La voz de Zaun
11 de septiembre de 2025, 14:03
El reloj en la pared marcaba las 11:03, aunque ya no funcionaba desde hace años. En Zaun, el tiempo no se mide con relojes, sino por cicatrices, huesos rotos y respiraciones que siguen por pura terquedad.
El lugar olía a aceite quemado, sangre vieja y tabaco. Las luces parpadeaban, como si fueran a apagarse en cualquier momento, pero resistían. Cada rincón tenía historia, la mayoría terminaba en muerte o en Sevika, que a veces era lo mismo.
Sevika estaba sentada como si no le importara nada, pero con la mirada atenta. Su “silla” era una mezcla de fierros soldados y piezas viejas de maquinaria, con el respaldo de una antigua silla de ejecutor. Su brazo mecánico, lleno de cicatrices y óxido, colgaba a un lado. El otro brazo, el real, sostenía una botella casi vacía. Cada vez que tomaba, dejaba una mancha en el borde.
Tenía un palillo en la boca, como siempre. Llevaba su capa púrpura clásica, colgando de un hombro. En su cuello y pecho se notaban cicatrices azules, marcas de una explosión mágica que años atrás le quitó el brazo. Su pelo negro caía sobre la cara, ocultando a veces uno de sus ojos, que brillaban con la fuerza de alguien que ha sobrevivido mucho.
Y su voz… grave, áspera, como metal raspando piedra. No necesitaba gritar para que se sintiera su presencia.
—Te juro que la mesa se rompió justo cuando la pelirroja se subió con la escopeta en una mano y la botella en la otra. Yo alcancé a agacharme, pero uno de los tipos que jugaba a las cartas terminó con el cañón apuntándole casi a los dientes. —Sevika se rió, con una voz rasposa que sonaba como si le picara la garganta de recordar. —Todavía creo que se meo encima. No lo culpo.
Riona no dijo nada. Estaba al fondo, como siempre, concentrada en su rutina de lanzar cuchillos con una rabia silenciosa. El blanco, pintado sobre una plancha de metal oxidado, tenía más agujeros que esperanza. Ella lanzaba, recogía y volvía a lanzar, sin detenerse.
Su cabello verde, como musgo húmedo, estaba atado en un moño desordenado que se soltaba con cada movimiento. Llevaba una camiseta sin mangas y sus brazos, tensos, mostraban moretones antiguos y músculos nuevos. Y esa ceja siempre fruncida, como si cargara con el peso del mundo y aún así no quisiera soltarlo.
Clac. Centro. Clac. Centro. Clac. Silencio.
—¿Te hablé de la chica con guantes de encaje? —Sevika tomó un trago sin esperar respuesta. —Nunca supe si quería estrangularme o besarme... pero creo que hizo las dos cosas.
El fondo de la botella golpeó el brazo metálico con un "toc" seco. Sonó más como una advertencia que como un ruido sin importancia.
—Te habrías divertido… si no te hubieras quedado aquí, afilando dagas como si fueran boletos para entrar a la fiesta.
Eso bastó. Riona no dijo nada, solo lanzó la daga que aún tenía en la mano. La hoja silbó al cruzar el aire y se clavó con fuerza, apenas a unos centímetros del trono de Sevika. No fue un ataque real, pero sí una señal clara: podía hacerlo, quería hacerlo y estaba harta de quedarse callada.
El silencio entre ellas se volvió más denso. Riona no apartó la mirada; sus ojos verdes brillaban con una rabia tan fuerte que no necesitaba gritar para doler.
—No me llevaste.
Sevika alzó una ceja con esa calma desesperante que decía más que cualquier palabra. Su sonrisa de lado mostraba que, en el fondo, esperaba esa explosión… y hasta le divertía.
—¿Y qué?
—Te escuché cuando lo planeabas —Dijo Riona, firme. —Te vi mientras te arreglabas, incluso practicabas cómo saludarías a “la reina pirata” frente al espejo. Pero a mí no me dijiste nada. Ni un "quédate", ni un "ven conmigo", nada.
Sevika se recostó aún más en su trono de fierro viejo, girando el palillo entre los labios con una sonrisa torcida, esa que solía mostrar justo antes de una pelea. Como si las palabras de Riona no valieran ni el esfuerzo de una respuesta directa.
—¿Y qué querías? ¿Una invitación con moño? Eres lo último que necesitaba: una mocosa con los ojos llenos de ganas y la cabeza hecha un lío. Sin saber si querías pelear, llorar o lanzarte encima de la primera que te dijera que luces ruda. En esa fiesta no habrías aguantado ni dos tragos antes de hacer un papelón... o decir algo peor.
—Tengo diecisiete. —Dijo Riona, con la voz firme y la sangre ya hirviendo.
Sevika la miró con una ceja alzada, como si Riona acabara de decir que aún creía en cuentos de hadas.
—Exactamente, niña.
—Y tú, a los diez, ya hacías volar dientes. No vengas con esa excusa.
Sevika chasqueó la lengua, lenta, como quien saborea el recuerdo de una pelea que realmente valió la pena.
—Sí, y a los diez ya me respetaban. No porque alguien me hubiera "adoptado", ni por tener una historia triste o cara de víctima. Me respetaban porque, si alguien me pateaba, yo le mordía el tobillo hasta hacerlo caer. Sin lágrimas ni dramas. ¿Y tú? Todavía vas por ahí llena de dudas, con el corazón colgando del cuello como si esperaras que alguien lo protegiera.
—¡Llevo tres meses contigo! —Gritó Riona, dando un paso firme hacia el trono, con la voz temblando entre rabia e impotencia. —Peleo, entreno, sangro por ti. ¿Qué más tengo que hacer? ¿Dejar que uno de esos idiotas me mate solo para que me tomes en serio?
Sevika soltó un bufido con una mueca irónica, sin molestarse en mirar hacia arriba.
—Estuviste cerca... y todo por un tonto con una espada vieja. Felicitaciones.
Riona apretó los dientes. Todavía sentía el ardor en las costillas, no por el golpe, sino por la vergüenza. Había fallado justo cuando más quería demostrar su valor.
—¿Sabes qué? Mejor que no me hayas llevado. Seguro que esa fiesta era de esas donde todos fingen sonreír mientras esconden cuchillos. Mujeres que te revisan las cicatrices como si fueran trofeos, y si no estás destrozada por dentro, ni siquiera te sirven un trago.
El silencio que siguió no fue por falta de palabras, sino porque ambas estaban pensando. Sevika la observó con algo entre interés y evaluación.
—Te habrías sentido invisible. —Dijo por fin, con voz baja, como una hoja de metal cayendo al agua. —O peor, te habrías dejado ver... y eso, mocosa, eso es como firmar tu sentencia.
Riona volvió a las dagas. Esta vez la lanzó con rabia más que con puntería. Falló el centro, pero no le importó.
—A veces siento que ni siquiera soy real para ti. —Dijo sin mirarla. —Solo soy un experimento con pulso, una sombra obediente a la que puedes mandar, entrenar y olvidar cuando molesta.
Sevika no respondió de inmediato. Levantó la botella y tomó lo último que quedaba, unas gotas tibias y amargas, como un mal recuerdo que se resiste a irse. La dejó caer otra vez contra el trono con un golpe sordo y luego clavó la mirada en Riona.
—¿Sabes cuántas veces he tenido una aprendiz? Ninguna. Porque no soy niñera, ni maestra, ni una santa con paciencia. No nací para criar a nadie. Pero tú, con esa cara de hambre y terquedad, fuiste la excepción.
Su brazo mecánico se movió despacio, como si hasta el metal estuviera harto.
—Tienes el puto privilegio de ser la primera y vienes a chillar porque no te llevé a una fiesta donde la mitad de los presentes habría apostado cuánto durabas antes de sangrar por la nariz. ¿Eso querías? ¿Ser la mascota exótica en un nido de serpientes?
Sevika se incorporó un poco, cambió el palillo por un cigarro y lo encendió con una chispa de su brazo mecánico. La brasa brillaba con intensidad, como una advertencia silenciosa.
Riona se quedó quieta. El cuchillo entre sus dedos ya no parecía un arma, sino solo un reflejo automático. Buscó con la mirada los ojos de Sevika por instinto… pero no pudo sostenerlos. Bajó la vista. Primero al suelo, luego a sus botas llenas de polvo. La rabia que antes la mantenía firme se le atoró en la garganta, como una piedra pesada.
Se mordió el labio, apenas. Todavía sentía ardor en el pecho, pero algo en su expresión se ablandó. Porque, aunque dolían, las palabras de Sevika habían dicho la verdad. Una verdad fea y directa, pero real.
Tragó saliva y respiró hondo.
Sin decir nada, cruzó la habitación, se dejó caer sobre un archivador de metal viejo y se abrazó las piernas contra el pecho. Apoyó la barbilla en los brazos y se quedó mirando un punto invisible entre sus botas y el suelo agrietado.
No levantó la cabeza. Aún encorvada, dejó salir las palabras como si le costaran esfuerzo.
—Hoy hay reunión con los de Zaun. —Dijo al fin, con la voz más baja, casi como si hablara en automático para no dejar que se le notaran las emociones. —Jefes de sector, tipos que hablan más de la cuenta... ya sabes cómo son.
Sevika gruñó con flojera. Se rascó la sien con el pulgar sucio, como si buscara una excusa que no encontraba.
—¿Hoy? Pensé que era mañana.
Riona levantó apenas la cabeza, aunque su cara seguía igual de agotada.
—Te lo dije tres veces. Una cuando dormías, y otra te lo dejé escrito en la botella de whisky con carbón.
Sevika soltó un resoplido seco, una mezcla entre bufido y risa sin ganas.
—Y yo creyendo que esa cosa era una maldición.
Se levantó sin apuro, como si el peso del mundo estuviera sobre sus hombros y nadie más quisiera cargarlo. Su brazo metálico hizo un chasquido breve, molesto, como si también estuviera cansado.
Se dio una palmada en el muslo, tomó la capa del respaldo de su trono y se la echó al hombro.
—Vamos. —Gruñó, con el cigarro colgando del labio, la brasa parpadeando como si ya oliera problemas. —Hay demasiadas cosas por resolver, y si esta vez vienen con más excusas que soluciones, te juro que les parto la mesa en la cabeza y me voy.
Sevika soltó el humo sin detenerse, como si con eso pudiera espantar la estupidez antes de que apareciera.
Riona bajó las piernas del archivador y se puso de pie.
—¿Y por qué no lo haces?
Sevika se detuvo justo antes de empujar la puerta oxidada. El cigarro seguía colgando de sus labios, pero su mirada, normalmente dura como lija, se suavizó apenas.
—Porque no son solo quejas vacías. —Murmuró. —Hay personas sin atención médica, barrios respirando veneno, y gente que necesita respuestas reales. No puedo ir por la vida golpeando a todos. A veces hay que escuchar… aunque sea con los puños apretados.
La miró de arriba abajo, no buscando si era bonita, sino si tenía carácter.
—Y tú, hoy eres mi secretaria. Tomas nota y si uno de esos tipos con cara de válvula empieza a contar tragedias como si fuera un mártir… ya sabes qué hacer.
Riona levantó una ceja, con una sonrisa burlona.
—¿Lanzarle una daga entre las piernas?
Sevika sonrió de lado, dejando salir el humo por los dientes.
—Esa misma, pero apunta bien. No quiero que después anden llorando porque perdieron la voz… o el respeto.
Se marcharon sin cruzar palabra, cruzando el umbral como si el aire supiera hacerse a un lado.
El pasillo los recibió con luces parpadeantes y el eco metálico de sus pasos. Sevika iba al frente, su capa arrastrándose con un leve roce sobre el suelo sucio. Caminaba con ese ritmo que no pregunta, que impone. Su silueta era puro peso: acero mal soldado, cicatrices vivas y un humo que flotaba tras ella como una advertencia muda.
Riona la seguía de cerca. El rostro serio, los ojos bien abiertos, pero sin miedo. Llevaba el cuerpo tenso como un resorte, los pasos medidos, el orgullo intacto, aunque un poco magullado. Y por dentro, esa mezcla incómoda de rabia joven y hambre de pertenecer, creciendo con cada paso como si cada baldosa le estuviera haciendo una pregunta: "¿Estás lista o no?"
La sala estaba dentro de una vieja fábrica abandonada, aún llena del olor a metal viejo, humo y promesas olvidadas. La habían adaptado con lo justo: una mesa larga hecha con puertas metálicas unidas a la fuerza, sillas desiguales que parecían sacadas de la basura, y una lámpara colgante que parpadeaba como si supiera que iba a escuchar cosas que no deberían decirse.
El techo era tan alto que se perdía en la oscuridad. Parecía guardar el eco de discusiones pasadas, como si aún vivieran ahí. El zumbido constante de los tubos de presión que recorrían las paredes le daba vida a la fábrica, como si fuera un cuerpo viejo que no sabía que ya estaba muriendo.
Sevika se dejó caer en la silla del centro como si se sentara sobre una trampa. La silla crujió, no por su peso, sino por la autoridad que traía con ella. Sin decir nada, apoyó su brazo mecánico sobre la mesa con un golpe seco. Luego empezó a tamborilear con los dedos de metal, un sonido tenso y extraño, como una amenaza en clave. Era su forma de decir: "hablen, pero no me hagan perder el tiempo".
A su derecha, Riona se sentó en una silla más baja, pero igual de tensa. Tenía un cuaderno sobre las rodillas y sostenía una barra de carbón como si fuera un arma. No escribía rápido, sino con cuidado. Cada palabra que anotaba era precisa, como si cortara con ella. Porque en esa mesa, lo que escribía no era solo información… era su forma de pelear.
—Bien. —Gruñó Sevika, sin saludar ni perder tiempo. —Empecemos, que el humo no se va a ir solo… y si alguien viene con discursos bonitos, juro que lo quemo con su propio poema.
El silencio se rompió con la voz áspera de Marn “el Tuerto”, líder del sector 12. Su ojo mecánico parpadeó con un chispazo, como si hasta él estuviera cansado.
—Los ataques han aumentado, y no hablo de ladrones comunes. Son grupos organizados, con entrenamiento y armas de verdad. Están bien preparados, usan blindaje que no es de aquí. Nos están acorralando, y nuestros guardias no sirven: están mal equipados, mal entrenados… y peor pagados.
El murmullo que se escuchó fue más que un simple "sí". Sonó como un suspiro largo, como si todos dejaran salir la tensión al mismo tiempo, igual que una válvula a punto de romperse.
—Así no podemos seguir. —Dijo Glenna, una mujer de hombros anchos, con la piel dañada por químicos y un delantal lleno de parches. —La gente ya no le teme a Zaun… le teme a todo lo que Zaun ya no puede controlar.
Riona seguía escribiendo sin levantar la cabeza. “Más ataques organizados. Guardia mal preparada. Armas externas, origen desconocido.” Su letra era firme y pequeña, como si cada palabra la tallara con una navaja.
—Anotado. Sigamos. Comercio. —Dijo Sevika, como si la palabra le dejara mal sabor en la boca. —Suministros. A ver, sorpréndanme con otro problema, a ver si esta vez sí me dan ganas de llorar.
Korin, un comerciante con los dedos manchados de nicotina y cara de aburrido constante, golpeó la mesa con fuerza.
—¡Nos están ahogando con impuestos! Piltover los impone, ustedes los aprueban y nosotros los pagamos. ¿Para qué? ¿Para que los Kiramman vivan en sillones de terciopelo mientras nosotros dormimos sobre clavos?
—¡Nos cobran hasta por respirar! —Gritó alguien desde el fondo. —Y cuando intentamos exportar algo, nos paran en seco en los puentes con más excusas que un político borracho.
Sevika apretó los dientes, pero no dijo nada. Su silencio era como un arma cargada a punto de estallar.
Riona escribió con letra firme: “Impuestos excesivos. Problemas en la distribución. Discriminación comercial constante.” La tinta negra comenzaba a marcar el papel con fuerza.
Y entonces habló el tipo equivocado.
Un hombre de mandíbula larga, ojos hundidos y la camisa mal abrochada. Tenía la lengua más suelta que el sentido común. Desde un rincón, con una voz agria por el resentimiento y el alcohol, soltó:
—Claro. Ahora que Sevika es la mascota de los Kiramman, ¿qué más da? Antes partía cráneos, ahora sirve café.
El silencio cayó de golpe, pesado, denso. Nadie se atrevió a reír.
Sevika se puso de pie con lentitud, y esa calma suya era más peligrosa que cualquier grito. El sonido de su brazo metálico rozando la mesa fue suficiente para que todos callaran por completo.
Caminó con paso firme, sin apuro, como si cada paso fuera una advertencia que el otro no supo entender hasta que fue tarde.
Se detuvo frente a él. El hombre aún tenía una sonrisa en la cara, convencido de que había sido gracioso.
—¿Mascota? —Gruñó Sevika, con una voz que sonó más a amenaza que a pregunta. Sin darle tiempo a nadie para respirar, levantó su brazo metálico y lo estampó contra la cabeza del hombre.
El cráneo crujió como una nuez maldita. No hubo gritos, solo el sonido de hueso y cerebro desmoronándose bajo la presión de acero. Sangre, masa y dientes volaron como metralla, manchando la pared, la mesa y el rostro de Sevika, que ni siquiera parpadeó.
El cuerpo cayó como un trapo mojado, sin peso, ni dignidad.
Sevika se limpió la mano con una lentitud perturbadora en el pantalón, dejando una mancha que no se iba a borrar fácil. Luego escupió al suelo con desprecio.
—¿Alguien más quiere explicarme a quién sirvo?
El silencio fue brutal. Nadie osó moverse, ni siquiera respirar de más.
—No estoy aquí por los Kiramman. —Dijo Sevika, con una voz que helaba la sangre. —Estoy aquí porque si yo no me siento en esta mesa, ustedes siguen muriendo mientras los de arriba se limpian las manos. Y si a alguien más se le ocurre hablar sin pensar, recuerde que no necesito muchas razones para vaciar esta sala con mis propias manos.
Se sentó de nuevo. La silla crujió, como si supiera que estaba sosteniendo a alguien que podía partirla en dos si quería.
Riona anotó sin levantar la cabeza: “La paciencia de Sevika tiene límite. Su brazo metálico, no.”
—Siguiente punto. —gruñó Sevika, dejando que la tensión se espese de nuevo en el aire. —Salud. ¿O van a decirme que en las cloacas hay hospitales escondidos?
Nadie rió. Nadie siquiera respiró con fuerza.
—Nuestros niños… —Dijo una mujer joven, con cicatrices en la cara y una mirada filosa como una navaja. —Empiezan a trabajar desde que pueden sostener una herramienta. Si se cortan, si se infectan, si pierden un dedo o una pierna, los tiran como si fueran basura. No pedimos lujos, solo pedimos que dejen de morir por una fiebre o una bala perdida.
El silencio se volvió asfixiante.
Sevika bajó la cabeza y se frotó la frente con su mano humana. El brazo metálico tembló levemente sobre la mesa, como si contuviera una rabia que no tenía dónde salir.
—Zaun no cría débiles. —dijo Sevika, con voz firme y rasposa. —Aquí aprendemos a sobrevivir sin pedir permiso. Aprendemos a pelear, a resistir, porque nadie lo va a hacer por nosotros. Pero eso no significa que seamos perros, no somos bestias. Somos humanos. Aunque desde hace generaciones, Piltover se haya olvidado de eso.
Se enderezó, clavando los ojos en los presentes.
—No estoy aquí para desatar otra guerra absurda. No vine a prenderle fuego a los de arriba. Estoy aquí para hablar, para exigir, para poner cada una de nuestras demandas sobre esa mesa donde hace años solo se sirven decisiones ajenas.
Su voz bajó, pero cada palabra pesaba como plomo.
—No me interesa ser su sirvienta, ni su amenaza. Vine a representarlos, a ustedes. Para que nuestras voces no se pierdan entre el humo y el desprecio. Para que esta vez, Zaun no quede afuera de la conversación.
Miró a Marn. Él la sostuvo un segundo… y luego bajó la mirada.
—El verdadero enemigo es el silencio. Es agachar la cabeza y tragarse la rabia. Es pensar que no vale la pena hablar porque nadie escucha. Yo sí los escucho y me van a escuchar a mí también.
—¿Entonces propones confiar en ellos? —Preguntó alguien, con un tono entre duda y desafío.
Sevika golpeó la mesa con el puño metálico. No fue fuerte, pero el sonido resonó con claridad y tensión.
—Propongo que exijamos como gente que merece ser escuchada. Que llevemos nuestras demandas con papeles, cifras y argumentos. Que los pongamos sobre la mesa, cara a cara. —Se inclinó hacia adelante, su voz más baja, pero más firme. —Y si eso no basta… entonces sabrán lo que pasa cuando ignoran a quienes ya no tienen nada que perder.
Algunos aplaudieron. Otros simplemente bajaron la cabeza, entendiendo el peso de sus palabras.
Sevika se giró hacia Riona y asintió con la barbilla.
—Pásales la hoja.
Riona arrancó la última página del cuaderno, aquella donde había anotado todo lo dicho durante la sesión. Se levantó y comenzó a pasarla entre los representantes, uno por uno. Nadie dudó. Con carbón, con tinta, con sangre seca en los nudillos, todos firmaron.
Cuando la hoja volvió a manos de Riona, ella se la entregó a Sevika. La mujer la tomó con cuidado, como si en ese papel estuviera condensado el corazón de Zaun.
Sevika se levantó de su asiento.
—Regresen a sus sectores. Organicen, fortalezcan lo que quede. Nadie va a venir a salvarnos. Pero esta vez, no vamos a pedir permiso para exigir lo que nos deben. Si no lo conseguimos con tinta... lo haremos con lo que Zaun tiene de sobra: rabia, dignidad y sangre caliente.
Sevika se giró y caminó hacia la salida. Riona la siguió en silencio, con el cuaderno aún en la mano, apretado contra el pecho. No dijo nada, pero sus pasos, igual que sus ojos, reflejaban la gravedad de lo que acababan de vivir.
El portón se cerró con un chirrido seco.
—Eso fue… distinto. —Murmuró Riona, como si hablara consigo misma.
Sevika sacó un palillo del bolsillo y se lo puso entre los labios, mordiéndolo con los dientes como si fuera una palabra que no quería soltar. Al girarse hacia Riona, lo movió apenas, mascullando la respuesta sin decirla del todo.
—¿Distinto? ¿Porque no reventé más cráneos o porque todavía tengo restos del último pegados en la mano?
—No. Porque esta vez… te escucharon. De verdad.
Sevika no respondió de inmediato. Caminó hacia una baranda oxidada y se quedó mirando el caos vertical que era Zaun: tubos temblando, cables retorcidos como serpientes y luces que luchaban por brillar en medio del humo.
—A veces se gana sin pelear. —Murmuró al fin. —Pero aquí abajo, si no haces temblar algo primero, nadie te escucha. No por respeto, Por miedo.
Riona se sentó sobre un generador viejo, abrazando sus piernas. Sus ojos seguían el parpadeo de las luces de neón a través de la niebla.
—¿Vas a ir al consejo?
Sevika no la miró, pero su sonrisa ladeada fue suficiente.
—Sí. Voy a ir y les voy a escupir cada una de nuestras demandas.
—¿Y yo?
Sevika se giró apenas.
—Tú vienes conmigo.
Sin decir una palabra más, ambas comenzaron a caminar, dejando atrás la fábrica y el peso denso de lo que se había dicho dentro.
La niebla las envolvía como una herida abierta, y a cada paso, el mundo que las rodeaba hablaba por sí solo. Pasaban junto a charcos de aceite donde se reflejaban luces rotas, cuerpos inmóviles que no sabías si dormían o ya no respiraban, y figuras sentadas en la oscuridad, con la mirada perdida. En una esquina, un niño con la ropa hecha trizas jugaba con un tubo oxidado como si fuera un arma. No reía, solo repetía un disparo invisible, una y otra vez.
Sevika caminaba al frente, mascando su palillo. Su mandíbula se tensaba con cada paso. Los hombros firmes, la mirada clavada al frente, como si pudiera atravesar con los ojos toda la podredumbre que Zaun escupía. Riona iba detrás, en silencio, con el cuaderno aún contra el pecho. Observaba todo, sin escribir esta vez, como si guardar esas imágenes bastara.
La ciudad ardía en su propio humo. Una mezcla densa de químicos, basura, y sudor viejo. Había sangre seca en una pared, una rata aplastada cerca de una muñeca quemada. Las luces parpadeaban como si dudaran si seguir encendidas. Los tubos temblaban, y a lo lejos, alguien gritó… y luego nada. Solo el silencio. Ese tipo de silencio que suena más fuerte que cualquier explosión.
Subieron una escalera metálica, oxidada y resbalosa, que crujía como si se quejara del peso del mundo. Desde allí, Zaun se extendía como un monstruo dormido. Un monstruo lleno de heridas. El aire dolía al respirar.
Caminaron sin hablar, como si cualquier palabra fuera innecesaria ante lo que sus ojos ya entendían. Cada rincón les recordaba por qué estaban luchando. Cada sombra era una historia que nadie quería contar, y aún así, seguían avanzando, esta vez, hacia Piltover.
Horas más tarde, el mármol del Consejo seguía tan frío como el juicio de los que lo habitaban. Tenía ese eco sordo que solo existe en lugares donde las decisiones no matan de golpe, sino por goteo. Los vitrales filtraban luz de colores imposibles, proyectando héroes de vitrina sobre un suelo que nunca había sido pisado por botas manchadas de barro. El aire… inmóvil, como si también estuviera en pausa para no respirar lo que se iba a decir.
Los concejales ya estaban acomodados, alineados como piezas de ajedrez demasiado caras para ensuciarse con verdades.
Lady Enora agitaba su abanico negro con esa elegancia venenosa que olía a funerales diplomáticos. Barón Delacroix brillaba en perfume y oro, jugueteando con su anillo como si pudiera hipnotizar al mundo con su dedo. Adele Vickers, recta como una daga, observaba su tableta con esa clase de calma que uno solo tiene cuando ya conoce el final del juego. Lord Gerold, pétreo, brazos cruzados, mandíbula apretada como si masticara siglos de rencor y protocolo. Shoola, encorvada hacia adelante, atenta como una pantera que aún no decide a quién devorar y Steb… impecable, con la barba recién perfilada, la postura del que sabe que está en territorio hostil pero no lo muestra.
Sevika estaba al fondo, reclinada en su silla como si no le debiera respeto a nadie. Masticaba un palillo como quien afila amenazas. El brazo mecánico colgaba del respaldo como un depredador dormido, listo para saltar si alguien usaba mal una sílaba. Parecía aburrida… pero en realidad, contaba cada gesto y mirada que se desviaba, cada silencio que apestaba a estrategia.
Más allá, cerca de la pared, donde las sombras no piden permiso, Riona observaba sin hacer ruido. De pie al principio, pero con el cuerpo inclinado contra una columna, como si la piedra pudiera ayudarla a contener los pensamientos. No estaba en la mesa, no era parte de ese juego de tronos y puñales verbales, era la anotadora, la sombra, la pupila camuflada. Sostenía el cuaderno con firmeza, como si fuera su escudo. Aún no escribía. Solo observaba, atenta, grabando en su mente cada gesto, cada palabra no dicha. Nadie parecía verla, pero ella no perdía de vista a nadie.
El murmullo inicial de la sala murió apenas Steb levantó la voz para iniciar la sesión. Pero Lord Gerold no esperó, nunca lo hacía.
—¿Alguien me puede explicar por qué hay una chica de Zaun parada en esa esquina como si esto fuera una obra de teatro callejera?
La voz de Lord Gerold sonó como un cuchillo con hielo: lenta, cruel y calculada para herir. Cada palabra tenía siglos de desprecio empacado con buena dicción.
Riona levantó la cabeza de golpe. Sus ojos verdes brillaban como brasas húmedas, su reacción fue instintiva, más rápida que el juicio.
—Me invitaron para mostrarle que no hace falta tener un apellido famoso para tener valor, su excelencia.
Un murmullo sutil cruzó la sala como electricidad. Shoola arqueó una ceja. Adele se mantuvo inmóvil. Delacroix curvó los labios con una mueca cargada de veneno elegante.
Sevika giró apenas la cabeza hacia Riona, con esa calma que no anuncia paz, sino peligro. Sus ojos la recorrieron con atención, masticando el silencio con esa tensión contenida que siempre la acompañaba. Su mirada, clavada en la chica, no gritaba rabia… pero sí dejaba claro el mensaje: entiende bien dónde estás, y con quién.
—Respira por la nariz, mocosa. No hagas un desastre antes de que empiece la verdadera carnicería.
Gerold se preparaba para soltar otra frase afilada, pero Steb carraspeó. Fue un sonido seco, firme. Como el intento desesperado de un viejo edificio por no derrumbarse.
Sevika se reclinó más en su silla, el brazo metálico golpeando suavemente el respaldo, como un metrónomo impaciente. Observaba en silencio, con la expresión de quien ha visto demasiadas veces cómo comienza el teatro político.
—Primer punto de la agenda. —Anunció Steb, con el ceño tenso y la voz justa para cortar la quietud. —Ratificación del decreto firmado por la comandante Kiramman. Constitución oficial de una fuerza de defensa marítima, bajo mando directo de la Almirante Sarah Fortune.
—Tema solicitado por Lord Gerold. —Apuntó Adele sin levantar la vista de su tableta, con una expresión neutra, casi mecánica. —Dado el modo poco habitual en que se celebró la inauguración de la Malkora, y considerando que se ha cuestionado su pertinencia, corresponde que al menos sea evaluado por este consejo.
La sala quedó en silencio, pero no por respeto. Era la clase de silencio que aparece cuando todos saben que cualquier palabra puede prender fuego a la sala.
Lord Gerold fue el primero en hablar, con ese tono educado que escondía una daga. Su voz, elegante y malintencionada, se deslizó por la sala como veneno dulce.
—Lo que pasó anoche fue una falta total de respeto. Música demasiado alta, licor como si fuera agua bendita, y gente desnuda bailando entre mástiles como si eso fuera un desfile. ¿Ese es el ejemplo de nuestra defensa, comandante Steb?
Steb mantuvo el rostro serio, con la mirada firme.
—Ese símbolo ha enfrentado más peligros que todos los presentes aquí con sus trajes y formalidades. —Dijo sin levantar la voz. —No necesitó uniforme ni autorización para vigilar lo que otros ignoraron: barcos sospechosos, rutas irregulares, señales que muchos prefirieron no ver.
Lady Enora soltó un bufido contenido, agitando su abanico con la elegancia de quien desprecia sin levantar la voz.
—Nadie cuestiona la habilidad de Miss Fortune en combate, comandante. Lo que se discute es la sensatez de darle poder oficial a una mujer que celebró su nuevo puesto con una especie de carnaval portuario.
—Fue música. —Corrigió Adele sin levantar la vista de su tableta. Su tono fue preciso, firme, sin necesidad de elevarse. —Y si algunos se incomodan por el ritmo, entonces no estamos hablando de política… sino de prejuicio disfrazado de protocolo.
—¿Prejuicio? —Gerold se inclinó levemente, frunciendo el ceño como si masticara algo agrio. —Eso no fue celebración. Fue un espectáculo vulgar, lleno de ruido, licor y libertinaje. Algo impropio de una representante militar.
—La vulgaridad, milord. —Intervino Shoola, su tono firme como un veredicto. —Es pensar que importa más el escote de un uniforme que la voluntad de pelear. Lo personal, cómo se vista, con quién esté o lo que haga, no tiene relevancia si demuestra el tipo de liderazgo que necesitamos cuando el fuego llegue a las puertas.
—Entonces, ¿el espectáculo fue un mensaje? —Preguntó Delacroix, con su tono resbaloso de siempre. —¿Para amedrentar enemigos… o para mostrarnos que la Almirante gastó como si no necesitara permiso alguno desde el primer día?
Sevika se inclinó hacia adelante, mascando el palillo con tanta fuerza que parecía que iba a romperlo con los dientes. Luego se lo sacó lentamente de la boca con dos dedos, como quien retira la espoleta de una granada. Con una precisión cargada de desprecio, lo lanzó hacia el consejo. El palillo giró en el aire y se clavó de canto entre los barrotes del respaldo de la silla de Delacroix, quedando atascado como una amenaza mínima pero muy visible. No hizo falta que alzara la voz. Su tono tenía el peso de una placa de hierro sobre los pulmones.
—El mensaje fue claro: si viene una tormenta, hay una hija del mar que no solo va a esperarla… va a hundir barcos con una sonrisa. Y si eso incomoda, que se suban a una canoa y empiecen a rezar.
Delacroix se quedó mirando, confundido. Luego se inclinó hacia un lado y sacó el palillo de su silla con dos dedos, como si tocara algo sucio. Lo miró con una mezcla de asco, molestia y un miedo que no pudo ocultar del todo. Cuando habló, su voz ya no tenía ese tono arrogante habitual, sino uno más tenso, inseguro.
—Creo… que el mensaje de Zaun fue bastante claro.
Adele apenas sonrió, como si aprobara el gesto desafiante de Sevika.
—No se trata de si Sarah rompe las reglas. Sí, lo hace, y por eso mismo es la persona que necesitamos. Alguien que no se arrodille frente a este consejo, que tenga el valor de tomar decisiones rápidas y actuar sin esperar que todos estén de acuerdo. Mientras algunos se esconden detrás de papeles y normas, ella ya está tomando acción donde hace falta.
Gerold sonrió con autosuficiencia. Cruzó los dedos sobre su bastón, inclinó la cabeza con gesto pausado y respondió con su tono más sarcástico.
—Ah, claro… alguien que no se doblega ante el protocolo. —Dijo con voz suave y fingidamente educada. —Aunque, por lo visto, arrodillarse sí es aceptable… siempre y cuando sea bajo cubierta, con la almirante delante, y sin testigos que escuchen los agradecimientos. ¿O me equivoco, concejala Vickers?
El comentario cayó como una bomba disfrazada de chiste. Nadie dijo nada, no porque no entendieran, sino porque todos sabían exactamente lo que acababa de insinuar.
Delacroix bajó la mirada con una sonrisa tonta. Lady Enora agitó su abanico como si quisiera borrar el escándalo del aire. Steb apretó la mandíbula, visiblemente incómodo. Shoola se recostó en su silla, entrecerrando los ojos, como calculando cuántos huesos podría romper si se levantaba.
Adele ni se movió. Bajó la tableta y la dejó sobre la mesa con un golpe seco, que sonó más fuerte que cualquier grito.
—Si va a decir algo ofensivo, dígalo de frente, Lord. Sin títulos, sin bastón, y sin esa silla que lo mantiene en pie. Lo reto: dígalo sin rodeos.
Gerold inclinó la cabeza con una sonrisa falsa, de esas que usan los que se creen más poderosos por hablar en clave.
—No hace falta. Su nueva obsesión con los barcos, lo mucho que defiende a la almirante… y esa visita tan especial al camarote de la señorita Fortune durante la fiesta.
Pausa.
—Hay cosas que no se escriben. Se susurran mientras uno pierde el aliento.
Adele no se inmutó. No pestañeó, no hizo ningún gesto. El silencio que siguió fue tan cortante como su mirada fija en Gerold, y el eco de su respuesta anterior todavía vibraba en la sala como una amenaza sin voz.
—Asistí a una ceremonia estratégica que este consejo aprobó. Evalué la moral, la organización y lo que necesitábamos para defendernos. —Su voz era firme, como hielo. —Pero lo que no tengo que explicar es qué hago con mi tiempo, mi cuerpo o lo que creo. Y si usted insiste en meterse donde no debe, Lord Gerold, tenga claro que puedo callarlo. Ya sea con una denuncia… o con el tacón de mi zapato.
Lady Enora entrecerró los ojos. Su abanico se detuvo un segundo, no por sorpresa… sino porque sintió que alguien había sangrado, y no fue Adele.
—Y aun así… aquí estamos. —Dijo en voz baja, cruzando las piernas como si fuera un funeral.
—Exacto. —Respondió Adele, con una mirada afilada y una voz igual de cortante. —Aquí estamos, algunos más preocupados por quién se acuesta con quién, que por el hecho de que todavía no hay cañones en el muelle.
Delacroix suspiró, fingiendo que estaba aburrido, pero su sonrisa lo delataba: estaba disfrutando el conflicto aunque no lo admitiera.
—Tal vez deberíamos regresar al punto. Las sábanas de la almirante ya están tendidas, por lo que parece. Pero el muelle… sigue igual de vacío.
Shoola asintió despacio.
—Yo también estuve en esa celebración, y vi más organización entre piratas que en tres reuniones seguidas de este consejo. Sarah Fortune tiene el respeto de su tripulación, y eso vale más que mil reglas sin utilidad.
Sevika soltó una risa baja y áspera, sin levantar la vista. Jugaba con una lima de uñas oxidada como si estuviera afilando palabras.
—Qué delicados están algunos hoy. Debe ser que no soportan ver a una mujer que no les chupa el pito ni les ríe los discursos huecos. Pobres momias, tan acostumbradas a que les besen los anillos que ya no reconocen lo que es liderazgo de verdad.
El silencio fue inmediato, como si cada palabra hubiese dejado un agujero en el aire. Lady Enora parpadeó sin expresión. Delacroix se removió en su silla, incómodo, como si acabara de tragarse una espina. Shoola soltó una exhalación lenta, entre divertida y lista para saltar. Steb evitó mirar a nadie.
Gerold apretó los dientes con tanta fuerza que la mandíbula le crujió. Su rabia le subió como ácido, pero no logró transformarla en palabras. Sabía que cualquier cosa que dijera solo lo haría ver más patético. Se quedó quieto, masticando su derrota en silencio, mientras su orgullo se deshacía por dentro.
La puerta se abrió sin que nadie la anunciara. Nora entró con paso tranquilo, llevando una bandeja con tazas perfectamente ordenadas, como si fueran parte de una coreografía. Iba peinada con esmero, caminaba recta, sin apuro, y su cara mostraba una calma que ni una tormenta le habría quitado.
—Café. Recién hecho. —Dijo con una voz suave, pero firme, lo justo para cortar el ambiente sin ser grosera.
Fue sirviendo las tazas con movimientos precisos. Al llegar frente a Gerold, ni lo miró bien… solo le dedicó una pequeña sonrisa, tan fina y afilada que bastó para que él se pusiera tenso, como si le hubieran tirado un balde de agua helada encima.
Cuando se inclinó hacia Adele, le dijo algo en voz baja, solo para ella:
—La comandante Kiramman confía en su criterio, señorita Vickers. No deje que la manchen los que nunca se han ensuciado por nada.
En vez de salir de inmediato como haría cualquier asistente común, Nora se quedó en un rincón de la sala, justo al lado de Riona. No dijo una palabra, no se movió más de lo necesario, solo permaneció ahí, de pie, con la bandeja vacía y la mirada fija en la mesa.
Riona la miró de reojo. No hablaron, pero se entendieron sin decir nada. Las dos estaban ahí, como testigos listas para escribir lo que pasara… o intervenir si todo se salía de control.
Adele no tomó el café, pero se enderezó en su asiento. Como si esas palabras le hubieran recordado exactamente quién era.
Steb, que hasta ahora había sido piedra muda, aprovechó el silencio.
—Ya se ha dicho todo lo que había que decir. Seguir dándole vueltas a lo mismo es inútil. Procedamos a la votación. El decreto está sobre la mesa. No votamos con prejuicio, votamos por resultados.
Shoola alzó la mano con la calma de quien ya decidió antes de sentarse ahí. Su voz fue firme, sin adornos.
—A favor.
Sevika levantó la mano lentamente, sin apuro. Mantuvo la palma abierta unos segundos, firme, visible, como si contara los segundos de paciencia que le quedaban. Luego bajó todos los dedos excepto el índice, que dejó apuntando directo hacia Gerold. No dijo una sola palabra, pero su gesto hablaba claro: no era solo un voto, era una acusación con nombre y dirección.
—A favor. Que comande el mar, ella ya lo hace mejor que varios de acá en tierra firme.
Adele asintió con lentitud, cruzando una pierna y dejando la tableta a un lado. Habló sin mirar a nadie, pero con la certeza de una verdad que no necesita eco.
—A favor. La Malkora aún no zarpa, pero ya demostró más iniciativa que la mitad de este consejo. Yo voto por lo que puede construirse… no por los gemidos ofendidos de quienes temen mojarse los zapatos.
Steb habló con voz clara, sin rodeos.
—A favor. Ya tomamos una decisión, solo falta respaldarla.
Delacroix levantó una ceja con aire indiferente.
—A favor… aunque tengo dudas. —Dijo, girando su anillo lentamente. —Pero siendo sinceros, desde que la almirante actúa como guardiana del puerto, los barcos llegan más seguido y con menos problemas. Si el ron y los cañones traen orden, prefiero eso a seguir escuchando promesas que nunca se cumplen.
Lady Enora cruzó los brazos con molestia visible.
—En contra. Piltover no necesita un barco lleno de armas y escotes. Necesita orden. Lo que la comandante Kiramman hizo fue simplemente inaceptable.
Gerold se irguió en su silla y golpeó el bastón contra el suelo, buscando atención.
—En contra. No voy a permitir que nuestras armas estén en manos de una mujer que prefiere seducir a este consejo en vez de obedecerlo.
Nadie dijo nada.
—Cinco votos a favor. Dos en contra. —Anunció Steb con voz clara, mientras escribía en el acta. —El decreto queda oficialmente aprobado. La Malkora será reconocida como fuerza naval de defensa bajo el mando de la almirante Sarah Fortune.
Cerró la carpeta sin apuro, y levantó la vista mirando directo a Lord Gerold.
—Y según las reglas de esta cámara, este tema no podrá volver a discutirse ni abrirse a revisión durante los próximos dos meses. Queda registrado.
No hubo aplausos. Pero el ambiente se volvió más pesado, como si todos contuvieran el aliento después de una discusión que no dejó heridos... pero sí dejó marcas que no se ven.
Adele no dijo una palabra. Solo bajó la mirada hacia su tableta, que vibró con una notificación sin importancia. Su cara lo decía todo: no había victoria en sus ojos, había paciencia. De la peligrosa. De la que espera el momento exacto para devolver el golpe, con interés y sin olvidar.
Nora no dijo una palabra. Sus pasos se deshicieron en el mármol como si nunca hubiera estado allí, y cuando cruzó la puerta, no volteó. No hizo falta. Los que saben observar entienden cuándo alguien se lleva más de lo que trajo.
Sevika se recostó contra el respaldo de la silla. El metal chirrió bajo su peso, su voz salió como un trueno contenido, una línea lanzada al vacío, sin destinatario fijo pero con filo de daga:
—Que alguien le avise al mar… que la reina no se ahogó, solo estaba respirando hondo.
Las palabras quedaron flotando en el aire, gruesas, casi con peso. No hubo respuestas inmediatas, pero cada gesto fue una declaración muda.
Shoola cruzó los brazos con una expresión dura, más parecida a una promesa que a una reacción. Delacroix seguía girando su anillo, pero ahora sin disimulo: buscaba con la mirada a quién seguir cuando llegara el próximo temblor. Enora agitaba su abanico con una velocidad incómoda, como si intentara borrar el momento. Gerold no se movía, pero su mandíbula marcaba cada segundo con odio masticado.
Y Sevika, que ya había agotado toda su reserva de cortesía diplomática, se enderezó en su asiento con un crujido metálico que rompió el aire como un cuchillo.
—Bien. —Dijo, con una voz áspera que arrastraba el tedio como si cargara cadenas. —Ya que han terminado de debatir si les molesta más una fiesta que un cañón sin pólvora, vayamos a lo que realmente debería estar sobre esta mesa.
Varios concejales giraron hacia ella con lentitud, como si presintieran que estaban a punto de recibir una verdad que no querían escuchar.
—Zaun. —Escupió Sevika, dejando caer un puñado de papeles sobre la mesa como si fueran pruebas en un juicio.
No eran informes elegantes ni documentos oficiales. Eran hojas dobladas, manchadas, algunas con sangre seca, otras con barro y todas con firmas temblorosas pero reales.
—Peticiones directas de los líderes de distrito. No escritas por burócratas desde un escritorio, sino por personas que entierran a sus muertos sin actas ni certificados. —Su dedo metálico golpeó uno de los papeles con un sonido hueco, como el clic de un arma sin balas. —Piden seguridad. Comercio justo. Condiciones de trabajo humanas. Atención médica básica. Cosas que ustedes dan por sentadas porque jamás han tenido que elegir entre agua potable o curarse una infección.
Gerold se rio por lo bajo, un sonido breve y seco, más cercano a una bofetada que a una risa.
—¿Otra vez el espectáculo lacrimógeno de las clases sufridas? Piltover ya les da más de lo que se puede justificar. Y a cambio recibimos humo, crimen y cero beneficio real.
Sevika no lo miró al principio. Su respuesta fue seca, sin rodeos:
—Seguridad.
La palabra bastó para que la tensión subiera un grado más.
—Zaun está más inestable que nunca. Peleas en zonas donde antes había tregua. Grupos nuevos que nadie reconoce. Las calles dejaron de ser solo caóticas; ahora son peligrosas.
Esta vez sí lo miró. Directo. Como quien ya no pierde tiempo hablando con paredes.
—Si Piltover no se mueve ahora, después no va a quedar nada que salvar.
Y no dijo más, porque lo esencial ya estaba dicho, y quien debía entender… ya lo había entendido.
Lady Enora cruzó las piernas, fingiendo que no había escuchado. Como si una frase pudiera taparse con elegancia.
—Lo que su distrito necesita, señora Sevika, no es dramatismo. Es orden. No podemos asumir cada caos que viene de su propia falta de estructura.
Shoola gruñó. No sonó como una amenaza. Sonó como el tipo de ruido que hace una bestia antes de actuar. Todos lo notaron.
Steb intervino, con esa calma de quien ya caminó sobre suelo inestable.
—Tenemos registros. A las afueras de Piltover hay movimientos extraños. Estructuras nuevas, actividad nocturna, y campamentos con símbolos que se parecen demasiado a los de Noxus.
El murmullo fue breve, pero bastó para cambiar el aire.
Delacroix dejó su anillo quieto. Se enderezó, atento.
—¿Insignias? ¿Están seguros?
—No del todo, pero lo suficiente para no mirar hacia otro lado. —Dijo Steb, serio. —Y el aumento en los cargamentos ilegales con piezas militares no registradas… coincide con rutas que nadie tenía en el mapa.
Enora alzó la voz con esa falsa calma que usan los que creen que el peligro se detiene con palabras bonitas.
—El último conflicto con Noxus vació nuestras reservas y llenó demasiadas tumbas. No podemos llenar cada esquina con soldados cada vez que hay una sombra más oscura de lo normal.
Steb habló sin subir el volumen, pero su voz pesaba como si arrastrara nombres que ya nadie quería recordar.
—La flota fue un buen primer paso. Pero si seguimos ignorando lo que se mueve bajo nuestros pies, lo próximo que hagamos será abrirles la puerta… y ofrecerles una taza de té.
El bastón de Gerold golpeó el mármol con un golpe seco. Frío. Como si intentara imponer silencio con ese solo gesto.
—¡No hay pruebas claras de que Noxus esté detrás! Lo que tenemos son rumores, símbolos dibujados, un montón de humo sin fuego. Mercenarios, revoltosos, imitadores. Nada firme.
Sevika se enderezó despacio. No necesitó levantar la voz: bastó con el filo en su tono.
—¿Y el ataque a Caitlyn Kiramman? ¿Eso también fue un malentendido con uniforme?
Gerold mantuvo el rostro sereno.
—No hay evidencia concreta que relacione ese ataque con Noxus. La investigación no señaló culpables. Lo único claro es que una comandante desapareció sin avisar… y ahora actúa desde las sombras, como si gobernara sin dar explicaciones.
Adele entrecerró los ojos. Reconocía ese tono: el clásico discurso disfrazado de formalidad, que por dentro huele a traición.
Gerold siguió hablando, con esa voz suave que parecía más una amenaza elegante que una opinión.
—Y mientras tanto, una flota controlada por una pirata, pedidos de más armas sin justificación, y una comandante que no da la cara. Nos gobiernan con papeles, rumores… y una mujer ausente que no rinde cuentas.
Steb apoyó las manos en la mesa. Tenía los nudillos tensos, blancos.
—Caitlyn perdió un ojo luchando contra Ambessa. Cayó en coma, pero volvió. Hace dos meses, le dispararon directo al pecho… y aún así sobrevivió.
Se detuvo solo un segundo.
—Y aun con el cuerpo destrozado, nunca dejó de pensar en esta ciudad. Firmó ese decreto mientras sanaba. Mientras algunos jugaban a la política, ella intentaba evitar que el próximo muerto fuera uno más entre los nuestros.
Se giró hacia Gerold, lento, como si cada palabra pesara.
—Eso, milord, ninguno de nosotros lo ha hecho. Ni usted.
Gerold dejó escapar una risa corta y seca, sin una gota de humor. Golpeó su bastón contra el suelo, como si necesitara reafirmar su presencia.
—¿Y eso justifica lo que hace ahora? ¿Firmar decretos sin pasar por esta sala? ¿Tomar decisiones como si el dolor la convirtiera en reina? La compasión no le da carta blanca para saltarse las reglas. Si dejamos que el sufrimiento justifique el poder absoluto… entonces mañana cualquiera con una herida puede reclamar el trono. Eso no es liderazgo. Es peligroso.
Shoola se giró hacia él con la lentitud de algo inevitable. Su mirada era la calma antes del trueno, y su voz, un filo envuelto en terciopelo áspero.
—Caitlyn no está aquí por capricho. Está de pie porque eligió no quebrarse, y sigue luchando porque aún cree que esta ciudad no está perdida.
Gerold ya tenía la respuesta lista, y la sonrisa de quien se siente invencible justo antes de caer.
—Propongo formalmente la apertura del debate para la inhabilitación temporal de la comandante Caitlyn Kiramman. Suspensión de todas sus atribuciones ejecutivas hasta que se evalúe su estado de salud, sus decisiones recientes... y sus verdaderas lealtades.
El silencio que siguió no fue solo de sorpresa, fue el tipo de silencio que deja espacio a la furia.
Riona apretó los puños a los costados, el cuaderno olvidado bajo el brazo. No era miedo, era esa furia muda que quema por dentro y se disfraza de silencio. La misma que te hace querer romper algo, pero decides quedarte quieta solo para no darle el gusto al enemigo.
Gerold se mantuvo erguido, satisfecho consigo mismo.
—La moción queda registrada. Podrá votarse en la próxima sesión, según lo establece el reglamento.
Adele se levantó tan bruscamente que pareció que la silla la había rechazado. La tableta vibraba en su mano, pero fue su voz la que hizo temblar la sala.
—¿Legal? ¿En serio piensa que esto es legítimo? Está proponiendo destituir a una comandante herida, que ha hecho más por esta ciudad que cualquiera en esta sala, y lo hace mientras ella no puede defenderse. ¡Eso no es justicia, Gerold, es cobardía maquillada de protocolo!
Enora agitó su abanico con desgano, como si pudiera ahuyentar el escándalo igual que una mosca.
—Aquí no se está votando nada… todavía. Solo se abre un espacio de discusión. Está en el reglamento.
Shoola apoyó las manos sobre la mesa. Sus nudillos parecían listos para romper algo.
—Esto no es debate, es un linchamiento con corbata, y ni todo el humo del reglamento alcanza para taparlo.
Delacroix intervino con su tono habitual: dulce por fuera, venenoso por dentro.
—Hablar no es condenar, pero gobernar desde las sombras… siempre tiene un precio.
Fue entonces que la silla de Sevika crujió, y con ella, todo el aire de la sala.
Se levantó sin apuro, pero con esa gravedad que hace que hasta los ecos se callen.
—¿Están escuchando la mierda que están diciendo?
Su tono era filo y sentencia al mismo tiempo.
—¿Quieren destituir a la única persona que ha mantenido esto en pie? ¡Porque no les gusta su estilo, su forma, o con quién duerme! Y mientras se distraen con eso, Zaun queda fuera de la conversación. ¡Otra vez!
Todos la miraron. Algunos incómodos, otros con miedo, pero ninguno con el valor de decir algo.
Sevika dio un paso firme. Su brazo metálico golpeó la mesa con un clac seco, como si pusiera punto final a la discusión.
—Caitlyn se rompió el alma por esta ciudad, mientras ustedes están aquí, cómodos, como si nada. Aun herida, sigue peleando. ¿Quieren evaluarla? Háganlo de frente, no murmurando desde sus sillones.
Se inclinó apenas.
—Y hasta que tengan ese coraje, si de verdad les importa proteger esta ciudad, ¡cállense y trabajen! Porque si siguen provocando, la próxima cabeza que caiga no va a ser por una votación.
El silencio fue total, nadie se movió.
Sus palabras explotaron como una chispa en una habitación llena de gasolina. Gerold abrió la boca, pero no alcanzó a decir nada. Sevika ya estaba encima.
—¿“Procedimientos”? ¿“Debates”? En Zaun la gente vende sus riñones por comida podrida mientras ustedes reparten papeleo con sellos dorados. ¿Y aún se atreven a hablar de justicia? Desde aquí arriba, su compasión es una farsa. Un disfraz elegante para dejar morir a los mismos de siempre. Dan asco.
Enora ladeó la cabeza, con la ceja levantada como si todo fuera teatro.
—Señora Sevika, le exijo...
—¡No me llames señora, estatua con peluca barnizada en arrogancia! —Escupió Sevika, y su dedo metálico parecía un cañón cargado directo a la sien de toda esa hipocresía encorbatada. —¿Sabes qué soy? Soy el muro oxidado que aguanta la metralla mientras tú brindas con champagne y finges no oír los gritos. Soy la úlcera sangrante de Zaun, la que no se tapa con discursos, ni con abanicos de terciopelo. Caitlyn también lo fue. Se dejó la piel, la vista y la puta vida por una ciudad que hoy la traiciona como a una sirvienta que se atrevió a hablar. ¿Y por qué? Porque una mujer que manda con sangre en los dedos y cicatrices en el pecho los asusta más que un ejército enemigo, porque ustedes prefieren la sumisión con sonrisa a una verdad que huele a pólvora. ¡Cobardes de salón!
Gerold apenas inhaló aire para replicar.
—¿Vas a hablarme de orden, Lord Gerontocracia? —Escupió Sevika antes de que él pudiera abrir la boca. —Tu “orden” apesta a encierro, miedo y podredumbre con moño dorado.
El silencio se volvió cuchillo. Todos la escuchaban.
—Vi a Caitlyn sangrar por un ojo. También vi cómo se sacaba una daga del vientre y seguía peleando.
La mandíbula de Sevika se tensó, marcada por una furia seca que no buscaba lágrimas, sino memoria. Sus ojos no brillaban: ardían.
—La enfrenté dos veces. Una me voló un depósito. La otra, me mordió para soltarse… y me ganó. Porque peleaba como si no tuviera nada, y aun así lo daba todo.
Sevika golpeó la mesa con el nudillo.
—No se ganó nada por ser Kiramman. Se lo ganó rompiéndose, a cicatrices y voluntad. Como hacen los que de verdad merecen estar al mando.
Lady Enora entreabrió la boca, pero la palabra nunca salió.
Gerold se levantó. Duro y sobrador.
—Esto es una falta de respeto grave a la institución.
Sevika lo miró y le sonrió con el tipo de desprecio que arranca la piel con palabras.
—¿El respeto? Métetelo por el culo, lord. Con todos tus sellos, tus normas, y tu moral de museo.
Y escupió. Sin pena ni vergüenza, como quien suelta lo que le revuelve el estómago al ver tanta hipocresía junta.
La saliva cayó sobre el acta con un sonido feo y pegajoso. Ensució los sellos dorados y manchó los papeles que solo conocían manos limpias, no las de quienes se ensucian por sobrevivir. No fue un ruido fuerte, pero dolió como si lo fuera.
Nadie se movió. Nadie respiró. El escupitajo bajaba por el acta como si la ciudad misma expresara su asco en tinta y saliva.
Delacroix retrocedió, como si el acta escupida acabara de salpicarle la dignidad.
Shoola giró la cabeza, con una pequeña sonrisa. Parecía decir que, a veces, hay cosas feas que simplemente deben pasar.
Steb se quedó callado. No porque no tuviera qué decir, sino porque sabía que cualquier palabra sonaría débil al lado de eso. Bajó la vista, como quien escucha una verdad que duele.
Sevika se dio la vuelta y salió caminando, segura, sin mirar a nadie. Cada paso sonaba como si marcara el inicio de algo que nadie podría detener.
La advertencia ya estaba clara: el siguiente que se pasara de la raya… iba a pagar caro.
Riona se movió despacio. Se ajustó la chaqueta, tranquila, como si ya nada de lo que pasaba ahí pudiera asustarla. Al llegar a la puerta, se giró de espaldas y levantó ambos dedos del medio, bien arriba, bien claros. Uno por cada prejuicio viejo de Lord Gerold.
Caminó sin apuro, sin dejar de mirarlo.
—Para que quede escrito en el acta, su excelencia.
Luego se dio la vuelta con una sonrisa desafiante, joven, de esas que no piden permiso. Y salió como si acabara de cerrar el telón de una obra llena de estatuas viejas.
El aire fuera del edificio del consejo olía a piedra caliente, a metal viejo… y a paciencia chamuscada. Sevika salió como quien no camina: embiste. Sus pisadas eran como golpes, y la tensión aún goteaba desde su espalda. Detrás de ella, Riona avanzaba más rápido, como si todavía cargara las brasas de lo que acababa de pasar. El cuaderno, apretado contra su pecho, era más escudo que libreta. Sus ojos, dos cuchillas encendidas. Entre las dos, parecían una declaración de guerra caminando calle abajo.
Apenas cruzaron el último escalón, Sevika sacó un cigarro arrugado de su chaqueta, lo encendió con una chispa del brazo mecánico y exhaló el humo como si quisiera intoxicar el mundo entero.
—Fue una tontería pensar que podía cambiar algo sentándome con esos viejos elegantes. —dijo Sevika sin filtro. —Soy una maldita piedra en el zapato para ellos, y lo saben.
Riona resopló y pateó una piedra. Rebotó en la baranda y cayó al vacío.
—Son un montón de títulos con patas. El del bastón, la de abanico, el que huele más a perfume que a verdad... Dan ganas de escupirles en los zapatos.
Sevika se apoyó en la baranda. Piltover se extendía frente a ella, grande, elegante… pero llena de grietas. Era como una herida que parecía curada por fuera, pero seguía doliendo por dentro. El aire traía olor a vapor, a metal y a rabia que nadie se atrevía a gritar.
—Pensé que si hablaba como ellos, podía cambiar las cosas desde dentro. Pero no. Son puro hueso y regla vieja. No se mueven, se pudren.
Escupió al suelo.
—Cada palabra allá dentro fue como tragar óxido. No sirvo para mesas ni discursos. Lo mío es decir lo que duele, no lo que suena bonito.
Riona la miró de lado, todavía tensa.
—Igual hoy les diste donde duele. No sé si en el orgullo o en la conciencia... pero hoy no duermen tranquilos.
Sevika soltó una risa ronca, corta, con sabor a óxido y a derrota contenida.
—Sí, y con eso no tapo ni una gotera en Zaun, ni curo la tos de los pendejos que respiran gas en vez de aire. Las palabras hacen ruido, pero allá abajo hace falta fuego, machetes y que alguien se atreva a decir “hasta aquí”.
La puerta trasera del consejo se abrió. Steb apareció con paso lento, como si no quisiera molestar, pero entendía que debía estar ahí. Su capa colgaba suelta y el rostro mostraba ese cansancio de alguien que ha vivido demasiado… y sigue adelante.
—¿Estás fumando o juntando gente para una rebelión? —Preguntó, con una voz tranquila que escondía tensión.
Sevika no lo miró, solo soltó el humo por la nariz.
—¿Y qué crees? —Bufó Sevika, soltando el humo con sorna. —En este momento, son la misma maldita cosa.
Steb bajó un escalón, quedando a una distancia segura, como si supiera que acercarse demasiado podía ser peligroso.
—Lo que pasó allá adentro fue una trampa. Y lo que hiciste… fue valiente, pero no confundas enojo con un plan.
—¿Un plan? —Dijo Sevika con una sonrisa torcida, pero esa sonrisa duró poco. Avanzó un paso, agarró a Steb del uniforme justo debajo del cuello y lo empujó contra la pared. Su brazo temblaba, pero de furia, no de duda.
Unos ejecutores más allá desenfundaron sus porras al instante y comenzaron a correr hacia ellos.
Steb alzó una mano sin apartar la mirada de Sevika. Los detuvo sin decir nada, solo con la palma abierta.
Sevika lo sostuvo unos segundos más, con los dientes apretados y la respiración pesada. Después lo soltó con un empujón seco, pero sin romper el contacto visual.
—¿Te refieres a quedarme sentada mientras deciden si Zaun merece existir o si es mejor seguir fingiendo que no está? Al diablo el plan. Prefiero perderme con los míos antes que sonreírle a esos muertos con corbata.
Steb dio un paso más.
—No todos allá adentro están podridos.
—No, tú, Shoola y Vickers todavía piensan con algo más que la billetera. Pero los demás… —Sevika escupió al recordarlos. —Están esperando que Caitlyn caiga para enterrarla, que Zaun se hunda más para seguir exprimiéndolo. Gerold sobre todo. Ese bastón está a una palabra de que se lo meta por donde no llega ni la luz del sol, a ver si así se le aclara la conciencia o se le pierde para siempre la dignidad.
Steb inclinó un poco la cabeza, lo justo para mostrar que entendía… y que no lo iba a olvidar.
—¿Y ahora?
Sevika tiró la colilla, la pisó con la bota y se puso de pie, con el cuerpo tenso. El brazo mecánico crujió como si estuviera a punto de romper algo.
—Ahora voy a buscar a los que de verdad hacen algo. A los que cargan armas, a los que excavan túneles, a los que preparan una guerra sin permiso y si alguien se pone en el camino…
Levantó el brazo metálico y lo cerró en un puño con tanta fuerza que crujió. Parecía que con esas mismas manos podía hacer explotar lo que se interpusiera.
—…lo reviento con mis propias manos. Y si después de eso queda alguien con los huesos lo bastante enteros para levantar la mano, que vote. Y si no, que junten los restos y los peguen con saliva en sus malditas actas.
Riona soltó una risa áspera, seca, como quien necesita reírse para no explotar.
—¿Nos vamos? Antes de que me dé otra úlcera.
Sevika asintió. Miró a Steb directo a los ojos con respeto, del que se da en zonas donde no se regala nada.
—Sigue haciendo lo tuyo, Steb. Y si algún día te cansas de perder tiempo con esos figurones que solo hablan… ve a Zaun. Allá no tapamos el miedo con colonia.
Se dio la vuelta sin esperar respuesta.
Riona la siguió sin emitir palabra. No era necesario. Su andar firme y la rigidez de sus hombros transmitían un mensaje claro: la indignación se le acumulaba bajo la piel, articulada no con palabras, sino con el peso de quien camina sabiendo que algo dentro suyo ha cruzado un límite. Cada paso era un argumento mudo, pero contundente.
Steb no se movió. Se quedó de pie, viendo cómo ambas se disolvían entre los callejones que olían a herrumbre y a pólvora mal dormida.
Y pensó, con esa mezcla amarga entre respeto y preocupación:“Eso es liderazgo... cuando camina con fuego en los talones. Si no le damos espacio, no va a romper la mesa: va a volarla en pedazos.”
Una hora después, el refugio de Sevika estaba cargado de enojo acumulado.
El cigarro ya se había apagado hacía rato, pero el humo seguía pegado a las paredes como si no quisiera irse. Sevika caminaba de un lado a otro, con el brazo metálico moviéndose en espasmos cortos, no por error, sino por la rabia contenida. Casi como si el metal pudiera sentir la bronca que ella no podía soltar.
Riona estaba sentada al borde de una mesa, con los pies colgando. Tenía el cuaderno abierto, pero ni lo miraba. El carbón se deshacía entre sus dedos, la mandíbula apretada y la mirada fija en una mancha del techo que parecía sangre vieja.
Sevika se detuvo de golpe, con los dientes apretados, y escupió al suelo.
—Siguen creyendo que Piltover les pertenece, que las murallas les obedecen y que pueden limpiar siglos de miseria con un simple papel firmado. Les das pruebas, les das sangre, les das historia… y aún así no escuchan. Son sordos por elección, de esos que solo entienden cuando les revientas la cara.
Bufó con rabia, tomó una botella a medio vaciar y le dio un trago largo, como si quisiera que el ardor del licor quemara todo lo que tenía dentro.
—Gerold quiere desaparecerla, y si Caitlyn cae… a Zaun no le queda nadie que le importe un carajo, y cuando eso pase, mocosa, empieza el verdadero desastre.
Riona la miró con seriedad, tragando en seco.
—¿Y entonces? ¿Nos quedamos mascando rabia?
Sevika no contestó de inmediato. Su mirada se endureció, cargada de rabia fría.
—Quieren guerra. Entonces tendrán guerra. —Dijo al fin, en voz baja, como si su decisión ya estuviera escrita.
Caminó hacia un panel metálico viejo y oxidado incrustado en la pared. Lo golpeó con fuerza. El metal cedió, dejando ver un mapa de Zaun: desgastado, roto por algunos bordes, con manchas que podían ser sangre seca o humedad. En él había rutas dibujadas a mano, sectores marcados con líneas rojas, zonas tachadas y caminos trazados con prisa y enojo. También estaban dibujados túneles y pasadizos ocultos que no aparecían en los mapas oficiales: eran rutas secretas que solo conocían los que realmente entendían cómo se movía Zaun desde abajo.
Sevika lo sostuvo unos segundos con los dedos metálicos. Luego se lo entregó a Riona.
—Antes de salir a romper huesos, hay que asegurarse de que Zaun no se derrumbe. Distribuye a los nuestros. Que patrullen las zonas marcadas, nadie camina solo, nadie duerme con la puerta sin seguro, y si alguien ve algo raro, me lo dice en menos de media hora. No quiero muertos antes del amanecer.
Riona asintió, tomó el mapa sin preguntar nada, se ajustó la chaqueta y salió con paso firme. Sabía que eso no era solo una orden. Era un intento por mantener en pie lo poco que quedaba.
La puerta aún no se cerraba cuando otra se abrió. Como si la furia de Riona hubiera dejado una señal en el aire, Ekko apareció, justo a tiempo para cruzarse con ella.
—¿Qué pasa? —dijo, sin moverse, notando la rabia contenida en la cara de Riona.
—Consejo. —respondió ella sin frenar el paso—. Pregúntale a Sevika, si no la encuentras prendiéndole fuego a algo.
Siguió caminando sin mirar atrás. Ekko la observó hasta que desapareció de su vista, y luego entró. El lugar olía a cigarro viejo, metal caliente y enojo atrapado.
Sevika estaba de espaldas, con el brazo mecánico apoyado en la pared, masticando el palillo con una fuerza que casi lo partía.
—Este lugar se siente como si alguien te hubiera aplastado el orgullo… y ahora estuvieras buscando con qué hacerlo explotar de vuelta.
Sevika no respondió enseguida. Soltó el aire por la nariz, con ese ruido corto que viene justo antes de que uno grite o golpee algo. Luego se giró, lenta, con los ojos ardiendo y la voz hecha chispa.
—Están podridos, Ekko. Todos. Unos inútiles que creen gobernar desde sus sillas acolchadas, rodeados de papeles y discursos que no sirven para una mierda. Si pudiera, les partiría la cabeza contra esa mesa hasta que aprendan que Zaun no se arregla con tinta.
Ekko frunció el ceño, con algo entre duda y sospecha.
—Mmm... supongo que estás hablando del consejo.
Sevika avanzó un paso, la mandíbula apretada.
—¿No me estás escuchando, Firelighter? —Le soltó, con el brazo metálico temblando de rabia. —Ignoran todo lo que pedimos desde Zaun. Nos ven como ruido, y ahora encima quieren deshacerse de Caitlyn, borrarla como si fuera una mancha incómoda.
Su voz era un gruñido bajo, cargado de rabia apenas contenida. El aire entre ellos parecía más espeso, como si el enojo flotara.
Ekko dio un paso hacia ella, frunciendo más el ceño al escuchar lo de Caitlyn.
—¿Cómo que quieren inhabilitarla? —Dijo, sorprendido. —¿Estás hablando en serio, Sevika?
—Tranquilo, Firelighter. No hubo votación. Solo lo insinuaron, con ese tono de los que se creen dueños del mundo. Por ahora no tienen mayoría. —Sevika escupió al suelo, con la cara dura. —Pero ya dejaron el veneno servido, y no falta tanto para que alguien se lo trague.
Hubo un segundo de silencio antes de que siguiera hablando.
Sevika se dejó caer en su trono de metal con un gruñido, como si el asiento la ayudara a contener las ganas de romper algo. Luego alzó apenas la mirada, con una mueca que sabía a humo y sarcasmo.
—¿Y tú? ¿Vienes a pedir otro favor de esos con cara de lástima? —Espetó, con el tono de quien ya está harto antes de escuchar la respuesta.
Ekko alzó ambas manos, incómodo.
—No, no vengo por Jinx, si eso te calma. —Dijo, con voz más baja.
—¿Ah, no? —Alzó la ceja. —Entonces, ¿qué carajo quieres? Porque si vienes a darme un discurso de adolescente con problemas, te juro que descargo toda esta rabia contigo, niño.
—Distrito 47. —Dijo Ekko, ahora serio. —Motoqueros armados, gente pesada, están atacando a personas de Zaun. Se están moviendo como si quisieran limpiar el distrito.
Sevika levantó la vista con una expresión de furia contenida, como si Ekko fuera una pared lista para romperse.
—¿Y por qué me lo dices a mí? ¿Crees que soy tu soldado? ¿Tu maldita patrullera? —Gruñó, incorporándose con el ceño tan fruncido que parecía hecho de hierro oxidado.
—Te lo digo porque mandé a varios de los míos y regresaron hechos trizas… o no regresaron. No los pudimos detener. No pudimos Sevika. —Admitió Ekko, sin rodeos.
Sevika resopló fuerte, apretando los puños. El brazo metálico tembló apenas.
—Tus Firelighters son inútiles, Ekko. —Espetó con los dientes apretados. —Pero esto… esto sí suena a algo.
—Por eso estoy aquí. No vengo a pedirte que salgas como soldado, ni con tu bandera. Solo que vengas y lo veas conmigo. Hay algo raro, y nadie hace temblar a los bastardos como tú. Y si se arma… sé que tú sabes cómo partirles la cara.
Sevika no respondió. Caminó hacia el perchero, agarró su chaqueta con un tirón seco y se la echó al hombro sin decir una palabra, como si el simple acto ya fuera una declaración de guerra.
—Perfecto. Me viene bien romperle la cara a alguien hoy.
Salieron por el mismo pasillo. Riona seguía cerca del portón, dándole indicaciones rápidas a tres zaunitas que parecían saber que esa noche iba a ser larga.
—¡Mocosa! —Gruñó Sevika sin frenar. —Tú vienes con nosotros.
Riona parpadeó, se giró en seco y se les unió al trote sin decir nada. Dejó el cuaderno atrás. No sabía a dónde iban, pero entendió que ese llamado no era para hablar, era para actuar.
La noche en Zaun se desplegó ante ellos como un depredador en silencio, agazapado en cada sombra, esperando a quien se atreviera a respirar demasiado fuerte.
Pero Sevika no estaba ahí para respirar. Estaba ahí para romper huesos hasta que el mensaje quedara grabado en carne y óxido.
Zaun los tragó sin ceremonia. Los callejones parecían gargantas contaminadas, lanzando vapor caliente y oscuridad a cada paso. Las luces parpadeaban como si tuvieran miedo de ver. Las máquinas, a lo lejos, susurraban entre chirridos, y los gritos amortiguados por las paredes eran más advertencia que sonido. Todo vibraba como una ciudad enferma… pero viva.
Sevika avanzaba con el ritmo de un motor encendido: imparable, ruidosa, peligrosa. Ekko lideraba el grupo, el bate en una mano, el aerodeslizador ajustado a su espalda como una sombra mecánica lista para activarse. Sus ojos iban de sombra en sombra, analizando el ambiente con la precisión de quien ya ha estado en demasiadas emboscadas. No hablaba. La tensión en su cuerpo decía todo.
Riona cerraba la formación. Las cuchillas ya estaban en sus manos, listas. Respiraba con calma forzada, como quien sabe que un paso en falso puede ser el último. No sabían lo que encontrarían, pero el silencio entre ellos estaba lleno de intención.
El distrito 47 era un cementerio de metal. Torres torcidas, plataformas colapsadas, estructuras abandonadas que crujían con el peso de los años. Nada parecía vivo, todo parecía al borde del colapso.
Y entonces, se escuchó.
Vruuum Vruuum.
El rugido de una moto, profundo, grave, con un timbre que olía a militarización encubierta, se hizo cada vez más cercano.
Ekko levantó la mano.
—Silencio.
Los tres se deslizaron detrás de un montón de escombros retorcidos, cubiertos por la sombra de una torre oxidada. Desde ahí, observaron.
Frente a ellos, una vieja explanada servía de punto de encuentro. Al menos una docena de motoqueros estaban reunidos. Algunos hacían carreras breves entre estructuras derrumbadas, sus motos dejando estelas de chispas en el suelo corroído. Otros charlaban, recostados con indiferencia sobre sus vehículos, riendo como si el mundo no estuviera por estallar.
Las luces tenues y parpadeantes de los faros iluminaban rostros curtidos por el hollín y la violencia. Ekko no dijo nada, solo apretó el bate con más fuerza.
Sevika entrecerró los ojos. Riona observó a los motoqueros desde detrás del escombro, entornando los ojos como si ya los hubiera medido. Se inclinó hacia Sevika y susurró, apenas moviendo los labios.
—No se ven tan rudos. Tú podrías con todos sola.
Sevika no respondió, pero apretó la mandíbula con un tic apenas perceptible.
Ekko, sin dejar de mirar el campamento, murmuró en respuesta:
—No los subestimes.
Riona cambió de posición para ver mejor. Su bota rozó algo con la punta. Cuando intentó acomodarse, el pie empujó una botella de vidrio oculta bajo polvo y chatarra. La botella rodó con un chasquido seco… luego se estrelló contra una piedra. El estallido de cristal fue breve pero sonó como un trueno contenido en el eco del distrito.
La docena de motoqueros se giró casi al unísono. Uno levantó la mano, otro sacó una pistola. Las risas cesaron. Las motos dejaron de rugir, el aire se tensó como una cuerda a punto de romperse.
Sevika se giró hacia Riona, sin levantar la voz pero con la furia temblando en la garganta.
—Mocosa inútil.
Riona alzó las manos, el rostro desencajado, el cuerpo pegado al metal como si pudiera fundirse con él.
—Lo siento. Lo siento. Juro que no la vi.
Ekko ya tenía el bate en la mano, listo. Sevika no parpadeaba. El caos estaba a un suspiro de distancia.
Sevika emergió de entre las sombras como una tormenta contenida. Sus botas resonaban contra el metal oxidado mientras caminaba con decisión hacia el centro del descampado. Al notar su presencia, los motoqueros detuvieron lo que estaban haciendo: las risas se apagaron, las carreras improvisadas se detuvieron y hasta el eco de los motores pareció contener la respiración. Uno, montado aún sobre su moto, avanzó con lentitud y se detuvo frente a ella. La recorrió con la mirada, de arriba abajo, con una sonrisa torcida y lengua afilada.
—Vaya, vaya… si no es la perra de acero. —Escupió con una voz que chorreaba burla. —Es un gusto conocerte.
Sevika no parpadeó. Ni una ceja se movió. Le clavó la mirada como una daga caliente.
—Tranquilo. —Su voz fue baja, grave, venenosa. —Ese gusto no te va a durar mucho.
El tipo soltó una carcajada y levantó el brazo para hacer una señal a los demás.
—Chicos, ustedes conmigo. Vamos a acabar con esta perra. Los demás, sigan con el plan.
Desde los escombros, agazapados, Ekko y Riona observaban la escena.
—¿Qué mierda está haciendo? —Susurró Riona con el ceño fruncido y el cuerpo tenso.
Ekko, con la mirada clavada en Sevika y una arruga de duda cruzándole la frente, murmuró con una seriedad inusual, casi como si se estuviera contradiciendo a sí mismo:
—Protegiéndote. —Respondió Ekko, con la mirada fija en Sevika.
Luego bajó la vista, como si algo no encajara. No era algo que la Sevika que él conocía, la enemiga de otras batallas, haría. Riona se quedó en silencio, pensativa.
Desde su posición, vieron cómo tres motoqueros se separaban del grupo y aceleraban hacia Sevika. El líder levantó su pistola y disparó. Sevika se lanzó al suelo con un gruñido bajo, rodando hacia una lámina metálica oxidada que usó como escudo improvisado. Las balas golpearon el metal con un chirrido seco, pero antes de que pudiera levantarse, uno de los atacantes pateó la plancha y el otro le propinó una fuerte patada en las costillas. Sevika retrocedió un par de pasos, el cuerpo tensado. No soltó un quejido, pero su mandíbula se marcó de rabia. Le dolió más el orgullo que el golpe. En segundos, los tres se alejaron rugiendo sobre sus motos, preparando la siguiente carga.
—Tenemos que hacer algo. —Riona lo susurró entre dientes, con los ojos fijos en la escena.
Ekko apretó los labios. El sudor le perlaba la frente y sus dedos temblaban levemente. Bajó la mirada hacia su espalda, desenganchó su aerodeslizador y lo encendió con un zumbido bajo y metálico. Su expresión se endureció.
—No lo puedo creer. —Murmuró para sí mismo. —Vamos.
Y despegó.
Apenas se alzó, uno de los motoqueros se cruzó en su camino. Ekko levantó el bate, dispuesto a partirlo en dos, pero el motociclista giró el manillar, se inclinó hacia un lado y con una maniobra acrobática esquivó el golpe. En el mismo movimiento, rozó el aerodeslizador de Ekko con la rueda trasera, desestabilizándolo. Ekko cayó con fuerza al suelo y el deslizador se rompió en el impacto.
Mientras tanto, Riona no se quedó quieta. Sacó uno de sus cuchillos y apuntó con precisión quirúrgica. Lo lanzó hacia el segundo motoquero que venía a toda velocidad. La hoja se incrustó en el neumático delantero. El vehículo se tambaleó y, tras un derrape descontrolado, el conductor salió disparado contra el suelo.
El rugido de una moto marcó el siguiente movimiento. El motoquero que había derribado a Ekko aceleró, se deslizó por el asfalto y recogió rápidamente a su compañero caído, quien se subió de copiloto con una mueca de dolor y sangre en la ceja.
—¡Váyanse! —Gritó el líder mientras seguía rodando alrededor de Sevika, disparando en ráfagas desde su arma automática sin lograr impactarla. —¡Yo me encargo de los tres!
Los motores de los motoqueros se alejaron como rugidos de bestias heridas, desapareciendo entre los escombros y el polvo.
Sevika se agachó de golpe, tomó un pedazo de acero oxidado y lo lanzó como si fuera una lanza improvisada. El trozo voló con un silbido cortante, directo al líder motoquero. Este reaccionó a tiempo, disparando justo antes de que el metal lo alcanzara. La bala rozó el brazo de Sevika, abriéndole una línea de sangre que goteó caliente desde su bíceps.
Sin perder tiempo, el líder sacó otra pistola y apuntó a Riona. Disparó. La joven giró con rapidez instintiva, el proyectil le rozó la espalda pero logró cubrirse detrás de un bloque de concreto agrietado. Su respiración se volvió más pesada, su mano temblaba mientras se apretaba contra el muro.
Ekko, desde el lado contrario, también se deslizó tras un montón de escombros, jadeando. La adrenalina le zumbaba en los oídos mientras escuchaba el eco de las balas rebotando contra el metal.
El rugido del motor volvió a llenarlo todo. El motoquero dio otra vuelta por el mismo terreno, disparando tanto hacia Sevika como hacia los escombros donde se escondían Ekko y Riona. Sevika seguía firme, protegiéndose con la plancha de metal, pero cada impacto hacía vibrar la superficie y su brazo empezaba a tensarse.
Ekko, con el ceño fruncido, comenzó a seguir con la mirada los movimientos del motociclista. Su mente giraba más rápido que las ruedas de aquella máquina. Buscó alrededor y, entre los restos metálicos, encontró un cable largo y fuerte.
—Ajá... —Susurró, casi para sí, con una chispa de idea encendiéndosele en los ojos.
Sin perder tiempo, tiró el cable con precisión hacia donde estaba Riona, oculta tras un montón de basura oxidada. Ella atrapó el extremo al vuelo, aunque su expresión era una mezcla entre confusión y expectativa.
Ekko comenzó a hacer gestos con las manos. Uno. Dos. Tres dedos. Su mirada le decía lo que sus labios no: a la cuenta de tres, levanta el cable.
El rugido de la moto se acercaba como un trueno entre ruinas. El piloto, confiado, no notó el cambio en la tensión del ambiente.
Ekko alzó un dedo.
Uno.
Riona lo miró, con el cable firme entre sus manos temblorosas.
Dos.
El sudor le resbaló por la sien. El viento le agitaba el cabello. La moto ya estaba demasiado cerca.
Tres.
El cable se alzó como una serpiente de acero entre las ruinas justo cuando el motoquero cruzaba. En ese microsegundo, sus ojos se abrieron como platos. La sorpresa apenas alcanzó a brotarle del rostro antes de que el impacto lo lanzara hacia atrás, estrellándolo contra el suelo, mientras su moto siguió de largo sin jinete.
Sevika, sin perder un segundo, soltó la lámina con un movimiento seco y se lanzó hacia el motoquero líder, que apenas intentaba reincorporarse del impacto. El tipo no alcanzó a parpadear cuando sintió el peso de la mujer cayendo sobre él como una sentencia: la rodilla de Sevika le aplastó el pecho, dejándolo inmóvil contra el suelo resbaloso. Jadeaba. Ella le escupió cerca del rostro mientras su brazo mecánico se tensaba con un crujido amenazante.
—Me usaron como una maldita carnada. —Sevika escupió las palabras con una mezcla de risa y rabia mientras aún sostenía al líder en el suelo.
Ekko se encogió de hombros, con media sonrisa y polvo en la cara.
—Al menos funcionó.
—Bien hecho. —Sevika soltó una risa breve, con la rodilla aún clavada en el pecho del motoquero.
Ekko se agachó junto al capturado, con la mirada cargada de más preguntas que respuestas.
—¡¿Quién eres?! —Espetó Ekko con la voz cargada de ira.
El sujeto se removió. No dijo nada. El casco lo cubría por completo, sin ranuras visibles. Extraño, liso como una pieza fundida de una sola vez.
—No quiere hablar. —Dijo Riona, girando el cuchillo lentamente. —¿Lo convenzo?
—No. —Intervino Sevika. —Yo lo haré.
Le quitó el casco de un tirón. Lo que reveló fue un rostro cubierto por una máscara de tela negra, con los ojos inyectados en un rosa brillante y vibrante, imposiblemente reconocibles. Sevika lo notó al instante. Shimmer.
Pero se suponía que ya no existía. Nadie lo fabricaba. Nadie podía. O eso había creído.
Le tomó la mandíbula con una mano y, con la otra, la de acero rugoso y pulido, le descargó un puñetazo que sonó como un martillo reventando fruta madura.
—¡Habla! —Rugió, con otro puñetazo. —¿Quie nes son ustedes? ¿Qué carajo hacen aquí y porqué mierda usan Shimmer?
El sujeto escupió sangre y luego sonrió.
—No están listos. —Murmuró.
Ekko le sujetó la cabeza.
—¡¿Listos para qué?! ¡Habla, mierda!
Pero en ese instante, un nuevo rugido mecánico cortó el aire. Más fuerte y veloz.
—¡SEVIKA! —Gritó Riona, apuntando con la cuchilla hacia la calle de atrás.
Una segunda moto emergió del humo con un rugido que cortó el aire. El faro, blanco y afilado, los buscó como un ojo mecánico hambriento. Sobre ella venían los dos sujetos que minutos antes habían recibido la orden de retirarse. El piloto al frente sostenía una pistola, disparando sin piedad mientras se acercaban a toda velocidad, con la mirada encendida de furia y los nudillos apretados contra el manubrio.
—¡Cúbranse! —Gritó Ekko.
Los tres se movieron en sincronía, lanzándose detrás de un contenedor corroído. Las balas golpearon el metal con furia, dejando marcas humeantes. La moto pasó como una exhalación envenenada, y en un destello apenas visible, un gancho retráctil se desplegó desde su costado.
El acero mordió el brazo del lider herido y, con un tirón violento, lo arrancó del suelo. El cuerpo se sacudió como una marioneta rota, arrastrado entre chispas y gritos secos, mientras la moto se perdía rugiendo en la niebla.
—¡Mierda! —Escupió Sevika, saliendo de la cobertura.
Ekko apretó los dientes, el bate en la mano temblando por la frustración. El enemigo no solo golpeaba, se burlaba y eso era personal.
—¡NO! —Gritó Ekko.
—¡HIJOS DE PUTA! —Gruñó Sevika, levantándose en seco. Su brazo se tensó con energía.
La moto ya se perdía entre la neblina como una sombra con ruedas.
Riona corrió tras ellos dos pasos, pero se frenó en seco al ver algo que caía del aire. Una tarjeta, morada, gruesa y elegante.
Flotó un segundo antes de aterrizar en el suelo entre los restos de sangre y óxido. El reverso tenía un círculo negro, pulido, con un reborde dorado que brillaba como oro líquido en la penumbra.
Riona la levantó con dedos temblorosos, le dio la vuelta. Dos letras. RG. Trazadas en un estilo refinado, casi aristocrático.
—¿Qué carajo es esto? —Preguntó, sin aliento.
Ekko se acercó, la miró de reojo mientras se sobaba el hombro aparentemente dislocado por la voltereta que dió para cubrirse.
—¿Lo dejó el tipo?
Riona negó.
—Se le cayó, justo cuando lo arrastraron. No creo que lo haya querido soltar.
Sevika se inclinó. Le quitó la tarjeta sin pedir permiso, la olfateó, por alguna razón, luego la tocó con el pulgar.
Silencio.
No dijo nada. pero su mano humana tembló una fracción de segundo, apenas. Como si el cartón le quemara más que una bala mal curada. Luego apretó los dientes y se obligó a soltarlo, como si soltara un recuerdo que no quería revivir.
—¿Reconoces el símbolo? —Preguntó Ekko recogiendo la tarjeta.
—No. —Dijo ella al fin, y eso fue peor, porque Sevika siempre sabía lo que pasaba en Zaun, pero esta vez no tenía ni siquiera una idea.
—Puede ser una marca. Una firma. Una tarjeta de presentación para algo más grande… o solo un adorno. —Murmuró Riona, sin mucha convicción, pero las palabras quedaron flotando, inútiles.
—Sea lo que sea... —Dijo Sevika, encendiendo un cigarro con un chasquido de su brazo metálico mientras miraba la tarjeta morada y recordando los ojos rosados del sujeto. —Eso era shimmer. Esto no me gusta.
Ekko le quitó la tarjeta de las manos a Sevika sin pedir permiso. La observó apenas un segundo, luego la guardó en uno de sus bolsillos con un movimiento brusco, como si temiera que ese pedazo de cartón pudiera explotar si lo miraba un segundo más.
—Voy a investigarlo. Personalmente. —Murmuró, con una sombra de determinación en la mirada. —Esto no es solo una pandilla con motos, alguien está jugando con piezas grandes.
Se giró hacia Sevika y Riona. El gesto fue breve, pero cargado de respeto.
—Gracias por ayudarme, si averiguo algo más, las busco.
—Claro, niño valiente. Ve a salvar el mundo. —Gruñó Sevika, exhalando humo. —Pero si te rompen la cara, no vengas llorando.
Ekko sonrió apenas, medio agradecido, medio cansado y desapareció entre los callejones, como si el concreto lo tragara con ese paso ágil que lo hacía parecer un fantasma que se rehúsa a morir.
Quedaron en silencio. Solo el sonido lejano de un motor defectuoso y una gotera que insistía en contar los segundos.
Riona se quedó mirando el callejón, como si aún pudiera ver a Ekko alejándose.
—Sevika… —Dijo en voz baja, con un tono tenso. —Hace un par de noches, vi a Ekko con una mujer y el...
—No. —Sevika se giró de inmediato, como si hubiera escuchado una alarma interna. Su brazo metálico se apoyó contra la sien de Riona, sin presionarla, pero dejando muy clara su intención. —Si vas a decirme con quién se estaba enredando, te ahorro la pena y te parto la cara ahora mismo.
—Pero es que lo que vi...
La presión del brazo aumentó levemente, lo justo para dejar claro que ya no era una advertencia, sino una amenaza directa.
—Una palabra más y te rompo la mandíbula. Y después te hago escribir lo que ibas a decir con la mano izquierda… porque la derecha no te va a dejar de temblar.
Riona enmudeció. Sentía un nudo en la garganta, caliente y denso, como cuando el cuerpo entero entiende que solo el silencio evita que todo se rompa.
Sevika bajó el brazo sin mirarla.
—Hay cosas que es mejor no repetir, y otras que si las dices, se te pegan al alma como óxido. Esta es una de esas.
Riona tragó saliva. Sabía que insistir sería inútil… o peligroso, pero en sus ojos todavía brillaba algo: no solo miedo, también confusión, y un poco de rabia.
Siguieron caminando. Zaun crujía, seguía vivo y sucio, pero en el pecho de Riona, la imagen seguía clavada:
El cuervo.
La carta.
Y ahora la tarjeta con las letras RG.
No dijo nada, pero en su cabeza ya entendía que tarde o temprano tendría que hablar... aunque eso le pudiera costar una buena golpiza.