las heridas superficiales. No había espacio para el orgullo herido aquí. Solo para los vivos.
Sevika bajó de la viga con paso pesado, su brazo mecánico soltando un par de chasquidos al moverse. Se detuvo frente a Riona, la estudió con esos ojos duros, antiguos.
—No te rompiste. —Dijo al fin, sus ojos afilados midiendo a Riona como si estuviera calculando algo más. Como si no importara cuánto le doliera, lo que importaba era que no cayera.
Riona alzó una ceja, medio divertida.
—¿Eso fue un cumplido?
Sevika gruñó.
—Fue una evaluación. No te emociones.
Se giró, caminando hacia una mesa improvisada llena de armas viejas y piezas de maquinaria. Riona la siguió, limpiándose una herida menor en el antebrazo con la manga sucia.
El metal, el humo, la tensión constante... todo ardía bajo su piel como brasas que nunca terminaban de apagarse. Riona sentía que ya no podía soportar más vigilancia desde las sombras, más simulacros de batalla. La paciencia se le agotaba, pero también sabía que cada entrenamiento era una prueba, una oportunidad para demostrarle a Sevika que merecía más. Por ahora había resistido, manteniéndose firme frente a ella, aguantando los golpes, negándose a caer.
Pero ya no podía seguir fingiendo calma.
El entrenamiento había terminado, pero el sabor metálico aún impregnaba su lengua, recordándole amargamente todo lo que aún no era. El sudor frío le recorría la espalda, y el peso de las dagas en sus muslos era un recordatorio constante de su lugar en aquella jerarquía implacable.
Sevika se sentó en su trono improvisado, encendiendo otro cigarro con un encendedor oxidado. No dijo nada. Ni elogios, ni críticas. Solo la observaba con desinterés calculado, como quien espera que un cachorro agotado deje de morder la misma pierna una y otra vez.
Riona se quedó quieta por un instante, balanceándose sobre los talones mientras algo en su interior vibraba peligrosamente. La rabia que había intentado contener finalmente subió a su garganta y explotó en palabras afiladas.
—Estoy harta. —Soltó de golpe, dando tres pasos tensos hacia Sevika.
La mujer no reaccionó de inmediato. Exhaló lentamente una bocanada de humo, dejando que el silencio se extendiera con una calma peligrosa antes de responder:
—¿De qué exactamente? —Preguntó al fin, su voz rasposa con un tono que sabía a trampa.
—De esperar. —Gruñó Riona, apretando los puños a los costados. —De esconderme en los túneles de Shimmer mientras otros hacen el trabajo real. De vigilar desde las sombras como una rata asustada.
Sevika ladeó la cabeza apenas, con esa paciencia cruel que siempre usaba como arma.
—¿Y qué quieres, niña? ¿Qué te mande al frente como carne fresca para los lobos?
—Quiero una misión real. —Replicó Riona con firmeza, acercándose tanto que el humo agrio del cigarro de Sevika se mezcló con su respiración agitada. —Estoy lista. No soy solo una mocosa más que puedes usar y descartar. Ya te lo he demostrado.
Sevika la miró un segundo. Largo, penetrante, pesado. Como si evaluara la calidad del acero recién templado frente a ella.
Finalmente se incorporó, dejando caer la colilla al suelo, aplastándola lentamente.
—¿Quieres una misión real? —Repitió, saboreando cada palabra con un peso casi insoportable. —Bien. La tendrás.
Riona entrecerró los ojos, alerta. Su pulso se aceleró como un tambor de guerra anticipando el combate.
—¿Qué clase de misión?
Una sonrisa fría apareció en los labios de Sevika, la sonrisa peligrosa que antecedía al desastre.
—Vas a ir sola. Zona dos-cero-cinco. Ahí aprenderás que no importa cuánto luches o cuánto sangres; Zaun jamás te dará nada gratis, niña. Vas a observar y traerme lo que veas. Si hay peligro, te escondes; si te descubren, improvisas. Y si fallas... no será por falta de oportunidades. Te enseñaré lo que realmente significa sobrevivir.
Riona mantuvo la respiración por un instante, sintiendo cómo esas palabras se asentaban en su pecho como una sentencia. Pero no retrocedió. Porque sabía que era justo lo que quería escuchar, aunque le costara sangre y huesos rotos.
—¿Cuándo?
—Mañana al amanecer. —Gruñó Sevika, sus ojos entrecerrados como una loba midiendo a su cachorro más temerario. —Sola. Sin atajos, sin respaldo.
Esto será real, pensó Riona, pero no lo dijo en voz alta. Asintió, el pulso acelerándosele como si fuera a saltar de un edificio sin cuerda. No lo dudó. No preguntó. No sospechó.
—Entiendo.
Sevika la miró unos segundos más, como quien lanza un cuchillo y no sabe si volverá a ver la hoja intacta. Se giró, dándole la espalda como si ya fuera asunto terminado.
—Prepárate. No duermas demasiado. Las ratas madrugan.
Riona apretó los dientes, los nudillos blancos contra las dagas. Iba a demostrarle que no solo era buena, quería demostrarle que era necesaria, aunque tuviera que sangrar cada callejón de Zaun para lograrlo.
El resto de la noche fue un torbellino contenido. No pudo dormir. El colchón improvisado de la guarida le crujía los huesos, pero no era eso lo que le quitaba el sueño: era la misión. Las posibilidades. El miedo disfrazado de adrenalina. Pasó horas afinando las hojas, repasando mentalmente rutas, rutas de escape, variables posibles. Todo en silencio, bajo la luz parpadeante de una lámpara rota.
Cuando la niebla de Zaun empezó a colarse por las rendijas del techo, Riona ya estaba lista.
La madrugada cayó como una sentencia. La ciudad despertaba en su forma más hostil: engullendo las callejuelas con su aliento rancio y denso. Cada farol temblaba en su soledad, proyectando conos de luz rota que apenas lograban desgarrar la oscuridad.
Riona ajustó sus botas, deslizó las dagas en los porta armas de sus muslos con un movimiento cruzado que ya era reflejo puro, y se cubrió la cabeza con la capucha raída de su chaqueta. Bajo la tela, sus ojos verde musgo brillaban con la misma hambre del viento.
Caminaba sola, pero no desprotegida. Cada paso resonaba en las calles rotas, haciendo eco en las sombras que parecían devorar el concreto. El aire denso y viciado se pegaba a su piel, impregnándola con el hedor de lo muerto y lo olvidado. Cada sombra, una advertencia, cada grieta en el suelo, una trampa esperando.
Se movía como parte de la ciudad, un latido más en la red viva y podrida de Zaun.
Por primera vez en mucho tiempo, no había redes invisibles ni paredes conocidas. Solo el eco de sus propios pasos y la sensación cruda de que, si caía, nadie estaría allí para atraparla.
El aire se sentía más pesado, como si Zaun mismo la pusiera a prueba, midiendo cada latido, cada error.
Y Riona… aceptaba el desafío con la terquedad de quienes nunca aprendieron a retroceder. Sonrió apenas, sabiendo que su examen ya había comenzado.
La zona dos-cero-cinco no era un barrio; era un derrumbe organizado. Antiguas fábricas de Shimmer caídas en desgracia, ahora convertidas en patios de tráfico, deshuesaderos clandestinos y arenas de pelea improvisadas. Cada edificio parecía respirar vapor, hedor y peligro.
Riona bajó un nivel más, deslizándose por una escalera de servicio oxidada. Sus botas tocaron el suelo con un chirrido leve. No había vuelta atrás.
—Bueno, muñones, es hora de bailar. —Susurró para sí misma, ajustando la linterna pequeña en su cinturón, pero sin encenderla.
Se movía rápido, pero no apurada. No era una rata huyendo. Era una sombra buscando su presa.
Las primeras dos horas pasaron entre escondites improvisados y observaciones rápidas. Un grupo de traficantes pasaba mercancía envuelta en sacos grasientos. Intercambiaban códigos rápidos, gestos apenas visibles. Riona los memorizó todos, sin intervenir.
Más allá, dos vigías vigilaban un cruce. Llevaban insignias falsas de los antiguos Sabuesos de Silco, aunque ahora no eran más que mercenarios sin dueño. Riona tomó nota mental de su ubicación, del número de pasos que hacían en sus rondas.
La niebla se había espesado, y el silencio de Zaun ya no parecía sueño, sino amenaza contenida. Fue entonces cuando Riona decidió acercarse más al núcleo del movimiento.
Pasó gateando bajo un puente roto, el metal rasgándole la chaqueta en una manga. No maldijo. Solo apretó la mandíbula y siguió avanzando, como un trozo de óxido vivo.
Se detuvo detrás de una pila de tambores oxidados. Asomó apenas la cabeza.
Allí estaba, una caravana blindada, nueva, con refuerzos que no correspondían a ningún taller local. Tres vehículos grandes, cubiertos de lona. Hombres armados custodiándolos.No era simple contrabando. Era algo más grande.
—Ya, ¿Qué rayos mueven que necesita tanto músculo? —Murmuró, más para mantenerse cuerda que otra cosa.
Sacó una pequeña libreta de su cinturón, escribió notas rápidas, dibujó el esquema aproximado del lugar. Tenía buena memoria, pero no iba a confiarle todo a su cabeza. No esta vez.
Se movió hacia un costado, buscando un ángulo mejor.
La humedad le calaba los huesos, trepando por su espalda como dedos helados, pero no flaqueó.
Cada músculo en su cuerpo estaba tenso, como si el propio Zaun contuviera el aliento, esperando verla fallar.
No había nadie a quien impresionar. No había red de seguridad. Solo ella, su acero y la brutal sinceridad de las calles.
Subió a un viejo tejado desplomado, usando las manos y pies como una araña. Desde arriba, la vista era mejor: vehículos, personal, rutas de escape. Lo dibujó todo en su cabeza como un plano de guerra.
Mientras observaba, algo llamó su atención. Una figura distinta, no era un soldado, no era un matón de calle. Era alguien vestido con ropas demasiado limpias, demasiado pensadas y llevaba un maletín.
La figura se internó en una de las fábricas abandonadas.
Riona entrecerró los ojos.
—¿Y tú qué eres, bonito? —Musitó, lamiéndose los labios partidos por el frío.
Por un segundo, la tentación de seguirlo fue fuerte. Demasiado fuerte. Pero se obligó a recordar las instrucciones.
Observar y no intervenir. Apretó los puños, descendió del tejado con un salto ágil, el impacto amortiguado en silencio. Empezó a alejarse por las calles medio apagadas de Zaun, los pasos ligeros pero atentos.
Fue entonces cuando el aire silbó. Un cuchillo cruzó volando junto a su cabeza, rozándole la oreja con un ardor repentino.
Riona se giró de inmediato, el corazón desbocado, y desenvainó sus dagas en un movimiento cruzado, automático, instintivo.
Tres figuras emergieron de la niebla sucia, armadas y sonrientes como chacales hambrientos. La mugre les chorreaba de las botas, y la violencia se les notaba hasta en la forma de caminar.
—Mira lo que tenemos aquí… —Gruñó el primero, relamiéndose los dientes rotos con un gesto que olía a carroña. —Un pajarito fuera del nido.
—¿Te perdiste, linda? —Bufó el segundo, girando su cuchillo con dedos huesudos. —O mejor… ¿venías a morir solita?
Riona no retrocedió. Se plantó como un clavo en el concreto, las dagas firmes en sus manos, vibrando con la rabia contenida de quien ha sangrado por llegar hasta ahí.
—Vengan. —Escupió, la voz baja, cargada de pólvora. —Pero cuando empiecen a caer, no lloren por haberme subestimado.
El primero atacó de frente, imprudente y brutal. Su cuchillo brilló bajo la luz parpadeante antes de caer en un arco descendente, predecible. Riona se movió con precisión quirúrgica, girando el cuerpo hacia un lado y hundiendo la daga en el costado del atacante, que se dobló en dos con un grito ronco. La hoja salió roja, brillante, lista para más.
El segundo aprovechó el caos y la embistió desde el flanco opuesto, más rápido, más consciente del peligro. Sus pasos resonaron contra el suelo húmedo. Riona retrocedió justo a tiempo, dejando escapar un jadeo, y le lanzó una daga desechable desde el cinturón, que silbó en el aire hasta enterrarse profundamente en el muslo del agresor. Él cayó de rodillas con un grito desgarrador, aferrándose a la herida, sangre manchando el concreto.
Pero el tercero permanecía inmóvil en la penumbra, esperando pacientemente su turno. El líder. Más grande, más rápido, más peligroso. Observaba con una calma siniestra, una sonrisa torcida dibujada en su rostro como un anuncio de muerte. La visión le heló la sangre a Riona.
Este no caería tan fácilmente.
Avanzó despacio, midiendo cada paso con precisión de cazador. Riona tragó saliva, ajustando el agarre sobre sus dagas, sintiendo cómo la adrenalina se disparaba a través de sus venas. Entonces él cargó, y el primer choque fue violento, eléctrico. Las dagas de Riona se cruzaron en defensa, recibiendo una lluvia furiosa de golpes que la obligaron a retroceder paso a paso, casi sin respirar.
Riona respondió con fintas rápidas y movimientos fugaces, confiando en la agilidad que tantas veces la había salvado en las calles de Zaun. Logró rozar el brazo del líder en un giro preciso, y él rugió, enfurecido más que herido, devolviéndole el golpe con una patada que Riona apenas esquivó. Sintió el aire frío pasarle peligrosamente cerca del rostro, demasiado cerca.
La pelea era frenética, un intercambio despiadado de golpes y contragolpes que no daban espacio a errores. Riona sentía sus músculos arder bajo el esfuerzo, pero mantuvo el ritmo, obligando al líder a defenderse más agresivamente. Por un instante, pensó que tenía ventaja.
Y ahí cometió el error.
Un movimiento demasiado amplio, una vuelta rápida pero imprecisa, dejando abierta una oportunidad fatal. Él no la desaprovechó. Con un gruñido triunfal, el hombre atrapó su brazo en mitad del giro, retorciéndolo dolorosamente hasta que su mano cedió y la daga cayó al suelo con un ruido metálico. Antes de que pudiera reaccionar, la golpeó con un rodillazo brutal en el estómago que le robó todo el aire de golpe.
Riona cayó con fuerza sobre el concreto, aturdida y jadeante. El mundo daba vueltas, y el líder se alzó sobre ella, la espada desenvainada brillando en un arco mortal que descendía hacia su pecho indefenso.
Riona intentó moverse, rodar lejos del golpe, pero era tarde.
La muerte caía en cámara lenta.
Entonces, como una sombra de acero, algo o alguien, se interpuso entre ellos.
Sevika.
Sin una palabra, bloqueó la espada con su brazo mecánico, el choque resonando en un eco áspero y metálico que rasgó la noche. Riona se incorporó apenas sobre los codos, jadeando aún, incapaz de apartar la vista del espectáculo letal que se desplegaba frente a sus ojos.
El líder retrocedió un paso, sorprendido por la interrupción inesperada. Pero Sevika ya estaba encima, avanzando con la calma aterradora de quien conoce perfectamente su ventaja. Su propia hoja brillaba cruel bajo las farolas moribundas de Zaun.
No era una pelea. Era una ejecución.
Riona tragó saliva con dificultad, su mano cerrándose alrededor de la daga que aún conservaba. Sentía dolor en cada fibra, pero la humillación de haber sido derrotada era lo que más ardía. Desde el suelo, observaba cada movimiento, cada golpe, consciente ahora, con una claridad amarga, de lo lejos que estaba todavía de Sevika.
El líder recuperó la compostura apenas a tiempo para levantar su espada, escupiendo con rabia hacia un lado. Sevika, lejos de darle espacio, sonrió con desprecio antes de lanzar un golpe con su puño metálico directo al torso del hombre, lanzándolo varios metros atrás. Su cuerpo chocó contra una pila de barriles oxidados, que explotaron en un estruendo de metal y madera podrida.
—¿Eso es todo lo que tienes, grandote? —Gruñó Sevika, avanzando con pasos lentos, pesados. —Porque tendrás que hacerlo mejor si quieres tomar mi puesto.
El hombre, lejos de rendirse, se levantó tambaleante, escupiendo sangre al suelo. Sus ojos ardían con algo más profundo que rabia: codicia, desesperación. Levantó la espada con ambas manos, señalando a Sevika con desafío.
—¡Tu tiempo terminó, Sevika! —Rugió con una voz ronca, al límite. —¡Zaun necesita sangre nueva, y tú solo eres basura oxidada!
Sevika ladeó la cabeza lentamente, su sonrisa convirtiéndose en una línea filosa y peligrosa.
—¿Y tú eres la solución? —Respondió con voz rasposa, burlona. —Veamos entonces cuántos golpes aguanta tu revolución.
El líder cargó contra ella, moviéndose rápido a pesar de sus heridas, lanzando golpes amplios y frenéticos. Sevika no retrocedió. Absorbió el ataque como una roca en medio de una tormenta. La espada rozó su abrigo, rasgándolo en el hombro, pero antes de que el hombre pudiera reaccionar, Sevika atrapó el filo con su mano mecánica, sus dedos reforzados rechinando contra el acero.
—Decepcionante. —Susurró Sevika, casi cara a cara con el hombre. —¿Esto es todo lo que ofrece tu nuevo Zaun?
Con un movimiento rápido y brutal, tiró la espada hacia abajo, rompiendo el equilibrio del hombre, y le clavó la rodilla en el abdomen con tanta fuerza que le sacó el aire de los pulmones.
Él soltó su arma con un jadeo desesperado, pero logró lanzar un puñetazo furioso hacia la mandíbula de Sevika. Ella lo esquivó sin esfuerzo, devolviéndole un cabezazo despiadado directo en la nariz. Un crujido húmedo resonó claramente, seguido de un alarido ahogado de dolor.
Desde el suelo, Riona contenía la respiración, sin poder apartar los ojos. Sabía que Sevika era fuerte, pero nunca había visto semejante demostración de poder absoluto. Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Así era el precio de gobernar las calles de Zaun?
—¿Crees que Zaun necesita héroes? —Dijo Sevika, con voz fría y afilada como vidrio roto. Lo sujetó del cuello con una sola mano, levantándolo del suelo con fuerza inhumana. —Zaun no necesita héroes. Necesita sobrevivientes. Gente que mantenga la mierda fluyendo. No hay buenos ni malos aquí… solo vivos y muertos.
El hombre pataleaba desesperado, luchando por respirar. Sevika lo arrojó contra un poste oxidado con un movimiento indiferente, y su cuerpo chocó con un sonido sordo y terrible, huesos quebrándose bajo el golpe. Cayó de rodillas, escupiendo sangre entre jadeos sofocados.
Sevika avanzó hacia él lentamente, cada paso resonando como el tambor de una ejecución.
—Habla, cabrón. ¿Quién viene detrás de ti?
El líder levantó la cabeza, su rostro ensangrentado y contorsionado por el odio.
—No importa… cuántos aplastes esta noche… —Jadeó, mirándola con ojos febriles. —Otros vendrán… y tu época… ya terminó…
Riona se estremeció. Las palabras la golpearon, recordándole su propio deseo de demostrar ser suficiente, necesaria. No era solo una pelea, era una guerra por el alma misma de Zaun.
Sevika sonrió con amarga satisfacción, agachándose frente a él, tan cerca que casi podía susurrarle al oído.
—Te equivocas. —Dijo, su voz una sentencia oscura. —Mi época nunca empezó.
Con un último movimiento demoledor, Sevika dejó caer su puño metálico como una maza, aplastando al líder contra el suelo. El sonido del impacto retumbó como un trueno apagado en el callejón.
El silencio cayó pesadamente después del golpe. Sevika permaneció allí, respirando con calma mientras se enderezaba lentamente. Luego miró a Riona, que aún estaba en el suelo, con la daga aferrada en su mano temblorosa, tratando inútilmente de levantarse.
—¿Viste lo que pasó aquí, niña? —Gruñó Sevika. —Así termina la gente que duda.
Riona tragó saliva, poniéndose lentamente en pie con dificultad, aunque su orgullo doliera más que sus heridas.
—Lo entiendo… —Murmuró, sin apartar la vista de los ojos fríos de Sevika. —No dudaré de nuevo.
Sevika la observó en silencio, un brillo extraño en su mirada. Luego asintió ligeramente.
—Más te vale. Ahora levántate y muévete. Zaun no espera por nadie.
Riona apretó la daga contra su palma, sintiendo cómo la sangre le hervía nuevamente en las venas. No estaba lista aún, pero algún día, lo estaría. Y cuando ese día llegara, recordaría cada segundo de esta pelea. La derrota no era un abismo. Era un escalón.
—No voy a fallar la próxima vez. —Dijo, su voz raspada pero firme.
Sevika asintió apenas, como quien aprueba sin regalar nada. Se detuvo a un par de pasos, sin mirarla.
—Bueno, ¿y? —Gruñó Sevika, encendiendo otro cigarro con un movimiento automático, el mechero iluminando por un segundo sus ojos cansados. —¿Qué descubriste?
Riona parpadeó, limpiándose la sangre seca del labio con el dorso de la mano mientras reacomodaba la chaqueta rasgada.
—Caravana blindada. Tres unidades. Guardias armados, rutas de escape bien trazadas. Hay un civil extraño, bien vestido, cargando un maletín. No vi el contenido. No intervine —Tomó aire, apenas. —Lo documenté todo.
Extendió su libreta.
Sevika la tomó sin una palabra. No la hojeó de inmediato. Solo la sostuvo un momento entre sus dedos ennegrecidos por la pólvora y la nicotina. Luego la abrió lentamente y leyó en silencio. Sus cejas se fruncieron. El humo del cigarro quedó suspendido entre ellas como una advertencia.
—Pese a la paliza que te dieron —Dijo al fin, con una risa breve, casi distraída. —No eres del todo inservible.
Pero su tono había cambiado. Su rostro también.
Ya no era burla, era cálculo.
Sevika guardó silencio un segundo más, su mirada fija en los trazos irregulares del mapa dibujado por Riona, en los detalles anotados sobre los vehículos, las rutas, los símbolos pintados en las puertas. Sabía lo que estaba viendo.
Blindados que no eran de Zaun. Rutas demasiado limpias para ser improvisadas. Un civil con maletín que parecía más diplomático que camello. El patrón coincidía. Ya lo había visto antes, cuando husmeó alrededor del campamento improvisado a las afueras de Piltover.
Cuando los Noxianos empezaban a moverse, lo hacían así. Sin banderas, pero con estructura.
—Mierda... —Murmuró apenas, para sí. Luego exhaló con fuerza, como si escupiera una decisión amarga. —Esto huele a Noxus.
Riona levantó la cabeza.
—¿Noxus?
Sevika asintió, cerrando la libreta con un chasquido seco.
—No son bandas. No es contrabando local. Esto... esto es militar. Ordenado. Limpio. Y si están metidos tan adentro como parece, no lo vamos a frenar solos.
Riona, aún tambaleante pero con los ojos encendidos, dio un paso al frente.
—¿Y ahora qué hacemos?
Sevika la miró de nuevo. Ya no con desdén. Con ese tipo de mirada que se reserva para los testigos incómodos de lo inevitable.
—Ahora vamos a hablar con Steb —gruñó—. Si esos bastardos están metiendo las manos en Zaun otra vez, vamos a necesitar más que cuchillos y furia para detenerlos.
Guardó la libreta de Riona en el bolsillo interior de su abrigo. El gesto fue breve, definitivo, como sellar un trato con la ciudad misma.
Hizo una seña seca con la cabeza.
—Muévete, niña. La ciudad no se va a salvar sola.
Riona se frotó una costilla adolorida, masculló una maldición por lo bajo, y la siguió. Esta vez no solo por orgullo. Esta vez, porque algo mucho más grande se estaba moviendo bajo sus pies. Y estaba lista para perseguirlo.
Las calles de Zaun eran un laberinto herido a esas horas: charcos de aceite espejeando bajo la neblina ácida, ratas gordas peleando entre los escombros, y ese olor agrio de metal viejo que se pegaba a la piel como una maldición. Riona cojeaba un poco, pero no dijo nada. Cada paso la mantenía consciente, en pie, y lo único peor que el dolor sería que Sevika notara que dolía.
Cruzaron sin hablar los pasajes bajos que conectaban la podredumbre de Zaun con la arrogancia de Piltover. Cada tramo era una frontera invisible que se sentía en los huesos: el aire se volvía más seco, más limpio... pero también más falso. Riona detestaba ese olor a perfección barnizada. Y Sevika ni lo disimulaba. Resoplaba como si cada centímetro de mármol fuera un insulto personal.
Cuando emergieron en el nivel superior, la ciudad brillante ya los miraba con esa condescendencia pulida que tanto dolía. A esas horas, Piltover estaba casi dormida, pero su silencio era distinto. No el silencio tenso de Zaun, sino el de una bestia gorda que ronca tranquila porque cree que nada puede tocarla.
El cuartel de ejecutores se alzaba como una caja de piedra vieja con pretensiones de fortaleza. No estaba hecho para impresionar, sino para resistir. Muros gruesos, ventanas angostas. Un búnker disfrazado de institución.
Adentro, todo se movía con precisión. Oficiales de uniforme revisaban informes, mapas, líneas de comunicación. Algunos miraron de reojo al ver entrar a Sevika. Otros fruncieron el ceño al ver a Riona. Ninguno interrumpió su trabajo.
Steb estaba donde siempre: inclinado sobre un mapa de Zaun, el ceño fruncido, la mandíbula marcada de tanto apretar. Su piel turquesa se veía apagada bajo las luces blancas del cuartel. Parecía un veterano de otra guerra... y probablemente lo era.
La puerta chirrió al cerrarse detrás de ellas. Steb alzó la vista.
Cuando vio a Sevika, frunció el ceño con reflejo automático. Y cuando vio a la joven de cabello verde musgo detrás, el gesto se convirtió en una mueca difícil de clasificar.
—¿Otra vez tú? —Gruñó, sin levantar la voz. —Pensé que ya habíamos cerrado el tema de los túneles y los cuentos de fogata.
Sevika no perdió el tiempo. Caminó directo hasta la mesa, dejó caer un cigarro apagado en un cenicero y apoyó los puños sobre el borde del mapa.
—Esto no es un cuento, Steb. Caravana blindada. Tres vehículos grandes. Protección de alto nivel. Y un civil con maletín que no pertenece a esta ciudad... ni a ninguna otra de este continente, si me preguntas.
Steb entrecerró los ojos.
—¿Dónde?
—Zona dos-cero-cinco —Sevika golpeó el mapa con un dedo grueso. —No son contrabandistas de medio pelo. Esto es estructura. Esto es logística. Esto... huele a Noxus.
Riona no se contuvo.
—Es Noxus. —Afirmó, la voz firme aunque todavía le doliera respirar. —Lo vi. Tomé notas. Hay rutas marcadas, códigos de movimiento, vigilancia doble. Todo está en la libreta.
Steb giró lentamente la cabeza hacia ella. La evaluó como quien mira una bomba recién armada y decide no desactivarla... aún.
—¿Tú fuiste?
—Sola. Como ordenó ella —dijo, señalando con el mentón a Sevika—. Y sí, sangré por la información. Pero valió la pena.
Steb resopló, rascándose la mandíbula con un gesto agotado.
—¿Y ahora vienes a que lo resolvamos por ti?
—No. —Intervino Sevika, cortando como un cuchillo. —Vengo a darte una advertencia antes de que te explote en la cara. El patrón es el mismo que el campamento fuera de Piltover. Los mismos movimientos. Los mismos silencios. Esto es Noxus operando desde dentro.
Steb se quedó en silencio. La línea de su mandíbula se endureció.
—¿Qué propones?
—Que vayamos. Que lo revises tú mismo. Y que empieces a mover tu gente antes de que te despiertes con media ciudad bajo fuego enemigo.
Steb se cruzó de brazos.
—¿Y la mocosa también viene?
Riona alzó una ceja con una sonrisa torcida, más sangre que dientes.
—Mocosa tus nalgas, pez viejo.
Steb parpadeó. Luego bufó, no era burla, era reconocimiento.
—Perfecto. Dos bombas caminando. ¿Qué puede salir mal?
Sevika ya se giraba hacia la salida cuando escupió la orden sin siquiera mirar atrás:
—Vamos. Ahora. Quiero que veas con tus propios ojos lo que está pudriéndose bajo tu maldito mapa.
Y sin esperar respuesta, desapareció por los pasillos del cuartel, sus pasos resonando como martillazos en el concreto. Riona la siguió sin dudar, con el cuerpo adolorido y la sangre aún caliente.
Volvían hacia abajo. Donde Piltover cerraba los ojos y Zaun abría los colmillos.
Steb maldijo por lo bajo, pero los siguió sin decir más. Lo hacía como quien arrastra una condena inevitable, con las botas pesadas y los ojos filosos. No confiaba del todo en Sevika. Y menos en los fantasmas que ella solía cazar. Pero algo en su voz… en su urgencia… lo había hecho moverse.
Descendieron de Piltover por las entrañas silenciosas de la ciudad, bajando por pasajes que olían a óxido seco y humo viejo. Riona se mantenía cerca, tensa, cada músculo aún palpitante por la pelea que no lograba borrar del cuerpo.
Cuando emergieron de nuevo en las profundidades de Zaun, la atmósfera lo dijo todo.
El aire era espeso, saturado de un silencio podrido. Nada se movía. Ni los ecos.
Volvieron al lugar exacto donde, horas antes, la sangre había marcado territorio. La niebla colgaba baja, como si aún no hubiera terminado de tragar el desastre.
Los cuerpos seguían allí.
Tres, tirados entre los barriles oxidados y los charcos de mugre. Uno de ellos —el líder, el que casi le abre el pecho a Riona— estaba aplastado contra un poste, el cráneo reventado de forma inconfundible. Las marcas del brazo mecánico de Sevika estaban grabadas en su rostro como una firma.
Steb se detuvo en seco. Examinó el cadáver principal sin agacharse, sin pestañear.
—¿Esto fue obra tuya? —Preguntó, sin tono, mirando a Sevika.
—¿Tú qué crees? —Respondió ella, escupiendo al suelo. —Me hacen preguntas, yo doy respuestas.
Steb se acercó a uno de los cuerpos secundarios. El que Riona había apuñalado. Se agachó. Vio la herida limpia en el costado.
—Y tú... —Dijo, mirando a Riona de reojo. —¿También jugaste?
—Me tocó bailar. —Respondió ella con voz baja, pero firme. Luego tragó saliva. —No era una opción.
Steb se levantó, girando lentamente en su lugar. Su mirada recorrió el perímetro como una red fina que no encontraba presas. Las rutas de escape, las esquinas ciegas, los tejados que daban a las calles superiores. Vacío. Silencio.
—¿Y los otros? —Gruñó finalmente. —¿Dónde están los refuerzos? ¿Los blindados? ¿El maletín?
Sevika se encogió de hombros.
—Ya se fueron. No dejaron huella. Como los buenos.
—No dejaron huella visible. —Corrigió Riona, arrodillándose junto a una marca en el suelo. —Aquí arrastraron algo pesado. Y mira esto. —Levantó un trozo de tela oscura, empapada en aceite. —No es local. La costura es militar. Industrial.
Steb le quitó la tela de la mano, la examinó un segundo, y luego la guardó sin decir palabra.
—¿Entonces qué hacemos? —Preguntó Riona, incorporándose con la daga aún en la mano.
Steb no respondió de inmediato. Solo volvió a mirar el cadáver contra el poste. Luego a Sevika. Después, al cielo invisible de Zaun.
—Lo documentamos. —Dijo finalmente. —Y lo mantenemos en silencio... por ahora.
Sevika lo miró con dureza.
—¿Miedo de levantar alarmas?
Steb se mantuvo en silencio, los ojos fijos en los cadáveres como si esperara que alguno se levantara y le diera la maldita explicación que nadie quería escuchar. Luego soltó un resoplido grave, cruzándose de brazos. La mandíbula le temblaba por tensión, no por miedo.
—¿Y qué propones? —Gruñó, seco. —¿Que gritemos “Noxus” en medio de la plaza y esperemos que alguien con más rango decida escuchar?
Sevika no respondió de inmediato. Solo se giró hacia él, la mirada encendida como un incendio que ya había consumido toda la paciencia.
—No vamos a gritar. Vamos a movernos. Cerrar accesos. Reforzar los puntos débiles. Empezar a actuar antes de que la próxima caravana venga con banderas y artillería.
Steb negó con la cabeza, frustrado.
—No puedo mover tropas sin órdenes. No puedo cerrar sectores sin que alguien allá arriba firme el permiso. Y por si no te diste cuenta, los que firmaban cosas están desaparecidos o demasiado ocupados lamiéndose las botas.
—¿No eras tú quien estaba al mando mientras Caitlyn se recupera? —Escupió Sevika, con el filo de la burla en la lengua.
—Estoy al mando... del cascarón que quedó. —La voz de Steb sonó más cansada que derrotada. —Y si intento mover algo sin respaldo, me revientan la puerta antes que los Noxianos.
Sevika apretó la mandíbula, masticando rabia como chatarra oxidada. Luego giró hacia Riona, como si midiera si estaba lo bastante entera para lo que seguía, y de nuevo hacia Steb.
—Entonces vamos a buscarla.
Steb alzó una ceja, sin sorpresa, pero con resignación escrita en cada arruga de su frente.
—¿A Caitlyn? ¿Ahora?
—Sí. —La voz de Sevika fue pura piedra. —A su mansión. Nos guste o no, ella es la única con la autoridad suficiente para mover esta ciudad antes de que empiece a sangrar en serio.
Riona no dijo nada, pero su pulso se aceleró.
Steb los miró a ambas. Luego a los cuerpos en el suelo. Y por un momento pareció querer negarlo todo. Pero no lo hizo.
Solo asintió. Una vez.
—Bien —Dijo, bajando los brazos. —Vamos antes de que todo esto nos explote en la cara. Y que nadie pueda decir que no lo vimos venir.
El trayecto hacia la mansión Kiramman fue como caminar sobre una herida mal cerrada. De la oscuridad sudorosa de Zaun, con su metal caliente, sus pasillos vivos y su olor a sobrevivencia, al mármol silencioso de Piltover, donde incluso la luz parecía lavada. Todo brillaba… de una manera ofensiva.Como si el mundo de arriba insistiera en olvidar que el de abajo se desangraba para que ellos durmieran tranquilos.
Riona subía detrás de Sevika, con Steb cerrando la marcha. La chaqueta le colgaba sucia y rota sobre los hombros. Sus botas dejaban manchas oscuras en cada peldaño impoluto. Cada paso era un recordatorio: no pertenecía allí. Y lo sabía.
La mansión Kiramman emergió entre la niebla luminosa de Piltover como un monumento a la negación. Mármol blanco, vitrales pulidos, columnas perfectas. Ventanas tan limpias que reflejaban hasta las mentiras.
Riona alzó la vista. El edificio no parecía hecho para proteger a nadie, sino para hacer sentir pequeños a los que se acercaban. Esto no es mi mundo, pensó. Y, sin embargo, aquí es donde se decide si el mío arde o no.
Antes de que pudieran tocar la puerta, esta se abrió con la precisión elegante de alguien que ya los esperaba. Tobias Kiramman los recibió con su impecable compostura de diplomático, pero sus ojos grises, que solían mirar con cortesía incluso a sus enemigos, hoy estaban apagados. Cansados.
—Concejala Sevika. Capitán Steb. —Saludó, sin una pizca de calidez. Su voz sonaba como piedra húmeda, pesada y controlada.
Sevika no respondió con títulos. Ni con modales.
—Venimos a ver a Caitlyn. Ahora.
Tobias se irguió, como si intentara contenerlos con la sola fuerza de su presencia.
—Imposible. —Respondió, seco. —Mi hija no está recibiendo visitas. Ni hoy, ni mañana, ni cuando ustedes crean que es “urgente”.
Steb cruzó los brazos, mascando su molestia en silencio. Riona sintió la tensión crecer como electricidad vieja bajo su piel.
Pero fue Sevika quien la soltó.
—No entiendes. —Gruñó, dando un paso hacia adelante. Su sombra se proyectó sobre el umbral como una amenaza tangible. —Hay movimiento militar en Zaun. Noxus. Blindados. Contactos encubiertos. Tu hija tiene autoridad para detener esto antes de que sea tarde. Si sigue encerrada, la próxima explosión no será en un túnel. Será aquí.
Tobias no retrocedió, pero algo se quebró en su mandíbula apretada. Sus manos se crisparon a los costados.
—Lo que ocurra allá abajo. —Dijo con voz baja, controlada como un bisturí. —No es más importante que lo que Caitlyn necesita ahora. Y lo que necesita... es silencio. Tiempo. No armas. No caos. No ustedes.
—Ella no necesita tiempo. —Espetó Sevika, dando otro paso más, invadiendo el umbral. —Necesita despertar.
Y en un parpadeo, su mano se cerró sobre el cuello de la chaqueta de Tobias, alzándolo apenas del suelo. Los pies del patriarca rasparon el mármol como si la mansión misma se negara a defenderlo. Fue un movimiento seco. Brutal. Silencioso.
Riona ni siquiera parpadeó.
Tobias no gritó, ni forcejeó, solo la miró a los ojos. Había tristeza en esa mirada. Tristeza… y una inquebrantable determinación de padre.
—Ni aunque me mates vas a obligarla a salir. —Dijo con la voz tensa, pero firme.
Sevika apretó más fuerte. Los nudillos de su brazo mecánico se marcaron como acero fundido contra la tela fina.
Y entonces, como un disparo que corta una guerra antes de comenzar:
—Suéltalo.
Vi.
La voz vino del jardín delantero, no del interior. Brotó entre las sombras suaves del amanecer, desde la base del viejo cerezo que se alzaba frente a la mansión como un fantasma florecido.
Riona giró la cabeza justo a tiempo para verla.
Vi estaba ahí, de pie junto al tronco retorcido, como si el tiempo no la hubiera rozado en días. Llevaba la chaqueta caída sobre un hombro, los ojos hundidos por noches sin dormir y la expresión endurecida por el tipo de paciencia que solo se cultiva cuando todo lo demás se ha quebrado. Tenía tierra en las botas, pétalos enredados en el cabello y las manos cerradas en puños que temblaban apenas.
Llevaba días ahí.
Cada mañana, cada noche, sentada bajo ese cerezo, esperando a que Caitlyn la dejara entrar de nuevo a su mundo. Esperando con una terquedad que no pedía permiso. Que no exigía respuestas. Solo... presencia.
Y ahora, verla a Sevika con el puño en el cuello de Tobias fue lo único que la obligó a hablar.
—Suéltalo —Repitió, más bajo, más afilada.
Sevika no se movió al instante. Sus ojos se encontraron con los de Vi a través del jardín, entre las hojas que caían lentas, como si incluso los árboles contuvieran la respiración. No hubo rabia en la mirada. Solo una especie de respeto tenso. Una comprensión amarga entre dos mujeres que sabían muy bien lo que era cargar con demasiado, y aún así, mantenerse de pie.
Un segundo más.
Y entonces, Sevika aflojó el agarre con un bufido áspero. Tobias cayó de pie, tambaleándose apenas. No habló. No se quejó. Solo enderezó la chaqueta con dignidad dañada, sin mirarlos.
Vi no se movió del cerezo. Seguía ahí, de pie junto al tronco retorcido, como una estatua que se hubiera cansado de ser piedra. Su silueta se recortaba bajo las ramas caídas, y la banca de concreto a su lado, su altar de espera durante tres semanas aún guardaba la forma de su sombra.
Tobias cerró la puerta de la mansión tras ellos con un golpe seco. La conversación, lo sabía, ya no le pertenecía.
Sevika no esperó invitación. Caminó directo hacia Vi, sus botas aplastando los pétalos del jardín como si fueran lo que eran: restos inútiles de algo que se niega a florecer del todo. Riona la siguió en silencio, con Steb al fondo, como un muro armado de paciencia y plomo.
Vi no se giró. No necesitaba verlos para saber quién venía.
—Tres semanas —Dijo, sin mirar a nadie. Su voz era ronca, como si se le hubiera secado por dentro. —Tres semanas aquí, bajo este árbol, esperando que Caitlyn me deje entrar. Que diga una palabra. Una sola.
—¿Y qué dice? —Gruñó Sevika.
—Nada.
Vi alzó la vista hacia el cielo pálido.
—Cierra la puerta. Come lo justo. A veces creo que ni duerme. Solo... se encierra. Y yo vengo. Porque no sé qué otra cosa hacer.
—Pues ya es hora de hacer otra cosa. —Escupió Sevika, cruzándose de brazos. —Porque mientras tú esperas, Noxus se nos está metiendo por las venas.
Vi parpadeó. Una vez.
—¿Qué clase de metida?
—Blindados. Tropas. Contactos con pinta de diplomáticos y rutas más limpias que tus jardines. —Intervino Steb, seco como un chasquido de puerta oxidada. —Y nadie con rango en Piltover para firmar una maldita orden. Nadie... excepto Caitlyn.
Vi bajó la mirada. Cerró los ojos.
—No vine por ti. —Gruñó Sevika, afilada como siempre. —Vine por Caitlyn. Porque es la única con la autoridad para mover algo en esta ciudad sin que nos cuelguen por actuar sin permiso.
Vi no respondió. Solo mantuvo los ojos cerrados, como si necesitara retener un último segundo de silencio antes de que todo se quebrara.
—Pero tú. —Continuó Sevika. —Eres la única que puede hacerla reaccionar. Que puede abrir esa puerta. Si no lo haces tú, no lo hará nadie.
Vi abrió los ojos despacio. No había rabia en ellos. Solo un cansancio profundo, templado por una lealtad inquebrantable.
—Sé que podría forzarla. —Dijo, apenas por encima de un susurro. —Podría entrar, sacudirla, gritarle que despierte, pero no lo haré.
Sevika frunció el ceño.
—¿Por qué mierda no?
Vi inspiró hondo. Su voz no tembló, pero dolía.
—Porque antes de ser Consejera, antes de ser la Comandante de Piltover... Caitlyn es humana. Y ahora mismo, está rota. Si la empujo antes de tiempo, no va a levantarse. Solo va a hundirse más.
Steb chasqueó la lengua en desaprobación, pero no dijo nada.
Sevika apretó los dientes. Su expresión era una mezcla de frustración y comprensión mal digerida.
—Mientras ella se hunde, hay una ciudad completa que puede caer con ella.
Vi asintió.
—Lo sé. Pero no pienso sacrificarla por salvar lo demás.
El silencio pesaba como plomo mojado.
Sevika bufó, mirando hacia la mansión como si quisiera romperla a patadas.
Pero fue Vi quien lo quebró.
—Tendrán que actuar sin ella. —Dijo, sin levantar la voz. —Con lo que tienen. Con lo que quede.
Sevika giró la cabeza lentamente hacia ella, entrecerrando los ojos.
—¿Y tú qué? ¿Te vas a quedar plantada acá, mirando cómo todo se cae a pedazos?
—Sí. —Respondió Vi, sin pestañear. —Porque ella también se está cayendo. Y alguien tiene que estar cuando toque fondo. No para empujarla, para sostenerla.
Sevika se acercó otro paso, la furia mal contenida chispeando en su mandíbula.
—¿Y eso qué va a resolver, Vi? ¿Crees que si la esperas lo suficiente, va a salir mágica y firme como antes? No va a pasar. Esto no se arregla con pétalos y bancas.
—Tampoco con amenazas ni prisas. —Espetó Vi, clavándole la mirada. —¿Crees que no quiero entrar y sacudirla hasta que despierte? Pero eso sería para aliviarme a mí, no para ayudarla, y no voy a usarla como escudo para lo que tú no puedes resolver sola.
—Esto no es sobre mí. —Gruñó Sevika.
—No. Es sobre todos. Y tú estás tan cegada por la urgencia que olvidaste que algunas heridas necesitan tiempo, no guerra.
—¿Y mientras tanto qué? ¿Nos sentamos a ver cómo Noxus pone la mesa?
Vi no respondió. No porque no tuviera algo que decir, sino porque sabía que no serviría de nada.
Sevika dio un paso atrás, el rostro endurecido por la frustración. Se giró hacia Steb, que observaba en silencio con los brazos cruzados y la ceja arqueada como un sabueso viejo.
—Nos vamos. —Dijo Sevika.
Steb no respondió. Solo asintió con un leve gruñido.
Riona, que había contenido el aire durante toda la conversación, bajó la mirada. No entendía del todo lo que ardía entre esas dos mujeres, pero sabía que lo que acababa de ver no era debilidad. Era fuego contenido, una forma distinta de pelear.
Los tres se giraron y comenzaron a alejarse.
Vi no los siguió.
Volvió a sentarse en la banca de concreto, sin mirar atrás. El cerezo soltó otra ráfaga de pétalos que cayeron sobre su espalda como un susurro. Se abrazó los codos, respiró hondo y siguió esperando.
Steb fue el primero en romper la inercia.
—Volveré al cuartel. —Gruñó, sin mirar a nadie. —Veré qué puedo mover con lo poco que me queda.
Se alejó sin más, pero luego de mucho tiempo, su espalda no se veía firme. Se veía cansada. Como si llevara encima el peso de guerras que nunca se cerraron del todo. No era solo un ejecutor; era un testigo de lo que pasa cuando se reacciona tarde. Y eso... eso era lo que más le jodía.
Nadie lo detuvo. Nadie le pidió más. Sabían que ya estaba dando todo.
Con un último vistazo al cerezo, ese símbolo absurdo de belleza quieta en medio del caos, el viejo ejecutor se alejó entre las piedras pulidas de Piltover, como una sombra armada de deber. A su paso, el mármol no tembló. Pero Zaun sí, en algún rincón.
Sevika giró sobre sus talones sin decir palabra. Riona la siguió, una media zancada detrás, con los hombros tensos y la mente encendida.
Caminaron en silencio mientras bajaban por los corredores elevados que conectaban ese mundo limpio con el suyo, donde los muros lloraban óxido y las ventanas no daban a jardines, sino a ruinas.
Cuando los edificios se volvieron más grises y el olor a neblina química volvió a colarse en los pulmones, Riona habló.
—¿Y ahora qué hacemos? —Preguntó, la voz apenas un hilo. —No tenemos aliados. No tenemos respaldo. Y Noxus… Noxus sí lo tiene todo.
Sevika no respondió de inmediato. Masticó la pregunta con el ceño fruncido, como si le supiera a hierro.
—Nunca hemos tenido aliados, niña. —Gruñó finalmente. —Solo polvo, fuego, y nuestras putas ganas de seguir vivos.
Siguió caminando, la espalda recta, los pasos firmes como puños.
—Zaun no espera milagros. No reza. No se rinde. Y si nos toca pelear con los dientes hasta el último maldito día, lo haremos.
Riona no respondió.
Bajó la cabeza. El miedo seguía ahí, en algún rincón de su estómago. Pero también una certeza nueva, brutal, como un cuchillo al rojo vivo. Algún día, pensó, sería ella quien diera las órdenes. Quien pelearía no por probarse, sino por defender lo que Zaun aún no ha perdido.
Hoy no, hoy tenía que aprender a resistir. Porque en esa frase no había esperanza, había voluntad y en Zaun, eso era más fuerte que cualquier bandera.