El fuego no quema pero sí abriga (Parte 3)
11 de septiembre de 2025, 14:03
La luz que entraba por los ventanales tenía esa textura pálida y quieta que solo aparece después de la lluvia. Afuera, el mundo parecía suspendido. Dentro, cada músculo mío era una promesa de movimiento.
Mi padre había mandado a construir este espacio en una de las alas olvidadas de la casa. Dijo que necesitaba un lugar donde pudiera “sentirme útil sin tener que enfrentar idiotas”. Traducido del kirammanés: un santuario blindado para que mi cuerpo aprendiera a convivir con lo que ahora era.
Jayce lo había equipado con sensores de impacto, dianas móviles, plataformas con respuesta al equilibrio, varios artefactos que aun trataba dominar. Era un espacio funcional, casi clínico… hasta que Jinx lo tocó.
Porque claro, ella también “quiso aportar”.
Y su idea de ayuda incluyó trampas que casi me matan en los primeros días. Literalmente. Había explosivos ocultos que podía activar a distancia para “probar mis reflejos”, cuchillos lanzados desde la pared que salían sin previo aviso, y una válvula de gas gris, el mismo que usé contra los Quimobarones, conectada a un temporizador que solo ella sabía dónde estaba.
“Por si quieres dificultad variable, pastelito”, me dijo, una vez que lo instaló.
Más que una sala de entrenamiento parecía una emboscada con cariño. Todo un circo. Uno hecho a mi medida.
Había dejado el parche sobre la repisa. No como un acto de rebeldía ni por orgullo estético. Lo dejé porque ya no podía seguir tratando este ojo como si fuera una herida que debía ocultarse.
Estaba sola, o eso fingía. Vi estaba afuera, según ella, "paseando a la culpa por el jardín". Pero llevaba media hora apoyada contra la columna junto al ventanal, creyéndose sigilosa mientras su reflejo se marcaba cada vez que el sol bajaba un grado más.
Llevábamos semanas entrenando. Ella me ayudaba con lo físico, Jayce con lo técnico, mi padre con la precisión quirúrgica de sus ejercicios… y el ojo respondía cada vez mejor. Pero aún no era suficiente. Porque no se trataba solo de verlo como un arma, o una mejora. Tenía que entenderlo. Tenía que sentir qué podía hacer, hasta dónde podía llevarme, y si acaso... podía confiar en él como una extensión de mí misma y eso solo se consigue quitando el parche y dejando de mirar con miedo.
Ya no vibraba, no emitía pitidos ni zumbidos como antes. Se había vuelto más... mío. Como una segunda intuición. Una percepción bajo la piel, un presentimiento que se asentaba en la nuca, que afilaba los márgenes de las cosas antes de que las viera, que me susurraba “cuidado” sin palabras cada vez que el entorno cambiaba aunque fuera una fracción.
Me posicioné frente al muñeco de impacto. En los informes técnicos lo llamaban Unidad de Resistencia N°2, un nombre tan pretencioso como innecesario. Para mí, seguía siendo lo que era: un trozo de goma reforzada con aires de grandeza. Pero servía. No para entrenar la puntería, sino la paciencia. Era de metal recubierto con un gel denso que simulaba la elasticidad humana. Una cabeza redonda, sin rostro. Un torso ancho, de superficie rugosa, y brazos móviles programados para responder si detectaban fuerza real en los golpes.
Estaba harta de medirme. Así que avancé.
Primero un paso largo, pie izquierdo firme, el puño derecho directo al plexo. El muñeco giró apenas. Lo seguí con el hombro, giré la cadera y lancé una patada baja a la zona lateral. La pierna extendida encontró resistencia, pero no se detuvo. No debía detenerse.
Mi respiración se alineó con los movimientos, no como conteo, sino como lenguaje corporal. Golpe, recule, golpe, amague, codazo. Las costillas me tironeaban con cada impacto, pero el cuerpo ya no protestaba como antes. Aprendía. Se moldeaba a lo que ahora era.
Y el ojo… El ojo no guiaba. Sentía.
Me indicaba cuándo agacharme medio segundo antes de que el brazo del muñeco se activara. Me empujaba a girar hacia la derecha justo cuando mi instinto quería ir a la izquierda. No con palabras, no con alertas. Era como si alguien dentro de mí estuviera despierto, vigilando sin necesidad de mirar.
Rodé sobre el suelo, sin perder el eje. Volví a ponerme de pie con la inercia del giro, y solté una serie de golpes secos, alternando puño y palma. El muñeco crujió. Algo en sus articulaciones protestó. Me abrí paso entre el dolor, ignorando la punzada en el pecho, clavé la rodilla en el abdomen falso y giré con el codo directo al “rostro”.
El impacto sonó como una campana hueca. Me aparté, sudando. El ojo no ardía. No dolía.Solo… estaba. Tranquilo. Casi satisfecho.
—Uno más. —Susurré para mí misma, y volví a avanzar.
Tomé impulso, cuerpo bajo, y fui directo a la zona media. Estaba midiendo mi fuerza. No porque dudara, sino porque no quería romper algo que aún no sabía si podía reconstruirse. Pero entonces... sucedió.
La pared de la izquierda pareció vibrar. Y entonces… la vi o creí verla. Fue menos que un segundo. Una grieta en el aire, como si el mundo hubiera parpadeado mal.
Una mujer. Alta, elegante de un modo que no tenía nada de humano. Como si cada pliegue de su ropa hubiera sido diseñado para sentenciar.
Vestía un atuendo oscuro con bordes dorados, estructuras afiladas que parecían fundirse con su piel. La tela se ceñía a su figura como una segunda voluntad, y sus hombros, descubiertos, desafiaban cualquier noción de vulnerabilidad.
Su cabello, largo y liso como una promesa que no piensa romperse, caía hasta la espalda en una negrura pulida.
Y sus ojos… Dios mio… Negros enmarcados por un dorado espectral, rasgados con una geometría casi perfecta. Llevaba una joya dorada incrustada en la frente, que no parecía adorno, sino símbolo, marca y maldición.
Del rostro le caían dos finas líneas doradas, como lágrimas inmóviles de algún pacto roto hace siglos.
Y su mano… Extendida hacia mí, con uñas tan largas como dagas de obsidiana. No en gesto de ataque, ni de ayuda. Solo presencia. Solo ahí, como si bastara su intención para cambiar las leyes de la realidad.
No dijo nada. No sonrió. Pero me vio. No a mí exactamente… sino a lo que hay detrás de mi rostro. Como si supiera lo que duele el ojo antes de que yo misma lo supiera.
Y luego… el dolor.
El ojo gritó sin gritar. Una punzada, aguda, directa. Como si algo dentro se desajustara, como si la energía se disparara sin contención.
Caí, las rodillas golpearon el piso con un eco sordo. Me llevé la mano al rostro, no para cubrir el ojo, sino para contener el impulso de arrancármelo. No podía respirar.
Vi irrumpió en la sala como si le hubieran arrancado el alma y la hubieran lanzado al viento.Llegó antes de que pudiera reponerme, se arrodilló frente a mí, sus manos buscando mi cara, mi cuello, su voz agitada, temblorosa pero firme.
—¡Ey! ¡Estoy aquí, mírame! ¿Qué pasó? ¿Te dolió el implante?
Negué con la cabeza, aunque fuera cierto. El dolor persistía, pero comenzaba a bajar. Como una campana lejana. Como un eco de algo que nunca debió doler.
—Vi… vi algo.
Vi frunció el ceño, sus manos ahora firmes en mis hombros.
—¿Qué viste, Cait? —Preguntó, con ese tono que usaba cuando temía la respuesta más de lo que podía admitir.
—Una mujer. No sé quién era, pero me miró… como si estuviera al otro lado de un vidrio demasiado delgado. Como si supiera que yo la veía… —Me tomé un segundo para respirar. —Y sentí algo dentro del ojo, como si se hubiera... activado o abierto.
Vi tragó saliva, y por un momento, no dijo nada. Solo me sostuvo.
—¿Es la primera vez que pasa?
Titubeé, apenas, pero fue suficiente. Vi lo notó.
—Caitlyn.
—No exactamente. —Confesé al fin, bajando la mirada, culpable hasta los huesos. —El día en que volviste… antes de que cruzaras la puerta, me pasó algo parecido.
Vi se tensó.
—¿Qué viste?
—No era ella. Era... Jhin. No estoy segura de sí fue una alucinación o una advertencia. Estaba en el espejo. Me observaba y luego me disparó. Caí de rodillas y mi ojo sangraba.
El silencio que siguió fue más frío que cualquier amenaza. Vi apartó las manos, solo un poco, lo justo para mirarme sin filtros.
—¿Y me lo estás contando ahora?
Su voz no subió de tono, no necesitaba hacerlo. Era ese tipo de enojo que nace de la herida, no de la furia.
—Vi, no quería preocupar…
—¿A mí? —Me interrumpió, la voz bajando en un tono más peligroso que cualquier grito. —Cait, estuve ahí. Afuera. Vigilándote como una idiota, pensando que si te pasaba algo, iba a alcanzarme con estar cerca.
Me sostuvo la mirada como si quisiera desnudarme el alma y escupirme la verdad que yo no decía.
—Y ahora me dices que esto ya te había pasado… ¿y te lo guardaste? ¿Después de todo?
No fue por miedo. Ni por vergüenza. Fue porque, en ese momento, lo subestimé. Porque no volvió a pasar. No dejó marcas, ni zumbidos, ni rastros medibles. Solo un segundo frente al espejo y luego… nada.
Así que lo clasifiqué, lo archivé como una anomalía, un error aislado. Algo que podía olvidar sin consecuencias. Hasta hoy.
Vi pasó una mano por su rostro, como si intentara frotarse la frustración de la piel.
—No puedes hacer eso. No después de todo lo que… —Cerró los ojos un segundo. —Joder, Cait. Si algo te pasa otra vez, y yo no estoy lista, y tú te lo guardas así…
—No va a volver a pasar. —Fue lo único que supe decir.
Y lo dije con el tipo de promesa que no se hace con la boca, sino con la culpa anudada en la garganta.
Vi bajó la mirada un segundo, cerró los ojos con fuerza.
—Maldito sea ese implante. —Susurró. No como una maldición real, como una súplica.
—No creo que sea el ojo. —Dije al fin, mi voz más baja de lo que pretendía. —O al menos, no solo eso.
Vi frunció el ceño, pero no interrumpió, en cambio puso una mano en mi espalda y la otra rodeando mi brazo. Me puso de pie sin soltarme.
—No sé explicarlo… pero esto no fue una simple alucinación. Lo sentí como una intrusión. Como si algo hubiera penetrado nuestras defensas desde otro plano.
Me incorporé un poco, como si las palabras tuvieran peso físico.
—Eso… no pertenece a este lugar. Ni a esta línea temporal. Y no fue aleatorio.
Vi me observaba, alerta, con esa mirada que medía más de lo que decía. No interrumpió. Pero cuando hablé de Noxus, vi cómo apretaba los puños.
—Creo que fue una advertencia. —Continué. —Y creo que está ligada a Noxus. Una operación encubierta, quizás algo… mucho más grande de lo que alcanzamos a imaginar.
Vi entrecerró los ojos, como si buscara una explicación más simple. Más segura.
—O simplemente… el ojo está fallando. —dijo en voz baja, pero con filo.
Negué, despacio.
—No lo sé. Tal vez sí… pero no lo sentí así. No fue un simple error, Vi. Fue algo que no debería haber visto. Como si el ojo… me hubiera conectado con algo que no pertenece a este lugar. Algo que se filtró.
Respiré hondo, tratando de no quebrarme.
—Y si eso es cierto, si no fue solo una alucinación... entonces Piltover podría estar más cerca del filo de la navaja de lo que creemos.
Tragué saliva y respiré hondo, sintiendo el peso de cada palabra antes de soltarla.
—Por eso quiero volver. No como testigo. Como comandante.
Vi abrió la boca, perpleja.
—¿Qué dijiste?
—Quiero mi puesto de nuevo. Necesito estar al frente. No puedo seguir esperando a que el caos nos trague. Si todavía puedo sostener un arma, si tengo este ojo, aunque no entienda del todo lo que me muestra… entonces lo usaré. Porque si esto es una advertencia real, ya estamos tarde.
Vi dio un paso atrás. No fue dramático, fue instintivo. Como si su cuerpo hablara antes que sus labios.
—¿Estás hablando en serio? ¿Después de lo que acabas de vivir? ¿Después de que te desplomaste frente a mí con la mirada perdida y el cuerpo temblando?
—Precisamente por eso, Vi. Porque si algo peor que esto está viniendo, no puedo darme el lujo de seguir al margen. No soy solo una paciente en recuperación.
—¡No! —Explotó, su voz rompiendo por fin el nudo que traía en la garganta. —¡Eres mi maldita pareja, Caitlyn! No una ficha más en el tablero. No una comandante de porcelana que tiene que demostrar nada a nadie. ¿Y si te vuelve a pasar en medio de una batalla? ¿En una emboscada? ¿Y si la próxima vez no estoy para recogerte del suelo?
Sus ojos ardían, no de rabia, sino de ese miedo que no quiere decir su nombre.
Me mantuve firme, no respondí de inmediato. Solo la observé, permitiéndome ese segundo de pausa que ella siempre interpreta como una amenaza, aunque en realidad es solo… pensamiento.
Respiré hondo.
—Vi… no necesito que estés de acuerdo. Pero sí necesito que entiendas por qué lo haré.
Mi voz no se quebró, no tenía filo. Era lisa y serena.
—No es terquedad. Ni orgullo. Es… instinto. Esto que vi hoy no es algo que pueda ignorar. Y lo que venga después, tampoco lo será. No quiero volver porque crea que estoy lista. Quiero volver porque no hacerlo me pesa más que el miedo.
Vi bajó la mirada. No como quien cede, sino como quien está calculando qué tanto puede perder si no lo hace.
Cuando volvió a hablar, su voz había bajado de tono a casi un susurro.
—Hice una lista. —Dijo. Sin rodeos, sin drama, pero con esa tensión en la mandíbula que aparece cuando tiene algo importante que decir y teme que la palabras no sean suficientes. —De cosas que quiero hacer contigo o… para ti, o simplemente vivirlas mientras tú estés.
La confesión me tomó por sorpresa. Vi no era de listas; era de arrebatos, de lanzarse al fuego sin preguntar por qué ardía.
—No sabía que eras fan del planeamiento. —Murmuré, con una sonrisa que intentó sonar ligera pero terminó más suave de lo que planeaba.
—No lo soy. —Dijo, sin pestañear. —Pero contigo… me gusta imaginar que hay un después.
Sus ojos se clavaron en los míos, sin tregua.
—Y el primer deseo de esa lista era simple. Irnos. Solas. Tú y yo. Lejos de todo esto. Sin puertas cerradas. Sin problemas. Sin nadie esperando que volvamos rotas. Solo aire limpio… y tiempo. Nuestro tiempo.
Vi bajó un poco la voz, como si estuviera tanteando el borde de algo frágil.
—Solo quería eso antes de que te volvieras a poner el uniforme. Antes de que vuelvas a ese lugar donde siempre terminas sangrando por todos… menos por ti.
Me quedé en silencio un momento. No porque dudara… sino porque pensar en parar, aunque fuera un instante, se sentía tan ajeno como necesario. Como si algo en mí, algo más viejo que el deber, más íntimo que el rango, también quisiera soltar las armas, aunque solo fuera para tenerla cerca. Para acariciar ese trocito de alma herida que ella nunca muestra, salvo conmigo.
No era solo descanso lo que necesitaba.
Era su risa sin reloj. Su calor sin culpa. Era, también, cumplir con lo que me pidió. Porque si Vi había hecho una lista… lo mínimo que podía hacer era intentar tachar la primera línea con ella.
—Mi familia tiene una cabaña. —Dije al fin, con la voz más baja, más honesta. —Está a las afueras de Piltover, junto a un lago. Solíamos ir cuando yo era niña, antes de que todo se volviera un uniforme constante. Reuniones, entrenamientos, protocolos…
La miré, apenas.
—Está vacía. Podríamos quedarnos ahí un par de días. Solo tú y yo. Sin puertas cerradas. Sin relojes.
Vi entrecerró los ojos, como si esa posibilidad le pareciera demasiado buena para ser real.
—¿Cabaña rústica? —Preguntó, con una ceja arqueada y tono sospechoso. —¿O de esas que llaman “campestres” pero tienen sirvientes escondidos entre los muebles?
—“Rústica” quizá no es el término más preciso. —Admití, conteniendo una sonrisa. —Pero no, no habrá sirvientes. Solo polvo, muebles antiguos y una chimenea que probablemente proteste cuando la encendamos.
Vi se llevó una mano al corazón, teatral.
—¿Me estás diciendo que la señorita Kiramman va a ensuciarse las manos? Qué suerte que aún me queda espacio en el corazón para otro trauma.
—Solo si no mueres antes por intoxicación alimentaria. No prometo nada.
—Con tal de verte en delantal… acepto el riesgo.
Solté una risa breve. Esa que se escapa cuando no quieres mostrar alivio… pero lo agradeces igual.
—Pero si vamos… —Le advertí, elevando una ceja. —Hay una condición.
Vi arqueó su ceja en respuesta, como quien huele peligro y lo invita a cenar.
—Quiero que me entrenes. A conciencia, nada de favores, nada de suavizarme. Quiero llegar a ese lugar y salir con el cuerpo listo para volver al campo. Quiero que me lleves al límite.
Vi se cruzó de brazos, la sonrisa dibujándose lenta, como una provocación que se estira antes de morder.
—Entonces prepárate para sudar, pastelito.
Se acercó un paso, y bajó la voz apenas, lo justo para que la frase me rozara como un secreto entre la piel y el oído.
—Te voy a dejar sin aliento. Pero no siempre por los ejercicios.
—¿Siempre tan profesional?
—¿Siempre tan provocadora?
—Yo soy una comandante. No provoco.
—Y yo, una peleadora adicta al caos con ganas de hacerte sudar fuera del ring. Empate técnico.
Rodé los ojos, pero ya estaba sonriendo. La tensión entre nosotras ya no se sentía como amenaza. Era una cuerda tensada… lista para vibrar.
—¿Y qué más hay en esa lista tuya? —Pregunté, fingiendo desinterés como quien no se muere por leer el próximo capítulo.
Vi ladeó la cabeza, con esa sonrisa que huele a trampa.
—Ni lo sueñes. Tendrás que ganártelo.
—¿Con entrenamiento?
—Con paciencia… y unas vacaciones bien merecidas.
Sus ojos bajaron a mi boca un segundo, pero bastó para que mi respiración olvidara su protocolo.
—Cuando volvamos… puede que el segundo deseo ya no tenga sentido. O puede que te lo susurre cuando estés medio dormida, con la voz pegada al cuello y la lengua aún caliente del postre.
—Eres un misterio mal construido.
—Y tú, mi escondite favorito.
No dije nada más, no hacía falta. Esa sensación, ese paréntesis compartido, casi doméstico, se quedó flotando en el aire, como una brisa que no se atreve a irse.
El día transcurrió entre silencios cómodos y gestos pequeños: una taza servida sin pedirla, una mirada que decía “estoy aquí” sin necesidad de palabras. No hicimos planes. No desenterramos miedos. Solo dejamos que el tiempo se estirara un poco más de lo que solemos permitirle.
Y cuando el cielo empezó a fundirse en tonos dorados y azules cansados, la noche nos encontró sin defensas, pero tampoco heridas.
Dormimos entre frases a medio decir, risas apagadas contra las almohadas, y ese tipo de intimidad que no exige piel desnuda para sentirse desarmadora.
Vi me rodeó con un brazo, firme pero tranquilo, como si supiera que aún no podía apretarme del todo. Su respiración fue encontrando el ritmo de la mía, y en esa sinfonía simple, el mundo dejó de exigirnos.
El ojo… no ardía, no gritaba, no avisaba. Solo... estaba. Silencioso y presente.
Y duró lo que duran las cosas que realmente importan: Lo justo para recordarlas toda la vida.
Hasta que volvió la mañana.
La chimenea aún lanzaba espirales de humo perezoso cuando los pasos resonaron en el pasillo. No eran los de mi padre: estos eran decididos, sin intención de parecer amables. Golpeaban el suelo como si exigieran atención. Eran problemas con botas.
Vi se enderezó primero, alerta. Yo me incorporé despacio, con la manta aun cubriéndome los hombros y el pulso ya acelerado. No hacía falta preguntar quién era.
La voz se coló por la puerta sin pedir permiso.
—¿Sigues entera, Kiramman?
Sevika. Por supuesto que era Sevika.
Rodé los ojos, pero ya estaba sentada, recomponiéndome el cabello con una calma forzada. No le tenía miedo. Tampoco me alegraba verla. Si Sevika aparecía en tu casa, no era por cortesía ni por chequeos médicos. Era porque algo se estaba rompiendo… o a punto de explotar.
—Pasa, ya dejaste claro que no viniste a saludar. —Dije, sin ceder terreno.
Sevika entró como si la casa fuera suya, ese andar de quien siempre ha sido bienvenida en los lugares donde más incomoda. Steb la seguía, con una carpeta maltratada por la urgencia en una mano. Y tras ellos, una presencia nueva.
Una chica.
Joven. Delgada. Pero con esa mirada alerta que solo tienen los que han dormido con un arma debajo de la almohada. El cabello verde atado en alto, nudillos con cicatrices aún rosadas, y un brillo en los ojos que me resultó... demasiado familiar. El tipo de luz que uno reconoce porque también ha ardido con ella.
Se quedó en la puerta un segundo más de la cuenta, como dudando si era bienvenida o no.
Vi la reconoció al instante.
—Riona. —Dijo sin sorpresa, con un leve gesto de cabeza.
¿Riona?
Mi mirada se deslizó hacia ella, sin invitarla aún a acercarse.
—No nos han presentado. —Murmuré, alzando apenas una ceja.
Vi me respondió sin moverse del sitio.
—Es la aprendiz de Sevika. La conocí la última vez que estuvieron aquí. Sobrevivió una misión en la Zona 205 y le partió el hígado a un contrabandista que le duplicaba el tamaño.
Sevika soltó una risa seca, como si el comentario le hiciera más gracia de la que admitía.
—Más que aprendiz, es una espina en el culo que aprendió a no morirse. Con eso basta.
Riona frunció un poco la boca, incómoda. No sabía si quedarse en pie, hablar, o fingir que no existía. Pero no bajó del todo la mirada. Apenas lo justo para no parecer insolente.
Asentí.
—Bienvenida, entonces.
Eso era todo lo que iba a decirle por ahora. No era el momento de hacerla sentir cómoda.Primero se evalúa. Luego se decide.
Riona dio un paso más al centro, enderezando los hombros como si se estuviera preparando para una evaluación de combate. Su voz salió algo más aguda de lo que planeaba, pero no se echó atrás.
—Es un honor conocerla, comandante Kiramman. De verdad.
Sus ojos no sabían si quedarse fijos en los míos o escapar hacia el suelo, así que optaron por recorrerme como si intentara memorizar cada detalle. No era miedo. Era esa mezcla de nervios y admiración adolescente que ningún entrenamiento callejero consigue borrar del todo.
Vi se aclaró la garganta, cruzando los brazos.
—¿Hace cuánto que no comes algo que no venga con hongos gratis?
Riona pestañeó, sorprendida por el cambio de tema.
—Ayer… creo. Pan duro. Había una mancha rara, pero olía a comino, así que la dejé.
Vi negó con la cabeza, chasqueando la lengua.
—Ven.
Caminó hasta un cajón y lo abrió de un tirón. Sacó una vieja lata metálica con dibujos borrosos y algo abollada, como todo lo que sobrevive en Piltover sin ser lujo ni basura.
—Galletas. No son frescas, pero tienen magia. Y mantequilla. Mantequilla de la buena.
Riona se acercó como si fuera a tocar un artefacto sagrado. Tomó una, la olfateó sin disimulo y dio un mordisco. Se quedó quieta con los ojos bien abiertos.
—¡Por todos los engranajes oxidados de Zaun… esto es celestial!
Vi sonrió, orgullosa.
—Te la puedes comer toda. Pero si tocas la última sin permiso, te pateo hasta el distrito 3.
—Entendido. —Riona agarró otra, como quien ha encontrado oro. —¿Las hace usted, señorita Vi?
—¿Las hace usted, señorita Vi? —preguntó Riona con la boca medio llena y los ojos brillando.
Vi frunció la cara como si le hubieran arrojado una piedra.
—“Señorita Vi”… uf, no. Solo Vi. O “la de los puños”. Pero nunca eso. Me da sarpullido.
Riona soltó una risa nerviosa, tragando rápido antes de que se le escapara alguna otra formalidad.
—¿Y de dónde salieron estas? —Preguntó, levantando otra galleta con gesto casi reverente.
—Me las robé de la cocina de la mansión. —Dijo Vi, con el tono solemne de alguien que acaba de cometer un crimen noble. —Estaban ahí, abandonadas… pedían rescate. Solo hice lo correcto.
No pude evitarlo. La sonrisa se me escapó antes de que pudiera esconderla. No fue amplia, ni teatral, pero sí real. Tan real como la escena que tenía delante.
Vi no era buena ocultando su corazón, aunque a veces lo intentara. Compartía como quien respira, sin esperar nada a cambio, sin necesitar testigos ni medallas. Era la persona más buena que conocía. Si es que no la única que había logrado seguir siéndolo… incluso después de todo.
Y en momentos así, en los más simples, donde nadie se lo pedía y aun así lo hacía, recordaba por qué la amaba tan profundamente. No por su fuerza. No por su historia. Sino por esa forma silenciosa y feroz de cuidar al mundo… empezando por los que tenía cerca.
—Delito con propósito noble. —Murmuré, como quien dicta sentencia desde un jurado invisible. —Aprobado.
—Siempre delinco con elegancia. —Me guiñó un ojo, y luego miró a Riona—. Pero si preguntan, dirás que tú las trajiste.
—¿Y quién me va a creer? —Replicó Riona, con la mitad de una galleta en la mano y las mejillas ligeramente sonrojadas. —Aquí la legendaria luchadora de Zaun es usted, no yo.
Vi soltó una risa suave, entre genuina y orgullosa.
—Ya aprenderás a mentir con confianza, pequeña.
Riona se rio por lo bajo, y por un segundo, todo se volvió más liviano. Como si el aire recordara que también podía ser respirado sin dolor.
El peso seguía ahí, claro. Los mapas, la urgencia, las sombras que esperaban al borde del momento. Pero entre migas de galleta, sonrisas compartidas y esa chispa casi doméstica que había brotado sin permiso… por un instante, fue fácil fingir que el mundo no estaba a punto de romperse.
Hasta que Steb carraspeó. No fue un ruido fuerte, pero tuvo la gravedad de un disparo contenido.
—Traemos información. —Dijo, dejando que la frase borrara la calidez del ambiente. —De las que no pueden esperar.
Dejó caer la carpeta sobre la mesa. No fue solo el golpe seco del cartón, fue el peso de lo que contenía: mapas arrugados por el uso, croquis subterráneos, anotaciones a mano, marcas en rojo que cruzaban la ciudad como heridas frescas.
—Confirmamos movimientos noxianos en los límites externos de Piltover. —Comenzó, sin rodeos, como quien arranca una venda. —Están reforzando túneles viejos. Los mismos que usaban los Quimobarones para traficar sin ser vistos. Pero esto no es contrabando.
—No. —Interrumpió Sevika. —Esto es infraestructura militar. Postes de vigilancia, almacenes encubiertos, comunicaciones cifradas. Hace algún tiempo localizamos un puesto de avanzada con algunos vigilantes. Saben lo que hacen.
Me incliné sobre los papeles, siguiendo con la mirada las líneas trazadas como si fueran venas rotas. El puesto estaba demasiado cerca de los canales secos. Demasiado cerca de lo que quedaba de nuestra defensa.
—¿No los interceptaron?
—No sin una orden tuya. —Respondió Steb con resignación. —El consejo interino de los ejecutores no tiene poder para iniciar ofensivas abiertas. Apenas pueden mantener vigilancia dentro del distrito.
—¿Cuánto tiempo?
—Días. —Dijo, sin adornos. —Con suerte, un par de semanas. Pero no contaría con la suerte.
Vi, hasta entonces anclada a la pared como una sombra vigilante, dio un paso al frente. Su voz fue un chasquido que apagó todo lo demás.
—No.
Todas las miradas se volvieron hacia ella.
—No va a volver. No así.
—Vi… —Empecé, sabiendo que no me iba a dejar terminar.
—¡No, Cait! —Su tono no era grito, pero rugía igual. —Ayer estabas en el suelo. Temblando. Con el ojo como una maldición viva, como si te fuera a estallar la cabeza. ¿Y ahora quieres liderar una maldita defensa?
—Y hoy estoy de pie. —Repliqué, sin elevar la voz. —Estoy de pie, estoy escuchando y estoy viendo lo que nadie más quiere ver. No podemos darnos el lujo de ignorarlo, Vi. No otra vez. Si atacan ahora, sin estructura, sin comando… Piltover va a caer. Y esta vez no habrá nadie que la levante.
Vi cerró los puños. Su voz bajó, y en su fragilidad había más filo que en la furia.
—Sobrevivieron dos meses sin ti, Cait. Dos. No se va a acabar el mundo si te tomas dos semanas más.
Sevika soltó un bufido por lo bajo. Riona lanzó una mirada rápida a Steb, que solo bajó los ojos, incómodo, como si supiera que había cruzado una línea sin querer.
Yo inhalé despacio. No podía responder desde el estómago, no con lo que estaba en juego. La lógica estaba del lado de Vi… pero la responsabilidad seguía taladrándome desde adentro, exigiendo una voz.
—Está bien. —Dije al fin, bajando la voz como quien envaina un arma aún caliente. —No voy a volver todavía.
Vi me miró de reojo, como si intentara detectar una mentira oculta entre mis palabras.
—¿Lo dices en serio?
—Sí. Pero necesito hablar con Steb y Sevika. A solas.
La duda pasó por su rostro como una sombra. La vi apretar la mandíbula, pero no insistió.
—¿Qué vas a hacer?
—Lo que debe hacerse. —Respondí, sin adornos.
No fue una rendición. Fue una pausa y ambas lo sabíamos.
Vi asintió con lentitud, midiendo el momento. Luego giró hacia Riona, que seguía de pie junto a la pared, con la última galleta a medio terminar entre los dedos y la postura todavía más rígida que confiada.
—Ven. Vamos a entrenar un poco mientras ellas hacen política.
Riona parpadeó, como si no estuviera segura de haber oído bien. Miró su galleta, luego a Vi, y terminó por llevársela a la boca de un mordisco decidido.
—Sí, señorita Vi.
—Te dije que me digas Vi. A secas.
—Sí, Vi. —Corrigió rápido, con un gesto que era más sonrisa que disculpa.
Se incorporó de inmediato, obediente y alerta. Caminó tras Vi con pasos que aún tropezaban con la duda, pero que ya empezaban a acostumbrarse al terreno.
Esperé. No solo a que se cerrara la puerta, sino a que el silencio volviera a ocupar el espacio. Un silencio distinto. No el de los afectos contenidos, sino el de las decisiones que cortan caminos.
—Vi tiene razón. —Dije sin preámbulos, como quien arroja la primera piedra.
Steb parpadeó, desconcertado. Sevika enarcó una ceja, cruzándose de brazos con ese aire de perro viejo que ha olido demasiadas guerras como para tragarse decisiones suaves sin masticarlas primero.
—¿Entonces qué? ¿Te vas a quedar en bata mientras otros sangran por ti? —Espetó Sevika, sin adornos, sin tacto. Como siempre.
La frase cayó como una bofetada. Steb abrió la boca, pero no dijo nada. Solo me miró, esperando el golpe de vuelta.
Yo no me alteré. No levanté la voz. No necesitaba hacerlo.
—No. —Respondí, cada sílaba afilada como bisturí. —No me estoy rindiendo. Estoy reconociendo límites. Y sí, hay una diferencia.
Me levanté despacio, dejando que la manta cayera a un lado. Aún vestía ropa de descanso, pero mi voz ya se había puesto el uniforme.
Caminé hacia el ventanal. Vi no estaba a la vista, pero sentía su presencia ahí fuera, en el jardín. Sus movimientos eran demasiado intensos como para no dejarlos vibrar en el suelo.
—No puedo volver al frente ahora. No sería responsable ir herida al campo, eso no es valentía, es ego. —Me giré hacia ellos. —Pero eso no significa que me quede de brazos cruzados.
Mis ojos buscaron los suyos. Steb tenía la espalda recta, casi demasiado. Como si esperara una sentencia, no un encargo. Sevika, en cambio, ladeó la cabeza con media sonrisa torcida, no burlona… más bien desafiante. Como quien dice: “Demuéstrame que no eres solo apellido y prótesis.”
—Por eso quería hablar con ustedes a solas.
Fui hasta el escritorio. Saqué con calma tres pergaminos con un papel propio de nuestra familia Kiramman. Los desplegué uno a uno sobre la madera, con la precisión de quien ya ha decidido dónde caerá cada golpe.
Tomé la pluma, la entinté… y justo antes de firmar, levanté la vista. Mis ojos buscaron a Steb.
—Antes de esto, hay algo que tengo que decirte. —Mi voz sonó más baja, pero no menos firme.
Steb ladeó apenas la cabeza, sin bajar la guardia, pero tampoco la mirada.
—Durante dos meses… me dediqué a sanar, respirar. A recordar quién era sin el uniforme. —Respiré hondo. No era fácil decirlo, no para alguien como yo. —Y en ese tiempo, tú estuviste al frente. Solo. Con una ciudad que se desmoronaba, y no te nombré antes, no te di el cargo, ni la autoridad. Porque estaba tan acostumbrada a sostenerlo todo… que no supe cómo soltar.
Le tendí el primer decreto, con la pluma aun temblando apenas entre mis dedos.
—Eso fue un error. Uno que no debería haberte hecho cargar y por eso… lo lamento.
Steb no lo tomó de inmediato. Me sostuvo la mirada con esa expresión estoica que rara vez abandonaba.
—Ya era hora de que se preocupara por usted misma. —Dijo, con una calma que dolía más que cualquier reproche. —No tiene nada por lo que disculparse, Comandante. Aguantó más que la mayoría y seguirá haciéndolo. Pero esta vez… con ayuda.
No supe si lo que sentí fue alivio o más culpa. Pero asentí, y sellé el decreto. El sonido del sello caliente fue un latido más en el aire espeso de la oficina.
—A partir de ahora, te nombro Comandante Interino. Tendrás autoridad plena sobre las defensas civiles de Piltover. Puedes reorganizar tropas, establecer puestos de control, y reaccionar ante cualquier amenaza con autonomía. No necesitarás la aprobación del consejo.
Steb parpadeó, y su mano vaciló un segundo antes de aceptar el pergamino que le entregaba.
—¿Esto me convierte en tu reemplazo?
—Temporalmente. —Aclaré, con firmeza pero sin dureza. —Pero con el mismo peso y el mismo deber.
Me giré hacia Sevika.
—Tú patrullarás Zaun. Tú y Ekko. Quiero ojos en cada túnel, oídos en cada respiradero. Si hay movimiento, si alguien intenta usar los viejos caminos como ruta de invasión, lo sabrás tú… y luego Steb.
Ella arqueó una ceja, divertida.
—¿Bajo mi criterio? ¿Cero supervisión?
—Confío más en tu criterio callejero que en la burocracia del consejo. —Dije sellando y extendiendo el segundo decreto.
Sevika lo tomó sin prisa. Lo leyó de arriba abajo, como si esperara que en algún renglón dijera “y una bomba bajo la silla.”
—¿Y tú qué harás mientras tanto? ¿Repartir galletas y discursos desde la galería?
—Tomar las decisiones que ustedes aún pueden odiarme por tomar. —Respondí, y escribí el tercero. Este… pesaba distinto, como si llevara pólvora en la tinta.
Me detuve un segundo.
—Este último… es para el frente marítimo.
Steb frunció el ceño. Sevika entornó los ojos. Sabían o lo intuían.
—Noxus podría usar el mar. Ya lo ha hecho antes. Y hay una sola persona con flota, control territorial y reputación suficiente para ahuyentar buques solo con el nombre.
—Sarah Fortune. —Concluyó Steb, seco.
Asentí. No porque quisiera, sino porque no había otra opción.
—A partir de hoy, tendrá el rol de Jefa Marítima de Defensa Externa. Tendrá autoridad para interceptar cargamentos, bloquear rutas, controlar puertos y defender cualquier punto de entrada costera. Toda operación marítima pasará por sus manos.
Firmé el decreto sin quitarles la vista de encima. El sello ardió al presionar el papel.
Sevika soltó una carcajada baja, áspera.
—La reina pirata, con uniforme oficial. El fin de los tiempos viene con decreto, parece.
—No lo hago por gusto. —Dije. —Lo hago porque prefiero verla con poder legal… antes que tener que dispararle cuando se aparezca sin invitación.
—Claro, claro… —Musitó Sevika con una sonrisa torcida. —Nada que ver con esos rumores, ¿no? De que Vi y ella compartieron más que mapas náuticos…
La miré de frente, sin parpadear.
—¿De dónde la conoces, exactamente?
Sevika se encogió de hombros como si hablara del clima.
—¿Sarah? Es leyenda en el mar. La mitad de las rutas le temen, la otra mitad trabaja para ella. Y en las tabernas… bueno, las historias corren más rápido que las olas. Que si Vi navegó con ella, que si hubo pasión entre tormentas, que si compartieron cama y balas.
Apreté apenas la mandíbula, suficiente para que el dolor del implante me recordara mantener la compostura. Me enderecé, como si la frase de Sevika no hubiera sido más que un chisme callejero.
—No me interesan las historias de taberna. —Respondí, con la voz medida. —Me interesa que Sarah dispare en la dirección correcta si nos llueven cañones.
Sevika me sostuvo la mirada, la media sonrisa marcada en la cicatriz. Sabía que no había negado nada, pero tampoco le había dado el gusto de confirmarlo.
—Muy Piltover de tu parte. Decir todo… sin decir nada.
—Y muy Zaun de la tuya. —Respondí con un tono firme pero sereno. —Leer entre líneas hasta que ardan.
Ella soltó una carcajada breve, seca. No era burla, era reconocimiento. Sabía cuándo empujar… y cuándo retroceder con dignidad.
Steb, que había guardado silencio con el cuerpo más tenso que su propio uniforme, carraspeó como quien quiere pedir permiso sin parecer débil.
—¿Algo más, comandante?
—Sí. —Dije sin vacilar. —Hagan lo suyo y háganlo bien.
Porque lo que venía… no iba a perdonar fallos.
Miré el último decreto con el sello aún fresco y lo sostuve entre mis más tiempo del que me hubiese gustado. Luego, lo tendí a Steb con la precisión de un cirujano que entrega una hoja afilada.
— Entrégaselo tú y déjale claro que es decisión mía. Solo mía. No hay espacio para negociaciones. Esto es deber, no cortesía.
Steb asintió, pero la duda se le coló en los ojos como un susurro mal digerido.
—¿Estás segura… de ella?
Le sostuve la mirada sin titubear.
—Más de lo que me gustaría.
Steb lo tomó con ambas manos, como si cargara una reliquia peligrosa.
Sevika soltó una risa baja, áspera, con ese dejo de ironía que solo se permite cuando la paradoja es demasiado jugosa para ignorarla.
—Mírenlas… Caitlyn Kiramman y Sarah Fortune, defendiendo Piltover codo a codo. Si eso no es el fin del mundo, no sé qué es.
No le respondí. No hacía falta, porque sí… era irónico y también real, porque si no podía elegir el futuro que quería, al menos podía intentar moldear el que venía.
Y en ese silencio denso como humo de pólvora, con los decretos firmados y el destino sellado por manos que no se estrechan, supe que acabábamos de crear algo nuevo. Una estructura extraña, nacida del deber… y de la incomodidad. Una defensa marítima encabezada por la persona que menos querría tener de mi lado.
La reina pirata. Sarah maldita Fortune.
No era un movimiento que me gustara. Era uno que dolía, pero era necesario. Y en tiempos como estos, a veces el deber no escoge a los aliados por afecto, sino por quién tiene el poder de hundir al enemigo antes de que toque tierra.
Salimos del despacho sin más palabras. Steb sostuvo sus decretos como si llevara promesas hechas de fuego, pesadas y frágiles a la vez. Sevika venía detrás, mascando su descontento con una resignación de óxido y acero.
Y yo… yo caminé con la espalda erguida. No porque el peso de lo firmado hubiera desaparecido. Sino porque, por primera vez en mucho tiempo, no se sentía como una rendición. Se sentía como otra cosa.
Confiar.
Y eso, en una ciudad construida sobre engranajes y traiciones, era casi una revolución.
Caminamos en silencio por el corredor principal, el eco de nuestros pasos acompañándonos como una procesión discreta. La mansión no dormía, pero sí contenía el aliento. Afuera, el cielo estaba totalmente despejado, pintando los ventanales con ese dorado engañoso que promete calma.
Doblamos hacia el ala este, donde una de las puertas acristaladas daba directo al jardín interior. La abrí sin apuro. El aire fresco me golpeó con el aroma de tierra húmeda y sudor reciente.
Ya sabía lo que iba a encontrarme. Lo había sentido incluso antes de escucharlo. Golpes secos, ritmo marcado. Vi entrenando con Riona como había prometido, sacando palabras a través del cuerpo, enseñando sin decir más de lo necesario.
Avanzamos unos pasos. La luz del mediodía colgaba como una lámpara tibia sobre el espacio de entrenamiento. Y ahí estaban.
Vi, sin chaqueta, el torso vendado y brillante por el esfuerzo. Moviéndose como si cada músculo supiera exactamente a dónde ir, como si contenerse fuera más difícil que golpear. Y frente a ella, Riona, flaca como un cuchillo pero con la mirada afilada por algo más que rabia. Determinación. Hambre.
Vi bloqueó un directo al rostro, giró y la barrió con una patada al muslo. Riona cayó, rodó, y usó el impulso para lanzar un codo al abdomen que Vi apenas desvió.
—Interesante elección de entrenamiento. —Murmuré, apoyándome en el marco de la puerta con los brazos cruzados.
Vi no se giró, pero su voz rompió el aire entre dos respiraciones forzadas.
—Está aprendiendo. Rápido. No solo porque quiere… sino porque lo necesita.
Retrocedió un paso, dándole espacio.
—Vamos, Riona. Aún puedes sorprenderme.
La chica respondió con una patada baja, seguida de un gancho ascendente. Vi los bloqueó, pero tuvo que retroceder medio paso. No por debilidad, por respeto.
—Le vas a sacar un diente si sigues así. —Comentó Steb con los brazos cruzados, observando desde el umbral.
—Que lo intente. —Replicó Vi, esbozando una sonrisa que no tenía ni pizca de burla.
Sevika soltó una risilla apenas audible.
—No pensé que viviría para ver el día en que Vi entrenara sin romperle la cara a alguien.
—Tampoco yo. —Dije, y mi tono no fue irónico. Fue casi… orgullo.
La pelea concluyó con un giro limpio. Vi desvió un puñetazo con la izquierda, usó el peso de Riona en su contra y la proyectó con el antebrazo como palanca, guiando la caída con precisión quirúrgica para que no golpeara la cabeza.
Riona quedó en el suelo, jadeando. El rostro encendido por el esfuerzo, los brazos temblorosos. Pero en los ojos… no había derrota. Solo más hambre.
Vi le tendió la mano.
—¿Qué tal?
—¿Eso fue todo? —Replicó Riona, esbozando una sonrisa torcida, con un hilo de sangre tiñéndole la comisura del labio.
Vi soltó una carcajada breve, rasposa y llena de calle.
—Esta mocosa va a terminar dándome una paliza si sigue así. —Dijo mientras se sacudía las manos, como si aún le ardieran por el impacto.
Y entonces, Sevika, con ese tono que ya no necesita un cigarro para sonar a óxido, alcohol y advertencia.
—Con esa puntería y esa rabia… no me sorprendería que le saque un ojo a más de alguien.
El silencio fue corto, pero pesó. Como cuando alguien deja caer un cuchillo sobre una mesa esperando que nadie se corte.
Giré apenas la cabeza. Lo justo para mirarla por encima del hombro, mis ojos eran dos armas distintas: uno hecho de carne y juicio, el otro de luz azul y amenaza pura.
—Solo si la dejan acercarse lo suficiente. —Dije, con una serenidad que olía a pólvora contenida.
Sevika ladeó la cabeza, sonrió sin mostrar los dientes. Una rendición camuflada o una retirada estratégica.
Riona soltó un carraspeo que no disimuló nada. Estaba conteniendo la risa. Vi la miró de reojo, divertida, antes de fijar los ojos en mí. Como si preguntara silenciosamente si la guerra ya había terminado o recién empezaba.
Steb, serio como siempre, se inclinó para recoger los decretos. Lo hizo con la gravedad de quien acaba de ser nombrado custodio de una mina enterrada bajo un teatro.
—Muévanse. —Ordenó, seco, girando sobre sus talones.
Y sin más, cruzaron el umbral: Riona aun sudando promesas, Steb apretando documentos como si fueran dinamita diplomática, Sevika mascando su cinismo hasta hacerlo encajar entre los dientes.
Vi no los miró irse. Yo sí.Seguí sus pasos hasta que la puerta se cerró con ese clic final que no deja dudas: las piezas estaban en movimiento.Entonces, y solo entonces, exhalé.
Ya no quedaban órdenes por dar. Todo lo urgente había sido sellado, delegado, activado. Solo restaba lo más complejo: esperar, sostener… resistir.
El silencio que quedó no fue incómodo, ni vacío. Era otra cosa. Como si la habitación hubiera cambiado de tono, como si la ausencia de testigos nos hubiera devuelto algo más íntimo, más crudo.
Vi seguía en el centro de la sala, aún con el torso vendado y la respiración marcada por el esfuerzo. El sudor le recorría la clavícula en una línea lenta. Sus manos bajaban, aflojando las vendas con ese gesto entre descuido y ritual que siempre le salía natural.
Y sus ojos, fijos en los míos. No tenían prisa, tenían destino.
—¿Mañana, entonces? —Preguntó, con la voz más baja, más densa, como si cada palabra le brotara desde el centro del cuerpo.
Asentí sin apuro.
—Mañana salimos.
—Tú y yo.
—Lejos de todo.
—Justo como lo soñé.
Su voz tenía esa textura particular que aparece cuando el deseo se mezcla con algo más hondo. No solo atracción. Era alivio anticipado. Promesa callada.
Vi dio un paso hacia mí. No apresurado. No teatral. Un paso exacto, inevitable. El tipo de movimiento que no pide permiso porque ya tiene claro que la distancia no es obstáculo, sino preludio.
Con el sudor dibujándole relieves en la clavícula, el torso envuelto en vendas desordenadas, los músculos aún tensos por el combate. No había pose, ni intención de seducción… y tal vez por eso me encendía más.
Mi mirada se arrastró por su cuerpo como un secreto mal guardado. Todo en ella hablaba en un idioma que solo mi piel entendía: la respiración entrecortada, el brillo áspero del esfuerzo, la forma en que sus manos aún parecían listas para sostener o destruir.
Pensé en lo fácil que sería dar un paso. Solo uno. Hundirme en ese calor que todavía vibraba en el aire, dejar que su cuerpo respondiera al mío como tantas veces antes. Como si no existiera el castigo que le impuse, pero no lo hice, no todavía.
Me mordí la lengua, literalmente, para no dejar escapar un suspiro. Y aun así, lo sentí en cada célula: el deseo no se había apagado. Había aprendido a esperar, a observar, a contenerse.
Y ahora, frente a mí, se revolvía como una bestia recién despertada. Ella no lo sabía o tal vez sí. Pero me estaba quemando y no tenía ninguna intención de apagar el fuego.
El resto del día transcurrió entre listas, preparativos y ese tipo de coordinación silenciosa que sólo ocurre cuando dos personas saben que están por marcharse… y lo esperan con ansias contenidas.
Vi pasó la tarde revisando suministros como si planearan una guerra, no una escapada. Organizaba mapas, probaba mochilas, ajustaba los cierres de las botas con una concentración que habría hecho sonrojar a cualquier soldado.
Yo, por mi parte, pasé la tarde revisando los accesos a la cabaña en mis registros antiguos, coordinando el traslado con mi padre y dejando instrucciones claras para Steb. Hacía todo con precisión… salvo cuando me distraía mirándola.
Vi fingía no notarlo, pero lo hacía. Porque aunque parecía concentrada en sus mochilas y mapas, me veía todo el tiempo.
Y eso, más que cualquier caricia, me calentaba la sangre.
La cena fue sencilla. Un guiso con especias suaves, preparado por uno de los sirvientes que llenaba el comedor con ese aroma cálido de hogar demasiado pulcro para sentirse real.La botella de vino había sido elegida al azar por mí, aunque por la etiqueta, sospechaba que venía con un precio equivalente a una pequeña operación militar.
Vi la olfateó como si fuera veneno.
—¿Segura que esto no lo usaban para limpiar los candelabros?
—Te juro que fue fermentado con lágrimas de nobles arruinados.
Vi alzó la copa, la giró en la mano con expresión estudiadamente crítica, y murmuró:
—Huele a traumas bien vestidos y decisiones que terminan en duelo de sables.
—Exacto lo que necesitábamos. —Sonreí, y brindamos sin levantar la voz.
La cena avanzó entre bocados tranquilos y comentarios sueltos, como si ambas estuviéramos alargando algo que ninguna quería precipitar. Vi se sirvió dos veces, lo cual, en su lenguaje corporal, equivalía a cinco elogios.
Me detuve un momento, los dedos girando la copa de vino sin intención real. Luego, con voz baja, más curiosa que inquisitiva, pregunté:
—¿Cocinabas así de rico cuando vivías con Powder?
Vi dejó la cuchara a medio camino. No fue brusco. Fue… lento. Como si la pregunta hubiera llegado de golpe, pero no por sorpresa. Solo con el peso de algo que hace tiempo no se tocaba.
—No cocinábamos mucho. —Respondió al fin, bajando la mirada hacia el plato. —Zaun no es famosa por sus estantes llenos. A veces teníamos pan duro, una lata de algo que no preguntabas qué era… y suerte.
Su tono no era triste. Solo honesto, crudo. Y yo... yo me quise tragar la lengua.
Maldita sea, Caitlyn. ¿Para qué preguntaste eso? ¿Por qué abrir heridas que ni siquiera sabes cómo cerrar?
Me odié un poco por decirlo, por decirlo así. Como si "cocinar con Powder" fuera una anécdota dulce y no una postal de miseria que nunca viví.
Sentí la garganta cerrarse, como si el vino se hubiera espesado de pronto.
—Vi, yo no quise…
Ella levantó una mano, negando antes de que terminara.
—Tranquila.
Me miró con una suavidad que no solía usar. Ni conmigo, ni con nadie.
—A pesar de todo eso, tenía a mi hermana y cuando ella estaba… no me faltaba nada.
Sus dedos buscaron los míos sobre la mesa. Los apretó con fuerza, no como quien busca consuelo, sino como quien promete quedarse.
—Y ahora te tengo a ti y a ella, de vuelta. No como antes, no del todo… Pero suficiente, y eso… eso lo es todo.
Su sonrisa fue leve, honesta, de esas que no buscan convencer ni conquistar. Solo decir: estoy bien, por fin.
Me costó tragar por lo que acababa de hacerme sentir. Era la Vi que nadie conocía. La que existía cuando las luces se apagan y no queda más que el latido.
—Eso fue tierno. —Susurré. —Te estás ablandando.—Shh. No lo arruines. —Bromeó, soltándome la mano. —Aún no me acostumbro a estos lujos de los de arriba. Me siento como si estuviera comiendo en porcelana robada.
Sonreí. Una sonrisa real. Cansada, pero mía.
—Son lujos que quizás los de Piltover no merecemos, pero los tenemos.
Vi arqueó una ceja. No dijo nada. No tenía que hacerlo.
—Y cuando volvamos… —Añadí, sin mirarla, solo dejando que las palabras salieran. —Vamos a hacer algo con eso. Algo real. Para equilibrar las cosas. Entre aquí y allá. Aunque sea un poco.
Cuando la miré, Vi ya me estaba mirando. Sus ojos decían todo lo que su boca no alcanzaba.
—Esa es mi chica. —Susurró.
La cena terminó sin ceremonias. Sin brindis, sin postre. Solo con una certeza compartida, silenciosa, más firme que cualquier tratado firmado entre ciudades divididas.
Nos levantamos sin necesidad de instrucciones. No hubo palabras que señalaran el camino. Solo esa sincronía sutil que nace cuando dos personas han aprendido a moverse juntas, incluso en el silencio.
Subimos.
En la habitación, abrí la ventana solo lo justo para que el aire fresco rozara las cortinas. Luego me dediqué a acomodar la cama con la calma de quien necesita que cada pliegue esté en su sitio antes de acostarse. No por perfección. Por refugio.
Vi desapareció rumbo al baño sin anunciarlo. Un minuto después, el agua caliente la recibió con su habitual falta de diplomacia.
—¡Mierda! —La escuché mascullar entre vapor y toallas. —¿Esto es agua o castigo divino?
Sonreí sin querer. Porque sí, esa era ella, peleando incluso con las duchas.
Cuando salió, el cabello húmedo caía en mechones sobre su cuello. Llevaba sus boxers gastados, esos negros con el borde torcido, y una camiseta sin mangas que seguramente alguna vez fue parte de mi ropa y ahora ya no me pertenecía.
Se dejó caer en el borde de la cama como quien se rinde solo ante una causa mayor. El calor aún le subía por el cuello.
Se deslizó bajo las sábanas sin una palabra, girando hasta quedar detrás de mi espalda, el cuerpo aún tibio por la ducha. Me buscó a ciegas y me abrazó por la cintura, una pierna colándose entre las mías con esa naturalidad que ya no pedía permiso.
Apoyó la frente en mi hombro y suspiró. Confiada. Lista para dormirse como si el mundo no pesara. Y por una vez… no tenía idea de lo que iba a pasar después.
Yo sí. Y esta vez, no iba a dejarla dormir. No sin recordarle todo lo que le debía. Todo lo que se aguantó. Todo lo que yo estaba a punto de cobrarle con intereses.
Moví la cadera hacia atrás con lentitud, como quien se estira perezosamente bajo las sábanas… solo que no era pereza. Era cálculo.
La curva de mi trasero rozó justo entre sus muslos, donde el calor se acumulaba. Donde sabia que la tenía esperando desde hacía semanas.
Sentí su cuerpo tensarse apenas. No se alejó. Contuvo el aliento. Como si ese gesto mío, tan sutil como sucio, le hubiera tocado algo más que la piel.
Sonreí. Sabía exactamente lo que hacía.
—¿Sabes algo curioso? —Murmuré, sin girarme aún, como si esa fricción no estuviera quemando el aire entre nosotras.
—¿Qué cosa? —Preguntó, con esa voz que ya venía cargada de tormenta. Grave. Lenta. Como si la contención le supiera a castigo.
Giré apenas el rostro, lo justo para rozarle la mejilla con mis labios.
—Llevas semanas portándote bien…
Entonces me giré del todo, quedando de frente, el cuerpo rozando el suyo con descarada intención.
La miré a los ojos, sosteniendo esa chispa que ya no pedía permiso.
—Y esta noche… se acabó el castigo.
—¿Oh? ¿Y eso por qué? —Preguntó, arqueando una ceja con fingida inocencia, pero su voz ya tenía ese borde filoso… como si acabara de olfatear sangre.
Me acerqué más, bajando la mano por su abdomen en una caricia lenta, deliberada, apenas rozando la piel bajo la tela de su camiseta sin mangas.
—Digamos… —Susurré, rozando con los labios el borde de su mandíbula. —Que ya sufriste suficiente.
Hice una pausa, bajé aún más la voz, hasta volverla una orden disfrazada de confesión.
—Y ahora me debes todo lo que te contuviste.
Vi se quedó inmóvil. Un segundo de silencio insoportable, dos latidos que sentí pulsar en mi sexo abierto, palpitante y desesperado por ella. Entonces, una risa grave, cargada con toda la tensión que venía acumulando durante semanas, se derramó contra mi oído:
—¿Estás segura, comandante?
No era una pregunta. Era un juramento.
Se giró para quedar sobre mí. Sus labios se estrellaron contra mi cuello, calientes y húmedos, mordiendo y succionando con esa urgencia contenida, marcando cada centímetro como si quisiera reclamar un territorio que siempre fue suyo. Sentí su lengua deslizarse despacio, impúdica, explorando la curva de mi garganta, delineando el contorno de mi mandíbula hasta volver a hundirse en mi cuello. Jadeé en respuesta, mis manos buscando desesperadas su cabello húmedo, aferrándome a ella como única ancla mientras me deshacía lentamente bajo sus dientes.
Las caderas de Vi se apretaron contra mí, un roce firme, cargado de esa presión feroz que escondía cada noche frustrada, cada madrugada en vela, cada momento en que me tuvo cerca y no pudo tomarme. El calor entre sus piernas quemaba contra mi muslo, revelando sin palabras cuán desesperada estaba por hundirse dentro de mí.
—Esto. —Gruñó contra mi piel, su voz áspera, gutural, mientras levantaba mi camiseta con brusquedad, exponiendo mis pechos al aire frío y su aliento ardiente. —es por cada noche que te fuiste a dormir envuelta en seda, sabiendo perfectamente cómo me estabas torturando.
Sin darme tiempo a responder, bajó la cabeza, su lengua saboreando lentamente la curva de mi clavícula, descendiendo para rodear uno de mis pezones, atrapándolo entre sus labios y chupándolo con fuerza, arrancándome un gemido que me dejó temblando bajo ella.
—Y esto… —continuó, separándose apenas lo suficiente para mirarme a los ojos, sosteniendo mi pezón húmedo entre sus dedos. —esto es por cada vez que te agachaste frente a mí, sin bragas, fingiendo que era un puto accidente.
Sus dedos bajaron en un tirón brutal, arrancándome las bragas hasta dejarlas enrolladas alrededor de mis muslos, marcándome como presa capturada. Sentí el aire frío impactar en mi sexo expuesto, y la humedad que ya escurría de mí confirmó lo evidente: yo también la necesitaba con una urgencia casi salvaje.
Su respiración era fuego contra mi oído. Su voz una amenaza deliciosa que me dejó sin aliento:
—Y esto… es por hacerme dormir a tu lado como si no pudiera tocarte. Como si no fueras jodidamente mía.
Y entonces entró en mí.
Dos dedos fuertes, implacables, empujándose sin permiso ni advertencia, hundiéndose hasta lo más profundo de mi interior empapado. Arqueé la espalda, el cuerpo entero estremeciéndose con una oleada de placer que me desgarró desde dentro, lanzando un grito sin pudor, crudo, salvaje.
—¡Ahhh… Vi! ¡Joder…!
—Eso es… grita para mí, Cait. —Ronroneó con una voz cargada de lujuria, moviendo sus dedos en círculos profundos, acelerando cada embestida, estirando mi placer hasta que apenas pude respirar. —¿Lo sientes? ¿Así es como querías que te follara, comandante? ¿Así es como lo soñaste cada noche?
Mis caderas se elevaron desesperadas, buscando más fricción, más de ella, más de todo.
—¡Sí! ¡Dios… Vi, por favor… más!
Su lengua volvió a recorrer mi cuerpo con furia controlada, lamiendo el camino desde mi clavícula hasta mis pechos, capturando de nuevo mi pezón y chupándolo con tanta fuerza que dolió exquisitamente. Mis manos arañaban su espalda, desesperadas por mantenerla ahí, conmigo, en mí.
—Mierda… Cait… estás tan húmeda. —Jadeó contra mi pecho, el calor de su boca aun torturándome. Rompió mis bragas aún tensas entre mis muslos. —¿Tenías esto guardado para mí, verdad? ¿Todo este puto deseo acumulado?
—¡Sí… sí, Vi! —Gemí, casi sollozando por más. —¡Todo tuyo, solo tuyo!
Y justo cuando estaba al borde del abismo, sus dedos se detuvieron. Salieron lentamente, tortuosamente, dejándome jadeando y vacía. Un gemido de frustración se escapó de mis labios.
—¿Quieres más? —Murmuró Vi, inclinándose sobre mí, sus ojos negros como pozos profundos, cargados de promesas indecentes. —Demuéstrame cuánto lo quieres, Cait. Tócate.
—Tócate, Kiramman. —Repitió con una voz que cortó el aire como una navaja al rojo vivo. Se irguió sobre sus rodillas entre mis piernas abiertas, dominándome desde arriba, sus brazos cruzados en una pose tan arrogante como seductora. —Quiero verte. Quiero que te acaricies como aquella noche que te encerraste en el baño creyendo que no te escuchaba.
Una sonrisa felina se dibujó en su boca, retándome sin piedad.
—Hazlo como si cada segundo que no lo haces fuera a matarte.
Sentí el aire escapárseme de los pulmones, mi corazón golpeando contra mis costillas como un tambor de guerra. Miré su rostro firme, dominante, implacable, y sentí cómo toda la resistencia que pudiera quedarme se derretía bajo esa mirada que exigía obediencia.
—Vi…
—Hazlo, Cait. —Gruñó. —O no hay más dedos. Ni lengua. Ni absolutamente nada.
Quedé paralizada por un segundo, con el cuerpo abierto, expuesto y desesperado. Vi no sonreía. Vi observaba, contemplaba mi vulnerabilidad con el hambre de un depredador que no necesita moverse para tenerte completamente a su merced.
—Vamos. —Repitió con voz profunda, raspando el borde del deseo. —Muéstramelo. Quiero ver cómo te corres para mí.
Mi mano bajó, temblando no por inseguridad, sino por necesidad. Separé mis labios lentamente, exponiendo el calor palpitante y empapado que ella había encendido en mí. El aire frío tocó mi sexo, provocándome un gemido que escapó sin permiso, salvaje y desvergonzado.
Mis dedos comenzaron a acariciar mi clítoris, presionando con la intensidad justa para aliviar el ardor que Vi había dejado a medio camino. Mi respiración se agitó de inmediato, cada roce empujando mis caderas hacia arriba en busca de más presión, más roce, más placer. Sentí mi humedad desbordarse, mis dedos deslizándose, empapándose hasta la palma, transformándome en un espectáculo obsceno y absolutamente irresistible.
Vi exhaló con fuerza, un sonido que reflejaba cuánto la estaba matando observarme así. Sin apartar la mirada de mí, tomó el borde inferior de su camiseta y la arrancó sobre su cabeza, revelando su torso musculoso, brillante por el sudor, perfectamente marcado y absolutamente hermoso en su crudeza. Sus pezones erectos me apuntaban, duros, provocándome más aún.
Luego bajó sus boxers lentamente, con una provocación casi tortuosa, mostrándome su piel desnuda, el vello oscuro que escondía la promesa de su calor. Lo hacía para mí, para torturarme, para hacerme arder todavía más mientras mis dedos la honraban con movimientos cada vez más firmes y desesperados.
—Eso es… —Murmuró, bajando una mano a su propio vientre, arrastrando lentamente sus dedos hacia abajo, tocándose frente a mí con la calma de quien controla la escena. —Ábrete más. Quiero verlo todo.
Abrí mis piernas más de lo que creía posible, mis músculos temblando, mis labios hinchados y goteando, mi sexo completamente expuesto y entregado. Mi corazón latía con fuerza, mi respiración cortada por el placer que crecía con cada caricia.
—Vi… —Jadeé, incapaz de formular más palabras, mi cuerpo completamente sometido al deseo que irradiaba de ella.
—Mírate. —Susurró Vi, con voz cargada de un placer que apenas podía contener mientras se tocaba frente a mí. —¿Ves cómo te mojas por mí, Caitlyn? Cada gota que cae… es mía.
La forma en que lo dijo fue tan posesiva, tan honesta y ardiente, que un escalofrío recorrió toda mi columna vertebral. Mi cuerpo reaccionó con una oleada más de humedad que resbaló lentamente por mi entrepierna, manchando aún más las sábanas debajo de mí.
Vi lo notó, y un gemido bajo se escapó de su garganta, ronco y desesperado.
—Maldita sea, Cait… —Jadeó, sus dedos moviéndose con más urgencia entre sus piernas. —Si pudieras verte ahora mismo, abierta, empapada, completamente jodida por mí…
Me masturbé para ella con una desesperación que rozaba la locura, mis dedos frotando el clítoris hinchado, mojado y sensible, cada roce empujándome más cerca del borde. Su mirada penetrante, hambrienta, devoraba cada movimiento, cada gemido, cada jadeo que escapaba sin control de mi garganta.
Y entonces, Vi avanzó hacia mí.
Con una calma deliberada y casi cruel, tomó mi muñeca y retiró mi mano de entre mis piernas. No hubo dulzura en su gesto, solo dominio absoluto. Mis dedos quedaron brillantes con mi humedad, temblando de frustración por el placer interrumpido.
—Ya no es tu turno. —Susurró, observándome desde arriba como un demonio decidido a hacerme arder hasta consumirme entera. —Ahora… es mío.
Y sin preámbulos, sin previo aviso, hundió su rostro entre mis piernas. Sus labios rodearon mi clítoris hinchado, succionando con una fuerza tan intensa que arqueé la espalda con un grito desgarrador. Mi cuerpo temblaba bajo ella, descontrolado por la intensidad súbita de la sensación.
—¡Vi! —Grité, mis manos aferradas desesperadamente a las sábanas, mis muslos estremeciéndose y empujando mis caderas contra su rostro. —¡Joder…!
Pero Vi no tuvo piedad. Su lengua se movía de forma alocada, desesperada, recorriendo cada pliegue, cada centímetro húmedo de mi sexo, saboreándome, bebiendo de mí como si fuera lo más delicioso que había probado jamás.
Lamía, chupaba, mordía suavemente mi clítoris, alternando entre caricias agresivas y circulares, bajando a veces para recorrerme entera y luego regresando directamente al punto más sensible, obligándome a mantener mis piernas abiertas aunque todo mi cuerpo estuviera al borde del colapso total.
Me estaba derritiendo, deshaciéndome en sus labios. Cada jadeo, cada gemido, cada palabra obscena que escapaba de mí, Vi la atrapaba con su boca y me la devolvía transformada en puro placer.
Mi cuerpo entero se tensó, mis músculos comenzaron a contraerse con fuerza, acercándome peligrosamente al clímax. Mi interior palpitaba contra su lengua, desesperado por terminar, por romperse en mil pedazos…
Y entonces… Vi se detuvo.
Así, sin más. Como si no estuviera al borde de un orgasmo devastador. Como si mi cuerpo no estuviera temblando de deseo y necesidad extrema.
Me abandonó lentamente, separando su boca de mí con una calma tan cruel como deliberada, dejándome jadeante, empapada, abierta y vacía.
La observé con incredulidad, mi pecho subiendo y bajando rápidamente mientras el sudor recorría mi espalda, y la desesperación se transformaba en una ardiente frustración.
—¿Qué…? —Jadeé, casi sin voz, mis labios hinchados por sus caricias. —¿Vi…?
Vi no respondió de inmediato. Solo caminó lentamente hacia el sillón cercano, uno alto y firme, con el respaldo alto como un trono improvisado, y lo arrastró hasta colocarlo frente a la ventana con una calma oscura que aceleraba mi pulso. Después se dirigió hacia el cajón junto a la cama y lo abrió sin dudar.
Lo sacó.
El arnés.
Negro, firme, ajustado, con esa base brillante y elegante que conocía demasiado bien. Y el dildo, grueso y perfectamente curvado, diseñado para tocar ese punto exacto dentro de mí que me desarmaba por completo.
Mi respiración se aceleró, sintiendo cómo el calor invadía cada centímetro de mi piel. El recuerdo me golpeó como una tormenta cargada de deseo y ansiedad contenida.
—¿Recuerdas esto? —Preguntó Vi mientras ajustaba lentamente las correas alrededor de sus caderas con un cuidado teatral y provocativo.
La miré fijamente y sentí un escalofrío recorrerme.
—Tú me lo pusiste la última vez. —Murmuré, con la garganta seca. —Cuando aún no recordabas quién eras.
Su sonrisa se volvió oscura, peligrosamente provocadora.
—Pero mi cuerpo ya sabía perfectamente que eras mía. —Susurró, alzando los ojos hasta fijarlos en los míos. —Y ahora te voy a hacer recordar lo que se siente.
Mi boca se abrió ligeramente, mi sexo palpitando en anticipación.
—Vi...
—Shhh. —Gruñó, avanzando hacia mí y tomándome por la cadera, levantándome fácilmente como si fuera liviana, como si no pesara nada. Mis piernas se enroscaron automáticamente alrededor de sus caderas, sintiendo cómo el arnés rozaba húmedamente mi entrada, encendiéndome aún más.
—Voy a mostrarle a toda Piltover que eres mía. —susurró en mi oído con esa voz ronca, caliente, animal.
Caminó conmigo hasta el sillón y me sentó en el borde superior del respaldo, con la espalda suspendida en el vacío, expuesta hacia la ventana abierta. Sentí el aire frío nocturno acariciarme la espalda desnuda y estremecerme de pies a cabeza.
Su mano me sostenía firmemente entre los omóplatos, manteniéndome en equilibrio sobre ese filo de locura.
—¿Confías en mí? —Preguntó con un tono profundo que me estremeció.
—Sí… —Jadeé, mi voz apenas audible, temblando.
—Entonces no déjate llevar.
Y me penetró profundamente, sin aviso, sin misericordia.
—¡Ah… Vi! —Grité y no me importó quién escuchara.
La embestida fue rítmica, brutal. Mi cuerpo se balanceaba sobre el respaldo y el aire, el pecho temblando, los pezones tiesos contra el aire frío de la noche.
El dildo entró en mí con un golpe húmedo y sonoro, llenándome por completo. El placer fue tan intenso que grité sin control, sin importarme quién pudiera escuchar. Mi cuerpo se arqueó contra su mano, mis caderas se sacudieron buscando aún más profundidad.
—¡Dios… Vi…! —Gemí con desesperación, sintiendo cómo me abría y me llenaba, la humedad resbalando por mis muslos con cada embestida firme y brutal.
Vi embestía sin pausa, su pelvis chocando contra mí con un ritmo salvaje y perfecto, cada golpe arrancándome gemidos sucios y altos que resonaban en la habitación.
—Mira hacia afuera. —Susurró, golpeándome profundamente. —Míralos. Estás expuesta, chorreando para mí, colgando en la ventana… y nadie puede tocarte excepto yo.
Me aferré a ella con desesperación, con las uñas clavadas en sus hombros. Su ritmo era implacable, cada embestida enviando oleadas de placer que me arrancaban gritos incontrolables, cada roce encendiendo mi cuerpo en llamas.
No supe cuánto tiempo estuve gimiendo su nombre con el cuerpo al borde del abismo. Lo único que sabía era que Vi no paraba. No aflojaba. No pedía permiso. Me embestía con ese ritmo perfectamente calibrado entre castigo y gloria.
Yo estaba entregada, expuesta, colgada como una ofrenda frente a la ciudad que dormía.
De repente, Vi frenó bruscamente. Me bajó con cuidado del respaldo, aún con el dildo dentro de mí, y sin darme tiempo a recuperarme, me giró suavemente y me posicionó en cuatro sobre el sillón, abierta hacia la ventana, completamente expuesta al aire nocturno.
Mis rodillas quedaron apoyadas en los brazos del sillón, mis codos en el marco de la ventana. Sentía el aire frío contra mi piel ardiendo, temblando por la anticipación.
Vi sacó el dildo y se arrodilló detrás de mí, separó mis nalgas lentamente con ambas manos y sentí su respiración cálida rozar esa zona tan íntima y vulnerable. Luego, su saliva cayó entre mis glúteos como un camino ardiente, humedeciéndome allí donde mi pudor se desmoronaba.
—Aquí también eres mía, Cait. —Murmuró, presionando la punta del dildo contra mi entrada más estrecha, ahora lubricada por su saliva y mi excitación descontrolada.
—Vi… por favor… —Jadeé desesperada.
—Relájate. Ahora voy a darte exactamente lo que mereces.
Y lo hizo. Lentamente, centímetro a centímetro, Vi entró en mí por detrás, llenándome completamente hasta que mi cuerpo la aceptó en un espasmo de placer intenso, arrebatador.
Y justo cuando la sentí completamente dentro… dos sirvientes pasaron por el jardín. Los vi detenerse bruscamente, mirándome con los ojos abiertos por la sorpresa y la fascinación. El ardor que sentí no fue de vergüenza, sino de poder absoluto y deseo puro.
—Vi… más… no pares… —Supliqué con voz ronca.
Vi sonrió oscura y comenzó a embestirme lentamente al principio, aumentando la intensidad con cada movimiento firme y profundo, mientras los sirvientes desaparecían apresuradamente, avergonzados.
—¡Vi! —Grité, con la voz rota, arqueándome. —¡Dios… Vi… me voy a… aah…! ¡Me vengo…!
Mi cuerpo se tensó, temblando violentamente cuando el orgasmo explotó dentro de mí con una fuerza devastadora. Mis músculos se contrajeron, gemí su nombre con voz desgarrada mientras el placer me consumía por completo. Mi interior se apretó con una fuerza que me hizo ver estrellas. Mis uñas rasgaron la madera del marco, mi frente se apoyó sobre él con desesperación. Un grito ahogado, sucio, arrancado del alma.
—¡Aaaah, Vi… joder… sí… sí…! —Grité, con la voz descompuesta, mientras el placer me rajaba por dentro.
—¡Cait… Caitlyn! —Gruñó mi nombre con la voz rota. —¡Mierda… te sientes tan… tan jodidamente bien…!
Vi gimió detrás mío, su cuerpo estremeciéndose con el placer de verme rendida a ella, completamente suya y entregada.
—¡Aahh… fuuuck… Cait…! —Exhaló entre dientes, clavando los dedos en mi piel, como si no pudiera creer que de verdad me tenía así.
Nos quedamos allí, temblando, juntas en un instante suspendido de absoluto éxtasis.
El arnés se deslizó con un schlick lento, pegajoso, mezclado entre su saliva, mis jugos, y todo lo que habíamos sido esta noche. Y ahora que la excitación ya no me anestesiaba, sentí el ardor. Un escozor dulce y punzante, como si mi cuerpo se negara a soltar lo que acababa de vivir.
—Auuugh… Vi… mierda… —Susurré con la frente aún pegada al marco, jadeando, sintiendo el ardor vibrar en el centro de mi cuerpo.
Vi soltó una risita ronca, jadeante, orgullosa de su crimen.
—¿Demasiado? —Preguntó, inclinándose para besarme el hombro con ternura sucia. —¿O exactamente lo que merecías?
—Exactamente lo que te voy a cobrar mañana. —Gruñí con una sonrisa torcida, todavía temblando de placer maldigesto.
Me levantó suavemente en sus brazos, llevándome hasta la cama con la ternura sucia de quien acaba de conquistar. Me sentí liviana. Rota. Suya. Me dejó sobre las sábanas, aún húmeda, aún jadeante, y me besó los muslos antes de subir, como quien honra el campo de batalla después de la guerra.
—Mañana no vas a poder caminar, comandante. —Susurró contra mi hombro, con una sonrisa que sabía perfectamente todo lo que había provocado.
—¿Y a quién tendré que agradecer por este delicioso dolor? —Respondí, tomando su rostro entre mis manos para besarla despacio, profundamente, dejando que cada roce nos devolviera el aire y sellara las promesas hechas en silencio.
Vi se dejó caer a mi lado, exhalando con satisfacción, sus labios todavía curvados en una sonrisa orgullosa que no pretendía ocultar. La miré un momento, saboreando esa expresión suya, mezcla de triunfo y ternura.
Me acurruqué contra ella, ajustando mi cuerpo al suyo, encontrando en el hueco exacto de su cuello y hombro, el lugar que me pertenecía. Su brazo se cerró alrededor de mí sin esfuerzo, firme y cálido, como si siempre hubiera estado destinado a encajar ahí.
La habitación respiraba nuestro aroma; sudor, deseo satisfecho, risas entrecortadas y secretos compartidos en la oscuridad. Era un perfume denso, irrepetible, algo que no podría borrarse fácilmente de nuestra piel ni de nuestra memoria.
Nos miramos una última vez antes de cerrar los ojos. En ese instante silencioso, vi reflejada en sus pupilas cada batalla perdida y cada victoria ganada juntas. Y entonces lo comprendí:
No puedes amar realmente a alguien sin haber conocido sus heridas. Sin haber tocado su miedo, abrazado su ira, sobrevivido a sus tormentas. No puedes amar a alguien sin haber visto sus cicatrices, sin haber sido testigo de sus peores versiones.
Y yo conocía cada una de esas facetas de Vi. Las amaba todas, no a pesar de ellas, sino precisamente por haberlas vivido y sostenido en mis manos.
Porque el amor no es solo aguantar o tolerar.
Es elegir, cada día, sostenerse mutuamente. Incluso cuando duele, incluso cuando arde. Porque cuando el fuego deja de quemar, simplemente… abriga.