El fuego no quema pero sí abriga (Parte 2)
11 de septiembre de 2025, 14:03
Siempre despierto antes que Vi, no por costumbre, ni por insomnio. Despierto porque mi cuerpo aún no recuerda cómo quedarse dormido cuando ya no hay peligro. Despierto porque algo en mí sigue vigilando… incluso cuando ella está aquí.
La habitación ya no está en silencio. No del todo. Ese otro tipo de silencio, el que muerde, el que hiela, el que se instala como un huésped no invitado, quedó atrás con las vendas. Ya no vive aquí. No desde que Vi volvió a ocupar su espacio. Y el mío. Ahora es un silencio distinto. Un silencio habitado.
Ahora, incluso la espera suena distinta.
Hace días que no nos tocamos como antes. No por miedo, ni por castigo, no exactamente. Fue mi decisión, una tregua física, impuesta con calma. Porque sabía que mi cuerpo necesitaba sanar, y que ella necesitaba desearme hasta no poder más. A veces, el deseo crece mejor en la ausencia. Y aunque arde en su mirada cada vez que me roza, ella no cruza la línea. No todavía. Porque entiende que este pequeño infierno es también parte de nuestra cura.
La escucho antes de verla: el golpeteo metálico irregular de una bandeja subiendo las escaleras, el sonido amortiguado de sus botas contra la alfombra del pasillo, y luego ese leve tintinear de porcelana luchando por no caer en desgracia.
—No te atrevas a caerte. —Masculla Vi en voz baja, como si la tetera pudiera entenderla. —Ni tú, ni yo, ni nada hoy ¿Me oíste, plata traicionera?
El pomo gira. La puerta se abre con su clásico chirrido. Y ahí está ella, entrando con una bandeja de plata como si fuera un artefacto de relojería explosiva: tetera humeante, una taza perfecta y otra con una pequeña abolladura en la base. Equilibrio inestable, torpe y entrañable.
No hace falta abrir los ojos para saber lo que está haciendo. Conozco ese tono. Esa respiración contenida. La forma exacta en que se inclina cuando quiere hacer algo con cuidado, pero sus manos aún creen que están en un ring de boxeo.
Así que me hago la dormida. Por estrategia, por ternura, o por puro placer de escucharla sin ser vista.
La bandeja toca la mesa con un leve clac, contenido, como si hasta el aire dudara de hacer ruido. Luego, un silencio denso, casi imperceptible. Sé que me está mirando. Que respira más lento, como si eso pudiera evitar despertarme. La conozco. Está debatiendo consigo misma: si quedarse a mi lado o dejar que este momento, este espacio, siga siendo mío.
Al final, elige no interrumpir.
Sus pasos se alejan con ese sigilo torpe que solo ella tiene, como si el suelo pudiera acusarla de sentir demasiado. Escucho el pomo girar, la puerta del baño cede apenas. No enciende la luz. Nunca lo hace. Con Vi, incluso el cuidado tiene algo de lucha: entre el instinto de proteger y el miedo de invadir.
Cuando la puerta se cierra detrás, abro los ojos apenas.
La luz de la mañana se cuela por la cortina con una delicadeza absurda. No invade. No exige. Solo entra. Se posa sobre la colcha arrugada, sobre el borde de la bandeja que Vi dejó sobre la mesa, sobre la tetera aún humeante y el libro que quedó abierto por la mitad anoche. Y ahí están sus pantalones, tirados al pie de la cama como una promesa… no, como una risa sin concluir.
Huele a té con jengibre. A vapor de loza caliente. A piel tibia.
A casa.
Podría cerrar los ojos y pretender que todo está bien. Que ya no duele al parpadear. Que el implante no zumba como un insecto encerrado tras la sien. Que mi costado no protesta cada vez que respiro más profundo de la cuenta. Pero no lo hago.
Porque esta vez… no necesito fingir. El dolor sigue, pero no soy solo eso.
Desde que volvió, desde que me miró sin miedo, sin pena, sin apartar la vista de lo que ahora soy, algo dentro de mí empezó a moverse.
No es una metáfora, es clínico, preciso, detectable. Como si los sistemas se reiniciaran uno a uno. Como si cada error de Vi, cada torpeza, cada intento desastroso de normalidad, fuera una chispa en mi circuito interno.
Vi camina por la casa con el mismo cuidado con que se acerca a una bomba activa. Cree que si pisa mal, si dice algo demasiado pronto, todo va a estallar. Y sin embargo, no se va. Revienta las tostadas, dobla las toallas al revés, hace el té tan cargado que puedo sentir cómo me late el estómago antes de tomarlo… pero está. Se queda, día tras día, sin pedir nada a cambio.
Cada gesto suyo no busca precisión. Busca quedarse. Y eso… eso basta para recordarme que estoy y quiero estar viva.
Desde hace una semana y media, el tiempo dejó de medirse en minutos o días, ahora lo cuento en gestos. En cosas pequeñas que antes ni notaba. El agua del florero junto a la ventana baja más lento, como si también le costara avanzar. El aroma del aire al anochecer cambió; ya no huele a encierro, sino a una estación que se estira para despertar.
La barba de Jayce insiste en crecer en direcciones erráticas, como si sus células también estuvieran peleando por salir del caos. Mi padre, en cambio, aparece cada mañana con la misma precisión que un reloj bien calibrado, cargando sus notas, sus preguntas incómodas y ese tono neutro que sólo él puede usar para disfrazar su preocupación.
Me guía en los ejercicios para entrenar la percepción con el ojo Hextech: identificar patrones, seguir líneas en movimiento, sostener la mirada sin parpadear hasta que el zumbido se disuelva. Nunca dice que está orgulloso, pero lo leo en su forma de exhalar cada vez que consigo leerle una palabra desde el otro lado de la habitación sin entrecerrar los ojos. Ya no se queda en el umbral como antes. Ya no duda. Entra, acomoda sus notas con precisión casi quirúrgica y me observa con ese silencio atento que heredé de él. A su manera, también se queda.
Ahora los ejercicios son más exigentes: puntería ocular con símbolos móviles, lectura de letras cada vez más pequeñas a distintas distancias, coordinación visual con luces que se encienden al azar. Algunas veces acierto. Otras, el dolor en la sien me obliga a cerrar el ojo y respirar hondo, como si acabara de cruzar un campo minado. Pero sigo. Porque el ojo se está adaptando. Y yo, también. Ya no me marea tanto cuando la luz cambia. Ya no siento ese zumbido amenazante cada vez que alguien se detiene demasiado tiempo a mirarme.
Lo curioso es que, con todos los ejercicios, con toda la tecnología, con todas las escalas de medición que Tobias y Jayce han trazado para este implante… hay un patrón que nadie ha registrado. Un detalle que no entra en sus informes clínicos. Pero yo lo noto.
Cuando Vi me mira, el ojo se estabiliza.
No sé por qué. Tal vez porque ella no juzga, no evalúa, no espera resultados. Solo se queda ahí, en silencio, con la mandíbula tensa y los hombros intentando no parecer tensos. Como si temiera que un solo parpadeo suyo pudiera romper algo que ya está al borde. Y, sin embargo, su mirada es lo que me centra. Como si mi visión, la nueva, la incompleta, la que aún tiembla, entendiera que no hay amenaza cuando ella está cerca. Como si su forma de verme le enseñara a la mía cómo quedarse quieta.
Y no, no es solo deseo. O al menos, no de ese que arde y devora. Es otra cosa. Más profunda. Más antigua. Una ternura que no necesita escenario, ni final feliz. Una forma de amor que no exige que me recupere para quedarse. Que no pide garantías, ni avances medibles. Solo... está. Sin apuro. Sin condiciones. Como una raíz que se niega a dejar de crecer aunque el terreno siga temblando.
Me acaricia la muñeca mientras lee en voz alta libros que no entiende, pero intenta. Me acomoda las almohadas y luego se queda mirándome como si no supiera si besarme está permitido. A veces lo hace. Y cuando lo hace, siento que el mundo deja de tambalearse. Solo por un momento.
Ayer la encontré sentada en el suelo del estudio, rodeada de hojas sueltas y manchas de tinta que parecían heridas abiertas sobre la alfombra.
Tenía un set de acuarelas que probablemente le robó a Jayce o le arrancó a algún vendedor callejero. Y frente a ella, una hilera desordenada de dibujos. Bocetos. Intenciones.
No me vio o tal vez fingió no hacerlo.
Cada imagen era un desastre amoroso. Un jarrón con flores violetas que parecía haber estallado desde dentro, como si la lavanda hubiera sobrevivido a una guerra química. Una tetera dibujada con tanto fervor que parecía una criatura marina con tentáculos en vez de asas. Mi perfil estaba ahí también, torcido, como si la perspectiva la hubiera intimidado a mitad de camino. Vi había intentado dibujar mi ojo Hextech, pero lo había exagerado tanto que parecía un rubí encajado a la fuerza en un rompecabezas de cicatrices.
Y por supuesto, un intento de rifle... o al menos eso creo. Porque tenía la forma de una espátula con ambiciones militares.
Todo era un desastre, pero era mi desastre.
Porque incluso en esa galería de horrores visuales, reconocí cada uno de mis gustos envueltos en torpeza: el orden forzado en la disposición de las hojas, los tonos fríos que intentaban replicar mis camisas favoritas, los pequeños intentos de simetría arruinados por lo impulsiva que es su mano izquierda. Incluso se había dibujado a sí misma en una esquina, con guantes de boxeo y un corazón torcido saliéndole del pecho, como si se estuviera ofreciendo... pero sin saber bien cómo.
No pude evitar sonreír. Vi no es artista, pero sí sabe leer mis silencios, y ese día, intentó convertirlos en imágenes.
Los dejó sobre la mesa, con el cuidado de quien acomoda algo valioso sin hacer alarde. No me preguntó si me gustaban. No esperó una reacción. Solo las dejó ahí, torcidas, manchadas, sinceras. Y siguió su día como si no acabara de dejar un pedazo de sí misma en el papel.
Pero yo las guardé, todas. Incluso las que tenían manchas de té o trazos borroneados por el apuro, porque en ese desastre doméstico estaba su forma de decir: “Te veo. Te escucho. Sigo acá.”
Y eso… no es arte. Es amor dibujado con las manos torpes de quien aún tiembla. Un mapa mal hecho que, sin querer, traza el camino de regreso a mí.
No corrige el pasado, pero lo abraza, lo sostiene. Y en ese sostener… duele menos.
Incluso lo que está torcido, si viene de ella, puede ser belleza.
Esa mañana, cuando otro día volvió a empezar, estaba en una sala que mi padre había habilitado para hacer ejercicios de rehabilitación muscular con mi padre. Sostenía el equilibrio sobre una pierna, las manos estiradas hacia el frente, tratando de ignorar la punzada que me cruzaba la cadera.
—Has avanzado más esta última semana que en todo el mes anterior. —Dijo mi padre, con ese tono seco que usa para elogiar sin comprometerse. —Y no, no es solo el entrenamiento. Es ella, ¿verdad?
No respondí. Pero mi sonrisa, involuntaria, fue suficiente.
Vi nos observaba desde el umbral, apoyada contra el marco como si llevara horas ahí. La luz del sol filtrándose por la ventana le daba en el rostro. Tenía los brazos cruzados, una naranja a medio pelar colgando de su mano y esa expresión mezcla de orgullo y miedo que ya conocía bien. Ya no intervenía cuando me tambaleaba. Ya no hacía esa mueca de angustia cada vez que algo me dolía. Había entendido que sanar también significaba dejarme caer… y dejarme levantar.
—Intenta ahora sin apoyo. —Dijo mi padre, dando un paso atrás con la cautela de quien no quiere interrumpir un milagro.
Estaba concentrada en mantener el equilibrio sobre una pierna, los brazos extendidos, el ojo Hextech tratando de enfocar una hoja en movimiento que colgaba de la pared más cercana. Entonces escuchamos el ruido de las escaleras.
Jayce apareció antes de lo previsto, con su maletín colgando del brazo y la respiración apenas agitada.
—¿Interrumpo? —Preguntó, con una media sonrisa.
—Justo a tiempo. —Respondió mi padre, sin dejar de observar mi postura.
—Hola, Jayce. —Dije, sin moverme, con la voz aún contenida por el esfuerzo.
Vi lo saludó con un gesto de cabeza, sin perder su expresión mezcla de evaluación y burla silenciosa.
—Vaya comité de bienvenida. —Comentó Jayce, dejando su maletín en una de las sillas. — No sabía que las sesiones incluían jurado.
—Solo si sobrevives al entrenamiento ocular extremo. —Dije, bajando lentamente la pierna con un suspiro.
—Y cuando el jurado incluye a dos Kiramman con visión crítica y cero paciencia. —Añadió Vi, llevándose el último trozo de naranja a la boca. —Suerte.
Jayce sonrió, de esas sonrisas suaves que usa para parecer tranquilo. Pero yo ya lo conocía: venía con algo.
Me senté con cuidado en el diván. Mi padre recogió su libreta sin apuro, me dio una palmada breve en el hombro y se despidió con su tono medido.
—Te dejo el escenario, Jayce. Cuídala.
—Siempre. —Respondió él, ya centrado, mientras se sentaba frente a mí.
Sus dedos se movieron con precisión casi automática. Levantó apenas uno de mis párpados, examinó el implante con esa mezcla de concentración y preocupación que aún no sabía disimular del todo.
—¿Y por qué tan temprano? —pregunté, buscando romper el hielo entre instrumentos metálicos.
Jayce soltó una exhalación por la nariz y alzó una ceja.
—No podía pensar en casa. Jinx y Lux están… digamos… explorando los límites estructurales del mobiliario.
Vi soltó una risa nasal.
—¿Otra vez? —Dijo Vi, arqueando una ceja. —Jayce, por favor, no seas tan dramático.
—¿Dramático? —Replicó él, sin perder el hilo mientras sacaba un calibrador. —Intenta alinear microconductores de precisión mientras alguien grita “¡más fuerte, estrellita!” como si estuviera invocando a un demonio del placer en plena madrugada.
Vi soltó una carcajada breve, ladeando la cabeza.
—Podría ser peor.
Jayce levantó la vista un segundo, dudando.
—¿Peor que eso?
Vi cruzó los brazos, la sonrisa torcida como un mal recuerdo que aprendió a reírse solo para no gritar.
—Sí. Podrías haberlas visto teniendo sexo.
Jayce parpadeó. Caitlyn giró apenas el rostro, mordiéndose la sonrisa. El silencio duró lo justo antes de que Vi soltara:
—Créeme, aún tengo flashbacks. Con sonido envolvente.
Jayce negó con la cabeza, riéndose con ese gesto de horror compartido.
—Te admiro en muchas cosas, Vi. Esa no es una de ellas.
—Trauma compartido, Jaycito. Las verdaderas batallas no dejan marcas… visibles.
Los tres rieron, con esa risa que no borra el bochorno pero lo vuelve soportable.
—La interfaz está casi lista —Dijo finalmente, mientras ajustaba una de las microplacas del borde con la precisión de un cirujano y el peso de un amigo. —Ha cambiado mucho desde que lo construimos por primera vez.
Caitlyn frunció levemente el ceño. Jayce lo notó, y sonrió con un dejo de orgullo triste.
—Ya no tiene ese aspecto metálico tan... obvio. El brillo sigue ahí, claro, leve, como un latido de magia. Pero si no sabes lo que estás buscando… podrías jurar que es tu ojo real.
Se hizo un silencio espeso, de esos que se sienten más en el estómago que en los oídos.Jayce bajó la herramienta con más lentitud de la necesaria, como si cada segundo extra pudiera retrasar lo inevitable.
No me miró de inmediato. Sus dedos permanecieron sobre el borde del implante, inmóviles. Después, exhaló por la nariz, resignado.
—Tengo que traer a Jinx. —Dijo al fin, y su voz no fue una bomba… pero sí la mecha encendida.
No fruncí el ceño. No suspiré. Pero mi respiración cambió, apenas. Lo suficiente.
En el umbral, Vi dejó de apoyarse en el marco. Se irguió apenas, como si su cuerpo hubiera recibido un golpe sordo.
—¿Estás seguro? —Preguntó. La voz le salió baja, tensa, como si le doliera más decir el nombre que enfrentar una bala.
No era juicio lo que vi en sus ojos. Era miedo. No de los que se gritan, ni de los que tiemblan; era ese tipo de temor que se instala detrás de la mirada, que aprieta la mandíbula y no se nombra. Vi lo conocía mejor que nadie, porque era suyo desde hacía años. Ella siempre había dicho que Jinx y yo nos parecíamos más de lo que nos gustaba admitir. Que compartíamos ese filo bajo la piel, esa rabia contenida detrás de las palabras correctas, ese impulso de atacar primero antes de ser heridas.
Y ahora estaba ahí, apoyada en el marco de la puerta, sin decir nada, porque sabía que traer a Jinx era como encender dos mechas en la misma habitación y esperar que ninguna llegara a la dinamita. Porque por mucho que nos odiáramos, por mucho que nos enfrentáramos como si fuésemos polos opuestos, había algo más peligroso entre nosotras: la posibilidad de entendernos demasiado tarde. Y en el fondo, ambas amábamos a Vi con una intensidad que no sabía pedir permiso. Ese era su miedo. No que discutiéramos. No que chocáramos. Sino que, al final, termináramos demostrándole que incluso el amor puede volverse una maldita arma.
Jayce levantó las manos, como si pudiera desactivar una bomba con gestos suaves.
—Lo sé. Pero créeme, es la mejor opción. Tiene una sensibilidad única para leer las fluctuaciones en los núcleos hextech. Percibe patrones donde yo solo veo ruido. Es... impredecible, pero precisa. Y esto —Tocó el borde del implante con una delicadeza inusual en él. —Requiere ojos como los suyos.
Asentí. No con entusiasmo, sino con aceptación. Porque era cierto, confiaba en él, y porque, al final del día, también confiaba en ella… aunque me costara admitirlo.
Jayce cerró el maletín con movimientos lentos, como si esperara alguna objeción de último minuto. No la hubo.
—Entonces... nos vemos mañana. —Dijo, mientras se ponía de pie.
Vi se hizo a un lado para dejarlo pasar, pero no se quedó ahí. Lo siguió un par de pasos más allá del umbral, como si de pronto recordara algo que no podía decir frente a mí. Susurró algo que no alcancé a oír.
Jayce se detuvo, la miró, y lo que fuera que le dijo Vi hizo efecto de inmediato. Se le subieron los colores al rostro como si lo hubieran atrapado leyendo un diario ajeno. Murmuró una réplica apresurada que Vi cortó con una sonrisa torcida y un leve codazo amistoso.
La escena duró apenas segundos, pero fue suficiente.
Vi volvió como si nada, con esa expresión suya que mezcla inocencia fingida y satisfacción mal disimulada. Se dejó caer en la silla frente a mí con un suspiro exagerado.
—¿Qué fue eso? —Pregunté, cruzando los brazos.
—Conversación técnica. —Respondió, masticando con aire de superioridad doméstica.
—Se sonrojó.
—Es muy sensible —Dijo, sin inmutarse.
No insistí. Pero lo guardé, como tantas otras cosas que ella cree que no noto. No por nada soy la Comandante de Piltover.
Y al día siguiente… llegó.
Primero fue el silbido. Desafinado, como si una flauta rota intentara hacerse pasar por música. Luego, el golpeteo caótico de unos pasos que claramente estaban esquivando las losetas del pasillo solo por diversión.
Jayce apareció poco después del mediodía, con su infaltable maletín bajo el brazo y esa sonrisa que usaba cuando no sabía si venía a traer una mejora tecnológica o una crisis nerviosa en forma de adolescente explosiva.
—No te asustes. —Dijo, en tono de advertencia disfrazado de chiste. —Prometo que la traje con correa corta.
Entonces la vi.
Jinx.
Descalza. El abrigo demasiado grande le colgaba como si lo hubiese robado de un maniquí desprevenido. Masticaba algo que parecía más mecánico que comestible, y se mecía sobre los talones como si el suelo le resultara opcional.
—Hola, pastelito.
Su voz era la misma de siempre. Insolente, musical, con ese filo de canto infantil que promete un incendio.
No respondí al instante. No porque no supiera qué decir, sino porque no tenía claro qué parte de mí debía contestarle: la comandante reconstruida a fuerza de voluntad y metal, la hija que casi no sobrevive a un disparo directo al corazón, o la mujer que aún recuerda que Jinx, esa criatura impredecible, sostuvo mi vida entre engranajes, humo y desesperación.
Jayce, ajeno, o más probablemente fingiendo estarlo, desplegó su instrumental sobre la mesa del estudio con el mismo ruido que haría un cirujano bajo estrés. Vi estaba afuera, en el jardín, haciendo repeticiones con garrafas llenas de arena como si eso pudiera mantenerla alejada… cuando todos sabíamos que no.
Yo estaba junto al ventanal, sin vendas. Dejando que la luz diera de lleno en la placa Hextech del pecho, justo donde la bala había entrado. Como quien decide, al fin, dejar de esconder lo que lo mantuvo con vida.
Jinx no esperó a que nadie la invitara. Caminó hasta la mesa con pasos ligeros y ruidosos, inspeccionándolo todo como si buscara algo que pudiese explotar… accidentalmente.
Jayce la siguió con la mirada, cruzado de brazos, y al cabo de un segundo murmuró con resignación contenida:
—Jinx, por favor, sin explosiones esta vez. Ni fuego. Ni ácido. Y si ves algo que no entiendas… no lo toques porfavor..
Jinx giró la cabeza con una sonrisa demente.
—Uy, qué poco divertido te pones cuando hay bisturíes cerca, Jaycito.
Jayce ignoró el comentario con la práctica de alguien que ya había perdido varias discusiones con ella y se giró mirando a Cait.
—Solo escucha lo que diga, aunque suene a chiste, porque debajo del caos… hay algo parecido a un genio.
Jinx se acercó. No con su típico rebote burlón, sino midiendo cada paso como si atravesara una cuerda floja. Se detuvo frente a mí, me miró. No a mí exactamente, al implante, a lo que quedó.
—Mmm... —Jinx ladeó la cabeza, con esa media sonrisa que anuncia travesura o genialidad. —Está bien ensamblado. Claro, lo hice yo.
Se agachó un poco, como inspeccionando una obra de arte explosiva.
—Pero vibra mal cuando enfocas a distancia. Demasiada interferencia. ¿Te da jaquecas o solo quieres arrancártelo cuando miras muy fijo?
—Solo cuando pienso demasiado en lo que veo.
—¿Y eso te pasa seguido?
—Últimamente… sí.
El silencio que siguió no era hostil, pero tampoco cómodo. Un terreno minado entre dos personas que aprendieron a esquivar la culpa, pero no a desactivarla.
Jayce trabajaba en mi ojo con meticulosidad, y Jinx soltaba apuntes técnicos con esa rapidez que usaba para no pensar demasiado. Yo la dejaba hablar. Porque me sorprendía su capacidad de ignorar el elefante rosado disfrazado de trauma entre nosotras.
Hasta que Jayce, cobarde adorable, miró su reloj con una teatralidad ofensiva y dijo:
—Oh, cierto, casi lo olvido... eh, tenía que… juntarme con Lux. Urgente. Muy urgente. Asunto técnico. De magia. O algo así. —Jayce cerró el maletín con torpeza, como si apretar el broche lo salvara de tener que explicar más.
Y se fue. Así, con la gracia torpe de quien deja una bomba encendida y pretende que fue una brisa.
—Qué profesional. —Murmuré, sin moverme.
—Sospechoso hasta para mí. —Dijo Jinx, con una sonrisa torcida que, esta vez, no traía pólvora... solo una chispa cómplice.
Jinx se dejó caer sobre el respaldo del sillón, colgando las piernas como si el suelo fuera una sugerencia opcional. No habló, solo me miró. No a mí, exactamente. Al centro de mi pecho, donde el metal brilla como una cicatriz que se niega a cerrarse.
—¿Qué ves? —Pregunté al fin, con la voz baja pero firme.
Tardó en responder. No porque dudara, sino porque eligió bien sus palabras.
—Una explosión que decidió no estallar.
—¿Eso es un insulto disfrazado?
—Es lo más parecido a un elogio que sé dar. ¿Tienes idea de cuánta gente se desintegra con la mitad de lo que te tocó?
—¿Y tú?
Jinx sonrió, pero no como antes. Fue más un reflejo, un recuerdo oxidado.
—Yo me hice pedazos hace años. Pero a veces… los pedazos sirven para construir cosas raras o salvar a alguien que no debería estar muerta.
No fue lo que dijo. Fue cómo. Con la naturalidad de quien ya aceptó vivir rota, pero útil.
—¿Por qué lo hiciste? —Pregunté. No con reproche, con esa voz baja que uno usa cuando quiere entender lo imposible.
Jinx se meció hacia atrás, con las piernas colgando del respaldo como si el equilibrio le importara menos que la memoria.
—Porque Vi lloraba. —Respondió. Así, sin titubear. Como si eso fuera todo. Como si eso bastara.
Y lo era. Me bastaba con recordar la expresión de Vi al verme caer, el temblor en su voz al pronunciar mi nombre, la forma en que corrió, extendiendo la mano como si pudiera detener el tiempo, como si alcanzarme bastara para evitar que me apagara por esa bala.
No dije nada, no pude. El aire se espesó entre nosotras, pero no era odio. Era otra cosa. Algo más áspero. Más humano.
Pasaron varios segundos. Quizás minutos. El tipo de silencio que no es ausencia, sino filo. Que no se llena, se sostiene.
El tic de una herramienta aun vibrando sobre la mesa. El crujido leve de su pierna moviéndose. Mi respiración, más medida que calmada.
Entonces hablé.
—No te perdono. —Dije fría y precisa. Como quien traza una línea para no volver a cruzarla.
Jinx no bajó la mirada, no se encogió, solo aceptó.
—Nunca lo esperé. —Respondió, sin defensa, sin dramatismo. Solo... verdad.
Otro segundo, otra grieta.
—Pero te agradezco. —Añadí y esta vez, la voz no dolía, solo pesaba.
Jinx parpadeó. No sorprendida… sino vulnerable. Como si no supiera qué hacer con algo que… no explota.
—Eso... suena a más de lo que me gané. —Murmuró, ladeando la cabeza, como si esperara que la frase se autodestruyera.
Le tendí la mano, no por nobleza, sino por redención. Porque Vi ya vivía con suficientes cicatrices como para cargar otra guerra entre nosotras. Y porque yo… estaba harta de hacer guardia en el límite de todo.
—Solo por hoya. —Dije clara y sin promesas ni armas.
Jinx la miró como quien observa una bomba envuelta para regalo. Bonita, sí… pero capaz de estallar en cualquier segundo. El escepticismo le tembló en los ojos, sin llegar a matar del todo la chispa de esperanza.
Entonces, bajó los pies del sillón, despacio, como si tocar el suelo fuera cruzar una línea. Y cuando lo hizo, fue como aterrizar en un presente que no sabía si merecía.
Extendió la mano y la tomó de forma firme, torpe y humana.
—Ugh. Tan Piltover. ¿Duermes abrazada al reglamento o solo lo usas de almohada?
—Solo cuando Vi ronca.
Jinx soltó una risa real. No una de esas que usa para ocultar una bomba, sino una que se le escapó sin permiso.
Y en sus ojos... no había locura. Había polvo del bueno. Del que Vi me contaba en esas largas noches de recuerdos, del que alguna vez fue Powder.
Nos quedamos en silencio. Pero no uno tenso. Uno... raro. Como cuando alguien te acaricia la herida sin querer y tú no sabes si gritar o agradecer. Como si no supiéramos si ya nos habíamos perdonado... o solo estábamos demasiado rotas para seguir odiándonos.
—Así que… ¿Vi te contó algo de nuestra noche en Zaun?
La pregunta cayó como dinamita envuelta en tul rosado. Yo parpadeé. No porque me sorprendiera. Sino porque no sabía si reír o gritar.
—¿Te refieres a la noche en la que acabaron drogadas con hongos de alcantarilla, peleando con contrabandistas, pintándose el cuerpo con mugre emocional y terminando en una batalla de almohadas antes de que Vi vomitara la dignidad que le quedaba sobre una pared?
—¡Ah! ¡Entonces sí te contó! —Exclamó Jinx, como si le hubieran confirmado que su performance había tenido reseñas de cinco estrellas. —¿No fue glorioso? Me sentí en una ópera del apocalipsis, con vomito, bengalas y trauma alucinógeno.
—Glorioso no es exactamente la palabra que usaría… —Me llevé una mano a la frente, masajeando el entrecejo. —Vi no me dio todos los detalles, pero su beso ese día sabía a pecado, a hongos, y a una mala decisión fermentada.
—¡Aw! —Jinx hizo un puchero dramático. —¡Eso suena romántico! Como una carta de amor escrita en vómito.
Se inclinó hacia adelante con los codos en las rodillas, su sonrisa ahora torcida de orgullo.
—Esa noche fue arte puro, Cait. Puro. Un performance emocional. Sucio, visceral, con purpurina y trauma a gritos. —Alzó la mano como si describiera una obra maestra en una galería mal iluminada. —Te juro que si tuviera una galería, esa noche sería la pieza central: “Dos hermanas contra el mundo… y contra su estómago”.
Yo me crucé de brazos, observándola en silencio, pero ya sin poder mantener la compostura. El sarcasmo se me escapaba entre los labios.
—¿Eso incluye el momento en que me tatuaste en el hombro de Vi?
—¡Exacto! —Exclamó Jinx, con los ojos brillando como bengalas recién encendidas. —¡Una obra maestra! ¡Arte postraumático con estética postindustrial y un toque de mugre emocional genuina!
Se puso de pie de un salto, extendiendo los brazos.
—Le pinté un corazón... medio torcido, sí, pero con sentimiento. Adentro dibujé una escopeta, un monóculo y una ceja alzada que juzga desde el más allá. ¿Sabes lo que eso simboliza? ¡A ti! ¡Eres la musa de la suciedad simbólica, Comandante Culos Fríos!
Yo la miré, parpadeé y luego me llevé una mano a la cara con un suspiro muy largo, del tipo que carga siglos de paciencia.
—¿Me dibujaste... una escopeta y un monóculo... dentro de un corazón?
—¡Y una ceja, Cait! ¡No subestimes la ceja! Es la clave. El juicio perpetuo, el amor reprimido, la furia elegante. ¡Un resumen emocional de todo lo que eres!
Me costaba mantenerme seria, pero fingí lo mejor que pude.
—Y tú crees que eso es... romántico.
—Es más romántico que cualquier poema barato con rimas forzadas, querida. —Dijo con una sonrisa exageradamente cursi. —Además, no cualquiera lleva tu espíritu tatuado en el hombro.
—¿Y Vi… sabe que ese dibujo representa mi “furia elegante”?
—Oh, absolutamente no. Cree que es un dildo y un rifle. —Dijo Jinx con total seriedad.
Mi ceja se arqueó.
—¿Un qué?
—¡Yo no lo aclaré! ¡El arte se interpreta! —Jinx alzó los hombros con fingida inocencia. —La intención es ambigua. Como el amor, como el vómito, como tu relación con ella.
—Te odio un poco.
—Y sin embargo, aquí estás. Hablando conmigo. Sobre arte hecho con mugre y vómitos explosivos.
Negué con la cabeza, conteniendo una carcajada que me arañaba la garganta. Jinx me miraba con esa sonrisa suya, la de siempre, la que brilla como dinamita envuelta en papel de regalo: traviesa, brillante… y tan cuidadosamente armada para tapar los agujeros que le dejaron las explosiones por dentro. Mi pecho se tensó. Porque, detrás de la burla, dolía. Dolía en mí y en ella. Ambas lo sabíamos, aunque ninguna quisiera decirlo en voz alta.
—Y tú... —Dije, con tono más bajo. —Todo lo de esa noche… ¿Lo hiciste solo por ella?
—No. —La respuesta fue inmediata, como si ya la tuviera lista. —Lo hice por mí también. Porque estaba cansada de cargar con el fantasma de lo que arruiné. Y porque tú…
Se detuvo y rodó los ojos.
—Maldita sea, Lux tenía razón. Eres buena hasta cuando me odias.
La miré, en serio, porque en sus ojos no había locura ahora. Solo cansancio y un intento torpe, pero real, de decir “lo siento” sin usar esas palabras.
—Vi dice que me parezco a ti. —Dijo de pronto.
—¿Y eso debería halagarme?
—Debería preocuparte.
Solté una risa seca.
—Entonces tengo que agradecerte por no llevarla a una estación de tren a lanzarse al vacío.
—¡Hey! —Jinx alzó una ceja, fingiendo ofensa. —Soy una psicópata responsable.
—Eso es un oxímoron.
Silencio. De esos que pesan más que mil gritos, que se meten bajo la piel. Y entonces, su voz. Más baja. Más rota.
—Cuando te vi ese día… desnuda, sangrando, con la maldita luz del quirófano clavada sobre ti… y ese silencio. Ese silencio cuando tu corazón… —Se le quebró la voz apenas un milímetro. —Pensé que te habíamos perdido y que contigo… también se iría Vi.
Me dolió, porque era cierto. Porque a veces siento que no regresé… solo que no me terminé de ir. Y nunca me había detenido a pensarlo así, pero… si no hubiera vuelto, si de verdad me hubiera ido ese día… ¿Quién habría salvado a Vi de derrumbarse del todo?
—Volví. —Susurré. —Con costuras… pero volví. Y no sé si por mí, o por ella, tal vez por las dos.
Jinx me miró. No con esa chispa desquiciada que usaba para mantener al mundo a raya. No.Por un instante, se le cayeron todos los fuegos artificiales. No hubo risa. Ni dinamita. Ni teatro. Solo esos ojos suyos, tan humanos, tan jodidamente lúcidos, viéndome como si yo fuera una pregunta que aún no tenía respuesta.
—Y no estás sola. —Dijo, bajito, como si el volumen pudiera romper algo.
Tragué saliva. Sentí el calor subir, ese que no abriga, que aprieta. Que empuja lágrimas hacia arriba solo para que no caigan.
—Ni tú. —Le respondí, más firme de lo que me sentía.
Jinx desvió la mirada un segundo. Sus pies volvieron a colgarse en el sillón, balanceándose apenas. Pero cuando volvió a mirarme, tenía esa media sonrisa torcida que dolía más que cualquier reproche.
—Solo... no la hagas esperar así otra vez. —Susurró, sin veneno, pero con filo. —No la dejes afuera con el alma en carne viva, tocando una puerta que nunca se abre.
No lo dijo enojada ni triste, lo dijo Lo dijo como quien conoce de memoria el temblor de una hermana que siempre espera… y aun así, no se va. Como quien entendió que el amor también es sentarse en el frío, con las manos vacías y el corazón lleno de grietas… solo porque la persona al otro lado de la puerta lo vale.
Luego de eso, no dijo nada por unos segundos, solo me sostuvo la mirada, como si estuviera calculando cuánta verdad podía aguantar sin explotar.
—Oye… ¿podemos no hacer esto muy seguido? —Murmuró, intentando recuperar su tono burlón. —Me estás volviendo sentimental, y aún tengo una reputación que mantener.
—Tranquila. Mañana podemos ignorarnos en el pasillo y fingir que nunca compartimos historias de trauma y heridas del corazón.
—Uf. Gracias.
—Y a ti por cuidar de ella. —Dije, y mi voz salió más rota de lo que esperaba.
Jinx ladeó la cabeza, sus ojos ya no tan brillantes.
—Y gracias por… no dispararme por todo lo que hice.
Me encogí de hombros.
—No me des ideas.
Nos quedamos en silencio. Un silencio cómodo. De esos que no necesitan explicación. Ni ruido, ni bombas. Solo existir, un rato, en el mismo lugar sin que el mundo se venga abajo.
Jinx se bajó del sillón y volvió al implante con manos más serias de lo habitual. Ajustó un par de mecanismos, murmuró algo sobre calibración y escupió un insulto cariñoso al destornillador que se le resbaló entre los dedos. Luego se puso de pie, limpiándose las manos en el pantalón como si con eso también borrara la intensidad del momento.
—Volveré en unos días. A revisar cómo evoluciona todo en este ojo de lujo. —Señaló mi cara, pero sin burla. —Te traeré a alguien. No sé si es mi pareja, mi desastre favorito o mi casa con piernas… pero es mía y quiero que la conozcas. Cuñis.
Me tomó un segundo procesarlo todo. ¿Pareja? ¿Casa con piernas? ¿Cuñis?
Parpadeé una vez. Luego otra. Mantuve la espalda recta, el mentón alto y la ceja perfectamente arqueada… hasta que una sonrisa se me coló, ladeada, filosa. Incontrolable.
—¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Preparar galletas, afilar los cuchillos o simplemente observar cómo llega tu apocalipsis personal caminando por mi sala?
Jinx soltó una carcajada rasposa, encantada.
—Sí. Así que anda preparando tu mirada de cuñada desconfiada, porque va a ser un espectáculo.
Me lancé una sonrisa torpe. Jinx también. Y sin más frases dramáticas, se dio media vuelta y desapareció por la puerta, con ese andar suyo que siempre parece un adiós y una entrada triunfal al mismo tiempo.
Con esas sutiles interacciones supe que, aunque estuviéramos remendadas con alambres y promesas rotas, aunque las heridas no cerraran del todo… aún teníamos eso. Días. Segundos. Reencuentros extraños con olor a pólvora y cariño desfigurado. Y quizás, solo quizás, eso alcanzara para empezar a cerrar las heridas que todavía sangran en silencio.
Pasaron algunos días antes de que Jinx volviera.
No porque dudara que lo haría. Sabía que volvería. Lo supe en cuanto cruzó esa puerta por primera vez sin dinamita en la mano. Pero esta vez… venía con refuerzos.
Lo primero no fue el silbido. Esta vez fue un portazo. Luego, pasos apresurados y un canto mal entonado que parecía una mezcla entre amenaza y celebración.
—¡Caaait! ¡Prepara el té y las reprimendas! ¡Traje a mi desastre emocional con patas!
La puerta se abrió de par en par como si alguien hubiera tirado una bomba con forma de anuncio romántico.
Vi apareció desde el comedor con una galleta en la boca y expresión de “me arrepiento de estar consciente”.
—¿Eso fue un anuncio o una amenaza? —Murmuró sin tragar.
—¡Ambas! —Jinx entró con los brazos extendidos como si mereciera una ovación. Y detrás de ella… la luz.
Lux caminaba con esa mezcla suya de elegancia y nerviosismo domesticado. El cabello recogido, una chaqueta sobria, la sonrisa templada de quien sabe que está entrando en territorio potencialmente minado.
—Hola, Caitlyn. —Dijo con una reverencia mínima pero sincera.
—Lux. Bienvenida. Espero que Jinx te advirtiera que esto no es exactamente una cita doble.
—¿Qué? —Dijo Jinx, fingiendo escándalo. —¿Y el picnic en la azotea con bengalas emocionales y confesiones traumáticas?
—Debe haber sido ayer. Perdí la cuenta entre tanto vómito emocional.
—Ah, cierto. Hoy tocan normas sociales y miradas tensas. Me confundí de outfit.
Vi soltó una carcajada nasal desde la cocina.
Lux sonrió, y al hacerlo, el aire pareció cambiar. Más clara, más real. Como si su sola presencia nivelara un poco la energía de Jinx, o al menos le recordara que no todas las habitaciones son trincheras.
—Gracias por recibirme, Caitlyn. Y... gracias por dejar que Jinx esté aquí. Sé que no es fácil.
—No lo es. Pero algunas cosas difíciles… valen la pena. —Mi mirada se deslizó hasta Jinx, que ya estaba inspeccionando el jarrón como si ocultara dinamita en vez de flores.
—¿Eso fue un cumplido disfrazado? —Dijo, escudriñándome con una ceja alzada.
—No te emociones.
—¡Demasiado tarde! ¡Ya lo empaqué y lo etiqueté como "progreso afectivo"!
Vi entró entonces, cargando una bandeja con la resignación de quien ha sido oficialmente domesticada. Cuatro tazas de té, una galleta rota, y esa mezcla inconfundible de fuerza bruta contenida en actos de servicio. Llevaba el ceño de siempre, pero sus movimientos eran casi ceremoniales. Como si en algún momento, entre toallas dobladas y hervidores encendidos, alguien la hubiera entrenado para la vida doméstica... y ella aún no supiera si debía estar orgullosa o humillada por lo bien que le salía.
—Les traje algo caliente y legal. —Vi dejó la bandeja con solemnidad exagerada y se cruzó de brazos, como si acabara de servir café en plena zona de guerra. —Por favor, que esta reunión no termine con fuego real.
—¿Y tú quién eres y qué hiciste con mi hermana? —Dijo Jinx, alzando una ceja mientras la observaba con descaro. —¿Te domesticaron a punta de cucharitas y amor con descuento, Vi Kiramman?
Vi le lanzó una mirada letal.
—Al menos no me tienen con correa de terciopelo y rutinas de hidratación emocional.
Jinx abrió la boca para replicar, pero en ese instante Lux se sentó a su lado y, con una precisión quirúrgica, le acomodó el cuello del abrigo como si ordenara el caos con un gesto.
—No digas nada. —Murmuró Jinx, bajito, mirando hacia otro lado. —Estoy en proceso de adaptación.
Vi sonrió con toda la sorna del mundo.
—Sí. Se llama "ser querida", y es letal para el sistema nervioso si no se trata a tiempo.
Jinx bufó, pero no respondió. Solo se dejó caer más en el sillón, como si el amor le pesara en los huesos. Lux la miró de reojo, y le pasó la taza de té como si fuera un bálsamo diplomático.
Yo observaba a las tres. El gesto, la pausa, las miradas que decían más de lo que cualquiera estaba lista para poner en palabras. Y entonces, no pude evitarlo.
—Entonces… ¿ustedes dos…? —Pregunté, con tono neutro, fingiendo desinterés como quien lanza una piedra para ver si el lago reacciona.
—Estamos juntas. —Dijo Lux, tranquila, directa.
—Por ahora. —Añadió Jinx, con sonrisa de pólvora.
—Eso fue romántico. En tu idioma, al menos. —Murmuré.
Jinx alzó su taza, como brindando.
—Y aquí estamos: la escopeta, la luz, la boxeadora, y la pesadilla emocional con patas.
—Faltan tus bengalas. —Dijo Lux, sonriendo sin sorna.
—Y los traumas. —Añadí.
—Y el cariño mal calibrado. —Completó Vi.
Las tazas chocaron despacio y aunque la escena parecía sacada de una comedia mal escrita, con silencios incómodos cubiertos de sarcasmo y heridas recientes disfrazadas de humor… por un segundo, fue perfecta.
Al menos… por ahora. Porque el día siguiente, como todo lo que importa en esta historia, traería su propia explosión.
La mañana estaba comenzando a parecer tolerable.
El té aún humeaba en la taza, El fuego crepitaba en la chimenea con esa constancia que solo tienen las cosas cuidadosamente mantenidas. Vi respiraba profundo en el sofá, en ese punto exacto entre dormida y fingiendo no escucharme cuando hablo de política. Y por primera vez en semanas, el implante no zumbaba como enjambre malhumorado. Incluso el dolor de mi pecho había decidido tomarse un breve respiro.
Paz. Relativa. Imperfecta. Pero paz, al fin.
Y entonces, el timbre.
No fue un llamado casual. Fue una declaración de intenciones. Cuatro tonos perfectamente espaciados, ni un milisegundo fuera de lugar. Elegante. Invasivo. Como una carta bomba envuelta en terciopelo.
Vi abrió un ojo sin moverse.
—¿Esperas a alguien?
—No. ¿Tú?
—Si es Jinx otra vez, juro que me lanzo por la ventana.
Antes de que pudiera responder, escuché pasos metódicos en el vestíbulo. Ningún sirviente camina así. Ninguno con tanta estructura en la columna. Y luego, la voz de mi padre.
—Caitlyn. —Anunció con esa neutralidad quirúrgica que reservaba para malas noticias o reuniones familiares. —Tienes visita.
Vi se incorporó, alerta sin parecerlo. Yo dejé la taza en la mesa con un leve clac y me puse de pie.
—¿Quién es?
Mi padre avanzó hasta el marco de la puerta. Se detuvo, como si medir sus palabras fuera más prudente que simplemente decirlas.
—La señorita Sarah Fortune acompañada de una ejecutora.
—Lynn… —Exclamó Vi.
El fuego no se apagó, pero el calor en la habitación cambió. Vi se tensó como si la hubieran encendido por dentro. Yo, en cambio, me quedé perfectamente quieta. Porque para enfrentar a una tormenta, primero hay que calcular hacia dónde sopla.
—Hazlas pasar. —Dije, con la voz justa, sin temblor ni adornos.
Y él asintió, como si ya supiera que esa paz de las diez de la mañana estaba oficialmente muerta.
Los pasos resonaron en el pasillo con ese ritmo controlado que uno solo aprende en cubierta: talones firmes, intención clara. Luego vino el sonido leve de unas botas más livianas, acompañando con cuidado. No había duda. La capitana y su sombra habían llegado.
Vi se puso rígida. No se giró. No necesitaba hacerlo.
Yo no me moví. Dejé que la luz de la chimenea marcara el contorno de mi rostro, y mantuve la espalda recta como una promesa que nadie había pedido. No estaba para cordialidades. Ni para ironías envasadas en cuero rojo y perfume de pólvora.
La puerta se abrió con ese chirrido mínimo que precede a los desastres silenciosos. Mi padre las dejó pasar con un asentimiento. Luego, como todo buen médico que sabe diagnosticar el desastre antes de que empiece a sangrar, se retiró sin una palabra.
Sarah fue la primera en entrar. Su andar era una mezcla de desfile y desafío: caderas sueltas, sonrisa afilada, el sombrero ladeado con esa exactitud que solo puede ser estudiada. Detrás de ella, Lynn cerró la puerta con una discreción que parecía un acto diplomático.
—Comandante Kiramman. —Saludó Sarah, y cada sílaba tenía la cadencia de una nota bien afinada. — Vaya, Cait. Inmortal y aún tan encantadora como una patada en el culo.
Levanté una ceja. Nada más.
—Capitana Fortune. Siempre tan puntual para venir a contar cadáveres ajenos, Sarah.
Sarah esbozó una sonrisa torcida. De esas que pretenden calmar, pero están hechas para incendiar. Sus ojos se desviaron, claro, hacia Vi. Solo un instante, pero suficiente.
Vi no dijo nada. La tensión en sus hombros era casi… personal.
—¿No vas a ofrecernos asiento? —Preguntó Sarah, como quien lanza una red para ver si hay agua debajo.
—¿Estás aquí como diplomática, como pirata, o como ex con mala memoria?
La sonrisa de Sarah no se quebró, pero se afiló.
—Depende. ¿Cuál de las tres te incomoda más?
No respondí de inmediato. Me giré hacia Lynn, que mantenía la espalda recta como un informe recién firmado y el rostro neutral de quien sabe cuándo no conviene hablar… ni sentir. Ejecutora al servicio de la ley, actual amante de una pirata. Un equilibrio digno de aplausos, si no fuera tan irritante.
—Bienvenida, Oficial Lynn. —Mi voz salió más pulida que amable. —Curioso. No recuerdo haber asignado a mis ejecutores labores de vigilancia… sobre piratas.
Lynn ni se inmutó. Su columna, tan recta como su lealtad circunstancial, no se quebró ni un milímetro.
—Solo acompaño a quien considera importante presentarse ante usted en persona, Comandante. —Respondió, sin alzar la voz, pero con filo bajo la lengua. —Y los informes de su cuartel no mencionan que tuviera objeciones.
—Tal vez porque algunos informes prefieren no incomodar a quienes comparten almohada con sus fuentes. —Dije, y entonces sí, la miré directo.
Sarah se sentó como si el sillón le perteneciera. No volvió a pedir permiso, ni fingió respeto. Se acomodó con esa elegancia de pólvora húmeda que siempre huele a problemas, cruzó las piernas como si estuviera en su barco y no en mi casa, y me regaló una sonrisa ladeada, afilada como un brindis con veneno.
—Relájate, Cait. Guarda ese veneno afilado para los verdaderos enemigos. —Dijo, mirando mis hombros tensos como si analizara formaciones de combate. —No vine a robarte a Vi… al menos no mientras no se me ocurra proponerle un trío con Lynn y conmigo.
Hizo una pausa. Sonrió con los ojos llenos de dinamita húmeda.
—Aunque con lo tensa que estás, tal vez hasta tú agradecerías una invitación.
Vi se atragantó con el aire. Tosió, como si su cuerpo intentara expulsar la escena antes de que se le incrustara en el cerebro. Dio un paso hacia Sarah, visiblemente incómoda, abriendo la boca para decir algo.
Le tomé la muñeca. Apenas un gesto sin mirarla. Solo presión y silencio.
Yo me haría respetar sola.
—Estás enferma. — Le dije a Sarah, con una voz que no necesitaba subir de volumen. Plana. Precisa. El tipo de voz que hace que hasta las balas duden si seguir volando. —Tus chistes suenan como tus promesas: baratos, repetidos y con olor a whisky rancio. Si eso es lo mejor que trajiste, espero que al menos hayas limpiado tus botas antes de entrar.
Sarah alzó las cejas, divertida, como si acabara de pisar el terreno que más le gustaba.
— Probablemente. Pero eso no importa. Estoy aquí porque estuviste a un suspiro de morir. Y aunque me encanta imaginar tu funeral como un desfile con armas, whisky caro y flores negras… preferí comprobar que sigues siendo insoportable en persona.
Una parte de mí quiso reír. Otra, ponerle una bala entre los labios. Me limité a observarla.
Pero no supo quedarse callada.
—Además. —Continuó, con esa falsa ligereza que suele preceder a una bomba. —Si Vi hubiera querido… créeme, no habría quedado ni una hebra de ropa o dignidad entre nosotros. Pero no lo hizo. Porque incluso cuando tú te evaporaste, ella todavía estaba aquí. Esperándote. Como una idiota hermosa con los nudillos rotos.
Vi cerró los puños. Los nudillos blancos, la mandíbula tensa, tragándose la culpa como quien mastica cristales. Yo no la miré, solo solté su muñeca. Un gesto seco, sin rencor ni permiso.
Me incliné hacia adelante. Los ojos clavados en los de Sarah, tan cerca que podía contarle cada pestaña… y ver cómo su sonrisa, por primera vez, titubeaba.
Sarah no se apartó. Avanzó un paso, lo suficiente para que su sombra tocara la mía. Se inclinó hacia mí con esa lentitud que no busca cercanía, sino dominación. Su rostro quedó tan cerca del mío que podía sentir su respiración con olor a mar y ego.
Solo quería estar ahí, en mi espacio, desafiando mi pulso con el suyo. Un movimiento que decía: “Puedo llegar hasta acá y tú no puedes hacer nada”.
Su mano subió, lenta, teatral, buscando mi mejilla como si quisiera comprobar hasta dónde podía empujar el juego.
Pero no lo permití.
Sin necesidad de mirarla, alcé mi mano y la detuve antes de que me tocara. Un acto automático, limpio. Mis dedos se cerraron sobre su muñeca con una precisión quirúrgica, sin fuerza, sin temblor. Solo el límite, solo la señal: hasta aquí.
Sostuve su mirada, sin pestañear.
En ese momento lo supo. Que no iba a retroceder, que no tenía miedo, que aunque estuviera rota por dentro… este terreno, este cuerpo e incluso ella seguía siendo mía.
—Si estás aquí por cortesía, compórtate como una invitada. Si viniste a provocar, vas a necesitar algo más que insinuaciones baratas y nostalgia podrida. —Mi voz no subió. No necesitaba altura, solo filo. —Vi ya volvió a casa. Y tú, Sarah… eres tormenta vieja. Ruido sin rayos.
El silencio que siguió no fue incómodo. Fue un funeral sin música.
Sarah abrió la boca, quizás para responder, pero no le di el espacio.
—Vi. Oficial Lynn. ¿Pueden dejarnos un momento? —No fue una orden. Fue una petición envuelta en acero pulido.
Vi parpadeó. No de sorpresa, sino de ese dolor callado que conoce la frontera entre la confianza y la renuncia.
—¿Segura? —Preguntó, suave. Como quien sabe que la respuesta ya está escrita, pero igual necesita escucharla.
La miré, directo, sin máscaras.
—Sí. Esta parte… es mía. —No hubo dureza. Solo una certeza que no pedía permiso.
Vi asintió con lentitud. No discutió. No insistió. Solo me regaló esa mirada suya que hablaba más de cuidado que de miedo, y se dio la vuelta.
Lynn la siguió sin una palabra, sin una queja. Precisa y silenciosa. Como una sombra que sabía cuándo no robarle la luz al momento.
Cuando la puerta se cerró, el aire en la habitación cambió. Se volvió más denso, más íntimo. Un ring sin cuerdas, solo dos púgiles con historia.
No dije nada de inmediato.
Fui hasta el aparador, abrí una botella sin prisa y serví dos copas de vino. Una para mí. La otra, para ella. La dejé frente a su sillón, sin mirarla.
No por debilidad. Sino por dominio. Porque quien controla el ritmo, controla la escena.
—Ahora sí, Sarah. No me hagas arrepentirme de no cerrarte la puerta en la cara. —Dije al fin, bajando la copa vacía a la mesa con el mismo cuidado con que alguien carga un arma.
Sarah sonrió, pero sus ojos traicionaron la fachada. Hubo un destello. No miedo, pero sí respeto o algo que empezaba a parecerlo.
—Tarde. Ya me la cerraste una vez. —Replicó, tomando la copa sin agradecer. —No físicamente. Pero cuando Vi estaba sola, tú te escondiste. Yo no. Ella te esperaba. Día tras día. Y tú… nada. Ni una nota. Ni un susurro. Solo una puerta cerrada y un silencio que apestaba a abandono.
Bebió. Un sorbo apenas, más por estilo que por sed.
—Vi se rompía frente a mí y yo no sabía si consolarla o empujarla al mar. Al menos habría tenido una razón para llorar que no fueras tú.
Sus palabras eran afiladas, pero no temblaban. Eran de esas que cortan por dentro y luego te hacen agradecer la herida.
—¿Sabes qué casi hice ese mes? —Dijo Sarah, bajando la voz hasta que hasta los cuadros en la pared parecieron contener la respiración. —Casi la beso. Casi le digo que ya era suficiente. Que tú no ibas a salir de esa habitación ni aunque el mundo se estuviera desangrando.
Pausa.
—Y aun así… no lo hice.
La miré por fin, pero no con sorpresa. Con toda la rabia que había envuelto en porcelana desde que entró. Con esa furia que no grita, pero hierve.
—No te atrevas a pintarte como la heroína de esta historia. Ni tú te lo crees. Y yo no tengo estómago para tu teatro reciclado.
—No lo soy. —Sarah se encogió de hombros, sin el menor intento de defensa. —Pero tampoco fui la cobarde que se encerró mientras la persona que decía amar se rompía frente a una puerta que no se abría ni para respirar.
Miré fijamente hacia la chimenea y en eso el ojo Hextech zumbó apenas. Un pulso sordo detrás del párpado izquierdo, como un faro que no sabe si guiar o exponer. No pestañeé. No le daría ese gusto.
Sarah se detuvo. Solo por un segundo. Lo justo para que su mirada se deslizara, inquieta, curiosa, tal vez incómoda, hacia mi perfil.
—¿Te molesta la luz, Cait? —Preguntó con sorna.
—No. ¿Te molesta a ti? —No estaba para cordialidades. Ni para ironías envasadas en cuero rojo y perfume de pólvora.
—Es un precio alto por sobrevivir. —Murmuró Sarah. Su voz no sonó como una sentencia, sino como una confesión. Bajó la mirada por un segundo, y fue ahí, solo ahí, donde se le escapó un leve temblor en la comisura del labio. Como si sus palabras se le hubieran atascado entre las costillas.
—Y sin embargo, aquí estamos. —Replicó Caitlyn, pero ya no con frialdad, sino con un dejo de compasión que no pidió permiso.
Tragué saliva. No por debilidad, por control. Cada palabra que no dije era una astilla más clavándose en esa compostura que me había costado semanas reconstruir.
—Ya entendí por qué viniste. —Dije, con una sonrisa tan fina que dolía mantenerla. —No fue cortesía, ni compasión. Fue para clavar el cuchillo justo donde sabes que duele. Para recordarme que no estuvo sola… sino acompañada por alternativas demasiado disponibles.
Por un segundo, mis dedos temblaron sobre el cristal. No lo suficiente para romperlo. Solo lo justo para delatar que, detrás de todo este autocontrol... aún queda algo que Sarah puede alcanzar.
Sarah no se defendió. Se recostó contra el sillón como quien ya había dicho todo lo necesario. Como si las cicatrices hablaran por ella.
—No vine a cobrarte nada. —Murmuró, casi con una calma triste. —Vine a recordarte que las guerras más jodidas no llevan armas. Solo puertas cerradas, y que el abandono no siempre suena como un portazo… a veces solo es el eco de lo que no hiciste.
No me moví, ni respiré. Porque si lo hacía, tal vez se rompería todo y ya no tenía repuestos para el alma.
—Maldita sea la hora en que cruzaste su camino. —Solté por fin, con una serenidad que cortaba más que un grito. —Y peor aún… el momento en que creí que podías ser un riesgo que podía contener.
Sarah bajó la mirada solo un segundo. Cuando volvió a levantarla, ya no había ironía. Solo un cansancio viejo, de esos que ya no piden explicaciones.
—Y sin embargo, aquí estamos. —Dijo, sin drama, casi con resignación. —Tú viva, ella contigo, y yo… aceptando que, aunque por un momento fue mía, Vi siempre estuvo de paso. Como esas tormentas que crees que se quedan… pero solo vienen a arrasar y seguir su camino.
No lo dijo como mártir. Lo dijo como pirata. Con esa resignación fría y práctica de quien sabe cuándo una presa ya no le pertenece, pero aun así deja marcas en la madera antes de soltarla.
—No me odies por haber estado cerca. Ódiame porque, aunque tú la dejaste hundirse, yo habría sabido sostenerla. Porque incluso con mis ruinas, habría sido buena con ella.
Sentí el nudo en la garganta, pero no era tristeza. Era furia. Era culpa con filo.
— ¿Y eso qué fue? ¿Un intento de redención? ¿O solo otro de tus caprichos cuando viste la oportunidad de recoger lo que yo dejé caer?
El ojo vibró. Un zumbido apenas audible. No suficiente para ser una amenaza. Lo justo para decir: estoy despierto.
Sarah lo oyó, o lo intuyó. No respondió de inmediato. Solo bajó la copa, la giró entre los dedos. Como si eso pudiera distraerla del hecho de que, por primera vez, no sabía exactamente a quién estaba enfrentando.
Entrecerró los ojos, como quien está a punto de lanzar la estocada exacta.
—No fui yo quien desapareció mientras ella se deshacía frente a una puerta cerrada. —Dijo, sin levantar la voz, pero con la puntería quirúrgica de quien ya no necesita volumen para herir. —Y si hubiera querido aprovecharme… créeme, Caitlyn, no estaríamos teniendo esta conversación.
—¿Y por qué no lo hiciste?
Su sonrisa se deshizo apenas, dejando ver un gesto más crudo, más humano.
—Porque Vi no es un premio de consolación. No es un secreto para llenar noches vacías. Es una brújula hecha mierda, sí… pero incluso rota, sigue apuntando a ti. Y eso… eso no lo iba a romper yo.
La frase me golpeó más por lo que no dijo: que si hubiese querido, podría haberla hecho suya. Pero no lo hizo. Porque todavía creía, aunque fuera un poco, en algo más.
Sarah se puso de pie con esa cadencia suya que no necesitaba autoridad porque la arrogancia le sobraba.
—Desconfía de mí todo lo que quieras. De mis ojos, de mis gestos, de mis silencios. Hazlo. Es lo más sensato. Pero hay una cosa que nunca deberías poner en duda: jamás traicionaría una alianza. Ni siquiera contigo.
—¿Y todo lo demás? —Mi voz sonó más amarga de lo que pretendía.
Sarah alzó una ceja.
—Todo lo demás venía en el paquete, Kiramman. Desde nuestra primera sociedad peleando juntas contra esos cobardes que atacaron a Vi, sabías lo que yo era: no confiable en lo emocional, pero letalmente eficaz en lo esencial.
Caminó hacia la puerta, pero no la abrió de inmediato. Cada paso era una coreografía de control; cada gesto, un movimiento medido con precisión quirúrgica. Se detuvo junto a la planta que adornaba la esquina, alzó la copa con los últimos restos de vino… y sin dignarse a mirarme, volcó el contenido sobre la tierra húmeda.
No fue un brindis. Fue un entierro. Una elegía sin palabras para lo que nunca terminó de nacer.
Dejó caer la copa vacía. No fue un arrebato. No hubo rabia en el gesto. Solo una renuncia silenciosa, calculada. El cristal chocó contra el suelo y se rompió en pedazos con un sonido breve, seco, irremediable.
No fue un accidente. Fue un símbolo. Como si, al estrellarla, declarara que algunas cosas —como el orgullo, como Vi, como lo que nunca dijo a tiempo— ya no podían repararse.
Los fragmentos quedaron esparcidos sobre la madera, brillando a la luz del fuego como si aún quisieran aferrarse a una forma que ya no existía.
Luego se volvió hacia la puerta. Se quedó ahí, con la mano suspendida sobre el picaporte, congelada en una pausa medida. Como quien aún no decide si irse… o prender fuego al lugar desde la memoria.
—Ahora estoy con Lynn. —Dijo, como quien anuncia que ya limpió la herida con otro cuerpo. —Es directa, clara… no se rompe si la miras mal. Así que puedes dormir tranquila. No voy a ir tras Vi… a menos que ella me lo pida.
Se dio vuelta. La sonrisa que le cruzó la boca no era de burla ni de paz. Era una grieta. Una disculpa que nunca fue, un duelo que nunca cerró.
—Qué generosa. —Solté, como quien lanza una moneda sucia al suelo.
—Qué estúpida serías si vuelves a cometer el mismo error. —Disparó sin girarse.
Me quedé en silencio. No porque no tuviera con qué romperle la cara, sino porque su siguiente frase ya estaba bajando como una daga por mi espalda.
Sarah se giró solo un poco, lo justo para que sus ojos me cortaran con precisión quirúrgica. No era odio. Era peor. Era saber exactamente quién era yo… y quién podía volver a ser.
—Te lo advertí una vez, Kiramman. —Su voz ya no era la de la corsaria irreverente. Era la voz de alguien que ha amado con rabia. —Todos cometen errores. Yo solo me encargo de estar cerca… por si a alguien le da por aprender de ellos.
Caminó hacia la puerta, pero antes de desaparecer, su tono se volvió cuchillo bajo la lengua.
—Y si alguna vez le vuelves a hacer daño… no esperes golpes. No esperes gritos. No esperes nada. Porque no voy a tocar la puerta. Simplemente… voy a entrar.
Y se fue, sin portazos, sin melodrama, sin volverse a mirar atrás. Solo dejó el silencio denso que queda cuando alguien se va… pero sigue sabiendo demasiado.
El clic suave de la puerta al cerrarse quedó flotando en el aire, como una nota final que nadie se atrevía a aplaudir.
Me quedé de pie, mirando el fuego. No porque tuviera frío, sino porque era lo único que podía sostener sin que se me deshiciera el alma. Si me atrevía a mirar otra cosa, la copa rota, la puerta cerrada, mi reflejo en el vidrio, tal vez todo ese control tejido con semanas de tazas de té y respiraciones medidas se desmoronaría.
La copa, rota en el suelo, brillaba aún a la luz de las brasas. Fragmentos que alguna vez fueron contención. Ahora, solo recordatorio de lo que dejamos caer.
Y entonces… la verdad se arrastró desde el fondo de mi pecho como una exhalación mal contenida.
Estuve a un suspiro de perderla.
A Vi.
Un movimiento más. Una semana más de encierro. Una decisión más tomada desde el miedo… y ella se habría ido. Con Sarah. Con cualquiera. Con nadie. Porque lo peor no era imaginarla en brazos ajenos… era imaginarla sola. Rota. Con los nudillos ensangrentados y la mirada hueca de quien no fue suficiente ni siquiera para la persona que más amaba.
Y lo más jodido… es que Sarah tenía razón.
No toda. No en la forma, pero en el fondo, sí. Yo había fallado. Yo cerré esa puerta. Yo la obligué a esperar. Con el silencio. Con el orgullo. Con la herida.
Y entonces volvió. El maldito zumbido, justo detrás del párpado izquierdo. Ese recordatorio constante de que incluso mi cuerpo no me perdona.
Me llevé dos dedos a la sien, como si eso pudiera silenciarlo. No lo hizo. Nunca lo hace.
A veces me pregunto si el ojo reacciona a los peligros externos… o a los que cargo por dentro.
No se trataba de perdonar a Sarah. Se trataba de perdonarme a mí. Y ni siquiera el metal parecía dispuesto a hacerlo.
Luego sentí la puerta, los pasos eran suaves, casi un susurro en la madera. Pero el peso emocional que arrastraban crujía como hielo viejo. Vi se asomó al salón como si no supiera si le estaba permitido quedarse. Como si cruzar esa línea entre lo que oyó y lo que sintió requiriera algo más que permiso: coraje.
Me giré apenas. Un ángulo mínimo, suficiente para verla de reojo sin entregarle del todo la mirada. Sus manos seguían en los bolsillos, los hombros encogidos bajo una tensión que ya no era rabia, sino espera. Espera de una condena que no llegaba.
—¿Terminaste de escupir fuego? —Preguntó con una media sonrisa que intentaba sonar burlona, pero no alcanzaba a esconder el cansancio.
—¿Escuchaste todo?
—Digamos que la puerta no es tan gruesa como tu sarcasmo.
Vi soltó un bufido. No fue risa. Fue una exhalación con sabor a ceniza.
—No pasó nada, Cait. — Lo dijo con una sinceridad casi infantil. Como si temiera que decirlo más alto hiciera que dejara de ser verdad.
La miré. No con juicio. No con lástima. Solo… la vi. A Vi, cansada. Jodidamente presente y de alguna forma, todavía mía.
—Lo sé. —Dije al fin. No porque quisiera perdonarla. Sino porque no había nada que perdonar. —Pero igual duele.
Vi asintió. Con esa lentitud que solo tienen quienes saben que algunas heridas no sangran, pero no por eso dejan de matar.
Me volví hacia el fuego. Dejé que su calor lamiera el metal frío de mi implante. Cerré los ojos un segundo. Solo uno. Lo suficiente para recordar que seguía viva.
Y entonces la sentí.
No hubo pasos. No hubo palabras. Solo ese peso familiar envolviéndome desde atrás. Vi me abrazó como quien sostiene un cuerpo… o un mundo. Como si, si aflojaba, todo lo que habíamos reconstruido se hiciera trizas de nuevo. Su abrazo no pedía permiso. No ofrecía excusas. Solo afirmaba, con firmeza muda, que todavía estaba aquí.
Que yo era su ancla. Y ella, el mar que por fin se atrevía a quedarse.
—¿Y ahora qué? —Susurró contra mi cuello. Y ese temblor en su voz… ese sí que quemaba.
Entonces bajé las manos, lenta, decidida, hasta encontrar las suyas. Esas manos que me rodeaban con más culpa que fuerza. Las tomé. Entrelacé mis dedos con los suyos. Y apreté, solo un poco, como quien responde a un juramento sin decir una palabra.
Fue mi forma de decirle: yo también sigo aquí. Y no pienso soltarte.
—Ahora te quedas. —Dije sin girarme. —Aquí, conmigo. Y si los fantasmas vuelven… esta vez, no pienso dejarte del otro lado de la puerta.
Vi no dijo nada. No necesitaba hacerlo.
Sus dedos se cerraron sobre los míos, lentos pero decididos, como si ese pequeño gesto fuera una promesa tatuada con la piel. Su abrazo se tensó apenas, justo lo suficiente para que yo sintiera que también estaba eligiendo quedarse.
Nos quedamos así. Dos cuerpos heridos, sí, pero de pie. Frente al fuego. Sin palabras que contaminaran la tregua, sin excusas que empañaran lo que seguía intacto. Solo el crujido terco de las brasas… y el calor obstinado de algo que, contra todo pronóstico, aún se negaba a apagarse.
El ojo guardó silencio. No fue calma, fue tregua. Como si entendiera que, mientras sus brazos me rodeaban y la tormenta se alejaba, ya no hacía falta seguir alerta.
Esa fue la última vez que dijimos sus nombres. Sarah. Lynn. La visita. Quedaron flotando en el aire como ceniza que ya no quema, como humo que no vuelve a espesar el cuarto.
Porque a veces, las guerras no estallan. Solo se extinguen. Se arrastran hacia un silencio denso, lleno de lo que no se dijo… y lo que nunca se podrá deshacer.
Y fue ahí, entre las brasas de lo que fuimos y los restos tibios de lo que aún somos, que elegimos no rendirnos. No porque olvidamos, no porque perdonamos, sino porque aún queda algo que se mueve bajo la herida.
Algo parecido a un comienzo, algo parecido a nosotras.