ID de la obra: 657

El llamado del sol negro

Mezcla
NC-17
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planificada Mini, escritos 1.064 páginas, 490.148 palabras, 63 capítulos
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Lo que el río se llevó

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La ventana hizo un sonido leve, como un pequeño crujido, apenas suficiente para romper el silencio de la noche. Jinx entró por las cortinas con pasos muy suaves, como si hubiera practicado moverse así durante toda su vida. No era porque hubiera entrenado como una guerrera, sino porque desde niña había aprendido a no hacer ruido. Sabía que a veces era mejor no ser vista. El aire parecía envolverse alrededor de ella como si la reconociera. Todavía tenía una bota embarrada puesta, la otra se le había quedado en el camino. Su ropa estaba sucia, cubierta de polvo de la calle, como si todo lo que llevaba encima hablara de su historia de abandono. Sabía caminar sin que el suelo se quejara. Tocó una tabla de madera con los dedos, con cuidado, esperando no hacer ningún ruido. Nada se movió, así que siguió avanzando. A esa hora, cuando los relojes parecen haberse detenido, Jinx era más una sombra que una persona. La habitación la recibió como si supiera que iba a llegar. Estaba tibia, con ese olor a alguien que ha estado durmiendo. Las paredes parecían cerrarse, protegiendo algo muy íntimo. Una lámpara pequeña lanzaba una luz anaranjada que no era muy fuerte, pero suficiente para ver. Todo parecía una espera. Jinx llegó hasta la cama y se sentó al borde, en el lugar donde solía estar. No era un espacio que le hubieran asignado, pero ya lo sentía suyo. Desde ahí, miró a Lux. Lux dormía de lado, respirando suave, tranquila. Su pelo estaba un poco desordenado, cayendo sobre la almohada, como si supiera exactamente cómo acomodarse solo. La luz dibujaba su cara con mucho cuidado. Se veía en paz, sin miedos. Jinx no pensaba, solo miraba y estudiaba cada parte de su rostro, como si quisiera recordarla por si algo llegara a pasar. Tenía las manos en la manta, no por frío, sino para no perder la conexión con el momento. Inclinó la cabeza un poco, sin acercarse más. No era miedo lo que sentía, era más bien esa sensación de no saber si uno pertenece ahí. Quiso tocarla, su dedo se movió sobre la sábana, no para llamar su atención ni para tomarla, solo para asegurarse de que Lux era real, de que no era un sueño, pero no lo hizo. De pronto, recordó a Ekko, ese momento entre ellos que casi fue algo más, pero se quedó a la mitad. Un recuerdo que dolía, no tanto por lo que casi pasó, sino porque se sintió como una traición silenciosa a lo que había construido con Lux. Y entonces, las voces empezaron a colarse en su mente, como si hubieran estado aguardando justo ese instante para arrastrarla hacia el abismo. "¿Otra vez, Powder?" La voz de Milo sonó aguda, cargada de ironía, como si aún estuviera ahí, fastidiado por cada error. Después vino Claggor, su tono más sereno pero igual de firme: "Esto no fue hecho para ti. Ni la calma. Ni ella." Desde una sombra más densa, Silco se impuso con esa mezcla de decepción y certeza que siempre le helaba la espalda: "Puedes pintar tu piel, cambiar de nombre o de causa... pero lo que llevas dentro sigue siendo la misma maquinaria rota." Y por último, Vi. Su voz no necesitó elevarse. Bastó su tono seco, definitivo: "Siempre rompes lo que amas, incluso cuando no quieres." Jinx no intentó discutir con esas voces, no las empujó, ni las silenció. Las dejó entrar, sabía que eran parte de ella como huesos mal soldados en su estructura rota. Se sentó más recta, con los pies temblando al tocar el suelo, como si este pudiera quebrarse bajo su peso, los brazos colgaban a los costados, inertes. No sabía si moverse, gritar o desvanecerse. El cuarto pareció encogerse. La lámpara ya no arrojaba calor, solo una luz que se sentía ajena. Las paredes murmuraban algo que no se podía entender. No eran solo voces, eran órganos que discutían entre sí, cada uno con su verdad. Su mente era un cuarto lleno de sillas ocupadas por todos los que había perdido. Y fue ahí cuando vio a Isha. Estaba sentada en el rincón más oscuro de la habitación, pero su presencia pesaba como si llenara todo el aire. Abrazaba sus piernas con fuerza, encogida sobre sí misma. El pelo celeste, desordenado y manchado de sangre seca, le cubría parte del rostro. Tenía una herida abierta en la frente y las lágrimas le resbalaban por las mejillas sin hacer ruido. No sollozaba, solo dejaba que el llanto ocurriera, como si ya ni siquiera le perteneciera. Sus ojos dorados, tan brillantes como extraños, no mostraban enojo ni ternura. Tampoco alivio, solo una pregunta muda, una mirada que desgarraba sin necesidad de palabras. Jinx se congeló, el cuerpo entero se le ancló al suelo. No podía moverse, ni podía respirar. Isha no era un fantasma ni un simple recuerdo. Era el eco constante de una promesa rota. No estaba ahí para juzgarla, pero su silencio decía más que cualquier grito. Decía: "si tan solo me hubieras alejado, si tan solo no me hubieras hecho quedarme a tu lado..." Jinx tragó saliva, con dificultad. No porque no supiera qué pensar, sino porque lo sabía demasiado bien: Isha murió porque ella no supo protegerla. Porque creyó que podía mantenerla cerca sin que el caos la alcanzara. Porque, en el fondo, había querido sentirse amada… aunque fuera a costa de arrastrar a alguien tan inocente. Verla así, en ese rincón, ensangrentada y muda, no era un castigo. Era el recordatorio más cruel de que el amor, en sus manos, siempre terminaba hecho pedazos. Jinx mantuvo la mandíbula apretada, los músculos temblando de tanto contener las lágrimas que querían salir a presión. Sus ojos no lloraban, pero brillaban con esa tensión densa, como si bastara un suspiro más para quebrarla, y sin embargo, no lo permitiría, no frente a ella, ni frente a Isha. Volvió la mirada hacia Lux, apenas girando el cuello. Sintió, de golpe, la brutal diferencia entre lo que fue y lo que aún tenía: una niña que murió por estar demasiado cerca, y una mujer que dormía en calma, confiando en que nada la dañaría. La culpa le cruzó el pecho como una hoja afilada, por dentro… todo empezó a crujir. Justo cuando su mirada buscó el rincón otra vez, Isha ya no estaba. Como si nunca hubiera estado allí y el cuarto la hubiese absorbido, dejándole solo el eco de su ausencia. Jinx sintió que todo lo que había sido capaz de construir, con Lux, con Ekko, con cualquier resquicio de redención, se desmoronaba otra vez. La figura de Lux seguía ahí, tan calma, tan ajena al torbellino que hervía a centímetros de su cuerpo. Pero Jinx se quedó quieta, con los ojos fijos en la oscuridad que ya no necesitaba verla para recordarle lo rota que estaba. El solo pensar en girar la cabeza hacia ella era insoportable por todo lo que esa calma le mostraba de sí misma. Las preguntas no se dijeron en voz alta, pero le cayeron como piedras en el pecho. ¿No te das cuenta de lo que eres? ¿No ves lo intacta que es ella? ¿Qué hace contigo? Su mente llenó los espacios en blanco con cada voz del pasado. Voces que no necesitaban nombre, eran parte de su estructura. Y, por un segundo, deseó no haber nacido así, no para gustarle más, sino para no ensuciar el aire que Lux respiraba. La escena con Ekko regresó como un latido que no había dejado de doler. No fue lo que dijo, apenas si habló, sino esa mirada suya: mezcla hiriente de afecto que no muere y resignación que no olvida. Una chispa tenue que no sanaba, solo quemaba. Jinx lo había cruzado en el hospital. Fingió no verlo, pero lo sintió, como se siente el humo antes del fuego. Y lo detestó, no por lo que dijo, sino por seguir allí, mirándola con esa obstinación silenciosa que parecía suplicar que aún quedara algo de Powder en su interior. Después, lo presentía. Ekko la buscaba con pretextos absurdos, sensores, piezas, dudas que no necesitaban respuesta, solo para estar cerca. Y ella, desde el instante en que el aire cambiaba, sabía que era él. Su silencio tenía su nombre escrito. Entonces escapaba por la ventana. No era cobardía, era instinto, porque si lo dejaba pasar, si le abría la puerta no a su casa sino a su mente, todo se vendría abajo. Todo lo que intentaba construir con Lux, esa calma frágil, ese lugar sin explosivos. Ekko era el espejo de una vida que no pudo salvar, el recordatorio andante de lo que alguna vez fue capaz de soñar... y perder. Y ahí estaba el contraste. Ekko, con su seriedad tranquila, era bondad silenciosa, alguien que aún dolía por ella... pero que nunca cruzó el límite. Aunque gritó, se quebró, aunque pudo matarla, y no lo hizo. Ese perdón nunca reclamado fue lo más cruel, porque la enfrentaba con algo que no sabía cómo devolver. Lux, en cambio... Lux no hablaba de pasado, era presente, era ternura sin condiciones. No venía con reclamos ni con culpas. Solo con espacio y aceptación. Eso dolía distinto, porque no exigía reparación, y Jinx no sabía existir sin culpa. Uno era la herida, la otra, la venda. Pero ninguna le pertenecía. No merecía ni la historia que casi compartió con Ekko ni el refugio que le ofrecía Lux. Y lo que más la rompía era pensar que tal vez ninguno de los dos la soltaría. Que ambos seguirían creyendo que aún quedaba algo de ella que valía la pena rescatar, cuando todo lo que Jinx quería… era apagarse sin que nadie más se quemara en el proceso. Jinx bajó la mirada hacia sus propias manos, aún apoyadas sobre la cama. La sábana arrugada bajo sus palmas era el único ancla que tenía. Pero el peso en su pecho crecía, como si su cuerpo recordara cada nombre que no supo proteger. Se enderezó con lentitud, empujando el colchón con los dedos, y se puso de pie con el mismo cuidado que usaría alguien al moverse entre ruinas, como si ese gesto pudiera hacer menos ruido que sus pensamientos. Cruzó la habitación con pasos suaves, los pies descalzos sobre la madera helada. El aire parecía más denso mientras se acercaba a la puerta, como si cada paso arrastrara los gritos de quienes ya no estaban. Una despedida silenciosa, pero temblorosa, como si al salir de esa habitación no solo dejara una noche atrás, sino todo un intento de paz. Estiró la mano hacia el picaporte con el único pensamiento en su mente de que quedarse dolía más, ese cuarto pesaba. Ese calor, esa ternura, ese amor sin condiciones... le quedaban grandes. Y justo cuando sus dedos rodeaban el metal frío, una voz suave y firme se filtró entre las sombras: —¿Por qué te vas? La frase atravesó la espalda de Jinx como una corriente. Se congeló en el lugar, su mano, que un segundo antes se había aferrado al picaporte con decisión, se retrajo apenas, temblando levemente, como si esa voz hubiera detenido, al menos por un instante, lo inevitable. Esa voz no tenía reproche, ni juicio. Jinx giró apenas el rostro. Forzó una sonrisa que se quebró antes de nacer. —Hola, lucesita… ¿Te desperté? —Su tono quiso sonar ligero, pero ni el silencio se lo creyó. Lux se incorporó lentamente, como si su cuerpo aún no quisiera soltar el sueño. La luz anaranjada de la lámpara delineaba los bordes suaves de su figura con un cuidado casi reverencial. El camisón de seda azul, ligero como una pluma, caía sobre su piel con precisión irritante. Se ajustaba lo justo en la cintura, fluía suelto en los muslos, y uno de los tirantes se había deslizado sin esfuerzo, dejando ver un hombro desnudo y la línea marcada de su clavícula. Una imagen tan sencilla y al mismo tiempo tan insoportablemente perfecta. Para Jinx, era una provocación que no buscaba serlo. Una especie de contradicción viva: calidez sin amenaza, belleza sin exigencia. No una trampa en el sentido clásico… pero sí un punto vulnerable, algo tan sereno que dolía mirarlo de frente, como si su sola existencia desafiara la lógica del mundo que Jinx conocía. Sus ojos, entreabiertos, se clavaron en Jinx con una tensa calma y solo traían una especie de certeza silente, como si llevara horas sabiendo que esa presencia llegaría. Era una mirada que no pedía nada, pero tampoco se apartaba. Una quietud que pesaba más que cualquier reproche, y Jinx, al encontrarla, se sintió diminuta, como si todo su caos amenazara con romper aquello que Lux sostenía sin esfuerzo. —No dormía. —Dijo con voz baja, apenas rasgada por el eco del silencio. —No desde que entraste. Habían sido muchas noches así. Lux, envuelta en la quietud de su cama, escuchaba cómo Jinx entraba y salía sin hacer ruido, como un espectro familiar. A veces apenas el leve crujido de la ventana, otras, un cambio en la temperatura del aire. Fingía dormir, porque sabía que presionarla solo haría que se alejara más. Se quedaba abrazando las sábanas frías, sintiendo cada ausencia como un latido doble, esperando en silencio que esa vez, Jinx se quedara un poco más. Jinx bufó, con esa mezcla de ironía y cansancio que usaba cuando no sabía si reírse o desaparecer. —¿Ahora también me vigilas, lucecita? —No. Solo aprendí a escuchar el sonido que haces cuando intentas no existir. —La voz de Lux no tenía filo, pero tampoco suavidad innecesaria, solo verdad dicha en voz baja. Jinx parpadeó. No sabía si molestarse o rendirse. Se giró despacio, apoyó la espalda contra la puerta y dejó caer la cabeza hacia adelante, como si su propio peso le pesara demasiado. —No quería despertarte. —Murmuró. Lux no contestó de inmediato. El silencio volvió a espesar el aire. —¿Por qué no? —Es solo que... hoy no podía dormir aquí. Jinx alzó la mirada solo un poco. Apenas lo suficiente para que su voz no muriera en el suelo. —Porque si me quedaba, ibas a abrazarme. —Sus dedos apretaban el borde de su chaqueta como si sujetaran una granada. —Y no sé cómo se sobrevive a algo así cuando estás rota por dentro y haces todo lo posible para que nadie lo vea. Lux bajó los pies de la cama, sintiendo el suelo helado bajo la piel pero sin reaccionar. Se mantuvo firme, sin apuro, como quien sabe que lo importante no es el paso, sino la presencia. —¿Y qué tendría de malo? —Preguntó Lux, su voz suave, pero sin temblor. —Aun así, yo lo haría. —Ese es el problema. —Jinx levantó la cabeza, con los músculos del cuello tensos y la mandíbula apretada. Sus ojos no lloraban, pero vibraban con una presión que ardía desde adentro. —Tú quieres. Tú me ves... y eso duele, porque no entiendo cómo puedes ver todo esto y seguir ahí. —¿Porque sientes que no lo mereces? —Dijo Lux, sin acusación, solo con esa claridad suya, la de quien mira más allá del desastre sin parpadear. Jinx la observó un segundo largo, como si la pregunta misma la expusiera demasiado. No contestó enseguida, dejó que su voz se afilara. —¿Y si te dijera que no? Lux dio un paso, medido, preciso para reducir la distancia justa donde el miedo no pudiera crecer. —Entonces te abrazaría igual. —Respondió, sin dudar, como quien no está pidiendo permiso, pero tampoco exige nada. Jinx soltó una risa, hueca, apenas un soplido entre dientes. Su sombra parecía encogerse con ella. —¿Qué se supone que pasa esta noche? —Murmuró Jinx, con la mirada fija en sus botas, como si buscara una excusa en el suelo. —¿Todos decidieron fingir que no soy una bomba a punto de estallar? Lux frunció el ceño, sin moverse. —No eres un monstruo. —¡Por supuesto que no! —Soltó Jinx, la voz alzándose con una sonrisa rota. —Soy un hermoso desastre, ¿no? Inestable, impredecible, y con una probabilidad altísima de arrasar con todo a mi paso, y aun así, ahí están ustedes, como si un poco de afecto pudiera hacer que deje de ser… yo. Lux no contestó de inmediato, solo un leve movimiento de su ceja delató que las palabras habían hecho blanco. —¿Hablaste con él? —Preguntó, casi en un susurro, como si temiera la confirmación. Jinx cerró los ojos. Asintió. —Sí. —¿Y…? —Y me miró como si todavía creyera que Powder sigue viva. —Jinx tragó con fuerza. —Y... casi nos besamos... Lux bajó la mirada, no era celos lo que sentía, era el eco de muchas otras cosas: la incertidumbre, el miedo, la impotencia de amar a alguien que aún no sabe cómo quedarse. Era ese peso silencioso que nace cuando alguien que quieres te confiesa algo que duele… pero no puedes odiarlo por eso. No dijo nada. Solo dejó que el silencio se expandiera, espeso como la noche. —¿Nada? —Jinx siseó, conteniendo el temblor. —¿Me ves llegar así, a media noche, confesándote eso... y solo respiras? Lux levantó la mirada, firme. —No me enamoré de una versión tuya recortada para encajar, Jinx. Me enamoré de ti, con todo lo que cargas. —¡Pero casi lo beso! —Gritó Jinx, avanzando un paso. —¿No ves lo perdida que estoy? ¡Ni yo sé a quién pertenezco Lux! Lux se acercó, paso lento, sin miedo. —No quiero que me pertenezcas. Quiero que seas tú, y si para eso necesitas entender lo que aún sientes por él… hazlo. —¡¿Qué?! —La voz de Jinx se quebró, astillada. —¿Cómo puedes...? ¿Cómo puedes ser tan jodidamente buena? ¿Cómo puedes seguir tan entera cuando yo... cuando yo debería darte asco? Lux sostuvo su mirada, firme pero con ternura. —Porque tú eres como un río solo buscas fluir en esta vida. Jinx apretó los puños. La rabia le subía al pecho como una oleada áspera. —¿Y tú qué eres? ¿Una puta piedra feliz en medio del cauce? ¿Un alma en oferta para causas perdidas? —No. —Lux respondió con suavidad, pero firmeza. —Soy solo alguien que decidió nadar en tus aguas, sabiendo lo que había y si un día la corriente me arrastra... al menos fui yo quien eligió moverse en tu caos. Porque lo que tú ves como tormenta… yo lo vi como verdad. Y toda esa calidez en Lux, su manera de estar presente sin reclamar nada, de mirar sin juzgar, de sostener sin necesidad de palabras, se volvió una carga insoportable para Jinx. Era un consuelo que no entendía, una paz que no sabía habitar. Demasiado perfecta para alguien hecha de cicatrices y a la vez, demasiado real para una sombra como ella. Jinx se llevó una mano a la frente, los dedos clavándose en la piel como si intentara retener algo que ya se le escapaba. Comenzó a moverse lentamente, casi sin darse cuenta, en círculos cortos frente a la cama. Su respiración se volvió irregular. Las voces regresaron. Jinx murmuró algo, entre dientes. —Cállense... por favor... El susurro se transformó en súplica. Se cubrió los oídos, pero las voces no venían de afuera, venían desde el núcleo de su pecho, como si fueran parte de su sangre. Lux se incorporó un poco más, preocupada, observándola con una mezcla de alerta y ternura. —Jinx... ¿estás bien? Pero la pregunta flotó sin respuesta. Jinx giró sobre sí misma, atrapada en su propia espiral. Hasta que de pronto, se detuvo. Las piernas flaquearon. El pecho le ardía. Todo lo que había contenido empezó a desbordarse como una fuga silenciosa e imparable. Lux se acercó sin dudar y fue hacia ella, sin titubeos, con una decisión que no pedía permiso. La rodeó con cuidado, como si abrazara algo frágil, y con un gesto lento, sin brusquedad, tomó la cabeza de Jinx y la apoyó suavemente en su cuello. Los brazos de Lux envolvieron el cuerpo tembloroso de Jinx como una segunda piel, cálida, estable, presente. Jinx no respondió al principio, se dejó llevar, su respiración era desigual, pero por unos segundos, su cuerpo encajó en ese espacio, como si por un momento pudiera fingir que era hogar. Sus manos no se movieron, pero su frente quedó apoyada sobre el hombro de Lux, y allí se quedó, apenas respirando, sin resistirse. Hasta que la culpa, como una gotera que nunca cesa, comenzó a filtrar su veneno. Jinx tensó los dedos, los hombros. El temblor volvió, distinto. No de agotamiento, sino de rechazo a sí misma. Entonces la apartó, no con violencia, sino con una desesperación sorda. La tomó por los brazos y la alejó apenas, lo justo para mirarla a los ojos. —No. —Susurró, con la voz rota, firme, más miedo que furia. —No hagas eso. No me abraces cuando estoy así. Lux no se movió. Solo bajó los ojos por un segundo, una rendija mínima, pero suficiente para abrir grietas en Jinx. —¿Sabes qué? —Dijo Jinx, la voz baja, áspera, tensa como un hilo a punto de romperse. —Tú crees que puedes nadar en todo esto. Que tu forma de amar, de quedarte, de resistir con esa calma tuya... basta para contener este caos. Como si con solo no soltarme... ya fuera suficiente. Su voz se quebró, pero los ojos seguían fijos, desafiantes por fuera, devastados por dentro. —Pero un día, Lux... un día vas a hundirte, y cuando lo hagas, vas a descubrir que aunque nunca fue tu culpa, igual lo vas a sentir como si lo fuera. Sus ojos brillaban con la intensidad de quien lleva demasiadas palabras no dichas, como si el dolor pudiera arder en lugar de caer en lágrimas, pero no lloró. Su cuerpo, inmóvil por fuera, era por dentro una zona cargada de culpa, miedo, ternura a punto de quebrarse, y una rabia que no encontraba a quién culpar. —Y ese día... —Dijo Jinx, con voz baja pero lacerante. —Vas a entender que debiste haberte ido cuando aún podías hacerlo sin mirar atrás. El cuarto se volvió una cápsula sin tiempo, ni siquiera el polvo supo cómo caer. Jinx la miró por última vez, los labios temblaban. Su pecho subía y bajaba con una regularidad inestable, como si respirar fuera una traición a todo lo que sentía. No ofreció explicación, ni excusa, ni despedida. Se giró y caminó hacia la puerta con pasos firmes pero sin ruido, como si escapara de un incendio invisible. Era la única forma que conocía de seguir viva sin arrastrar a nadie más. La puerta no se cerró de golpe. Se cerró con esa lentitud incómoda de las decisiones que no son finales… pero tampoco permiten regreso. Como un eco que insiste incluso cuando ya no hay nadie para escucharlo. Al principio Lux no se movió. Solo se quedó de pie en medio del cuarto, como si el silencio la hubiera atrapado a ella también, con los nudillos blancos por la fuerza con la que los había apretado sin darse cuenta y el corazón latiendo como si no supiera si seguir o detenerse. Y entonces, su cuerpo empezó a temblar.       Al principio Lux no se movió. Solo se quedó de pie en medio del cuarto, como si el silencio la hubiera atrapado a ella también, con los nudillos blancos por la fuerza con la que los había apretado sin darse cuenta y el corazón latiendo como si no supiera si seguir o detenerse. Y entonces, su cuerpo empezó a temblar. Se dio media vuelta con los ojos brillosos, caminó hasta la cama sin mirar atrás, y se dejó caer boca abajo sobre las sábanas. Hundió el rostro en la almohada y el primer grito fue sordo, ahogado entre plumas y saliva, como si el dolor solo se atreviera a salir cuando nadie pudiera verlo. Golpeó el colchón con una mano cerrada, una, dos veces, y luego simplemente se quedó ahí. Llorando en silencio. No con sollozos de película, sino con el desgarramiento mudo de quien ya no encuentra forma de sostener lo que ama sin romperse también en el intento. La mañana siguiente llegó con olor a café recién hecho que flotaba en el aire como una tregua. Jayce estaba en la cocina, descalzo, con una taza enorme entre las manos y el cabello despeinado como si hubiera peleado con una tormenta de ideas y hubiera perdido. Frente a él, un pan tostado con mermelada de mora que parecía más decoración que desayuno. No lo había mordido, solo lo miraba como si en esa mermelada se escondiera alguna fórmula aún sin patentar. Lux entró sin hacer ruido, pero él igual levantó la vista. —Tienes cara de culo. Ella no respondió de inmediato. Caminó hacia la cafetera, sirvió una taza y se la llevó a los labios como si el calor fuera lo único que pudiera sostenerla en pie. —No dormí. —Dijo al fin, voz ronca, sin dramatismos. Jayce asintió, masticando el silencio. —¿Pelea de novias o episodio completo? Lux soltó una risa seca. Más carraspeo que humor. —Ambas. Supongo. Tomó asiento frente a él, las manos aún aferradas a la taza. No había sombra de maquillaje en su rostro, solo la verdad desnuda de alguien que lloró lo suficiente como para no tener energía de aparentar. —Tuvo un brote sicotico. Voces. Voces de antes… de Powder. Jayce bajó la mirada. —Jinx no es una ecuación. Nunca lo fue y eso es lo que más jode, ¿cierto? Que no puedes resolverla. Lux asintió. —La abracé. Se dejó… por un momento y luego simplemente explotó. Me dijo cosas… —Y tú no la soltaste. —No, pero sí se fue. Jayce suspiró, tomando un trozo de pan al fin. —A veces la única forma de ayudar a alguien en caída libre… es esperar a que toque fondo sin estrellarse del todo. Lux no contestó, solo bebió otro sorbo. La taza le temblaba apenas entre los dedos y no era por el frío. Tomó otro sorbo, esta vez más lento, como si buscara en el calor del café algo que la anclara. No solo al momento, sino a una idea de hogar que empezaba a tambalearse. Fue entonces cuando, casi sin pensarlo, la pregunta surgió. —Nunca te he preguntado por ella. —Dijo de pronto, sin levantar la mirada. Jayce parpadeó. —¿Por quién? —Tu madre. —La respuesta salió despacio, como si la estuviera probando en voz alta por primera vez. —Esta casa es tan enorme, tan… llena de ecos, que me cuesta imaginar que vivieron aquí los dos. Jayce sonrió, pero fue un gesto apagado. —No siempre fue así. Antes teníamos un taller chiquito en Piltover, al borde del distrito de manufactura. Nada lujoso. Un horno de forja, muchas herramientas, y dos camas separadas por estanterías. Lux lo escuchaba con los ojos clavados en el vapor del café. —Cuando desarrollé la tecnología Hextech… todo explotó. Riqueza, prestigio, invitaciones a cenas con gente que no sabía usar un destornillador. Se encogió de hombros. —Compré esta mansión para ella, para nosotros. Pensé que por fin tendría el lugar que merecía. —¿Y lo tuvo? Jayce negó con la cabeza, lento. —Hasta que “morí” en la guerra, todo parecía tener sentido. —La palabra morí la dijo con esa media sonrisa amarga que usaba cada vez que hablaban de ese vacío. Sus dedos jugaron con las migas del pan, distraídos, como si intentaran reconstruir un mapa que ya no existía. —No sé qué pasó exactamente después. No estuve y no tengo a nadie que podría contarmelo, pero... puedo imaginarlo. Lux lo miraba en silencio, sin interrumpir. —Ella no era de mostrar mucho. Ni alegría, ni pena, pero si yo hubiera sido ella, rodeada de esta mansión enorme, llena de muebles nuevos y habitaciones sin voces… —Miró alrededor, como si de pronto la casa le pesara. —Creo que también habría regresado al único lugar que se sentía un hogar de verdad. —El viejo taller. —Susurró Lux. Jayce asintió. —Ese lugar tenía polvo, sí, pero también calor. Tenía vida. Aquí… solo quedaron retratos y fantasmas. —Y ahora nosotros vivimos entre ellos. —Murmuró ella, bajando la mirada hacia su taza vacía. Jayce soltó una risa breve, sin alegría. —Sí. Aunque ya no asustanm solo… observan. Lux se recostó en el respaldo, con la taza entre las manos, girándola entre los dedos como si buscara calor en algo más que el café. —¿Te dolió? —Preguntó, con voz baja, pero directa. —No haberla abrazado… aquella vez que fuimos y la vimos en el mercado, no haberle dicho nada. Jayce tardó un momento en responder. Parpadeó lento, como si la pregunta le hubiera rozado una herida mal cerrada. —Sí. —Su voz no tembló, pero algo en su mandíbula se tensó. —Claro que dolió, es mi madre. Dejó el pan a un lado, olvidado. —A veces me despierto pensando en eso. En que quizás no haya otra oportunidad, que cuando mi misión termine, sea lo que sea que los dioses o la magia o Viktor hayan decidido, la muerte me reclame... y me vaya sin haberle dicho lo que debía. La miró, por fin. —Daría lo que fuera por un solo abrazo. Uno que le diga que volví, que estuve perdido, pero  que no la olvidé. Lux bajó la mirada. Sus pestañas temblaron al ritmo de un pensamiento que comenzaba a formarse. Uno que ardía con la misma intensidad que su magia. Terminó el café de un sorbo, dejó la taza a un lado… y sonrió. No fue una sonrisa de cortesía. Fue una de esas sonrisas que solo aparecen cuando el corazón empuja algo más fuerte que la razón. —Entonces... —Empezó, con ese tono que usaba cuando iba a decir algo que podía cambiarlo todo. —Quizás es hora de que esos fantasmas sientan algo distinto. Jayce la observó, ladeando la cabeza. —¿Algo como qué? Lux sonrió, ladeando la cabeza con ese brillo eléctrico que solo aparecía cuando la locura y la esperanza se daban la mano. —Magia. —Dijo simplemente, y su voz fue más conjuro que palabra. Jayce arqueó una ceja, pero no dijo nada, porque ya había aprendido a conocer ese tono, el de una idea que ya no podía ser deshecha. Al mediodía el sol colgaba alto, lanzando sombras cortas sobre las calles de Piltover. El bullicio habitual del mercado se mezclaba con el eco de risas, pregones y pasos. Entre todo ese caos ordenado, una carpa color vino con ribetes dorados había aparecido en una de las esquinas más transitadas, justo donde Jayce recordaba que su madre pasaba todos los martes, siempre a la misma hora, camino al viejo distrito de forjas. Frente a la carpa, una tarima improvisada. Luces que chispeaban con ilusión estática. Polvo brillante que no era solo decoración. Y en el centro, Lux. Con una capa azul oscuro que le caía hasta los talones, guantes sin dedos y una sonrisa encantadora, movía las manos con destreza, creando espirales de luz, ilusiones que levitaban sobre la multitud, cartas que se prendían fuego y volvían a surgir intactas de un sombrero con estrellas bordadas. Cada truco era seguido por un aplauso. Algunos niños gritaban emocionados. Un hombre lanzó una moneda al sombrero. Lux la atrapó al vuelo y la convirtió en mariposas. Detrás de la carpa, dentro de una pequeña tienda circular apenas iluminada por faroles flotantes, Jayce esperaba. Cada tanto, Lux se deslizaba al interior en cuanto terminaba un número, el sudor en la frente y la respiración agitada. —¿Estás seguro de que pasará por aquí? —Susurró Lux por tercera vez, apartando la cortina gruesa que separaba el escenario del rincón oculto donde Jayce esperaba. Su aliento era corto, la frente perlada de sudor, pero sus ojos aún brillaban con ese fuego testarudo que la hacía seguir. Jayce no respondió de inmediato. Estaba sentado en una banquita baja, con los codos apoyados en las rodillas, observando la entrada con los ojos fijos, como si esperara a que el tiempo diera media vuelta. Finalmente, giró la cabeza hacia ella, cruzando los brazos con lentitud. —Lo hace todos los martes. A esta hora, mis recuerdos no me fallan… todavía. —Su voz no era segura, pero sí determinada. Como si necesitara creerlo más de lo que creía en cualquier otra cosa. Lux frunció los labios, bajando la mirada un segundo. —Y si no viene hoy… —Entonces probamos el próximo martes. —Jayce sonrió, aunque sus ojos no lo acompañaban. —Pero hoy... tengo la sensación. —¿De qué tipo? —Preguntó ella, más por nervios que por curiosidad real. —De las que no se repiten. —Respondió él, y sus dedos juguetearon con la hebilla de uno de sus guantes como si necesitara algo que lo anclara. Lux respiró hondo, ajustó la capa sobre sus hombros y dejó caer la cabeza hacia atrás con exageración dramática. —Esto es lo más cerca que he estado de un acto de fe… y eso que crecí en Demacia. Jayce rio suavemente. —Si ella te ve hacer flotar conejos otra vez, va a pensar que vendes drogas arcanas. —Le diré que son de uso médico. —Replicó Lux, soltando una risita nerviosa. Luego, bajó la voz. —¿Tú crees que...? —Que vale la pena intentarlo —La interrumpió él, con esa firmeza breve y honesta que lo definía. Lux lo miró un segundo más, esa mirada larga que no era sobre palabras, sino sobre heridas compartidas. Y luego asintió, le dio un pequeño apretón en el brazo y salió del refugio una vez más. Otro número, otra ilusión, otra máscara sobre los nervios. Lux alzó las manos y la luz obedeció. Un dragón translúcido hecho de chispas cruzó el aire entre la multitud, dejando una estela brillante sobre las cabezas asombradas. Una pareja joven se cubrió con una carcajada nerviosa mientras el “dragón” les rozaba el cabello, y una mujer de mercado dejó caer su canasto de frutas, entre risas y aplausos. El público estaba embelesado, pero Lux no veía los rostros, ni escuchaba los vítores. Sus ojos ya estaban buscando otra silueta, miraba la calle. La espera dolía más cuando parecía inútil y entonces, la vio. Una silueta entre la multitud. Firme, pausada. La caminata de quien no tiene prisa porque el mundo ya no puede sorprenderla. Lux la reconoció antes de que la brisa levantara del todo el borde de su abrigo. Tenía esa mirada, esa con la que Jayce hablaba de ella cuando creía que no dolía, esa mirada que tenía el peso exacto de los años transcurridos. El corazón de Lux tambaleó en el pecho, no por el reencuentro, sino por lo que significaba. Ella había venido. Había respondido al llamado sin saberlo. Y justo cuando la mujer se detuvo frente a la carpa, las cortinas ondulando a sus espaldas como si algo invisible susurrara destino, Lux entendió que la verdadera función… apenas comenzaba. Giró sobre sí misma con una reverencia amplia, mientras los últimos destellos de su truco anterior aún flotaban en el aire. El murmullo del público era un río bajito de risas y aplausos, ya satisfechos, pero Lux no había terminado aún. —¡Y ahora! —Exclamó, alzando la voz con el tono de quien va a romper la rutina. —Para cerrar esta función… una excepción. La gente se quedó en silencio, como si el aire mismo supiera que algo distinto venía. Lux caminó despacio por el escenario, con los brazos extendidos, girando suavemente sobre sus talones mientras su voz tomaba una cadencia más íntima, más hipnótica. —Solo por hoy… solo por esta ocasión especial… invitaré a un miembro del público a pasar a mi carpa. —Hizo una pausa teatral, dejando que la idea cuajara en los cuerpos. —No para ver un truco, ni para presenciar un número, sino para hacer… una pregunta. Una sola. La pregunta que más arda en su mente y desde el otro lado… recibirá su respuesta. Algunos cuchicheos. Un niño susurró “¡yo quiero!”, una señora se tapó la boca con emoción nerviosa. Lux caminó al borde del escenario, entornando los ojos como si estuviera leyendo algo que nadie más podía ver. Pasó su mirada por los rostros, por cada gesto, cada mirada baja, cada sonrisa contenida. Hasta que se detuvo, ahí estaba ella erguida, inmóvil, los brazos cruzados como una muralla antigua. Lux alzó una ceja, como si acabara de ser sorprendida por el destino. —Usted. —Señaló con elegancia, sin brusquedad, como quien extiende una invitación y no una orden. —Usted es la elegida ¿Le gustaría acompañarme? La mujer alzó las cejas con una sonrisa breve, algo incrédula. —No señorita, no soy de creer en estas cosas. —Entonces no tiene nada que perder. —Replicó Lux con una sonrisa serena. —Es gratis. No se requiere fe, solo… una pregunta sincera. A veces el más allá responde igual. La mujer dudó un segundo, el tiempo justo entre la desconfianza y la curiosidad, pero se atrevió a dar un paso al frente. Lux la esperó con una reverencia leve, casi burlona, y luego se volvió hacia el resto del público. —Y con esto, queridos curiosos del destino, cerramos la función por hoy. El velo no se abre dos veces para los mismos ojos… así que cuídenlos bien. —Chasqueó los dedos, y una pequeña mariposa de luz se deshizo sobre su palma. —Hasta la próxima oportunidad de lo imposible. Los aplausos estallaron, dispersos pero sinceros, mientras algunos se levantaban, otros comentaban entre murmullos, y el bullicio fue diluyéndose poco a poco. Cuando la última sombra ajena abandonó el lugar, Lux se giró hacia la entrada de la carpa y extendió suavemente un brazo, en gesto de bienvenida. —¿Me acompaña? —dijo con una cortesía serena, dejando que sus palabras flotaran como parte del hechizo. La mujer la siguió, atravesando la entrada con paso firme, aunque cada gesto suyo delataba contención. Como si aún no decidiera si estaba cayendo en una farsa... o en un recuerdo disfrazado de espectáculo. El interior de la carpa era cálido, silencioso, cargado de incienso suave y luz tenue. Velas dispuestas en semicírculo proyectaban sombras danzantes sobre las telas oscuras. Una pequeña mesa de madera ocupaba el centro. Sobre ella, un paño violeta, una campanita de cobre, un cuenco con agua quieta y una esfera de cristal que no prometía nada… pero lo insinuaba todo. Lux la guio con un gesto, sin decir palabra. Señaló la silla frente a la mesa. La mujer se sentó, sin soltar su postura erguida. —¿Nombre? —Preguntó Lux con voz baja, impostada con el dramatismo justo. —Ximena Talis. —Respondió la mujer, con ese tono de quien no cree, pero tampoco quiere arruinarle el juego a una niña con buena memoria. Lux asintió con solemnidad. No como si el nombre le sonara… sino como si acabara de abrir un libro muy antiguo. —Bienvenida, señora Talis. Hoy, y solo por hoy, tiene una oportunidad. Una pregunta que debe decirme en voz alta, con claridad… El más allá no adivina… escucha. Desde detrás de la tela gruesa que separaba el “más allá” del más acá, Jayce contenía el aliento. Ni siquiera parpadeaba. Sus manos, cruzadas sobre el pecho, parecían temblar con cada palabra de su madre, cada gesto suyo, cada respiración que no se atrevía a hacer ruido. Había algo brutalmente tierno en verla ahí. En esa carpa improvisada, rodeada de luces falsas y velas verdaderas. Ella, la mujer que jamás se había dejado llevar por espectáculos baratos ni falsos consuelos, sentada ahora frente a una bola de cristal y una chica disfrazada de médium. Y sin embargo, estaba allí. Ximena no titubeó. Inspiró hondo, como quien se prepara para enfrentarse a algo más fuerte que una mentira o una verdad. —Mi hijo… —Dijo. —Falleció en la guerra de Piltover y yo solo quiero saber si… está en paz. Es todo lo que quiero para él. La pregunta quedó suspendida en el aire como una oración sin altar. Lux bajó los párpados con suavidad, colocó ambas manos abiertas sobre la mesa. Una ligera brisa movió los bordes de la tela, justo cuando una de las velas titiló con un quejido de cera. —El velo está delgado hoy. —Susurró. —Si hay algo que quiera decirte… lo hará ahora. Tocó la campanita. Un sonido limpio, cristalino, se expandió como una onda en el agua quieta. No era un llamado, era una apertura, como si el tiempo cediera solo un poco. Y entonces, con una respiración sostenida, cambió. Su voz ya no era del todo suya. Tenía la gravedad de los que han amado y perdido. El acento leve, la cadencia de alguien que se despidió sin querer hacerlo. —Ximena… —Dijo Lux, y la mujer se tensó al oír su nombre sin haberlo repetido. —Él te ve. Te ha visto todo este tiempo, en silencio, con su taza favorita sin lavar y los pasillos que aún huelen a forja y té de menta. Sabe que cada martes pasas por el mismo lugar, como si al repetir los pasos, pudieras repetir el tiempo. Desde detrás del telón, Jayce se cubrió la boca con la mano. Solo él y su madre conocían esa rutina. —Jayce Talis. —Continuó Lux. —Ese fue su nombre. Ese es su nombre, y no hay paz completa cuando se parte sin abrazos. No hay calma cuando el adiós se lo lleva el silencio. Él no quiere que creas que se fue sin amor, se fue con miedo, miedo de que el peso de su ausencia te aplastara y no haber sido el hijo que siempre quisiste. Ximena apretó los puños sobre las rodillas. El gesto era mínimo, pero dolía como una grieta. —No dijo adiós, pero te escucha. Cada vez que te detienes frente al retrato. Cada vez que pones su taza cerca del fuego. Cada vez que susurras su nombre… aunque no lo digas en voz alta. Lux extendió una mano hacia ella, sin tocarla, con el cuidado de quien tiende un hilo invisible sobre un abismo. —Dile algo, una frase. Él te escuchará. Ximena no buscó palabras bonitas. Solo verdad. —Nunca dejé de esperarte. Nunca dejé de hablarte, aunque fuera en silencio. —Susurró Ximena, con la voz quebrada por dentro. —Si este fuera el último momento que tengo contigo... entonces quiero que te lleves todo el amor que me sobró cuando no estabas. Y que sepas que, en cada rincón de esta vida, mi orgullo por ti no tiene medida. Lux abrió los ojos. Y por primera vez en el día, no sonrió como médium, sonrió como alguien que carga con la historia de otro y la honra. —Entonces… tal vez ahora, por fin, pueda descansar. Las velas parpadearon. El cuenco de metal vibró levemente y el aire se volvió más denso, como si alguien más hubiera respirado allí. Ximena se levantó con lentitud. La lágrima, esta vez, cayó. No se la limpió, dejó que hablara por ella. —Gracias.  —Murmuró, sin teatralidad. —No sé si creo en esto… pero me hizo bien. Ximena estaba por cruzar el velo de la carpa cuando escuchó su nombre. —Madre… El susurro apenas alcanzó a rozar el aire, pero no hubo confusión. No era el tono impostado de un truco escénico ni la repetición hueca de una ilusión bien armada. Era real. Era él. Ximena se detuvo. El cuerpo rígido, la espalda erguida, los dedos congelados en la tela de la carpa. Giró con una lentitud reverente, como si cualquier movimiento pudiera romper la escena, como si el tiempo, por un segundo, hubiera esperado con ella. Y entonces lo vio. Jayce. De pie, un poco más delgado, el rostro cruzado por líneas nuevas, pero con esos mismos ojos que ella conocía desde que no sabían llorar. Ya no era un recuerdo. No era una sombra. Era cuerpo, voz, presencia. Real, como solo lo son los que uno ama incluso en la ausencia. Sus labios temblaron. Una pregunta asomó, pero no logró nacer. Solo quedó el temblor de lo imposible vuelto carne. —¿Cómo…? —Preguntó, pero la palabra no alcanzó a nacer completa. Jayce bajó la mirada, incapaz de sostenerle los ojos por un instante. —No lo sé. —Murmuró, con la voz quebrada en el filo del pecho. —No morí… pero tampoco viví. Estuve en un lugar… fuera de todo. Del tiempo, del dolor, de ti. Y no sabría cómo explicártelo, madre. Solo sé que ahora… estoy aquí. Al menos por un tiempo. Levantó la vista, y por primera vez, su mirada se rompió del todo. —Y tenía miedo, miedo de venir, de acercarme, porque si después tengo que volver a irme… no quiero dejarte con el corazón roto otra vez. Ximena lo miró como se miran los milagros después del duelo. Se acercó un paso, luego otro más y entonces, ya no aguantó. Corrió, se lanzó a sus brazos con la urgencia de todos los abrazos que no fueron. Lo sostuvo como si el tiempo pudiera deshacerse entre sus dedos si lo soltaba. Jayce la sostuvo con una fuerza nacida no del cuerpo, sino del alma. Como un niño reencontrando a su madre en medio del naufragio. Ya no era el inventor, ni el guerrero, ni el hijo pródigo cargado de errores. Solo un hijo, al fin, volviendo a casa. Lloraron sin pudor ni máscaras. Fue un llanto sin filtros, sin explicaciones, como el de quien se da cuenta demasiado tarde de cuánto dolió el silencio. No hubo palabras que alcanzaran, solo sollozos que se derramaban como si fueran parte del aire. Un desahogo tan visceral que no requería testigos, solo espacio para existir. Era el tipo de llanto que llega cuando respirar se vuelve una deuda y la única forma de saldarla… es dejarlo salir todo. —No me importa si es una hora, un día, un instante… —Susurró Ximena contra su pecho. —Tener de vuelta a un hijo es el mayor regalo que una madre puede recibir. Jayce la sostuvo con fuerza, como si temiera que se desvaneciera si la soltaba. Cerró los ojos y por fin, en silencio, respiró. Ximena fue la primera en separarse, apenas. Le tomó el rostro con ambas manos, lo miró largo rato… y entonces sus ojos se desviaron. —¿Y ella? —Preguntó, con una leve inclinación de cabeza hacia la figura al fondo de la carpa. —¿Quién es esa joven? Jayce giró ligeramente, la voz aún rasposa por la emoción. —Ella es Lux. Una amiga… —Vaciló un segundo, y luego corrigió. —No, más que eso. Es mi brújula. La que me sostuvo cuando yo ya no era yo, la que me recordó que incluso un alma perdida puede encontrar un faro… si alguien está dispuesto a encenderlo. Ximena lo escuchó con una ternura que solo el amor de una madre puede contener, y sin decir más, se acercó a Lux. Le tomó las manos y luego, sin pedir permiso, la abrazó. Un abrazo cálido, real. Sin protocolos ni palabras rebuscadas. Un “gracias” hecho cuerpo. —Gracias… por haber sostenido la chispa cuando todo lo demás se apagaba. —murmuró Ximena, con la voz entrecortada, como si cada palabra saliera empapada de memoria y temblor. Lux no supo qué decir. Solo asintió, y sus ojos, cansados de aguantar, dejaron caer un par de lágrimas que no eran de tristeza, sino de belleza pura. Jayce, aún emocionado, se limpió la cara con el dorso de la mano. —Estamos viviendo en la mansión otra vez. Bueno… intentando. Me gustaría que volvieras también. Que, aunque sea por un tiempo, estemos juntos como antes de que todo se rompiera. Ximena lo miró con dulzura. —El tiempo podrá llevarte, Jayce… pero el amor de una madre no se borra. Vive en la piel, sí… pero sobrevive en el corazón, incluso cuando la memoria y el cuerpo ya no estén. Las palabras de Ximena quedaron suspendidas en el aire, como una caricia que no pedía permiso. Jayce la abrazó otra vez, y por un instante, el tiempo pareció doblarse sobre sí mismo para devolverles algo que creían perdido. Lux los observaba desde unos pasos más allá, en un rincón apenas iluminado por la calidez que flotaba en el ambiente. No quiso interrumpir, no se atrevió a moverse. Pero esa última frase, ese susurro cargado de amor sobreviviendo a la memoria y al cuerpo, le tocó algo tan profundo que no supo contener el estremecimiento. Porque, sin quererlo, sin invocarla, sin permiso alguno… apareció ella. Jinx. No como un recuerdo doloroso ni una amenaza latente. Apareció en su mente como un retazo de algo que fue tierno. Su risa durante un amanecer perezoso, sus dedos jugando con un mechón de su propio cabello, esa expresión ausente que solo cambiaba cuando se dejaba abrazar. Y también, la última vez… cuando la empujó con razones que ni ella misma supo explicar bien. Lux cerró los ojos por un instante, y esa imagen se sostuvo en su pecho. No para reclamarla. Solo para recordarla. Para aceptar que el amor, incluso cuando se rompe, deja huellas que no desaparecen con el tiempo, ni con el silencio. Jayce le ofreció una sonrisa entre los restos de emoción, Ximena le tomó el brazo con la ternura de una promesa antigua. —¿Volvemos a casa? —Preguntó Jayce. Lux asintió con los ojos. Y así, los tres se alejaron bajo la luz que ya no era de espectáculo, sino de un hermoso atardecer. Caminaron juntos, dejando atrás la carpa, las monedas, las velas y el eco. El hogar los esperaba y lo que vendría después… también. La cena fue simple, pero cálida. Pan recién horneado, sopa con más ingredientes de los que el hambre exigía, y una botella de vino que Jayce había guardado “por si acaso” y que, aparentemente, ese acaso había llegado. Ximena reía bajito, con esa gracia serena que no necesitaba escándalo para contagiarse. Jayce soltaba anécdotas absurdas de sus años de aprendiz, gesticulando con el tenedor como si aún blandiera herramientas. Lux solo miraba, escuchaba, sonreía y se dejaba habitar por la escena como si fuera un recuerdo prestado del futuro. —¿Y qué hay de tus colegas consejeros? —Preguntó Ximena con una ceja levantada. —¿También reviven entre sopa y mermelada? Jayce soltó una carcajada ronca. —Dudo que alguno merezca la resurrección. —Dijo con una media sonrisa. —Tal vez solo una. La madre de Caitlyn, pero si me sobran milagros… veré a quién más les toca. Una risa compartida, medio verdadera, medio escapatoria. Tres copas que tintinearon sin brindar por nada… y, al mismo tiempo, por todo. Por estar vivos, por estar juntos y por los ausentes que aún quemaban en el pecho. Ximena lo miraba con la cabeza ladeada y una sonrisa suave, hasta que frunció el ceño. —Pero hijo… esa chaqueta. —Le señaló el hombro. —Está rota. ¿Cuánto tiempo llevas con eso así? Jayce la miró, descolocado. —No sé, madre. He estado un poco… muerto, ¿recuerdas? —Eso no es excusa. Mañana te la coso como Dios manda, no vas a salvar el mundo vestido como si vinieras de recoger chatarra. Lux soltó una carcajada suave, bajando la mirada como quien intenta disimular una emoción que se escapa entre risas. Jayce se encogió de hombros, con media sonrisa. —Y yo que pensaba que los fantasmas no se fijaban en los detalles tan humanos como un dobladillo roto… Lux lo miró de reojo, y por un segundo, se permitió pensar en lo hermoso que era simplemente estar ahí, sin batallas, sin decisiones imposibles. Solo eso: cena, conversación trivial, una risa compartida. Una vida normal… o al menos, una versión improvisada de ella. Y entonces… el crujido. Una ventana que cedía con la torpeza de quien intenta ser invisible, pero no sabe cómo hacerlo sin romper el aire. Un marco apenas empujado, una tabla vieja que protestó bajo una pisada indecisa. El suspiro que siguió no era un llamado, pero tampoco un secreto: era el sonido exacto de alguien que, queriendo pasar desapercibido, necesitaba ser escuchado. Porque cuando Jinx quería esconderse, no hacía ruido. Solo cuando deseaba, en el fondo, que alguien supiera que había llegado, dejaba que el silencio la delatara. Ximena dejó caer la cuchara, el gesto tenso como un resorte. —¿Qué fue eso? Jayce alzó una mano con calma, como si el sonido no fuera una amenaza. —Nada grave. Nuestra otra invitada. —¿Otra? ¿Desde cuándo tu casa se convirtió en posada? —No es de aquí. Ni siquiera diría que es de alguna parte concreta. Es... nómada. Ximena arqueó una ceja, su voz cargada de esa mezcla entre escepticismo y protección materna. —Y esa nómada, ¿tiene nombre? Jayce tragó saliva, bajando la mirada un segundo antes de responder. —Jinx. Ximena abrió la boca, el nombre recién dicho aún vibrando en sus labios, pero no llegó a pronunciar nada. La sorpresa era evidente: en Piltover, ese nombre no pasaba desapercibido. Lux se levantó antes de que el silencio pudiera llenarse de preguntas. —Disculpen. —Dijo con voz tranquila, aunque sus hombros ya cargaban la tensión de quien conoce lo que viene después. —Creo que… necesito salir un momento. Nadie la detuvo, nadie lo intentó. Mientras se alejaba, el sonido de su taza rozando la madera quedó flotando en el comedor como un punto y seguido. Lux abrió la puerta con cuidado, sin anunciarse, y se detuvo un instante en el umbral. Al fondo, Jinx estaba ahí, tendida sobre la cama en el mismo rincón que parecía ya tener su forma impresa. Las botas aún puestas, cruzadas una sobre otra, el cuerpo en tensión contenida como si el colchón no fuera un descanso, sino una trinchera. La mirada perdida en el techo, clavada como si entre las grietas del yeso pudieran leerse respuestas, viejos mapas, o tal vez, los restos de pensamientos que no se atrevía a decir en voz alta. Lux no dijo nada al principio. Solo observó, apoyada en el marco de la puerta, como si intentara absorber el caos con solo mirar. —¿Desde cuándo estás ahí parada? —Desde antes de que tú misma supieras que habías llegado. —Respondió Lux, con esa voz suave que parecía cubrir de paz lo que tocaba. —Hace tiempo que no hacías tanto ruido entrando… cuando quieres que te escuchen, lo haces notar. Jinx no se movió. Seguía en la cama, los ojos clavados en un punto invisible del techo, como si pretendiera desaparecer con la mirada fija. —¿Y qué? ¿Esperas una ovación? —Murmuró sin ironía, con un cansancio que no era físico, sino existencial. —No estoy para monólogos. —No vine a darte un discurso, quiero hablar con sinceridad aunque sea solo un momento. —Dijo Lux, avanzando y sentándose en el borde de la cama, sin invadir el espacio que Jinx aún defendía con el cuerpo. Se sentó con la espalda recta, las manos entrelazadas como si sujetaran algo frágil. —Buena suerte con eso. —Soltó Jinx, apenas girando la cabeza. No quería mirarla, pero la voz de Lux ya se había colado entre sus defensas. —Hoy vi a una madre hablar con un fantasma. —Dijo Lux, su tono sin adornos, casi íntimo. —Y entendí cosas que ni los años en Demacia me enseñaron. Jinx frunció el ceño, pero no dijo nada. —Vi cómo el amor no necesita cuerpo para quedarse. Que incluso si alguien muere, o se va, o cambia… el amor que se tuvo no desaparece. Se queda ahí cuando es real, como una cicatriz o una flor que no marchita, aunque ya no tenga sol. Jinx se mordió el interior de la mejilla. Seguía sin mirarla del todo, pero ya no estaba flotando en el techo. —Siempre creí que amar era estar, abrazar, dormir en la misma cama. Compartir el desayuno. —Lux se rio, con tristeza. —Pero no, amar… también puede ser esperar en silencio y soltar cuando hace falta, aunque duela. Ahora Jinx la miraba de reojo. Apenas, pero la escuchaba. —Me di cuenta de que te amo más de lo que quiero retenerte. —Continuó Lux. —Que si necesitas espacio, si necesitas buscarte o perderte, o incluso elegir a alguien más… está bien. Jinx se incorporó. Rápido, no agresiva. Solo como quien acaba de entender que algo importante está por romperse… o por revelarse. Y ahí se cruzaron las miradas. Lux sostuvo la mirada, sin lágrimas, sin temblores. Solo con la calma devastadora de quien ha entendido algo demasiado tarde o justo a tiempo. —Te amo, Jinx. Lo haré siempre. No por lo que podríamos ser, sino por lo que fuiste capaz de mostrarme, incluso rota, incluso ardiendo. —Se le quebró apenas la voz, pero no se corrigió. —No voy a suplicarte que te quedes. Ni a pedírtelo, porque el amor real… no suplica. Acompaña y si no puede acompañar, entonces honra desde la distancia. Jinx apretó los labios. Una vena se marcó en su cuello. No lloraba, pero estaba… contenida. Lux se levantó, con movimientos suaves. Se acercó solo un paso, no más. —Yo voy a estar bien y tú también lo estarás, aunque tardes en creerlo. Aunque tardes en quererte como mereces. Solo quería que supieras… que si algún día sientes el impulso de amar, de verdad, sin miedo, sin caos… no necesitas buscarme. Porque ese amor ya está en ti, solo tienes que dejarlo salir. Y entonces, sin esperar respuesta, Lux se dio media vuelta. Caminó hacia la puerta. Su sombra se alargaba en el suelo, igual que su silencio. Y justo antes de salir, murmuró: —Gracias por dejarme existir en tu corazón, aunque haya sido solo un suspiro en medio de tu tormenta. La puerta se cerró con suavidad. Como un secreto que no quería romperse. Jinx permaneció sentada en el borde de la cama, con los hombros hundidos hacia adelante y los dedos entrelazados como si temiera desarmarse. No levantó la cabeza. Solo dejó que el silencio se derramara sobre ella como lluvia fría. Una sensación se arrastraba desde el pecho, tibia al principio, luego aguda. No era rabia. Tampoco el tipo de tristeza que estalla en lágrimas. Era algo más íntimo. Como si por fin estuviera viendo, sin filtros ni dinamita, lo que significaba ser vista por alguien... y no ser destruida en el intento. El eco de Lux, su ternura sin juicio, su forma de quedarse incluso cuando todo gritaba que huyera, le había dejado un hueco que no ardía, pero pesaba. Un hueco lleno de certezas que hasta ahora Jinx había evitado. Porque aceptar que alguien podía quererla así… sin correcciones, sin condiciones… era más aterrador que cualquier bomba que pudiera detonar. Se llevó una mano al pecho, como si quisiera atrapar algo que se le escapaba, y tragó saliva. Entonces, por fin, lo dijo. No como un acto de valor, sino como quien no puede evitar que la verdad se le derrame de los labios. —Yo también te amo, Lucecita… —Susurró, más pensamiento que voz, más exhalación que palabra. Pero ya era tarde. Lux no estaba para escucharlo. Solo quedó el eco, suspendido entre paredes que habían escuchado demasiadas despedidas. Una frase lanzada al aire que no buscaba redención, solo testimonio, porque a veces, incluso los monstruos necesitan decir la verdad aunque nadie la escuche.
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