ID de la obra: 657

El llamado del sol negro

Mezcla
NC-17
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planificada Mini, escritos 1.064 páginas, 490.148 palabras, 63 capítulos
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Ya no hay luz en el faro

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Ekko seguía de pie. Con la capucha caída hasta los hombros, las manos vacías, y los dedos marcados por el contorno de la caja metálica que había sostenido demasiado fuerte, durante demasiado tiempo. Había entregado su parte, su fragmento de milagro. Y luego, cuando el milagro se volvió amenaza, tuvo que volver a actuar. El cuerpo de Caitlyn había reaccionado con violencia. El Shimmer que él mismo había sintetizado, esa mezcla forzada, inestable e impura, había recorrido sus venas como un veneno desesperado. La vio convulsionar, la escuchó ahogarse con su propio aliento, y entonces Tobias gritó su nombre. Ekko tembló, pero respondió. Rebuscó en su mochila, sacó el tubo con el estabilizador, lo pasó con los nudillos blancos por la presión. Tobias lo conectó sin miramientos y después de unos segundos que parecieron horas, el monitor volvió a marcar algo parecido a la vida. Desde entonces, Ekko no se movió. No se atrevió a volver a sentarse ni a decir palabra. Porque marcharse ahora habría sido admitir que ni siquiera el antídoto alcanzaba para borrar el daño. Quedarse, aunque nadie se lo pidiera, era lo único que podía ofrecer sin estorbar. Caitlyn no despertaba, su respiración mecánica llenaba el cuarto como una súplica programada. Vi no se despegaba de su lado. Sarah observaba desde su silla, con la espalda recta y la expresión suspendida en la mitad exacta entre la alarma y la resignación. Y él... él solo respiraba, como si eso aún hiciera alguna diferencia. El Shimmer seguía en ella, contenido, sí, pero no vencido. Latía como un secreto tóxico, una pregunta sin respuesta en la sangre de alguien que no podía darla. La tensión se había asentado en el aire como neblina. No se rompía, ni se elevaba, solo estaba ahí, acumulándose en las paredes, pegándose a la ropa, oxidando los pensamientos. Hasta que algo cambió. Una vibración, sutil pero inconfundible, como si el edificio entero contuviera el aliento y el aire recordara de pronto a quién solía temerle. La escuchó antes que verla. Ese golpe inconfundible en el suelo, rápido y sin culpa, como si el mundo le debiera explicaciones y ella viniera a cobrarlas. Jinx. Ekko no alzó la vista, ni siquiera giró. La capucha apenas le rozaba la nuca, pero no hacía falta ver. Bastaba con ese tono de voz, con ese timbre quebrado entre la urgencia y el sarcasmo. Bastaba con recordar cómo sonaba el mundo cuando ella hablaba y uno aún tenía esperanzas. Las frases que dijo flotaban distorsionadas en el aire, como si alguien las repitiera bajo el agua. Algo de una solución, de Jayce, de un plan. De posibilidades que llegaban tarde, pero querían parecer promesas. Ekko no pudo conectar nada, no podía pensar en eso ahora. Su mente seguía atrapada en el instante en que Caitlyn se arqueó, en el latido frenético de ese monitor, en el tubo de vidrio que había sostenido como si su vida dependiera de ello... y en cierto modo, sí lo hacía. Jinx seguía hablando y Vi respondía, una línea tras otra, en una conversación que parecía ocurrir al fondo de un túnel. Las voces entraban en su cabeza como rayas blancas sobre una cinta magnética dañada. Interferencias y fragmentos. Hasta que un silencio más denso que los anteriores le hizo notar que ella ya no estaba en el centro de la escena. Fue entonces que giró la cabeza intentando mirar de reojo un recuerdo que no quiere enfrentar. Y ahí estaba, la silueta de Jinx alejándose por la misma puerta por la que había entrado. El paso firme, la capucha flotando detrás de ella. Sus manos, sucias como siempre, temblaban apenas, como si no supieran si estaban huyendo o volviendo a empezar. Ekko no lo pensó, solo caminó. Un paso, luego otro y otro más, hacia el umbral por donde ella acababa de desaparecer. No la quiso alcanzarla, solo miró el hueco que había dejado, ese espacio aún cargado de ella, como si pudiera descifrar lo que acababa de pasar mirando el aire. Sus labios se entreabrieron, pero no salió sonido. Su pecho subía y bajaba como si intentara quedarse ahí, en ese momento, un segundo más. Había sido como un fantasma en forma de recuerdo, y sí, lo había pensado, durante semanas, incluso meses que la muerte se la había llevado, pero ahí estaba ella, viva, entera y tan real que dolía Al día siguiente, Vi casi lo reta. No con gritos, ni con rabia, pero con esa mirada que no dejaba espacio para excusas del tipo “No es momento para eso” Y tenía razón, ekko lo sabía. Lo sabía mientras hablaban miraba a Caitlyn conectada a tubos, sostenida apenas por líneas de datos y esperanza técnica. Pero el dolor no entiende de momentos, no espera turnos. Se cuela donde puede. Por eso, aunque asintió con la cabeza y le dio la razón a Vi, aunque cerró la boca y se tragó sus preguntas…seguía sin entender cómo fue posible que Jinx pasara por su lado sin frenar. Ni una palabra.Ni una duda.Ni siquiera una jodida mirada. Había sido como desaparecer frente a sus ojos. Como si todo lo que fueron o no llegaron a ser… ya no calificara ni de recuerdo, ni como sombra. Pero en cuanto supo que Caitlyn había salido de la operación con vida, Ekko hizo lo único que sabía hacer bien cuando el corazón se le llenaba de grietas:Volver a desaparecer en las calles. Volver a ser un Firelight. Al día siguiente, Zaun respiraba como solo lo hacía en la madrugada: con crudeza. Sin luces de neón que fingieran alegría, sin vendedores escupiendo ofertas imposibles, sin música en altavoces colgados con alambre y amenaza. Solo quedaban los sonidos reales, el lamento oxidado de las cañerías que nunca habían sido nuevas, el chillido filoso de ratas peleando sobre cables desnudos, y ese eco lejano, siempre el mismo, de algo que se rompe… y nadie, nunca, pregunta qué fue. Ekko corría, no por deporte, por necesidad, corría porque detenerse dolía más. El chillido familiar de los aerodeslizadores rompió el aire como un aullido de guerra. Los Firelights descendieron en picada desde las alturas, tres de ellos, cada uno con sus máscaras iluminadas y sus placas hexagonales vibrando al rojo. Chispas azules se desprendían de los propulsores traseros mientras maniobraban entre chimeneas y tuberías con una fluidez casi animal. —¡Fuego a las cuatro! —Gritó Zavi por el comunicador, su voz vibrando en los oídos como un relámpago contenido. Ekko ya estaba girando sobre sí mismo, impulsado por un tubo de escape humeante, cruzando una pasarela oxidada a toda velocidad. Cayó sobre una cornisa estrecha con la precisión de un funámbulo entrenado por el caos. Desde ahí, lanzó una bengala azul hacia la humareda que ascendía como una amenaza viva. Otro laboratorio clandestino, otro maldito nido de imbéciles que creían que podían jugar a ser dioses, mezclando residuos industriales con aceleradores sin licencia. Ya no era Shimmer, ese veneno se había desvanecido de las calles, como un mal recuerdo que aún dejaba cicatrices, pero lo que ahora fabricaban era casi lo mismo: más barato, más adictivo, aunque menos destructivo. Ekko aterrizó entre el humo, el cuerpo tenso, el bate en alto. Alrededor, los Firelights sellaban ductos con gel antirreacción, activaban sellos magnéticos y empujaban a los habitantes cercanos fuera del radio de explosión. —¡Cuidado, dispersión de amonio! —Gritó Kael, mientras una nube naranja brotaba de una fisura en el piso. Ekko corrió por una viga quebrada, esquivó una explosión química que quemó el aire con un zumbido eléctrico, y se lanzó de una cornisa al nivel inferior, donde vio a uno de los responsables intentando escapar por una pasarela lateral. —¡Tú! —Gruñó Ekko, cayendo con ambos pies sobre el tipo, derribándolo de lleno contra una pared desconchada. La máscara del hombre cayó con el impacto. Tenía los ojos rojos de miedo, la respiración desbocada. Ekko lo alzó del cuello y lo estrelló contra los ladrillos. —¿Dónde están los niños? El tipo temblaba. Intentó hablar, pero solo escupió saliva. Ekko no necesitaba que respondiera, ya sabía la historia, era siempre la misma. —Los que usaste como mulas. —Escupió las palabras como si quemaran. —Los que desaparecieron hace tres días. Silencio, solo el siseo de los químicos ardiendo a lo lejos. El tipo lo miró con los ojos muy abiertos y entonces Ekko supo que sí, los habían usado y probablemente ya estaban muertos. Sintió la rabia en la garganta, la dejó apretar, luego, lo soltó, no por piedad, porque el fuego haría el resto. —Sáquenlo de aquí. —Ordenó por el comunicador. Zavi lo recogió segundos después con un movimiento brusco del deslizador, encadenándolo al arnés de contención. Ekko se giró. —Kael, ¿El químico primario? —En la cámara subterránea. Si se prende… todo el bloque se va al carajo. —Entonces hay que encenderlo. —¿Qué? —Kael parpadeó. —¿No lo vamos a extraer? Ekko alzó el bastón. Su mirada era de piedra. —No. Esto no se limpia, esto se borra. Y entonces vino el fuego. Una reacción incendiaria, contenida apenas por las placas térmicas de los Firelights. El cielo de Zaun se tiñó de azul y naranja durante cinco segundos exactos. Un corazón químico dejando de latir. Cuando todo terminó, solo quedaban cenizas y un grupo de chicos cansados, manchados de polvo, sin saber si habían ganado algo… o solo evitaron otra tragedia más. Ekko se quedó mirando las brasas, pensando en Jinx. En lo que no pudo salvar y en todo lo que aún podía arder. Al final de cada misión, Ekko subía al punto más alto que encontraba. Una antena retorcida por rayos, un tanque de agua rajado con grafitis de guerra, un andamio oxidado que crujía como si odiara su peso. Vi le había dicho que Jinx estaba quedándose en la mansión de Jayce. Que dormía ahí, que comía ahí, que hablaba con Lux como si los días no le dolieran. Así que Ekko miraba hacia el norte, hacia esas torres limpias, arrogantes, donde todo parecía funcionar como debía. Donde, en algún rincón de ese mundo que nunca fue suyo, estaba ella. Pensaba en ella, en Jinx, en Powder y en esa otra versión que compartieron, aunque fuera solo por un instante, en un universo donde el dolor no los había deformado. Donde Vi había muerto, sí… Pero ellos dos habían sobrevivido de otra forma, con libros, con inventos, con besos en la intimidad del baile en la taberna de Vander… Donde Powder no tenía cicatrices y él no cargaba muertos en la espalda. Era solo un reflejo, una ilusión, pero fue tan real como cualquier batalla y dolía más que todas juntas. Desde que volvió, no podía subir a esos lugares sin sentir que algo de él se había quedado atrapado allá… como si una parte suya aún viviera en esa vida imposible y esa parte lo mirara desde el otro lado, preguntándole por qué no eligió quedarse. También intentó encontrarla, más veces de las que podía admitir sin sonar patético, como si pudiera invocar a esa Powder con solo buscar entre las ruinas de Jinx. Apenas supo la dirección de la mansión de Jayce, fué tres noches seguidas al lugar, cada vez con una excusa distinta. —Vengo a hablar de resonancias térmicas en materiales reciclados. Dijo la primera noche. —Estoy interesado en cómo distribuyen los nodos de energía en el circuito interno. Dijo la segunda. —¿Y si combinamos filtros orgánicos con sensores de presión? La tercera. Jayce no le creyó ninguna, pero tampoco lo interrumpió. Solo al final, tras escucharlo en silencio desde el umbral, le puso una mano en el hombro y habló con esa voz de quien entiende demasiado bien lo que no se dice. —No hace falta que inventes excusas, Ekko. Sé que vienes por ella. Ekko bajó la mirada, no respondió. Jayce suspiró. —Ella lo supo también, por eso se fue antes de que llegaras. Lo hace siempre, te ve venir… y desaparece. El joven genio no dijo más. Solo se quedó ahí, de pie en el umbral de una casa que no le abría ninguna puerta. También, fue al laboratorio más veces de las que le gustaría admitir. Casi todos los días, siempre con el mismo guion, la misma escena, como una obra de teatro maldita que nadie se atrevía a reescribir. Algunas veces tocaba la puerta como si viniera a hablar de ciencia, de circuitos, de prototipos, de lo que fuera. Jayce le abría sin levantar la mirada del banco de trabajo, cubierto de piezas metálicas, fragmentos de núcleos energéticos y tubos que brillaban con un pulso irregular. —Llegaste… tarde otra vez. —Murmuraba, mientras ajustaba un conector con manos cubiertas de grasa conductiva. Lux, a un costado, soldaba en silencio una sección de los guantes atlas que estaban rediseñando. Llevaba los lentes de precisión puestos, el cabello atado, y un sudor leve le marcaba la sien. Aun así, le dedicaba a Ekko una sonrisa cálida, sin juicio. —Lo sentimos, Ekko. —Decía mientras levantaba la vista apenas. —No sabemos cómo lo hace… Pero siempre huele que vienes y salta por la ventana un minuto antes. Jayce solo asintió, sin sarcasmo, sin crueldad. —A veces creemos que instala trampas para saber cuándo te acercas. Un par de botes vacíos en la cornisa, un sensor de presión casero. Ni siquiera nos avisa, simplemente… se esfuma. Ekko no respondía, solo recorría con la mirada el caos organizado que ella dejaba atrás. Un plano arrugado con dibujos caóticos, una herramienta torcida por uso indebido, un resorte girando aún en el borde de una silla giratoria y en el suelo… una bomba de humo gastada. —Estuvo aquí. —Susurró, casi sin voz, mientras pasaba los dedos por el borde metálico de la mesa. El calor aún no se había ido. El olor a dinamita suave, mezclado con aceite dulce, seguía suspendido en el aire. Lux lo observaba en silencio, tal vez intuía más de lo que decía. No le tenía celos, porque sabía que Jinx la elegía cada noche, pero también sabía que el corazón no borra fácil las marcas del pasado. —¿Quieres té? —Preguntó ella, amable. Ekko negó con la cabeza. Fingió no ver la ternura, que no le molestaba su dulzura, ni que no dolía que el lugar que él quería ocupar… ahora estaba lleno de luz, de una luz que no era suya. Solo se sentó y respiró, como si el aire aún tuviera forma de ella, como si ese laboratorio pudiera decirle lo que ella no se atrevía. Ella simplemente lo ignoró, y a veces… eso dolía más que cualquier rechazo, porque el odio, al menos, te reconoce, te grita, te señala, te deja marcas con nombre, pero el silencio… El silencio es un bisturí sin filo, que corta lento y no sangra, pero igual te vacía. Ignorar es más que pasar de largo: es arrancar de raíz lo que alguna vez importó, mirar a través de alguien que fue refugio, y convertirlo en humo. En nada. Una de las tantas noches en que llegaba con las manos vacías, Vi empujó la puerta del cuartel de los Firelights. No era la primera vez, ni la segunda, ni la décima. Ekko ya no contaba, solo sabía que cada entrada suya traía más peso que la anterior, como si el aire perdiera oxígeno solo al verla cruzar el umbral. Iba borracha, otra vez. No lo suficiente para desplomarse, pero sí para tambalearse con esa rabia que huele a alcohol barato, sudor frío y culpa fermentada. Tenía los ojos rojos, las manos cerradas como si cada dedo sostuviera una excusa a punto de quebrarse. Caminaba ida, con la chaqueta desabrochada y la mirada anclada en algún punto detrás de sus propias ruinas. Ekko no se levantó. Ya no lo hacía. La esperaba sentado en el mismo sillón, con el mismo termo de café mal hecho apoyado en la mesa. Era el ritual: ella llegaba, él servía, ella destruía. Vi tomó el termo, lo miró, lo sostuvo como si dudara… y lo lanzó contra la pared. El golpe fue seco, la tapa rodó hasta sus pies. Silencio. —¿Tú qué sabes? —Escupió, sin mirarlo del todo. Su voz era más ronca que otras noches, más gastada. —Nunca tuviste que esperar a que el amor de tu vida te volviera a dejar entrar en su vida... La frase quedó flotando, densa como humo de fábrica. Ekko no respondió, solo bajó la mirada, no por vergüenza, por el recuerdo. Porque sí había esperado. No frente a una mansión, ni debajo de un arbol, sino en la cornisa de todo lo que fue. Esperó a una chica con coletas azules que ya no existe. Esperó... a Powder. Vi dio un paso torpe, tropezó con su propia furia, se giró hacia él como si le debiera algo. —¡Siempre estás ahí! ¡El maldito héroe, el que entiende todo, el que no se queja, el que nunca se rompe! —Lo apuntó con el dedo, pero la mano le temblaba. —¡¿Y sabes qué?! ¡Estoy harta de tu silencio de mártir! Lo empujó, no con fuerza, ni siquiera con verdadera intención. Fue el tipo de empujón que dan los que quieren derrumbar el mundo a gritos, aunque saben que no se va a mover. Ekko no dijo nada, solo se deslizó un poco más en el sillón, como si el golpe lo empujara más hacia su propio silencio, y la dejó hacer. —¿Por qué no me odias? —Siguió Vi, más bajo, más herido. —¿Por qué no me dices que todo esto es mi culpa? ¡Lo es! ¡Powder... ella…! Ahí se quebró algo, en la palabra. En el nombre. Powder. Ekko apretó los labios. Su mandíbula se tensó, por primera vez desde que Vi entró, pareció que iba a hablar, pero no, tragó saliva y cerró los ojos. Vi se dejó caer en el suelo, no con elegancia, ni resignación. Solo... se desplomó. Como una bomba sin estallido. —No me quedan lugares donde romperme. —Murmuró. No lo dijo para Ekko, ni siquiera para sí misma, era más bien una confesión que se escapa porque ya no tiene fuerza para quedarse dentro. Él no respondió, solo se sentó a su lado. No por costumbre, ni por deber, sino porque entendía demasiado bien ese lugar. El de los que aman y no pueden hacer nada, excepto esperar… o seguir respirando cuando ya no hay nada que esperar. Vi amaba a Caitlyn. Eso no estaba en duda, pero estaba atrapada en una espera sin respuestas. En días de silencio, frente a una puerta que no se abría. Su amor no estaba muerto, solo… en pausa. Ekko, en cambio, jamás tuvo la oportunidad de amar del todo. Lo suyo fue un amor sin comienzo, un cariño de infancia que nunca alcanzó a nombrarse. Un “tal vez” que Jinx convirtió en explosión antes de ser siquiera promesa. Y aun así… ahí estaba. Esperando algo que ya no existía, porque hay heridas que no se cierran y hay personas que duelen para siempre. Vi no lloró, pero su cuerpo temblaba. Ekko tampoco. Pero la forma en que su mandíbula se tensaba lo decía todo. Ese silencio no eran igual para los dos, Vi habitaba la pausa de un amor vivo, Ekko, las cenizas de uno que nunca llegó a arder. Pero ambos sangraban y esa noche, con la ciudad dormida y la luz de la luna era el único testigo, eso bastaba. Los días siguientes pasaron como lo hacen en Zaun: sin anunciarse, sin prometer nada. El tiempo no curaba, solo oxidaba y Ekko… seguía ahí, parchando las grietas de otros mientras ignoraba las suyas. Uno de esos días, cuando el peso del silencio se volvía más denso que el smog, Ekko buscó otra clase de ruido. Fue entonces cuando la encontró: La Reina Pirata, la mujer con ojos de pólvora mojada y voz de ron viejo. Estaba en la baranda oxidada del viejo astillero, encorvada sobre el abismo como si pudiera leer el futuro en las olas negras. Sarah Fortune. Reina de todo lo que arde sin apagarse. El cigarro colgando de sus labios dibujaba espirales que sabían a sal y a preguntas que nadie se atrevía a hacer. —¿También viniste a morir un poco esta noche? —Preguntó ella sin mirarlo. Ekko no respondió al principio, solo se acomodó a su lado, con los codos sobre la baranda, los ojos clavados en un punto indefinido del agua. —Vi pasó por aquí hace unos días, ¿no? —Murmuró, sin rodeos. Sarah lo miró de reojo. Chasqueó la lengua y soltó el humo con una lentitud que hablaba más que sus palabras. —Llegó una de esas noches, con los ojos vacíos y las manos temblando como si aún le sostuvieran la puerta cerrada en la cara. —Dio otra calada con la ironía en la boca. —Y sí... casi cae si es lo que quieres saber. Ekko apretó los dientes por impotencia. —¿Por qué la provocaste? Sarah se rio. Un sonido áspero, quebrado, como si llevara pólvora vieja atrapada entre las costillas. —Porque en eso soy buena. Ella quería caer… y yo quería ver si, entre tantas ruinas, aún quedaba alguna ceniza capaz de volver a arder. Él la miró con el ceño fruncido. Había un juicio en sus ojos que no alcanzaba a volverse reproche, porque entendía a Sarah, más de lo que quisiera. —Eso podría haberla roto más. —Dijo. —Eso podría haber roto lo poco que está intentando reconstruir con Caitlyn. —¿Y tú qué sabes de eso? —Sarah se giró, apoyando el peso de su cuerpo en un solo codo. —Tú te pasas la vida cuidando a los demás. A Vi, a Zaun, a tus niños. Pero… ¿quién te cuida a ti, Ekko? Él bajó la mirada. El agua golpeaba la madera con ese ritmo hipnótico que hace que uno crea que está sintiendo algo profundo, aunque sea solo el mareo. Sarah lo observó, sin presión, sin lástima. Solo con esa frialdad honesta de quien ya entendió que el amor no siempre llega cuando uno lo necesita. —Tienes los ojos de alguien que está buscando algo que no sabe si quiere encontrar. —Murmuró, dejando caer la colilla del cigarro en el mar, donde se extinguió con un leve chisporroteo. Ekko no respondió. Solo mantuvo la mirada en el horizonte, donde la niebla parecía tragarse todo lo que se alejaba lo suficiente. —No es por Vi. —Continuó ella, casi pensándolo en voz alta. —No viniste hasta acá por eso. Tú… estás huyendo de otra cosa o… de alguien. Él giró apenas la cabeza, sorprendido de que ella lo viera tan claro sin tener el mapa. —¿Qué te hace pensar que es por alguien? Sarah se encogió de hombros, con esa elegancia sucia que usaba como quien se pone un abrigo robado: con clase, pero sin permiso. —Porque tu pregunta ya lo confirma. Y además... Solo los que cargan una pérdida caminan como tú: en silencio, con la espalda rota y excusas baratas sobre el mar. El silencio volvió a instalarse entre los dos, esta vez como una invitación. Sarah le ofreció un cigarro, y Ekko lo rechazó con un gesto breve, casi automático. Ella alzó una ceja, apenas, como quien se esperaba la negativa pero igual la siente. Se lo llevó a los labios con la misma mano, sin apuro, y lo encendió con una calada lenta. —Está bien. —Murmuró, exhalando el humo hacia el costado. —No voy a preguntar nombres... pero sí te voy a decir algo. Ekko alzó las cejas, esperando. —Hay amores que solo existen para quedarse en la memoria. Amores que uno carga como cicatrices bonitas, de esas que no duelen… pero tampoco sanan del todo. Sarah lo miró con los ojos entrecerrados, como quien mide antes de disparar. —Y a veces… aparece alguien que no hace ruido al llegar. Que no empuja, ni exige, solo se queda, y en lugar de doler… calma. En lugar de abrir heridas… las entiende. Hubo una pausa. El humo flotaba entre ellos como un puente que nadie se atrevía a cruzar. —Lo sé porque a mí también me pasó. —Sarah habló sin mirarlo, como si las palabras no necesitaran destino. —Y cuando ocurrió… me quise ir. Pensé que no lo merecía, que si me quedaba, iba a romperlo todo. —¿Y? —Y me quedé. —Sonrió apenas, lo justo para que doliera. —Porque resulta que sí lo merecía, como tú también lo mereces, aunque no lo veas todavía. Ekko apartó la mirada. Los hombros se le aflojaron un poco, como si algo, pequeño, invisible, pero real, se hubiera descolgado de su espalda. —Gracias. Sarah chasqueó la lengua, divertida. —No me des las gracias, chico. Guárdatelas para cuando aprendas a dejar de castigarte. Ekko esbozó una media sonrisa, más amarga que alegre. —Lo voy a intentar… pero no prometo milagros. Por cierto... ese cigarro te va a matar algún día. Sarah soltó una carcajada corta, sin miedo. —Espero que sea la única forma en que la muerte logre alcanzarme. Todo lo demás ya lo esquivé. Y sin mirarlo de nuevo, se alejó hacia el interior del barco. Su figura se fundió con la niebla, como si fuera parte del mar que nunca deja de moverse. Ekko se quedó unos minutos más ahí, en silencio, pensando en lo que no dijo. En la niña que ya no era niña. En la bomba que nunca explotó, pero le dejó metralla en el pecho. Luego, sin hacer ruido, también se fue. Las palabras de Sarah seguían girando en su cabeza como ecos mal sincronizados. No sabía si le habían dado paz o solo habían levantado el polvo que llevaba meses guardando bajo la piel. Caminó sin rumbo fijo por Zaun, dejando que los callejones lo tragaran, que las luces parpadeantes no le preguntaran nada. Esa noche no volvió a la guarida, ni a sus pensamientos, solo caminó hasta que amaneció. El día siguiente le dio la bienvenida con otra misión junto a sus Firelighters. La mugre colgaba del techo como telarañas vivas. El aire estaba cargado de ozono, sudor y tensión envasada. Ekko se deslizaba entre los escombros con los pies apenas rozando el suelo. Una redada sorpresa. Uno de los pocos lugares donde aún se traficaban restos de armamento noxiano de la guerra pasada. Chatarra letal con más memoria que valor. —Tenemos cinco objetivos. Posibles armas activas. —Dijo Zavi por el comunicador. Ekko respondió solo con un clic. Luego, se dejó caer desde un tubo de soporte, rodó entre dos estructuras rotas y lanzó una bomba de humo casera que explotó con un crujido seco. No era elegante, pero era efectivo. Tres bandidos salieron tosiendo. Uno de ellos con una pistola militar oxidada, pero aún funcional. Ekko le lanzó una llave giratoria a la mano. El arma cayó, otro corrió y el tercero no alcanzó a decidir nada antes que que Ekko lo noqueara. —¿Estás bien o planeas dejar que te maten y luego hacerte el interesante? —Dijo una voz justo detrás suyo. Ekko giró, cuchillo en mano. Ahí estaba. Piernas firmes como si el suelo la obedeciera. Botas negras salpicadas de sangre seca y lodo. Un muslo al descubierto, lleno de cicatrices que no se disculpaban. Su pecho cruzado por un arnés de cuero rojo oscuro que parecía más parte de ella que de su atuendo. La espada a la espalda, curva y amenazante, como una sombra con filo. Llevaba una pistola en cada mano, una sonrisa torcida y un parche sobre el ojo derecho, aunque cualquiera que la viera sabría que no necesitaba los dos para partirte en dos. Su cabello oscuro caía en ondas salvajes, atrapado solo por un par de tiras que parecían decorativas pero seguramente ocultaban cuchillas. Un tatuaje tribal le trepaba por los brazos como una advertencia viva, cada paso suyo sonaba a sentencia. —¿Quién mierda eres? —Espetó Ekko, bajando apenas el cuchillo pero sin soltar tensión. —Samira. —Respondió con una sonrisa ladeada. —Y tú debes ser el chico de los explosivos bonitos. —No tengo idea de qué hablas. —¿Y entonces qué es eso? —Señaló con la barbilla al humo verde que aún salía del contenedor reventado. Ekko no respondió. —Tranquilo, no vine a joder tu operativo. Me pagaron por interceptar esta ruta, se rumorea que alguien está traficando tecnología militar robada… y a alguien más le molesta eso. —¿Y tú a quién representas? Samira alzó una ceja, divertida, como si la pregunta fuera un chiste que ya había escuchado antes. —Represento a mí. ¿Eso te sirve? —No. —Bueno, es todo lo que hay. —Sonrió mientras se encogía de hombros. —Freelance, sin bandera, sin himnos. Solo me pagan por limpiar basura y esta zona... apesta. La desconfianza en la mirada de Ekko no bajó ni un milímetro. Samira lo notó y le encantó. —Tranquilo, chico. No vengo a robarte la gloria, solo te me cruzaste en el turno equivocado. —¿Así de fácil? —No, así de oportuno. —Le guiñó el ojo bueno. —Ya verás. Antes de que pudiera replicar, un grito retumbó desde el interior del almacén. Ekko giró sobre sus talones y echó a correr, pero Samira lo adelantó como una ráfaga. Saltó por encima de una baranda rota, disparó dos veces sin mirar y derribó a dos hombres que intentaban escapar por una escotilla lateral. —¿Siempre haces tanto escándalo? —Gruñó Ekko, limpiándose sangre de la ceja mientras se incorporaba. —¿Y tú siempre tan lento? —Replicó Samira sin girarse, soplando con desdén el cañón aún humeante de su pistola antes de hacerla girar entre los dedos como si fuera un juguete caro. Ekko se lanzó hacia el primero, lo derribó con un rodillazo directo al estómago y lo estampó contra una caja metálica. El crujido fue más del orgullo del tipo que de la estructura. Inconsciente. Samira giró sobre sí misma, esquivando una navaja que pasó a centímetros de su cara, atrapó la muñeca del atacante con un giro seco y, sin perder la sonrisa, lo empujó al suelo como quien aparta una silla. —¿Ves? Trabajo en equipo, como en los cuentos. —Murmuró, soplando su mechón fuera del rostro mientras el último matón caía con un quejido. Ekko se agachó junto al cuerpo aún tibio del contrabandista. Con dedos precisos le revisó los bolsillos hasta encontrar una tarjeta metálica, pequeña y pesada, con códigos grabados a láser que no reconocía. La sostuvo entre los dedos, girándola contra la luz tenue del pasillo. —Eso tiene un rastreador pasivo. Si lo activas mal, tendrás a media zona respirándote en la nuca. —¿Y tú cómo sabes eso? —Frunció Ekko, sin soltar la tarjeta. —Porque leo, mi cielo. —Respondió Samira con una sonrisa torcida, como si acabara de decir que sabía hervir agua. Ekko guardó la tarjeta con el ceño fruncido. Se incorporó sin decir más y echó a andar por el pasillo, con pasos rápidos y el ceño aún más rápido. Pero tras unos segundos, escuchó los tacones de Samira resonar detrás. Se detuvo en seco. Giró apenas la cabeza. —¿Vas a seguirme? —Depende. ¿Dónde duermes? —Preguntó sin parpadear, como quien pregunta la hora. Ekko bufó. Siguió caminando, esta vez más lento, como si sus botas dudaran. —No me interesa. Ella lo alcanzó de nuevo, el ritmo de su andar igual de suelto que su lengua. —Tranquilo, chico serio. No estoy aquí para acostarme con tus traumas, solo me pareces interesante, un poquito. —No soy interesante. Estoy ocupado. —Sí… ocupado mirando hacia atrás. —Dijo, y esta vez, su tono fue distinto. Algo más... roto. Ekko se detuvo otra vez. La miró de reojo, sin girarse del todo. Había algo en su voz que le raspó por dentro. —No te metas en lo que no entiendes. Samira no se inmutó. Dio un par de pasos más, quedando a su lado, apenas un poco detrás. —¿Y si ya entendí más de lo que tú quisieras? Ekko la miró con esa mezcla de recelo y alerta que uno guarda para los secretos que se parecen demasiado a los propios. —¿Cómo sabes tanto? Ella sonrió apenas con la calma de quien ha leído el final del libro mientras los demás aún hojean el primer capítulo. —Digamos que tengo buenos oídos… y mejores motivos. Las luces del lugar volvieron a parpadear, Ekko parpadeó con ellas. Y ahí estaba otra vez ese silencio cargado… de dudas y curiosidad. —Nos veremos, Ekko. —Dijo Samira, girándose para marcharse. —O no, pero si lo hacemos… que sea cuando puedas mirar hacia adelante sin sangrar. Ekko se quedó quieto, su cuerpo entre el impulso de irse y el impulso de quedarse. —¿Cómo sabes mi nombre? Samira ni siquiera miró atrás. —Porque no todos en Zaun viven tan ciegos como tú. Y se desvaneció entre la bruma como si la ciudad la hubiera exhalado. Ekko no se movió, un latido tardío le golpeó el pecho, como si el cuerpo procesara el riesgo segundos después que el alma. Maldita sea. Había algo en esa mujer que no solo olía a pólvora… olía a decisiones que uno no debería tomar, pero toma igual. Ekko no lo dijo en voz alta, pero lo supo: no sería la última vez que la vería. Zaun no tenía turnos, ni horarios, pero los Firelighters se turnaban igual. Vigilaban los techos, los túneles, las pasarelas, como si pudieran domar el caos a punta de constancia.Ekko, sin embargo, elegía siempre las rutas más vacías. Y entonces, ella empezó a aparecer, como si la ciudad la escupiera en sus peores esquinas solo para fastidiarlo. Primero fue en la zona 401. Habían reportado saqueos menores. Ekko llegó solo, como siempre, pero no fue el primero.Samira estaba sentada sobre una baranda oxidada, masticando algo crujiente con la tranquilidad de quien ya vio el mundo arder y no quedó impresionada. —¿Estás comiéndote… cucarachas? —Dijo él, con el ceño fruncido. —Proteína gratis. —Respondió, sacudiendo la mano como si fuera una crítica gastronómica menor. —¿Qué haces aquí? —Vigilando. —Dijo con una sonrisa torcida. —Me entretiene ver cómo te esfuerzas por salvar un sitio que ni a sí mismo se quiere. —No te necesito. —Lo sé. —Se chupó un dedo como quien remata un postre. —Por eso es tan divertido mirarte. Después fue en la antena del sector viejo, justo cuando Ekko ajustaba uno de los sensores de alerta. El cielo era una masa sucia de humo verdoso. La brisa, cargada de electricidad y polvo metálico. Y entonces escuchó sus pasos. —¿Otra vez persiguiéndome? —Dijo, sin darse vuelta. —Por favor… —Respondió Samira desde arriba, sentada sobre el mástil como si fuera su trono. —No todo gira en torno a ti, ¿sabes? Ekko resopló. —Estamos a veinte metros de altura… sobre un techo que se cae a pedazos. ¿También “pasabas por aquí”? Samira sonrió, de ese modo que no advertía: prometía peligro. —Bueno, algunos persiguen causas. Otros… curiosidades. Ekko negó con la cabeza, sin disimular la sonrisa que se le escapaba. —Eres una distracción. —¿Y tú crees que no lo sé? Otro día, en la zona de carga del ferrocarril, el aire olía a óxido y tensión. Ekko forcejeaba con dos ladrones entre contenedores cuando algo silbó en el aire. Una barra de metal voló desde la penumbra y aterrizó con un crack seco en la cabeza del tipo que venía por su espalda. El ladrón cayó como un saco de chatarra. —No digas gracias. —Samira emergió de entre los vagones, girando otra barra en la mano como si fuera parte del show. —Ya lo hice yo por ti. Ekko resopló, con el pulso acelerado y los nudillos ensangrentados. —Podía manejarlo. —Claro. Después de donar un riñón... y tal vez una oreja, pero hey, ibas bien. Ekko soltó un suspiro, más de exasperación que alivio, mientras se limpiaba la sangre del labio con el dorso de la mano. Ella se quedó ahí, apoyada en una columna oxidada, como si siempre hubiera sido parte del paisaje. Y así fue. Porque después de eso, empezó a pasar más seguido. Cinco veces en nueve días. Demasiado para llamarlo coincidencia, muy poco para saber si debía preocuparse... o esperar la sexta. Samira siempre tenía una excusa, siempre una razón medio absurda, medio certera, para aparecer donde no debía… sabiendo cosas que nadie le había contado. Y Ekko, por más que frunciera el ceño o se hiciera el ocupado, nunca le pedía que se fuera, ni una sola vez. Una noche, bajo un puente teñido por luz química azul, ella apareció con una taza de metal entre las manos y vapor saliéndole como si ocultara secretos en vez de café. —Lo hice yo. Ekko probó un sorbo, tragó con esfuerzo. —Es espantoso. —Pero caliente, como yo. —Le guiñó un ojo. —Estás enferma. —Y tú también… pero mira, seguimos aquí. Nunca hablaban de sus pasados. Nunca de lo que buscaban. Samira jamás explicaba por qué sabía tanto sobre rutas, códigos de seguridad o patrones de vigilancia. Ekko nunca mencionaba a Jinx, ni su dolor, ni su nombre, ni el hueco que le había dejado. Y sin embargo, el silencio entre ellos no pesaba. Al contrario: se sentía menos hostil que el mundo. Y eso… Eso lo enfurecía. Porque cada vez que se le escapaba una sonrisa por una de las tonteras de Samira, sentía que estaba aflojando algo que aún sangraba, como traicionar a una herida que apenas había empezado a cerrarse. Una de esas noches, la ciudad murmuraba a lo lejos. Tubos vibrando, luces artificiales titilando a ritmos desacompasados, como si Zaun respirara con pulmones defectuosos. Ekko estaba sentado al borde de una estructura derruida, las piernas colgando, una botella medio vacía en la mano. El mundo parecía suspendido, y luego su voz. —¿Estás esperando que el abismo te conteste con algo más que eco? —preguntó Samira, apareciendo sin anunciarse, como si la oscuridad le hiciera pasillo. No llevaba armadura, solo esa chaqueta ligera, ajustada en la cintura y abierta justo lo necesario como para que el viento jugara con su silueta. Los guantes sin dedos dejaban ver cicatrices viejas en los nudillos, y una de sus pistolas brillaba bajo la correa del muslo, dormida… pero no desarmada. Se acercó con pasos sin prisa, pero con un peso firme, como si supiera que no estaba interrumpiendo nada que él no quisiera que le interrumpieran. —¿No te cansas de seguirme? —Murmuró Ekko, sin girar la cabeza. —¿No te cansas de fingir que no necesitas hablar con nadie? —Respondió ella, con esa voz que caía como plomo envuelto en terciopelo. Ekko se llevó la botella a los labios. El líquido tenía gusto a metal y resentimiento. Trago corto. Samira se sentó a su lado, con una naturalidad que bordeaba la provocación. Su rodilla rozó la de él, no lo miró al principio, solo exhaló, como si también hubiera cargado con un día demasiado largo. —¿Quieres saber por qué estoy aquí? —Preguntó, de pronto, la voz más baja, como si se la sacara del pecho en vez de la garganta. Ekko la miró de reojo, apenas un giro de cabeza. El borde de su ceja se alzó con ironía, pero sus ojos no se reían. —¿Vas a contarme tu trágico pasado? —Y luego, tras una pausa, dejó caer lo inevitable con una media sonrisa torcida. —Pensé que el único jodido acá era yo. —No. Solo una parte. —Samira bajó la vista, su voz casi se coló entre los ruidos metálicos de Zaun. —Cuando era chica quería ser una heroína. Espada, capa, justicia… toda esa mierda. Pensaba que el mundo se podía arreglar con estilo y coraje. Hizo una pausa, luego soltó una sonrisa pequeña, torcida, sin brillo. —Después crecí y entendí que este mundo no quiere héroes. Solo gente que sepa disparar primero y nunca preguntar. Ekko dejó escapar una risa corta. No tenía humor, tenía filo. —¿Y ahora qué eres? ¿Una especie de vigilante freelance? —No. —Su tono fue seco, pero no frío, solo honesto. —Ahora soy libre, pero me costó… bastante sangre entender lo que eso significa. Se instaló el silencio, uno de esos silencios que se ganan. Samira lo miró de reojo, con un brillo raro. —¿Y tú? ¿Qué perdiste para andar tan lleno de escombros por dentro? Ekko se tensó. Luego bajó la mirada, dejó la botella a un lado con un suspiro que no se oyó, pero se sintió. —A alguien. —¿Murió? —No. —Y ahí fue cuando dolió. —Solo… se volvió otra persona. Alguien que puede estar a dos pasos de mí... y no verme. Samira no parpadeó, solo lo escuchaba. —Jugábamos a ser héroes, juntos. Crecimos entre escombros, riendo con la mugre en los dientes y planes imposibles en la cabeza. Yo... —Su voz tembló, pero siguió. —Yo me enamoré de esa versión de ella, la que creía, la que luchaba, la que reía cada vez que burlábamos a los ejecutores. Pero después vinieron los traumas, las bombas, las muertes… y lo que quedó fue Jinx. Samira asintió lento, como si esas sílabas fueran una piedra vieja que ya había cargado antes. —Intenté quedarme, salvarla, pero cada vez que me acerco, me doy cuenta de que ella... ya no está. Solo quedan cenizas y una mecha encendida esperando a que alguien se acerque para explotar. —¿Y todavía la amas? —La voz de Samira no fue juicio ni lástima, fue ternura en modo de pregunta. Ekko cerró los ojos. No había dudas. —Sí. —¿Y ella? —No lo sé, tal vez no puede, o no quiere… o peor… tal vez no le importa. Ya no sé cuál de todas duele más. Samira no dijo nada, pero su postura cambió. Se giró hacia él, la chaqueta se abrió un poco al inclinarse, dejando ver parte de su clavícula marcada con cicatrices antiguas. No fue un movimiento seductor, fue humano, vulnerable y valiente a la vez. —Cuando te canses de buscar en los escombros… —Su voz bajó un tono, casi como si la ciudad no tuviera permiso para oírlo. —…búscame. Ekko la miró, apenas. —¿Para qué? Samira ladeó la cabeza, su sonrisa no era de conquista. —Para que sepas lo que es estar con alguien que sí te ve, que no quiere rescatarte, ni cambiarte. Solo mirarte de frente… sin miedo. No lo besó, ni tocó, pero dejó el espacio entre ambos cargado. Se levantó despacio, el cuero de sus botas crujió contra el metal oxidado. —Descansa, chico triste, o no, a veces soñar es peor que estar despierto. Y se fue. Ekko se quedó quieto, los dedos temblando apenas, como si su cuerpo no decidiera si aferrarse al recuerdo de Jinx o al eco que acababa de dejar Samira. El aire aún arrastraba ese rastro a pólvora antigua, una que alguna vez fue caos y fuego desatado, pero que ahora apenas se sostenía, como un recuerdo húmedo en la tela de la ropa.No se había ido del todo, pero ya no era ella quien llenaba el aire. El olor había cambiado, seguía siendo pólvora, sí, pero distinta. Menos rabia, más intención. Un aroma nuevo, más bajo, más constante, como si el peligro ya no gritara… solo esperara el momento justo para disparar. Al día siguiente, el taller olía a óxido, a aceite rancio y a pensamientos que nadie quería escuchar. Ekko estaba encorvado sobre el banco de trabajo, afilando una hoja improvisada hecha con restos de aleación vieja. El metal raspaba la lima con un chirrido agudo, casi ritual, como si pudiera limar también las partes del alma que seguían astilladas. No necesitaba más cuchillas ni bates, necesitaba el ruido, el ruido exacto entre su cabeza y el mundo. El portón de hierro se abrió con un quejido largo, arrastrado, sin apuro. Ekko no preguntó quién era, no hacía falta.El olor llegó primero: tabaco barato, metal recalentado y ese inconfundible perfume a resentimiento que no se lava con nada. —Así que aquí es donde escondes tus crisis existenciales. —Sevika cruzó la puerta como si le debiera impuestos al silencio. Las botas dejaron huellas de barro y pólvora sobre el suelo. Bajo el brazo traía una carpeta arrugada y en los ojos, la misma sequedad con la que se enfrenta a un duelo que sabe que no va a perder. Ekko no se giró, no porque no quisiera verla, sino porque, con ella, uno aprende que cualquier gesto puede contarse como una rendición. —¿Te mandaron a sacarme o venías a robar herramientas? —Ninguna. Aunque ahora que lo dices… —Sevika caminó sin apuro, tiró una carpeta sobre la mesa con un golpe seco. El sello de la casa Kiramman brillaba en tinta negra como si quemara. Ekko se irguió sin apuro. Observó el documento sin tocarlo. —¿Caitlyn? —La misma, dice que tú y yo vamos a patrullar Zaun. Túneles, rutas viejas, cualquier sombra que huela a Noxus. —Se cruzó de brazos. —Y antes que abras esa bocota: sí, es oficial. Sí, está firmado. Y no, no me hace ilusión andar de la mano contigo, pero no me tiré al ácido… todavía. Ekko exhaló, la mirada clavada en el filo sin filo que llevaba horas limando. Ni afilado estaba, solo gastado, como él. —Mañana se va. —Dijo Sevika, como si lanzara un cuchillo al aire, y supiera exactamente dónde iba a caer. Ekko levantó la cabeza, lento. —¿Quién? —Kiramman. —Su voz arrastró el nombre con indiferencia medida. Luego, una pausa. —Con Vi. El metal se le deslizó de entre los dedos y golpeó la mesa con un sonido hueco. No se molestó en recogerlo. —¿A dónde? —A las afueras de la ciudad. Cabaña, terapia, besitos de montaña, qué sé yo. Tal vez van a gritarle a las nubes hasta que algo se rompa. —Se encogió de hombros, restándole importancia con la misma habilidad con la que uno esconde una daga en el cinturón. Ekko no respondió de inmediato. Se quedó mirando la hoja como si dudara si era arma o reflejo. Luego soltó el aire, lento, por la nariz. —Nadie me dijo. —¿Y tú cuándo fuiste a verla? —Disparó Sevika, con los brazos cruzados, el tono filoso pero sin empuje. Una advertencia sin juicio, todavía —No fui. —Dijo Ekko, y no intentó disfrazarlo. —Ya tiene suficiente con su propio infierno. No necesita también el mío. Sevika no dijo nada al principio, solo se sacó el cigarro de la boca, lo apagó con la suela de su bota contra el marco de la puerta y bufó. —Salgo en dos horas, patrullaje en la comuna. Alguien está traficando chatarra noxiana y al parecer nadie tiene ganas de ensuciarse las manos. —Lo miró de reojo, con esa expresión que cortaba más que cualquier prótesis. —Y tú vienes conmigo, no es una invitación, ni una sugerencia. Ekko alzó la vista, sin sorpresa, pero tampoco con ganas. —¿Y si digo que no? Sevika alzó una ceja, despacio, como quien ya está evaluando cuánto pesa arrastrarlo si es necesario. —Entonces mañana, cuando Zaun reviente por dentro, no pongas cara de inocente. Vas a esa patrulla, me da igual si vas con ganas, con sueño o con los huesos rotos, pero vas. Ekko no dijo nada, ni una mueca, ni un parpadeo de protesta, solo asintió, como quien acepta una condena más que una orden. No pidió detalles, las palabras le cayeron encima como hollín: pesadas, inevitables, difíciles de lavar. Y entonces, sin cambiar el tono, sin levantar la mirada, habló. —Llévala. Sevika giró la cabeza con lentitud. No había sorpresa en sus ojos, solo ese tipo de atención que uno le da a una detonación lejana: sabiendo que, si llegó el sonido, la explosión ya es historia. —¿Qué dijiste? —A ella… Jinx. Está con Jayce y Lux… en uno de los viejos talleres de Silco. Tal vez tú puedas atraerla con… caos. Sevika lo miró como si le hubiera pedido que adoptara un yordle manco y musical. —¿Me estás usando de carnada para tu bomba con patas? —No es por mí. —Claro que no, nunca lo es. —Soltó el aire por la nariz, como si le escociera por dentro. Luego se pasó una mano por la cara, entre fastidio y resignación. —¿Sabes cuántas veces me ha apuntado esa niñata con una pistola solo por existir cerca suyo? —Entonces mírala. Empújala hacia la misión. Sin que sepa que voy yo, si lo sabe, no irá. Sevika se cruzó de brazos. Su chaqueta crujió como un viejo blindaje. —¿Me estás pidiendo un favor, chico? —Sí. El silencio fue como tragar pólvora mojada. —Lo pensaré, pero si me explota algo en la cara por este melodrama… voy a arrastrarme de vuelta solo para patearte los dientes. Ekko dejó escapar una media sonrisa, cansada. —No sería la primera vez que los pierdo. Sevika gruñó, dio media vuelta y se dirigió a la puerta. —Prepárate. Si la encuentro, va contigo. Si no… te las arreglas con tus fantasmas. La puerta se cerró con un golpe seco. Ekko se quedó mirando la puerta cerrada, como si la figura de Sevika pudiera seguir proyectando sombra incluso después de haberse ido. El filo entre sus dedos ya no importaba, porque ahora el filo estaba en otra parte. Y mientras Ekko masticaba la idea de volver a verla, a esa sombra de pólvora que alguna vez fue su hogar, Sevika ya descendía por las escaleras oxidadas de los túneles como un disparo sin eco. Su paso era firme. Su humor, el de alguien que ha sobrevivido demasiado como para quejarse, pero igual lo hace. Había aceptado encargos absurdos antes. Había cruzado barrios infectados de quimogánsteres, acuchillado mutantes con tentáculos y nombres que sonaban a vómito, y sacado a contrabandistas escondidos en alcantarillas con una combinación de tabaco, puños y promesas rotas. Pero esto… Esto era distinto. Buscar a la desquiciada más letal de Zaun, para convencerla, sin que lo notara, de sumarse a una misión emocional camuflada de patrullaje estratégico, solo porque un crío con alma rota lo pidió como favor... Eso ya rozaba el teatro del absurdo. —Maldito Ekko... —masculló entre dientes, escupiendo al lado con la elegancia de un cañón oxidado. —Corazón con patas y la cabeza en una bomba. El taller emergía de la penumbra como una bestia dormida: vasta, sucia, cubierta de cicatrices eléctricas. El aire olía a pólvora añeja, aceite requemado y genialidad sin supervisión. Un zumbido grave vibraba en las paredes, como si todo estuviera a un segundo de volverse una fiesta... o una masacre. Sevika llegó arrastrando barro con sus botas, el cigarro colgándole de los labios como si lo masticara más por vicio que por gusto. —¡JINX! —Rugió, pateando la puerta con tal fuerza que las bisagras temblaron como testigos arrepentidos. Jayce alzó la vista desde su banco de trabajo con la resignación de quien ya aceptó que su día se fue al carajo. Lux dio un paso atrás, como si el aire se hubiera vuelto inflamable de golpe. Y ahí estaba. Jinx. Encima de una mesa metálica, como emperatriz de su propio manicomio. Un pie colgando, el otro sobre una caja con letras rojas que gritaban “FRÁGIL” como si eso fuera una provocación. Masticaba chicle con ritmo militar, soldadora en mano, retocando una aberración mecánica que podía ser tanto una tostadora mejorada… como un intento de mascota suicida. —¡Esa soy yo! —Canturreó sin despegar los ojos del metal. —¿Viniste a morir… o solo a molestar? Pop. El globo explotó con insolencia. Sevika no respondió de inmediato. Se plantó frente a ella con el aplomo de un tanque en huelga. Su sombra caía sobre cables, planos y locura. La miró, fuerte, firme, como si quisiera recordar por qué no la había dejado pudrirse cuando pudo hacerlo. —Desapareces meses. Luego apareces sin avisar. Nadie en Zaun sabe si estás viva, muerta o planeando otra jodida ópera en ruinas. —Su voz era grava seca. —Y te comportas como si a nadie le importara. Jinx dejó de soldar. Ni siquiera la miró, solo alzó la mano y empezó a pasarla en el aire como si hojease un libro invisible. —Hmm… no. —Dijo, sin esfuerzo, arrastrando la ironía como una bufanda sucia. —Tu nombre no está en la lista de “me importa”. —¿Ah, no? —Sevika no se movió, pero su ceja subió como una amenaza silenciosa. —Pero sí estás en la otra. —Alzó la vista, clavándole la mirada con una sonrisa que olía a fósforos recién raspados. Se llevó un dedo a la boca y lo mordió con suavidad, como si estuviera conteniendo una carcajada... o una amenaza. —En la lista de “me importa un carajo”. Ahí figuras con asterisco y subrayado. El pop del globo fue el punto final. Jayce bajó la cabeza. Lux se mordió el labio. Sevika respiró hondo, como quien cuenta hasta tres antes de romper un cráneo. —Vine a buscarte. —gruñó al fin, cruzándose de brazos como si se blindara del teatro ajeno. —Aww. —Jinx apagó la soldadora con un giro coqueto, ojos brillando como cuchillas recién pulidas. —¿Una cita? ¿Té con dinamita? ¿O vienes a confesar que me extrañaste y sueñas conmigo? —Una jodida misión. —Sevika no tragaba una sola gota del show. —Contrabandistas en la comuna. Chatarra noxiana. Basura peligrosa. Necesito a alguien a quien no le tiemble la mano para volar cosas ni el alma para gritarle a criminales hasta que se caguen encima. Jinx chasqueó la lengua. Masticó fuerte, el crujido del chicle sonó a hueso molido. —¿Y me elegiste a mí? Qué romántico. Me vas a hacer sonrojar, Sev. —No te emociones, lunática. —Bufó Sevika. —El resto está muerto, desaparecido o inútil. Tú estás funcional y armada. Me alcanza. Jinx bajó de un salto. Ligera, silenciosa. Como un relámpago con problemas mentales. Se plantó frente a Sevika, nariz a nariz, absorbiendo el olor a tabaco como si fuera combustible. —¿Y yo qué gano? —Fuego. Ruido. Acción. —Respondió Sevika, encendiendo su cigarro sin despegarle la mirada. —Y el raro privilegio de destruir legalmente. inx ladeó la cabeza. Sonrió como quien reconoce un buen chiste... con cuchillas. —Touché... —Susurró, mordiéndose el labio inferior, divertida. Luego giró sobre un pie como una bailarina con dinamita en los tobillos. —Dame cinco minutos, media locura... y mis putas botas. Avanzó sin mirar atrás, cruzando el taller con un vaivén que oscilaba entre amenaza y espectáculo. Se plantó frente a Lux y Jayce, que la observaban como quien ve caer una granada con moño rosa. —¿Van a armar escándalo si me escapo un rato... o pueden hacerse los ciegos por hoy? Jayce soltó un suspiro largo, de esos que arrastran años de trauma tecnológico y decisiones cuestionables. Sin apartar la vista del condensador Hextech, murmuró con tono neutro: —No toques nada que esté sellado en rojo. Ni en negro. De hecho… no toques nada. Punto. —Y vuelve entera. —Agregó Lux, sin alzar la cabeza del soldador, pero siguiéndola con los ojos, como una cirujana que reconoce el riesgo de perder a una paciente antes de operarla. Jinx alzó las manos como si se entregara a un crimen que todavía no decidía cometer. —Ay, qué dramáticos. Si muero, mínimo que sea con fuegos artificiales y aplausos. —Le guiñó un ojo a Sevika. —¿Y quién más va? —Nadie que te importe. —Gruñó Sevika, encendiendo el cigarro con un chasquido. —Solo tú y tus juguetes homicidas. Jinx ladeó la cabeza, el pelo alborotado en todas direcciones como si acabara de pelear con un huracán… y hubiera ganado. —Hmm… aceptable. Pero si no hay explosiones antes de los diez minutos, empiezo a prender fuego a cosas por deporte. Tú sabrás. —Cuenta con eso. —Escupó Sevika, soltando una bocanada espesa que olía a pólvora, tabaco y cero paciencia. —Solo no quemes el camino antes de llegar. Jinx giró sobre sí misma con la teatralidad de una reina punk bendecida por el caos. —Y esto no es una de esas misiones emocionales con discursos sobre el sentido de la vida, ¿cierto? —¿Crees que me importa tu historial emocional, niña demente? —Replicó Sevika, cruzando los brazos. —Es patrullaje. Si quieres llorar, hay alcantarillas vacías. Jinx se pasó la lengua por los dientes con una sonrisa que era todo menos sana. —Perfecto. Si intentabas tocarme el corazón, te juro que escupo arcoíris. Sevika soltó una risa seca, de esas que parecen hechas con cristales rotos y resentimiento añejo. —Vamos. Hay basura que explotar y estúpidos que espantar. Jinx ya iba rumbo a la puerta, mascando chicle con la intensidad de quien lleva una granada en el alma. Se detuvo justo en el umbral, y sin girar del todo, lanzó una mirada sesgada hacia Jayce y Lux. —Si vuelvo en partes, ya saben quién recoge. —Hizo una reverencia exagerada, tan burlona como precisa. Y justo cuando parecía que se iría sin dejar rastro… Metió la mano en el cinturón, sacó una pequeña esfera metálica del tamaño de una nuez, la besó con dramatismo y la lanzó al centro del taller como si dejara un regalo en una fiesta equivocada. —¡Con cariño! —Canturreó. La esfera rebotó entre planos, cables y herramientas, tintineando como una promesa de caos. Jayce y Lux apenas tuvieron tiempo de parpadear. —¿Qué demo—? —empezó Jayce. Demasiado tarde. Una explosión de humo rosado llenó el aire con un estruendo seco, seguido de una lluvia vengativa de brillantina fluorescente que parecía diseñada para humillar a genios. Jayce quedó bañado en partículas púrpura hasta las pestañas, con la mandíbula apretada y expresión de “esto no puede estar pasándome otra vez”. Lux, con los ojos entrecerrados y una estrella verde adherida a la frente, estornudó con tanta fuerza que una nube de brillos saltó de su rostro como si fuera una bola de nieve radiactiva. Ambos se quedaron inmóviles por un segundo. Luego, muy despacio, se giraron hacia la puerta. —¡JINX! —Rugió Jayce con una mezcla de furia y resignación paternal. Pero la puerta ya se cerraba con un chirrido burlón. Al otro lado, una carcajada resonaba como metralla alegre perdiéndose entre los pasillos del taller. Sevika no dijo nada. Solo caminó tras ella, con el paso firme de quien ya se ha rendido a la idea de que lo inesperado es rutina. Seguía a Jinx como una sombra con mandíbula de acero: imperturbable, armada y sin paciencia para florituras. El viaje fue corto, pero lo suficientemente largo como para que la tensión se cociera a fuego lento.Jinx no se quedó sentada. Subía, bajaba, giraba como un satélite con problemas de órbita. A cada tanto, se asomaba por entre los cabezales de los asientos delanteros, empujando la cara lo justo para invadir el espacio personal de Sevika con descaro quirúrgico. —¿Ya llegamos? —Susurró la primera vez, haciendo estallar una burbuja de chicle justo al lado de su oreja.POP. Sevika no respondió. Apretó más fuerte el cigarro entre los dientes. El sabor a tabaco viejo era más soportable que esa energía envuelta en pelo corto, celeste y malas decisiones. Segundos después, otra vez: —¿Y ahora? ¿Ya llegamos? ¿Ya se murieron todos o los matamos juntas? —Otro globo.POP. —Te juro que si haces eso una vez más... —Murmuró Sevika entre dientes, sin mirarla siquiera. —¿Vas a detener el camión y darme una paliza? Suena emocionante. —Jinx desapareció hacia atrás con una risita que arañaba la paciencia como una uña en pizarra. Cada golpe de sus botas contra el panel metálico era una amenaza con forma de tambor. Un recordatorio constante de que, en ese vehículo, había dos tipos de dinamita: la que estaba en la mochila… y la que hablaba. Finalmente, el camión chilló al detenerse, como si también estuviera harto. Jinx no esperó a que abrieran. Se lanzó por el borde trasero como si el pavimento fuera una tarima. Cayó sobre los adoquines resquebrajados con un giro innecesario, glorioso y perfectamente suyo. Su mochila hizo un sonido sordo, cargada de todo lo que un tratado de paz consideraría delito. Jinx masticó con lentitud. Escupió el chicle contra una pared mugrienta, donde quedó pegado como una amenaza rosada. —¿Y bien? —Dijo, rebuscando en su mochila con teatralidad. —¿A quiénes vamos a decorar con entrañas? Sacó una bomba redonda, decorada con una sonrisa infantil y ojos desparejos. La sostuvo con cariño, como si hablara con ella. —Esta quiere jugar. —Más al fondo. —Gruñó Sevika, descendiendo del camión con ese andar que crujía asfalto y paciencia. —Diez, tal vez doce. Con suerte, ninguno listo. Con más suerte, todos muertos antes de que griten. Jinx estiró el cuello con un crujido exagerado y sonoro, como si desajustara su moral antes de entrar en acción. —¿Y eso es todo? ¿Me trajiste para un número de circo tan... modesto? —Tranquila. Esto recién empieza. —Respondió Sevika encendiendo su cigarro sin apuro. —Tú encárgate de hacer ruido, yo me encargo de que nadie nos reclame después. Pero entonces… Un sonido se deslizó en el aire como una aguja en carne viva: metal sobre rejilla, respiración contenida, pasos con memoria. No fue un ruido, fue más bien un recuerdo caminando. Ekko. Emergió entre la niebla como una decisión mal resuelta, con la capucha echada hacia atrás y la sombra del insomnio colgándole de los hombros. Jinx se detuvo. Un parpadeo, un pulso fuera de ritmo. Una maldita pausa que supo a trampa. —No… —Masculló entre dientes. Luego, más fuerte, con veneno fresco. —No me jodas, Sevika. —Misión conjunta. —Respondió Sevika sin girarse, con ese tono que usaba cuando apretaba un gatillo: seco, sin margen. Jinx se volteó hacia ella, ojos encendidos, mandíbula rígida. —¿Me armaste una emboscada emocional? Te pregunté, maldita perra, si esto era solo trabajo. —Él pidió que vinieras. —Sevika no reculó ni un milímetro. —Yo no soy ni tu madre ni tu terapeuta. Si quieren pelearse, háganlo después de volar cosas, o durante, me da igual mientras el trabajo se haga. Jinx bufó. Sacó otra bomba pequeña, empezó a girarla en su mano como si calibrara qué hacer con ella: lanzarla, tragársela o clavársela a alguien. Ekko no se movió. —Jinx. —Dijo. Una palabra que parecía haber cruzado kilómetros de ruinas solo para llegar ahí. Ella lo miró al fin con esa frialdad quirúrgica que uno se pone cuando ya sangró demasiado. —No empieces. No quiero hablar. No vine por ti. Vine por el ruido, por la pólvora. —No estoy aquí para cambiar nada. —Contestó Ekko, su voz más herida que firme. —Solo para no seguir mintiéndome. —¿Y qué mierda te hace pensar que yo no quiero seguir mintiéndome? —Replicó ella, dando un paso adelante. Su voz era navaja. —Esto es Zaun, Ekko. Lo que se rompe, se entierra. Si no, te arrastra con él. Ekko tragó saliva. Tenía el bastón en la mano, pero era evidente que no era por defensa, era para no caer. —No vine a pedir nada. —Bien. Porque no pienso darte ni mierda. Sevika soltó una bocanada de humo. —¿Listos ya? ¿Terminaron con el drama o hay que repartir boletos numerados? —Gruñó Sevika, sacudiéndose el polvo emocional como si le picara bajo la piel metálica. Jinx no respondió. Solo ladeó la cabeza con una sonrisa torcida, como si algo dentro de ella acabara de hacer clic. Se agachó, metió la mano en su mochila y sacó una esfera metálica, tosca, con líneas grabadas a mano y una cuenta regresiva dibujada con marcador rosa. —Vamos. A lo único que sé hacer sin decepcionar a nadie. —Murmuró con voz de dinamita, mientras besaba la bomba con una ternura irónica. La lanzó sin mirar. La esfera cruzó el callejón rebotando entre los muros desconchados hasta incrustarse en la pared del fondo. Un segundo de silencio. El tipo de silencio que ni el aire se atreve a respirar. ¡BOOM! La explosión reventó piedra, metal y certezas. El muro colapsó hacia dentro con un rugido seco y los primeros en caer ni siquiera gritaron. Jinx fue la primera en moverse. O más bien, en dispararse hacia adelante. Como una chispa sobre pólvora seca. Una granada de cascabel en una mano, una bengala en la otra. Su risa estalló antes que cualquier artefacto. —¡Hora del show, perras! —Gritó, lanzando la bengala al aire. El humo rojo cubrió la entrada como un telón en llamas. Ekko apareció detrás, aerodeslizador activado, deslizándose con la precisión de alguien que baila con sus propias ruinas. Sevika caminaba al fondo. Su brazo metálico brillaba con estática como una promesa de dolor sindicalizado. Un disparo silbó entre la bruma. Ekko giró, rodó sobre la grava y lanzó un disco que impactó contra una columna oxidada. El estallido vibró en el concreto, haciendo tambalearse a tres saqueadores con rifles ensamblados por desesperación. —¡Qué amable! —Gritó Jinx, trepando una caja como si fuera un escenario. —¡No me acostumbro a tanto apoyo emocional! Sacó dos cilindros con caritas sonrientes. Les quitó el sello con los dientes, escupiendo las anillas como si fueran chicle sin sabor, y los lanzó con un giro acrobático que parecía coreografiado por el caos mismo. Las bombas danzaron en el aire un segundo, lo justo para prometer destrucción, y luego: ¡BOOM! Pintura morada, clavos volando, gritos desfigurados por el susto, y la risa de Jinx rebotando en las paredes como metralla sonora. Uno de los tipos patinó entre sangre y esmalte, se fue escaleras abajo y desapareció con una sarta de maldiciones en un idioma que ni el infierno querría subtitular. —¡Uno, dos, tres ojos menos! —Canturreó Jinx, colgándose de una viga como murciélago intoxicado de adrenalina. Ekko no respondió. Solo giró, bloqueó un cuchillo con el bastón, devolvió el golpe con el doble de fuerza y le quebró la pierna a un enemigo con un crujido que sonó como una puerta cerrándose para siempre. —¡Oye! ¡Ese era mío! —Chilló Jinx, cayendo a su lado con una voltereta, y disparando dos veces al cuerpo que ya no respiraba. —¿En serio? —Respondió Ekko, con el ceño fruncido y la voz como una piedra húmeda. —¡Estoy armando un collage de cadáveres! ¡Y justo me faltaban extremidades! —Respondió, genuinamente indignada. No hubo tiempo para réplicas. Los nuevos enemigos surgieron del fondo del pasadizo como cucarachas alimentadas con odio. Escudos eléctricos, lanzallamas improvisados, piezas sueltas cosidas con resentimiento. Uno empuñaba una espada hecha con huesos humanos; otro, una máscara que goteaba mugre desde los filtros, como si su rabia respirara sola. Jinx se rio.No su risa de siempre.No el teatro. Una risa rota, cruda, de esas que nacen cuando el dolor por fin encuentra un ritmo que le queda bien. —¡Ahora sí se puso sabrosón! —Gritó, disparando sin mirar. Una, dos, tres balas. Las estelas azules surcaron el aire y la tercera impactó justo donde debía: la mochila del lanzallamas. BOOOM. La explosión barrió el pasillo. Una lengua de fuego lamió paredes, levantó polvo, hizo crujir el concreto, y sacó maldiciones a medio tragar de las bocas que no alcanzaron a morir del susto. El incendiario giró sobre sí mismo envuelto en llamas, como un trompo maldito ardiendo hasta el grito final. Ekko ya estaba en movimiento. Antes de lanzarse al combate, guardó el aerodeslizador con un gesto ágil, casi automático. El espacio era estrecho, con vigas bajas y escombros por doquier. No era lugar para volar… sino para caer con precisión. Bastón al frente, energía chispeando en la punta, se lanzó hacia el enemigo del escudo como si cada paso afilara su voluntad. Esquivó un disparo errático, giró sobre el propio eje, enganchó desde abajo, y con un solo golpe limpio mandó el escudo a volar como tapa de olla en cocina sin reglas. El contrabandista intentó recular. No llegó. La patada giratoria de Ekko lo estampó contra una viga con la contundencia de una decisión final. CRAACK. El metal vibró y entonces, el techo rugió, como si el edificio mismo quisiera decir hasta aquí llegaron. —¡Arriba! —Gritó Sevika, sin alarmarse, como si avisara que alguien dejó el horno encendido. Ekko levantó la vista demasiado tarde. Una plancha de acero se desplomó desde lo alto, pesada, oxidada, filosa como un recuerdo mal cerrado. Y el mundo se tiñó de azul. Explosiva, desordenada, salvaje: Jinx. Saltó desde una viga, rebotó en una caja metálica que chirrió de emoción, y lo embistió justo antes del impacto. Rodaron juntos. Polvo. Metal. Caos. ¡CLAAANG! La plancha se estrelló donde Ekko estaba segundos antes. El sonido fue como un alarido de metal muriendo a gritos. Cuando el eco se apagó, Ekko jadeaba contra el suelo, y encima de él... su pasado con piernas. Rodillas plantadas a cada lado de sus caderas. Cabello corto y revuelto. Piel manchada de pintura fluorescente. Y unos ojos... Malditos ojos. Respiraba rápido, demasiado cerca y real. Ekko tragó saliva. Ella olía a pólvora dulce, a aceite viejo y a algo que nunca se fue del todo. —¿Siempre estás justo donde voy a caer… o solo entrenas para amortiguarme con tus caderas? —Ronroneó Jinx, con una sonrisa torcida que no pedía permiso. Ekko parpadeó, rojo hasta la raíz del alma. —Yo… fue el techo. —¿El techo? —Repitió ella con una ceja levantada. —Ay, Ekko… tan predecible. Si cada vez que estás bajo presión terminas debajo mío, vamos a tener que hablar de tus mecanismos de defensa. Intentó moverse. Ella no se quitó. —¿Podrías…? —Empezó, sin saber si pedir espacio, aire o ambas. —Podría. —Dijo ella, bajando la voz hasta convertirla en un roce. —Pero no sería tan divertido, ¿no crees? Se inclinó lo suficiente para que su nariz rozara la de él y lo justo para que la historia se colara entre ellos, como una granada sin espoleta. —Relájate, genio. No voy a robarte nada. —Murmuró Jinx, empujándose hacia atrás con la agilidad desquiciada de quien podría haber dejado una bomba en el bolsillo de su ex. —Solo quería saber si el cadáver de “nosotros” todavía convulsionaba. Por ciencia, ya sabes. Ekko no alcanzó a responder. Su pecho latía con ese tambor viejo que no había aprendido a callarse. Pero entonces, una voz irónica, afilada como un cigarro mal apagado, lo sacudió desde el fondo del callejón: —¿Van a seguir coqueteando entre cadáveres, o pueden guardar la telenovela para después del desarme? —Gruñó Sevika, aplastando el cráneo de un saqueador contra la pared con su brazo metálico. El crujido que siguió fue definitivo. Jinx giró la cabeza, una ceja arqueada y el chicle explotando justo al lado de su lengua. —¿No que eras la ruda de la historia? ¿O ahora te dedicas a mirar desde la platea mientras otros hacen el caos? Sevika no se movió ni un milímetro. Se limitó a escupir al suelo con precisión casi artística. —Para eso los traje a ustedes, par de dramas armados. Yo ya peleé suficiente con la vida. Hoy vine a ver el espectáculo. Jinx soltó una carcajada con brillo ácido. —¿Ves, Ekko? A veces te reclutan solo para entretener a las abuelitas de guerra. No es tan distinto a una primera cita. Ekko se levantó sin mirarla. Pero la forma en que se sacudió el polvo, la forma en que la respiró de reojo, decía todo lo que no pensaba decir en voz alta. Y entonces, Sevika volvió al ataque, sin mover un músculo: —Pues decidan rápido si van a lanzarse cuchillos o besos, porque si tengo que intervenir yo… no van a quedar ni cuerpos ni traumas. Solo manchas. Jinx se irguió con un salto eléctrico, sacudiéndose la pintura del muslo con una palmada burlona. —Lo siento, Ekko. Las citas con la nostalgia me dan urticaria. Pero la violencia… —Sonrió, sacando otra bomba pequeña y dándole vueltas como a un anillo de compromiso maldito. —La violencia siempre sabe qué decirme. Ekko tragó saliva. El alma hecha jirones, la vergüenza colgada de los huesos como ropa mojada. —Maldito favor sentimental… —Murmuró Sevika, escupiendo al suelo como si le sacara el sabor rancio del corazón. —La próxima vez, Ekko, escríbele a tu terapeuta, y déjame fuera de tus comedias emocionales. Jinx ya estaba cargando la siguiente bomba como quien enciende un cigarro con el alma. Para ella, la guerra no era un acto: era instinto. Era ritmo. Era combustible. Quedaban tres. Uno echó a correr. Sevika lo alcanzó en dos zancadas. Su brazo mecánico subió como una sentencia y bajó como una ejecución. El sonido del impacto fue un crack sucio, de esos que no se olvidan ni con terapia. Otro intentó huir por una ventana. Ekko giró antes de pensarlo. Bastón en alto. Golpe seco en la nuca. El tipo se desmoronó como chatarra vieja, sin drama, sin gloria. El último dudó. Y con eso, firmó su final. No entró: estalló. Deslizó una rodilla por el suelo cubierto de restos como si el caos fuera su pista de baile. De un salto, cayó sobre el contrabandista, le clavó la rodilla en el pecho y le encajó un cuchillo eléctrico en el hombro, lo justo para dejarlo convulsionando, sin matarlo. Aún. —Shhh… —Susurró con una dulzura escalofriante, mientras el tipo se retorcía bajo su peso. —Quédate quietecito, que este momento no es para ti. Es para nosotros. Entonces giró sobre sus talones y miró a Ekko. Le sonrió, esa sonrisa que parecía un incendio recién contenido. Sacó una bomba de forma redondeada, pintada con una carita feliz y letras rosas que decían “BOOM ME, BABY”. La sostuvo entre los dedos como si fuera un anillo de compromiso… o una maldición hecha a medida. —¿Quieres el honor, Relojito? —Le ofreció, sin dejar de mirarlo. Ekko dudó pero tomó el artefacto. Jinx no dijo nada, pero su expresión no era de burla esta vez. Era de espera. Ekko respiró hondo. Flexionó los dedos, el peso era mínimo, pero sentía que le aplastaba los hombros. Entonces giró sobre sí mismo. Movimiento limpio, pulso firme. Como cuando lanzaba piezas rotas para que ella las atrapara al vuelo, pero ahora... no era un juego. La bomba cruzó el aire, girando como si la gravedad se apartara por respeto.Un segundo. Medio segundo. ¡BOOM! Una explosión de pintura ácida, clavos voladores y una risa en estéreo. El contrabandista ni siquiera alcanzó a gritar. Solo desapareció entre color, caos y chispas. Silencio. Y luego, como si el mundo retomara el aliento, Jinx habló sin darse vuelta: —Nada mal, Relojito… Ekko bajó la mano, el pecho agitado. —Siempre tuve buena puntería. —Murmuró. —¿Buena puntería? —Jinx giró, arqueando una ceja. —Por favor... en los viejos tiempos no le atinabas ni a tus propias ideas. Se acercó un paso, y luego otro. —Pero te la jugabas, y eso… eso siempre fue lo más jodidamente valiente que tenías. Le guiñó un ojo, la boca torcida entre burla y algo que se parecía demasiado a nostalgia. Ekko bajó la mirada, no por vergüenza, por defensa, porque había cosas que aún dolían más cuando te sonreían. Desde el fondo, Sevika gruñó como si acabara de pisar un recuerdo afilado. —Me van a hacer vomitar. Jinx soltó una risita seca, con sabor a pólvora y chicle barato. —Ay, vieja… si supieras la mitad de lo que nos tragamos, se te funde el brazo de la pura incomodidad. Y sin esperar réplicas, siguió caminando entre los restos. Saltaba escombros como si cada pedazo del mundo fuera parte de su propio escenario en ruinas. Caótica, imparable, sucia de gloria. Cada paso tenía una cadencia que no obedecía a ningún ritmo más que al de su propia guerra. Ekko la miraba con los ojos llenos de todo lo que no se había dicho. Y cuando por fin encontró la voz entre los restos de la garganta, habló. —Jinx… Ella ya rebuscaba en el bolsillo, como si supiera lo que venía. Sacó una bomba pequeña, cilíndrica, con una calavera mal dibujada y brillantina incrustada como una broma cruel. La giró entre los dedos, con esa calma que siempre precedía al desastre. —¿Podemos hablar? A solas. Solo un rato. Sevika chasqueó la lengua con fuerza y rodó los ojos tan fuerte que casi se salieron a huelga. —¿Qué hice yo para merecer actuar de niñera en este puto drama romántico con cicatrices? Se cruzó de brazos, su prótesis crujió como un aviso. —Incendien esta mierda y vayan a filosofar al tejado o a revolcarse entre traumas. Yo me largo antes de que alguien diga “lo que pudo haber sido”. Y se fue, con su paso de tanque desgastado y un rugido de resignación que se perdió entre metal y humo. Jinx se quedó en su sitio. Infló un globo. Pop. No lo miró. —No creo que sea buena idea. —Murmuró, y esta vez la voz no cortó, se hundió. —Tú y yo hablando… siempre termina mal o con alguien ardiendo. Ekko no se acercó, pero su silencio era una mano extendida sin tacto. La miraba con esos ojos de “no quiero arreglarlo, solo que no duela por un segundo”. Ella lo sintió, por supuesto que lo sintió. Le dio otra vuelta a la bomba entre los dedos, y la alzó como quien brinda por un incendio que aún humea. —Pero si vamos a hablar… que sea después de la última explosión. Y sin esperar aplausos, arrojó la bomba. Giró en el aire como un recuerdo que nunca aprendió a quedarse quieto. ¡BOOM! Pintura neón, metralla artística. Un destello absurdo y hermoso, como si el caos tuviera una paleta de colores y una dirección de arte personal. El lugar se llenó de polvo brillante, restos bailando en el aire. El mundo se quedó quieto, aunque solo fuera un segundo. Jinx sonrió. No con alegría, con alivio. —Cereza del pastel. —Susurró, y se echó la mochila al hombro. Subió a una baranda oxidada como quien se sube al fin del mundo. Ligera. Radiante. Rota de forma funcional. —Vamos, Relojito. Conozco un techo donde los recuerdos no muerden tan fuerte. Ekko asintió. No dijo nada. Solo la siguió. Subieron sin hablar, entre escalones oxidados que gemían como huesos viejos pidiendo tregua. Las barandas crujían bajo el peso de la historia, no del cuerpo. Y el humo… el humo seguía oliendo a lo mismo: a infancia calcinada, a pólvora casera, a secretos que nunca se enterraron bien. Ese aroma que no se va ni con el tiempo, ni con el perdón. El techo los recibió con la indiferencia de siempre: un rompecabezas de placas metálicas mal soldadas, antenas fracturadas como huesos mal curados, y basura que ya no era basura, era decoración involuntaria. Desde ahí, Zaun se extendía bajo ellos como una criatura gigantesca, jadeando neón y respirando por tubos rotos, con los pulmones hechos trizas de tanto tragar mugre. Más allá, como una burla dorada, Piltover. Perfecta desde la distancia. Elevada, vestida de luz falsa. Brillando como si no supiera cuántos cuerpos sostuvo para mantenerse tan alta. Jinx se dejó caer sobre un ducto corroído con la ligereza de alguien que ya se acostumbró a que el mundo esté siempre a punto de romperse. Masticaba su chicle con ritmo de metrónomo desquiciado, las piernas colgando al vacío como si no supieran cuánto peso arrastraban y como si nunca hubieran pisado una tumba con nombre propio. Ekko llegó después, más lento, callado, como si cada paso en ese techo oxidado fuera un acto de fe. —Mírate. —Dijo con voz arrastrada, sin necesidad de verlo. —Trajiste tu traje invisible de adulto triste. ¿Te lo planchó Vi o lo compraste junto con el reloj que te aprieta el culo? Ekko se sentó al lado. No muy cerca, tampoco lejos. Brazos apoyados en las rodillas, la espalda recta como si quisiera que algo se mantuviera firme. —Desde que tuve que empezar a juntar los pedazos que dejamos tirados. —Respondió, sin subir la voz. Pero cada palabra venía con filo. Jinx chasqueó la lengua. —Uy, qué filosófico. ¿Te dan medallas por eso en el club de los que se creen mejores que yo? —No. Solo cicatrices. —Pff… antes decías estupideces más divertidas. —Movió los pies como si pateara el aire. —Antes eras ese enano con trenzas mal hechas que se reía cuando alguien se caía de culo… y luego le ofrecía la mano para levantarse. —Ese enano se murió el mismo día que Silco nos robó el futuro. —Le devolvió la mirada. —Y tú… tú lo ayudaste a enterrarlo. Silencio. De esos que saben escarbar sin hacer ruido. Jinx rio por lo bajo, no burlona, solo… cansada. —Tal vez, pero mírate. —Lo miró ahora sí, con los ojos de antes, los de Powder. —Aún me ves como si creyéramos en las mismas cosas. Como si no hubiéramos aprendido a odiar lo que fuimos. —No te odio. —Dijo Ekko, bajito. —Peor. —Murmuró ella. —Me extrañas. El viento sopló entre ellos, trayendo el olor a pólvora que aún flotaba como una memoria fresca. Ninguno se movió. Hasta que Jinx disparó sin apuntar: —¿Te acuerdas de cuando subíamos acá a contar estrellas? Ekko alzó la vista. El cielo estaba igual de sucio, igual de vacío. —Nunca pasábamos de cinco. —Dijo. —Y tú les ponías nombres ridículos. —“Brillito”, “Flashazo”, “Pow”... —Enumeró con una sonrisa torcida. —¿Y cómo olvidarse de “Estrellín McBoom”? Ese era el líder de la resistencia estelar. Ekko soltó una risa que no parecía suya. Era una risa chiquita, de cuando reír era más fácil que llorar. —Dijiste que si alguna estrella sobrevivía en este cielo, se merecía su propio cómic. —Y aún lo creo. —Su voz fue un susurro que casi se disolvió entre las chimeneas. —Pero creo que ya nadie dibuja esas historias. Solo tachan finales. El silencio volvió, espeso. No uno de esos cómodos. Uno con cuchillas que pesan. Ekko la miró de lado. La sonrisa torcida se le murió en la comisura. No se rió. Le ardía el pecho, como si cada palabra que no decía se le oxidara adentro. Jinx infló otro globo. Esta vez no explotó, solo se desinfló con un soplido apagado, como un suspiro con memoria. Sus ojos no miraban el caos, miraban el vacío, el que se queda cuando se te cae todo y no sabes si juntar los pedazos o patearlos. —No puedo sostener un pasado que se me deshace en las manos, Ekko. —Lo dijo sin mirar, bajito, como si lo escupiera con miedo. —Es como abrazar humo… con las costillas rotas. Se quedó mirando el cielo mugroso de Zaun, como si el humo tuviera respuestas o le debiera una. —Lo que pasó entre nosotros… —Tragó saliva, pero no nostalgia. —Fue antes. Antes del derrumbe, antes de que Ambessa y sus soldados hicieran trizas lo poco que no habíamos destrozado nosotros mismos. Hizo un pop, pequeño, triste, con sabor a derrota. —Fue eso. Un momento. Un pedazo de cielo antes del incendio. Tú me sostuviste. Yo… yo te di algo que te negabas a pedir. Giró apenas el rostro, lo justo para verlo de reojo. En sus ojos había algo más parecido al cariño que al rencor. —Nos dimos tregua. —Añadió con voz gastada. —Una jodida tregua entre dos bombas que sabían que iban a explotar igual. Bajó el tono y con él, la guardia. —Pero yo… yo cargo muertos, Ekko. No de esos que entierran. De los que te miran desde adentro cada vez que cierras los ojos. Decisiones. Voces. Versiones de mí que no se callan. Entonces sí, lo miró. De frente. Como si se lanzara al fuego con los ojos abiertos. —¿Cómo puedes seguir mirándome así? ¿Por qué no me mandaste al carajo? Bajó la cabeza antes de que él pudiera responder. —Porque no estás enamorado de Jinx. —Murmuró, como quien se arranca algo. —Estás enamorado de Powder. De la niña que no tenía sangre bajo las uñas ni dinamita en la sonrisa. —No. —La interrumpió, con calma, pero con fuerza. —Estoy enamorado de quien sobrevivió, de la que se paró entre los escombros y siguió caminando. Con cicatrices, sí. Con locura, también, pero de pie, no amo a una idea. Te amo a ti. Y eso… eso la desarmó un poco. —Tus Firelights… —Su voz tembló. —La madre de Caitlyn e incluso Isha. Murieron porque tú y Vi se negaron a ver lo que realmente soy. Eligieron tapar con cariño al monstruo… Y yo… yo los fallé. Otra vez. Como siempre. —Ella murió en una guerra que no decidiste tú y aún si la hubieras empezado… nadie sobrevive sin fallar. Yo también tengo sangre en las botas, Jinx. Ekko no dijo nada. No negó, ni la corrigió. No intentó salvarla con frases bien armadas, solo la miró y en ese silencio había todo: la rabia contenida, el amor que no se rinde, y la verdad de quien ha visto demasiado para juzgar. —Pero tú hiciste algo. —Continuó Jinx, apretando el puño hasta clavarse las uñas. —Yo solo… exploté cosas. Empujé a Vi. Te dejé. Sus palabras ya no eran reproche. Eran confesión. —Cada vez que tuve que elegir… la cagué. —¿Y aun así me preguntas por qué no te odio? —Sí. —La voz le estalló. Seca, herida. —Joder, sí. ¿Por qué? Ekko no parpadeó. —Porque si no te veo yo… ¿quién más? Jinx soltó una risa sin aire. Era más un espasmo que una risa, pero tenía vida, poca, pero la tenía. —Vi una salida, ¿sabes? Una sin metralla ni recuerdos con nombres. Me aferré a ella. No dijo “Lux”. No hacía falta. Lux estaba ahí, suspendida en ese silencio. —Porque si me quedaba… me convertía en polvo, y tú no deberías respirar mis cenizas, Ekko. Él se acercó lo suficiente. —No me importa lo que ya se quemó. Me importa lo que sigue latiendo. —Tengo demasiados demonios en la mochila y todos muerden. —Susurró ella, quebrada. Ekko le tomó la mano con reverencia, como si sostuviera una promesa que temía romper. —Entonces déjame conocerlos. Jinx no se soltó, bajó los ojos. No en derrota, sino en vértigo, como si algo en su pecho se inclinara a mirar lo que podría pasar si, por una vez, no corría. —Tengo miedo. —Yo también. —Dijo él. —Pero por una vez… quédate. Los rostros se acercaron lentamente, con torpeza, con duda… y con una necesidad muda que rugía más fuerte que cualquier bomba. El viento de Zaun les pasaba entre el pelo, sucio, espeso, lleno de químicos y culpa, pero ellos solo respiraban el aliento del otro. Ekko sentía el corazón reventarsele a golpes. Jinx lo miraba como si fuera la última persona capaz de verla sin cerrar los ojos. Un milímetro más, solo uno. Y entonces… ¡CRASH! El mundo recordó que existía. Gritos. Cristales. Una pelea más abajo. Puños contra hueso, metal contra cemento, Zaun vomitando su caos como de costumbre. Ambos miraron hacia abajo. Luces rojas. Siluetas moviéndose como sombras con hambre. El infierno no pide permiso. Cuando Ekko volvió a mirarla… ella ya no era la misma. Jinx no sonreía. No había sarcasmo. Solo ojos vidriosos, quietos, como si el fuego de las calles le hubiera encendido algo por dentro… o apagado todo. Se puso de pie. El metal crujió bajo sus botas dando dos pasos atrás. No huyó, solo cortó el hilo invisible entre ellos, como si al moverse declarara que ese momento ya no podía sostenerse. Que el “casi” era lo más cerca que podían llegar. —Lo siento, Ekko… —Dijo y su voz fue una astilla quebrandose. —Tú… eres demasiado. Demasiado bueno, demasiado constante. Cruzó los brazos sobre sí misma, no para cubrirse, sino para sostenerse. Como si ya no confiara en que el cuerpo pudiera mantenerse entero por cuenta propia. —Y yo… yo soy lo que queda después del derrumbe. Me rompí en tantos pedazos… —Susurró. —Que ya ni sé cuáles eran míos y cuáles eran culpa. Desvió la mirada, cerró los ojos como si el mundo pesara menos detrás de los párpados. —Y sí, tuvimos algo, algo real, pero fue solo un faro en mitad de la tormenta… nos sirvió para no ahogarnos, no para quedarnos. Cuando volvió a mirarlo, sus ojos brillaban, pero no de alegría ni de locura. Brillaban como el reflejo del mar antes de que alguien se ahogue. —Yo ya solté, Ekko, con todo lo que duele y lo que aún late. Porque si no lo hacía… iba a arrastrarte conmigo. Metió la mano al bolsillo como quien ya sabe lo que va a dejar atrás. Sacó una bomba, pequeña, redonda, calavera pintada a mano y brillantina pegada como si alguien la hubiera armado entre lágrimas y risas falsas. Se la tendió, no como una amenaza, como una despedida. —Es tu turno ahora. Suelta el pasado. Abraza el presente. Y sin esperar respuesta, lanzó la bomba con la gracia de quien deja caer una flor sobre una tumba. ¡BOOM! La explosión no fue violenta. Fue… hermosa. Una lluvia de purpurina estalló en el aire, bañando el tejado con partículas rosas y doradas que giraban como cenizas festivas. Un final brillante para un capítulo que siempre supieron que dolería cerrar. Un adiós vestido de colores que no sabían si reír o llorar. Ekko se paró, dio un paso, luego otro… pero ella ya no estaba. —¡JINX! —Gritó. Solo el eco le contestó, desfigurando su voz, devolviéndole el nombre como si el mundo quisiera recordarle que ella siempre se iba antes de que el “nosotros” pudiera existir. Zaun rugía abajo con esa indiferencia brutal que solo tienen las ciudades que siguen girando aunque tú te estés rompiendo por dentro. Llegó al suelo. El banco estaba ahí viejo, torcido, igual de gastado que él. Se sentó y no pensó, no sintió. Solo… fue. La botella que tenía en la mano no recordaba si era suya, prestada o robada. Quemaba. Eso bastaba. Y entonces, los pasos. Tac. Tac. Tac. Samira. Vestida de plomo y sarcasmo, con una sonrisa ladeada que olía a pólvora seca y respuestas que nadie había pedido. Las caderas, desafiando leyes de la física y del duelo emocional. —¿Zaun entero… y vienes a llorar justo en mi banca? —Dijo sin mirarlo, lanzando una moneda al aire como si acabara de pisar una cicatriz. Ekko no respondió, solo bebió como si el trago fuera la única respuesta que Zaun permitía. Ella se plantó a su lado, lo escaneó de reojo, rostro vencido, nudillos partidos, alma colgando como ropa mojada al borde de un techo. —Vaya… —Murmuró, sin burla esta vez. —Te dieron con algo más fuerte que un disparo. Ekko alzó la vista apenas. Sus ojos, vidriosos como el fondo de la botella. —No fue un disparo. Fue ella. Samira no dijo nada. Solo se dejó caer a su lado, con esa elegancia sucia que tenía hasta para tocar fondo. —¿La que se robó tu corazón? —Preguntó, como si no supiera perfectamente de quién hablaba. Ekko asintió, la botella bajó. —¿Te dejó colgando del precipicio… o te empujó con beso incluido? —Me dijo que la soltara. —La voz de Ekko era un ladrillo tragado en seco. —Y se fue con una bomba de brillantina. Literal. Samira río de forma breve. —Clásico. Las que más duelen siempre se van haciendo ruido. El silencio se sentó entre ellos como un tercer espectro, sin pedir permiso. —¿Y ahora qué? —Preguntó ella, cruzando los brazos. —¿Plan A: beber hasta olvidar? ¿Plan B: salvar el mundo despechado? ¿O plan C: acostarte con la primera idiota que se siente a tu lado? Ekko giró el rostro, la miró, no con deseo, con la desesperación de quien ya no sabe dónde poner los pedazos. Samira lo vio y sonrió. No por burla, por reconocimiento. —Pensé que ibas a tardar más en llegar a ese punto. —Dijo, poniéndose de pie como si fuera el remate de una decisión que ambos fingían no haber tomado antes. Se sacudió el abrigo con la gracia de una sentencia. —¿Vienes? Ekko dudó, medio segundo y ese fue el error. Se puso de pie. Samira no esperó más. Caminó hacia la oscuridad de las escaleras, sin mirar atrás. Ekko la siguió, con el corazón aun sangrando… y las decisiones oxidadas por dentro, porque a veces uno no se lanza por deseo, se lanza por no saber cómo seguir flotando. La pared del callejón estaba fría. Rugosa. Se sentía como Zaun: sucia, áspera, y aun así... inevitable. Ekko apenas alcanzó a respirar cuando Samira lo empujó contra el concreto. Sus manos le clavaron la realidad entre los omóplatos. —No pienses. —Dijo ella, ronca, firme, sin pedir permiso. —Solo siente. Y él… obedeció. Sus labios lo atraparon como un gancho al hígado: urgentes, calientes, sin espacio para dudas. No buscaban dulzura. Buscaban olvido. Samira sabía lo que hacía con la boca, con las manos, con la cadera que se movía contra él con ritmo felino, generando una fricción que dolía justo donde tenía que doler. El aire apestaba a sudor viejo, a pólvora dormida, a decisiones quemadas. Su lengua sabía a ceniza, a ron barato, a noches sin nombre ni escapatoria. Ekko la sujetó con manos temblorosas, una en su espalda baja, la otra aferrada a su muslo, sintiendo el roce del cuero como una promesa que no sabía cumplir. Samira se rio contra su boca. No con ternura, con dominio. —¿Hace cuánto no te tocan sin pedirte permiso? Ekko no respondió. Sus labios encontraron el cuello de ella, bajando por esa línea que olía a sal, a metal recalentado, a mujer con heridas escondidas. La mordió fuerte. Samira gimió, bajo, como si le diera permiso de pelear. Las manos de ella se colaron bajo su ropa con precisión quirúrgica. No lo exploraba: lo desarmaba. Pero Ekko también se movió. Torpe, urgente. Le bajó los pantalones de combate con un tirón que arrastró el día y la dignidad con él. La tela cayó hasta sus botas. Samira no se resistió. Al contrario: se ancló a su cintura con la necesidad de alguien que se aferra al borde del abismo. Le bajó el pantalón con un tirón que no dejaba espacio para dudas, y se montó sobre él como una sentencia. La humedad entre sus piernas era real y palpable. No ofrecía consuelo, ofrecía guerra. Ekko la sostuvo por la cintura. Sus cuerpos se encontraron sin romanticismo, sin preludio, con una brutalidad casi honesta. Entró en ella de una sola vez y Samira se arqueó hacia atrás, dejando escapar un gemido que no era placer ni dolor. Era guerra. Las embestidas eran golpes, un ritmo seco, jadeos ásperos, uñas clavadas en piel. Su bota golpeó la pared al compás, marcando el pulso del derrumbe. Ekko la besaba con furia contenida. La mordía como si pudiera arrancarse de la boca el nombre de otra. Samira no pedía ternura, marcaba el ritmo, guiaba el caos. Sus pechos se aplastaban contra su torso, su aliento mezclado era alquitrán y fuego. El sudor se les pegaba a la piel como barniz de derrota. —Más fuerte. —Ordenó ella, con la voz rota, los ojos cerrados, los dedos enredados en sus rizos. Y nuevamente obedeció. Zaun seguía rugiendo al fondo. Un motor estallaba en la distancia. Alguien gritaba. El mundo caía… y ellos también. En otra clase de derrumbe: uno entre piel, saliva, y heridas que nunca aprendieron a cerrar. El orgasmo no fue clímax, fue un espasmo compartido que los dejó temblando, jadeando, como si el aire ya no supiera a oxígeno. Pero Ekko… tuvo un segundo de lucidez en medio del temblor. Se retiró justo a tiempo, con el pulso roto y la mandíbula apretada. Terminó fuera de ella, derramándose con fuerza sobre su abdomen, la piel caliente, la tela del pantalón manchada, la marca cruda de una noche que no era amor… solo pausa entre ruinas. Samira apenas se estremeció. Bajó la mirada un segundo, vio el hilo espeso, brillando entre sombra y deseo, y sonrió, sin orgullo, solo por costumbre. Luego, con la misma calma con la que se saca una bala incrustada, se subió el pantalón, sin limpiar nada, sin urgencias. —No te preocupes, chico responsable. —Murmuró con media sonrisa torcida mientras se abrochaba. —No nací para eso. Se acomodó la chaqueta de un tirón, con movimientos limpios. Se sacudió las caderas con un leve vaivén que no buscaba seducir, sino marcar territorio. Luego se encendió un cigarro con los dedos aún húmedos, el encendedor raspando como si no quisiera obedecerle. El humo salió lento, denso, venenoso… como si saboreara el filo exacto de lo que acababan de hacer. —Y no me mires así. —Agregó sin girarse del todo, la voz envuelta en bruma y desdén. —Esto no es redención, pequeño. Es supervivencia con roces. Ekko seguía apoyado en la pared, el pecho subiendo y bajando en intervalos irregulares. Su cuerpo aún no entendía que el momento había pasado, que ya era después, que no había abrazo ni redención ni vuelta atrás. —Lo sé. —Dijo él, apenas audible, con la voz hecha astillas y el alma intentando no desmoronarse por las grietas. Samira exhaló hacia el cielo enfermo de Zaun, una nube de humo que parecía más una señal de advertencia que un alivio. —Entonces no lo arruines creyendo que esto fue más de lo que fue. Y sin dejar espacio a la culpa, ni al arrepentimiento, ni a la ternura que nunca iba a permitir, se marchó. Caminó entre la niebla con el paso firme de quien no necesita mirar atrás porque sabe perfectamente lo que deja. Ekko cerró los ojos. El frío volvió, el vacío también. La cabeza se le fue hacia atrás, golpeando la pared húmeda con un clac sordo. No lo hizo por dramatismo, lo hizo porque ya no sabía dónde meter tanta rabia encapsulada, porque el cuerpo necesitaba chocar con algo, aunque fuera solo concreto. Quedó así, pegado al muro, como un cartel viejo que nadie se atrevió a arrancar. Cuello tenso, mandíbula apretada y ojos clavados en un cielo tóxico que no ofrecía respuestas. Se subió los pantalones sin apuro, como quien recoge escombros con las manos ensangrentadas. El cuero raspaba la piel como si lo castigara por haberse dejado caer. Todo ardía. Y en el aire… quedó solo eso. Un suspiro roto. El eco de un gemido que no sabía si había sido placer, castigo… o simplemente rendición. Un instante después, Zaun siguió vibrando a su ritmo oxidado. Samira por su parte no miró atrás, no le convenía. Las calles de Zaun le devolvían los pasos con la obediencia de quienes ya conocen el filo de sus botas. El calor de Ekko aún le latía en los muslos, pero en el rostro… solo quedaba acero. El placer, si lo hubo, había sido táctico. La culpa era un lujo que no cargaba y el vacío era parte del uniforme. Doblando por un callejón sin nombre, entre tuberías goteando óxido y faroles temblorosos que no se decidían entre parpadear o morir, lo vio. Un cuervo negro y enorme con ojos que no parecían físicos, sino más bien sentidos. Como si viera no con la vista… sino con intención. Estaba posado sobre una caja de fusibles, con las garras aferradas a una pequeña carta sellada con cera oscura. El símbolo: una espiral en forma de fauces. El sello de la Rosa Negra. Samira no dudó, se acercó sin temor. El cuervo no graznó, no se movió, solo la miró como si la hubiera estado esperando. Ella tomó la carta. La rompió con un gesto limpio y la desplegó sin prisa. La tinta era oscura, la letra, familiar. El mensaje… lo suficiente para tensar su mandíbula y arquear una ceja. No había firma, el que la había escrito sabía que bastaba con eso. Samira levantó la vista. El cuervo ya no estaba, como si su existencia hubiese sido solo una parte del mensaje. Cerró la carta con un suspiro que no traía sorpresa. —Ya era hora. —Murmuró, doblando el papel con precisión militar y guardándolo bajo el cinturón. Y con la misma calma con la que se enciende la mecha de una bomba, siguió caminando. Zaun dormiría, pero no por mucho.
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