Bienvenida al naufragio
11 de septiembre de 2025, 14:03
El muelle olía a sal, a metal viejo y a cosas que el tiempo había dejado atrás. Las tablas de madera crujían bajo los pies de Steb, como si el barco le avisara que eso no era el cuartel. Frente a él estaba el barco de Sarah, con sus velas guardadas y una figura de hierro oxidado en forma de arpía en la punta. No era el más grande del puerto, pero sí el más temido por los que tenían algo que esconder.
Subió con paso seguro, aunque el viento le movía la capa como si quisiera jugar con él. Una marinera en cubierta lo miró sin decir nada. No hacían falta palabras, si alguien llegaba hasta el camarote sin ser forzado, era porque lo habían invitado... o porque traía algo muy importante.
Tocó dos veces la puerta.
—Pasa, pero si traes ron, mejor. Si no, que sea algo interesante. —Dijo la voz de Sarah Fortune, con ese tono suyo que mezclaba burla, autoridad y un toque de humo.
Steb abrió la puerta, y el olor a sal, cuero, ron derramado y papeles viejos lo envolvió como una caricia con historia. La luz adentro era cálida, con un resplandor dorado que hacía que hasta las sombras parecieran susurrar secretos. En las paredes, las dagas brillaban como promesas afiladas, y el cañón desmontado descansaba sobre una estantería, no como decoración, sino como insinuación. Algunos cojines estaban desordenados en el rincón, como si hubieran sido usados recientemente para algo que no era leer mapas. Sobre la mesa, los pergaminos se arqueaban por el viento que entraba por la escotilla, y una daga clavada en el centro de un archipiélago lejano decía sin palabras quién mandaba allí.
Sarah estaba de espaldas, con el pelo suelto cayéndole como una cascada desordenada, aún así provocativa. Vestía solo una camisa blanca, los puños abiertos, el tejido arrugado como si la hubiese usado para dormir, pelear y seducir, probablemente en ese orden. En su mano sostenía una copa de vino, gruesa y tallada, de esas que piden ser sostenidas con decisión. El líquido rojo oscilaba dentro con pereza, reflejando la luz cálida del camarote como si fuera sangre domesticada. Giró al oír su nombre, con una sonrisa apenas insinuada en los labios, más peligrosa que cualquier daga en la pared.
—Capitana Fortune. —Dijo Steb, con la formalidad que no abandonaba ni en cubierta ni en guerra. Levantó con cuidado el documento sellado con el emblema de los Kiramman. —Traigo información que podría ser una desgracia... o una oportunidad, según cómo decida usted mirarla. En cualquiera de los casos, creo que una copa no estaría de más.
Sarah entrecerró los ojos al ver el sello. Una ceja se arqueó como una vela desplegándose al viento, pero en sus labios apareció una sonrisa que no era de sorpresa, sino de confirmación.
—Así que la muñeca de porcelana decidió mover ficha... —Murmuró, antes de alzar la voz. —¿Y esa belleza de papel oficial viene con amenazas, propuestas indecentes... o ambas cosas disfrazadas de cortesía?
—Con una propuesta formal, de parte de la comandante Kiramman. Firmada de su puño y letra. —Respondió, extendiéndole el documento con la seguridad de quien no lleva armas, pero sí una bomba diplomática.
Sarah lo tomó con cuidado, como si temiera que fuera a explotar en sus manos. Se sentó en una silla junto a la mesa y desenrolló el pergamino. El sonido del papel al desplegarse llenó el silencio del cuarto. Sus ojos leyeron cada línea con atención, como si estuviera revisando instrucciones muy importantes. Después de un momento, soltó una risa baja, un poco áspera, como si algo en lo que había leído la hubiera tomado por sorpresa.
—¿Me nombra jefa de defensa marítima? —Repitió, con una risa que cortaba como vidrio. —¿Después de que la mandé al carajo con vino y copas rotas? Vaya forma de elegir aliados... la muñeca quiere que ahora sea su espada.
—La comandante no mezcla lo personal con lo profesional. —Steb sostuvo la mirada, firme como estatua ante tormenta. —No siempre es fácil de leer… pero cuando se trata de proteger Piltover, sabe separar lo que siente de lo que debe hacer. Incluso si no le resulta agradable.
Sarah lo miró por encima del papel con una expresión intensa, como si estuviera calculando si valía la pena confiar en él o si terminaría decepcionándola pronto.
—¿Y tú, Steb? ¿Crees que es buena idea? ¿Poner a una pirata a cuidar la bodega?
—Creo que si el enemigo viene por mar, necesitamos una tormenta, no una vela. —Respondió sin dudar. —Y tú sabes navegar como si el océano te debiera la vida. Además, llevas semanas ayudándonos sin que nadie lo pida ni lo reconozca. Ya estás haciendo el trabajo… solo faltaba ponerte el título.
Lo miró con una sonrisa leve, pero con un toque de picardía. Pasó un dedo por el borde de la copa, girándola como si pensara si brindar o aventarla contra la pared. No dijo nada al principio, solo lo observó con calma y luego asintió, no como si se rindiera, sino como quien escucha algo que simplemente confirma lo que ya sospechaba desde antes.
—Hablas bien, Steb. —Dijo Sarah, bajando un poco la voz, como pensando en voz alta. —Y ves más de lo que muchos notan. La mayoría de los ejecutores solo siguen órdenes sin pensar mucho… pero tú no. Tú pones atención, y lo haces sin necesidad de halagarme. Aunque, la verdad… no lo haces nada mal.
Sus ojos brillaban, no con burla, sino con un orgullo tranquilo. Era la mirada de alguien que sabía que al fin le estaban dando el lugar que se había ganado. Sarah levantó el decreto con una sola mano, como si de pronto fuera más liviano gracias a las palabras de Steb.
Lo giró entre los dedos, y al ver la firma de Caitlyn, una sonrisa torcida apareció en su cara.
—Mira tú, la reina de hielo ahora quiere jugar en el mismo equipo. —Dijo Sarah, mientras enrollaba el papel sin dejar de mirarlo. —Quiere que su rival sea su jugada maestra. Interesante cambio de estrategia.
Justo en ese momento, la puerta del fondo se abrió con un chirrido suave, como si el barco suspirara. Lynn apareció, ajustando el cinturón de su uniforme. Llevaba el cabello recogido en una coleta alta, y aunque sus botas no hacían ruido, su sola presencia parecía decir que algo serio estaba por pasar.
Al ver a Steb, su cuerpo reaccionó de inmediato: se puso recta, levantó los hombros, y lo miró con firmeza, como si acabara de salir de una pelea. Habló rápido, demasiado, como si quisiera adelantarse a cualquier juicio.
—Teniente Steb. —Saludó, con ese tono formal que llevaba en la sangre. —No esperaba verlo aquí.
Steb se tomó un segundo. Miró el cinturón que ella aún acomodaba, notó el leve color rojizo en su cuello, y después el catre mal arreglado al fondo. No se sorprendió del todo, pero su expresión se volvió más seria.
—Comandante Steb. —Corrigió finalmente, con un pequeño gesto de cabeza—. Yo tampoco esperaba encontrarla aquí... y mucho menos así.
Lynn parpadeó dos veces, confundida. No cambió su expresión, pero el silencio que siguió decía mucho más que cualquier palabra. Sarah se dio vuelta hacia Steb con una sonrisa que parecía amable, pero estaba llena de ironía.
—¿Comandante, dijiste? —Repitió, dejando caer el pergamino sobre la mesa con un golpe seco. —¿Y la mojigata que usaba el título renunció por fin, o esto es solo otra de sus jugadas raras para no ensuciarse las manos?
Steb respiró hondo por la nariz, como quien se prepara para una conversación complicada.
—Es un nombramiento temporal. —Dijo—. Mientras la comandante Kiramman está fuera, tengo autoridad sobre el cuerpo de ejecutores para coordinar acciones tácticas y logísticas. El decreto que te entregué viene directamente de ella, no de mí.
—¿Y por qué está ausente la comandante? —preguntó Sarah, entornando los ojos con desconfianza, mientras se inclinaba un poco más sobre la mesa, como si quisiera arrancar la respuesta directamente de los labios de quien se la negara.
—Caitlyn y Vi salieron hace un par de días. Fueron a las afueras. Una especie de entrenamiento… o descanso. Van a estar fuera de Piltover por dos semanas.
El ambiente, ya cargado con olor a sal y humo, se puso aún más tenso. Sarah seguía sonriendo, pero su expresión ahora parecía forzada, como si la sonrisa tapara algo que no quería mostrar. Sus labios estaban curvados, sí, pero sus ojos... sus ojos contaban otra historia.
—¿Entrenamiento? —Repitió Sarah, bajando la voz como si estuviera a punto de decir algo serio o peligroso.
—Eso fue lo que dijeron. —Respondió Steb, con un tono más directo. —Y la verdad, creo que lo necesitan. Han pasado por muchas cosas, todos lo hemos hecho.
Sarah cruzó los brazos. En otra persona podría parecer que se estaba cerrando, pero en ella era más bien orgullo mezclado con cautela. Apenas apretó la mandíbula antes de hablar.
—Sí, claro... entrenamiento. —Dijo con una voz calmada, aunque con un toque de burla. —Nada mejor que tomarse un descanso justo cuando todo se está yendo al carajo.
Soltó un suspiro corto, como si se estuviera riendo por dentro.
—Kiramman siempre sabe cuándo desaparecer... especialmente si se va con Vi.
Lynn miró a Sarah de reojo. Tenía la mandíbula tensa, pero se quedó callada. Quizás porque sabía que cualquier cosa que dijera sonaría como una confesión.
Steb las observó a las dos. Ya no como oficial, sino como alguien que acababa de entender algo importante. Se notó en su mirada, aunque intentó disimularlo. Aun así, levantó una ceja.
—¿Desde cuándo? —Preguntó, sin sonar enojado, solo directo.
Lynn tragó saliva, su voz no tembló, pero le tomó un momento hablar.
—Desde antes del atentado. —Dijo, bajando un poco la mirada. —Nunca ha afectado mi trabajo, señor.
Sarah puso los ojos en blanco, como si le hiciera gracia lo seria que sonaba Lynn.
—Por favor, Lynn… ya estamos metidos hasta el cuello. No hace falta que te justifiques por acostarte con la capitana. —Luego miró a Steb con una sonrisa traviesa. —Tranquilo, comandante, no la he corrompido. Al menos no como el consejo imagina.
Steb soltó aire por la nariz, sin mostrar si estaba molesto o divertido. Era el tipo de reacción de alguien que ya aceptó que el día no podía ponerse más extraño.
—Solo necesitaba saber con quién puedo contar. —Dijo al final. —Y con quién comparten cama mis mejores ejecutores. Aunque me habría servido saberlo antes.
—¿Y qué? ¿Ahora también vas a meter el historial amoroso de Lynn en los informes del cuartel?
Sarah sacó una pequeña navaja del cinturón y, con total calma, empezó a limpiar la mugre bajo una uña.
—Porque si planeas hacer lo mismo conmigo... vas a necesitar al menos diez libros y con ilustraciones.
—No. —dijo Steb, acercándose un paso, con la voz más baja pero firme.
Apoyó ambas manos sobre la mesa de Sarah, mirándola directo a los ojos.
—Esto no es juicio, es preocupación. No quiero ver a Lynn distraída allá afuera. Y tampoco quiero verte a ti tomando decisiones con el corazón en vez de con la cabeza.
Sarah se puso de pie con calma, como si no tuviera prisa por nada. Rodeó la mesa con pasos felinos hasta quedar a centímetros de Steb. Su rostro quedó tan cerca del de él, que casi podían sentir el aliento del otro.
—Tranquilo, comandante. Mi corazón está bien blindado. —Susurró, con una media sonrisa ladeada que no prometía nada, pero advertía todo.
Steb no respondió de inmediato. Su rostro apenas se tensó, lo justo para que quien lo conociera supiera que el comentario de Sarah había tocado algo.
—Te necesito mañana frente al consejo —Dijo al final con su voz tranquila de siempre. —Quiero que estén seguros de que aceptaste el cargo, que no haya dudas de que tú tienes la autoridad.
Sarah lo observó unos segundos más. Su cara mostraba una mezcla difícil de leer: respeto, algo de orgullo, y esa chispa traviesa que salía cuando sentía que las cosas se ponían interesantes. Luego, sin apuro, se dio media vuelta y volvió a sentarse en la silla junto a la mesa, como si el gesto de volver a su sitio fuera también una forma de declarar que aceptaba el juego.
—Entonces… ¿ya es oficial? ¿Estoy en el juego? —Preguntó, tocando el decreto con los dedos. —¿O esto es solo una forma elegante de llevarme a una ejecución frente a los concejales?
—Es oficial. —Confirmó Steb. —El sello de Caitlyn lo prueba. Ahora tú mandas en el mar.
Sarah soltó una risa baja, mezcla de sorpresa y diversión.
—Mierda… pensé que si alguna vez tenía poder legal en Piltover, sería solo sobre mi celda.
—Todavía hay tiempo para eso. —Bromeó Steb, y por primera vez desde que entró, sus labios se movieron en algo que casi fue una sonrisa.
Sarah lo miró de lado, con una sonrisa entretenida.
—Eres más inteligente de lo que aparentas, comandante. Me agrada. Pero dime... ¿Ese decreto también trae una flota lista para zarpar o tengo que construirla yo con los restos del consejo?
—Eso se verá mañana. —Contestó Steb, con un tono más serio. —Tienes el poder, sí, pero aún falta que el consejo apruebe cosas como el puerto, los barcos, la gente y las armas. Lo de hoy fue solo el primer paso, la pelea real es mañana… frente a ellos.
Sarah volvió a servirse vino mientras lo miraba fijamente.
—Y me imagino que esperas que vaya bien peinada, con ropa limpia y una lista bonita de lo que quiero, ¿no?
—No. —Steb negó con calma. —Quiero que vayas como eres. No necesitamos otra persona bien portada, necesitamos a alguien que los despierte de un golpe. Tú sabes cómo hacer que escuchen… incluso si deberían tener miedo.
Sarah llevó la copa a sus labios, pero no bebió. Lo miró por encima del borde, con una mirada muy seria.
—¿Sabes qué es lo más raro de todo esto? —Dijo, girando la copa y mirando el reflejo del vino. —Hace tiempo pedí estar en esa sala, antes incluso de que Vi subiera a mi barco. Me dijeron que no, que era muy peligrosa. Ni siquiera me dejaron hablar, solo me miraron como si ya hubieran decidido que era un problema.
—Y ahora Piltover te necesita. —Dijo Steb, sin rodeos.
—No, Steb. —Sarah lo interrumpió con una sonrisa ladeada. —Piltover nunca pidió mi ayuda. No fue la ciudad quien vino a buscarme… fue Caitlyn Kiramman. La famosa reina de hielo. No hay miedo más grande que el de una comandante que ha hecho todo por proteger su hogar… sabiendo que su única opción ahora es la ex de Vi. La misma mujer que aún vive en sus recuerdos cuando se acuestan juntas. La que dejó huellas que no se ven, pero que siguen ahí, quemando.
Sarah se tocó la sien varias veces con un dedo, como si intentara activar sus pensamientos como un código. No parecía nerviosa, más bien concentrada. Luego se inclinó hacia la mesa y agarró una pluma, con la seguridad de quien está a punto de tomar una decisión importante.
—Escúchame bien, comandante. Voy a decir lo que se necesita: barcos, armas y gente que no se asuste cuando el mar se ponga difícil. No voy a pedirlo con amabilidad. Voy a exigir lo justo para evitar que esta ciudad se hunda por su propia soberbia.
Puso la pluma sobre el papel con cuidado, como si esa firma valiera más que una pelea.
—Y si alguien se atreve a dudar… que sepa que no tendrá otra oportunidad.
Steb mantuvo la mirada firme.
—Eso espero. No basta con tener razón, también hay que hacerles sentir que no tienen otra opción.
Sarah giró la pluma entre sus dedos como si fuera un arma, y luego firmó. La tinta se deslizó como una declaración. No usó cera ni sellos. No hacía falta. Su firma era clara, decidida, y cargada de historia.
—Iré. No lo hago por Caitlyn. Ni por el consejo. —Dijo, en voz baja. —Lo hago porque Vi merece una ciudad que no vuelva a fallarle. Si todavía tiene fe en ellos, aunque sea un poco, quiero estar ahí para protegerla. Y también porque quiero ver sus caras… cuando entiendan que su única opción soy yo.
Steb se acercó y tomó el decreto con cuidado, como si fuera algo peligroso. Lo enrolló con calma. No era solo un papel, era una decisión con peso.
—La sesión es mañana al mediodía. Hablarás frente al consejo, el decreto te da el pase… pero lo que pase después depende de ti.
Sarah bajó la mirada al mapa sobre la mesa. El papel se movía un poco con el aire del mar, como si respirara. Vio los puertos, las rutas, los lugares sin vigilancia. Los errores que casi nadie notaba… excepto ella.
Levantó la vista hacia Lynn, que seguía de pie en silencio. Le hizo un gesto con la barbilla, tranquilo, como diciendo: "Es hora".
—Prepárate. Vamos a entrar a ese salón brillante… con las botas sucias. Ellos tienen sillas y lindos adornos. Nosotros plomo.
Lynn asintió, su sonrisa pequeña decía más que mil palabras.
Steb ya se iba, pero Sarah habló sin alzar la voz.
—Comandante...
Él se detuvo. Sarah, aún sentada, tamborileó con los dedos en la mesa.
—Diles que lleven tinta extra. Mañana no firmarán un acuerdo… se van a arrodillar y escribir mi nombre con las manos temblando.
Steb asintió y se fue. El sonido de sus pasos quedó como una cuenta regresiva.
La puerta se cerró con un clic. Lynn soltó un suspiro largo, como si por fin pudiera relajarse. Se estiró los hombros, hizo sonar el cuello y bajó los brazos, como quien se quita una mochila pesada.
—Por fin. —Murmuró, cerrando los ojos un momento. —No sabía cuánto más podía aguantar esa postura sin parecer estatua.
Sarah, aún sentada, se reclinó en la silla y soltó una risa ronca, corta pero genuina. Luego se levantó con calma, como si esa risa le hubiera devuelto la energía.
—¿Y desde cuándo aprendiste a fingir tan bien que no me estás mirando como si quisieras arrancarme la camisa en plena reunión?
Lynn abrió los ojos, ladeando la cabeza con una media sonrisa de culpable resignada.
—Desde que entendí que los ascensos dependen más de con quién compartes la cama que de cuántos arrestos logras al mes.
Sarah se acercó con paso tranquilo. Se detuvo frente a Lynn y la miró a los ojos, con una sonrisa que no se borraba.
—¿Y qué opinas del mío? —Preguntó levantando una ceja. —De pirata a jefa naval… suena a que pasé de rebelde a mascota del consejo. Aunque esta perra todavía muerde.
—Eso no es un ascenso. —Contestó Lynn, sin apartar la mirada. —Es una trampa elegante. Te van a llenar de medallas solo para que no les dispares.
—¿Y crees que me importa? —Sarah bajó la voz y se inclinó un poco—. Mientras tenga barcos, pólvora, buena gente y algo de oro… pueden decirme como quieran.
Lynn soltó una risa breve. Se dejó caer sobre el borde del catre, relajando los hombros.
—¿Y ahora qué, señora jefa de mareas? ¿Qué hace una almirante antes del consejo?
Sarah se acercó más y le levantó el mentón con dos dedos.
—Celebra. —Susurró.
Sarah se inclinó con lentitud, sus botas firmes sobre la madera, el cuerpo bajando justo hasta el punto donde el mundo se reduce a un aliento de distancia. La besó sin prisa, con ese tipo de calma que no nace del apuro, sino de saber exactamente lo que se quiere. Fue un beso suave, profundo, y tan claro como una promesa sin palabras. Lynn, sentada al borde del catre, no reaccionó de inmediato. Cerró los ojos y dejó que el momento la envolviera. Su mano subió, apenas, como recordando una piel conocida.
No hubo palabras, solo ese silencio denso que envuelve los gestos íntimos. Un roce, un suspiro, y algo más que flotaba en el aire, espeso como sal sobre la lengua.
—¿Y si mañana nos tiran tomates en vez de escuchar? —Murmuró Lynn, con una risa breve, sin abrir los ojos.
Sarah no dijo nada. En lugar de eso, subió al catre, apoyó una rodilla a cada lado de Lynn y la miró desde arriba. Estaba justo encima de ella, con esa sonrisa que decía "ya sabes la respuesta" sin necesidad de pronunciarla.
—Entonces será una guerra divertida. —Dijo al fin, y volvió a besarla.
El segundo beso no fue una repetición. Lynn tiró de ella sin pensarlo, como si la conversación ya no importara. Las manos empezaron a hablar en otro idioma, entre ropa suelta, piel conocida y esa mezcla de deseo y risa que solo dos cuerpos con historia pueden sostener.
Celebraron sin palabras, sin más bandera que las cicatrices que ya conocían. Y cuando la noche cayó del todo, no quedaron mapas sobre la mesa, ni dagas a la vista. Solo un catre, dos cuerpos, y una tregua hecha de besos y confianza.
Al amanecer, las ropas seguían tiradas en el suelo y las velas apagadas. Lynn dormía con el rostro vuelto hacia la luz, y Sarah, aún sin camisa, observaba el mapa sobre la mesa. Parecía una nueva batalla, pero esta vez una que ya sentía haber ganado.
La calma no duraría. Afuera, las campanas marcaban el ritmo exacto de lo que venía.
El salón del consejo de Piltover no olía a mar. Olía a madera encerada, a perfumes viejos que querían oler a poder, y a tensión contenida bajo toneladas de cortesía. Las columnas de mármol blanco brillaban como tumbas recién pulidas, y la mesa central, larga, impoluta, inhumana, reflejaba el brillo calculado de cada joya, cada anillo, cada mirada de juicio envuelta en terciopelo.
La sala del consejo de Piltover no olía a mar. Olía a cera, a perfumes fuertes que querían aparentar poder, y a una tensión que se sentía en el aire. Las columnas brillaban, limpias como si esperaran una visita importante, y la mesa grande y brillante reflejaba las joyas y los anillos de los presentes como si fueran parte del adorno.
Steb estaba de pie, solo. Sostenía la carpeta con el decreto de Caitlyn entre las manos, que le temblaban un poco. No era miedo, era cansancio. Llevaba más de diez minutos esperando... y Sarah todavía no aparecía.
A su izquierda, Lady Enora fingía que leía un informe, pero tamborileaba los dedos sobre la mesa. Lo hacía con un ritmo molesto que decía sin palabras: “me estás haciendo perder el tiempo”.
El Barón Delacroix, con su barba bien cuidada y su sonrisa falsa, murmuraba algo a Lord Gerold. De vez en cuando, Gerold soltaba un bufido, como si todo lo que escuchaba le molestara.
Adele Vickers, joven y atenta, pasaba los dedos por una tableta sin levantar la vista, pero todos sabían que no se le escapaba ni una palabra.
Shoola estaba inclinada hacia adelante, con los brazos cruzados y los nudillos tensos. Era la única que no intentaba parecer tranquila.
Sevika, como siempre, masticaba su palillo, a la vista, sin preocuparse por nada, como si esperara que todo terminara mal solo para divertirse.
Steb se aclaró la garganta otra vez y, finalmente, se sentó. Silencio.
Gerold se inclinó hacia él, ya con tono cargado de fastidio.
—¿Vamos a quedarnos aquí esperando a su… invitada? Algunos tenemos cosas que hacer, comandante.
Steb asintió, con el gesto tenso de quien ya está al límite.
—Tiene razón, Lord Gerold. Comencemos.
Sin decir más, abrió la carpeta y colocó el decreto en el centro de la mesa. El sello Kiramman brilló bajo la luz, serio y presente.
—Por orden directa de la comandante Caitlyn Kiramman. —Anunció con voz firme. —Jefa del sector civil y militar de Piltover. Se ha emitido un nuevo decreto: la creación formal de una fuerza marítima de defensa externa. Estará a cargo de la capitana, ahora Almirante Sarah Fortune.
Silencio, pero esta vez, uno incómodo.
Comenzaron a oírse murmullos. Enora cruzó miradas con Delacroix. Adele frunció el ceño. Gerold se preparaba para hablar cuando la puerta se abrió con un chirrido lento y claro, como si hasta el metal supiera que entraba alguien importante.
Sarah Fortune entró como si llegara a su propio barco, nada en su actitud pedía permiso.
Llevaba pantalones de cuero oscuro, botas brillantes, una chaqueta roja con bordes dorados y una pistola colgando en su cadera, como si fuera parte de su cuerpo. El cabello suelto le caía sobre los hombros y su sonrisa torcida decía más que cualquier discurso.
Steb giró la cabeza. Se le notaba entre tranquilo y molesto al mismo tiempo. Sarah lo miró rápido y le habló en voz baja, casi como una disculpa.
—Comandante… perdón por llegar tarde. Me costó elegir qué versión de mí mostrar hoy.
Steb no dijo nada. Sabía que si abría la boca, iba a perder la calma que aún le quedaba.
Caminó con calma, como si cada paso fuera parte de una coreografía que solo ella entendía. Mientras avanzaba, su mano derecha rozaba suavemente los respaldos de los asientos, como si tocara cada uno para dejar una pequeña marca invisible. La alfombra parecía parte de su mundo, y el salón, un escenario hecho para su entrada. Al pasar junto a Adele Vickers, se inclinó un poco, lo justo para que pareciera un saludo formal, aunque su mirada decía algo más atrevido.
—Un gusto conocer al fin las mentes jóvenes de Piltover. —Dijo con un tono suave, pero claro.
Adele levantó una ceja. No respondió con palabras, pero la forma en que la miró lo dijo todo: no iba a quitarle los ojos de encima.
Sarah se ubicó en el centro de la sala con la calma propia de quien ha navegado crisis sin necesidad de brújulas ajenas. Su desplazamiento era deliberado, casi metronómico, imprimiendo orden en un espacio que no decidía aún si su presencia evocaba advertencia o salvación. Giró sobre sus talones con control quirúrgico, permitiendo que su mirada diseccionara uno a uno los rostros apostados alrededor de la mesa de mármol: referentes del poder económico, estrategas curtidos, veteranos de campañas bélicas y aristócratas que rara vez han visto correr la sangre fuera de sus viticulturas privadas.
Y entonces sonrió.
Amplia. Perturbadora. La clase de sonrisa que no necesita respaldo institucional porque se sustenta en experiencia empírica.
—Me resulta curioso que nadie haya considerado pertinente presentarme. —Dijo con una voz de cadencia estudiada. —Aunque imagino que ya no hace falta. Yo sí tengo claro quiénes son ustedes.
Pausó. Un silencio técnico, táctico.
—Sé que esta sala ha alojado intelectos brillantes, sin duda… aunque pocos hayan enfrentado la incertidumbre absoluta de una noche sin costas ni fuego. Sé que desde estos asientos se han articulado pactos, delineado frentes, firmado ceses… mientras al otro lado de los muros, vidas enteras se disolvían en el anonimato contable de sus informes. Y sé, sobre todo, que la razón de mi convocatoria es evidente: Piltover huele a miedo. Y ustedes han comprendido, no por voluntad sino por colapso, que el miedo no se legisla, se enfrenta, y se muerde de vuelta.
El Barón Delacroix, con su voz grave y elegante, se inclinó un poco hacia adelante.
—¿Capitana Fortune, verdad?
—Capitana, Almirante, Reina del Mar… elijan el título que menos les moleste. —Respondió Sarah, sin parpadear. —Lo importante es esto: su ciudad está completamente expuesta, abierta al mar que no saben controlar.
Lord Gerold se aclaró la garganta, con ese tono de los que creen que ser tradicional los hace mejores.
—¿Y cuál sería su propuesta, exactamente?
Sarah cruzó las manos frente a su pecho, como alguien a punto de dar una decisión firme, no solo una idea.
—Una flota. Una base de operaciones conectada directamente con este consejo. Un presupuesto que esté a la altura de la amenaza y control total de los recursos que me den. No vengo a hacer promesas vacías. Les diré lo que ofrezco: hombres y mujeres que saben actuar cuando el mar se vuelve peligroso. Sí, son piratas. No políticos, ni burócratas. Gente que no necesita órdenes para sobrevivir ni consejos para saber cuándo pelear. No les pido que los quieran, solo que les den lo necesario para hacer lo que ustedes no pueden: controlar la marea.
Shoola se inclinó un poco hacia adelante, sin apartar la mirada de Sarah desde que entró. Sus ojos, acostumbrados a vigilar los rincones más peligrosos de Piltover, no buscaban errores, buscaban seguridad. Y lo que vio, le bastó. Asintió sin decir nada, con la firmeza de una soldado que reconoce otra fuerza capaz de proteger lo que importa. Si apoyaba a Caitlyn, ahora también apoyaba a Sarah.
Sevika, en cambio, tenía una sonrisa discreta desde hacía rato. No era burla, era gusto. Como alguien que ya sabía cómo iba a acabar el juego, pero igual lo disfruta más al verlo en vivo. Cada palabra, cada movimiento de Sarah, era como una jugada perfecta. Y mientras los demás aún pensaban, ella solo seguía masticando su palillo, disfrutando del show… uno en el que ya había apostado y sabía que iba a ganar.
Lady Enora, con una voz dulce pero claramente sarcástica, se acomodó en la silla antes de hablar:
—Qué curioso que alguien con tu historial venga hoy a pedir algo. Hasta hace poco, eras vista como un problema para la ciudad. Y ahora llegas como si vinieras a reclamar un trono.
Sarah caminó hacia ella con calma. No parecía enojada ni agresiva, pero todos en la sala sintieron cómo su presencia llenaba el lugar.
Apoyó las manos sobre la mesa. Estaba tranquila, su voz era baja, pero se escuchaba perfectamente.
—No estoy pidiendo nada que no me haya ganado. He patrullado sus rutas por semanas, sin permiso, sin paga y sin apoyo, y aun así, los protegí. No con palabras bonitas, sino peleando de verdad. Cuando caiga el primer cañón de Noxus, cuando el humo tape todo y sus soldados elegantes salgan corriendo, su única esperanza de seguir viendo sus torres será si mi bandera está en el muelle… no la de ustedes.
Lady Enora la miró con asco, como si no soportara verla ahí.
Sarah se incorporó lentamente. Mantuvo la mirada fija en los que estaban sentados y dejó que el silencio hiciera su efecto. Luego empezó a caminar alrededor de la mesa. Sus botas golpeaban el piso como si marcara el ritmo de un juicio.
—Claro… no es la primera vez que se hacen los ciegos. —Dijo Sarah, deteniéndose detrás del asiento del Barón Delacroix. —Ya dejaron pasar barcos con banderas “amigas”, ¿o no?
Habló más bajo, pero con firmeza:
—Esos barcos venían llenos de soldados de Noxus, bien armados, y ustedes los recibieron sin preguntar nada… mientras miraban hacia otro lado. Si yo hubiera estado en la costa ese día, les aseguro que ninguno de esos tipos habría puesto un pie en tierra sin pagar el precio.
Se quedó callada un momento. Solo lo suficiente para que todos recordaran la guerra con Ambessa. Luego se inclinó un poco hacia el barón, sin necesidad de levantar la voz:
—Si no me creen, revisen los restos del Ancla Roja. Pregunten por su capitán… si es que alguno sigue vivo. Yo vi lo que había en esas bodegas y créanme: lo que se viene no lo van a detener con títulos ni apellidos. Solo se detiene con acero, con fuego… y tomando decisiones que ustedes no se atreven a tomar.
Volvió al centro de la sala con la tranquilidad de alguien que sabe que al final, todos acabarán escuchándola. Caminaba sin apuro, sin exagerar, pero con esa seguridad de quien sabe cómo llamar la atención. Se detuvo con un pequeño giro del cuerpo, apoyando el peso con estilo entre una cadera confiada y una postura firme que hablaba de años sin dejarse vencer.
Miró a todos los presentes, esta vez sin sonreír ni disimular. Solo observó con atención cada gesto, cada respiración nerviosa, cada movimiento incómodo… lo notó todo.
Y entonces habló.
—No vine a preguntar si esto va a pasar. —Dijo con voz firme y segura, como alguien que sabe lo que hace. —Estoy aquí para explicar cómo va a ser y para advertir lo que puede costar si no actuamos a tiempo. Porque el mar no espera, y Noxus tampoco.
Sus palabras dejaron un silencio fuerte, como si el aire se hubiera cargado de tensión. Nadie se atrevió a interrumpirla.
Adele Vickers, que tenía los dedos entrelazados sobre su tableta encendida, fue la primera en hablar. Su cara mostraba una mezcla de interés, respeto… y algo más difícil de leer, tal vez curiosidad.
—Propongo que votemos ahora mismo. —Dijo Adele, mirando al resto del consejo con seguridad. —Necesitamos fondos para crear una fuerza de defensa marítima. La base estaría en los antiguos almacenes del muelle sur. El equipo sería dirigido por la Almirante Fortune y se abrirán nuevas plazas públicas para sumar más personas al equipo con un proceso de selección acorde a la urgencia.
Sarah inclinó un poco la cabeza, sonriendo como si acabara de encontrar algo valioso en medio de la reunión.
—Señorita Vickers… —Dijo con voz baja y un tono juguetón. —Me está leyendo la mente, y eso, en altamar, suele verse como una invasión. Aunque debo decir… que con su estilo, no sería tan molesto.
Adele parpadeó, algo sorprendida, pero no desvió la mirada. La sostuvo con firmeza, como diciendo “esto es serio”, aunque sus mejillas se tiñeron ligeramente de rojo.
Sarah aguantó la mirada solo un segundo más… y le guiñó un ojo.
Lord Gerold chasqueó la lengua con fastidio y cruzó los brazos. Lady Enora entrecerró los ojos, como si sospechara de todo. El Barón Delacroix, en cambio, se acariciaba la barba despacio, pensando en números, estrategias y posibles beneficios.
Shoola fue quien rompió el silencio, con su voz ronca de veterana:
—A favor.
Sevika, sin cambiar de posición, levantó su palillo como si brindara en una ceremonia importante.
Adele asintió también, segura de su decisión.
Lady Enora suspiró con exageración, pero ya no tenía ganas de discutir. Acomodó su vestido como si ya supiera que la votación estaba decidida.
—A favor… pero si esto sale mal, no digan que no lo advertí.
Delacroix inclinó un poco la cabeza. No parecía estar muy convencido, pero aceptó como quien planea algo a futuro sin mostrarlo todavía.
Por último, Gerold votó en contra con una cara de disgusto como si le hubieran hecho beber algo amargo.
—En contra. Este consejo ya no sabe la diferencia entre experiencia real y un show bien montado. Que quede anotado.
Sarah lo miró despacio, tan lento que lo hizo sentir incómodo. Dio un paso hacia él, se inclinó apenas y sonrió con un toque de burla.
—Iré a visitarlo, lord Gerold… si algún día un cañón sacude sus jardines. Y le prometo que trataré de no reírme… al menos, no frente a sus sirvientes.
Luego miró a todos los miembros del consejo. Sus ojos brillaban, y su voz salió tranquila, pero con fuerza.
Sarah se detuvo cerca del centro de la sala. Su sombra se dibujaba sobre el piso brillante por la luz lateral. Bajó un poco la mirada, como si escuchara un ruido lejano… y luego la levantó directo hacia los ojos del consejo.
—La armada se va a llamar La Malkora. Un nombre que todos recordarán cuando el viento cambie.
Sarah sonrió con orgullo. Dio unos pasos, con las manos detrás de la espalda.
—Y no será solo para mostrarse bonita o desfilar con uniformes nuevos.
Se detuvo frente a Lord Gerold y lo miró fijo, solo por un segundo.
—Será una fuerza real. Hecha de acero, mar y personas decididas.
Giró hacia Adele con una pequeña sonrisa de aprobación.
—Cada barco será una promesa, cada arma, una advertencia.
Hizo una pausa. Dejó que el silencio hiciera efecto antes de continuar.
—Desde hoy, los Malkorianos estarán bajo mi mando directo.
Alzó el rostro con seguridad.
—No habrá comités que revisen cada paso, ni reglas que impidan actuar cuando haga falta.
Miró a Shoola, reconociendo en ella a alguien que sabía lo que era pelear.
—No juraron lealtad a este consejo.
Miró hacia arriba, como si recordara el mar.
—Juraron lealtad a mí.
Dio un par de pasos más. Esta vez pasó cerca de Enora, pero no la miró. Lo hizo a propósito.
—Así que no esperen agradecimientos falsos. Ni que les celebre por actuar solo cuando el miedo los alcanzó.
Volvió al centro. Caminaba tranquila. Su voz bajó de tono, más firme.
—No conseguí esta autoridad entre oficinas y papeles elegantes.
Hizo una pausa. Luego levantó la mirada, con la fuerza de quien ya ha pasado por lo peor.
—La gané en el mar, donde hay cuerpos flotando y nadie vota por un líder… uno se gana el respeto a la fuerza.
El silencio que vino después no fue por respeto. Fue porque todos estaban impactados, intentando entender lo que Sarah acababa de decir y lo que realmente significaba.
Sarah ya se había girado hacia la puerta. La luz del salón proyectaba su sombra larga detrás de ella, como si fuera parte de su armamento.
Pero justo antes de dar el primer paso, su voz volvió, más relajada, casi como si estuviera bromeando.
—Ah, y por cierto… —Dijo con una sonrisa que apenas podía esconder. —La primera compra oficial de la Malkora será importante, algo para subir el ánimo del equipo.
Giró un poco, sin mirar a nadie en específico, pero habló fuerte y claro para que todos la escucharan.
—Cervezas, ron… y lo más fuerte que encuentren por aquí. —Agregó con su típica sonrisa atrevida. —Hoy brindamos. No por la victoria aún… pero sí por haber arreglado uno de sus errores más grandes.
Esperó un segundo para que sus palabras calaran, y luego alzó una ceja con picardía:
—Y antes de que digan que están ocupados… están todos invitados. Esta noche, en mi barco, porque si algo tiene que tener la Malkora desde el inicio… es una buena fiesta, un grito de guerra y una resaca que nadie olvide.
Lady Enora parpadeó, sorprendida, como si no hubiera procesado correctamente lo que acababa de oír.
Lord Gerold, por su parte, se levantó de golpe, visiblemente indignado, en una reacción que parecía una réplica automatizada del aparato burocrático más tradicional.
—¡Esto es completamente inapropiado! —Vociferó, como si la sola idea de una celebración informal pudiera poner en jaque siglos de tradición institucional. —¿Una fiesta? ¿Un evento etílico a bordo de una embarcación… justo después de una sesión del consejo?
Sarah no respondió de inmediato. Caminó con calma hacia el centro del salón, cada paso cuidadosamente calculado para ejercer control escénico. Se detuvo frente a él, manteniendo la distancia mínima entre ambos. Lo miró con esa expresión ambigua que oscila entre la ironía y la certeza de superioridad estratégica.
Llevó una mano al pecho y, con deliberada lentitud, desabrochó el primer botón de su chaqueta. Solo uno, lo justo para enfatizar la puesta en escena. Para dirigir la atención, para que incluso la iluminación del recinto colaborara con el mensaje implícito.
—Evalúe usted mismo, Lord Gerold… —Susurró Sarah, en un tono que fusionaba la provocación teatral con la precisión de una réplica oratoria bien medida. —¿Considera aceptable semejante despliegue, estando usted presente?
Su sonrisa se acentuó apenas, no por timidez, sino como parte de una estrategia discursiva cuidadosamente diseñada.
—Aunque, si decide asistir, le sugeriría no llevar su habitual bastón moral. Según dicen, la cubierta tiende a volverse resbaladiza bajo ciertas circunstancias… especialmente cuando la integridad se pone a prueba.
El silencio que siguió no fue mera pausa: fue un efecto calculado, una suspensión dramática donde el lenguaje corporal suplía cualquier réplica.
Sevika soltó una carcajada áspera, como si la ironía le hubiera golpeado el diafragma.
Adele desvió la mirada, conteniendo una sonrisa que revelaba más de lo que intentaba esconder.
Shoola elevó una ceja, combinando el reconocimiento profesional con una genuina apreciación por la retórica audaz.
Y Steb… Steb cerró los ojos un instante, como si ese solo comentario hubiera erosionado milenios de protocolo con una sola frase.
Sarah se dio media vuelta con confianza, se acomodó la chaqueta, dejando el botón desabrochado, claro, y caminó hacia la salida.
No se despidió ni hizo una reverencia. Solo salió con la seguridad de alguien que sabe que, si quieren detenerla, primero tendrán que alcanzarla.
Sus pasos resonaban con fuerza, como un tambor marcando el inicio de algo importante.
Y para cualquiera que creyera que podía controlarla, lo último que verían sería su espalda alejándose sin apuro, mientras el resto del mundo, incluyendo al gobierno, apenas empezaba a reaccionar… demasiado tarde.
La puerta del consejo se cerró suavemente tras ella, pero el sonido de sus botas seguía escuchándose como un eco que no quería apagarse. Sarah bajaba las escaleras con las manos en los bolsillos de su chaqueta roja, la cabeza en alto y una sonrisa apenas visible, como si acabara de robar una joya… con estilo.
Era apenas mediodía, pero el sol ya brillaba con fuerza, haciendo que las piedras del edificio relucieran como si incluso la luz se uniera al aplauso.
—¿Estás loca o te entrenaste para esto? —Dijo Steb desde atrás mientras la alcanzaba.
Sarah se detuvo sin girarse aún.
—Ambas. ¿Y tú? ¿Siempre corres así detrás de las mujeres que te salvan?
Steb llegó a su lado con el ceño fruncido y la mandíbula apretada. Parecía molesto, pero sus ojos decían otra cosa.
Había estado a punto de desmayarse en el consejo, y ahora la miraba como si no supiera si regañarla o aplaudirle.
—Llegaste tarde. —Dijo al fin.
Sarah levantó las cejas.
—¿Y aun así salvé el día? Qué tragedia.
Steb soltó el aire lentamente. No suspiró, pero se notaba que estaba al límite.
—Nunca había visto al consejo tan… callado. Ni tan inmóvil.
—¿Qué esperabas? —Sarah lo miró de reojo. —¿Que entrara con un PowerPoint y un saludo formal?
—Esperaba que no incendiaras el futuro naval antes de que aprobaran el presupuesto. —Murmuró él, cruzando los brazos.
—Ay, por favor… —Sarah abrió las manos como si mostrara un mapa invisible. —Les di lo que necesitaban: una historia, un poco de miedo, y una reina sin corona que los invitó a su barco antes de que se les hundiera el muelle.
En ese momento, Lynn salió por un costado del edificio, abrochándose la chaqueta con pasos tranquilos pero seguros. Se notaba que era alguien seria, enfocada. Cuando vio al comandante, se enderezó al instante y se paró firme frente a él, como si aún tuviera grabadas las reglas en los huesos.
—Comandante Steb. —Saludó, firme, cruzando el brazo sobre el pecho.
Steb la miró y asintió con un gesto contenido.
—Puede descansar.
Recién entonces Lynn soltó un poco los hombros. Miró a Sarah, que la observaba con una sonrisa pícara como diciendo “lo haces bien, pero te prefiero menos ordenada”.
—¿Todo bien? —Preguntó, aunque ya sabía la respuesta.
—Todo estará bien. —Respondió Steb, con ese tono preciso que siempre usaba. —Siempre y cuando esta fiesta no termine con alguien arrestado… o con un nuevo recluta por accidente.
Sarah miró a Lynn y le guiñó un ojo.
—No prometo que nadie termine preso. Pero lo de los nuevos reclutas… depende de cuánto se beba.
Lynn se encogió de hombros con una sonrisa.
—¿Y tenemos presupuesto para eso?
Sarah giró la cabeza con una mezcla de burla y orgullo.
—Mi querida ejecutora... esta fiesta fue aprobada por el consejo. Les dije, palabra por palabra, que sería mi primera compra con el presupuesto de la Malkora.
Alzó la mano como si sostuviera un decreto, aunque no llevara nada. El gesto bastaba para dejar claro que hablaba en serio.
—Así que sí. Tenemos presupuesto, tenemos decreto, y tenemos una reputación recién inaugurada que merece empezar con ruido, ron… y tal vez un par de decisiones cuestionables.
Sarah se giró hacia Steb con una sonrisa traviesa.
—Y tú vas a venir, comandante. No como invitado, sino como el responsable oficial del caos que acabamos de hacer oficial.
Steb levantó una ceja, solo una, porque levantar las dos sería mostrar emoción, y eso en él casi era un crimen.
—¿Y por qué yo?
Sarah le dio una palmada suave en el pecho, justo sobre el sello de su uniforme.
—Porque aunque la firma sea de Caitlyn… tú estás en su silla, usando su título y, desde hoy, cargando con su lista de problemas. —Dijo Sarah con una sonrisa descarada. —Así que si mañana despierto con un tatuaje de ancla y un duelo pendiente, tú vas a ser el responsable administrativo… comandante interino.
—Además… —Añadió Lynn, con una sonrisa contenida bajo su tono serio. —…alguien tiene que asegurarse de que no se nos acabe el ron a mitad de la noche o de que Sevika no apuñale a alguien por pisarle mal el pie.
Steb las miró. Primero a Sarah, luego a Lynn. Cuando sus ojos se posaron en esta última, su expresión cambió levemente. Una ceja apenas levantada, un gesto sutil de reproche, nada más, pero lo suficiente para dejar en claro que había notado lo atrevido del comentario.
La capitana pirata, ahora Almirante de La Malkora y la ejecutora seguían ahí, como si fueran dos tormentas caminando en sincronía. Y él, en medio, con un cargo que no pidió y que ahora parecía incluir organizar fiestas con riesgos incluidos.
Steb soltó un suspiro más largo esta vez. No era cansancio físico, era mental.
—Ya entiendo por qué Caitlyn necesitaba unas vacaciones. —Murmuró.
Sarah se acercó y le dio una palmada en el hombro, como si fuera un novato al que acababan de lanzar a su primera misión imposible. Con una sonrisa descarada, le dijo:
—Bienvenido a la tormenta, comandante.
Después, echó a andar hacia el muelle con Lynn a su lado. Steb las siguió, resignado, como alguien que sabía que, aunque intentara mantener el control, ya estaba metido hasta el fondo en aguas que no podía dominar.
La tarde había sido un torbellino de risas, discusiones logísticas y compras apresuradas. Sarah, Steb y Lynn pasaron horas organizando la fiesta, entre fardos de tela para decorar el barco, listas de provisiones y una negociación intensa con un proveedor de ron que terminó cediendo más por miedo que por respeto. Cuando el sol comenzó a caer, todo estaba listo. El barco estaba cargado, las linternas colgaban, y la marea olía a promesa.
El muelle estaba más vivo de lo que cualquier atardecer en Piltover podía justificar. Faroles de aceite colgaban de mástiles improvisados, las velas flameaban como banderas sin nación, y el olor a pescado ahumado, tabaco y alcohol comenzaba a trenzarse en el aire como un himno no escrito.
El barco de Sarah, que durante el día era amenaza flotante, se transformaba ahora en una criatura distinta: una celebración armada, una fiesta de guerra, un brindis con filo.
—¿Eso es… un barril entero? —Preguntó Steb, mirando cómo dos marineros transportaban con dificultad una tonelada líquida de irresponsabilidad destilada.
—Dos. —Corrigió Lynn, mientras enrollaba una cuerda en su antebrazo. —Sarah dijo que uno era para la tripulación… y el otro, para los concejales que sobrevivan.
Steb se pasó una mano por el rostro, como si intentara limpiarse el agotamiento de encima.
—¿Y esto es legal?
—¿Desde cuándo te preocupa eso? —Sarah apareció detrás de él, apoyando una botella medio abierta sobre su hombro como si fuera una espada ceremonial. —Además, el decreto dice que tengo libertad de acción. No especifica si eso incluye licor, música o abordajes diplomáticos.
—El decreto también menciona disciplina operativa. —Refunfuñó Steb, apartando la botella con un gesto que no logró ocultar una sonrisa de resignación.
—Claro, y disciplina es exactamente lo que vamos a romper esta noche —Sarah ya estaba subiendo por la escalera al puente de mando, gritando por encima del hombro. —¡Quiero luces, quiero ruido, y si alguien no sabe bailar, que aprenda antes del segundo trago!
En cubierta, los preparativos eran un poema de caos eficiente: cuerdas servían de guirnaldas, cañones antiguos estaban cubiertos con mantas y farolillos, y un grupo de piratas afinaba instrumentos con más entusiasmo que técnica. Una de las marineras colgaba banderas negras con un símbolo improvisado: una ola atravesada por una garra plateada.
—¿Ese es el emblema oficial? —Preguntó Steb, alzando una ceja.
—Por ahora. —Respondió Lynn. —Hasta que alguien proponga algo más diplomático… o menos aterrador.
—No. —Dijo Steb después de un segundo. —Me gusta, da miedo.
Sarah bajó del puente justo a tiempo para escucharlo.
—¿Viste? El hombre tiene gusto, y además, no hay mejor prueba de fuego para una institución que una buena noche de descontrol antes de que empiece la burocracia.
—Sarah. —dijo Lynn, sujetándola por el cinturón. —Solo prométeme que si alguno de estos aristócratas termina encaramado al mástil cantando himnos noxianos… no lo dejas tirado al amanecer.
Steb, que alcanzó a oírla, frunció el ceño.
—Ejecutora Lynn… comentarios como ese no son apropiados viniendo de una subordinada. Estamos en transición, no en carnaval.
Lynn sostuvo la mirada sin disculparse, pero sí asintió con seriedad. Sarah, en cambio, la miró, sonrió y le plantó un beso rápido y eléctrico en los labios.
—No prometo nada que me arrepienta de romper.
Las risas empezaron a subir con las primeras copas. Algunos comerciantes locales ya se asomaban desde el muelle, olfateando la mezcla de peligro y encanto. A lo lejos, los primeros tambores improvisados empezaban a marcar ritmo. El cielo se teñía de rojo, como si el sol también se preparara para emborracharse.
Steb, desde un rincón de la cubierta, cruzó los brazos, observando a todos: soldados, piratas, civiles… el nuevo rostro de la defensa marítima de Piltover. La Malkora nacía con el pecho descubierto, la pólvora cerca y la resaca asegurada.
—¿Seguro que esto es una fuerza naval? —Murmuró.
Lynn se acercó a su lado, con una botella en una mano y una copa en la otra.
—No. Esto es la tormenta antes del orden.
—Perfecto. —Dijo él, y como nunca, aceptó una copa sin preguntar qué tenía dentro.
Sarah se subió a una de las barandas del puente, alzó su botella como un faro encendido y gritó por encima del viento:
—¡Por la Malkora! ¡Por el mar! ¡Y por cada maldito loco que se atreva a pensar que no sabemos navegar hacia la guerra con una sonrisa y un trago en la mano!
El grito que le respondió no fue militar. Fue salvaje y completamente suyo.
El ambiente ya estaba cargado de música, risas y olor a ron cuando apareció una figura familiar en la escalerilla del barco.
—¿Esto es una fiesta o una rebelión con buena música? —Bromeó Sevika mientras subía, con un puro apagado en la boca y actitud de quien acababa de incendiar el consejo solo por diversión.
Sarah la vio desde su rincón, rodeada de marineros riéndose y apostando. Hizo como si soplara el humo de su copa, con gesto burlón.
—Miren lo que arrastró la marea… —Dijo con una sonrisa atrevida. —La mujer que mastica clavos y da órdenes con una ceja levantada. Sevika. Pensé que las leyendas de Zaun solo salían de noche para hacer problemas.
Sevika bajó con paso firme, como si conociera el barco de toda la vida. Se detuvo cerca, observando a Sarah de arriba abajo, como si quisiera confirmar que la fama no le quedaba grande.
—Y yo pensé que las reinas del mar eran más tranquilas. Pero bueno, el look te queda. —Dijo mientras se servía un trago sin apartar la mirada. —Es bueno ver que todavía hay capitanas que no se esconden ni el carácter ni las armas.
—Mi ego siempre va al frente, igual que mis balas —Respondió Sarah, acercándose con la copa en la mano. —Y ojo, ya no soy capitana… soy almirante. Así que dime, Sevika… ¿vienes como concejala vigilante o a rendirte ante su majestad?
—Vine a brindar. Rendirme… tendrás que ganártelo. —Replicó Sevika, alzando la copa con media sonrisa desafiante.
Sarah acortó la distancia con una mirada cómplice.
—¿Sabes qué me gusta de ti?
Sin decir nada, le quitó la copa de la mano a Sevika con una seguridad descarada, la llevó a sus labios y bebió un sorbo mirándola directo a los ojos.
—Que hueles a calle, a pólvora, y a problemas del tipo que me gusta buscar.
Sin apartar la mirada, Sevika tomó la copa de vuelta de las manos de Sarah. El gesto fue lento, firme, como si sellara un acuerdo silencioso entre dos fuerzas que sabían exactamente lo que estaban haciendo.
—Y tú hueles a decisiones peligrosas servidas con elegancia. —Respondió Sevika, sin moverse ni un centímetro.
Sarah soltó una risa suave, y sin pensarlo mucho, le dio un beso breve, ligero como una provocación envuelta en humo y fuego.
—Eso fue un saludo. El respeto… eso te lo ganas esta noche.
Sevika entrecerró los ojos con una media sonrisa. No era burla, era reconocimiento.
—Entonces será mejor que vengas preparada, almirante. No pienso dejarlo fácil.
—Eso espero. —Respondió Sarah, alzando la copa con una chispa de entusiasmo que solo ella podía convertir en amenaza sutil.
Apenas Sarah se alejaba de Sevika, una figura alta y firme subió por la escalerilla. Era Shoola. Sin uniforme, sin adornos, solo ella: su presencia fuerte, su caminar seguro y ese aire vigilante que ni la música ni el ron podían borrar.
Sarah la notó enseguida, como si el barco mismo se hubiera alineado con su llegada. Levantó su copa una vez más, a modo de saludo.
—Otra concejala... ¿vienes a vigilar o a brindar?
Shoola no frenó ni un segundo. Se acercó, clavó los ojos en los de Sarah y alzó una ceja.
—Las dos. Y que quede claro… si me haces bailar, te rompo un dedo.
Sarah rió leve, sin bajar la copa.
—Tranquila. Me quedan nueve más para intentarlo.
Sevika, encendiendo su puro con el fuego de una antorcha cercana, soltó una carcajada áspera, divertida y sin filtro.
—¿Y este es el famoso “acto inaugural” que aprobó el consejo? Te esmeraste, Almirante.
Una voz conocida respondió antes que Sarah pudiera hacerlo.
—Dependerá de cuántas copas sigan de pie cuando llegue la medianoche… y de cuántos informes de daños tenga que redactar mañana.
Adele Vickers cruzaba la escalerilla con una elegancia tranquila, sin pedir permiso pero sin necesidad de imponerse. Llevaba un vestido sencillo, perfecto para el clima, y una copa de vino blanco que brillaba más que su brazalete de datos. Sonreía como quien no viene a curiosear, sino a evaluar una inversión con interés genuino.
Sarah la recibió entrecerrando los ojos, como si ya supiera que la mente más filosa del consejo acababa de subir a bordo.
—Sabía que no ibas a poder resistirte. Fuiste la primera en mover la pieza en el consejo… querías asegurarte de que la tormenta que soltaste tuviera buena puntería.
—Y vaya que la tuvo. —Respondió Adele, acercándose con esa precisión elegante de quien sabe caminar entre mármol y madera sin perder el paso. —Propuse una votación, sí. No pensé que estaba encendiendo la mecha de un bautizo con ron, fuego y pólvora.
Sarah sonrió, haciendo girar el vaso entre los dedos como si calibrara una marea invisible.
—No finjas sorpresa, parte de ti quería ver esto, verme a mí, en esto.
—Una parte muy específica, sí. —Dijo Adele, chocando suavemente su copa al brindar. —Aunque admito que las armas no estaban en la versión inicial del plan.
—Entonces quédate hasta que caiga la vela principal. Prometo estadísticas… y vistas que no vas a encontrar en ningún informe.
Adele sonrió de medio lado, alzando apenas su copa, antes de perderse entre las sombras cálidas del grupo. El silencio dejó paso a la música, que se elevaba por las velas como una rebelión bien afinada. Risas, vasos chocando y botas marcando el ritmo sobre la madera barnizada por la noche.
Y entonces, como si alguien hubiera soltado una cucharada de hielo en una olla hirviendo, la presencia de Lord Gerold se sintió antes de verse.
El bastón golpeó la pasarela con un ¡tac! autoritario. Su silueta cruzando la escalerilla con la dignidad ofendida de quien cree que el mundo gira en torno a su apellido. La capa impecable, la mirada afilada, y el desdén colgando de su boca como una sentencia aún no firmada.
Sarah lo vio desde la cubierta, aún rodeada de marineros, ejecutoras y risas que no pedían permiso. Ladeó la cabeza, con curiosidad juguetona.
—Mira quién llegó… si hasta el mármol se dejó arrastrar por el escándalo. Debe ser que los rumores de pecado viajan rápido.
Gerold avanzó con paso firme hasta quedar frente a ella, el pecho inflado como si quisiera empujar al mundo con su indignación. Su rostro era una máscara de desaprobación tan estudiada que parecía esculpida.
—He venido a verificar en qué se está gastando el presupuesto del consejo, señora Fortune. Y, como temía, lo confirmé: esto no es una fuerza naval, es una orgía disfrazada de milicia.
Sarah dio un paso al frente, tranquila, con la copa en la mano como si fuera un cetro de burla imperial.
—¿Orgia, dices...? Qué entusiasmo tan colorido, Gerold. Ahora entiendo por qué no faltas a ninguna sesión del consejo. Debes tener más fantasías reprimidas que un bibliotecario encerrado en una taberna.
Risas contenidas se soltaron por la cubierta. Incluso Adele disimuló la suya tras una copa. Gerold, sin embargo, se mantuvo rígido.
—Esto es una falta total de respeto por la estructura, la disciplina y el buen juicio. Licor, música, mujeres sin ropa... ¿Dónde están los informes? ¿Los procedimientos? ¿El reglamento militar?
Sarah entrecerró los ojos con una sonrisa ladeada, tranquila pero con filo.
—¿Un reglamento? Le tengo uno simple: aquí manda quien no se hunde cuando el barco hace agua. El resto… mira desde la orilla y pregunta por qué nadie lo salvó.
Gerold frunció el ceño, claramente molesto.
—Cree que hace gracia, pero esto se va a discutir. Se van a revisar las cuentas y si encuentro un solo gasto indebido…
Sarah lo interrumpió con una risa suave, como si no le preocupase en lo más mínimo.
—Señor, si de verdad le importa el presupuesto, quédese esta noche. Va a ver en qué se invirtió: en mantener a la gente motivada, fiel, y armada. Con suerte, sobrios mañana.
Se inclinó un poco, con ese estilo burlón que rozaba el desafío.
—Y si no le parece suficiente, puede seguirme al camarote y le explico en persona cómo se lidera con resultados… y con estilo.
Gerold retrocedió, más por incomodidad que por miedo.
—Esto no es una armada. Es un circo, y usted… no es una Almirante. Es solo una provocadora con suerte.
Sarah levantó la copa y tomó un sorbo con calma. Luego bajó el vaso y se acercó lo justo para que cada palabra le pesara.
—Y usted no es un lord. Es un fósil con bastón que cada vez que abre la boca, se borra un poco más del presente.
Dio media vuelta sin esperar respuesta.
—Ya veo por qué la comandante la eligió a usted. —Soltó entonces Lord Gerold con veneno seco. —Son igual de vulgares.
Sarah se detuvo en seco. No giró de inmediato. Tomó aire, bajó la copa y cuando se dio la vuelta, su mirada ya no era burlona, era filosa.
Caminó de regreso con paso firme, sin prisa, sin sonrisa.
—Con Caitlyn no me une una copa ni un saludo navideño. —Dijo en voz baja pero clara, cada palabra como un golpe. —Pero si algo no permitiré, es que alguien como usted ensucie su nombre para reforzar sus miserias.
Se detuvo frente a él, tan cerca que el bastón de Gerold pareció encogerse.
—La comandante Kiramman es más impecable en una orden que usted en toda su carrera. Así que sí, fui designada por ella. No por ser vulgar, sino porque ella sabe reconocer quiénes están listos para hacer lo que usted nunca tuvo el valor de intentar.
Lo sostuvo con la mirada un segundo más, y cuando finalmente dio media vuelta para irse, su espalda hablaba más alto que cualquier insulto
Pero antes de alejarse, lanzó una última frase por encima del hombro.
—Y por cierto… no vine a buscar su respeto. Solo necesitaba aprobación para gastarme su maldito oro.
Gerold se quedó ahí, helado como si el aire a su alrededor se hubiera detenido.
Sarah regresó con los suyos, levantó la copa bien alto y gritó:
—¡Ahora sí, Malkorianos! ¡Brindemos como si hubiéramos hundido un acorazado lleno de etiquetas y protocolos!
Y el grito que le siguió no dejó espacio para nada más. Ni para el bastón de Gerold, ni para su orgullo herido.
La Malkora se había transformado en un delirio flotante. Las luces colgaban de las velas como luciérnagas borrachas, y la música sonaba con un tambor de fondo que ya no marcaba ritmo, sino una revolución.
Sobre una mesa larga, dos mujeres bailaban sin camisa, el sudor y la sal brillando sobre sus pechos desnudos mientras uno de los marineros babeaba tan fuerte que se atragantó con su propio asombro. Las carcajadas que siguieron fueron tan ruidosas como el golpe del barril que alguien rompió por accidente.
En un rincón más cercano al mástil principal, Sevika tenía el brazo trabado con el de un fornido marinero que juraba tener "la fuerza de tres tiburones". Ella le sostuvo la mirada, le apretó los nudillos como si fueran nueces… y lo estampó contra la mesa con un chasquido seco.
—Te falta mar, chico. —Dijo, mientras se encendía otro puro con el mechero de alguien que ya no recordaba ni su nombre.
Más allá, entre risas y vítores, Lynn se inclinaba frente a una bailarina que le ofrecía ron directamente desde el escote. La ejecutora bebía sin derramar una sola gota, y al levantar la cabeza, alzó los brazos en señal de triunfo. La multitud estalló en gritos, y los marineros golpearon los vasos contra la cubierta como si estuvieran rindiendo homenaje a algún espíritu salvaje del océano.
Desde un costado, Steb y Shoola observaban la escena con una mezcla de resignación, cansancio y la típica duda existencial del deber mal remunerado.
—Podría estar revisando informes con una taza de té caliente. —Murmuró él, sin mover un músculo.
—Y perderte esta muestra de diplomacia cultural alternativa. —Respondió Shoola con media sonrisa, bebiendo un sorbo de su vaso.
Pero al ver a Lynn alzando otra copa entre una ovación dudosa y escotes generosos, Shoola giró la cabeza hacia Steb.
—Está bien. Hoy te doy permiso para decir “vergüenza ajena”. Solo por esta vez.
Steb cerró los ojos, como quien firma mentalmente una renuncia no entregada.
—Gracias.
Y luego estaba Gerold. Había perdido el bastón hacía ya varios minutos, y ahora trataba de mantener la compostura mientras dos marineros lo abrazaban del cuello como si fuera un tío simpático en una fiesta familiar.
—¡Vamos, viejo! ¡No pongas cara de funeral! ¡Toma esto!
Le vaciaron un chorro de ron en la cabeza sin aviso.
—¡A ver si eso ablanda el mármol, vamos!
Gerold no respondió. Tampoco sonrió, pero el ojo izquierdo comenzaba a temblarle, como si su paciencia estuviera colgando de un hilo.
Desde una parte más alta del barco, Sarah observaba todo. Las antorchas iluminaban los cuerpos sudorosos, las mujeres bailaban con el torso descubierto, los gritos se mezclaban con risas, y los marineros reían como si el mundo ya se hubiera terminado… y ellos fueran los únicos que salieron ganando.
La Malkora vibraba con vida propia, y en medio del alboroto, Sarah sonreía y respiraba hondo.
—Jamás pensé que llegaría a ver esto. —Dijo una voz ronca a su lado, como si hubiera fumado cada tormenta del mar.
Era Roger. El viejo Roger. Su mano derecha desde antes de tener un buen barco o una fama respetable.
Llevaba el chaleco desabrochado, una cicatriz reciente en el cuello y sostenía un vaso grueso con sus dedos gastados. Olía fuerte a ron, a aventuras… y a orgullo. Sus ojos seguían siendo los mismos: fieles, cálidos, llenos de respeto.
Sarah lo miró con una sonrisa de lado.
—¿Verlo? Si casi te mueres en el ataque al puerto de Fossbarrow este año.
Roger rió bajito, con un toque de nostalgia en la voz.
—Sí... pero si me hubiera muerto, me habría perdido todo esto. —Alzó su vaso hacia ella. —La Malkora ya es un barco de verdad. Tiene nombre, tiene bandera... y tú eres la que manda.
Se quedó en silencio un momento y la miró directo a los ojos.
—Nunca fue fácil, ni contigo ni con el mar, Almirante. Pero siempre supe que ibas a llegar lejos. Me hace feliz haberme subido a este barco antes de que se volviera leyenda.
Sarah bajó la mirada por un segundo, sin decir una palabra. Solo chocó su vaso con el de él. Fue un gesto corto, firme y con mucho sentido.
—Quédate cerca, Roger. Esta historia apenas comienza.
—Lo sé. —Dijo él, tomando todo el trago. Luego se limpió la boca con la manga y añadió con una sonrisa cansada. —Pero prométeme que si esta flota crece... no vas a obligarme a usar uniforme ni a peinarme. Ya estoy muy viejo para eso.
—Ni lo sueñes. —Respondió ella con una sonrisa de lado. —La Malkora no se peina, se enreda.
Roger soltó una carcajada, le dio una palmada en el hombro y se fue, saludando a dos personas semidesnudas con la elegancia de un noble y la picardía de un viejo pirata reformado.
Mientras tanto, en la baranda del barco, con el viento peinándole el cabello como una extensión del escenario, Adele Vickers contemplaba el mar con la calma metódica de quien analiza una ecuación compleja. La copa giraba entre sus dedos, como si evaluara propiedades del líquido más allá de su sabor. Pero su sonrisa, apenas dibujada, delataba un disfrute reservado solo a quienes entienden las reglas y aún así deciden romperlas.
Sarah la localizó al instante.
Avanzó entre los asistentes como una variable que desplaza el entorno: las risas, los cuerpos, el caos. No caminaba, se desplazaba como si el entorno se reconfigurara a su paso. Cuando llegó a su lado, se detuvo sin decir nada. El metal de la baranda estaba frío por la brisa marina y la luz temblorosa sobre el agua parecía registrar la oscilación del momento. Su codo rozó el de Adele: un gesto milimétrico, preciso, deliberado.
—Míranos. —Dijo Sarah en voz baja, casi como un secreto. —Piltover está a punto de explotar... y tú estás justo en medio.
Adele giró apenas el rostro y le lanzó una mirada con algo de burla y análisis.
—Y tú... haciendo del caos una estrategia.
—¿No lo es? —Replicó Sarah, acercándose apenas. —Todo esto es una ecuación… donde la variable inestable eres tú.
Adele giró el rostro con lentitud. El vaso aún colgaba de sus dedos, pero la atención ya no estaba en él.
—¿Y cuál es la hipótesis esta vez?
Sarah sonrió, pero no con simpatía, sino como alguien que lanza un reto.
—Que si juntamos deseo, emociones fuertes y dos personas que saben lo que hacen... podemos causar algo imparable.
Adele levantó una ceja, sin moverse.
—¿Estás hablando de un experimento... o de un accidente planeado?
—Una caída de las buenas. —Susurró Sarah. —Lynn ya está dentro. Solo faltas tú.
Adele dio un sorbo a su copa, luego miró hacia los que seguían bailando y riendo sin pensar en mañana.
—¿Y si te digo que paso?
Sarah no respondió con palabras. Se acercó y la besó sin pedir permiso. Fue directo, decidido, como cerrar un trato.
—Entonces diré que fuiste el pequeño error en mis cálculos. Pero si dices que sí... esta noche será algo que ni los libros se atreverían a contar sin ruborizarse.
Adele soltó el aire con un leve rubor en las mejillas, aunque su voz no mostró ni una pizca de nervios.
Sarah le extendió la mano como si le ofreciera subir a bordo de una aventura.
—Bienvenida al laboratorio, doctora. —Murmuró Sarah con una sonrisa que parecía marcar el rumbo.
Adele aún tenía la copa en la mano, pero ya no le interesaba lo que había dentro. Lo que realmente le llamaba la atención era el camino al que Sarah la invitaba. Y Sarah, como buena líder, sabía leer bien esa señal.
Le tomó la mano con firmeza, con la seguridad de alguien que sabe moverse tanto entre tormentas como entre juegos de sábanas. Fue un apretón corto, cálido y claro.
Luego, con solo mover un poco la barbilla, Sarah le hizo una seña a Lynn, que seguía en medio de su propia “negociación” con una de las bailarinas del barco.
La cara de Lynn iba de un lado a otro, perdida entre risas y escotes, completamente roja, como si le hubieran pintado una bandera pirata en la cara.
—¡Eso, Ejecutora! ¡La disciplina de Piltover, carajo!
Cuando Sarah silbó, corto y claro, Lynn levantó la cabeza lentamente. Tenía los ojos brillosos, una sonrisa medio chueca, y una gota de ron deslizándose por su labio.
La bailarina le desordenó el pelo con una caricia juguetona, como si estuviera despidiendo a un héroe borracho.
Lynn se giró, miró a Sarah, luego a Adele… y lo entendió todo. Sonrió, inclinó un poco la cabeza y asintió como una soldado emocionada por una misión especial.
Mientras Sarah y Adele caminaban hacia el camarote, los sonidos de la fiesta se volvían más lejanos, como si todo el barco supiera que algo importante estaba por pasar. El calor de la noche seguía en el aire, pero los gestos entre ellas, las miradas, los roces, hacían que todo se sintiera más intenso que el ruido, el ron y las risas.
Lynn se acercó a ellas justo a tiempo. Sarah se detuvo frente a la puerta del camarote, tomó a Adele por la cintura y le dio un beso directo, como si estuviera diciendo algo sin palabras. Después, sonriendo de lado, las miró a ambas.
—Adelante, damas. El laboratorio de la Malkora las espera.
Adele entró con curiosidad en los ojos. Lynn la siguió, lanzando una última mirada rápida, entre cómplice y divertida. Sarah se quedó afuera un momento, sujetando la puerta con una mano, como si estuviera anunciando el comienzo de algo.
Entonces levantó la vista y lo notó.
Lord Gerold estaba al otro extremo de la cubierta. Tenía la capa manchada, la cara seria y restos de ron por toda la ropa. Se le veía molesto, fuera de lugar entre tanto desorden. Miraba a Sarah con desagrado, como si esperara que ella se disculpara por todo el caos.
Pero Sarah no se movió. Mantuvo la mirada fija en Gerold, tranquila y segura, como si supiera que ya había ganado esa batalla. Luego sonrió, no de manera amable, sino con esa expresión confiada de alguien que no necesita hacer más para demostrar que está al mando.
Le guiñó un ojo, como si eso fuera suficiente para dejar en claro quién tenía el control. Con calma, sin apurarse, cerró la puerta detrás de ella y con ello el crujido de la madera pareció celebrar en secreto. La brisa marina sopló una última nota de fiesta, como si el barco mismo entendiera que la verdadera tormenta acababa de comenzar.
Lo que pasó dentro del camarote no se escribió en ningún informe. Fue algo privado, entre risas apagadas y miradas cómplices. Solo quedó el sonido suave de la puerta cerrándose, la música de fondo de la fiesta... y la sonrisa triunfante de Sarah, que selló la noche como si firmara un acuerdo que nadie se atrevería a romper.