Donde termina mi espera
11 de septiembre de 2025, 14:03
Desperté con el cráneo zumbando como si un yordle hubiera montado una fiesta electrónica dentro de mi cabeza. Algo me decía que la noche anterior había sido un desfile de malas decisiones… y ese algo era el vómito seco en mi camisa.
—¿Mgh... qué demonios…? —Farfullé, incorporándome del maldito sillón donde aparentemente decidí morir anoche.
La luz se colaba a través de las cortinas de la mansión de Jayce como si me castigara personalmente. El tipo tenía que ser millonario en ventanas. Y yo, pobre de mí, rica en arrepentimientos y olor a fermentado.
Tropecé con un par de botellas vacías, una lámpara tirada (¿eso era sangre?), y caminé tambaleándome hasta el baño. Mi reflejo me devolvió una imagen que hubiera hecho llorar de risa a cualquier espejo encantado.
Tenía dibujados unos bigotes con marcador negro. También una puta corona. En el cuello, letras que decían “Reina del Caos”, en el hombro un dibujo de un corazón con lo que aparentaba ser Caitlyn con su escopeta… o quizás un dildo, quien sabe, debajo tenía escrito “Propiedad de la Comandante Culos Fríos” y en los brazos… flores. ¡Flores! ¿Desde cuándo Jinx sabía dibujar flores?
—JINX... —Rugí, aunque mi garganta solo consiguió sacar un graznido deshidratado y patético.
La busqué por toda la casa como una madre cabreada buscando a su cría psicótica después de que incendiara la cocina por tercera vez. Terminé frente a la habitación donde ella y su brillante y mágica novia demaciana, sí, Lux, la chica dorada, se habían durante la noche anterior. Toqué la puerta con la sutileza de un ariete.
—¡Jinx! ¡Ábreme, necesito...! —Empujé sin esperar respuesta.
Y entonces… el trauma. No el tipo de trauma que se mete en terapia con té de menta y afirmaciones positivas, no, el tipo de trauma que te sacude el alma como un martillo Hextech directo a la médula.
Abrí la puerta sin pensar, sin tocar, sin medir consecuencias. Porque claro, yo no aprendo nunca, y ahí estaban.
Lux tendida boca arriba, la cabeza hacia atrás, el pelo como una cascada de oro revuelto, la espalda arqueada en un ángulo que claramente desafiaba las leyes humanas y demacianas.Y entre sus piernas, mi querida, adorable y absolutamente desquiciada hermanita psicótica, con la cara enterrada como si estuviera buscando el secreto de la inmortalidad entre los muslos de su novia.
El movimiento era lento, rítmico, como un vaivén infernal de piel, jadeos y placer impúdico.Las manos de Jinx la sujetaban por los muslos con una firmeza casi religiosa.Como si ese acto fuera un ritual. Un rezo. Una explosión.
El gemido de Lux, alto, ahogado, demacianamente educado pero absolutamente indecente, me sacó de cualquier duda.
Mis ojos intentaron escapar, pero el daño ya estaba hecho. Me quedé congelada con la puerta abierta al igual que mi boca y el alma hecha cenizas.
Era como presenciar una escena sacada de una obra de arte impresionista… pintada con fluidos corporales, gritos suaves y pecados bendecidos por la luz del sol que se colaba entre las cortinas.
Y Jinx… jinx alzó la vista un segundo, (¿cómo demonios me vio? ¿Tiene radar pervertido o qué?) y con esa sonrisita de gremlin con fuegos artificiales en el cerebro, dijo sin perder el ritmo:
—Te dije que iba a gritar… pero no pensé que ibas a ser tú la que gritara primero.
Y sonrió con la cara cubierta de placer ajeno, sus ojos brillando como si acabara de robar la última bomba del arsenal de Zaun, y su lengua… ¡ay, los dioses, su lengua seguía ahí!
Me congelé, además, Estaba viendo el trasero desnudo de mi hermana. ¡EL PUTO TRASERO DESNUDO DE JINX! Blanco, lleno de moretones y con una cara de mono típico de ella tatuada justo donde mi salud mental murió. El tipo de imagen que ni el fuego, ni la amnesia inducida por shimmer, ni un ritual de exorcismo podría borrar.
—¡NO! ¡NO, NO, NO, NO, NO! —Chillé, dando un paso atrás como si una explosión mágica estuviera a punto de alcanzarme. —¡YO NO QUERÍA VER ESO! ¡YO NO TENÍA QUE VER ESO!
—¿Eso qué? —Jinx giró apenas, y el movimiento reveló más piel, más curva, más absolutamente innecesario trauma para una mañana con resaca.
—¡TU CULO, JINX! ¡ESTOY HABLANDO DE TU PUTO CULO DESNUDO! —Me llevé ambas manos a la cara como si eso pudiera borrar la imagen recién impresa en 8K en mi corteza cerebral.
—¡Ay, hermana! —Canturreó. —¡Dilo con cariño, que es un culo hermoso! Me lo han dicho muchas veces, y ahora tú también lo confirmas. Agradecida, Vi.
—¡JODER, NO! ¡NO ESTOY ELOGIANDO! ¡ESTOY COLAPSANDO! ¡ESTOY MURIÉNDOME POR DENTRO! —Empecé a tropezar de espaldas por el pasillo, como una víctima de guerra arcana. —¡NECESITO LAVARME LOS OJOS CON HEXTECH, ACIDO Y ORACIÓN! ¡LO VI TODO! ¡TODOOOO! ¡TU CARA ENTRE SUS PIERNAS, SU VOZ GIMIENDO, TU CULO MOVIÉNDOSE COMO UN MALDITO RITUAL INFERNAL!
Lux soltó una carcajada desde adentro. Su voz sonaba despreocupada, como si acabaran de contar un buen chiste en vez de arruinar mi sistema nervioso.
—¿Sabes qué es lo peor? —Gruñí, apoyándome contra la pared para no caerme. —¡NO FUE UN ACCIDENTE! ¡ESTABAS ORGULLOSA! ¡ME MIRASTE MIENTRAS SE LO ESTABAS HACIENDO!
—Obvio que sí, tontita —Dijo Jinx, con esa sonrisa de dinamita recién encendida. —¿Qué clase de hermana sería si no te dejara un trauma con efectos especiales?
—¡VOY A PRENDERLE FUEGO A MIS GLOBOS OCULARES! —Jadeé, con una mano tapándome media cara y la otra tratando de encontrar la cocina a tientas. —¡VOY A ESCRIBIR EN MI TESTAMENTO QUE NADIE VEA JAMÁS LO QUE YO VI!
—¿Puedo firmarlo con una estampilla de mi trasero? —Gritó Jinx desde adentro, entre carcajadas.
Y fue ahí, justo ahí, cuando supe que ya nada me devolvería la paz.
Me tambaleé hasta la cocina como una exsoldado emocional recién salida del frente de guerra. Mis pasos eran torpes, mi camiseta seguía apestando a vómito rancio y encima tenía glitter en la clavícula.
Me dejé caer sobre la silla como si pesara dos toneladas. Apoyé la frente en la mesa. El mármol estaba frío. Como el rincón más honesto de mi alma en ese momento.
—Vi… —Murmuré para mí misma. —¿En qué momento exacto de tu vida dejaste de tener control sobre absolutamente todo?
Silencio y luego, crujido.
Sabía lo que venía antes de levantar la cabeza y sí. Ahí estaba Jinx, Vestida con la bata lila de Lux, cabello revuelto, sin vergüenza alguna y con una caja de cereal en las manos.
Crac. Crac. Crac.
—Buenos días, flor marchita del oeste. —Dijo entre bocado y bocado, con una sonrisa de dibujo animado indecente. —¿Dormiste bien? ¿O las pesadillas tuvieron forma de trasero?
La miré. No dije nada. Solo… la miré.
—¿Qué? —Alzó las cejas con teatralidad. —¿Nunca viste una pareja feliz?—¡No con mi hermana enterrada entre sus muslos, Jinx! —Grité, más herida que molesta. —¡No con tu culo en primer plano, iluminado por la maldita luz del sol!
Ella dejó la caja de cereal sobre la encimera, rebuscó con descaro en el fregadero y sacó una taza que claramente había sobrevivido a una guerra. Le sirvió el café que llevaba horas ahí, con un gesto ceremonioso, como si fuera un sommelier de tragedias ajenas.
—Para ti, mi querida reina del drama existencial. —Dijo, saltando a la encimera con la taza en la mano y estirándomela como si me ofreciera el elixir de los condenados.— Café frío, con sabor a arrepentimiento y tinta seca. Lo de siempre, ¿no?
Me tendió la taza con una reverencia teatral, y yo la tomé sin energía, como quien recibe su sentencia en porcelana rajada.
—¿Frío? —pregunté, sin mirarla.
—Congelado como tu dignidad, después de lo que viste. —Replicó con una sonrisa que era puro fósforo.
Se acomodó en la encimera, cruzó las piernas con gracia de acróbata malcriada, y mientras yo le daba un trago a ese insulto líquido disfrazado de café, remató con total desparpajo:
—Ohhh, vamos. Mi trasero estaba hermoso, admítelo. Tengo buena técnica. Buena iluminación. Buen ángulo.
—¡Jinx, por favor! —Me cubrí la cara con ambas manos. —¡Estoy intentando no vomitar otra vez! ¡No puedo cargar con esa imagen! ¡Se me instaló en el córtex visual! ¡Se va a quedar ahí por siempre!
Ella se encogió de hombros.
—Bueno… al menos no estabas grabando.
—¿¡QUÉ!?
—¡Nada! —Dijo rápido, riendo. —¡Broma! ¡Broma!—Dios… —Susurré. —Me voy a tirar al mar de Piltover con un bloque de concreto amarrado a cada tobillo.
—¡Drama queen! —Se estiró, robó un puñado más de cereal y empezó a comérselo con una cuchara invisible. —¿Sabes cuántas veces yo te vi vomitando encima de alguien? ¿O llorando por Cait mientras hablabas dormida?
—¡Eso no es lo mismo! —Gruñí, alzando la cabeza con el cabello pegado a la frente.
—Mmm… lo es, pero más aburrido.
La miré fijamente. Ella me devolvió la mirada con una expresión completamente relajada, como si acabáramos de discutir sobre qué película ver y no sobre los límites entre el incesto emocional y el shock post-orgásmico familiar.
—¿Estás enamorada de verdad, no? —Pregunté en voz baja, sin sarcasmo, sin tono de burla.
Jinx no giró del todo; solo ladeó el torso con teatralidad, dejando que las piernas colgaran como péndulos traviesos desde la encimera. Agitó la cuchara en el aire como una varita mágica cargada de sarcasmo, y me miró por encima del hombro con esa expresión de "otra vez esta pregunta", mezcla entre hastío fingido y orgullo descarado.
—Vi… ¿en serio estás preguntando eso otra vez? —Dijo con esa sonrisita de dinamita que precede una explosión verbal.
Fruncí el ceño, con la resaca entorpeciéndome el recuerdo.
—¿Otra vez…?
—Ayer. Callejón. Hongos. Estrellas falsas. Vomitaste tu alma, tu cena, y me recitaste un monólogo de tres actos sobre cuánto amas a Caitlyn y cuánto te alegra que yo por fin haya encontrado una “bombita brillante que no explota en mi cara”.
Me quedé helada.
—¿Dije eso?
—Sí. Con lágrimas y purpurina en las pestañas. Fue conmovedor y un poco asqueroso. Tu vómito tenía textura.
—Ugh… —Puse cara de derrota.
—Y después. —Siguió, implacable. —Me abrazaste, me dijiste que te daba miedo no reconocerme cuando te dolía el pecho, y que cada vez que te reías fuerte pensabas que era porque yo seguía viva.
Tragué saliva. No recordaba… casi nada de eso. Solo la sensación de que había sido real.
—Y tú me dijiste… —Empecé, con un nudo en la garganta. —Algo sobre Lux y Ekko…
—Y luego. —Siguió con esa sonrisa de demonio con brillantina. —Me dijiste, llorando y con voz de borracha filosófica: "Jinx, tú eres la mejor hermana del universo. Más capaz, más fuerte, más inteligente… deberías ser tú la Comandante. Caitlyn debería aprender de ti."
Hizo una pausa dramática, ladeando la cabeza como si esperara que me derrumbara.
—Y que te cayera un rayo si te volvías a emborrachar sin mí. —Añadió, alzando un dedo mugroso en pose de juramento divino. —Pero como siempre, tú rompes promesas con más gracia que una patinadora ciega.
Me cubrí la cara, hundiéndome en la silla como si el mármol pudiera tragarme.
—Jinx… eso no pasó.
—¡Pero podría haber pasado! —Canturreó con una risa que sabía exactamente lo que hacía. —En tu corazón, sabes que es verdad.
Suspiré largo, como si pudiera exhalarla de mi vida. Pero no, ahí estaba, radiante en su miseria, inmortal en su mentira.
—Eres lo peor.
—Y aun así soy tu favorita. —Me guiñó un ojo mientras daba un último mordisco al cereal invisible.
Se deslizó de la encimera con la gracia de una gata callejera bajando de su altar. El mármol crujió con su peso, la cuchara aun bailando entre sus dedos.
Caminó hacia la puerta como si no acabara de inventarse un recuerdo traumáticamente adorable.
—No recordaba nada… —Admití, con la voz más baja que antes.
Jinx se encogió de hombros sin girarse.
—Yo sí.
Su voz fue más suave, pero no se detuvo.
—¿Y qué más dije? —Murmuré, sin levantar la cabeza.
—Lo importante —Respondió sin girarse. —Lo que me importa.
Y justo antes de salir, añadió con una risita:
—Y también dijiste que si te volvía a pintar dormida, te ibas a tatuar “Propiedad de Jinx” en el trasero izquierdo. Así que... voy a revisar eso más tarde.
Y se fue, triunfante, radiante, como siempre.
Me quedé sola en la cocina, con el sabor a café rancio en la boca y la cabeza palpitando como una bomba mal calibrada. Todo seguía oliendo a noche mal cerrada, el vómito, el glitter, las risas que no recordaba del todo… y esa imagen que Jinx había estampado en mi córtex visual para siempre.
Pero el verdadero eco no venía de esta mañana. Venía de antes, días atrás. El primero de muchos intentos por huir de este vacío con nombre.
Sarah.
La vi en el puerto después de uno de los tantos días de espera, la silueta firme, sentada en la baranda del barco como si el viento soplara para ella y no al revés. Las velas enrolladas, las sogas quietas. Todo detenido, excepto el hueco en mi pecho.
Me acerqué sin pensar. No hacía falta que me dijera nada. Sarah siempre fue buena en eso: en mirar como si entendiera más de lo que uno quiere decir. Me ofreció un cigarro sin preguntar, y una sonrisa que conocía demasiado bien.
Solo fumé. Las palabras salieron después. Las mías. Las suyas. Ninguna con destino claro.
Sentí la tentación en cada roce. En la forma en que sus ojos se posaban en mis labios. En su cercanía casual. En el calor que irradiaba solo por estar ahí.
Y sí… por un momento pensé en quedarme. En olvidar. En apagar todo lo que dolía. Caitlyn. La espera. Ese silencio que se hacía carne en la mansión.
Sarah no lo dijo. Pero lo hizo.
Se acercó más de lo necesario. Le rozaba la mano con excusas vacías, se inclinaba al hablarme, bajaba la voz como si las palabras fueran caricias. Me miró con esos ojos oscuros y seguros, y supe que, si me dejaba caer, ella me atraparía. No como salvadora, como amante, como escape.
Y por un segundo... juro que estuve a punto. Por suerte, la llegada de Lynn me hizo entender que ese ya no era mi lugar. Ni ella, mi refugio. Ni yo, su desastre bienvenido.
Me levanté antes de que fuera demasiado tarde, antes de confundirme más, antes de que el consuelo se volviera otra herida.
Sarah no me detuvo y eso dolió más que si lo hubiera hecho.
Me fui con esa ausencia pegada a los talones. Como una promesa que nadie tuvo el valor de romper… ni de cumplir.
Los días siguieron, lentos, iguales, con esa espera que parecía una nueva condena en Stillwater. Hasta que, hace una semana, el silencio se rompió con pasos pesados y voces que no sabían susurrar.
Sevika, Riona… incluso Steb, con la cara de perro viejo que ha visto demasiadas guerras y se niega a creer en la siguiente, cruzaron la mansión como si pudieran arrancar a Caitlyn del encierro con gritos y autoridad.
No sabían que yo ya lo había intentado todo. Que llevaba más de veinte días viniendo cada maldita mañana. Que esa puerta no se abría con fuerza. Que ella no se rompía con gritos.Solo con silencio.
Tobias casi los echó a patadas. Y Sevika, claro, le estampó la amenaza en la cara como si eso fuera a cambiar algo.
Tuve que intervenir.
Les dije que no. Que no era el momento, que no iba a forzarla, y cuando Sevika me preguntó por qué, con esa mirada de hierro, le respondí con la única verdad que aún me sostenía: Porque si la empujo, se rompe y no voy a ser yo quien termine de quebrarla.
Se fueron, molestos, cansados y con razón. Yo me quedé ahí sentada como si el puto mundo se hubiera detenido en esa banca sucia bajo el cerezo. Porque si ella algún día decide abrir esa puerta… quiero estar allí para verlo.
Pero no podía más, al menos no ese día. No con esa ausencia, ese vacío, esa puerta que seguía cerrada aunque yo me estuviera pudriendo al otro lado.
Me levanté del banco sin pensarlo, con las piernas tambaleándome como si la tierra ya no quisiera sostenerme. Caminé sin rumbo, sin palabras. Solo con un tambor en el pecho que latía en modo suicida, como si cada golpe dijera: “Ríndete. Ríndete. Ríndete”.
Terminé en un bar de mala muerte en el borde entre Piltover y Zaun. Uno de esos que huelen a sudor reseco, a cerveza derramada y a promesas rotas.
Me senté sola, pedí algo fuerte, me lo sirvieron sin preguntas y yo lo tomé como si el vaso pudiera borrar días de silencio con un solo trago.
No funcionó.
Tomé otro… y otro. Y luego alguien me miró mal, o quizás yo los miré mal primero. Hubo palabras, risas, un empujón y después... puños.
No sé quién lanzó el primer golpe. Tal vez fui yo, tal vez fue el mundo.
Recuerdo nudillos abriéndose paso entre dientes, una silla volando. Mi espalda chocando contra una mesa que no se rompió porque ni el mobiliario quería cederme algo.
La pelea fue breve, brusca, estúpida. Me echaron a patadas entre insultos y sangre seca. Ni siquiera me dolió. Ni siquiera me importó.
Y ahí, en medio del callejón, con los labios partidos y la boca llena de humo, decidí que ya no podía seguir flotando entre ruinas. Necesitaba algo que me recordara quién había sido antes de convertirme en esta sombra borracha.
Caminé.
No recuerdo cuánto, solo que cuando volví a ver luz, estaba ahí. La guarida de los Firelights.Ese lugar que huele a mecánica vieja, a aceite quemado y a infancia muerta. Ese lugar donde los muros me conocen mejor que yo misma.
No tenía plan. Solo tenía alcohol en la sangre y un abismo en el pecho. Así que fui directo al cuarto de Ekko. Porque en algún rincón de mi cabeza enferma, ese lugar todavía era seguro. Todavía era… hogar.
Él estaba ahí, como siempre. Sentado con ese libro que nunca lee cuando yo aparezco hecha mierda. No dijo nada al principio. Solo me miró con esa cara de "Otra vez tú, Vi". Pero sin juicio. Nunca con juicio.
—¿Qué? ¿No me vas a sermonear? —Gruñí, tirando la chaqueta al suelo como si me pesara mil kilos. —Estoy decepcionada, Ekko. Finge que eres el adulto de los dos, al menos por esta noche.
Me tiré en la cama. Esa cama que huele a recuerdos viejos, a infancia muerta y a cicatrices compartidas.
Ekko se movió lento, dejó el libro, como si supiera que esa noche no era para palabras vacías. Fue a la cocina sin decir nada, y volvió con una taza. Menta. Siempre menta. Como si eso pudiera calmar a la bestia.
—¿Menta otra vez? —Bufé, tomando la taza con manos torpes. —Un día vas a ponerme whisky en esto y sabré que te robaron los aliens.
Tomé un sorbo, me quemó, pero al menos era real. No como todo lo demás.
—¿Sabes qué es lo peor, Ekko? —Murmuré. —Que ya no sé si estoy haciendo todo esto por ella… o por mí.
Él no respondió enseguida. Solo me miró con esos ojos de relojero cansado, de niño que se hizo viejo antes de tiempo.
—¿Por qué no ambas cosas?
Y eso me jodió más que cualquier sermón. Porque tenía razón, y odiaba que la tuviera.
Bajé la mirada. El vapor de la taza se mezclaba con el temblor de mis dedos. Estaba borracha, pero no como esas veces que reías con el vaso en la mano. No. Esto era anestesia. Esto era apagar la radio de fondo donde mi cabeza gritaba todo lo que no quería oír.
—Tal vez me estoy aferrando a un fantasma, Ekko. —Susurré. —A una Caitlyn que ya no está. A una versión de nosotras que se rompió cuando el mundo decidió que la belleza era desechable.
Mi voz se quebró al final. Como si las palabras hubieran sido más de lo que podía sostener.
—Siento que estoy perdiendo el control. Que cada cosa que hago me aleja más de lo que quiero. Que me estoy saboteando sola.
Ekko se sentó a mi lado. No me tocó. No intentó arreglarme. Solo estuvo ahí. Y eso… eso lo hizo todo.
—A veces el control no es lo que necesitamos. —Dijo en voz baja. —A veces solo hay que seguir… Aunque no sepas a dónde.
—¿Y si solo camino en círculos? —Pregunté, apretando los dientes. —¿Y si todo lo que veo es oscuridad?
Él suspiró como si ya hubiera estado ahí.
—La oscuridad no se va. Pero no es eterna. Tú… tú sabes moverte en ella. Lo has hecho toda la vida, Vi. Eres más fuerte de lo que crees.
No supe qué decir. Dejé la taza en el suelo y sin pensarlo, me metí bajo las mantas. Como una niña asustada que se esconde del monstruo que ella misma creó.
Le di la espalda. No porque no quisiera verlo, sino porque… no quería que él viera esto. Esta parte rota, esta parte vacía.
Él lo entendió, siempre lo hacía. Apagó la luz. Se metió en la cama, del otro lado. Sin decir nada. Sin invadir.
Y entonces, pasó.
Mi respiración se quebró, primero un temblor, luego otro. Hasta que las lágrimas empezaron a caer, no las conté, no las luché. Solo… las dejé salir.
No hice ruido, no quería. Solo lloré hacia la pared, con el cuerpo hecho un nudo y el alma colgando de un hilo.
Ekko no me tocó, ni intentó consolarme. Solo estuvo allí como siempre, silencioso y presente, no necesitaba más. Porque en ese momento, saber que no estaba sola… fue lo único que me impidió romperme del todo.
Permanecimos así un rato, sin palabras, en esa calma rara que a veces llega después del llanto. Pero el silencio, como todo en mí, no duraba mucho.
Y así llegamos a hoy. Yo, en la cocina de Jayce, con una maldita taza de café frío pegada a las manos como si fuera un ancla. La cabeza hecha escombros. Los recuerdos… Vinieron como golpes sordos en la nuca. Uno tras otro, sin orden, sin piedad. Solo pedazos, risas, gritos, vómito, estrellas que no estaban.
Jinx, siempre Jinx, y yo tratando de reconstruir la noche como quien arma una bomba sin manual.
Las luces parpadeaban como si el mundo tuviera fiebre. Jinx saltaba entre los techos, dejando rastros de bengala tras ella. Yo la seguía, trastabillando, con la cabeza pesada y el cuerpo torpe. Todo giraba, pero no lo suficiente como para olvidarme del vacío que traía en el pecho.
El hongo había sido amargo. Me lo metí en la boca sin pensar. Después… el cielo comenzó a derretirse.
Las paredes respiraban. Los postes nos hablaban. A uno le pedí disculpas por empujarlo y me pareció que me respondió.
Vi sombras bailando en una pared. Éramos nosotras. Pequeñas, sucias, con coletas desordenadas y los ojos llenos de risa. Me vi a mí misma como antes. Y la odié. La amé. No supe si quería abrazarla o pedirle perdón por lo que iba a vivir.
Me senté con Jinx en una cornisa oxidada. Las piernas colgando. Vi a Zaun desde arriba, y por un instante, parecía una ciudad de cristal en ruinas. Bella en su miseria. Casi sagrada.
Nos metimos en una vieja fábrica. Todo olía a sudor rancio y humo viejo. Las almohadas aparecieron como un milagro absurdo. Empezamos a lanzarlas sin decir nada. Peleábamos con risas, como cuando nada dolía. Mi cuerpo se movía solo, como si recordara mejor que yo cómo era vivir sin peso.
Después llegaron los gritos. Contrabandistas. Una pelea. El sonido de cuchillas cortando el aire. Bengalas explotando. Jinx lanzaba objetos como si fueran juguetes, pero cada uno era un mensaje: “Aún estamos aquí”.
Sangre, una cara rota, mi puño temblando y después… la calma.
Un techo, un par de estrellas. El frío mordiendo los nudillos. El recuerdo de Caitlyn como una astilla clavada bajo la piel, imposible de ignorar. Más punzante en el silencio.
Vi un mural en la pared, no sé si era real. Dos niñas dibujadas con líneas torcidas. Una con guantes, otra con cabello azul. Les faltaban detalles, pero las reconocí. Estaban tomadas de la mano.
Mi garganta ardía, el estómago se revolvía. Vomité en un callejón, apoyada contra una pared tibia. Sentí una mano en la espalda. No me importó si era real o no.
Luego, recuerdo un corazón dibujado con ¿Mugre? Que apareció en mi brazo. Dentro, una pistola, un monóculo, un guiño. Lo observé sin entender si era una burla o un homenaje.
La noche se deshacía en luces sucias, vómitos de estrellas y risas que parecían prestadas. Un banco oxidado. ¿Fue el final? ¿Fue el principio? No lo sé. Tal vez fue solo uno de los tantos intermedios.
Me veo sentada. Me veo riendo. Me veo llorando. No sé si pasó todo eso al mismo tiempo o si alguna parte la inventé para soportarlo.
Las farolas parpadeaban. A veces eran farolas. A veces... otra cosa. Ojos. Cicatrices. Miradas que me juzgaban desde arriba.
Cerré los ojos, creo o quizá me caí. El mundo giraba tan lento que parecía compadecerse. Y en ese derrumbe lento, algo me sostuvo.
No sé si fue su risa. Su mano. No sé si me cubrió o me dibujó. Solo sé que desperté con pintura en el cuerpo y el pecho más liviano. Ni feliz, ni entera, solo… menos sola o eso quiero creer.
El café sabía a madrugada sin redención. Hacía rato que se había enfriado, Jinx me lo había pasado antes de desaparecer como un mal sueño con patas, pero no lo cambié. Me gustaba que me raspase la lengua. Me recordaba que todavía podía doler.
Tenía la frente pegada a la mesa, los brazos estirados como si quisiera hundirme yo también. La taza seguía entre mis manos, sucia de tinta, de polvo, de algo que no sabía si era vergüenza o cansancio seco. No tenía fuerza para distinguirlo. Ni para soltarla.
Día treinta. Treinta. Treinta cafés. Treinta bancos bajo el cerezo. Treinta veces tocando esa puerta con la mirada sin tener el coraje de usar los nudillos. Treinta silencios de Caitlyn como cuchillos de papel.
El estómago me gruñía. El cuerpo dolía. Pero dolía más saber que iba a volver a sentarme ahí, otra vez, como un perro abandonado frente a una casa que ya no lo reconoce.
La taza vacía me miró con lástima. La dejé a un lado y cerré los ojos.
"Solo un rato", me dije. "Solo un minuto antes de salir."
Y justo entonces, pasos, firmes y decididos, no podía ser otro.
Jayce.
Silencio incómodo, aún sin entrar del todo. Ese olor a aceite limpio, a desesperación contenida bajo capas de responsabilidad. Ese tipo de presencia que intenta no ser intrusiva... pero lo es. Es inevitable reconocerlo.
Y yo, con el alma hecha jirones, sin nada que ofrecerle más que esta sombra de mí misma con café frío y la vergüenza colgando como una cuerda floja.
Así empezó el día treinta. Como todos los anteriores.
—¿Otra vez borracha?
La voz de Jayce se clavó como un destornillador entre los omóplatos. No gritó. No lo necesitaba. Ese tono, entre decepción y paternalismo controlado, le bastaba para cortarme en dos.
Ni me giré. Solo alcé la taza vacía y la moví en su dirección, como un brindis arruinado.
—No es lo que parece, profesor. Esta vez no fue por gusto. Fue por... investigación de campo.
Lo escuché suspirar. Su clásico suspiro. Ese que carga con el peso del mundo como si él tuviera que salvarlo solo.
—Vi, llevas semanas destruyéndote poco a poco. Pensé que después de todo este tiempo, todas estas noches de alcohol y autocompasión… —Se detuvo, y el silencio fue peor que cualquier sermón. —Pensé que entenderías que no puedes seguir así.
—Y pensé que eras más listo que eso. —Le solté sin veneno, solo con el peso seco del cansancio. —Esta vez fue diferente, Jayce.
Lo escuché acercarse, sus pasos suaves sobre la baldosa. No se sentó. Se quedó de pie. Como si eso lo hiciera más moralmente superior o menos parte del desastre.
—¿Diferente cómo?
Levanté la mirada y lo encaré por primera vez esa mañana. Tenía la mandíbula apretada, las ojeras marcadas, y ese brillo en los ojos que aparece cuando alguien se decepciona… pero no quiere rendirse contigo.
—Fui yo quien la buscó. —Dije, antes de que pudiera abrir la boca. —A Jinx.
Jayce no frunció el ceño. Ni siquiera fingió sorpresa. Solo soltó un suspiro cargado de frustración contenida.
—No me digas. ¿Y quién fue la loca que llegó al laboratorio gritando que necesitaba su “bomba personal de caos con piernas”? —Respondió, cruzándose de brazos. —Ah, cierto… tú.
Asentí, mirándolo como si todo me quemara.
—Y no me mires así, Jayce. Era la única que podía entender lo que me estaba pudriendo por dentro. —Me pasé la mano por la nuca, como si eso pudiera raspar el peso que me colgaba de los hombros. —No sé… necesitaba volver a un lugar donde el caos fuera familiar, donde no tuviera que explicarme.
Tomé aire, lento.
—Fue la primera noche que pasamos juntas desde que éramos niñas. No como enemigas, no como bombas de tiempo… solo como hermanas. —Me encogí de hombros con una mueca amarga. —O algo parecido a eso.
Jayce se apoyó contra la encimera sin decir nada, escuchando.
—Salimos. Corrimos por Zaun. Reímos como idiotas. Peleamos con almohadas. Nos drogamos con hongos de drenaje. Y después… el resto se volvió nebuloso. Pedazos desordenados. Risotadas, bengalas, vómito y abrazos que no sé si soñé o viví.
Me pasé una mano por la cara, sintiendo la tinta seca en el cuello como cicatriz reciente.
—No fue una noche de fiesta. Fue… una tregua. Un “¿te acuerdas cuando no estábamos rotas?”. Solo eso.
Jayce no dijo nada. Me observaba con esa cara que pone cuando intenta procesar algo demasiado humano para su lógica de martillo y planos. Así que suspiré. Largo, pesado y me lancé.
—Y justo cuando pensé que el caos había terminado… —Me encogí, como si las palabras dolieran físicamente. —Vi a mi hermanita psicópata dándole sexo oral a tu dulce y resplandeciente amiga mágica.
Jayce se atragantó con su propio café. Literalmente.
—¿Qué?
—¡Te lo juro! —Dije, levantando las manos como si me defendiera de un jurado. —Abrí la puerta y ahí estaban. Piernas al aire, risas, brillo celestial y fluidos humanos. ¡Fue como un cuadro de pesadilla impresionista! ¡Y vi su culo, Jayce! ¡El de Jinx! ¡Lo tengo tatuado en la córnea!
Jayce se pasó la mano por la cara, frotándose el entrecejo como si pudiera borrar la imagen antes de que se incrustara. No era sorpresa para él, claro. Sabía sobre ellas. Pero una cosa era saber... y otra era verlo a través de mi narración vívida, sonora y probablemente demasiado gráfica.
—Lo sabía… —Murmuró al fin, con la voz medio estrangulada entre resignación y asco. —Sabía que estaban… juntas. Pero Dios, Vi… podrías haberte guardado algunos detalles.
Me encogí de hombros.
—No tengo filtros, Jayce. Soy de Zaun. Te lo advertí desde el primer día que me ofreciste café sin azúcar.
Hubo un silencio espeso.
Y entonces se rio. Lento al principio, como si no quisiera darle permiso a la risa, pero no pudiera evitarlo. Fue un "ha" contenido… seguido de otro más fuerte. Hasta que lo vi rendirse, apoyarse contra la encimera y sacudir los hombros.
—Karma. —Soltó al fin, entre carcajadas ásperas—. Puro y maldito karma. Por cada madrugada que me despertaste gritando borracha en mi pasillo. Por cada mancha de vómito en las paredes que tuve que limpiar antes de que quedara pegada como un mal recuerdo. Por cada noche que convertiste mi taller en un after clandestino sin avisar.
Me miró, aun sonriendo, pero con ese brillo en los ojos que decía “Me encantaría volver a dormir ocho horas algún día”.
—Y sí… también por cada vez que imitaste mi voz como si fuera un profeta de manual de usuario. No lo he olvidado, Vi. Ni lo haré.
Lo miré, cruzándome de brazos, con una ceja en alto.
—¿Esto es venganza divina?
—Totalmente y me alegra que el universo lo haga con estilo.
Me limité a bufar y a tomar otro sorbo del café frío. Era amargo como mis decisiones.
Jayce todavía se reía en voz baja cuando añadí:
—Si llego a soñar con eso… te mando la cuenta del terapeuta.
—Hazlo. —Dijo, sonriendo mientras alzaba su taza. —Pero ponle en la nota: "Por idiota emocional reincidente."
Nos quedamos ahí unos segundos más. Él recuperando el aliento. Yo, la poca dignidad que me quedaba. Hasta que mi cuerpo se movió solo, con la costumbre de quien va a su propia ejecución.
—Bueno… ya es hora —Murmuré, mientras dejaba la taza en la mesa sin mirar atrás. —Día treinta. Supongo que a esta altura ya cuenta como tradición.
Jayce no respondió enseguida. Solo asintió, con una lentitud que pesaba más que las palabras.
—¿Quieres que te acompañe?
Negué con la cabeza, ajustando la chaqueta como si eso fuera a sostenerme.
—No. Este tipo de ruinas se visitan sola.
Y salí de la cocina sin apuro, con el paso cansado de quien ha marchado mil veces hacia el mismo punto de quiebre… y aun así vuelve.
Me duché en silencio. No por higiene, sino por protocolo emocional. Agua caliente sobre el cuello, uñas contra la nuca, intentando borrar restos de tinta, hongos, y tal vez algún pedazo de culpa incrustado entre los poros. No funcionó, pero me sentí menos en ruinas.
La chaqueta limpia me quedaba grande, como si mis hombros ya no pudieran sostener ni el cuero. Me amarré las botas con los nudillos aún doloridos. Y salí. Sin drama, sin ruido. Solo ese paso automático que nace del hábito de insistir donde ya no queda esperanza.
La mansión Kiramman se alzaba igual que siempre: perfecta, inmóvil… como si no supiera que adentro alguien se desmoronaba a diario. Crucé los jardines con la vista fija en el cerezo. Aún quedaban pétalos, colgando como testigos. Mi banca seguía ahí. Fría. Silenciosa. Fiel.
Me senté.
Las horas pasaron sin hacer ruido. El sol subía y bajaba como una respiración lenta. El canto de los colalargas, ese que Caitlyn solía identificar con nombres estúpidos, Lord Pío Pío, Dama Plumita, ahora sonaba hueco, reciclado. Como si la ciudad entera solo supiera repetir lo que una vez fue alegría.
Yo no veía nada. Ni el jardín, ni la luz. Solo la puerta cerrada. Y el reflejo borroso de mi propia sombra en el vidrio.
Escuché los pasos antes de verlo. No me giré. ¿Para qué? Era Tobias. Ese andar de mármol con resignación ya me lo conocía de memoria. Se sentó a mi lado, con la misma parsimonia con la que uno acepta la vida.
Suspiré, y sin mirarlo, dije:
—Treinta días. Feliz aniversario. —Giré apenas la cabeza, con una mueca de sarcasmo seco en los labios. —¿No hay pastel?
Tobias soltó un resoplido, mitad risa ahogada, mitad “no tengo energías ni para burlarme de tu sarcasmo”.
—Un mes sin salir. —Dijo, como si fuera un parte meteorológico. —Y hoy… cruzó la puerta.
Mi pecho se tensó. No lo suficiente para esperanzarme. Solo para doler.
—¿Y? —Pregunté al fin, ronca, sin disimular el desgaste.
—Fue al primer piso, a un antiguo salón lleno de espejos. La seguí a unos metros, no quise decir nada.
Me giré un poco, lo justo para registrar el gesto de su rostro. Nada. Era el mismo maldito mármol con voz.
—Se quedó de pie frente al espejo. Mucho rato. —Respiró hondo. —Y luego se vino abajo. Tanto física como emocionalmente. Fue como si todo el peso le cayera encima de una vez. El ojo… le sangró. Apenas, pero lo noté.
Apreté los dientes, bajé la vista. El pasto entre mis botas tenía hojas marchitas. Las flores del cerezo seguían cayendo, como si ese árbol no supiera que ya no quedaba primavera.
—¿Está bien ahora?
—Está sentada en la cama. No me echó. Pero tampoco habló. Solo me pidió que no me fuera.
Me quedé callada. Él también. El tipo de silencio que no necesita permiso. Tobias empujó una ramita con la punta de su bota.
—No me pidió que te llamara. Tampoco que no lo hiciera… pero te vio desde la ventana.
Solté una risa seca, breve, casi un ladrido.
—Y aun así no salió.
—No podía. —Dijo él, al fin mirándome. —Tú no sabías cómo volver y ella no sabía cómo ser vista de nuevo. Pero hoy… creo que ambas están más cerca.
Me pasé una mano por la cara. No había lágrimas, solo tierra seca y ojeras acumuladas.
—¿Y qué esperas que haga? ¿Que suba, toque la puerta y le diga que todo va a estar bien?
—No. Espero que entres, la mires… y le permitas decidir qué hacer con eso. Sin explicaciones. Sin presión. Solo… estar ahí.
Miré mis guantes. El polvo les había comido el color. Las flores caídas me rodeaban como si yo también hubiera caído del árbol.
—Si grita, si me echa…
—Entonces será su forma de sanar. Pero si no subes ahora, puede que no vuelva a abrir esa puerta por mucho tiempo.
Se puso de pie. No con autoridad, sino que con resignación. Me ofreció la mano. No la tomé. Pero me levanté igual. Sacudí la tierra de mis guantes con un golpe seco, como si eso bastara para sacudirme la espera.
—Sigue ahí arriba. —Dijo Tobias, ya dándome la espalda. —Y la puerta… sin seguro. Te está dejando entrar, aunque no lo diga.
Asentí.
Me levanté sin apuro. Sin épica. Como quien camina hacia algo que no sabe si va a doler o a sanar. Crucé el jardín, dejando atrás la banca, los pétalos, la espera que me había tatuado en los huesos. Subí los escalones de la entrada sintiendo cómo cada paso pesaba más que el anterior.
La puerta de la mansión se abrió con ese crujido educado que siempre tuvo, como si hasta el aire aquí supiera comportarse mejor que yo. El interior olía a madera vieja y cera, como siempre. Como nunca. Avancé por los pasillos en silencio. Las paredes me devolvían el eco de mis propios pasos como si me recordaran que seguía siendo una intrusa con nombre propio.
Subí las escaleras. Una a una. Cada peldaño como un recordatorio de los treinta días que me separaban de este momento. No corrí, tampoco temblé. Pero juro que si alguien me tocaba el hombro en ese instante, me habría quebrado.
Y entonces, ahí estaba, su puerta.
Apoyé la mano en el pomo. Frío. O tal vez era mi piel la que ya no retenía calor, como si todos estos días bajo el cerezo me hubieran vaciado algo más que la paciencia. Giré el pomo despacio, como si abrir esa puerta pudiera romper algo… o repararlo. El clic sonó suave. Íntimo. Como un susurro que conocía demasiado bien.
Entré.
El aire se sintió distinto. No por el olor a cera y jazmín, ni por la luz ámbar que filtraban las cortinas como un recuerdo que se niega a apagarse. No. Fue el silencio. Ese silencio denso que no es vacío, sino testigo. Que no observa: aguarda. Un silencio que me envolvió como si me hubiera estado esperando todo este tiempo.
Y entonces lo supe, ella también me había estado esperando. A su modo. En su mundo roto. Detrás de esas cortinas, de esas puertas cerradas, de los vendajes que no solo cubrían heridas físicas.
Ahí estaba ella.
Sentada al borde de la cama. Frágil, pero no vencida. Su figura quieta, el cabello cayéndole en mechones desordenados, el parche sobre el ojo izquierdo como un sello de guerra. Y sin embargo… había algo en la forma en que me miró con el derecho, fijo, abierto, temblando apenas, que me desarmó por dentro.
Me quedé en el umbral, sin decir nada. Solo mirándola. Como si con los ojos pudiera decirle que seguía ahí. Que siempre estuve ahí.
Entonces, ella habló. Su voz era tan baja que casi no la escuché.
—Te vi… —Murmuró, con la voz apenas quebrada. —Afuera. Cada día.
Hizo una pausa. No me miraba directo, pero su ojo visible se mantenía temblando, como si cada palabra le costara una herida nueva.
—No quería mirar… pero te sentía.
Asentí con la garganta cerrada.
—Lo sé. —Respondí. Yo había sentido esa mirada invisible clavarse en mí como un hilo que nunca se cortaba.
—A veces salía. —Dijo, bajando aún más la voz. —Solo hasta la habitación del frente.
Suspiró.
—Me escondía tras la cortina, con la espalda contra la pared… y te espiaba por la ventana.
Eso me rompió de ternura. Como si esa confesión fuera la prueba final de que, a su manera, también había estado peleando por no perderme.
—Hoy… —Siguió, tragando saliva. —Salí de la habitación, pero de verdad. Fui al primer piso, a un antiguo salón familiar lleno de espejos.
Se quedó en silencio un segundo. Entonces alzó apenas el rostro.
—Pensé que era un avance. Que… podía sola con esto.
Di un paso lento, luego otro. No por miedo a acercarme sino que por respeto. Porque cada centímetro entre nosotras había sido un campo de minas los últimos treinta días.
—Me paré frente al espejo. —Dijo ella, como quien describe un campo de batalla. —Solo quería abrir el ojo… aunque fuera por un instante.
Su voz tembló, igual que sus dedos al tocarse la mejilla.
—Pero duele. Por fuera, como si me arrancaran la piel desde adentro. Y por dentro... es peor. Es como si algo estuviera latiendo ahí, algo que no soy yo. Como si el ojo... mirara solo.
Su respiración se volvió errática, presa del recuerdo.
—Siento que si lo abro más... si lo dejo ver, va a ver cosas que yo no quiero. O peor... que va a hacer cosas que yo no pueda detener.
Me detuve ahí, a medio metro de ella. No hacía falta más. Ya estaba escuchando con todo el cuerpo. Y ella… ella por fin se estaba dejando ver.
—Y luego vi esto. —Su mano bajó hasta su pecho, donde el vendaje asomaba— Esta… cosa. La piel nueva, la que brilla cuando no debería. No parece mía. No se siente mía. Solo me recuerda que fallé. Que no pude detenerlo. Que Jhin me rompió… y alguien más me reconstruyó sin preguntarme cómo quería quedar.
Bajó la mirada. Su voz era la de alguien que intenta hablar sin romperse.
—Ya no soy la mujer que tú elegiste, Vi.
Sentí el temblor nacer en mis costillas y subir hasta la garganta. No lo dejé salir. No aún.
—¿Y quién dice que estoy buscando a la misma?
Caitlyn parpadeó y fue suficiente. Las lágrimas se acumularon, esas que había mantenido prisioneras quién sabe por cuántos días. No lloraba por lo que se había roto. Lloraba por lo que aún podía construirse.
—No soy fuerte —susurró, con la voz rota por dentro—. Ni valiente. Estoy hecha de miedo... de partes rotas que ya no sé si pueden volver a encajar.
Bajó la mirada, como si incluso eso costara.
—Y me asusta lo que hay en mí. Ese... ojo. Ese reflejo que ya no reconozco. Pero más que nada... me da miedo que tú me mires. Que veas lo que soy ahora. Que veas lo que me estoy volviendo.
Me acerqué un poco más, solo lo suficiente para que nuestros ojos quedaran alineados. Para que supiera que sí la veía, no me iba a ir.
Hizo una pausa.
—Y que un día… te haga daño. Sin querer. Sin poder evitarlo.
—¿Sabes qué me asusta a mí? —Le dije, sin dureza, pero con esa verdad que arde lento—. Que todavía pienses que me enamoré solo de tu reflejo. Como si fueras un cuadro bonito colgado en una pared segura.
Negué con la cabeza, suave.
—Me enamoré de la mujer que vi en Stillwater. De la que le sostuvo la mirada a Ambessa sin parpadear. De la que prefirió romperse a dejar que alguien más cayera.
Respiré hondo, tragándome los temblores.
—Esa mujer… no se fue. Quizás ahora susurra, quizás tiembla. Pero no se apagó.
La miré, firme.
—Yo la veo. Siempre la he visto. Y aunque cambie… aunque duela… no voy a dejar de verla.
Cerró los ojos, conteniendo el aire como si mis palabras dolieran. Y tal vez sí. Porque decirle que no ha desaparecido a alguien que se siente perdida… duele.
—No sé cómo volver a encontrarme… —Murmuró, y había algo roto en su voz. No solo confusión, culpa.
Me acerqué, pero no demasiado. El espacio entre nosotras aún dolía.
—No tienes que hacerlo ahora… ni hacerlo perfecto… ni sin miedo.
Respiré hondo, el corazón latiendo como si también me hablara.
—Y aunque sientas que podrías perderte en el intento… aunque te asuste arrastrarme contigo…
Me incliné apenas, lo justo para que nuestras sombras se tocaran.
—Déjame estar ahí. Incluso si duele. Incluso si te da miedo herirme. No voy a soltarte por miedo a sangrar un poco.
El silencio se hizo denso pero no incómodo. Era el tipo de silencio que cicatriza.
Entonces, ella extendió la mano. Con lentitud, como si pesara una tonelada.
La tomé. Su mano estaba fría, frágil y firme.
Me senté a su lado, sin soltarla. No la abracé, no quise invadir el poco espacio que me estaba regalando. Solo me quedé ahí a su lado. Con la frente casi rozando su hombro.
—No me sueltes. —Susurró, como un ruego que solo se hace cuando todo lo demás se ha rendido.
—No pienso hacerlo. —Le respondí.
Con su mano entre la mía, su cuerpo temblando apenas, su voz rota... supe que ya no estábamos en guerra. Solo necesitábamos aguantarnos el miedo y lo hicimos. En silencio.
Los minutos se deslizaron entre nosotras como si el tiempo, por fin, hubiera entendido que debía ir despacio. Nadie se movió. Nadie dijo nada. Solo el crujido lejano de la madera y el zumbido tenue de los pájaros afuera acompañaban ese momento suspendido.
La luz de la ventana proyectaba un resplandor tibio, suficiente para calmar sin invadir. El silencio acariciaba los bordes de la habitación con esa ternura casi coreografiada.Todo estaba en calma. Como si incluso el aire respirara más lento para no interrumpirnos.
Caitlyn seguía sentada en la cama, con la bata deslizándose apenas sobre sus hombros. Vulnerable, sí. Frágil. Pero no derrotada. No esta vez. Y yo seguía ahí, a su lado, con nuestros dedos entrelazados como si fueran la última frontera entre el miedo y la rendición.
Hasta que, finalmente, fue ella quien rompió el silencio.
—Vi... —Su voz fue apenas un murmullo. —¿Puedes quedarte hoy… esta noche?
La miré de reojo, con esa media sonrisa automática que siempre me salía cuando no sabía cómo sostener algo tan tierno.
—¿Aquí aquí? ¿O en plan guardia silenciosa al pie de la cama?
Ella me miró, y su único ojo visible decía mucho más de lo que su voz podía juntar.
—Aquí... conmigo. No quiero que te vayas. No esta noche. No mientras esto… —Rozó su pecho, la mano temblorosa. —Duele. Por dentro, por fuera…
Su voz se quebró.
—Y el ojo… a veces siento que respira. Como si tuviera su propia voluntad. Como si esperara para tomar el control.
Bajé la cabeza y reí apenas. El tipo de risa que viene cuando uno quiere llorar, pero no se atreve.
—Pobre Jayce… seguro extrañará mis dulces ronquidos en su sofá. A estas alturas debe dormir abrazado a una de mis botas.
Y Caitlyn, como si el solo imaginarlo le aflojara algo por dentro, rio también. Su risa era breve, rota… pero real. Esa risa me sostuvo más que cualquier promesa.
—Haz lo que tengas que hacer… pero quédate. —Dijo. Y luego, bajando la voz como quien se entrega del todo. —Le pediré a Miriam que le envíe un mensaje. No quiero que se preocupe. Ni tú, ni ellos deberían cargar con más de lo necesario esta noche.
La miré y sonreí, aunque con un nudo en la garganta.
—Ahí estás…
Mi voz salió más suave de lo que planeé.
—Esta es la Caitlyn que recuerdo. La que siempre pensaba en todos, incluso cuando era ella la que más dolía.
Ella no respondió. Pero su ojo pendiente a mi rostro, habló por ella. Me sostuvo la mirada como quien se aferra a un salvavidas, y en ese silencio… lo dijo todo. Que quería quedarse, que tenía miedo y que, pese a todo, estaba eligiéndome.
Me puse de pie. Me quité la chaqueta como quien se despoja de una coraza que ya no sirve. Luego las botas, pesadas, ruidosas, como si dejaran huellas incluso sobre la alfombra. Y debajo… solo quedaba una camisa de manga corta, arrugada y con olor a noche larga, y el boxer que ya se sentía parte de mí después de tantos días sin más que sobrevivir.
Nada más. Nada menos.
Así, sin armadura, sin excusas, me deslicé bajo las sábanas con el mismo cuidado con el que se entra a una ruina sagrada, porque eso era este lugar mí.
Ella se recostó con lentitud, como si su cuerpo aún dudara si merecía el descanso. Buscó mi calor sin apuro, pero con una intención clara. Su cabeza se apoyó en mi hombro y soltó un suspiro tan largo que sentí cómo el peso de los treinta días abandonaba, poco a poco, su pecho.
Me quedé inmóvil, dejando que se amoldara a mí como quien por fin encuentra el lugar exacto donde encajar. Su cabello me rozaba la mandíbula, su respiración, desacompasada al principio, empezó a sincronizarse con la mía. Cada exhalación suya me acariciaba la clavícula, tibia, vulnerable, casi sagrada.
Mi mano la rodeó por instinto, encontrando su cintura bajo la tela fina de la bata. No hice presión. Solo dejé que mis dedos descansaran allí, como un ancla suave. La yema de mi pulgar trazó un camino breve por su espalda, una caricia mínima que no pedía nada a cambio. Ella no se alejó. No se tensó. Solo respiró más hondo.
Su piel estaba fría. No como el invierno. Sino como algo que ha estado mucho tiempo sin ser tocado.
La miré de reojo. Sus ojos estaban cerrados, pero sus cejas levemente fruncidas. Como si incluso en el descanso le costara no mantenerse alerta. Bajé un poco la cabeza y dejé un roce apenas en su sien. No un beso. Un contacto. Una presencia.
Así nos quedamos unos minutos. Suspendidas en esa calma artificial donde el mundo deja de exigir explicaciones. Donde los cuerpos hablan en un idioma más viejo que el miedo.
Entonces, su voz. Un susurro apenas. Como una confesión que se escapó antes de ser censurada.
—Vi…
Me giré un poco, bajando la mirada hacia ella.
—¿Qué pasa?
Abrió los ojos. No me miró al principio. Sus dedos se movieron lentamente hasta el borde de las vendas que le cruzaban el pecho, las rozó como si todavía le dolieran, como si fueran parte de ella y a la vez, una carga ajena.
—Ayúdame a quitarme esto. —Dijo, sin adornos.
Me tensé, solo un segundo.
—¿El qué?
—Las vendas. —Murmuró. Finalmente alzó la vista, clavando su único ojo en el mío. —No quiero seguir ocultándome de ti.
Me quedé quieta. Muy quieta. El corazón me golpeaba despacio, como si quisiera advertirme de lo que venía. No por miedo a lo que iba a ver… sino por lo que significaba que ella me lo permitiera.
—¿Estás segura?
Mi voz salió más baja de lo que pensaba. Casi un susurro. Como si no quisiera asustarla con el sonido.
Ella no respondió de inmediato. Sus pestañas temblaron, y por un segundo, todo su cuerpo pareció hecho de cristales a punto de quebrarse. La vi morderse el labio, como si buscara dentro de sí el coraje que se le escurría entre los dedos.
—No… —Admitió al fin, su voz apenas audible. —No lo estoy.
Tragó saliva. Sus hombros temblaron ligeramente, pero no se alejó.
—Tengo miedo de todo lo que soy ahora. O peor… de no saber qué soy.
Sus dedos rozaron las vendas sobre su pecho, como si ese simple gesto fuera una declaración de guerra contra sí misma.
—Sé que si me ves… de verdad, sin esto, sin filtros… ya no hay marcha atrás. No puedo seguir fingiendo que estoy entera, que todo esto no cambió algo en mí.
Alzó la vista, y ese ojo azul, el único que aún respondía con humanidad, me sostuvo con una franqueza que casi dolía.
—Pero si tú puedes mirarme así… tal vez yo también pueda empezar a hacerlo.
Llevó la mano al parche del ojo, rozándolo con la punta de los dedos, como si el contacto pudiera ordenar el caos que latía debajo.
—Tal vez pueda empezar a creer que todavía soy yo… y no solo un cuerpo dominado por algo que brilla desde donde no debería.
Se incorporó, quedando sentada. Yo también me incorporé. Me temblaban los dedos.
Nos sentamos frente a frente sobre la cama, con las piernas cruzadas y el silencio vibrando entre las sábanas arrugadas. La distancia era mínima, pero el momento la hacía inmensa. Respiré hondo, como si el aire me preparara para algo que no se decía con palabras.
Mis manos, más tranquilas de lo que alguna vez imaginé posibles, flotaron entre nosotras. No la tocaron de inmediato. Se quedaron ahí, suspendidas, como si necesitaran pedir permiso al espacio, a su cuerpo, a los días que habían pasado desde la herida. No había prisa. No podía haberla. Aquello era un ritual, no un simple gesto.
Caitlyn se enderezó con lentitud, como si su columna redescubriera el movimiento, como si cada vértebra soltara un suspiro contenido. La miré mientras lo hacía, sintiendo cómo algo en mi pecho se alineaba con el suyo. Nos movimos al mismo ritmo. Sin decidirlo. Como si el mundo se hubiera detenido solo para ese instante.
Mis dedos se acercaron por fin a las vendas. Las rozaron apenas. La yema tocó la tela áspera con una devoción casi infantil, como si el más leve descuido pudiera borrar todo lo que habíamos reconstruido. El vendaje crujió, leve, resignado. Aun así, tardé en tirar de él.
La primera vuelta se aflojó con lentitud, revelando apenas un trozo de piel marcada. Una línea. Una frontera entre el dolor y lo que viene después. El aire cambió. Se volvió más denso, cargado de significado. Como si esa franja de carne hubiese estado esperando ser vista. No solo por mí. Por ella también.
Le busqué el rostro. Tenía los ojos cerrados, los labios apretados, y un temblor suave, casi imperceptible, le recorría el cuerpo. Como si la memoria despertara justo debajo de su piel.
—Avísame si quieres que me detenga. —Susurré, la voz temblando apenas, como una cuerda al borde del quiebre.
No hubo respuesta verbal. Solo el leve estremecimiento de su cuerpo, una sacudida sutil que no se tradujo en retroceso. Se quedó ahí, frente a mí, firme como una promesa silenciosa. Sus manos se aferraron a las sábanas, los nudillos pálidos, como si intentara contener desde afuera el temblor que le nacía por dentro.
Seguí. Despacio. Casi sin respirar. Cada capa que retiraba lo hacía con la delicadeza de quien desarma una ofrenda. La venda crujía suavemente al desenrollarse, y ese sonido, mezclado con nuestra respiración, se volvió una melodía rota, íntima, suspendida en el aire.
La luz del atardecer se filtraba por la ventana, cálida, líquida, dorada como miel. Acariciaba su piel expuesta con una ternura que parecía ajena al mundo. La cicatriz que asomó bajo la tela no era solo una marca: brillaba bajo esa luz tibia como si la herida hablara en otro idioma. Iridiscente. Honesta. Hermosa.
Con cada vuelta que quitaba, algo más se desmoronaba entre nosotras. No era solo tela lo que caía: era una barrera, una defensa tejida con silencios y miedos antiguos. La sentí más cerca, más real. El calor de su cuerpo empezaba a fundirse con el mío, y su respiración rozaba el dorso de mi mano, como una promesa que no se atrevía a decirse en voz alta.
Mi pecho latía con fuerza, como si supiera que estábamos cruzando un umbral. No de piel, sino de confianza. De entrega.
Cuando mis dedos alcanzaron la última capa, me detuve. Solo un segundo. Solo lo necesario para inhalar hondo, como quien se prepara para sumergirse en un mar oscuro sin saber si volverá a salir igual.
—Ya casi está. — Murmuré, más para tranquilizarme a mí, que a ella.
Y entonces, Caitlyn abrió los ojos.
No dijo nada. No hizo falta. En su mirada había una mezcla cruda de miedo y esperanza. Como si no supiera si quería ser vista… o si ya no podía soportar seguir oculta. Sus pestañas aún vibraban, atrapadas en la tensión del momento.
Dejé que la última venda se deslizara. Cayó sin ruido, como una piel antigua abandonando su cuerpo. Y ahí estaba ella, completa en su fragilidad, expuesta en su verdad. La herida que había escondido tanto tiempo ya no estaba cubierta. Y por primera vez, no parecía una marca… sino una historia.
Me quedé allí, observándola por un instante eterno, con el corazón enredado en la garganta. La piel Hextech resplandecía con una belleza desgarradora; líneas iridiscentes dibujaban patrones extraños y hermosos a lo largo de su pecho, mezclándose con la piel humana en una danza trágica y poderosa. No era perfecta. Pero tampoco era terrible. Era algo más. Era la prueba tangible de todo lo que había sobrevivido.
No sentí miedo, ni lástima. Solo respeto. Admiración. Una devoción silenciosa por la mujer que estaba frente a mí, que había cruzado infiernos enteros para llegar hasta aquí.
Mis dedos se acercaron despacio, temblando de emoción y reverencia. Rozaron suavemente el borde luminoso de la cicatriz, y sentí cómo Caitlyn contenía la respiración, atrapada entre el temor y la confianza absoluta.
—No es lo que eras. —Susurré, mi voz cargada de emociones. —Pero tampoco es algo roto. Es todo lo que sobreviviste.
Ella apretó los labios aún más, y el brillo húmedo en su ojo creció, sin caer del todo. Sus hombros subieron y bajaron suavemente, soltando un suspiro tembloroso.
—No quiero que te asuste. —Murmuró con dificultad.
La miré fijamente, con una sonrisa leve y sincera.
—¿Asustarme? Esto... —Mis dedos recorrieron lentamente la cicatriz, como acariciando un lenguaje secreto. —Esto es hermoso. Tú eres hermosa con o sin cicatrices.
Caitlyn dejó escapar el aire lentamente, como si hubiera contenido esa respiración durante semanas.
—No sé si podré acostumbrarme a verme así. —Confesó casi en un susurro, la voz quebrada pero honesta.
—No tienes que hacerlo ahora. —Dije, acercándome aún más. —No tienes que gustarte hoy. Estaré aquí, contigo, mientras aprendes a hacerlo otra vez.
Ella asintió, cerrando los ojos con un gesto mínimo. Su mano subió lentamente hasta encontrar la mía, presionándola suavemente contra su pecho, sobre esa piel nueva y brillante, sobre esa cicatriz que ahora era nuestra.
Nos quedamos así, unidas en ese instante frágil, sabiendo que estábamos empezando algo mucho más profundo que sanar heridas físicas.
Nos recostamos de nuevo, como si el mundo, por una puta vez, nos concediera tregua. La rodeé con un brazo, y Caitlyn se acomodó contra mi pecho con esa precisión absurda que solo tienen las cosas que siempre estuvieron destinadas a encajar. Su respiración se sincronizó con la mía como si lleváramos años esperando ese momento. Cerré los ojos, dejé caer la barbilla sobre su cabeza, y por un segundo… el miedo pareció quedarse fuera de la habitación.
Nuevamente Cait rompió el silencio:
—Entonces… ¿Aceptas quedarte? —Murmuró, con una media sonrisa que apenas rompía la quietud. —Digo… ¿Debo enviarte una invitación formal? ¿Una carta tal vez? ¿Sello de cera y todo?
Sonreí. Abiertamente esta vez. Porque claro que era ella, incluso rota, incluso temblando. Incluso ahora, podía burlarse con la elegancia de quien ha caminado por el infierno y aún se permite un chiste.
—Depende. —Susurré contra su pelo. —¿Incluye desayuno? ¿O solo trauma compartido y sarcasmo matutino?
—Una taza de té... y mi compañía. —Contestó, casi con tono de regia hospitalidad.
—Entonces sí. Me quedo. —Dije, bajito. —Hasta que me eches. Y aun así… puede que insista.
Sintió la sonrisa en mi voz, y se rio. Una risa bajita, quebrada, como un cristal temblando antes de caer. Pero no cayó. No del todo. En vez de eso… lloró. No a gritos, no como un desborde. Lloró como quien se permite, por fin, aflojar un nudo que llevaba demasiado tiempo en el pecho.
Se aferró a mí con más fuerza, como si mi cuerpo fuera el último borde antes del abismo. Sus brazos me rodeaban con desesperación muda, y sus lágrimas —tibias, calladas— empezaron a caer sobre mi piel. No eran solo agua: eran confesiones que no sabían salir en voz alta. Y yo no dije nada. No necesitaba. La dejé llorar, porque a veces eso también es amar.
Sentí su respiración romperse contra mi clavícula, ese temblor contenido que solo aparece cuando el miedo comienza, por fin, a soltar los dientes. Su pecho subía y bajaba en un ritmo irregular, como si cada exhalación le costara más que la anterior.
Entonces mis manos comenzaron a moverse. Sin apuro. Sin intención de consolar, sino de sostener. Dibujé líneas lentas sobre su espalda, una tras otra, vértice por vértice, como quien traza un mapa que ya conoce pero nunca se atrevió a recorrer. No estaba tocando solo a Caitlyn. Estaba tocando todo lo que había resistido dentro de ella. Todo lo que había sobrevivido. Su fragilidad me pareció lo más hermoso que había visto en meses.
Y cuando sentí que podía hablar, no antes, no hasta estar segura de no romperla, lo hice.
—Recuerdo todo, Cait.
Ella no respondió de inmediato. Solo un leve estremecimiento, apenas perceptible, recorrió su espalda. Aún tenía la frente apoyada contra mi clavícula, su aliento tibio y tembloroso marcando un ritmo irregular sobre mi piel. Las lágrimas no se habían secado del todo. Su cuerpo seguía envuelto en ese temblor silencioso de quien ha llorado tanto que ya no queda nada… excepto el eco.
Se separó un poco. Lo justo para alzar el rostro, todavía húmedo, todavía frágil. Sus ojos me buscaron, empañados, como si no estuviera segura de haber escuchado bien. Como si el dolor todavía la protegiera de la esperanza.
No dijo nada. Pero en su mirada, rota y abierta, había una pregunta muda. Una súplica apenas contenida. Algo en ella se aferraba a mis palabras con todo el miedo del mundo… y todas las ganas de creer que eran verdad.
—¿Qué… dijiste? —Preguntó. Apenas un susurro. Como si temiera que repetirlo fuera romperlo.
—Después de la pelea con Jhin. —Le comenté, despacio, como si las palabras se sintieran con las encías antes de soltarse. —Cuando desperté... fue como un golpe. Todo. Lo nuestro. Lo mío. Lo que éramos. Volvió de una. Sin aviso. Como si alguien encendiera la luz en mitad de la tormenta.
Su aliento se cortó por un segundo. El parpadeo fue lento. Como si pestañear pudiera cambiar el significado.
—¿Y por qué no me lo dijiste antes? —Preguntó Caitlyn. Su voz no era suave. Era dura. Como si llevase días guardándose esa pregunta sin saber que la tenía… y ahora saliera empujada por todo lo que no se dijo.
La miré y algo en mí también se quebró.
—¿De verdad me lo preguntas? —Mi voz salió baja, pero tensa. —Porque no me dejaste acercarme. Porque durante treinta malditos días me cerraste la puerta en la cara. Porque no sabía si estabas esperándome… o diciéndome que ya no había lugar para mí.
La vi encogerse un poco. No físicamente, sino por dentro. En esa forma en que alguien se traga su culpa antes de que le rebalse por los ojos.
Y entonces, bajé la guardia.
—Y porque no quería que creyeras que solo volví a quererte porque me acordé de cómo hacerlo.
Eso la rompió del todo, lo vi. En el temblor de sus labios. En cómo sus ojos buscaron cualquier sitio que no fuera el mío, como si mirarme la hiciera más vulnerable. Bajó la mirada, no por vergüenza… sino porque no sabía cómo sostener tanto al mismo tiempo.
Yo tampoco, pero estaba ahí, para sostenerla si lo necesitaba.
Y luego, muy despacio, como quien decide quedarse en lugar de huir, alzó la mirada. Sus ojos seguían húmedos… pero ya no por el miedo. Esta vez, estaban llenos de algo más blando. Más humano.
—Vi… —Dijo mi nombre como si lo acabara de encontrar entre los restos de todo lo que habíamos sido. —Eso era todo lo que quería. Que volvieras tú. No tus recuerdos. No una versión perfecta. Solo tú.
La sonrisa que me escapó fue torpe, ladeada, medio rota, pero era mía y era por ella.
—Pues te salió bien, Comandante. —Murmuré, encogiéndome de hombros como quien intenta no desarmarse del todo. —Aunque no te voy a mentir… hubo algunas escenas de mi glorioso pasado que fueron un completo infierno de revivir.
—¿Como cuál? —Preguntó, ya medio sonriendo. Esa sonrisa suya. Ese hilo de luz en la tormenta.
La miré y me preparé para el golpe.
—¿Recuerdas el burdel?
Se cubrió la cara al instante. El color le subió a las mejillas como si le hubiera dicho una grosería en medio de la Corte.
—Oh, por favor… —Se tapó la cara inmediatamente, ruborizándose hasta la raíz del cabello como si le hubiera incendiado el alma con una bengala. —Dime que no estás hablando de esa ocasión…
—¿Y cómo no hacerlo? Fue glorioso. —Repliqué con una sonrisa cargada de maldad y nostalgia. —Especialmente el momento en que sugerí que te hicieras pasar por una trabajadora del lugar. Todavía siento la puñalada que me lanzaste con los ojos.
—Estaba investigando. —Dijo ella, indignada y adorable al mismo tiempo. — ¡Era una misión para obtener información sobre Silco!
—Claro que sí, Matilda. —Respondí, imitando su voz con un tono exageradamente nasal.
Caitlyn dejó escapar un gemido de pura agonía social, como si pudiera hundirse hasta desaparecer en el colchón.
—Dios, Vi, ¿en serio vas a revivir eso otra vez?
—“Sí, me llamo Matilda. Me pusieron Matilda por mi bisabuela Matilda…” —Continué imitando su acento sofisticado de Piltover con exageración teatral. —Jamás en mi vida vi a alguien improvisar una mentira tan mala con tanta elegancia. Fue legendario.
—¡No tenía idea de que iba a necesitar una historia de respaldo! —Protestó, dándome un golpecito suave en el pecho. —¡Estaba aterrada! Y tú tampoco ayudabas en absoluto, empujándome como si fuera experta en… en esas cosas.
Le acaricié el costado suavemente, riéndome bajito contra su cuello.
—¿Ah, no? Desde afuera parecía que te adaptaste bastante bien. Especialmente cuando te vi en esa habitación… con aquella chica enmascarada. Sonreías mucho para estar interrogando.
Se giró abruptamente hacia mí, sus ojos abiertos de par en par, escandalizada y colorada a partes iguales.
—¡Eso era parte del trabajo!
—Mmmm, desde donde yo estaba, parecía que estabas considerando seriamente un cambio de carrera. Por un segundo sentí celos… hasta que recordé que soy irresistible.
—¡Te odio! —Exclamó riendo ya sin control, dándome otro golpe suave. —¡Estaba interrogándola con sutileza!
—¿Sutileza? ¿Con miradas tiernas y risitas cómplices?
—Era un enfoque… delicado —Insistió, ahora completamente roja y riendo abiertamente. —Además, tú me abandonaste en medio de un mar de terciopelo barato y escotes demasiado profundos. ¡Fue una emboscada!
Escondí el rostro en su cuello y me reí contra su piel, disfrutando el calor de su risa temblorosa.
—Y aun así, lo lograste, Matilda. La espía más creíble de Piltover. Por un momento pensé que ibas a conseguir una clientela fija.
—Eres insoportable. —Susurró entre risas, pero su voz temblaba más por alegría que por vergüenza.
—Lo sé. Pero estabas hermosa. —Le dije en voz más baja, con sinceridad desnuda. —Incluso con esa ropa zaunita tan ajustada que no te dejaba respirar.
—¡Vi! —Protestó débilmente, ocultando la cara contra mi cuello.
—No estoy mintiendo. —Murmuré, bajando aún más la voz. —Me robaste el aire, Cait. Literalmente.
Se quedó callada un instante, recuperando el aliento contra mi piel, sus risas convirtiéndose lentamente en suaves suspiros. Su cuerpo tembló ligeramente, pero ahora no por miedo ni por dolor, sino por la inesperada alegría que nos estábamos permitiendo.
—Jamás pensé que recordar esa noche me haría reír así. —Murmuró finalmente, con la voz llena de asombro y algo parecido al alivio.
La estreché un poco más contra mí, dejando que la risa se diluyera lentamente hasta convertirse en suspiros cálidos. Su cuerpo encajaba perfectamente contra el mío, como si cada curva, cada respiración y cada latido hubieran sido diseñados desde el principio para coincidir exactamente así.
Mis dedos dibujaban caminos lentos y suaves sobre su espalda, redescubriendo la forma exacta de sus cicatrices, reconociendo cada temblor que aún guardaba su piel. No había prisa; ya no necesitábamos correr, ni luchar, ni demostrar nada. Esta era nuestra tregua, nuestra calma, nuestro territorio ganado después de tantas batallas silenciosas.
—Entonces, supongo que algo estamos haciendo bien. —Susurré, con la voz baja y casi ronca, acariciando suavemente su nuca mientras sentía cómo se relajaba aún más contra mí.
Ella suspiró profundo, y sentí su respiración cálida contra mi cuello, erizándome la piel. Nos quedamos así un largo momento, envueltas en un silencio cargado de promesas, sonriendo con esa ternura que sólo llega cuando el miedo retrocede y deja espacio para lo inevitable.
Me incliné un poco más, rozando suavemente su oído con mis labios.
—Gracias. —Le susurré, tan bajo que mi voz parecía solo aire tibio. —Por entrar conmigo aquella noche… y por no darme un puñetazo en la cara ahí mismo.
Caitlyn se rio suavemente, y pude sentir su sonrisa contra mi piel.
—Todavía estoy considerando cobrármela, ¿sabes?
Mi sonrisa se ensanchó lentamente, mis labios aún cerca de su oreja, mi respiración acariciando su piel.
—Te dejo hacerlo. —Murmuré lentamente. —Pero con cariño, ¿sí?
Ella levantó ligeramente el rostro, lo justo para mirarme directamente a los ojos. En su expresión ya no había dudas ni distancia. Solo ella, y yo, y ese espacio infinitamente pequeño que aún separaba nuestros labios.
Mis ojos encontraron los suyos en la penumbra, y supe de inmediato que esta vez, ninguna iba a retroceder. Nos quedamos suspendidas en ese instante, respirando lento, dejando que la tensión se acumulara suavemente entre nosotras como un secreto a punto de revelarse.
La oscuridad nos había alcanzado sin que nadie encendiera una lámpara. Y en esa penumbra suave, casi líquida, su rostro se dibujaba apenas con los últimos restos de luz filtrándose desde la ventana. La sombra acariciaba la curva de sus mejillas, y el brillo tenue de sus labios entreabiertos era lo único que parecía conservar el color del mundo.
Mi corazón latía lento. Profundo. Como si entendiera que estábamos dentro de algo sagrado, suspendidas en un segundo que no volvería.
Llevé la mano hacia su rostro con una suavidad que no sabía que tenía. El dorso de mis dedos rozó su mejilla apenas, como si necesitara confirmar que seguía ahí, tan real. Su piel estaba tibia, suave… conocida como un recuerdo, pero nueva como una promesa.
—Vi… —Susurró, y su voz fue un temblor apenas perceptible en la quietud.
No respondí con palabras. Solo me incliné hacia ella, muy despacio, dejando que cada centímetro robado al espacio entre nosotras se sintiera. Que pudiera anticiparlo. Que lo deseara antes de que ocurriera. La penumbra nos envolvía, cálida, como si la noche misma contuviera la respiración.
Sus ojos se cerraron justo antes del contacto, con una delicadeza que me partió el alma. Y cuando mis labios rozaron los suyos por primera vez, su aliento se suspendió, atrapado entre el miedo y la entrega.
La besé.
Al principio fue un roce apenas, como el contacto de dos pétalos en el viento. Tembloroso, reverente. Probando. Sintiendo. Pero bastó que su boca respondiera, mínima, vulnerable, viva, para que todo lo demás desapareciera.
Presioné mis labios con más intención, aún suave, pero segura. Y en ese instante, ella suspiró dentro de mí. Un sonido bajo, íntimo, que vibró entre nuestras bocas y se me clavó en el pecho como una promesa.
Nos separamos apenas lo justo para respirar, nuestras frentes casi tocándose, y luego volvimos a encontrarnos. Con más firmeza. Con la certeza de que estábamos volviendo a casa. Su mano subió por mi cuello, lenta, como si explorara un camino que ya conocía pero necesitaba tocar de nuevo. Se enredó en la base de mi cabello y me atrajo aún más.
Su boca era cálida, abierta, dispuesta. Cada movimiento era lento, cargado de intención. No había urgencia, solo el deseo de saborear lo que creíamos perdido. Mis dedos descendieron por su mejilla hasta su mandíbula, delineándola con la punta, sintiendo el pulso vibrar justo bajo la piel.
Entonces su boca se abrió bajo la mía, suave, sin prisa, y cuando profundicé el beso, un gemido leve, apenas contenido, escapó de su garganta. El sonido me recorrió entera. Fue piel. Fue vértigo. Fue vida.
Ese beso no fue solo deseo. Fue rendición. Una tregua sellada con labios temblorosos y hambre vieja. Fue perdón. Fue un ancla.
Cuando por fin nos separamos, solo un suspiro de distancia, su respiración temblaba contra la mía. Sus labios todavía entreabiertos, húmedos, como si el beso siguiera ahí.
—Te extrañé, Cait. —Susurré, acariciando su rostro con los dedos, despacio, como si aún estuviera memorizándola.
Ella sonrió, una sonrisa tímida y radiante que hizo que todo mi pecho se calentara.
—Yo también. Más de lo que pensé que fuera posible extrañar a alguien.
Sonreí de lado, rozando su nariz con la mía.
—¿Qué puedo decir? Culpa tuya por enamorarte de esta maravilla.
Ella soltó una pequeña risa, cálida y genuina, antes de besar suavemente la comisura de mis labios.
—Y absolutamente insoportable. —Murmuró contra mi piel, pero su voz estaba llena de cariño.
Volví a besarla despacio, dulce, con toda la ternura que llevaba semanas guardándome para ella. Al separarnos nuevamente, ella arrugó ligeramente la nariz, mirándome curiosa.
—Aunque… ¿Puedo preguntar por qué sabes a noche escandalosa?
Me eché a reír, una carcajada suave, liberadora, sacudiendo la cabeza ligeramente antes de apoyar mi frente contra la suya.
—Créeme, Cait. —Susurré, besándola nuevamente con una sonrisa traviesa. —Esa es una historia que prefieres no escuchar esta noche.
Ella suspiró, resignada pero feliz, acomodándose nuevamente en mi pecho con un pequeño gesto de fingida indignación.
—Muy bien, entonces la guardaremos para mañana.
La envolví con mis brazos, sintiendo cómo lentamente su respiración comenzaba a acompasarse con la mía, tranquila, segura. Cerré los ojos, inhalando profundamente el aroma familiar de su cabello, la calidez reconfortante de su cuerpo.
—Duerme tranquila, Cait. —Murmuré suavemente contra su coronilla. —Esta noche ya no quedan fantasmas.
Ella se aferró un poco más fuerte, soltando un suspiro largo y pacífico.
—Lo sé. Ahora estás tú.
Y así, con nuestros cuerpos entrelazados, rodeadas por la quietud dulce de esa habitación que por fin nos acogía a ambas, dormimos profundamente, sin miedos ni distancias.
Juntas, completas y en paz.