Bailemos entre cenizas
11 de septiembre de 2025, 14:03
El cielo sobre Noxus no era cielo. Era una cúpula de humo espeso, teñida de óxido y amenaza, que colgaba sobre las murallas como una maldición suspendida. A lo lejos, las chimeneas de las forjas exhalaban columnas negras que se mezclaban con el olor a cuero sudado, acero ardiente y carne quemada. Bajo esa atmósfera áspera y despiadada, los gritos de combate retumbaban como tambores de guerra en el aire.
En el centro del campo de entrenamiento, hombres y mujeres sudaban y sangraban bajo la mirada inclemente del general Darius. Él no observaba desde un palco ni desde una torre. Estaba allí, entre ellos, sin camisa, con la espalda cruzada por cicatrices viejas y los músculos tensos como cables de acero. Su aliento era vapor cortando el aire frío. Y en sus manos, la espada de práctica: un monstruo de madera que parecía pesar más que los reclutas que intentaban detener sus golpes.
Madera contra escudo. Hueso contra suelo. El sonido se detuvo apenas cuando un soldado cayó a sus pies. El joven gimió, el rostro hundido en barro, sangre y vergüenza. Darius lo miró como se mira a una plaga débil.
—Levántate… o lárgate de mí vista.
El soldado intentó levantarse. No pudo. Dos compañeros lo alzaron por los brazos, arrastrándolo en silencio, como si las palabras fueran un lujo que no merecía. Darius desvió la mirada... y entonces la vio.
Mel Medarda.
Erguida, intacta, como si su sola presencia rompiera las leyes no escritas de Noxus. Una intrusión elegante en un mundo hecho de barro y cicatrices.
Su abrigo burdeo entallado, con detalles dorados que atrapaban la escasa luz como joyas robadas, la convertía en un espejismo de elegancia en medio del barro. Llevaba botas negras, altas, lustrosas, que parecían hechas para desfilar en mármol y no para hundirse en la sangre del campo. Guantes del mismo tono cubrían sus manos como una segunda piel. Su rostro… intocable. Su expresión… inexpugnable.
Sus ojos verdes recorrían el campo con una mezcla de repulsión, cálculo y algo más parecido a… una fascinación cruda ante el arte de destruir. Porque sí, había algo hermoso en esa brutalidad, algo que solo podía entender quien había aprendido a vestir el poder como una joya… o una armadura. Pero había algo más en sus pasos, algo que no era diplomacia ni curiosidad.
Darius no dijo nada al principio, solo la observó. El modo en que su cabello caía como un velo de tinta negra sobre los hombros. La forma en que avanzaba, firme, sin miedo ni apuro. Como si la guerra fuera un desfile… y ella su única invitada de honor.
—¿Vienes a inspeccionar el acero o a escribir poesía sobre él? —Gruñó por fin, mientras atrapaba una toalla que un soldado le ofrecía al vuelo.
—Considerando lo que veo… —Mel escaneó el lodazal, los cuerpos jadeantes, los ojos vacíos. —Me tienta más la tragedia que el romance.
Darius esbozó una mueca, no era una sonrisa, era un saludo entre bestias que reconocen el filo en la mirada del otro.
—Tú no encajas aquí, Medarda.
—¿Y tú sí? —Mel lo recorrió con la mirada, de las cicatrices del pecho al barro en los pies. —A veces creo que tú también escribes poesía… solo que usas cadáveres y cicatrices como tinta.
Darius dejó caer la toalla sobre un barril con un golpe sordo. Tomó una espada de entrenamiento, una viga de madera pulida con forma de arma, y la sostuvo un instante antes de lanzársela.
Ella la atrapó con ambas manos. Su agarre no fue perfecto… pero sí decidido.
—¿Qué es esto? ¿Una invitación al coqueteo más torpe del mundo?
—Es Noxus. —Respondió él. —Aquí se habla con el cuerpo. Las palabras se pudren con la lluvia.
—Qué romántico.
Mel dio un paso al frente. El barro protestó bajo sus tacones, pero no se hundió. La espada era más pesada de lo que esperaba, pero su brazo no tembló. Dio un primer tajo, preciso, elegante. El gesto de quien ha visto cientos de duelos, pero jamás los ha bailado en carne propia.
Darius ladeó la cabeza.
—Mala base. Pies más separados.
Ella corrigió sin replicar.
—Ahora intenta herirme. —Murmuró.
—¿Así saludas a los hombres que te intrigan?
—Así saludo a los errores con piernas.
Mel avanzó. Esta vez, más rápido. Darius bloqueó sin siquiera desplazarse. El golpe vibró como un trueno contenido. Ella sintió el impacto treparle hasta los codos.
—Caderas. —Murmuró él, colocándose detrás sin aviso.
Sus manos enormes se posaron en su cintura. La empujaron, la moldearon, no con suavidad, sino con la brusquedad de quien no enseña, sino esculpe. No había lujuria en el contacto, había dominio, fuego, una energía que no sabía si quemaba… o fundía.
—Podrías avisar antes de tocar. —Susurró Mel, sin apartarse, sintiendo las manos de Darius moldearle la postura como si fuera arcilla con voluntad propia.
—No enseño con palabras. —Respondió él, cerca, demasiado cerca. —Y tú no aprendes con distancia.
Silencio.
Respiraban al mismo ritmo. Como si el mundo se hubiera achicado hasta caber entre el calor de sus espaldas y la tensión contenida en sus latidos.
—¿Y tú, Medarda? —Murmuró Darius, con la voz grave rozándole la nuca. —¿Apuñalas de frente… o prefieres la espalda?
Mel sonrió sin mirar atrás, apenas un giro en los labios.
—Depende. —Su voz bajó como una caricia con filo. —De si el frente vale la pena mirarlo.
Y entonces se giró. La espada trazó un arco rápido, elegante. Darius lo esquivó con una media sonrisa, sin retroceder, sin perder el aliento. Iba a responder… pero entonces, el suelo habló.
BOOM.
Una vibración profunda, sorda, como si al corazón de la tierra le hubiese fallado un latido. El aire se volvió espeso. El barro se tensó.
Mel alzó la vista. No porque oyó algo, porque lo sintió. Antes del ruido. Antes de las miradas. Algo en su sangre gritó.
SION.
Emergía desde el extremo del campo como una aberración que se arrastra desde el pasado. Gigantesco. Deforme. Cada paso una profanación. Su piel era roca abierta por siglos de guerra, surcada por vetas oscuras que palpitaban como lava congelada a punto de volver a hervir.
En su mano, el hacha colosal: arrastrada, no sostenida. Cada golpe contra el suelo dejaba un surco tan profundo que el barro no se atrevía a volver a cerrar. No hablaba. No gruñía. Solo avanzaba, como si su sola existencia fuera una sentencia dictada por un dios al que Noxus ya olvidó… pero nunca dejó de obedecer.
Los soldados dejaron de entrenar e incluso de respirar. Bajaban la mirada, tragaban en seco, y solo rezaban que ese gigante no se detuviera frente a ellos.
Mel… no pudo moverse.
El miedo que la recorrió no era físico, era existencial. El tipo de miedo que te recuerda que el alma también puede encogerse.
Sion no era un guerrero, era un eco con cuerpo, un cadáver sostenido por hechizos antiguos y órdenes sin rostro. Una advertencia brutal: esto es lo que Noxus desentierra cuando el mundo no es suficiente. Cuando la victoria debe mancharse con lo imposible.
Y entonces, la imagen vino sola, casi como una profecía:
Los puentes de Piltover cayendo, torres colapsando como papel mojado, los jardines de su infancia cubiertos de fuego.
El cuerpo de Caitlyn entre escombros. La voz de Vi gritando en medio del caos. La risa de Ekko apagándose en un charco de sangre.
El pecho de Mel se cerró como una trampa de acero, no podía respirar, como si un dedo invisible, gigantesco, le presionara el esternón desde dentro.
—¿Quién… quién es ese? —Preguntó. Su voz sonó firme, pero solo por fuera.
Darius miró hacia donde Sion marchaba, como si hablara de una tormenta que ya le había llovido encima demasiadas veces.
—Sion. Fue general de Noxus… hasta que murió aplastando las murallas de Demacia, hace décadas.
—¿Murió?
—Murió y después… lo trajeron de vuelta.
—¿Cómo?
—Lo reconstruyeron. Con magia negra, metal viejo y una voluntad que ya no le pertenece. Le devolvieron el rugido, pero no la conciencia.
—¿Y obedece?
—No a nosotros.
—Entonces… ¿a quién?
—A la guerra. Se le apunta hacia el enemigo… y se reza para que no gire en medio del camino.
Mel tragó saliva, no por debilidad. Por algo peor, visión.
—¿Y si un día deciden enviarlo a Piltover?
Darius no respondió enseguida, solo la miró. Con esa sombra bajo los ojos que no era cansancio, sino memoria.
—Entonces ya no habrá nada que salvar, ni reconstruir.
Mel cerró los dedos sobre la empuñadura de la espada. No se dio cuenta, fue un reflejo, una defensa inútil contra algo que ni siquiera estaba mirando.
—¿Tú… quieres ser como él?
Darius entrecerró los ojos, apenas un segundo. La pregunta lo descolocó… y que algo lo descolocara, ya era una anomalía digna de registro.
—¿A qué te refieres, Medarda? —Gruñó, sin quitarle los ojos de encima.
—A convertirte en eso. —Su voz bajó, tan afilada como el juicio. —Una máquina de matar. Sin voz. Sin voluntad. Solo obediencia… y ruinas.
El silencio cayó. No como pausa. Como un juicio suspendido. Incluso el eco del entrenamiento se disipó, como si hasta el viento hubiera decidido contener el aliento.
Darius bajó la mirada un instante, no por duda, sino por memoria; cuando la alzó de nuevo, traía las cicatrices a cuestas, pero la voluntad intacta.
—No.
—¿Entonces qué quieres ser? —Susurró Mel, más cerca ahora, sin filo, sin trampa. Solo verdad.
Darius tardó un suspiro en responder. Cuando lo hizo, fue con una voz rasposa, densa, como arrastrada desde el fondo del pecho:
—Una leyenda… —Pausó. —Que todavía puede elegir en qué bando dejar su nombre.
Mel guardó silencio. No por falta de respuesta, sino por respeto al peso de lo que acababa de escuchar.
Sion se desvanecía al fondo, devorado por la niebla espesa que cubría el campo de entrenamiento, pero su amenaza seguía suspendida en el aire, como una espina que el mundo no sabía cómo tragar. Soltó el aire lentamente, con la espada aún entre los dedos, como si soltarla implicara ceder algo más que metal.
Su mirada cayó, casi sin querer, sobre el surco que la criatura había dejado en el barro. Una línea brutal, profunda, como una cicatriz recién abierta en la piel de la tierra. No llevaba a ningún lugar… pero dejaba claro que algo inhumano había cruzado por allí.
Estaba tan absorta en esa línea rota que no notó el movimiento de Darius, hasta que su voz cortó el aire como una orden que no admitía réplica.
—Hoy parto hacia el frente.
Mel parpadeó. La realidad volvió a encajar. Darius ya no sostenía la espada de práctica. La había soltado como si, de repente, el peso del roble pulido fuera irrelevante comparado con lo que estaba por venir.
—¿Vas solo? —Preguntó ella, girando la espada entre los dedos, como si aún decidiera si era un arma o una declaración.
—Con mis soldados, siempre con ellos.
—¿Y qué se supone que haga yo con esto? —Alzó la espada de entrenamiento, casi con ironía filosófica.
—Podrías venir. —Dijo Darius, sin titubeos. —Usarla. Ver si todo ese intelecto tuyo sabe embarrarse un poco.
—¿Eso fue una invitación, general?
—Fue una advertencia.
Mel lo miró fijamente, sin desvíos ni adornos. Ya no quedaba burla en sus ojos, ni rastro de teatro. Solo quedaba la certeza desnuda de quien ya eligió en qué campo pelear.
—Está bien. Iré contigo, pero no me pidas que deje los tacones.
Una pausa.
—Son más afilados de lo que parecen.
Darius la estudió en silencio, como quien analiza si el trueno que se avecina traerá lluvia... o fuego.
—No lo dudo, estaremos listos al mediodía. No traigas perfume, la guerra no huele a rosas.
Mel sonrió apenas, con la sutileza de una daga envainada. No era calidez, era filo contenido.
—Entonces olerás a sangre tú solo. —Murmuró. Dio un paso hacia él, lo justo para que su aliento rozara el aire entre ambos y luego giró.
Altiva, precisa, los tacones mordieron el barro sin perder ni un gramo de dignidad, dejando tras de sí una estela de perfume caro, madera pulida… y desafío.
Darius no se movió. La siguió con la mirada hasta que su figura se desdibujó entre el humo y el barro. Pero el aire no volvió a ser el mismo. Aún sentía su paso, su perfume, su filo. Como si ella no se hubiera ido del todo… solo hubiera cambiado de forma.
Y mientras el eco de sus pasos se desvanecía en el barro… en otro rincón de Noxus, alguien ya comenzaba a mover las piezas. La sala de estrategia de Swain no tenía relojes, pero el tiempo sangraba por las grietas.
Las antorchas parpadeaban sobre los mapas abiertos como heridas mal cerradas. Marcas con tinta negra y cortes de cuchillo cruzaban fronteras y ciudades, rutas tachadas como epitafios sobre territorios que aún no sabían que estaban condenados. El general no hablaba. Ni respiraba, al menos no como los demás. Se movía como un cadáver con voluntad, con los ojos encendidos en un rojo corrupto que no conocía el descanso.
Dio un paso hacia el sur del mapa, otro hacia el este. Piltover brillaba con tinta roja, encerrada en un círculo perfecto, no como un objetivo… sino como un cadáver en espera. Una ciudad que ya respiraba al ritmo que él le marcaba.
Demacia estaba marcada con líneas gruesas, zonas tachadas, flechas cruzando fronteras como cuchillas. Una guerra en curso. Una herida abierta que aún sangraba.
Una región detuvo su mirada, no brillaba, ni sangraba. Solo estaba ahí, hundida en el papel como una cicatriz antigua, callada. Una mancha sin nombre que no necesitaba adornos para imponer respeto.
Swain no pensaba tocarla todavía, porque hay tierras que no se toman por la fuerza. Se inclinan cuando el veneno ha echado raíces y él… ya estaba sembrando.
Fue entonces que la puerta se abrió sin anunciarse.
No hicieron falta anuncios ni escoltas. Solo una silueta alta, delgada, encorvada con una elegancia que no pedía permiso.
Jhin.
Caminaba como si el suelo le debiera ritmo. Cada paso era una nota precisa en una coreografía invisible. La máscara, inmutable. Las manos, enguantadas con la pulcritud de un cirujano que sabe exactamente dónde cortar.
Swain no se giró. Aún no. Caminó hasta el borde del mapa, donde Piltover latía como una herida encapsulada, y solo entonces habló. Sin inflexión, sin urgencia. Como quien calibra el peso exacto de una guillotina antes de dejarla caer.
—Dime que cumpliste tu misión.
Jhin no respondió, extendió el brazo.
La gema flotó en su palma como una criatura viva: una joya Hextech tallada con precisión imposible, de un azul que quemaba la vista y susurraba secretos a los nervios. El núcleo que todos buscaban. El corazón robado de un arma olvidada, la joya que podía proporcionar energía a armas, inventos… o voluntades.
Swain se giró. La tomó con la punta de los dedos, no por cautela, sino con la precisión quirúrgica de quien diseca imperios. La sostuvo en el aire, como si evaluara su peso en poder, no en masa. La gema palpitaba con un fulgor contenido, vibrando bajo la piel como una bestia aún por domesticar.
No cerró los ojos por respeto, sino por concentración, el poder le habló y Swain… escuchó.
Dio unos pasos hacia las ventanas altas, donde la luz apenas rozaba los vitrales ennegrecidos por el tiempo y el humo de siglos.
—Interesante. —Murmuró, casi para sí, dejando que la gema girara apenas entre sus dedos. —La joya más buscada… al fin en nuestras manos.
Pausa.
—¿Y la Comandante? —Agregó entonces, sin girarse. No era una pregunta, era una verificación de daño, como quien comprueba si el veneno hizo efecto.
Jhin no se movió. El silencio, como siempre, era parte del espectáculo. Cuando al fin habló, lo hizo con esa voz baja, tersa, que parecía una cuerda tensa a punto de romperse:
—Apunté al corazón. El disparo fue una sinfonía en cuatro tiempos: precisión, impacto, silencio... caída.
Giró levemente el rostro, apenas lo suficiente para que la máscara atrapara la luz.
—Fue… perfecto.
Swain no lo miró al principio. Solo una ceja apenas levantada, una sentencia sin necesidad de juicio. Luego habló con el peso de quien no necesita alzar la voz para que el mundo tiemble.
—Te equivocas.
Y el aire… cambió, como si incluso la oscuridad se tensara.
—Incluso la oscuridad susurra su nombre. —Dijo Swain, sin emoción. —Y en esos susurros... sigue viva.
Jhin no respondió. Pero el aire… vibró. Como si cada partícula entendiera que algo había salido del guion.
Su cabeza se inclinó apenas, con la precisión de un gesto ensayado mil veces. Los dedos de su mano libre se cerraron en el aire con una elegancia mecánica, como afinando un violín que solo él podía oír. No habló. El silencio era su aplauso. Su furia… una pausa sostenida, demasiado perfecta para ser ruido.
Bajo la máscara, el acto había sido interrumpido, y para Jhin, interrumpir una obra era como profanar un templo.
Swain no lo miró. No necesitaba hacerlo, sentía el cambio, el pulso alterado de un artista que sangra belleza... pero también sabe matar sin pestañear.
—Eres una sinfonía sin partitura, Jhin. —Dijo con voz baja, mientras giraba la gema entre sus dedos como si afinara un instrumento de guerra. —Brillante, letal e incontrolable.
Solo entonces alzó la mirada. La suya, roja como una sentencia. La de Jhin, oculta como una promesa no escrita.
—Por eso te quiero de este lado del escenario. Porque si vas a matar… prefiero que lo hagas cuando yo dé la señal.
El silencio se estiró entre ambos, denso, lleno de notas no tocadas. Y durante un segundo, el respeto mutuo se sintió como una cuerda tirante: peligrosa, bella… irrompible. Por ahora.
—El acto final aún no ha comenzado. —Continuó Swain, con la gema brillando como un corazón contenido. —Así que prepárate. Cuando suba el telón... no habrá segundas funciones.
Swain se giró por fin. Sus ojos, carbones encendidos bajo las cicatrices, no buscaban respuestas. Buscaban obediencia disfrazada de libertad.
—Vas a volver a Piltover. —Dijo, como quien dicta el movimiento final de una pieza maestra. —Y esta vez, no vas a fallar. Esta vez… terminarás lo que empezaste.
Avanzó un paso, la gema aun brillando entre sus dedos como un latido contenido.
—Porque esta será tu obra final, Jhin. La que quedará escrita con fuego y nombres imposibles de borrar.
La frase quedó flotando como el humo antes del disparo.
Jhin se inclinó. El torso se dobló en una reverencia exacta, simétrica, como si el gesto estuviera grabado en mármol. No era sumisión, era estética. Una pausa, medida al milímetro.
—El público suele aplaudir... —Susurró, con esa voz suya de seda afilada. —Cuando cree que la obra ha terminado, pero yo apenas estoy afinando las cuerdas.
Giró sin apuro. Se desvaneció por el mismo umbral que lo vio entrar, sin pasos, sin sombra, como un suspiro que deja olor a pólvora en la habitación y cuando se fue, el aire pareció temblar por la expectativa, porque todos sabían lo que venía, el último acto y nadie saldría ileso.
Swain no se había movido. Permanecía junto a la ventana, con la gema palpitando en su mano como si acabara de arrancársela a un titán. Allá afuera, los campos de entrenamiento seguían llenos de soldados que golpeaban el barro como si este tuviera la respuesta a sus miserias. Ninguno sabía que, en esa misma habitación, algo mucho más antiguo que la guerra acababa de abrir los ojos.
La gema ya no brillaba, absorbía, y con cada latido, Raum volvía a respirar con el hambre del tiempo pasado.
—Estás más callado que de costumbre. —Susurró Raum, deslizándose en la mente de Swain como una lengua afilada que recorre una cicatriz ya cerrada. —¿Acaso el poder te intimida ahora que vuelve a arder?
—No arde. —Respondió Swain, sin mover los labios. —Avisa.
—Eso es lo que siempre hace el fuego… antes de devorar.
La gema seguía vibrando en su mano. No quemaba, no dolía, pero algo se agitaba en su interior, como si los fragmentos de energía Hextech no solo alimentaran el metal… sino algo más profundo. Raum lo notaba. Swain lo sentía. No era magia, era impulso, foco, hambre con dirección.
—No es suficiente. —Susurró Raum, reptando por su mente como una grieta que se expande en silencio. —Pero es un buen inicio.
Swain no respondió. Apretaba la gema entre los dedos como si pudiera exprimir de ella una certeza que aún no llegaba. La piedra palpitaba, obediente… pero no sagrada.
—Con esto puedes aplastar Piltover, sí. —Continuó Raum, su voz como aceite derramado sobre brasas. —Tal vez incendiar Demacia. Tal vez. Pero lo que tú quieres… no lo da una gema.
Swain entrecerró los ojos, la luz de la mañana entraba sucia por los vitrales ennegrecidos. Nada en esa habitación respiraba esperanza.
—Piltover caerá. —Dijo, como quien enuncia un hecho inevitable, no un deseo.
Raum rio, pero no fue una carcajada, fue un eco quebrado, como si el tiempo mismo se burlara.
—Piltover ya es tuya. Pero tú no me convocaste por esa ciudad, ¿cierto? Me llamaste por aquello que vive más allá de los mapas.
Swain no se movió, ni tampoco lo negó.
—Ese lugar… —susurró Raum, apenas un roce en el límite de la conciencia— no se conquista. Se invoca. No se doblega. Se sobrevive. Y lo que duerme allí… no se arrodilla ante coronas ni respeta mapas.
Swain no respondió al instante. Cerró los ojos. Raum no estaba en la sala, pero su sombra se curvaba tras su nuca como un aliento sin cuerpo. No lo rozaba. No hacía falta. Lo conocía desde dentro.
—Aquella tierra no ofrece poder. —continuó el demonio, con voz de eco antiguo— Lo transforma. Y lo que somos ahora… no sería más que ceniza en la orilla de lo que podríamos llegar a ser.
Swain apretó la gema. La piedra vibró bajo su palma. No era obediencia. Era advertencia. Como si incluso el núcleo Hextech supiera hasta dónde no debía mirar.
—Aún no —gruñó, con la mandíbula apretada y los ojos aún cerrados—. Esta vez… no iremos ciegos.
Raum rio. Una risa áspera, sin volumen, tejida con la memoria de errores que ya conocen el precio.
—No, Jericho. Esta vez, iremos despiertos.
Raum no dijo más. Su ausencia se sentía como un eco que se niega a morir. Él sabía esperar, sabía que el hambre, cuando se deja fermentar en silencio, ya no es necesidad, es destino.
La gema seguía latiendo como una sentencia. Palpitaba con un ritmo antiguo, ajeno a los relojes, como si supiera que lo inevitable ya había comenzado… y solo esperaba su forma final.
Swain permaneció junto a la ventana, la espalda recta, las manos tras la capa. Observaba la ciudad como un cirujano contempla al paciente ya anestesiado. El corte vendría, la sangre también.
Pero no era por esta ciudad. El verdadero objetivo… estaba más lejos, más antiguo, más profundo, y cuando llegara el momento de cruzar ese umbral, no serían soldados los que marcharían. Serían ecos, pesadillas y voluntades que no obedecen a los dioses.
El silencio tensó el aire, como una cuerda que ya conoce su límite.
—¡Guardia! —La voz de Swain no fue grito. Fue decreto. Atravesó la sala como una hoja que ya viene afilada desde el pensamiento.
Un soldado apareció al instante. Pálido. El uniforme apenas abrochado. El miedo no venía del tono, sino de saber quién llamaba.
—Tráeme al científico Grimp. —Ordenó, sin girarse.
—¿El de las cámaras del distrito diez? ¿El que trabaja en…?
Swain giró apenas el rostro, lo justo para que el soldado viera sus ojos. Dos brasas encendidas. Rojos, profundos, cargados de todos los demonios que aún no ha soltado.
—Ahora. —Repitió, con una calma que dolía más que el grito.
El soldado asintió y desapareció con la premura de quien ha visto morir a hombres por mucho menos.
Swain no se movió, ni volvió al mapa. La gema descansaba entre sus dedos, bajo la luz tenue, como una gota de poder aún no derramada.
—Veamos… qué tan útil eres para lo que viene. —Murmuró, sin dirigirse a nadie en particular.
La gema titiló. Un pulso leve, pero nítido, como si hubiera entendido o respondiera.
La puerta se abrió con un chirrido débil.
Grimp apareció, delgado, encorvado, el cabello recogido en un moño apretado que ya no contenía la ansiedad. El abrigo blanco arrugado y con manchas de aceite, las manos entrelazadas a la espalda para que no temblaran en frente de su superior. Dio tres pasos y se detuvo, tratando, o fallando, en no parecer un ratón frente a una serpiente.
—General Swain… —Dijo, con una inclinación tensa de cabeza.
Swain no respondió de inmediato. Se giró apenas, lo suficiente para que Grimp sintiera el peso de su atención. No fue la mirada lo que lo quebró. Fue la densidad del momento, como si la atmósfera misma se hubiese vuelto más densa, más viscosa, más difícil de respirar.
Hablar con Swain era como pararse frente a una tormenta aún contenida, sabiendo que en cualquier momento podía decidir caer… solo sobre ti.
—¿Cómo va la máquina?
Grimp tragó saliva.
—Está… lista. En teoría. Solo falta instalar la gema e iniciar los ajustes, según cómo reaccione al núcleo Hextech. He hecho simulaciones usando patrones replicados de energía... pero nunca con un núcleo real. Hay… hay que estabilizar el flujo, podría necesitar algunas pruebas preliminares. Tal vez dos meses y…
Swain dio un paso.
Grimp calló.
Otro paso, el general avanzaba con la tranquilidad de un animal que no necesita correr para cazar. Se detuvo frente a él, tan cerca que el científico pudo oler el humo de guerra que parecía vivir en su capa.
—No tenemos dos meses. —Dijo, con voz baja, pero con el peso de una sentencia.
Entonces, sin ceremonia ni advertencia, extendió la mano y dejó caer la gema en las palmas temblorosas de Grimp, que intentó responder, pero su garganta no obedeció.
—Tienes una semana. —Continuó Swain, sin levantar la voz. —Y no quiero más simulaciones, muy pronto veremos si esa máquina funciona… en vivo, y en directo.
El general siguió caminando. No lo empujó, ni miró. Solo lo atravesó con su presencia, como si el aire entre ambos fuera el verdadero cuchillo.
El miedo quedó adherido a la piel del científico como una quemadura invisible. No por lo que Swain hizo… sino por lo que ni siquiera necesitó hacer.
Se detuvo apenas en el umbral y habló sin mirar atrás:
—La máquina puede fallar. Su creador no. Una vez es suficiente para enterrarte con ella.
Y Swain se fue, sin mirar atrás, como si la sentencia ya estuviera sellada.
Grimp quedó solo en la sala, rodeado de mapas que ya no representaban teoría, sino órdenes. El humo rancio se enroscaba en el aire, y en sus manos, la gema pulsaba con un azul imperturbable, ajena a todo salvo a su propio poder.
La observó en silencio. Luego apretó los dedos alrededor del cristal, no para dañarlo, sino para contener la rabia, como si el calor que irradiaba pudiera fundir también lo que quedaba de su voluntad.
Se llevó una mano al rostro, cerró los ojos, y por primera vez entendió que aquello que había empezado como conocimiento… había mutado en obediencia.
Ya no era un hombre de ciencia, era parte del aparato que aplasta a quienes piensan, en nombre de los que deciden. Y Noxus, pensó, no exige convicción, solo resultados.
Muy lejos de aquel salón, más allá del mármol, del humo y los pasillos del poder, otro tipo de tensión avanzaba sobre tierra reseca.
El viaje hacia la frontera había comenzado hace horas. Partieron a mediodía. Ahora, el sol descendía como una moneda ardiendo entre nubes polvorientas, tiñendo el cielo de un naranja sucio. Las sombras se alargaban. Las siluetas del pasado también.
Las tierras entre la fortaleza y el puesto de avanzada eran un tapiz rasgado: campos calcinados, aldeas reducidas a esqueletos de madera, árboles torcidos como si el viento les hubiese arrancado la esperanza a latigazos. El aire olía a ceniza vieja y cuero remojado en sangre seca. Y aun así, el sol persistía, como si no quisiera perderse el espectáculo.
Sobre ellos, el cielo arrastraba un gris ácido, denso, como si las nubes supieran lo que se había perdido en esas tierras. No era una oscuridad completa, pero sí una luz sucia, filtrada, teñida de ceniza. El sol no se había ido… aún. Seguía allí, apenas visible, lo justo para marcar la hora y recordar que el mundo seguía girando, aunque esa parte del mapa prefiriera olvidar que era día.
A Darius, esa hostilidad no le molestaba, le sentaba como una segunda piel.
Montaba un semental oscuro, de músculos tensos y ojos como carbones encendidos. Su postura era la de quien ha cabalgado más veces que dormido. Llevaba una capa negra sin insignias, y su hacha descansaba cruzada en la espalda como una promesa sin palabras.
A su lado, Mel cabalgaba sobre una yegua blanca moteada de ceniza. Elegante y letal.
Su abrigo ondeaba como un estandarte propio. Los guantes, de cuero reforzado, sujetaban las riendas con precisión quirúrgica. Sus ojos escaneaban el horizonte con la calma de quien observa… y calcula. El nerviosismo disfrazado de curiosidad.
Los soldados que los escoltaban marchaban a varios metros detrás. Darius no hablaba cuando había oídos cerca y Mel… Mel solo hablaba cuando sabía que alguien la estaba escuchando.
Durante un buen rato, el único sonido fue el de los cascos golpeando la tierra y el chillido ocasional de un cuervo, como una advertencia que llegaba demasiado tarde.
—¿Es siempre así de deprimente tu país? —Dijo ella al fin, con una sonrisa delgada, envenenada con elegancia.
—Esto no es un país, es la frontera. Aquí nadie vive, solo se sobrevive.
—Poético.
—Realista.
Ella lo miró de reojo, como quien considera si vale la pena desmontar un muro o escalarlo.
—Te tomas todo demasiado en serio, Darius. Deberías aprender a respirar entre batalla y batalla.
Él no tardó en devolver la estocada.
—¿Y tú? ¿Respiras entre traición y traición?
—No. —Respondió ella, con una sonrisa que se curvó como un filo bajo la lengua. —Yo bailo.
Darius la miró de reojo, la mandíbula tensa, como si esa frase le hubiera rozado una herida vieja. Soltó una risa áspera, breve, más parecida a un gruñido que a un gesto amable. Como si algo dentro de él hubiese querido escapar y no supiera cómo.
—¿Y lo harías conmigo?
Mel giró lentamente el rostro hacia él. El sol caía oblicuo sobre su mejilla, y sus ojos brillaban con esa mezcla peligrosa de burla y posibilidad.
—Cuando esto termine. —Respondió él, sin apartar los ojos.
Mel ladeó la cabeza, entretenida. Su sonrisa era puro veneno envuelto en terciopelo.
—Primero tendrías que aprender a no pisar los pies de tu pareja.
Y sin dejarle espacio para una réplica, hundió las espuelas. Su yegua blanca salió disparada como una flecha cubierta de ceniza, levantando tierra con cada zancada. El viento arrancó su perfume y lo mezcló con el polvo del camino.
Darius apenas alcanzó a pestañear. Luego la vio alejarse, con el cabello alborotado por el viento como una bandera personal.
—¿Así se gana tu respeto, Medarda?
Miró de reojo a sus hombres, que marchaban algunos metros más atrás. Levantó una mano y les hizo una seña seca, rotunda.
—¡Sigan adelante! —Ordenó. —Nos reunimos en la siguiente colina.
Los soldados obedecieron sin cuestionar. Ya sabían que el general no pedía explicaciones ni las daba.
Darius tiró de las riendas, sonrió, esta vez de verdad, sin guerra en los dientes, y azuzó a su corcel como si volviera a tener dieciséis años.
—¡¿Temes perder ante una diplomática con tacones?! —Gritó Mel, sin mirar atrás.
—¡Temo que esa diplomática no sepa frenar! —Rugió él.
Y partió tras ella, como un trueno liberado.
Galoparon, como si no llevaran nombres ni rangos, como si el barro no pesara y el pasado no doliera, como si el mundo, por un momento, fuera solo velocidad, viento y músculo.
La tierra se desdibujaba bajo ellos, las nubes giraban como testigos curiosos y en ese breve paréntesis de locura… no eran Mel Medarda ni el general Darius, eran cuerpos en fuga, pulsos sincronizados con el corazón sucio y glorioso de Noxus.
Por un instante, Noxus latía feliz.
Mel ganó, por poco. La yegua relinchó al detenerse, orgullosa. El semental de Darius bufó, molesto, como si también tuviera ego.
Ambos desmontaron. Ella con una gracia innecesaria, él con un salto que hablaba de costumbre y cicatrices.
—No está mal para una dama de salones. —Comentó Darius, sacudiendo el polvo de sus guanteletes.
—Y no está mal para un bruto con armadura. —Respondió Mel, acomodando un mechón de cabello suelto.
Se sentaron sobre la hierba reseca. El aire traía el olor lejano de la guerra… pero ellos decidieron no respirarlo todavía.
—Cuando era niño. —Dijo Darius, sin mirarla. —Robaba pan en las calles de Basilich. Me partieron los dientes por hacerlo, luego los partí yo. Aprendí que pelear era mejor que morir de hambre.
Mel guardó silencio. No por incomodidad, sino por respeto.
—¿Y tú?
—Nací entre columnas de mármol y jarrones que costaban más que todo tu escuadrón junto. —Dijo sin orgullo. —Pero cada cosa que tocaba estaba vigilada. Cada paso y cada palabra. Las paredes de oro no suenan distinto a las de una celda.
—¿Y ahora?
—Ahora construyo mis propias jaulas, pero las lleno de fuego.
Darius giró el rostro, y la miró como si algo en ella acabara de revelarse. No con sorpresa, sino con la atención exacta que se le da a un arma recién desenfundada.
—¿Y si el fuego se te va de las manos?
—Entonces me consumiré con él. —Respondió sin dudar.
El silencio que siguió no fue incómodo. Fue íntimo, como una conversación entre cicatrices que aprendieron a hablar.
—Tienes más valor del que crees, Medarda.
—Y tú, más miedo del que muestras.
Ambos sonrieron, cansados. No porque todo estuviera bien… pero al menos, por un rato, ya no tenían que fingir que no dolía.
Darius fue el primero en levantarse. Sacudió el polvo de sus guanteletes con un gesto brusco, casi ritual. Mel lo imitó, más lenta, con la elegancia de quien sabe que el momento terminó pero aún saborea el eco.
—¿Volvemos a ser símbolos?
—Sí. —Dijo Darius, montando su corcel con la pesadez de quien se pone una armadura invisible. —Pero no olvides esto. Aquí, contigo, fui algo más por un momento.
—Lo sé. —Susurró ella.
Montaron en sus caballos. El silencio se estiró como una cuerda tensa entre ellos, vibrando con todo lo que no dijeron… y con lo que ya habían decidido.
El tiempo de tregua había quedado atrás. La guerra, o algo peor, los esperaba más allá de la próxima colina.
La silueta del puesto de avanzada se recortaba contra el cielo incendiado del atardecer. Eran cerca de las ocho. El sol, ya a media altura, se derramaba como oro viejo sobre la tierra yerma, proyectando sombras largas que se desfiguraban entre las piedras. El enclave era una cicatriz mal cerrada en medio del territorio hostil: muros de madera improvisada, estacas clavadas a la fuerza, torres irregulares con vigías que parecían tan cansados como decididos. No era una fortaleza. Era un puño apretado.
Darius y Mel cabalgaban al frente. Los soldados, dispersos tras ellos, comenzaban a reagruparse en silencio, acelerando el paso al ver la estructura elevarse entre la bruma seca. El aire olía a polvo estancado, hierro viejo y promesas rotas.
A la entrada del puesto de avanzada, un pequeño grupo de soldados ya se había formado. No hubo órdenes, solo reflejo: el puño cerrado sobre el pecho, la columna recta, el silencio tenso de quien reconoce autoridad y espera no convertirse en ejemplo.
Darius desmontó sin ceremonia. La tierra crujió bajo sus botas pesadas como si ya supiera a quién cargaba. Mel lo hizo después sin ayuda, bajó con la precisión de una emperatriz que no pide permiso para tocar el suelo. Sus tacones, pulidos y letales, mordieron la tierra con un chasquido seco.
Las miradas se desviaron, no hacia él… sino hacia ella. Era inevitable. El abrigo burdeos entallado, la seda que atrapaba la última luz del día, los labios delineados con un rojo que no pedía perdón… todo en Mel era una declaración, y no encajaba allí. No entre los clavos oxidados, las astillas y la mugre. Era un contraste que dolía a la vista, como ver una joya caer al barro y descubrir que brilla más que nunca.
Pero ella no reaccionó, si sus tacones crujían sobre la tierra no era por fragilidad, era porque la tierra debía recordarla. Caminaba como quien ha desfilado sobre mármol… y decide que el barro también debe aprender a sostenerla.
El primero en salir a recibirlos fue el teniente Malkor. Alto, huesudo, con la piel curtida como cuero reseco y un entrecejo que parecía haber nacido fruncido. Caminaba como si siempre estuviera buscando algo a lo que culpar por su insomnio.
—General. —Saludó con rigidez. —El panorama ha cambiado desde su último informe.
—Dilo de una vez. —Gruñó Darius.
—Las patrullas han detectado movimientos en los límites del bosque de Draveth. Maniobras evasivas, señales de camuflaje, desapariciones rápidas. No parecen bandidos. Creemos que Demacia está tanteando el terreno… o preparando algo más grande. Sospechamos infiltración.
Mel desmontó con la misma elegancia con la que una reina baja de su trono, no de su caballo. Caminó directamente hacia una mesa de mapas improvisada sobre un barril volteado, sin esperar presentación alguna.
—¿Tienen rutas registradas? —Preguntó, con voz afilada.
Malkor dudó apenas. Darius no dijo nada, pero alzó una ceja. Suficiente. El teniente tragó saliva y desplegó un mapa arrugado, manchado de barro y aceite.
Mel lo analizó con la frialdad de un cirujano en la antesala de un corte.
—Aquí. —Señaló sin dudar. —Este flanco está débil. Si yo fuera una capitana demaciana, enviaría escuadrones ligeros bordeando esta elevación. Es una vena abierta, esperando infección.
—Pensamos lo mismo. —Admitió Malkor. —Pero no tenemos suficientes hombres para cubrir todos los accesos.
—Entonces hagan que parezca que sí. —Interrumpió Darius. —Refuercen el lado opuesto con antorchas, movimiento, ruido. Que crean que tenemos ojos donde no los hay y manden exploradores. Si hay espías demacianos… quiero sus lenguas antes del amanecer.
Mel ladeó la cabeza. En sus ojos no había orgullo, ni satisfacción, había adrenalina pura. El placer feroz de mover piezas vivas sobre un tablero de guerra.
—También podrían usar espejos curvos en las colinas. —Añadió. —Reflejarían la luz durante la noche y parecerían señales codificadas. Confusión de alto nivel, bajo costo.
Darius la miró un segundo, todos los presentes entendieron. Él la respetaba, incluso allí, donde nadie más lo hacía.
—Hazlo. Toma lo que necesites.
Lo que quedaba de día se volvió un zumbido de órdenes gritadas, escuadrones reconfigurados y cuervos que surcaban el cielo con mensajes en las patas. Y en medio de ese caos organizado, Mel caminaba por el campamento como si ya fuera suyo.
No con arrogancia, con certeza. Algunos soldados la miraban de reojo, unos con curiosidad, otros con burla contenida. Uno se atrevió a soltar un comentario al pasar, pero no alcanzó a terminar la frase.
Darius lo escuchó y sin perder el paso, sin siquiera mirar directamente, le rompió la mandíbula con una sola mano.
—Aquí, nadie toca lo que yo respeto. —Dijo con la naturalidad de quien se quita el polvo del hombro.
Nadie protestó, nadie nunca protestaba cuando el general hablaba.
Mel no agradeció. Solo lo miró de reojo con una mezcla de… reconocimiento y satisfacción, o tal vez ternura, o todo lo anterior disfrazado de silencio.
Al caer la noche, el mapa estaba trazado. Las decisiones tomadas. El puesto de avanzada, listo, o al menos más listo que al amanecer, para enfrentar el asalto que se intuía en el aire.
Y aun así, la tensión seguía ahí, suspendida, invisible, como humo que no se ve pero se respira. Algo se avecinaba. Ninguno lo nombraba. Pero ambos lo sentían.
—Quiero mostrarte algo más. —Dijo Darius, acercándose a Mel. Su voz, más baja que de costumbre.
—¿No hemos tenido suficiente espectáculo bélico por hoy?
—Esto no está en los mapas.
Ella no respondió, solo lo siguió.
La colina que eligió no aparecía en ningún plano. Ni siquiera en los bocetos sucios que los exploradores compartían en tabernas. Era un montículo solitario, erosionado por el tiempo, con raíces que emergían como dedos muertos y una vista sesgada del bosque de Draveth: ese nudo de árboles donde hasta el viento parecía moverse en formación.
Mel caminaba en silencio. Solo el crujido de sus botas sobre la maleza seca rompía el aire, junto al susurro constante del viento entre las ramas.
No había guardias, no había linternas. Solo dos figuras, cruzando el umbral de algo que no sabían si era historia… o advertencia.
—Aquí cayeron veintiséis hombres. —Dijo Darius al llegar a lo alto. —Hace seis meses. Tardamos cuatro días en recuperar los cuerpos, tres más en vengarlos. El pasto… nunca volvió a crecer.
Mel bajó la mirada. La tierra estaba resquebrajada, como si hubiera sido mordida por la guerra y escupida de vuelta. No había flores, ni cruces.
Solo piedras y pequeños huesos dispersos como secretos.
—¿Por qué me trajiste?
Darius no respondió al tiro, se limitó a observar el horizonte. Sólido, imponente, pero algo en su sombra se quebraba.
—Porque a veces… la estrategia necesita recordar por qué vale la pena mancharse. —Murmuró, como si hablara más consigo mismo que con ella.
Mel inhaló hondo. El aire estaba quieto, demasiado, como si incluso el viento contuviera la respiración.
Avanzó un paso. Darius, de espaldas, seguía mirando el horizonte. Sólido e inmóvil. Ella alzó la mano, despacio, como si fuera a tocarle el hombro solo para anclarlo, decirle algo, tal vez algo que no quería decir con palabras.
—Darius… —Susurró.
Sus dedos estaban a punto de rozarlo cuando lo sintió. No fue un pensamiento. No fue una deducción. Fue una sacudida brutal en el centro de su pecho, como si el mundo parpadeara.
El viento giró, la presión del aire cambió y una energía invisible le heló la piel. Sus pupilas se dilataron.
Una fracción de segundo después, una flecha cortó el aire con un zumbido agudo, venenoso. Como si una serpiente hubiese sido disparada desde la garganta del bosque.
Darius giró, desenvainó y la empujó al suelo en un solo movimiento. La primera andanada cayó sobre ellos como una maldición.
Rodaron entre raíces, piedras y polvo seco. El barro se pegó a su piel, la sangre también. No sabían de quién era, solo sabían que estaban vivos. Por ahora.
—¡Demacianos! —Bramó Darius, alzándose con su hacha en mano como un dios maldito dispuesto a cobrar venganza.
Siete figuras encapuchadas emergieron del bosque, sombras con propósito, no vinieron a capturar. Vinieron a cortar cabezas.
Mel se incorporó a duras penas, sacudiendo el lodo del rostro con la dignidad de una emperatriz cubierta de tierra. Su abrigo colgaba en jirones, y debajo de la tela rota, su piel empezaba a brillar.
Un atacante se lanzó directo hacia ella, espada corta en mano, los ojos llenos de intención asesina.
Darius lo vio venir, rugió, se interpuso en el último segundo. Su hacha bajó como un juicio de hierro y carne. El filo enemigo se detuvo contra el suyo con un estallido seco y un segundo después, el cuerpo cayó a sus pies, con el cuello abierto y la intención muerta en los ojos.
—¡Sigue cubriéndote! —Bramó, sin mirarla. —¡No te distraigas!
Pero el segundo atacante ya venía. Mel lo percibió antes de verlo, no con los ojos, con la piel. Un cambio en el aire, en la presión, en la intención.
Darius giró, pero no lo suficientemente rápido, el filo descendía, directo a su pecho.
Mel no dudó, no fue instinto. Fue cálculo, precisión y dominio. Alzó la mano y lo desintegró. Un destello dorado brotó de su palma, caliente y controlado como una orden ejecutada. La onda de energía lo atravesó todo. El atacante voló como si una fuerza divina le hubiera arrancado el alma de un latigazo.
Crack.
Se estrelló contra un árbol y no se levantó.
Darius se detuvo y la miró sorprendido por un segundo, lo suficiente para que otra hoja se colara entre costillas y le abriera un tajo en el costado.
—¡Concéntrate! —Rugió Mel, y su voz resonó con una vibración extraña. Como si hablara desde más de un lugar a la vez.
Y su voz se quebró en el aire como un trueno contenido, resonando con una vibración que no era humana. Como si hablara con una lengua que el mundo apenas recordaba. La magia no se le escapaba, se desplegaba. Ya no era teoría, era arma, furia, foco, filo.
El campo había cambiado. Donde antes había hojas y sombras, ahora brillaban destellos, marcas de luz caliente talladas a golpes sobre la oscuridad.
Otro atacante intentó sorprender a Darius por la espalda.
Levantó la mano sin esfuerzo, un rayo curvo, como una lanza forjada en el primer amanecer del mundo, salió disparado desde su mano. Le atravesó el pecho. Darius jadeaba, media cara ensangrentada y aun así, sonrió.
—¿Qué mierda fue eso?
—Magia. —Respondió Mel, con el labio partido y los ojos ardiendo como soles. —¿Te asusta?
—No. Me hace replantear quién diablos eres.
Y volvió a la carga, quedaban cuatro. Dos cayeron sin gloria, el tercero retrocedió y Darius no tuvo piedad, pero el más joven, el que aún no conocía el miedo, corrió directo hacia Mel como un fanático con un solo propósito: morir con gloria.
Ella no se movió, el muchacho alzó su espada, gritando. Iba a clavarla en su pecho. Mel murmuró algo en una lengua que nadie había escuchado en siglos.
Un círculo de runas doradas giró a su alrededor como un halo invertido. La espada se detuvo en el aire, flotando.
El chico cayó de rodillas, llorando, no por dolor, sino que por juicio, como si la luz misma estuviera pesando su alma.
Darius llegó detrás y lo remató sin pestañear con su hacha. Ni uno más.
El silencio se derramó sobre el campo como un velo espeso. Solo quedaban los jadeos entrecortados, el zumbido invisible del pulso aún acelerado, y el olor metálico de la sangre caliente impregnando la tierra rota.
Mel seguía en pie. La tela de su ropa colgaba en retazos abiertos, el maquillaje desdibujado sobre la piel sudorosa, y el pecho alzándose con cada bocanada como si hubiera regresado de un abismo donde el miedo no grita, solo observa.
Y sin embargo… invicta.
Darius la miró. Esta vez, sin filtros, sin escudos, como quien finalmente acepta que hay belleza también en el peligro.
—No sabía que… tú… —Empezó Darius, con la respiración rota.
Mel no lo miró. Seguía observando el campo, como si el fuego que aún flotaba en el aire le susurrara secretos.
—Sí sabías. —Dijo con calma. —Pero admitirlo habría cambiado demasiado el juego y tú no das ese tipo de ventaja.
Darius no respondió, pero tampoco lo negó.
El silencio se hizo presente.
Se miraron, no como aliados, no como estrategas. Como dos criaturas que acababan de cruzar una línea que ya no tenía regreso, una puerta abierta… que nadie podrá volver a cerrar.
—Me debes una explicación. —Gruñó él.
—Te la daré. —Respondió. —Pero primero, prométeme algo.
—Lo que quieras.
—Nunca vuelvas a subestimarme.
Darius sangraba por tres partes del cuerpo, pero esa sonrisa… Esa sonrisa era de acero y reconocimiento.
—Hecho.
Y juntos regresaron al campamento. La tierra se abría bajo sus pasos, aún tibia por el roce reciente del combate. El aire, espeso y saturado, parecía guardar el eco de cada golpe, cada grito apagado.
Avanzaban entre árboles maltrechos, raíces abiertas como bocas sin lengua, rastros de movimiento reciente que no pertenecían ya a ningún enemigo. Solo huellas de lo que habían sido hace minutos: blanco, destino, furia. Las hojas crujían bajo sus botas, secas por la estación o por el abandono. No había cuerpos humeantes ni brasas, pero todo olía a límite. A carne exigida. A magia usada sin permiso.
El puesto de avanzada emergió entre la bruma, bajo un cielo cargado de nubes moradas. El humo de las fogatas seguía suspendido en el aire, colándose en los poros como una advertencia que no termina de disiparse.
Caminaban cubiertos de sangre ajena, no como sobrevivientes, sino como presagios.
Cuando cruzaron el umbral del campamento, los soldados se detuvieron. No hablaron, ni preguntaron. Solo miraron. El silencio que los recibió no era de respeto, era de miedo.
Mel caminaba erguida, con una herida abierta en el hombro y la piel salpicada de sangre seca. Ya no había luz danzando a su alrededor, pero el eco de su poder aún parecía recorrerle la columna. Sus pasos eran firmes. Su silencio, más pesado que el del campo entero.
Darius, a su lado, tenía la ceja rota, un tajo en las costillas y el rostro endurecido. No solo por el dolor…Por algo que se parecía demasiado a fascinación o deseo, apenas contenido.
Los soldados se apartaban sin hablar, como si verlos de cerca quemara.
Malkor se les cruzó en el camino, pálido, con un trapo inútil en la mano.
—¿Qué pasó?
—Emboscada. —Dijo Darius, sin detenerse. —Siete. Ahora son cero.
Malkor tragó saliva y no volvió a preguntar.
Los guiaron a una tienda vacía, al fondo del campamento. Un espacio improvisado para oficiales superiores, aunque el olor a cuero sudado, yeso seco y vino barato no lo hacía sentir menos precario.
La tienda estaba apenas iluminada. Una camilla, un banco rústico y un cubo de agua tibia que todavía humeaba en el rincón. El silencio adentro no era descanso, era el eco contenido de todo lo que no se había dicho afuera.
Mel se mantuvo de pie, erguida, como si el cansancio aún no tuviera permiso. Se quitó los guantes con lentitud, uno por uno, dejándolos caer al suelo como si no los necesitara más. Luego alargó la mano, tomó un pañuelo limpio del banco, lo sumergió en el cubo con un gesto preciso y lo escurrió con fuerza. El agua resbaló entre sus dedos, arrastrando tierra, sangre y todo lo que su piel cargaba.
Se pasó el paño por el hombro izquierdo, donde la herida aún latía con el zumbido apagado de la magia que ya no brillaba, pero tampoco se marchaba del todo. El gesto fue rápido, sin dramatismo. Solo limpieza y control.
—Quita la camisa. —Ordenó entonces, sin levantar la voz ni mirarlo.
Darius parpadeó. No se movió, se quedó de pie, como si la orden hubiera rebotado en él.
—¿Perdón?
—No tengo ganas de repetirlo, general. —Mel apretó el paño entre los dedos, lo volvió a mojar. —No quiero que te mueras desangrado justo ahora que empiezo a respetarte.
Darius la miró como si intentara leer entre líneas, pero no encontró burla. Solo una orden envuelta en cuidado… o en algo parecido.
Soltó una carcajada breve, áspera, como si le raspara la garganta desde la emboscada. Luego suspiró y llevó las manos a la coraza. No con apuro, sino con ese cuidado instintivo de quien sabe que cada hebilla guarda una historia. Fue desabrochando una a una, aflojando el metal como si se quitara una piel endurecida por demasiadas batallas.
La armadura cayó al suelo con un estruendo pesado, haciendo temblar la lona bajo sus pies. Un eco seco, casi brutal, que llenó la tienda por un segundo.
Después vino la camisa. Rasgada, empapada, con manchas secas que ya no distinguían entre su sangre y la de otros. La apartó de su torso como si arrancara lo último que lo protegía de sí mismo.
Se sentó en el banco, el cuerpo tenso, la respiración aún desordenada. Los músculos marcados como si cada fibra fuera una cicatriz sostenida. Moretones, cortes, el tajo fresco en las costillas.
Mel se acercó. Paño en mano. No dijo nada al principio. Solo apoyó la tela húmeda sobre la herida más larga, limpiando con movimientos firmes. Sin piedad, pero sin crueldad.
—Pareces una leyenda a medio escribir. —Murmuró.
Luego bajó un poco más la mirada, por las líneas que bajaban desde el cuello hasta el abdomen.
—Y al mismo tiempo… solo un hombre.
Darius giró el rostro, no para evitarla, sino para observarla mejor.
—¿Eso te decepciona?
Mel dejó que el silencio flotara un segundo. Después, con el paño aún en la mano, lo miró con calma quirúrgica.
—Si me decepcionaras… no estaría aquí limpiándote la sangre.
Y siguió limpiando, sin pausa, como si cada trazo sobre su piel no solo quitara sangre, sino también lo que el acero no pudo arrancar. Como si, entre los pliegues de esa herida, estuviera escribiendo algo que no necesitaba testigos.
Apoyó el paño sobre la carne abierta. Darius no dijo nada. Solo tensó la mandíbula, los músculos firmes bajo la presión, como si el dolor fuera solo otro viejo conocido que no merecía reacción.
—Deberías aprender a cubrir mejor el flanco izquierdo. —Murmuró Mel, sin levantar la vista.
—Y tú, a dejar de brillar como un maldito faro en medio del caos. —Respondió él, con la voz ronca, pero sin rabia. —Terminas atrayendo cuchillas.
—¿Te asusta eso?
—No. Me jode que empieces a importarme.
El silencio que siguió no se llenó con nada. Solo con el ritmo contenido de su respiración. Mel bajó la mirada, no por duda, sino por foco. Sus manos se movían con esa precisión clínica que no permite titubeos. Humedecía el paño, limpiaba, pasaba con cuidado alrededor del tajo, como si conociera cada línea de ese cuerpo desde antes de tocarlo.
Pero en algún punto, sin saber cuándo, dejó de ser una limpieza.
El paño se volvió más lento, la piel, más consciente. La respiración de Darius le rozaba la clavícula, templada y cercana. Y sin mirarse, supieron que lo que ocurría ya no pertenecía a la guerra. Era otra clase de combate y ninguno pensaba rendirse.
Cuando Mel levantó la vista, lo encontró a centímetros. Los ojos de Darius ya no buscaban daño, ni estrategia. Buscaban piel, verdad y rendición.
Él deslizó los dedos sobre los suyos, le quitó el paño con suavidad y lo dejó caer al suelo, húmedo y rojo. Luego, sin decir palabra, llevó una mano al corsé de ella, y lo desató con la misma concentración con la que afilaría un arma antes de la guerra.
Mel no se movió, lo dejó hacer y deshacer.
Él la observaba mientras la desnudaba. Despacio. Con la concentración de quien desarma una reliquia herida. La tela cedió, dejando al descubierto la curva de sus clavículas, el relieve de los pechos aún marcados por el pulso del combate… y el hombro izquierdo, enrojecido, abierto, como si la magia aún respirara bajo la piel.
Su cuerpo estaba salpicado de barro, de sangre seca, de destellos que alguna vez fueron luz. Pero para él, era una obra intacta. No perfecta por ausencia de daño… sino porque lo había sobrevivido todo.
—Eres arte hecho arma. —Murmuró, con la voz áspera de quien no busca metáforas, sino verdades.
Mel lo atrajo con una mano a la nuca y lo besó. Lento. Profundo. Como si su boca supiera el camino exacto hacia el silencio. No fue pasión desbordada, fue un gesto de control íntimo, como cerrar una puerta al caos exterior solo con los labios.
Y antes de que Darius pudiera reaccionar, fue ella quien descendió.
Se separó apenas, el aliento aún suspendido entre ellos, y descendió por su cuello a besos lentos, medidos, como si cada uno contara una historia que solo ella sabía leer. Su lengua recorrió la piel marcada, deteniéndose en las cicatrices antiguas, rozándolas no para suavizarlas, sino para recordarlas. Cuando llegó al tajo fresco entre sus costillas, no se apartó. Lo bordeó con los labios, sin miedo, sin prisa, como quien reconoce la herida… y la reclama también suya.
El cuerpo de Darius no retrocedió. Se tensó, sí, por el dolor. Pero no por rechazo. Por la certeza brutal de estar siendo sostenido, no vencido.
Cuando sus dedos llegaron al cinturón, Mel no titubeó. Lo desabrochó con un solo movimiento seco, directo. La hebilla soltó un chasquido metálico que cortó el silencio con la nitidez de una orden cumplida. Bajó el cierre con lentitud quirúrgica, no por duda, sino por dominio. Entonces metió la mano entre la tela y, sin apuro, liberó su erección: dura, caliente, pulsando con una tensión contenida que parecía latir con cada respiración.
Darius estaba sentado, el torso aún inclinado hacia atrás, el cuerpo abierto en una mezcla de herida y espera. La herida en sus costillas seguía sangrando, lento, como un reloj de carne. Pero él no se movía. No por debilidad. Porque ya no quería controlar nada.
Mel se inclinó sobre él, los labios entreabiertos, el pulso constante. Al principio fue solo un roce, suave, un beso tibio en la punta, como si marcara el inicio de algo inevitable. Luego, lo tomó completo, con un movimiento envolvente, húmedo y certero, hasta hacerlo temblar.
El gruñido de Darius no fue una respuesta: fue una rendición. Una grieta abierta por dentro, el sonido de quien lleva demasiado tiempo guardando todo.
Mel se acomodó entre sus piernas, de rodillas sobre la lona áspera, el cuerpo erguido con la elegancia intacta de quien jamás se arrodilla… solo elige cuándo hacerlo. La herida en su hombro seguía sangrando en silencio, ignorada. No por descuido, sino por decisión. En ese momento, ella solo tenía un objetivo.
La boca de Mel comenzó a moverse con un ritmo que no pedía permiso, que no suplicaba nada. Bajaba lenta, precisa, tomándolo con una firmeza húmeda que bordeaba lo ritual. Subía con igual cadencia, dejando una estela de calor que parecía cincelar su carne. Era como un oleaje domado por una marea que sabía exactamente cuándo romper.
Cada vez que descendía, lo hacía con la boca abierta en el ángulo justo, como un anillo de fuego templado en seda, cerrándose sobre él con la presión perfecta para arrancarle el juicio sin violencia, pero sin tregua. Su lengua trazaba espirales, delineaba cada pulso, cada curva, como si se tratara de un idioma que ya dominaba y no necesitaba traducir.
Darius se aferraba a los bordes del banco con los dedos tensos, los nudillos pálidos, los ojos entrecerrados, el pecho aún marcado por heridas y respiraciones descompuestas. El dolor en las costillas no se había ido, solo se había vuelto insignificante.
Mel seguía, implacable, tragándolo en un vaivén controlado, cada vez más profundo, más exacto. Giraba la lengua al final de cada embestida, como si rematara cada trazo con una firma invisible. No lo adoraba: lo reclamaba. Cada gemido contenido, cada temblor involuntario que arrancaba de su garganta, era una señal clara. Él ya no estaba al mando.
Darius gruñó. No fue un sonido humano. Fue algo más bajo, más áspero, arrancado desde donde el orgullo se vuelve necesidad. Llevó una mano al cabello de ella, no con violencia, sino con la brusquedad nacida de instinto. Sus dedos se enredaron en las hebras negras y empujaron, marcando el ritmo. No pidió. Guio. Y Mel lo permitió.
La cadera del general comenzó a moverse. Primero leve, luego más profundo, más decidido. Cada empuje era un golpe sordo, preciso, como si su cuerpo también hubiera aprendido a hablar ese idioma. Mel se dejaba llevar, los labios abiertos, la garganta ajustándose alrededor de él sin queja, como si cada centímetro que lo tragaba fuera una respuesta silenciosa a todo lo que no habían dicho.
Con la otra mano, Darius le sujetó la nuca y la atrajo con una fuerza cruda, sin frenos, como si algo dentro de él hubiera estallado. Ya no había medida. Ni tregua. Solo la urgencia de un hombre que lo había contenido todo… demasiado tiempo.
Su cadera golpeaba con una cadencia implacable, húmeda, casi salvaje. No buscaba dominarla. Quería rendirse. Hundirse en esa boca ardiente como si pudiera dejar en ella todo lo que no sabía decir.
Mel no retrocedía. Lo sostenía firme por los muslos, anclada, recibiendo cada embestida con los labios abiertos, sin pestañear. Como si su boca fuera una trinchera sagrada donde el caos encontraba refugio.
Él no gemía. Rugía. Un sonido oscuro, espeso, que le nacía en el pecho como un trueno contenido.
Y ella… lo tomaba todo. Sin romperse. Sin ceder. Su boca se curvaba con una precisión afilada, envolviéndolo en un calor húmedo y exacto, como si cada trazo de su lengua leyera los secretos tatuados bajo la piel. Bajaba sin miedo, tragando con decisión, dejando que su garganta se cerrara en cada vaivén con la presión perfecta, casi inhumana.
Darius seguía embistiendo con la fiereza de un general que lanza su último ataque. Cada golpe arrancaba una pequeña arcada, un espasmo breve que a él le ardía como fuego líquido. Pero no se detenía. No quería detenerse. Tenerla así, rendida y voraz, era más que placer. Era una forma de redención.
Y entonces, sin decir una sola palabra, con el cuerpo encendido y el juicio deshecho, Darius la alzó. La cargó con la fuerza tranquila de quien ha llevado cuerpos caídos y banderas alzadas, y la depositó sobre la camilla improvisada. La tela crujió bajo su peso, impregnada de polvo, cuero envejecido y el sudor de muchas batallas. El aire, espeso, olía a guerra… y a algo mucho más primitivo.
Mientras la besaba, sus manos descendieron por su cuerpo con la urgencia de quien por fin toca lo que lleva demasiado tiempo imaginando. Le apretó el muslo con firmeza, le mordió la base del cuello y lamió su pecho con una devoción sin dioses, pero con hambre acumulada.
Mel arqueó la espalda, los labios entreabiertos, dejando escapar un jadeo áspero que le encendió los nervios a él.
Darius la sostuvo por las caderas, fuerte, como si su tacto pudiera asegurarle que todo era real, que ese cuerpo ardiente no era una alucinación moldeada por el combate. Se inclinó, apoyando brevemente la frente sobre su vientre, respirándola. El olor de su piel, sudor, magia, sangre reseca y deseo recién nacido, lo golpeó con una fuerza que no supo contener.
Descendió, rozando su abdomen con la nariz, dejando que la barba le dibujara cosquillas eléctricas. Su aliento templado se colaba entre los pliegues, entre la tensión, entre los restos de una guerra que aún vibraba bajo la piel. La olió con la reverencia de quien se inclina ante un altar, y lo que encontró fue acero, hechizo y sal.
Mel tembló. No por frío, sino por ese calor amarrado a los huesos que solo busca romperse.
Cuando llegó entre sus muslos, lo hizo sin urgencias. Besó primero la cara interna, lento, con la lengua asomando apenas para saborear la piel húmeda. Ella se abrió un poco más, sin decir nada. No era necesario. Su cuerpo ya había dado la orden.
Darius dejó un sendero de besos entre sus labios inferiores, saboreándola con la boca entreabierta, como si cada trazo fuera una confesión. Su nariz se empapó con los jugos de ella, y el olor, el sabor, la textura… todo lo estremeció como un recuerdo de lo sagrado.
Entonces abrió bien la boca. La lengua trazó una línea ascendente, densa, desde la base hasta el clítoris, donde se detuvo con la precisión brutal de un verdugo que no mata, solo somete.
Mel jadeó ahogada. Una mano fue directo a su pecho, la otra al cabello de él. Lo sostuvo. Lo guió. Lo exigió.
Darius obedeció sin palabras. Solo con la boca, con la lengua, con la respiración agitada y los labios mojados. Cada caricia era un acto de conquista y de rendición, cada gemido que ella liberaba una ofrenda que él tomaba como quien bebe de una copa prohibida.
Pero Mel no quería solo ser adorada. Quería gobernar.
Se inclinó hacia adelante con la elegancia depredadora de una felina al acecho. Tomó el rostro de Darius entre las manos, lo alzó apenas. Sus ojos se cruzaron: en él, entrega sin condiciones; en ella, una voluntad tan firme como un decreto sellado con sangre.
—Mi turno —Susurró. La voz le temblaba de placer, pero llevaba la firmeza implacable de una emperatriz en tierra conquistada.
No esperó respuesta. Lo giró con fuerza, lo empujó hacia atrás hasta que la espalda de Darius chocó con la camilla. Cayó aun jadeando, los labios brillantes, la mirada encendida. Ya no como general, sino como espectador fascinado del poder que se erguía sobre él.
Mel lo montó con naturalidad, como si subir al trono fuera su segunda naturaleza. Se acomodó sobre su rostro con precisión quirúrgica, las piernas firmes a cada lado, envolviendo su cabeza como un anillo de fuego. No pidió permiso. No ofreció pausa. Solo descendió sobre él con una determinación que no admitía retroceso.
Y Darius… se rindió. Como solo un verdadero soldado sabe rendirse: con la lengua lista, con las manos abiertas, con el alma entera.
Su boca se activó al instante, atrapada entre los movimientos rítmicos de la cadera de Mel y los estremecimientos que ella exhalaba entre dientes. Mel no se sentaba, cabalgaba su boca con dominio absoluto, como si su respiración fuera metrónomo de un hechizo antiguo.
Su espalda se arqueaba, los ojos a veces cerrados, a veces abiertos como cuchillas encendidas. El control no era solo físico. Era simbólico y total.
Sus manos, ahora impacientes, descendieron por su abdomen hasta encontrar el centro exacto del deseo. Dos dedos se deslizaron dentro de sí con la precisión de quien se ha explorado tantas veces que ya conoce el punto exacto donde la cordura tiembla.
Y se movía. Dioses, cómo se movía. Cada vaivén era exacto, cada jadeo una declaración. La tienda entera parecía contener la respiración, como si el aire supiera que lo que ocurría ahí dentro era sagrado.
Darius la sujetaba de los muslos con ambas manos, hundiendo el rostro con hambre ciega. No buscaba sobrevivir. Buscaba perderse. Su lengua se abría paso como una espada blanda y ardiente, y Mel la recibía con gemidos que nacían del pecho y le salían rotos, húmedos, rabiosos.
—Así. —murmuró, no para él, sino para sí misma. Como quien constata que todo lo que era promesa… se está cumpliendo con creces.
El sudor le bajaba en hilos por la columna. Su magia chispeaba en el ambiente, latiendo en cada gota, en cada estremecimiento. No estallaba. Aún no. Pero los objetos a su alrededor vibraban, atentos, como si el mundo físico supiera que el clímax estaba cerca y no podía evitarlo.
Y ella, ahí arriba, con los dedos empapados, la boca entreabierta y la respiración descompuesta, era todo: diosa, reina, catástrofe.
Pero ni siquiera las diosas reinan solas para siempre.
Darius tenía aún los labios húmedos, ardientes. Su aliento era un eco ronco entre los muslos de Mel. Gruñó algo que no fue palabra, más bien un sonido visceral, nacido entre el placer y la urgencia. Le sujetó las caderas con una fuerza que no buscaba dominarla, sino afirmarse en ella… como quien se aferra al borde de un abismo.
Y entonces la alzó.
Como si el cansancio no existiera. Como si las heridas no importaran y si todo lo que había sido hasta ese momento, general, leyenda, soldado, se suspendiera en ese gesto brutalmente hermoso. La alzó con un solo movimiento y la dejó caer sobre él, con un empuje firme, sin vacilaciones.
Ambos gemidos estallaron al unísono. No fueron sonidos de conquista ni gritos de guerra. Fue rendición, compartida, intima e inevitable.
Mel se arqueó con los ojos entornados, el pecho agitado, los labios entreabiertos. Él la sostuvo por las caderas, y sin ceremonias ni advertencias, comenzó a moverla. A subirla y bajarla. A perderse en ella con el mismo ritmo que antes solo había usado para matar.
Sus manos, tan acostumbradas a blandir hachas, ahora la moldeaban, guiaban y adoraban.
Mel cabalgaba sobre él con una precisión feroz. Cada vaivén era un acto de poder compartido. El jadeo de ella era su compás. Su respiración, desordenada. El calor entre ambos, sofocante. El aire cargado de sudor, deseo, locura consentida.
Darius no apartaba la mirada. La devoraba con los ojos mientras la sentía por dentro. Cada movimiento de sus caderas era como una ola rompiendo contra su pelvis. La forma en que sus pechos se mecían, cómo su abdomen se contraía, cómo esos muslos de acero lo apretaban como si quisieran esculpirle la voluntad a mordidas… todo eso lo tenía al borde del colapso.
—Mírame. —Ordenó él, con la voz deshecha, profunda.
Ella lo hizo y en ese cruce de miradas solo hubo fuego.
Darius la hizo bajar con más fuerza, más hondo. Cada embestida era un estallido. Ella temblaba sobre él con una mezcla perfecta de furia y placer. Y él también.
El mundo podía estar cayéndose a pedazos. El campamento podía ser devorado por el infierno mismo. Pero en esa tienda improvisada, sobre esa camilla tosca… solo existían ellos.
Mel se inclinó. El cabello mojado en sudor le rozó la cara. Los pechos bajaron hasta rozar la boca de Darius. Fue todo lo que necesitó.
La atrajo por la espalda, fundiéndola contra su torso como si temiera que el mundo la arrancara de sus brazos. Y entonces descendió. Besó la clavícula con la reverencia de quien encuentra el camino a casa. Lamió el hueco entre sus pechos como si el sudor y la sangre fueran sagrados. Mordió uno de ellos, con los labios abiertos, con la lengua trazando círculos húmedos sobre la piel que aún ardía por dentro.
Mel gimió más fuerte, las uñas hundidas en la nuca de Darius como si intentara fundirse con su espina. Las líneas que trazó en su espalda ardían, rojas, abiertas, como cicatrices recién dictadas por el placer.
—Más… —Jadeó ella, temblando. —Darius… más.
Y él la escuchó. Con el cuerpo al rojo y el juicio colapsado, la tomó con ambas manos por las caderas, los dedos enterrados como grilletes, y la levantó con una facilidad brutal. La sostuvo apenas un segundo en el aire, como quien apunta una lanza... y luego la dejó caer.
La primera estocada fue un trueno contenido. El golpe seco de su pelvis contra ella arrancó un gemido sordo de sus labios. Mel abrió los ojos con un espasmo, la boca entreabierta, la respiración suspendida. Su cuerpo se tensó, pero no se rindió.
La segunda fue más profunda. Más brutal. El sonido fue húmedo, definitivo. Otra vez, los ojos de Mel se abrieron de golpe, los muslos apretaron con fuerza, el aliento se le cortó. Un casi. Un abismo que rozaron sin caer.
La tercera fue el final.
Darius la bajó con toda su fuerza, empalándola hasta que su miembro golpeó el fondo con un chasquido seco, brutal. No quedó aire, ni espacio, ni tiempo. Solo carne devorando carne. Solo un gemido ahogado y dos cuerpos tensándose como cuerdas a punto de romperse.
Mel cerró los ojos, arqueada sobre él, los labios temblando sin palabras, la boca abierta al vacío del placer. Sintió el estallido recorrerla desde adentro, la presión perfecta, la sacudida eléctrica que cruzó su vientre hasta los dedos. Se estremeció como si algo sagrado acabara de romperse.
Y Darius… Darius rugió. La espalda rígida, los músculos en tensión absoluta, la piel enrojecida y empapada de sudor. Se derramó dentro de ella con una violencia que parecía más castigo que alivio. Cada espasmo de su cuerpo era una descarga. Cada latido de su erección, una confesión brutal. La llenó hasta el límite, hasta que no quedó nada más que eso: ella, él, y el temblor sordo de haber llegado juntos al mismo infierno… y haberlo gozado.
Ambos cayeron sobre el catre como quien se desploma después de sobrevivir a una tormenta. No había gloria en sus cuerpos, solo sudor, polvo, sangre seca… y una tregua. Una paz imperfecta, temporal, pero real.
Mel quedó recostada sobre su pecho, los labios entreabiertos, la respiración aún desordenada. Sus muslos temblaban con los últimos ecos del clímax, y la magia… no se había ido. Dormía en su piel, tibia, vibrando en ondas lentas que se expandían como un suspiro encantado, como si el placer mismo pudiera ser una forma de conjuro.
Darius la rodeó. No con violencia. Con esa gravedad que solo tienen los cuerpos que ya no necesitan demostrar nada. Sus brazos no apretaban: sostenían. Como un refugio que huele a cuero, sangre… y pertenencia.
Permanecieron así, envueltos en un silencio denso, cargado de respiraciones entrecortadas. Un minuto. Tal vez dos. El mundo afuera podría estar derrumbándose, pero en esa tienda solo existía el ritmo de dos corazones que aún no decidían rendirse.
—No fue la primera vez. —Dijo Mel, sin abrir los ojos, apenas un murmullo contra su piel. —Que sentí esto… dentro de mí.
No hablaba de Darius, no exactamente. Él bajó la mirada, su mentón rozando la frente aún húmeda de ella.
—Los poderes. —Murmuró.
Mel asintió muy despacio, como si esa sola palabra bastara para abrir una compuerta sellada durante años.
—Desde niña los sentía. —Confesó, con la voz sumergida en el calor de su pecho. —Como una corriente sorda debajo de la piel… algo que se encendía en sueños o cuando el mundo hacía silencio. Pero nunca los usé de verdad… No hasta Piltover, hasta que mi madre…
Se interrumpió un segundo.
—Desde entonces… —Continuó, bajísimo. —Es como si ya no pudieran volver a esconderse.
Hubo un silencio. No nacido de la duda, sino del esfuerzo por no dejar escapar lo que ardía por salir.
—Cuando llegué a Noxus. —Continuó Mel. —Empecé a entrenar un poco con LeBlanc. No porque confíe en ella… no se puede, pero entiende estos poderes. Mejor que nadie y yo… necesitaba entenderme también.
Él respiró hondo. Luego habló con esa voz grave que usaba cuando no estaba dando órdenes, sino confesando verdades.
—No me asusta lo que llevas dentro, Medarda. Pero hay muchos... muchos que querrán usarlo. Torcerlo. Hacerte creer que es tu deber entregarlo.
Mel giró apenas la cabeza. Lo miró desde abajo, con una ceja arqueada.
—¿Y tú no?
Darius no respondió de inmediato. La pregunta quedó suspendida como una flecha a medio disparar. Luego, sin dramatismo, sin dulzura, solo con esa fuerza contenida que se le pegaba a la piel, le deslizó una mano por la espalda, firme, hasta enredar los dedos en su nuca.
—Úsalo cuando te dé la gana. No por ellos. No por mí. Por ti.
Eso fue todo. Una orden, un permiso, un escudo.
El silencio que siguió no fue incómodo. Fue denso y con bordes.
Mel cerró los ojos, apoyando la frente en su pecho.
—Eres irritantemente correcto para alguien que decapita gente por la mañana.
—Y tú demasiado lista para andar liderando en tacones.
Ambos sonrieron. No con ternura, sino con ese cansancio compartido de quienes han cruzado una línea y saben que no hay vuelta atrás. Como enemigos funcionales. Como aliados que se toleran el alma porque el cuerpo no da opción.
Mel se acomodó entre sus brazos, sin pedir permiso. Encajó sin esfuerzo, como si su lugar hubiese estado esperándola en el hueco de ese pecho curtido por la guerra.
Darius no habló, solo la atrajo un poco más, como quien blinda algo valioso sin admitirlo. Luego, sin aviso, le apoyó los labios en la frente sin ternura, solo marcándola.
—Duerme, Medarda. —Gruñó más que susurró, con la voz aún sucia de pólvora y deseo.
—Una noche más. —Replicó ella, sin abrir los ojos.
El sudor se había secado entre sus cuerpos, las cicatrices empezaban a enfriarse, y el silencio se había vuelto una armadura más. Afuera, la guerra seguía latiendo bajo la tierra. Dentro de esa tienda, sin embargo, quedaba la tregua, imperfecta, sucia, caliente, de dos cuerpos que aprendieron a sobrevivirse.
El sol aún no tocaba el horizonte, pero la tienda ardía. No por fuego. Por todo lo que había sido liberado allí dentro: jadeos, golpes sordos, fluidos, órdenes y rendiciones. El aire era espeso, saturado de sexo y polvo fronterizo. Afuera, el viento traía ese olor a tierra chamuscada que las tierras de frontera destilan como advertencia.
Mel despertó pegada a la piel de Darius. Su brazo, pesado y firme, todavía la cruzaba como un ancla sin permiso. Sus dedos estaban manchados de sangre seca y trazas de una magia que no brillaba, pero no dormía del todo. Solo esperaba, como un filo que sabe que volverá a usarse.
Darius no dormía. Tal vez no había dormido nunca. Respiraba hondo, sí, pero el ceño seguía tenso. Incluso envuelto en sombra, seguía siendo un general: un hombre que no sabe rendirse ni siquiera cuando el cuerpo pide tregua.
Mel lo observó sin hablar. Contó las cicatrices en su abdomen. Algunas las conocía con los labios. Otras, con los dedos, pero esta vez no las tocó. Esta vez, las leyó en silencio, aprendía el lenguaje que no usaba palabras.
Y entonces, el sonido.
Galope. Uno solo. A paso firme, directo. Luego el freno seco. Una voz breve, un saludo apenas audible. Después… pasos.
Darius se incorporó de inmediato. No hubo preguntas, ni sobresaltos. Se puso de pie con la misma violencia contenida con la que entraba en combate. Tomó los pantalones del suelo y se los colocó con movimientos prácticos. Medidos. Como quien sabe que la calma dura lo mismo que una exhalación.
Mel se cubrió con una manta. Sin apuro. Sin vergüenza. Pero sus ojos, ahora abiertos del todo, estaban tan afilados como su mente. Atenta y presente.
El mensajero cruzó la entrada como si pisara terreno minado. Jovencísimo. Polvo hasta en las pestañas. El uniforme mal abrochado, como si se lo hubiera puesto al galope, pero con el saludo perfecto: puño al pecho, columna recta. En la mano temblaba una carta sellada con cera roja.
—General... esto llegó hace unas horas. Sello del Alto Mando.
Darius lo miró apenas, un segundo, sin urgencia. Luego extendió la mano.
—Espera afuera. —La orden fue seca, sin necesidad de elevar el tono. Bastaba con que existiera.
El muchacho asintió de inmediato y se esfumó tras la lona, cerrando la entrada con más cuidado del que habría usado en su propia casa.
Darius rompió el sello con los dedos aún manchados de la noche anterior. Desplegó el papel y leyó. No frunció el ceño. No hizo ningún gesto. Solo los ojos cambiaron, endureciéndose como acero sumergido en agua fría.
Mel lo observaba desde el catre. La pierna colgaba por el borde, la manta arrugada en sus caderas. Respiraba tranquila… pero el pulso, bajo la piel, vibraba como una cuerda tensa.
Darius dobló la carta con una lentitud quirúrgica. No la guardó. No la destruyó. La sostuvo un instante más, como si aún le sacara filo.
—El sello es del Consejo. —Murmuró, sin levantar la voz. —Pero la letra… es de mi informante.
La miró apenas. Como quien no necesita más que un parpadeo para decirlo todo.
—Es una advertencia.
Mel no preguntó cómo lo sabía. Darius olía las traiciones antes de que sangraran. Leía entre líneas como si las letras fueran marcas de una espada.
—¿Y qué dice?
—Que algo se mueve en Piltover. —Gruñó, cerrando la mandíbula como si se tragara una blasfemia. —Grande. Silencioso. En tres semanas. Y que si queremos seguir respirando… mejor mantener las manos fuera.
Mel se incorporó sin apuro. La manta resbaló por su espalda desnuda, pero ni se inmutó.
—¿“Mantenerse al margen”? —Repitió con una media sonrisa que no llegó a los ojos. —¿De Piltover?
Darius giró la carta entre los dedos como si pudiera estrangularla.
—No son mis palabras. El informante fue claro: si Piltover cae, que caiga sola. Sin manos externas. Sin testigos.
Mel soltó una risa breve, seca, como un chasquido de látigo.
—Cobarde. Típico. Noxus ve una ciudad vulnerable y cree que el humo puede barrerse bajo la alfombra.
Darius no respondió de inmediato. La miró de costado, como si calculara el punto exacto entre diplomacia y verdad.
—No me importa Piltover.
Mel lo fulminó con la mirada, pero él no se detuvo ahí. Dio un paso más cerca. Su voz bajó, grave.
—Pero tú sí.
Ella parpadeó. No suavizó el gesto, pero algo en su respiración se alteró.
—Darius…
—No pienso mirar desde la sombra cómo se llevan lo que es tuyo —Interrumpió él, sin perder firmeza. —Porque puede que Piltover no me pertenezca… pero tú sí, y yo no comparto.
Mel sostuvo su mirada. El pulso le vibraba bajo la piel.
—Entonces que lo intenten. —susurró Mel, la voz afilada como su mirada— Pero antes de que Piltover arda… haré cenizas a cada uno de los que sueñen con verla caer.
—No lo haremos solos. —Gruñó Darius, con una determinación que sonaba a estrategia y a promesa.
—¿Tienes soldados?
—Suficientes para convertir una advertencia en catástrofe.
—¿Y tiempo?
—No el ideal, pero el necesario para hacer historia.
—¿Y yo? —Preguntó ella, sin bajar la voz
Darius la miró como quien reconoce el arma más poderosa del campo.
—Tú das la orden. Yo la vuelvo realidad.
Afuera, el mensajero tosió. Una señal mínima, pero cargada de incomodidad. Seguía en posición, justo donde se le había ordenado, como si moverse fuera peligroso.
Darius exhaló con lentitud. Se acercó a la mesa del rincón, una superficie apenas estable, cubierta de mapas arrugados y herramientas de campaña. Con la precisión de quien ha dictado sentencias más veces de las que ha dormido en paz, desenrolló un pliego en blanco. Tomó una pluma de metal, vieja, con el mango abollado y la punta afilada como su juicio.
Escribió sin dudar. Unas líneas. Breves. Cortantes. Cada palabra era un filo. Cada pausa, un golpe.
Desde el catre, Mel lo observaba. Sentada, con la espalda desnuda expuesta al aire frío de la tienda y una pierna cruzada con descuido, como si el poder también se ejerciera desde la postura. Su mirada, afilada, no descansaba. No era solo deseo lo que la impulsaba… era estrategia. Estudiaba a Darius mientras escribía como quien evalúa un mapa en movimiento, calculando cuánto del mundo necesitará arrasar… y cuánto valdrá la pena reconstruir después.
Darius selló la carta con cera negra, el emblema marcado con firmeza. Tomó aire, como si el peso del mensaje recién escrito mereciera un instante de contención.
Y entonces, sin girarse:
—¡Mensajero!
El joven entró al instante, aún con la rigidez del que ha visto más de lo que entiende.
Darius le entregó el sobre.
—Entrégala a la misma persona que te envió la otra carta. —Ordenó Darius, sin levantar la voz. —Sin nombres. Sin preguntas. Solo entrega esto… y dile que el Bastión Negro responde.
El mensajero dudó. Por un segundo.
—¿Y si preguntan…?
—Di que es por “la grieta”. Eso bastará.
El joven asintió, tragó saliva y salió disparado como si el papel ardiera en sus manos.
Darius se giró hacia Mel. No dijo nada al principio, solo caminó hasta ella, le tomó el rostro con esa brutalidad medida que a veces usaba como forma de afecto. Sus dedos recorrían su piel como quien traza un juramento sobre carne viva.
Sus ojos se encontraron. Nada se dijo aún, pero todo estaba ahí. En la tensión y el calor que no venía del cuerpo, sino del momento.
Mel fue la primera en romper el silencio, con una voz grave, como si cada palabra estuviera afilada desde adentro.
—Esta decisión lo cambia todo. No hay regreso después de esto, Darius. ¿Estás listo?
Él no parpadeó.
—Vamos a Piltover. Si esto se convierte en cenizas… no lo miraremos desde la cima. Bajaremos con la espada desenvainada y las botas llenas de barro.
Ella lo observó y lo creyó. Porque lo que ardía en su voz no era impulso, era convicción y furia canalizada.
Mel acercó el rostro, su aliento a centímetros del de él. La sonrisa que siguió no tenía dulzura, tenía dientes.
—No sobrevivamos, general. Bailemos entre las cenizas de quienes pensaron que podían vencernos.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, como brasas que tardan en apagarse. Afuera, el viento soplaba con un silencio raro, el tipo de silencio que precede a la tormenta… o la acompaña en secreto.
Darius no respondió. El crujido de su puño cerrándose fue respuesta suficiente.
Y mientras en esa tienda el destino tomaba forma entre piel, acero y alianzas no escritas, en otro rincón de Noxus, uno donde los mapas no entraban, donde ni siquiera el eco se atrevía a volver, las sombras se reunían.
Donde las paredes no tenían nombre… y la oscuridad obedecía órdenes en susurros.
LeBlanc observaba en las sombras proyectadas sobre la piedra húmeda, donde los momentos robados se dibujaban como tinta viva, extendiéndose en hilos negros sobre un lienzo que respiraba.
Allí estaba Caitlyn Kiramman. No entera. No nítida. Pero suficiente. Un golpe de puño, un giro de torso, un destello helado en el ojo izquierdo: el Hextech. Su poder artificial.
LeBlanc entrecerró los ojos.
El contorno de Caitlyn vibró, se tensó. Y entonces, por un segundo, uno solo, breve, violento como un parpadeo maldito, Caitlyn se giró. Su mirada, afilada como un bisturí, perforó la ilusión, la vio y la intuyó, como se intuye una presencia en medio del bosque cuando los pájaros callan.
Las sombras se retorcieron. Las líneas de tinta comenzaron a desgarrarse, como si la piedra rechazara ser testigo. El muro escupió la escena. Las luces se apagaron sin fuego. Caitlyn se desvaneció.
LeBlanc no se movió. Solo el leve ascenso de su pecho delató el temblor bajo la piel.
—Vaya, vaya… qué mujer tan imprudente. —Susurró LeBlanc, acariciando con las yemas la piedra aún tibia, como si pudiera exprimirle respuestas.
Pero la imagen no regresó. La conexión había sido rota. No deshecha… sellada. Desde el otro lado y eso sí que no era común.
—O… peligrosa. —La voz de Vladimir surgió como un soplo húmedo desde las sombras, tan familiar como insoportable. —Ese ojo no es norma. Hay algo en ella que muerde… y sabe dónde clavar los dientes.
LeBlanc no lo miró. Seguía observando la piedra, como si esperara que algo más surgiera de entre las vetas ennegrecidas.
—Quizás lo sea o quizás… —Deslizó los dedos en el aire, como si tocara un velo invisible. —Sea justo lo que necesitamos.
Un nuevo trazo se dibujó sobre el muro. Lento. Inevitable. No era una figura humana. Era una sombra que caminaba como torre y respiraba como catacumba. El yelmo devoraba la luz. La armadura no la portaba: la arrastraba. Hierro fundido con odio. Acero cincelado por el olvido.
Ambos lo miraron en silencio y por un instante, algo en el aire, en la piedra, en el mismo tiempo… se encogió, como si el mundo intuyera quién estaba por despertar.