ID de la obra: 657

El llamado del sol negro

Mezcla
NC-17
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planificada Mini, escritos 1.064 páginas, 490.148 palabras, 63 capítulos
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El fuego no quema pero sí abriga (Parte 1)

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Desperté con el calor de su brazo rodeando mi cintura. Su respiración en mi cuello. Y una certeza… no me había ido. No esta vez. No abrí los ojos al principio. Me quedé ahí, dejándome habitar por ese instante frágil y casi irreal. Sentía el leve peso de su muslo contra el mío, el roce apenas de su mano abierta sobre mi costado, y el murmullo de su pecho contra mi espalda. Vi dormía. Respiraba lento, profundo, como si su cuerpo al fin hubiera soltado el peso de treinta días. Y yo… yo también respiraba distinto. Como si mi sistema nervioso hubiera dejado de gritar en código Morse. El dolor seguía ahí, escondido bajo las costillas, en el ojo que latía como una estrella furiosa. Pero no era insoportable. No con ella sujetándome. Giré apenas la cabeza y pude verla. Su cara relajada, la mandíbula por fin en paz, los labios entreabiertos como si soñara con decir algo. Me quedé mirándola hasta que sus párpados temblaron y un ojo se abrió, despacio. Se encontró con el mío. Parpadeó una vez, dos, y entonces sonrió. No esa sonrisa de guerra, de “voy a romper algo”, sino una suave, que apenas curvaba los labios y le arrugaba la nariz. La que solo me mostraba a mí. —Buenos días, pastelito dormilón. —Murmuró, con voz grave y ronca, y antes de moverse, me acarició la mejilla con los nudillos. —¿Te duele? —Hola. —Susurré, apenas audible. —Un poco. —Entonces me quedo un poco más —susurró. Pero no fue una promesa casual. Fue una confesión. Una rendición. Vi no se movió de inmediato. Se inclinó sobre mí, y sus labios rozaron mi frente con la delicadeza de una disculpa que aún no se atrevía a decir en voz alta. Luego apoyó su frente contra la mía. Cerró los ojos. Su aliento tembló en mi piel. —Esta vez, te juro que no me voy. No mientras sigas respirando… y yo también. Quise responder. Quise decirle que no hacía falta jurar, que con mirarme así ya bastaba. Que esa voz ronca, cargada de cansancio y ternura, era suficiente para callar todas las alarmas que alguna vez me despertaron sola en la oscuridad. Pero no salió nada. El silencio me protegía más que las palabras. El silencio… y esa presión mínima de su frente contra la mía. Ese calor. ¿Cómo pude aguantar tanto sin ella? ¿Cómo no se desmoronó mi mundo antes? La verdad me golpeó con la violencia de una ola helada: ningún dolor, ni el del ojo que ardía bajo mi piel, ni el de la carne marcada, ni el de la culpa, podía compararse con el que sentí cada día sin su presencia. Y ahora que estaba aquí, que estaba conmigo, todo lo demás parecía… pequeño. Ruido de fondo. Desorden reparable. —Vi… —Murmuré, con la voz rasgada. —No me sueltes todavía. Ella no respondió con palabras. Solo la sentí apretar un poco más su frente contra la mía, como si lo que nos unía en ese instante pudiera sellarse con un gesto mínimo, casi invisible. Me permití cerrar los ojos unos segundos más para grabarlo todo, su calor, su olor. La textura gastada de su camisa, la rugosidad de sus nudillos contra mi piel. Todo eso era mío. —Y… no es por arruinar la escena. —Añadí, dejando escapar una risa suave contra su mejilla. —Pero me encanta despertar así… y, bueno, también me estoy muriendo de hambre. Literalmente. Mi estómago rugió hace tres segundos y creo que lo escucharon en todo runaterra. Vi soltó una risa nasal, de esas que se le escapan cuando no quiere reírse pero no le queda de otra. Su frente seguía pegada a la mía. —Dame diez minutos. —Murmuró. —Y te hago el desayuno más torpe y amoroso de tu vida. —Acepto el riesgo. —Dije, con media sonrisa. —Pero si explota la cocina… no pienso levantarme a apagar el fuego. Los diez minutos llegaron como un suspiro largo. No los conté. No hacía falta. Solo existimos. Enredadas en el mismo espacio, en el mismo calor. Sin más agenda que respirar juntas. Afuera, el mundo ya se desperezaba. Los ruidos de la calle filtraban su caos a través de los muros, los pájaros mecánicos trinaban con su chillido metálico, y alguna caldera vieja silbaba a lo lejos. Pero en esa habitación, el tiempo se dobló. Se volvió blando, casi líquido. Y cuando Vi se movió al fin, lo hizo con una lentitud casi ceremonial. Se estiró perezosamente como un felino que sabe que domina su entorno, y luego se levantó de la cama sin hacer ruido. Llevaba su infame camisa raída, esa que había sobrevivido más peleas que algunas leyendas de Zaun, colgándole del torso con descaro. El borde inferior dejaba ver un pedazo de piel justo sobre la cadera, y el bóxer oscuro que usaba abrazaba sus músculos con la traición precisa de la comodidad. Una maldita provocación involuntaria, o eso me decía a mí misma para justificar cómo me quedé mirándola como si el mundo hubiera perdido todos sus colores menos ese. Desde mi ángulo, la luz de la ventana delineaba su figura con un descaro que me hizo morderme el labio. Cada sombra sobre su piel parecía diseñada para matarme de a poco. El movimiento de sus omóplatos, los músculos marcados en su espalda, esa tensión fluida entre fuerza y cicatrices…Vi era un mapa de guerra que quería explorar con la boca. La vi sacar una polera limpia del armario, oscura, sin mangas, arrugada, con ese olor a metal, pólvora y ella que me desquiciaba, y llevársela al hombro. Luego se tomó su tiempo para quitarse la que traía puesta. No lo hizo rápido. No lo hizo lento. Lo hizo como alguien que ha repetido ese gesto mil veces sin saber, o tal vez sabiendo perfectamente, que es capaz de paralizar el mundo mientras lo hace. Levantó la polera hacia arriba, cruzando los brazos sobre la cabeza. Su torso se alargó, tenso. El músculo se marcó en los flancos. La tela se deslizó por su piel con una naturalidad obscena, y cuando por fin quedó al descubierto, tragué saliva. Su piel era historia viva. Marcas antiguas como ruinas sagradas. Otras, nuevas, aún reclamando su lugar. Todas bellas. Todas suyas. Todas mías. El sostén deportivo apenas contenía lo que mis pupilas ya no querían disimular. Su abdomen definido, esa línea suave que descendía por su cadera hasta el borde bajo del bóxer…Tuve que cerrar los ojos un instante. Solo para no gemir. O para no decirle que la quería así, cruda, real, jodidamente hermosa. Vi giró apenas la cabeza, notando mi mirada. Arqueó una ceja con una sonrisa ladeada que no tenía nada de inocente. —¿Siempre miras así antes del desayuno, o solo cuando me saco la ropa frente a ti? —Preguntó, como si no supiera que me acababa de derretir. La miré sin disimulo. Sin pedir perdón. —Solo cuando llevo más de un mes muriéndome de hambre. —Dije, y mi voz salió ronca. Casi indigna. Vi soltó una risa baja, de esas que prometen problemas y placer en la misma proporción. Se puso la polera limpia como si no llevara el universo entero tatuado en la piel. La ajustó sobre su torso, se la acomodó por los costados, y yo me sentí como si estuviera viendo arte en movimiento. Una escultura viva que sabía exactamente dónde mirar, cómo moverse, cómo dejarme sin aire. ¿Qué me ha hecho esta mujer? Yo, Caitlyn Kiramman. Comandante. Francotiradora. Implacable en interrogatorios. La que sabe mantener el control incluso cuando todo se desmorona. ¿Y ahora? Ahora estaba ahí sentada, bajo las sábanas, con la boca ligeramente abierta, el ojo Hextech vibrando con luz involuntaria, y el corazón haciendo piruetas como si tuviera quince años y Vi me acabara de pasar una nota en clase. Y lo peor, o lo mejor, es que no era solo atracción. No era un impulso biológico suelto como los que había logrado domar en otras épocas. No. Había pasado periodos enteros sin tocar a nadie. Años. Misiones. Aguantar no era problema. Nunca lo había sido. Pero esto era distinto. Esto era ella. Y con ella, todo se sentía afilado. Urgente. Irresistiblemente real. Como si mi cuerpo la reconociera más que mi memoria. Como si la piel supiera lo que la mente intenta procesar con lógica. Quería morderle el alma. Quería arrancarle la ropa de nuevo solo para devolverle cada caricia con interés. Quería… joder. Quería cosas que no sabía cómo se decían sin parecer una lunática enamorada. Vi me miró de reojo mientras doblaba su camisa vieja con ese gesto mecánico, casi doméstico, que no encajaba con el incendio que me dejaba por dentro. —Entonces será mejor que me apure con el té… antes de que termines desayunándome a mí. —Murmuró sin apartar del todo la mirada. —No descartes esa opción tan rápido. —Le susurré, con una sonrisa que no conocía la vergüenza. Vi se detuvo un segundo. Luego me lanzó una mirada por encima del hombro que me atravesó como metralla: ternura, hambre, y una tormenta contenida. —Te haré té. —Dijo, girándose con esa sonrisa que siempre venía con cuchillas ocultas. —Aunque no sé si un par de hojas calientes puedan competir conmigo. —¿Hojas calientes contra un ego inflamado? Hmm… pelea reñida. Vi se rio entre dientes y se acercó con esa calma suya que siempre me ponía en alerta… o en llamas. —Muy chistosa, cariño. —Dijo, inclinándose lo justo para quedar a la altura de mis labios. —Pero ese desayuno no se va a preparar solo… y no quiero que te me desmayes de hambre justo cuando apenas estás empezando a mirarme bonito otra vez. Me besó. Rápido. Cálido. Justo en el límite entre el cariño y la provocación. Luego se alejó como si nada. —Cinco minutos, Kiramman. —Canturreó desde la puerta. —Trata de no derretirte mientras tanto. La vi desaparecer por el umbral con ese aire de victoria silenciosa que solo ella podía tener, y recién entonces exhalé. Largo. Tenso. Maldita sea. Me dejé caer contra la almohada, cerrando los ojos solo un segundo más, aunque el corazón seguía latiendo como si acabara de correr diez pisos cargando mi rifle. Mi cuerpo aún dolía. El ojo palpitaba, eléctrico, como si intentara recordar cada línea del pasado a través del presente. Y sin embargo… nada de eso importaba cuando podía imaginarla allá abajo. Peleando con la tetera como si fuera un artefacto de guerra, murmurando improperios porque no encontraba el azúcar, o porque el pan se negó a obedecer sus órdenes. A su manera, Vi estaba cuidándome. No con grandes gestos ni promesas imposibles. Sino con esas pequeñas torpezas sagradas que llenaban la casa de vida otra vez. Y juro que en ese momento, ni el mejor invento Hextech, ni la medicina más avanzada, podía competir con lo que ella me estaba dando. Pero el cuerpo… el cuerpo tenía memoria y límites. El ojo volvió a latir. No como una alarma, sino como un recordatorio: aún no estoy lista. Debo sanar. Debo contenerme. Pero… Han pasado menos de veinticuatro horas. ¿Y ya me siento así? ¿Ya me cuesta respirar sin desear tocarla? ¿Ya me descubro pensando en su espalda cuando debería estar agradeciendo que sigo entera? No puedo acelerar este proceso. no debo. Concéntrate. No dejes que el deseo te arrastre cuando aún estás armándote pedazo a pedazo. Incluso si estar cerca de ella se siente como volver a nacer. Minutos después, el aroma del té me devolvió al presente. Un vapor suave, dulce. Una promesa de quietud. Vi regresó con una bandeja que parecía más ceremonial que funcional. Té caliente, rodajas de durazno, y algo que se suponía era pan… aunque tenía la forma sospechosa de un experimento fallido. —No preguntes. —Dijo, dejándola a un lado de la cama. —El pan me atacó primero. —Anotaré eso en el informe. —Le respondí. Vi se sentó en la orilla del colchón, me ayudó a incorporarme con lentitud, y colocó una almohada detrás de mi espalda. Sus dedos eran tan cuidadosos que me dieron ganas de llorar. Tomé la taza, mis manos aún temblorosas. Ella no dijo nada. Solo me observó. Como si aún no creyera que estuviera allí. —¿Te quedaste despierta toda la noche? —Pregunté. Negó con la cabeza. —Dormí, pero no profundamente. Quería asegurarme de que seguías respirando. Sonreí apenas. —Vi… —Sí. —Me alegra que estés aquí. Vi me miró con ese brillo extraño que le nacía en los ojos cuando algo le dolía y la hacía feliz al mismo tiempo. —A mí también, Cait. El silencio se instaló un momento. No incómodo. Solo… denso. Como si todo lo que no habíamos dicho estuviera esperando a colarse otra vez. —¿Y qué pasará ahora? —Pregunté, bajando la mirada a la taza. —Ahora comes fruta y luego vemos. —No me refiero a eso, Vi. Ella suspiró. Se pasó la mano por el cabello, claramente incómoda con el rumbo de la conversación. —Quiero que te recuperes. De verdad. No solo… que sobrevivas. Quiero que te sientas entera. —Y mientras tanto, ¿Tú qué harás? Vi se encogió de hombros. —Estaré aquí. Haciendo pan horrible. Soportando tus bromas y si me dejas… amándote en cada espacio que quede libre. Me atraganté con el té. No por lo inesperado, sino por lo tierno. Por lo jodidamente dulce que sonó saliendo de ella. Tosí una vez, cubriéndome la boca, y parpadeé como si acabara de escuchar a Vi recitar poesía en lugar de su habitual sarcasmo en modo combate. Vi también parpadeó, como si recién se diera cuenta de lo que acababa de decir. Como si las palabras le hubieran escapado sin pedir permiso. —Vaya. —Murmuré, dejando la taza en la bandeja con cuidado. —Creo que eso fue más fuerte que el té. —Perdón. —Dijo, ella, incómoda, como si su ternura le hubiera explotado en la cara y no supiera qué hacer con los restos. —No. No te disculpes. Solo que… suena distinto ahora. Ella asintió, y cuando me miró, fue como si la mirada me atravesara sin violencia, pero sin dejar nada intacto. —Porque lo es. —Respondió, con una firmeza que me estremeció. —Antes era amor con miedo. Ahora es amor con cicatrices. Pero sigue siendo amor. La frase no necesitaba arreglos. Ni metáforas. Cayó entre nosotras con la precisión exacta de quien apunta al corazón… y da justo en el centro. Vi nunca usaba su puntería emocional a la ligera. Cuando hablaba así, lo hacía con todo. Respiré hondo. Cerré los ojos un momento, sintiendo cómo esa verdad se asentaba dentro de mí, cálida y brutal. Sabía que no debía preguntar. Que no era el momento. Que la respuesta podía doler más de lo que estaba dispuesta a admitir. Pero aun así, lo hice. Porque soy Caitlyn Kiramman. Y a veces, también soy una idiota profesional. —Entonces… —Dije, jugueteando con la taza. —¿Vas a contarme por fin por qué sabías a tabaco, pólvora... y una noche escandalosa? Vi se congeló. No como quien es sorprendido, sino como quien ya sabía que la pregunta llegaría… y aun así no había preparado la respuesta. Como si el momento le hubiera estado haciendo tic-tac desde el primer beso. —¿Ahora sí? —Agregué, girando el rostro apenas, arqueando una ceja con la precisión de una francotiradora emocional. Mi tono era una mezcla exacta entre curiosidad legítima, reclamo suave y provocación cuidadosamente dosificada. —Anoche te dije “mañana”… y adivina: ya es mañana. Vi se rascó la nuca, incómoda, como si ahí estuviera escondido el botón de reinicio universal. Su mirada hizo un recorrido profesional por cualquier punto de la habitación excepto mis ojos: bandeja, piso, ventana, techo… arte de evasión nivel experto. —Sí, bueno… fue una noche complicada. —Murmuró, como si esa frase pudiera cubrir una tormenta con un paraguas de papel. —¿Complicada... o escandalosa? —Pregunté, dejando que mi voz resbalara entre ambas palabras como una gota lenta de veneno diplomático. Vi abrió la boca, la cerró. Parpadeó como si el oxígeno se hubiera espesado. Luego soltó un suspiro largo, no de alivio… sino de rendición. —…Escandalosamente complicada. —Admitió al fin, frotándose la nuca como si la conciencia le picara justo ahí. —Qué término tan... funcional —Repliqué, ladeando una sonrisa con filo suave. —Cubre desde una pelea de bar hasta un revolcón torpe en una silla inestable. Me encanta. Vi carraspeó, incómoda. Yo tomé un sorbo de té con toda la calma del mundo, como si no estuviera esperando una confesión que podía incendiar la habitación. Después de todo, la verdad ya estaba servida. Solo faltaba que alguien la cortara en pedacitos y la pasara al plato. Bajó la mirada, pero esta vez no huyó. Solo respiró hondo. Muy hondo. Como quien se quita una mochila con dinamita y una nota que dice "no sacudir". —Te estoy preguntando, no acusando. —Aclaré, incorporándome un poco más, aunque cada músculo protestó con maldiciones internas. —Bueno… sí te estoy acusando un poco. Pero con elegancia, como toda Kiramman que se respete. Vi levantó la mirada al fin. Y lo que encontré ahí fue una combinación demoledora: culpa, ternura… y ese brillo inconfundible de “prepárate, porque esto va a sonar peor de lo que es, pero no hay forma digna de suavizarlo”. —Fue una noche con Jinx. —Soltó al fin, como quien arranca una venda sabiendo que debajo hay metralla. Me quedé inmóvil. El cerebro, de inmediato, hizo lo suyo. —¿Jinx? —Repetí, con la voz tensa, casi seca. Y entonces… la conexión más idiota del universo se hizo sola. —¿Jinx Jinx? ¿Tu hermana? Vi parpadeó. Palideció. Tragó saliva como si acabara de masticar dinamita. Se tiró de espaldas sobre la cama con un gruñido ahogado, tapándose la cara con las manos mientras murmuraba algo ininteligible que sonaba peligrosamente parecido a un exorcismo. —¡Caitlyn! —Exclamó, escandalizada. —¡Es. Mi. Hermana! Su cara era una mezcla entre horror genuino y náusea emocional. Se llevó las manos a la cabeza como si hubiera escuchado una blasfemia. —¿Cómo… cómo pudiste irte a ese lugar mental? ¡¿Qué demonios, Cait?! ¡PUAJ! Se sacudió como si intentara espantar una pesadilla húmeda. —¡Mi hermana, Cait! ¡La misma con la que crecí, con la que compartí un catre, con la que me peleaba por latas de frijoles! ¡¿Cómo siquiera…?! ¡¡PUAJ, otra vez!! —¡Ya lo entendí! —solté, llevándome una mano al pecho, entre risa y pánico. —¡Me retracto! ¡Lo borro! ¡Nunca existió esa frase, queda eliminado del registro! —¡Bórrala con fuego! —Gruñó Vi, señalándome como si tuviera el deber de quemarme a lo bonzo. —¡Con ácido! ¡Con cualquier cosa menos con imágenes mentales! Suspiró hondo. Muy hondo. Como si acabara de cruzar una guerra solo para limpiar su expediente fraternal. —Fue una noche con Jinx, sí. Pero no esa clase de noche. Fue hongos, vómito, gritos, tatuajes falsos y un par de crímenes menores. Muy platónico. Muy asqueroso. Pero no así de asqueroso. Parpadeé. Me había quedado sin palabras… pero con demasiadas preguntas. —¿Hongos...? —Logré articular al fin, porque honestamente, era el detalle menos ofensivo de toda esa sopa emocional. —Sí. Brillaban. —Asintió, como si eso fuera una mejora. —Y había un gato. Me miraba raro. Creo que era tu padre, no estoy segura, pero me juzgó y con razón. La miré en silencio. Sin sarcasmo. Sin risa. Solo esa calma densa y helada que a veces aparece justo antes de que el mundo se parta en dos. Caos. Sentido emocional disfrazado de desastre. —Vi… ¿De verdad me estás diciendo que lo que me dejaste saboreando anoche era... hongos, alcohol y trauma psicodélico? Ella bajó la mirada. Tragó saliva. —Entre otras cosas. —Murmuró. Suspiré, largo. Me tapé los ojos con la mano, porque sí, por supuesto, esto era lo más Vi que podía haber pasado. —¿Y a qué vino todo eso? —Pregunté al fin, sin energía ni para estar molesta. Solo cansada y queriendo entender. Vi no respondió de inmediato. El silencio se alargó entre nosotras como una cuerda tensa. Me miró como quien mide las palabras no por miedo, sino por respeto. —¿En serio me estás preguntando eso? —Murmuró, sin veneno, pero con el filo justo. —¿Después de treinta días en los que no me dejaste ni cruzar la puerta? Buen punto. La frase me golpeó. No como un reproche, sino como una verdad que duele justo porque nadie está tratando de herir. —Perdón. —Añadió enseguida, bajando la mirada. —No era para que doliera. Es solo... parte de lo que fue. Y entonces su voz bajó un tono, como si, por fin, hablara sin armadura. —Pasaron muchas cosas, Cait. Cosas que no sé cómo empezar a contar… pero si no lo hago ahora, me van a seguir pesando en la lengua cada vez que te mire. Me acomodé entre las almohadas. El cuerpo me recordaba que aún no estaba lista para cargar con historias pesadas. Pero ella sí y yo… la necesitaba honesta. —Entonces empieza. —Susurré. —Estoy escuchando. Vi asintió, pero no con decisión. Fue un movimiento breve, casi tembloroso, como si su cuerpo quisiera afirmar algo que su alma aún dudaba en decir. —El día que te fuiste del hospital… —Empezó, con la voz más baja de lo habitual. —Me quedé en la casa de Jayce. Todo el mes. Hizo una pausa. Tomó aire como si necesitara estabilizarse antes de seguir. —No podía volver a Zaun. No podía ir a la mansión. Solo… no podía estar lejos de ti. Aunque no pudiera verte. Aunque no me dejaras entrar. Me quedé cerca, por si un día… te abrías. Por si me dejabas volver. Se le quebró un poco la voz en la última palabra, como si el simple hecho de haber estado fuera siguiera doliéndole más de lo que quería admitir. Entonces tragó saliva. No por nervios… sino como quien se prepara para decir algo que va a tener consecuencias. Yo lo sentí. Ese cambio en su cuerpo. Ese silencio cargado. Sabía que lo que venía después no iba a gustarme. Y aun así, verla ahí, encorvada sobre sí misma, con las manos apretadas entre las rodillas y la espalda ligeramente curvada como si quisiera desaparecer… me dolió. Porque no era Vi la fuerte, la dura, la invencible. Era Vi, desnuda de certezas, esperando mi juicio. —Y cuando ya no pude más… fui al puerto. —Dijo Vi, sin rodeos, como si supiera que suavizarlo no iba a servir. —Necesitaba aire. Pensé que caminar sola me ayudaría. Pero me encontré con Sarah. Mi cuerpo se endureció al instante. Como si alguien hubiera abierto una caja vieja, sellada con traumas, y le hubiera prendido fuego justo frente a mí —¿Sarah? —La palabra me salió tan helada que podría haberle escarchado la cara. Claro. ¿Quién más, si no? De todas las personas. De todos los puertos. De todas las malditas noches. Sarah. No era solo celos. No. Era historia. Era cicatriz. Era el nombre maldito que sabía exactamente cuándo aparecer. Como un espejo torcido que siempre devolvía versiones de Vi que no eran para mí. Como un refugio que se activa cuando yo ya no estoy. Cerré los ojos. Contuve todo lo que quería escupirle:¿La buscaste? ¿La necesitaste? ¿Fue tu forma de anestesiarme, de castigarme por no abrirte la puerta?Mi mandíbula se tensó. Me crucé de brazos, no por frío. Por defensa. Por dignidad. Por orgullo. Vi lo vio. Porque claro que lo vio. —No pasó nada. —Dijo rápido, como quien quiere contener la hemorragia. —Cuando digo nada, es nada, Cait. No la toqué. No me tocó. Solo hablamos. Fumamos. Nos dijimos lo que habíamos evitado. Ella intentó provocarme, sí. Lo vi venir, pero no quise, no porque no pudiera. Sino porque ya te recordaba. A ti. A todo esto. ¿A esto? ¿Ahora era “esto”?Le clavé la mirada. Fría. Precisa. Como un rifle con el seguro quitado. —¿Y necesitaste verla para recordarme? —Espeté, con una sonrisa que no tenía alegría ni perdón. —Qué poético. Qué jodidamente romántico. Vi bajó la vista, pero apenas. Cuando volvió a mirarme, sus ojos eran dientes. Sus palabras, filo. —¿En serio? ¿Después de pasarme semanas hablando con un maldito árbol, esperando que al menos me tiraras una señal? Quise reír, gritarle, abrazarla. Todo a la vez. —¿Y eso te da derecho a correr con la primera que te calienta el ego? —Repliqué, con esa dureza que ya ni necesitaba fingir. —¿Sabes qué es lo que realmente duele, Vi? Respiré. Solo una vez. Porque si seguía hablando sin pausar, iba a romper algo. —No es que estuvieras con ella. Es que estuviste a un maldito segundo. Lo escuché en tu tono. Lo vi en tu mirada. Esa línea no la cruzaste con el cuerpo… pero la rozaste con la cabeza. Y eso, Vi… eso habla más de ti que todo lo que no hiciste. Vi se irguió. Fuego puro bajo la piel. —¡No crucé nada! —¡Pero quisiste! —Murmuré, como quien apunta y dispara sin levantar la voz. —Aunque fuera por un segundo, pensaste en su cama. Y ese pensamiento ya fue un paso. Uno que diste sola. Vi apretó los puños. Su ceño, una tormenta. —Estaba rota, Caitlyn. Rota. ¿Dónde estabas tú? —Encerrada. Como una maldita prisionera en mi propio cuerpo. —Dije, sin pestañear. —Sin poder mirarme al espejo. Sin saber quién era. Y aun así… pensaba en ti. Todos los días. Mientras yo me rompía en silencio, tú estabas allá afuera, considerando… opciones. Vi respiró hondo. El enojo le trepaba por el cuello como una ola negra, pero no me detuve. —¿Y tú no dudaste? —Soltó, con los ojos clavados en los míos. —¿No dudaste cuando te asomabas por esa ventana y me mirabas como si fuera parte del paisaje? ¿De verdad crees que eso no me partía? ¿Que no me pregunté cada día si ya no había lugar para mí? Sus palabras dolían porque eran reales. Pero yo también tenía la mía. —¿Y tú respuesta a eso fue correr a los brazos de quien ya sabía el camino? —Escupí, sin necesidad de gritar. —No fuiste a buscar consuelo, Vi. Fuiste a buscar olvido. Lo tuyo no era dolor. Fue cobardía disfrazada de costumbre. Vi no respondió de inmediato. Apretó la mandíbula. Sus ojos eran dos incendios mal contenidos. Y asintió… pero no era un gesto de rendición. Fue algo crispado. Doloroso. Como quien acepta que ya no puede esconder lo que quema por dentro. Un sí que significaba esto todavía no se ha terminado. El silencio se estiró, tenso como un alambre oxidado. Yo no bajé la mirada. No podía. No debía. Estaba ahí, clavada en esa tormenta que habíamos desatado juntas, con el corazón bombeando rabia y amor en partes iguales, y la garganta llena de cuchillas que no sabía si tragar o escupir. Y entonces, Vi se movió. No se acercó con dulzura ni buscando consuelo. Lo hizo como quien está a punto de estallar, como si cada paso hacia mí fuera un crujido en la cuerda floja donde colgaba todo lo que no habíamos dicho. Avanzó como un estallido en cámara lenta, con la energía de algo que lleva demasiado tiempo esperando romperse. Cada centímetro que acortaba entre nosotras era un desafío. Una súplica muda. Una advertencia cargada de rabia, deseo y desesperación. Nuestros rostros quedaron a un suspiro de distancia. El aire se volvió denso. Saturado. Y el universo… quieto. Expectante. Colgando del hilo del silencio entre nuestras bocas. —No la elegí, Caitlyn. —Dijo Vi, y su voz era más latido que palabra. —Dudé. Porque tú me dolías más que ella. Me cerraste la puerta en la cara mientras yo me partía en pedazos y no sabía cómo volver a juntar nada. Pero aun así… no crucé la línea. Incluso rota, incluso cabreada, incluso con las ganas más jodidas de rendirme… te seguí eligiendo a ti. Esa frase… esa maldita frase. Se me clavó justo donde el pecho aún no había terminado de sanar. Y no supe si me calmaba o si me hundía más. ¿Qué clase de amor es este? ¿Cómo se ama así? Como si doler fuera parte del contrato. Pero no dije nada. No todavía. Porque había más. Vi seguía hablando, pero ya no con ira. Con verdad. —Así que no me vengas con ese juicio limpio desde el lado cómodo del dolor. —Dijo, con los ojos brillando, rotos y furiosos. —Me empujaste al borde y luego te escondiste detrás de una puerta cerrada. Yo también sangraba, Cait. Solo que tú no quisiste mirar. Cada palabra era un disparo certero, y su voz… su voz baja dolía más que un grito. Era puro hueso. Y cuando cayó el silencio, no trajo alivio. Solo más presión. El aire pesaba. La rabia seguía ahí. El amor también, apretado entre los dientes. No sé cuál de las dos se quebró primero. Tal vez fue en ese espacio minúsculo entre un parpadeo y el siguiente, cuando nuestras respiraciones aún eran disonantes, llenas de reproches que no terminaban de salir y disculpas que jamás aprenderíamos a decir sin herir. Yo pensaba que seguiríamos discutiendo. Que vendría otro “pero”, otro “yo también”, otro argumento envuelto en orgullo. Estaba lista para pelear. Para sostener la distancia con la dignidad que me quedaba. Y sin embargo, lo que llegó no fue una palabra, fue un beso. Vi me tomó el rostro con una urgencia que me cortó la respiración, como si todo ese mes de distancia se comprimiera en una sola explosión de saliva y temblores, como si su deseo no pudiera esperar a que yo terminara de armar la próxima frase punzante que tenía preparada. Se apoderó de mi boca de golpe, de lleno, sin pausa, sin permiso. Como si todo lo que habíamos contenido durante un mes de silencio y espera se hubiera concentrado en su boca para explotar de una sola vez contra la mía. Fue brutal. No fue un beso dulce ni uno de esos que se recuerdan con melancolía en una carta. Fue una embestida emocional. Fue rabia, necesidad, culpa y deseo hechos carne y saliva. Su lengua chocó con la mía con una violencia que me arrancó un gemido de sorpresa, no porque no lo deseara, sino porque no había imaginado que el deseo podía doler así. Me sentí atrapada. No por su cuerpo, sino por lo que ese beso decía sin decir. Era una disculpa y un castigo. Era un reclamo mudo. Una súplica hecha urgencia. Me rendí antes de pensarlo, antes incluso de recordarme por qué no debía hacerlo. Toda mi rabia cuidadosamente armada, mis frases listas para atacar… se derritieron sin aviso, como papel mojado en su boca. Mi cuerpo le respondió antes que mi mente, y mis manos ya estaban enredadas en su camiseta, arrugándola, atrayéndola más, como si necesitara fundirme con ella para no pensar. Debería haberla detenido.Debería haber girado el rostro.Debería haberle dicho que no era así como se resolvía todo lo que había roto. Pero en lugar de eso, susurré su nombre con los labios aun temblando, como si nombrarla fuera la única forma de quedarme. —Vi… —Susurré contra su boca, sin convicción, sin fuerza, sin intención de que me escuchara. Porque la verdad era que no quería que se detuviera. Porque el beso no me estaba haciendo daño. Me estaba devolviendo algo. Me estaba arrancando la culpa del pecho y reemplazándola por deseo. La bandeja se volcó y el té caliente se escurrió como un accidente doméstico imposible de ignorar, empapando las sábanas como si intentara competir con el calor de su boca. Pero no nos detuvimos. Ni un segundo. El líquido resbaló por mi espalda, por mis muslos, pero todo eso era paisaje: el centro del mundo estaba en su boca, en su peso sobre mí, en sus dedos que ya comenzaban a deslizarse por mi cintura como si supieran exactamente dónde empezar a desarmarme. Nada podría apagar la electricidad que chispeaba en mi pecho. Vi se separó apenas. Su aliento golpeaba mi rostro. La forma en que me miró me robó la estabilidad: con los ojos entrecerrados, con las pupilas dilatadas, con ese brillo que solo aparece cuando el deseo ya no se puede disimular. En ese instante ella era el incendio y yo era la chispa que se negaba a extinguirse, incluso bajo la lluvia. Su boca encontró mi cuello con una precisión casi quirúrgica. Mordió, lamió, succionó hasta arrancarme un gemido que se me escapó entre los labios, grave, ahogado, más íntimo que cualquier palabra. Sentí su lengua moverse con lentitud justo debajo de mi oreja, y me estremecí. —Vi… —Volví a susurrar, pero esta vez fue diferente. Fue un susurro suplicante, roto, cargado de esa rendición que ya no podía ocultar. Me besó el pecho con una mezcla de hambre y reverencia, como si reclamara cada parte de mí, como si buscara memorizar con la lengua lo que el tiempo, el miedo y el dolor me habían robado. Su boca se movía lenta, como si buscara memorizar con la lengua lo que el tiempo, el miedo y el dolor me habían robado. Cada mordida arqueaba mi cuerpo sin permiso. Cada trazo de saliva era una súplica nueva. Yo no era dueña de mis movimientos, apenas de mi voz, y aun así… —No pares... por favor, no pares —Susurré, ronca, quebrada, con los dedos hundidos en su pelo, aferrándome como si el mundo pudiera desmoronarse sin ella, porque si se detenía ahora, si me dejaba ahí colgando del abismo que acababa de abrir… no estaba segura de volver a encontrar el camino de regreso a mí misma. Vi no respondió con palabras. Solo bajó. Y mi cuerpo, traidor, se abrió al movimiento. Su lengua seguía el camino descendente con una devoción indisciplinada, marcada por besos y pequeñas mordidas que me arrancaban jadeos sin control. Pero entonces… entonces llegó a esa parte. Esa zona que yo evitaba con todo el instinto de autopreservación que me quedaba. Donde la piel cambia de textura. Donde el Hextech vive como una cicatriz brillante justo sobre el corazón. Donde aún no sé si late mi vida o mi vergüenza —Vi… —Susurré, apenas audible, sintiendo cómo el cuerpo se me tensaba de golpe. —No ahí, por favor… Mi voz no fue firme, ni siquiera rozó lo autoritario. Era temblorosa, delgada, como una cuerda que vibra antes de romperse, y cargada de ese tipo de fragilidad que en otra vida habría intentado disimular con sarcasmo… pero que ahora solo se me escapaba.Y claro, Vi lo notó.Y claro, se aprovechó. No se detuvo, tampoco se abalanzó de inmediato. No. Lo que hizo fue aún peor… porque fue exquisitamente calculado. Me tomó del cuello con esa seguridad que solo ella tiene: dos dedos firmes, suaves, con esa presión exacta entre deseo y dominio, como si pudiera leer mis pensamientos solo por la vibración en mi tráquea y me obligó a mirarla. —Shhh… —Murmuró, tan cerca que podía sentir el calor de sus labios, tan ronca que cada sílaba era una caricia sucia. —No sabes lo bien que sabes aquí… ni lo jodidamente rica que te ves cuando intentas resistirte. Y ahí se fue todo al carajo. Mi dignidad racional, mis límites, mi autocontrol. Todo colapsó en el mismo instante en que sus labios tocaron esa parte de mí. La unión donde termina la carne y comienza el metal, tiene un brillo opaco, como si la piel hubiera olvidado cómo ser piel, pero aun así, su lengua lo recorrió con una ternura obscena, como si ese frío metálico también pudiera encenderla. Vi no lo besó con compasión, ni lo trató como una herida, ni como una fragilidad. Lo besó como si fuera su lugar favorito del mundo y mi cuerpo reaccionó como si lo fuera. Solté un gemido sin filtro. No tuve tiempo de pensar, de medirlo, de convertirlo en algo elegante o discreto. Me atravesó la garganta y me escapó por la boca como un trueno quebrado, como un orgasmo que no necesita permiso. Cerré los ojos con fuerza, apreté los dientes.Detenla, me dije, pero… si la detengo, me rompo en otra parte. Y esa ya no sé cómo arreglarla. Vi no solo besó, lamió con descaro. Rozó con los labios abiertos, con el aliento tembloroso, con esa forma suya de devorar y rendirse a la vez. Presionó su boca contra el borde del implante, y sentí la vibración de su gemido reverberar directo en mi pecho como si pudiera resetearme desde dentro. Era calor contra frío, deseo contra miedo, humanidad contra tecnología. Y por un momento creí que estaba a punto de explotar. Y luego bajó, con esa confianza peligrosa que solo Vi conserva incluso cuando me está deshaciendo. Como si no acabara de dejarme temblando y aún le quedara mundo por conquistar. Su boca descendió hacia mis pechos con una mezcla perfecta de hambre y ternura. Bajó sin prisa, como quien saborea un secreto prohibido entre mis costillas y el corazón y a la vez con esa intensidad constante que quema sin quemar, que muerde sin romper.Sus manos los tomaron con firmeza, sus labios se cerraron sobre mi piel y su lengua dibujó círculos que solo podían ser obscenidades sagradas. Y ahí… ahí sí que me rendí. —Vi… Vi, joder… Maldita seas…—Le susurré entre jadeos, apenas capaz de odiarla por hacerme sentir tan viva. Ella no respondió. Solo siguió. Subió por mi cuerpo leyéndome en cada espasmo. Como si su lengua supiera antes que yo dónde temblar. Me lamió la clavícula, me mordió el hombro con una risa suave que se hundió directo entre mis piernas sin siquiera tocarme allí. Estaba empapada, encendida, perdida. Me volvió a encontrar. Su boca contra la mía, pero esta vez sin rabia, sin urgencia. Con esa calma pecaminosa que dice “ya estás mía, ahora déjame saborearte”. La besé de vuelta, con todo, saliva, lengua, con la herida abierta de los últimos treinta días sangrando entre los dientes. Y cuando nuestras frentes se apoyaron, lo supe. El aire entre nosotras era vapor.Denso. Saturado de todo lo que fuimos, de lo que no dijimos.Mis labios rozaban los suyos y yo aún sentía el eco de su boca sobre mi implante como si me hubiera dejado una marca eterna. Vi me miró.Con los ojos abiertos como grietas.Con las pupilas dilatadas y la voz hecha suspiro. —Dime que no querías hacer esto desde que empezamos a gritarnos. —Susurró, con la voz grave, rasgada por la rabia, el deseo, y todo lo que no se había permitido decir. Juro… juro que me tembló el alma.No solo el alma. El cuerpo. La voz. La idea misma de negarlo. Abrí los ojos solo para mirarla de frente. Sin escudos.Y lo dije como solo se dicen las verdades que se pudren si se quedan adentro. —Quererlo es poco. —Murmuré, el pecho agitado, la boca aún entreabierta por su aliento. —Te he deseado desde el primer maldito reproche. Vi soltó una risa baja, ronca, peligrosa. Esa risa suya que promete que si no te mata, te marca para siempre. Bajó la mirada a las sábanas empapadas, una ceja arqueada en esa maldita mezcla de burla y lujuria. —Mojamos la cama… y esta vez fue literal. Qué decepción. Le lancé una mirada que era una mezcla precisa entre amenaza contenida y carcajada interna —Bueno, sí querías fluidos más interesantes… no debiste volcar el té. Vi giró el rostro con esa lentitud que siempre anticipa algo salvaje. Sus ojos se clavaron en los míos con una intensidad nueva, como si acabara de tomar una decisión definitiva. —Entonces cierra la boca, Kiramman. —Dijo, con esa voz que siempre venía envuelta en cuchillas dulces. No me dio tiempo a obedecer. Porque fue ella quien apagó lo que quedaba de distancia entre nosotras Con un beso que no preguntó. Que no avisó. Que simplemente arrancó todo lo que había entre nosotras con una furia exquisita. Maldita y sensual Vi. ¿Qué me hiciste para que incluso doler contigo se sienta más vivo que sanar sin ti? Para que incluso el dolor sepa a pertenencia. La besé con todo. Mi lengua encontró la suya y la acarició con una ternura que venía directo desde las ruinas. Sus manos bajaron a mi cintura, firmes, seguras, como si conocieran cada punto exacto donde la memoria se volvía piel. Cuando su lengua tocó la comisura de mi ojo izquierdo, la electricidad corrió como un latigazo, una punzada seca, implacable, estalló detrás. Como si el implante hubiera decidido recordarme, con precisión quirúrgica, que aún no estaba lista. Gemí, pero no de placer. Fue un sonido ahogado, traicionero, que cortó el aire y apagó el fuego de golpe. Mi ojo, ese saboteador crónico, eligió justo este momento para recordarme que el placer también tiene fecha de vencimiento en mi cuerpo. Como si ser yo tuviera cláusulas. Restricciones. Advertencias médicas estampadas en cada beso que quiero dar. Vi se congeló de inmediato, como si el temblor en mi cuerpo la hubiera atravesado también a ella. —¡Mierda! —Susurró, separándose de golpe, como si hubiera tocado un cable pelado. —¿Estás bien? Asentí con la cabeza, respirando entrecortado. El cuerpo me temblaba por dentro. —Sí… —Dije, aún sin aire. —Solo… olvidamos que todavía no estoy del todo sana… y que tú sigues siendo una bestia en la cama. Vi bajó la cabeza. Frustrada, sí. Pero también orgullosa. Esa mezcla explosiva que solo ella podía sostener con una dignidad absurda. Sus mejillas estaban rojas y por primera vez en el día, la vi completamente desarmada. —Perdón… —Murmuró, rascándose la nuca. —No planeaba ir tan lejos. Pero... me ganó el deseo. El maldito deseo de tenerte. De volver a sentirte mía. ¿Y cómo te explico que yo también quería? Que me duele más no tenerte que este cuerpo herido. Que si me dejaras elegir entre esta punzada o tu ausencia… volvería a elegir la punzada, una y otra vez. —Lo noté. —Susurré, con una sonrisa ladeada. —Fue como si el té no fuera lo único que se desbordó. Vi soltó una risa baja. Cargada de alivio, culpa y ese fuego mal apagado que siempre me gustó demasiado. Se dejó caer a mi lado. No lejos. Solo lo justo para que el calor no se convirtiera en incendio. Me miró de reojo. Aún jadeante. Con esa sonrisa torcida que decía sin palabras: dame medio segundo más… y pierdo el juicio. —Será mejor que siga contándote lo que pasó… —Dijo, tragando saliva. —Antes de que vuelva a olvidarme de tu condición… y terminemos en el hospital por causas que ni siquiera podríamos explicar con ropa puesta. —Sí, por favor. —Suspiré, exagerada, pero con el corazón aún corriendo maratones. —No quiero que mi epitafio diga: murió por no saber frenar a Vi en modo salvaje. Vi arqueó una ceja, peligrosamente cerca de esa sonrisa suya que siempre venía con intención oculta. —¿Y decirme que sí tampoco es opción? Le lancé una mirada. Cargada de amenaza, deseo... y una risa que casi no logré contener. —Es opción. —Admití, con lentitud calculada. —Pero no hoy. Así que mejor usa la boca para hablar… antes de que vuelva a tentarme. ¿Cómo diablos logra esa boca decir cosas que me encienden y calman al mismo tiempo? ¿Y por qué, maldita sea, sigo deseándola incluso cuando mi ojo late como una bomba reloj? Vi se mordió el labio. Con ese gesto torpe y orgulloso que tenía cuando quería decir “lo sé, soy irresistible” sin decirlo. Se acomodó apenas. La respiración aún caliente entre nosotras, pero el cuerpo más contenido. Como si supiera que un solo roce más podría desatarlo todo otra vez. La habitación olía a té derramado, a sudor, a deseo no resuelto. Y yo olía a ella, a esa mezcla exacta de ruina y redención que solo Vi sabe dejar sobre mi piel. Nos quedamos calladas, sabiendo que si decíamos algo, el hechizo se rompería. Afuera, el mundo seguía girando, ´pero dentro de esa habitación… nosotras habíamos detenido el reloj. Aunque solo fuera por un rato. Vi bajó la mirada y cuando habló, su voz sonó distinta. Como si viniera desde otro lugar. Uno más oscuro. Más lejos de mi piel… pero más cerca de su herida. —Días después… Sevika vino a buscarte. Mi espalda se tensó, como si las palabras hubieran aterrizado directo en una herida que no sabía que seguía abierta. —¿Qué? —Pregunté, y la voz me salió más filosa de lo que esperaba. —¿Por qué? —Habían encontrado algo en la zona 205. —Respondió Vi, sin adornos, como quien no quiere darle más drama a lo que ya es grave. —Contrabando que no parecía de Zaun. Vehículos blindados. Rutas limpias. Demasiado limpio. —¿Noxus? —Dije, aunque ya lo sabía. Lo supe desde que abrió la boca. —Eso cree Steb. Eso creemos todos. Sentí el nudo seco y feroz en la garganta. Ese que no avisa, solo se instala y empieza a quemar despacio. —¿Y mi padre? Vi dudó apenas. —No los dejó entrar. Sevika casi lo mata. Yo la frené. No respondí. El silencio no fue miedo. Fue rabia. Orgullo quebrado. No por Vi. Por él. Por Tobias Kiramman, que decidió protegerme con silencios, como si yo fuera una niña, como si no supiera lo que es caminar con la muerte soplándome en la nuca. —¿Por qué no me dijo nada…? —Murmuré, más para mí que para ella. Quizá creyó que así me protegía o quizá solo tenía miedo. De Noxus. De mí. De lo que me estaba convirtiendo. Vi me tomó la mano. Su pulgar trazó una línea lenta sobre mi piel, como si intentara borrar la duda. —No importaba cuánto doliera —Susurró. —Yo necesitaba verte. Pero también supe que no podía obligarte. Que si te forzaba… te perdía. Y ahí. En esa frase, se me vinieron abajo las murallas. Porque tenía razón. Porque en ese encierro, en ese mes sin espejo, lo único que me había mantenido respirando era saber que ella seguía ahí. Que no había cruzado la puerta. Que no me arrancó la herida para ver si sanaba más rápido. Solo esperó, como se espera a una tormenta que no avisa cuándo termina. Mis ojos se llenaron de lágrimas. No dramáticamente. No con llanto desbordado. Solo… humedad inevitable. —Gracias. —Dije, y fue lo más honesto que había dicho en días. —Por no empujarme y por quedarte. Vi sonrió, apenas. Como si las palabras le dolieran más que ayudarla. —Fue lo único que podía hacer. —Murmuró. —Sentarme bajo ese árbol y esperar a que volvieras. Como una idiota con los nudillos rotos y el corazón expuesto. Me incliné hacia ella, con lentitud. El dolor aún estaba ahí, sí. Pero por una vez… no importaba. —No fuiste una idiota. —Le dije. —Fuiste mi faro. En ese mes oscuro… aunque no lo dijera, aunque no te mirara, sabía que estabas ahí. Que esperabas. Y eso… eso me hizo seguir respirando. Vi sonrió otra vez, pero el gesto se torció al final, convertido en una mueca entre vergüenza, resignación… y amor no dicho. —Y justo cuando pensé que ya nada podía empeorar este mes. —Dijo con un suspiro tan cansado como teatral. —… llegó el momento más jodido de todos. Y eso incluye la pelea con Sevika, mis vómitos emocionales y los malditos hongos alucinógenos. —¿Más jodido que los hongos? —Arqueé una ceja. El tono fue escéptico. Mi alma, no tanto. Vi se cubrió la cara con ambas manos. Su voz salió desde los dedos, como si aún quisiera esconderse. —Vi el culo de mi hermana, Cait. Parpadeé. Una, dos veces. —¿Perdón? —Sí. Completo. Con luz natural de amanecer y ángulo cinemático. Una escena digna de festival internacional. Y por si eso no fuera suficiente: Lux era la coprotagonista. Tuve que tragar saliva para no ahogarme con el aire. —¿Lux? ¿La misma rubia que vi en el hospital? Vi asintió con la solemnidad de un veterano de guerra. —Jinx y Lux. En plena... misa carnal. Yo abrí la puerta como una idiota y ahí estaban. Lux arqueada como si adorara a algún dios solar, y Jinx… bueno, parecía invocar respuestas místicas entre sus piernas. ¡Con fe! ¡Con devoción! ¡Con entusiasmo técnico! Me tapé la boca con ambas manos. El espanto luchaba a muerte con la risa. Iban empatadas. —¿Y tú...? —Me congelé. —Dijo, con tono grave. —Como una estatua. Ni grité, ni corrí. Solo parpadeé. Hasta que mi cerebro reaccionó y empecé a gritar “¡NO, NO, NO, NOOOO!” como si eso pudiera deshacer la realidad. ¡Y Jinx me miró! Me miró, Cait, mientras lo hacía. Y ahí perdí toda compostura. La risa me estalló desde el estómago. Cruda, viva. Me sacudió entera. Con el pecho adolorido, los ojos aguados, y esa sensación de que por fin, por fin, algo dentro de mí aflojaba. Vi se dejó caer hacia atrás en la cama, tapándose la cara con un dramatismo digno de ópera. —¡No te rías! ¡Fue horrible! ¡Horrible! ¡Hay cosas que una hermana no debería ver jamás! ¡Imágenes que no se borran ni con terapia mágica! —¡Vi! —Jadeé, secándome una lágrima entre carcajadas. —¡Viste a Jinx... con Lux! ¿Y sigues viva? —Sobrevivo por inercia. Pero sigo esperando que Jayce me regale ácido para los ojos, o una lobotomía exprés con su martillo. Lo que llegue primero. —¿Y qué te dijo ella? Vi resopló, cubriéndose los ojos con un brazo. —Que su trasero es espectacular y que debería sentirme honrada de haberlo presenciado. El nuevo ataque de risa me dobló. Literalmente. Era el tipo de risa que no se puede detener. Que limpia, que arranca peso del pecho. Sentí algo dentro de mí ceder. Como si esa imagen absurda, esa escena tan fuera de lugar, hubiera desenterrado la rabia que me carcomía… y la hubiese exorcizado a carcajadas. No era que el dolor se hubiera ido. Pero se volvió más chico. Más llevadero. Y sí. Vi seguía siendo un desastre, pero era mi desastre. Ella soltó un largo suspiro, hundiéndose más en las sábanas. —Y ahí estaba yo, en shock post-culo. Jinx me ofreció café helado, se rió en mi cara y me llamó “Su Majestad del Trauma Irreversible”. Dijo que si me ponía más melodramática me iba a tatuar un unicornio llorando. Solté una risita entre dientes. Parte burla, parte ternura. Vi también sonrió, pero era esa sonrisa herida que aparece cuando la risa ya no tapa el cansancio. El silencio que vino después no pesó. Fue ese tipo de pausa que no incomoda. Que acompaña. Que deja espacio para respirar. Bajó la mirada. Y su voz, apenas un susurro, cayó como una confesión sin necesidad de dramatismo: —Lo peor es que… en medio de todo ese caos, me sentí un poco menos sola. Fue tan ridículo, tan jodido… que me recordó quién era. Que todavía estaba viva. Que te seguía esperando. Esa frase me atravesó. Como una astilla clavada justo donde el cuerpo empieza a sanar, pero aún arde. No dije nada. Solo estiré la mano y tomé la suya. No con drama. No con lágrimas. Solo con certeza. —La próxima vez que tu hermana y su novia estén explorando el multiverso entre sábanas… toca la maldita puerta. Vi resopló y alzó la otra mano como si estuviera prestando juramento en una corte interdimensional. —Voy a poner un cartel luminoso y un cerrojo. Tal vez una alarma que diga: “PELIGRO: SEXO ARCANO EN PROGRESO”. Me reí. Esta vez fue real. Espasmos, ojos húmedos y una carcajada sucia, libre, la de quien ya no puede con el peso… y lo suelta sin pedir permiso. Y en medio del caos compartido, algo se alineó. Solo por un segundo, el universo nos dejó respirar sin miedo. Vi me miró. No solo con los ojos, sino con el cuerpo entero. Con su desastre y su ternura. Con esa mezcla tan suya de salvajismo y hogar. Su voz llegó despacio, como si tuviera miedo de romper la quietud que acabábamos de construir. —Te amo, Caitlyn Kiramman. No fueron las palabras, fue el modo. Sin adornos, sin bromas para disfrazar lo insoportable. Una confesión desnuda, lanzada al aire como quien salta sin red. Sentí el golpe en el pecho, como si algo adentro se hiciera a un lado para dejarle espacio a esa verdad. No solo por lo que decía ahora, sino por todo lo que no pudo decir antes. Por cada noche al otro lado de mi puerta. Por las miradas esquivas. Por los silencios que gritaban más fuerte que cualquier súplica. No hablé. No hacía falta. Solo me incliné y rocé sus labios con los míos, no como promesa ni respuesta, sino como abrigo. El beso fue lento. Tibio. Cargado de algo que venía desde más abajo que la garganta. Una ternura que no se explicaba, solo se sentía. Como el temblor de su cuerpo al acercarse. Como el suspiro que dejó escapar entre mis labios, como si soltara años de peso en un solo aliento. Apoyé la mano en su pecho. Sentí su corazón galopando como si intentara alcanzarme desde adentro, y ahí, con la frente rozando la suya, susurré lo único que me ardía en los labios. —También te amo, Vi. Desde antes, incluso cuando no me acordaba de cómo dolía. Sus ojos se cerraron como si mis palabras la cubrieran por dentro. Como si cada sílaba fuera un vendaje contra esa hemorragia silenciosa que llevaba semanas arrastrando. Me quedé quieta. Un segundo. Solo para no callarme. —Y lo siento. Por esos días. Por no abrir la puerta. Por dejarte allá afuera, con el alma hecha un nudo, mientras yo me deshacía en pedazos del otro lado. Lo siento por haberte dejado sola... justo cuando más me necesitabas. Vi apretó los labios. Quiso decir algo, pero se lo tragó. Solo respiraba hondo. Como si mis disculpas le aflojaran el pecho de a poco. Como si cada palabra le deshiciera un nudo del alma. —Sé que no fue justo. Que mientras yo me rompía en silencio, tú también te desangrabas… sin siquiera un maldito grito que te dijera “te escucho”. Ni siquiera eso te di. Solo… nada. Sus dedos me rodearon la cintura con una presión leve, firme. Un “sigue” sin voz. —Y por eso cargaste todo sola. Sarah, Sevika, Jinx. El caos. Los hongos. El culo de tu hermana. —Solté una risa rota, entre vergüenza y ternura compartida. —Y yo… sin saber, o más bien sin imaginar, y ahora que lo sé… me duele. Que llevaras también mi ausencia y aún así… me siguieras amando. Vi alzó la mano con torpeza, y me acarició la mejilla con los nudillos, con esa suavidad de quien no quiere romper lo que acaba de volver a juntar. —Cait… no tienes que decirlo. —Sí, Vi. Tengo que hacerlo. Porque no quiero que esto… nosotras… nos llenemos de culpas viejas. Te amo y no quiero que el amor se entierre bajo los escombros de lo que no supimos sostener. Ella tragó saliva. Asintió. Y por un segundo pareció más pequeña, pero no débil. Solo más real. —Yo también lo siento. —Susurró. Su voz tenía grietas por dentro. —Por cada vez que dudé. Por cada noche en que me fui sin pelear más. Por pensar siquiera en buscar consuelo en otra parte, aunque no lo hiciera. Aunque me detuviera… lo pensé. Y eso también me duele. Negué despacio, llevando su mano a mis labios. La besé ahí, como si pudiera borrarle la culpa de a poco. —No quiero que nos sigamos castigando. No después de todo lo que atravesamos. Ya estuvo. Que se acabe acá. Solo quiero volver a ti, a lo que fuimos, a lo que todavía somos. Con todo, incluso con cicatrices. Vi soltó una risa ronca, con sabor a alivio. —Somos un puto desastre. —Sí. Pero es nuestro desastre. —Sonreí, con la frente aún apoyada en la suya. —Y eso me basta. Vi cerró los ojos. No como quien se rinde, sino como quien por fin baja la guardia. Exhaló lento, profundo, como si algo dentro de ella se desanudara al fin. Cuando volvió a mirarme, ya no había tormenta en sus ojos. Solo esa decisión silenciosa de quedarse. Con todo. Con las ruinas, con el fuego, con las partes que aún dolían. No dijimos más. No hacía falta. Porque el perdón no siempre se grita. A veces se roza, se respira, se sostiene con la yema de los dedos. Me incliné y dejé un beso lento en su cuello, justo ahí donde su piel se volvía promesa. La sentí estremecerse, y eso bastó para que mi cuerpo recordara cada noche que la esperó sin saber si volvería. —No voy a soltarte, Vi. —Susurré contra su piel, con esa cadencia peligrosa que no necesita gritos para ser amenaza. —Así que si vas a escapar, hazlo ahora. Porque después... no vas a querer irte. Vi no se movió. Ni un milímetro. Solo se le tensaron los dedos sobre las sábanas, como si su cuerpo supiera que estaba por perder el control. Y eso me bastó. Me incorporé, aún adolorida, con el cuerpo que gritaba por dentro pero no más que mi orgullo. Me monté sobre ella con la torpeza de quien no debería hacerlo… pero lo hace igual. Mis muslos rodearon su cintura, mi pelvis se apoyó firme, decidida, sobre la suya. No le pedí permiso. No lo necesitaba. —Cait… —Vi murmuró, con la voz rota entre deseo y culpa. —No tienes que probar nada. Estás herida. Te duele. —Sí. —Le sostuve la mirada con una calma cortante. —Me duele, pero no esto. Bajé el rostro, rozando su cuello con los labios apenas abiertos, dejando un suspiro que era amenaza y ternura en la misma exhalación. Vi tragó saliva. Su cuerpo se tensó, como si esperara mi colapso… o el suyo. —Cait, si te duele… no tienes que… —Te callas. —Le corté, suave como una caricia peligrosa. Mis dedos fueron a su boca y los dejé ahí, presionando apenas. —Hoy no estás al mando, Vi. La vi luchar consigo misma. Esa parte suya que rugía por tomar el control, por volcarme, devorarme, sacarme de encima y recordarme que su cuerpo también sabe hablar. La misma parte que en otro momento habría reaccionado con pura hambre. Pero no esta vez. Sus pupilas estaban dilatadas, su mandíbula apretada. Y sus manos… se quedaron quietas. Obedientes. Por ahora. —Te estás vengando. —Dijo, con media sonrisa torcida, entre desafío y rendición. —Estoy marcando territorio. —Le respondí, bajando la cadera hasta que un gemido se le escapó sin querer. Vi tragó saliva. Su respiración se volvió irregular. Y entonces lo hizo. Como una bestia que se resigna al sacrificio… o como quien decide que vale la pena arder. Con las manos temblorosas, se bajó los pantalones. No con vergüenza, sino con urgencia. Se los empujó por las caderas con ese movimiento rápido y descuidado que hablaba de noches solitarias y cuerpos encendidos. Quedó con el bóxer ceñido, mojado, y los muslos abiertos como una súplica muda. Como si su cuerpo gritara "hazlo" incluso antes que sus labios. —Caitlyn… —Murmuró, con la voz raspada de deseo. —No sé cuánto más puedo quedarme quieta. Y ahí estuvo. El temblor en su mandíbula, la vibración en sus músculos. Esa chispa salvaje en sus ojos que anunciaba un rugido contenido. Vi quería el control. Lo necesitaba como el oxígeno, pero yo ya lo tenía. Me incliné hasta que nuestros labios casi se rozaron. —Ni se te ocurra. —Le advertí, dulce y letal. —Mueve un músculo… y paro. Sus pupilas se dilataron como un eclipse y su cuerpo entero tembló. No de miedo. De sumisión voluntaria, de hambre contenida. —Maldita seas… —Susurró, con los dientes apretados. —Vas a matarme. —No. —Sonreí. —Voy a hacerte recordar. Entonces me deslicé sobre ella. La rozaba, pero no le daba lo que quería. Mi ropa interior se deslizó apenas contra su bóxer, húmedo, tenso, condenado a la espera. Cada roce era un castigo. Cada no-movimiento, una promesa rota con placer. —¿Sabes lo que sentí mientras esperabas afuera y yo me rompía sola? —Le susurré al oído, con la voz baja, grave, arrastrada. —Sentí que te perdía. Sentí que quizás no volverías. Que quizás te irías a buscar calor en otros brazos, otras pieles… otra entrepierna. Vi se tensó como si la hubiera golpeado. Intentó moverse. La sujeté de las muñecas, llevándolas sobre su cabeza. Sus nudillos crujieron. —No. —Le dije, mirándola desde arriba, el ojo Hextech ardiendo debajo del parche como una advertencia. —Hoy no decides. Hoy solo sientes. —Caitlyn… —Gimió, vulnerable, su nombre en mi voz convertido en orden. La fricción volvió, más lenta, más precisa. Mis caderas marcaron el ritmo de una condena. Cada vaivén la arrastraba más profundo. Sus caderas querían seguirme, pero yo decidía cuándo. Cuánto. Cómo. Mi mano bajó por su abdomen, rozando el borde de su bóxer. No lo saqué. Solo deslicé los dedos por encima de la tela empapada, presionando justo donde sabía que podía quebrarla. Vi soltó un jadeo, ahogado, con la espalda arqueada y la respiración hecha trizas. —¿Así te frotabas cuando no estaba? —Le susurré, sin piedad. —¿Pensando en cómo me rogaste y no te abrí la puerta? ¿O solo te bastaba con recordar el sabor de mi piel para manchar tus dedos? —Nunca lo hice… —Gimió, entrecortada. —Nunca me toqué. Solo pensaba en ti. Me incliné, dejando un beso cruelmente suave sobre su boca. No era amoroso. Era mío. Era reclamo y ofrenda. Era el tipo de beso que se da después del exilio. —Entonces te voy a enseñar lo que perdiste y vas a recordarlo cada maldita vez que cierres los ojos. Volví a frotarla. Lento. Infernal. Una fricción medida, rítmica, casi científica. Humedad cruel contra humedad, tensión contra músculo. Su cuerpo se arqueaba, vibrando debajo de mí como un cable de alto voltaje a punto de estallar. Intentó liberarse. Buscó con las manos, con la cadera, con el instinto de siempre. Pero yo la tenía atrapada. Sus muñecas bajo mi control, sujetas con una firmeza que no daba espacio a negociaciones. Ni súplicas. —No voy a dejarte terminar, Vi. —Susurré contra su oído, mi aliento colándose entre los cabellos de su nuca. —Esto no es venganza, es advertencia. —Hija de… —Sí. —Interrumpí, bajando la voz hasta convertirla en un filo dulce. —Lo soy, y ahora tu castigo personal. Entonces, con una calma brutal, deslicé mis dedos por debajo del bóxer. No directo. No aún. Solo lo justo para rozar la piel húmeda, temblorosa, caliente como una amenaza. Un toque que no era caricia: era promesa suspendida. Y cuando sentí ese espasmo eléctrico en su cuerpo, ese suspiro convertido en súplica muda... me detuve. Retiré la mano. Dejé las caderas quietas. La privación como arte. El silencio como sentencia. Vi quedó ahí. Suspendida. Temblando. Con los labios entreabiertos, respirando como si hubiera corrido entre explosiones. Jadeando mi nombre como quien grita desde un abismo que no quiere abandonar. —¿Por qué? —Alcanzó a balbucear. Me incliné, le acaricié el vientre como si no acabara de incendiarla viva. —Porque no quiero que me temas, Vi. Pero tampoco quiero que me olvides. Esto... —Apreté apenas con dos dedos entre sus piernas, como quien pulsa una nota exacta. —Es mío. Lo que somos… es mío y si vuelves a dudar… esta memoria te va a arder. Me incorporé con un suspiro que sabía a sentencia. El cuerpo aún vibraba, cada músculo resonando con la tensión de lo no terminado. Me pasé la lengua por los labios, apenas, como quien saborea el filo de un recuerdo reciente. Miré mis dedos. Aún húmedos. Brillantes. Una traza suya latiendo sobre mi piel. Y sin darle mayor ceremonia, los limpié en las sábanas, con una caricia lenta, casi distraída, como quien firma el final de una obra sin mirar al público. Mi ojo izquierdo seguía cubierto por el parche. Pero bajo la tela, algo chispeaba. No luz. No magia. Voluntad. La mía. Caminé al baño sin mirar atrás. No como quien huye, sino como quien se retira de un duelo ganado… y deja al rival temblando en la memoria. —Ah, y por cierto… —Murmuré sin mirar atrás, con la calma peligrosa de quien sabe que dejó huella. —Te toca limpiar la cama. Hice una pausa, teatral, mientras me detenía en el umbral. —No por el té… ni por tus fluidos. —Dejé que la palabra quedara en el aire como una caricia con espinas. —Sino por el orgullo que se te derramó por todas partes. Apoyé una mano en el marco de la puerta, como si sellara la escena. —Y no se te ocurra pedirle a la sirvienta. Ese desastre… es todo tuyo. Cerré la puerta con una sonrisa. Y su risa, ronca, dolida, encendida, me persiguió como una promesa. Una que sabía que, cuando me la devolviera… ni el cielo iba a escuchar mis súplicas.
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