ID de la obra: 657

El llamado del sol negro

Mezcla
NC-17
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planificada Mini, escritos 1.064 páginas, 490.148 palabras, 63 capítulos
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El tiempo de una hora imposible

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El techo corroído del refugio vibró levemente con una explosión lejana. En contraste, dentro del cuarto de Ekko, todo permanecía en silencio. Solo el ritmo pausado de su respiración rompía la quietud. Estaba tendido boca arriba sobre un colchón que apenas merecía ese nombre, cubierto apenas por una sábana húmeda que se le adhería a la piel empapada en sudor. La tenue luz ámbar de una lámpara colgante apenas alcanzaba a dibujar los contornos de su torso y el cuerpo de Samira, que dormía a su lado. Ella tenía una pierna cruzada sobre las suyas, su cuerpo medio cubierto por una chaqueta militar abandonada. La cicatriz en su muslo, una línea pálida sobre la piel morena, parecía relucir con un brillo opaco cada vez que el viento agitaba la luz desde fuera. Ya había pasado antes, esa escena. Y probablemente volvería a pasar, pero eso no evitaba que Ekko se sintiera un extraño dentro de su propio refugio… y de sí mismo. Se frotó la cara con la mano, arrastrando los dedos por su frente mientras clavaba los ojos en las grietas del techo, como si esperara que alguna le devolviera una respuesta. Había permitido que Samira se acercara a su cuerpo, sí, pero no más allá. Aun así, no se arrepentía. Ella era como pólvora viva: impredecible, abrasadora, imposible de ignorar. No pedía permiso. No dejaba excusas. Tal vez por eso seguía regresando. Tal vez por eso él no le cerraba la puerta. —¿Estás despierto? —Murmuró Samira con voz ronca, arrastrando las palabras como si le pesaran. —No. —Dijo él, con una sonrisa apenas burlona, los brazos detrás de la cabeza y los ojos clavados en el techo, como si la pregunta no mereciera respuesta. Ella se estiró con desgano, su pierna rozando la suya, y giró el rostro para mirarlo mejor. —¿Otra vez pensando en salvar Zaun? —No quiero salvarla. Quiero entender por qué cada vez que parece mejorar… se desmorona otra vez. —Respondió, exhalando fuerte por la nariz. Su voz sonaba más cansada que amarga. —Recuperamos terreno. Y ahora… todo está igual que al principio. —Shh… —Samira puso su mano sobre su pecho, suave, como si eso pudiera calmarlo. —Todo lo que está mal se puede arreglar. Samira no respondió de inmediato. Solo apoyó su mano en el pecho de Ekko, con suavidad, como si pudiera frenarle las ideas con el tacto. Luego bajó lentamente por su torso, siguiendo la línea de sus músculos, y comenzó a besarle el cuello con un ritmo pausado. Al principio, Ekko cerró los ojos, dejando que el calor lo arrastrara. Pero luego los abrió a medias, con esa expresión de quien se va, aun con el cuerpo presente. Ella lo notó. Detuvo sus besos. Se quedó inmóvil, sobre él, mirándolo directo a los ojos. Como si buscara algo que no estuviera en su cuerpo, sino en su mente. —Me tengo que ir. —Dijo entonces, con una sonrisa ladeada, juguetona, aunque con un dejo de melancolía que no supo disimular. —Ya sabes: explosiones, disparos, ese tipo de cosas. Pero vuelvo esta noche, no te vayas a dormir sin mí, Firelight. Ekko soltó un gruñido suave, más cercano al deseo que al sueño. —Eso fue cruel. —Y necesario. —Replicó ella, guiñándole un ojo. —Al menos logré que dejaras de pensar en Zaun por unos segundos, ¿no? Se inclinó y le besó la comisura de los labios. Despacio, deseando que ese momento quedara flotando en el aire después de irse. Ekko levantó una mano para recorrerle la espalda con la yema de los dedos, sin decir nada. Solo sintiéndola. —Vuelve. —Murmuró, sin pedirlo ni exigirlo. —Siempre lo hago. —Respondió ella. Ambos comenzaron a vestirse sin apuro, cruzando miradas que hablaban por sí solas. Samira se puso sus pantalones de cuero y ajustó su cinturón lleno de cartuchos, lanzándole una última mirada a Ekko antes de irse. Ekko se puso la camiseta lentamente, con el cabello aún despeinado, como si la noche no hubiera terminado del todo. Salieron del cuarto juntos. Ella iba delante, como de costumbre. Él la seguía, todavía con el recuerdo del beso en los labios y sus palabras dando vueltas en la cabeza. El refugio de los Firelights era un caos organizado: jóvenes trabajando en motores, generadores zumbando, y un fuerte olor a aceite y sudor. Samira bajó las escaleras de metal sin mirar atrás, caminando con paso firme que parecía marcar el ritmo del lugar. Desde la baranda del segundo piso, Scar la observó hasta que salió por la puerta principal. Su expresión era dura. Cuando Ekko apareció unos segundos después, ajustándose los guantes, Scar lo detuvo con una voz seca y directa. —Tenemos que hablar. Ekko se detuvo y levantó una ceja, como si ya supiera que se venía una discusión. Miró en la dirección por donde se había ido Samira, luego volvió la mirada a Scar. Soltó un suspiro, breve pero cargado, y no dijo nada. Solo asintió. Caminaron en silencio por un pasillo angosto hasta llegar a una sala que servía como bodega. El lugar olía a metal oxidado y a combustible viejo. Solo había un par de estanterías chuecas, y ahí fue donde Scar se detuvo, se apoyó contra la pared y cruzó los brazos, como si necesitara sostenerse antes de decir lo que traía dentro. Desde ahí, parecía una estatua dura. Tenía la mandíbula tan apretada que daba la impresión de que podía romperse, y sus ojos brillaban con una mezcla de rabia contenida y desilusión, clavados en Ekko sin parpadear. —No me gusta. —Dijo al fin, con una voz áspera, como si le costara hablar. Ekko levantó una ceja, sin parecer sorprendido. Se apoyó en una estantería oxidada, cruzando los brazos lento, como si no le afectara la conversación, pero sus ojos contaban otra historia. —Perfecto. ¿Vas a darme una lista de personas que no te caen bien o hay algo importante? Scar dio un paso al frente. Respiraba fuerte, como si tratara de controlarse. Estaba tenso, pero no se dejaba llevar. Aún respetaba a Ekko. —Ella no es parte de esto. No me trago su sonrisa ni esa pinta de mercenaria confiable. Nos mira como si fuéramos una escala más, algo que va a dejar atrás apenas encuentre algo mejor. —No tienes que confiar en ella. —Respondió Ekko, sin moverse ni un poco. —Confía en mí. —Ese es el problema, Ekko. —Dijo Scar, dando un paso más hasta quedar casi cara a cara. —Ya no sé si puedo confiar en ti. Desde que ella llegó, estás distraído. No te das cuenta de lo que pasa a tu alrededor. Esto no es un juego, Ekko. Es lo único que nos queda, es nuestro hogar. Ekko no se movió. Mantuvo la mirada fija, pero su mandíbula tembló apenas. No era rabia, tampoco culpa. Era otra cosa que no sabía cómo nombrar. No era Samira quien lo distraía. Era Jinx, o mejor dicho, el recuerdo de Powder. Eran los recuerdos del otro universo, esos que a veces regresaban sin avisar. Últimamente pensaba mucho en eso. Le venían imágenes como cicatrices antiguas, como un dolor viejo que nunca terminó de irse. Aunque sabía volver a su universo había sido necesario, también entendía que esa decisión le había dejado una herida que no sanó del todo. Samira solo ocupaba el espacio libre, pero esa herida… venía de mucho antes. Bajó la mirada, respiró hondo por la nariz y levantó los ojos con una calma que se notaba falsa. —Tienes razón. —Dijo sin burlas ni excusas. —He estado distraído últimamente, pero no es por ella. No tengo más que explicar. Ella no interfiere en lo que hacemos. Las decisiones las tomo yo, y también asumo las consecuencias. —¿Y si esa decisión termina perjudicándonos a todos, Ekko? —Dijo Scar, subiendo el tono. —¿Y si el próximo problema no viene de Noxus, sino de lo que estás haciendo en tu cama? Cuando lleguen las consecuencias, puede que ya sea tarde. Tienes que pensar con cabeza fría. Ekko frunció el ceño, se separó de la estantería y se acercó. Quedaron cara a cara, tan cerca que casi se sentían la respiración. —Si las cosas salen mal, las voy a arreglar. Como siempre. Porque eso es lo que hago, ¿no? Cuando todo se rompe... soy yo el que queda juntando los pedazos. Ekko se dio vuelta para irse. El pasillo era estrecho, con luces que titilaban y paredes húmedas. Cada paso se sentía más pesado, como si el lugar mismo no quisiera dejarlo ir. El silencio era tan profundo que parecía que algo invisible estuviera atrapado en el aire. A lo lejos, se escuchaba el zumbido constante de un generador. Por un momento, lo único que rompía el silencio eran sus botas alejándose. Entonces Scar habló, y sus palabras lo golpearon como una cuchillada por la espalda. —Tus dramas amorosos me dan lo mismo, Ekko, pero te lo voy a decir claro: prefería mil veces tu obsesión por Jinx que esta payasada con la mercenaria. Con Jinx sabíamos que jugábamos con fuego, que podíamos arder en cualquier momento. Pero con esta... ni siquiera sabemos si la chispa ya empezó a prender la mecha. Y tú ni cuenta te das. Las palabras le pegaron con la fuerza de un golpe seco, no en la piel, sino en lo más profundo del pecho, justo donde se guardan las cosas que uno cree haber dejado atrás pero que siguen latiendo en silencio. Ekko se detuvo al instante. Tenía un pie ya en el pasillo, el otro vacilando en esa línea invisible entre marcharse o quedarse. De pronto, el aire pareció volverse espeso, pesado como si costara respirarlo, y el zumbido de las luces disminuyó hasta sentirse lejano. Todo alrededor perdió claridad, como si el mundo entero hubiera decidido congelarse por un instante incómodo. Nadie mencionaba a Jinx. No de esa forma, no tan de frente. Porque dolía, porque después de tantos Firelights muertos, de emboscadas imposibles de borrar, de ver el nombre de Nadiya escrito con sangre en los muros de una estación abandonada… lo único que quedaba era ese silencio espeso que todos habían aprendido a aceptar como protección. Y sin embargo, ahí estaba otra vez. Crudo, inevitable, como una cicatriz vieja que alguien había decidido raspar sin cuidado hasta hacerla sangrar de nuevo. Ekko nunca lo dijo en voz alta. Jamás puso en palabras lo que sentía, lo que había sentido, lo que seguía vivo, latiendo bajo la piel, a pesar de que todo a su alrededor le gritaba que ya debía haberla dejado atrás. Pero Scar lo sabía, con la certeza que solo tienen quienes han estado en la línea del fuego contigo, quienes han visto tus ojos quebrarse en medio de una noche demasiado larga. Y ahora, esa verdad la usaba como un arma. La arrojaba con la misma frialdad con la que se lanza un cuchillo, sin cuidado, como si no tuviera peso, como si jamás hubiera sido real. Ekko reaccionó sin un solo segundo de cálculo racional; su cuerpo, impulsado por una acumulación de tensión prolongada, respondió con una urgencia casi física. Cada paso que dio resonó con el peso contundente de sus botas, un eco deliberado que marcaba el avance de algo inevitable. El ritmo de su andar, ruidoso y determinado, era menos una caminata y más una declaración: estaba cerrando la distancia no solo con Scar, sino con el punto de ruptura que venía evitando. Al estar frente a él, su brazo se activó como una descarga: el puño voló directo a la mandíbula de Scar y el golpe retumbó con un chasquido seco que rasgó el silencio de la sala. Scar perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, impactando de lleno contra una estantería abarrotada de herramientas, la cual colapsó en un estrépito de metal que se desparramó por el suelo. Scar, con la boca ensangrentada, intentó incorporarse. Apenas alzó el torso cuando un segundo golpe le impactó violentamente en la sien, lanzándolo de nuevo al suelo, sin posibilidad de reacción inmediata. Y entonces, como si alguien hubiera soltado el freno de un mecanismo que llevaba tiempo acumulando presión, todo se desató de golpe. Se lanzaron el uno contra el otro con la violencia contenida de meses cargados de tensión, reproches no dichos y heridas mal cerradas. Los empujones y golpes se sucedían sin forma ni estrategia, impulsados por una rabia que no necesitaba orden. Scar consiguió conectar varios puñetazos al rostro de Ekko, pero él ni siquiera intentaba cubrirse. No esquivaba ni respondía con defensa. Cada golpe le llegaba como si viniera desde lejos, como un eco apagado. Dolía, claro, pero no tanto como la herida invisible que llevaba dentro. Ekko gruñía con cada impacto, el sudor y la sangre le corrían por la piel, pero no se detenía. Lo derribó con un giro, cayó sobre él, y comenzaron a rodar por el suelo helado, golpeándose como si cada puñetazo fuese una frase que nunca se atrevieron a pronunciar. Cuando Ekko logró dominarlo, con las rodillas clavadas a ambos lados del torso de Scar, desató una lluvia de golpes, sin tregua ni ritmo, como si solo así pudiera vaciar lo que llevaba dentro. Uno, dos, tres, cuatro. Cada golpe caía con peso, como si en su repetición insistente buscara una respuesta que nunca llegó, un cierre que jamás se le permitió. Era el eco de noches en vela, de silencios mal tragados, de un pasado que seguía latiendo con fiebre debajo de la piel. Scar intentaba cubrirse, levantar los brazos en defensa, pero Ekko lo tenía completamente dominado. La sangre en sus nudillos se mezclaba con el sudor, y su respiración salía caliente, agitada, como si cargara un incendio dentro del pecho. En medio de esa violencia desbordada, los ojos de Ekko se detuvieron en el rostro de Scar. Ya no veía un obstáculo, ni un adversario. Lo que se imponía frente a él era la imagen cruda de un ser golpeado, manchado, con la mirada endurecida no por orgullo, sino por la costumbre de resistir. Fue ese parpadeo, torpe y casi infantil, lo que quebró la inercia del castigo. A través de ese gesto mínimo, afloraron las imágenes enterradas: la piel compartida bajo puentes oxidados, las carcajadas a medias durante los descansos breves, el peso de un cuerpo amigo sostenido entre dos hombros cuando todo lo demás había colapsado. No se trataba solo de recuerdos: era la presencia real de un vínculo que se agrietaba en ese mismo instante, bajo sus propios puños. Ekko seguía sobre él, con el pecho subiendo y bajando como si hubiera corrido una eternidad. Sus manos temblaban, cargadas de más que rabia. No golpeó de nuevo. Algo más pesado que el cansancio se posó sobre sus hombros, y en ese espacio de pausa se deslizó la conciencia de haber cruzado una línea. Se incorporó con lentitud, como si cada músculo estuviera enfrentando el peso de lo que acababa de hacer. Al ver la sangre en sus manos, no sintió victoria ni alivio. Sintió temor. No por el otro, ni siquiera por lo que vendría, sino por lo que había despertado en sí mismo. Dio apenas unos pasos hacia la salida, cuando una voz áspera lo detuvo desde el suelo. —Ya no te reconozco, Ekko… —Murmuró Scar, con la voz rota entre dientes astillados y un hilo de sangre que le manchaba la comisura de los labios. —¿Dónde quedó ese niño que lloraba en las calles de Zaun, el mismo día en que Benzo cayó y todo se volvió ruinas? ¿El que habría entregado hasta su última chispa por defender esta ciudad? Ekko se detuvo en seco, sin necesidad de girarse ni responder. Bastó el leve temblor en sus hombros, casi imperceptible, para revelar que las palabras habían tocado una herida vieja, una de esas que nunca termina de cerrar. El aire a su alrededor parecía haberse espesado, como si la humedad del refugio se hubiera impregnado también en su pecho. El sudor frío en su espalda ya no era por el combate, Su cuerpo, que hacía apenas minutos se movía con furia incandescente, ahora se sentía denso, extenuado, al borde del derrumbe. Una lágrima le cruzó la mejilla. Pesada, lenta, cargada como plomo. No fue un gesto dramático, sino inevitable, como si Zaun misma hubiese hablado a través de Scar para recordarle que en cada guerra, incluso las que se libran por justicia, siempre se deja algo irrecuperable. Sin emitir palabra, sin mirar atrás, echó a andar por el pasillo húmedo. Sus pasos retumbaban con un eco opaco sobre el metal oxidado del suelo, un sonido que se entremezclaba con el zumbido constante del generador central. Antes, ese zumbido le parecía el latido vivo del refugio. Ahora sonaba distinto: ajeno, como si el mismo corazón de Zaun lo empujara fuera. La humedad en las paredes chorreaba lentamente, como si el refugio llorara en silencio. El aire olía a óxido, sudor y desesperanza. Cada paso que daba lo alejaba no solo del almacén, sino también de una idea de sí mismo que ya no podía sostener. Al cruzar el pasillo principal, los Firelights lo vieron. Nadie dijo nada. Pero esta vez el silencio no fue solo respeto o confusión. Era otra cosa. Una tensión muda que se percibía en las espaldas rectas, en las miradas esquivas, en las respiraciones suspendidas. Algunos adolescentes se apartaron discretamente al ver sus nudillos ensangrentados, el rostro aún marcado por la pelea. Dos niñas pequeñas se ocultaron tras los abrigos de sus madres, que solo atinaron a apretarlas más fuerte contra sí. Un mecánico detuvo el giro de su llave inglesa en mitad de una reparación, paralizado, como si temiera que cualquier ruido pudiera romper algo invisible. Ekko no desvió la mirada, pero sintió cada par de ojos como agujas en la piel. Aquello que antes era admiración, una reverencia cargada de esperanza, ahora se había tornado en inquietud. Ya no lo veían como un símbolo, más bien, lo miraban como una amenaza latente, un arma sin seguro. Con un movimiento mecánico, como si quisiera hacerse más pequeño, levantó la capucha de su chaqueta y se la colocó sobre la cabeza, ocultando su expresión. Apretó la mandíbula y siguió caminando sin reducir el paso. Descendió por la escalera de metal con una cadencia pesada, como si cada peldaño le recordara que ya no pertenecía allí. El taller principal lo recibió con su luz intermitente y ese olor a grasa que siempre lo había reconfortado… pero esta vez no. Esta vez parecía parte de una escenografía muerta, una versión vacía de su hogar. Al llegar a la entrada del refugio, se detuvo. Por un segundo, incluso la puerta pareció dudar si debía dejarlo salir. El Firelight que custodiaba la salida estaba inmóvil, rígido como una estatua. Llevaba gafas oscuras, pero no hacía falta ver sus ojos para notar la tensión. La forma en que apretaba la mandíbula lo delataba. Había en su postura una mezcla de respeto, miedo y desconfianza, como cuando uno empieza a cuestionar todo lo que antes daba por sentado. Tardó unos segundos en moverse. Finalmente, el guardia empujó una piedra que hacía de panel oculto. La estructura chirrió como si le doliera separarse, como si el mismo refugio intentara retener lo que estaba a punto de perder. Abrió apenas lo suficiente para que Ekko pudiera pasar. Ekko lo miró un instante antes de cruzar. No con desafío, sino con una resignación muda. La mirada de alguien que sabe que está dejando atrás más de lo que cualquiera podría ver. Salió sin decir palabra. Y durante un breve segundo, su sombra pareció quedarse en el umbral, colgando como un espectro, como si también dudara en marcharse. La piedra se cerró tras él con un golpe seco, que resonó en el túnel como un disparo. Un eco breve, brutal, final. Como si la ciudad misma estuviera diciendo que esa puerta… ya no se volvería a abrir. Cuanto más descendía entre los recovecos de los túneles, más sentía Ekko que no caminaba por Zaun, sino por una herida abierta que nunca terminaba de cerrar. No era el mismo aire, pero tampoco distinto: era más espeso, más saturado de ese sabor metálico que se adhería al paladar como una costra oxidada. Cada inhalación era una negociación con el ambiente, y cada paso una declaración muda de alguien que no vivía, solo resistía. Porque había dejado de vivir hacía tiempo. Ahora simplemente sobrevivía, como si estuviera encadenado a una rutina que imitaba el movimiento pero carecía de sentido. El óxido, mezclado con humedad rancia y el eco de sustancias químicas que se negaban a morir, se colaba en su nariz y garganta, tiñéndolo por dentro. Las paredes sudaban toxinas como si también estuvieran hartas de contenerse. Unas gotas verdes resbalaban desde una fisura, brillantes y viscosas, como si la cueva misma llorara veneno. La oscuridad se pegaba a la piel, no como sombra, sino como una segunda piel sucia y tibia que no pedía permiso para quedarse. Los sonidos eran parte del lugar, pero también eran parte de él: el retumbar de sus pasos contra los metales huecos, el susurro eléctrico de una lámpara que oscilaba entre la vida y la muerte, el crujido minúsculo de algo que tal vez no existía. Como si los ruidos se inventaran a sí mismos solo para recordarle que seguía ahí. Y entonces, como si el tiempo se negara a quedar al margen, el reloj reclamó su presencia con una obstinación silenciosa. Lo sacó del bolsillo casi por reflejo, sin pensarlo. El metal estaba frío, inerte, con esa quietud que no nace de la calma sino del abandono. Era el mismo de siempre, detenido en esa hora imposible que no medía minutos, sino tragedias. No marcaba el paso de los días, sino el punto exacto donde su pecho había aprendido a pesar más de lo que soportaba. Y él lo conocía como se conocen los nombres que se pronuncian solo por dentro, donde todavía duelen: Jinx. Powder. Dos rostros que se espejaban sin tregua, sin permitirle olvidar cuál de ellas fue primero. Parpadeó, y las imágenes colisionaron: una Powder que existía solo en la grieta improbable de un tiempo que no les pertenecía, con la suavidad del deseo no herido; y otra, la que respiraba aún en sus memorias como un filo mal cicatrizado, la que amaba con la violencia de todo lo perdido. Aquella que besó sobre un techo que nunca existió, bajo una luna prestada. Esta, en cambio, era una memoria que aún supuraba. Se frotó los ojos con fuerza, como si pudiera arrancarse lo que el pasado había escrito a fuego. El reloj seguía ahí, inmóvil, desafiando cada latido, como si quisiera tatuar en su piel ese segundo exacto donde todo dejó de ser. No avanzaba, solo repetía. Y entonces pensó en Samira. No como salvación, sino como recordatorio. Llegó a su vida sin promesas ni redención, irrumpiendo con la crudeza de quien no reconstruye, pero tampoco permite el olvido. Su risa rasgaba los silencios, sus gestos eran bordes afilados, y su cuerpo parecía advertir que sentir podía doler tanto como sangrar. Tal vez Sarah tenía razón: no había venido a salvarlo como un héroe en una historia clásica, sino a empujarlo con firmeza hacia una verdad que él se negaba a mirar. A recordarle, sin adornos ni promesas, que estar vivo no se trataba simplemente de aguantar un día tras otro, sino de volver a sentir que cada día vale algo. Porque Ekko no vivía realmente; solo avanzaba a tropezones en medio de ruinas que lo obligaban a seguir respirando por costumbre, como si detenerse fuera peor que continuar. La duda seguía ahí, silenciosa pero persistente, como el humo espeso que queda suspendido después de una explosión. No se iba, no se deshacía, solo se filtraba por los rincones de su mente con la constancia de una toxina invisible que no mata de golpe, pero nunca deja de hacer daño. —No eres tú. —Murmuró, sin fuerza. Y al decirlo, ni siquiera él supo si hablaba de Samira, de Jinx… o de esa versión casi olvidada de Powder que aún flotaba entre sus pensamientos, como un eco que se niega a callar. Entonces, a sus espaldas, un crujido apenas audible cortó el aire. Cualquiera lo habría pasado por alto, pero no él. Actuó por instinto. Se dio la vuelta y disparó en un solo movimiento. La bala cruzó el pasillo como una exhalación contenida, pasando a escasos centímetros del rostro de una figura inesperada. Jinx inclinó la cabeza justo a tiempo, su cuerpo girando con mínima precisión para esquivar el disparo. La bala golpeó una tubería oxidada y el sonido seco del impacto quebró el silencio. El eco metálico retumbó unos segundos, antes de desvanecerse en el túnel. Y entonces, una risa, esa risa inconfundible. —Mírate, relojito... —Canturreó una voz que chirriaba entre carcajada y amenaza, como si alguien le hubiera puesto dinamita a un dulce y lo hubiera envuelto con moño. —¿Así recibes a las chicas que solían volarte el mundo, eh? Desde las sombras, apareció como si no hubiera pasado un solo día. Como si nunca se hubiera ido. Tenía una bengala recién encendida en la mano izquierda, echando chispas que apenas lograban iluminar el túnel. El humo púrpura se pegaba a su cuerpo como un gato mimado, enrollándose entre sus piernas, subiendo por su cintura. Su cabello azul estaba igual de loco que siempre, parado en mechones como si no conociera la gravedad. Y sus ojos... ardían con ese brillo extraño que mezclaba amenaza y algo que parecía una promesa rota. Llevaba la chaqueta colgando de un hombro, rota como si hubiera salido volando de una explosión. Cosa que, viniendo de Jinx, era más que probable. Una granada colgaba de su cinturón como si fuera parte de un collar o algo que diseñó un pirómano aburrido. Y entonces, como si nada, levantó la bengala como quien levanta la mano para saludar. —¿Me extrañaste? —Canturreó, con una sonrisa ladeada. Simplemente Jinx. Ekko bajó el arma despacio. El reloj seguía temblando entre sus dedos, como si supiera algo que su cabeza aún no podía entender del todo. —No pensaba encontrarte aquí. —Dijo, con esa voz baja de quien todavía duda si lo que ve es real o solo un truco de su propia mente. Como si algo dentro de él la hubiera llamado sin querer, como si el pensamiento de ella hubiera flotado tan fuerte y tan roto, que el universo, por joder, hubiera dicho: "toma". Y ahí estaba, contra toda probabilidad, como si, de algún modo imposible, Jinx sí lo hubiera escuchado. —¿Y qué esperabas? ¿Que estuviera vendiendo dulces en una feria científica? —Replicó ella, con esa media sonrisa ambigua, difícil de clasificar entre una burla y una confesión disfrazada de chiste. Ekko ladeó apenas la cabeza, reparando por primera vez en la bengala que ardía todavía entre sus dedos. —¿Y eso? —Señaló con el mentón. —¿Te volviste faro o es parte de algún plan pirotécnico? Jinx alzó la bengala con teatralidad, girándola entre los dedos como si fuera un cetro improvisado. —Me gustan las entradas dramáticas. —Dijo, con un brillo burlón en la mirada. —Y si es en grande, mejor. ¿Qué clase de reencuentro sería sin humo, luces y balas zumbando cerca de la cara? Jinx avanzó unos pasos, con esa cadencia suya de quien camina sobre cristales sin romperlos. Llevaba los brazos entrelazados por detrás de la espalda, el cuerpo erguido, la cabeza alta como si nada en el mundo pudiera alcanzarla. Al pasar junto a una piedra, la pateó con la punta de la bota, sin violencia, como si jugara con la idea de que el mundo podía moverse al ritmo que ella quisiera. Ekko no dijo nada al principio. Solo la observó, con la mirada clavada en cada gesto, cada movimiento que reconocía de memoria y que al mismo tiempo se le hacía ajeno. Cuando Jinx se detuvo a un par de metros, apagó la bengala contra una viga oxidada y dejó que la oscuridad los tragara con suavidad, como un telón que cae lento tras el acto inicial. —Te ves como la mierda. —Soltó Ekko, sin siquiera mirarla del todo, con esa mezcla de exasperación y ternura que solo alguien que ha perdido demasiado puede permitirse. Jinx soltó una risa ronca, sin preocuparse en disimular la tos que le siguió. —¿Lo dices por los moretones? Digamos que fue un entrenamiento divertido. —Se tocó el costado con una mueca, como si recordara algo que le dolía y le causara orgullo al mismo tiempo. —Igual tú no te quedas atrás. Pareces un semáforo en huelga. Ekko bufó, apenas. —Sí, bueno… aprendí que los cuchillos tienen opiniones fuertes cuando se los contradice. —Y seguro tú insististe en debatir. —Dijo ella, ladeando la cabeza como si viera un chiste escondido entre los pliegues de su cara. —Clásico relojito. Ekko sostuvo la mirada de Jinx un segundo más de lo necesario. En sus pupilas brillaba algo que no sabía si era furia contenida o un cansancio tan profundo que había olvidado cómo gritar. Una herida abierta, cubierta con pintura de guerra y sonrisas torcidas. Ella no apartó la vista; al contrario, la sostuvo como si también buscara algo en él. —Estás distinta... —Murmuró él, con voz grave, apenas un hilo por encima del silencio. —Hay algo en tus ojos… no sé si es fuego viejo o ceniza que aún quema. Jinx ladeó la cabeza, y por un segundo, algo en su expresión titubeó. Pero luego volvió la sonrisa, como una grieta maquillada. —A veces las cenizas arden más que las llamas, enano. —Dijo, y le guiñó un ojo. —¿Tú qué crees que soy ahora? —No lo sé. —Ekko bajó la mirada hacia el reloj entre sus dedos, ese que siempre parecía recordar mejor que él. —Pero ya no eres la que esperaba encontrar. Ella soltó una carcajada suave, sin alegría, como si se burlara de una versión de sí misma que ya no encajaba. Dio un paso, luego otro, acortando la distancia hasta quedar tan cerca que solo el silencio cabía entre ellos. —Supongo que vine a descubrir quién soy ahora... ¿Y tú? ¿Todavía crees que puedes salvar este desastre a punta de ingenio y fe ciega? Porque si es así, relojito, tengo malas noticias. —He dejado de ser muchas cosas. —Respondió él, soltando un suspiro cargado de años. —Pero contigo... contigo nunca supe si estaba arreglando algo o rompiéndome más. El silencio entre ambos no se rompió; más bien se asentó, como una neblina espesa que lo envolvía todo con la humedad pesada del subsuelo. Jinx bajó la mirada apenas un instante, como si tanteara las palabras que nunca diría, y caminó sin apuro hacia una de las paredes corroídas del túnel. Se dejó caer con la espalda recta, las piernas dobladas con naturalidad y los codos descansando sobre las rodillas, mientras la bengala ya apagada resbalaba de sus dedos y quedaba a un lado, ignorada, como si ya no tuviera propósito alguno. Entonces lo miró. Alzó la vista hacia Ekko y, sin emitir un solo sonido, hizo un leve gesto con los dedos, señalando el suelo a su lado. No era un mandato ni un pedido; era un lenguaje anterior a las palabras, una rendija en su coraza que decía más de lo que se atrevía a poner en voz alta. Y, por un instante mínimo pero nítido, su rostro se suavizó. Ya no era Jinx. Era Powder, atrapada en una grieta del tiempo. Ekko vaciló, sintiendo en los pies la gravedad de lo que ese gesto implicaba. Pero terminó por avanzar y, con un suspiro largo, se dejó caer junto a ella. Su cuerpo protestó en cada articulación, como si los días lo hubieran oxidado por dentro. No hubo palabras. Solo una exhalación, tibia y pesada, que se unió al humo del ambiente. Jinx giró el rostro con suavidad, estudiando el rostro de Ekko como si las heridas que lo marcaban pudieran contarle algo que él no dijera. Sus ojos recorrieron el pómulo amoratado, el labio abierto y esa tensión constante en su ceño que parecía hablar de batallas más profundas que un simple enfrentamiento físico. Frunció el entrecejo, pero no por pena: lo hizo con la expresión de quien intenta leer un idioma antiguo que alguna vez dominó, y que ahora solo le ofrece fragmentos sueltos. —¿Y bien? ¿Con quién te cruzaste esta vez? —Preguntó, su voz oscilando entre la burla y una curiosidad demasiado genuina para ocultarla. Ekko desvió la mirada, y su respuesta llegó después de una pausa que pesó más de lo que parecía. —Digamos que... tuve un altercado con uno de los míos. Un Firelight. Jinx alzó una ceja, pero no dijo nada de inmediato. Luego dejó que las palabras se deslicen como cuchillas suaves: —Mira nada más... el jefe peleando con su propio equipo. Eso ya no parece una rebelión, suena más a que estás perdiendo el control. Aunque, para ser sincera, esta versión tuya más desordenada me resulta más interesante. —Las cosas se salieron de control. —Dijo Ekko con un hilo de voz que fue apagándose al final. Sus ojos se posaron entonces en los hematomas que cubrían a Jinx. —Y tú… ¿Ya vas a decirme con quién estuviste "entrenando"? —No fue gran cosa. —Respondió con fingida indiferencia. —Vi y yo estuvimos probando unas armas nuevas. Nada serio. —¿Probando armas? ¿En serio? Pudo haberse convertido en una tragedia. No sé cuál de las dos debería preocuparme más. Jinx soltó un bufido cargado de desdén y hastío. —No seas tan dramático, relojito. Fue solo un entrenamiento con Vi, ya sabes cómo es. Terminamos con unos cuantos moretones y un par de balas rebotando cerca, nada que no haya enfrentado antes. He estado en situaciones mucho más peligrosas y, como ves, sigo entera. El silencio volvió a tenderse entre ellos, más denso que antes, como si las palabras que no se atrevían a pronunciar hubieran adquirido forma y peso. Permanecieron inmóviles, cautivos en ese espacio suspendido, hasta que Jinx desvió la mirada con un gesto leve y dejó escapar una voz tan baja que apenas parecía atreverse a romper la quietud del túnel. —Aquella noche… en el tejado. —Susurró, sin llegar a enfrentarlo con los ojos. —Dejamos algo inconcluso. Sus labios se humedecieron con un gesto tembloroso, y los dedos tamborilearon con desorden sobre su pierna, como si buscaran una salida que no existía. Respiró hondo, entrecortada, y añadió con una sonrisa torcida que no decidía si era rendición o ironía: —Está bien… en realidad fui yo quien dejó algo sin resolver. Me sentí superada, como si la conversación nos llevara a un lugar para el que no estaba lista. Como si supiera lo que iba a pasar, pero no pudiera sostenerlo. Permaneció un momento con los ojos clavados en el suelo, como si en ese vacío se tejieran las respuestas que le faltaban. Luego levantó la vista, mostrando una expresión rota en dos mitades: una vulnerable, otra desafiante. —Sentí miedo, y sabes mejor que nadie lo mal que se me da manejarlo. Ekko no reaccionó de inmediato. Se quedó observándola en silencio, como quien pesa las palabras que no ha dicho por años. Después, giró la cabeza hacia el frente, hacia esa oscuridad que se colaba entre las grietas como si también escuchara. Jinx unió las manos con fuerza, respiró hondo otra vez y habló sin alterar el tono bajo que parecía haberse convertido en su voz verdadera: —Pasaron muchas cosas desde entonces. No entregó explicaciones, pero tampoco fueron necesarias. El peso en su rostro, esa sombra que parecía adherida a la piel, transmitía con brutal honestidad lo que las palabras no podían alcanzar. Ekko lo captó de inmediato; en el ritmo contenido de su respiración y en el temblor de su voz, reconoció que entre cada frase inconclusa habitaban heridas recientes, aún abiertas y sangrantes. —Después de todo eso... estoy perdida. —Confesó Jinx, encogiéndose de hombros con una torpeza que no le era habitual. —Estoy intentando entenderme, escarbar entre los restos para encontrar aunque sea un poco de paz. Pero es difícil, con tantos demonios adentro haciendo ruido. Lo miró de reojo, sin exigir una respuesta, sin buscar consuelo. Solo compartiendo un pedazo de sí misma, como quien deja un faro encendido por si alguien más decide acercarse. —Quería verte. —Murmuró, esta vez sin máscaras, sin trampas, sin giros teatrales. —Yo no quería verte. —Confesó Ekko, y aunque sus palabras tenían filo, la verdad que escondían era otra muy distinta, enterrada en la profundidad de su pecho. Jinx asintió con lentitud, sin rastro de molestia. Como si lo entendiera incluso antes de que él lo dijera. —Es justo. —Dijo en voz baja. —Sé todo el daño que te hice. Las palabras quedaron flotando entre ellos, sin romperse, tan densas como el silencio que las había precedido. Y por un instante, se volvieron parte del aire que compartían, inevitable, inmóvil. Esta vez fue Ekko quien rompió el silencio. Su voz salió más baja, cansada, como si la extrajera de algún rincón donde aún dolía. —Aquella noche en el tejado... —Dijo Ekko, con la mirada perdida en un punto indeterminado del túnel. —Fue, por un instante, todo lo que había estado esperando durante años. Hablar contigo sin máscaras, sin el ruido de explosiones, sin la tensión de lo inevitable. Solo tú y yo, como cuando éramos niños, antes de que el mundo nos rompiera. Sus dedos jugaron con el borde astillado del reloj que aún sostenía, no como un gesto distraído, sino como si en ese movimiento pudiera sostenerse a sí mismo. Cuando volvió a hablar, lo hizo con un tono bajo, contenido, como si cada palabra le arrancara algo desde dentro. —Y después… te fuiste sin decir nada. Ni siquiera miraste atrás. Lo hiciste porque tenías miedo, como tantas otras veces. Porque para ti, escapar siempre ha sido más fácil que quedarte y enfrentar lo que hay. Levantó entonces la vista hacia ella. Sus ojos reflejaban más que enojo o tristeza; eran el eco de una espera que se había prolongado tanto que ya no recordaba cuándo comenzó.  —Si al menos una vez. —Continuó, dejando que la amargura se deslizara como una grieta apenas contenida. —Hubieras tenido el coraje de quedarte… quizá todo habría sido distinto. Nuestra historia. Incluso la de Zaun. Jinx desvió la mirada con lentitud, no como quien busca dramatismo, sino como quien sabe que sostener los ojos del otro implica un dolor demasiado preciso. En vez de eso, fijó su vista en una grieta entre las baldosas húmedas del suelo, como si ese fragmento de concreto roto ofreciera una forma más amable de enfrentar el momento que la intensidad de lo que acababa de dejar atrás. Ekko no dijo nada. La miró en ese silencio que hablaba por sí solo, leyendo con cuidado cada gesto, cada contención que ella no expresaba con palabras. Finalmente, bajó la vista también, no porque la estuviera imitando, sino porque en su interior algo también se resquebrajaba. Aquella grieta en el suelo, tan común en apariencia, se convertía en el símbolo exacto de la distancia que se había abierto entre ambos: larga, profunda, tejida de memorias que seguían ardiendo sin cicatrizar. Jinx no se movió. Mantuvo la mirada clavada en ese espacio entre sus botas como si contuviera todas las respuestas que no sabía formular. Su respiración se volvió más lenta, casi pausada, y los hombros descendieron con una resignación sutil. Cuando finalmente habló, lo hizo sin alzar la voz, con un tono que no buscaba liberarse, sino apenas compartir una verdad demasiado frágil como para ser pronunciada de otra forma: —Lux me terminó. Las palabras salieron sin adornos, sin dramatismo, como si hubieran sido extraídas de un rincón ya insensible de su pecho. Cayeron al aire con la misma simpleza de una piedra arrojada al agua estancada, sin intención de causar olas. Ekko giró lentamente la cabeza hacia ella. Su expresión se tensó, capturada por una mezcla de sorpresa, melancolía y una comprensión tan antigua como la herida que compartían. —¿Qué pasó? —Preguntó después de un silencio largo, su voz apenas un susurro que evitaba el tono condescendiente. —Se veían bien juntas. Jinx no respondió enseguida. Sus labios se curvaron apenas en una mueca indefinida, una sonrisa incompleta teñida de nostalgia. Mantuvo la vista baja, como si mirar a otra parte le diera permiso para ser honesta. —Lo sé. —La voz le tembló, pero no se quebró. —Lux siendo Lux… capaz de amar incluso lo que está más allá del perdón. Como si pudiera mirar algo roto y aún así ver belleza. Ekko la observó con una ternura contenida, esa que surge cuando ves a alguien hacerse daño con las palabras que se repite. Sin emitir juicio ni promesas vacías, alargó el brazo y apoyó con cuidado la palma sobre sus nudillos. No había romanticismo ni lástima en el gesto, solo una verdad simple: estoy aquí, y te veo. —Tú también mereces que te quieran, Jinx. Lux, Vi, Jayce, incluso Caitlyn lo saben. Ellos aprendieron a ver más allá de todo lo que has vivido, más allá del caos y las heridas que aún cargas.  Sus dedos se entrelazaron con los de ella, envolviéndolos en un agarre firme, pero sin ejercer presión; era una forma de estar, de sostener sin invadir, de ofrecer una presencia que no exigía nada más que ese contacto. Jinx giró el rostro en su dirección, como si esa simple caricia despertara algo adormecido, una chispa enterrada que aún sabía arder. Ekko la observó con una intensidad que no buscaba respuestas, ni justificaciones. No había rabia en sus ojos, solo una verdad profunda, tallada en lo más hondo de su historia compartida. —También por mí. —Dijo con una voz tranquila, pero firme. —Me di cuenta de que si no dejamos atrás lo que nos duele, nunca vamos a tener espacio para lo nuevo, para algo mejor. Jinx dejó escapar un suspiro largo, casi un gemido apagado que se deshacía en la humedad del túnel. Cerró los ojos por un instante, buscando reunir pedazos de sí misma que seguían desordenados por dentro. Su mandíbula tembló apenas, tensa, y cuando volvió a hablar, lo hizo con esa mezcla de rabia contenida y miedo. —¿Y cómo se supone que descubra cuál es mi presente? Ekko inclinó la cabeza, acercándose apenas a ella, como si supiera que un solo movimiento brusco podía romper la frágil conexión que estaban construyendo. Su gesto era respetuoso, cargado de cuidado sincero, estaba frente a algo valioso que no debía tocarse sin permiso. —No intentes controlarlo todo. Solo... permítete sentir hacia dónde te lleva. —Susurró. Ella lo miró de reojo, sus ojos cristalinos por el llanto que ya no sabía cómo contener. —¿Y si lo que siento no es real? ¿Y si solo estoy oyendo los gritos de todos los que murieron por mi culpa? Las palabras se quebraron al salir, fragmentadas como si doliera pronunciarlas. Y con ellas, la primera lágrima trazó un camino tímido por su mejilla. Jinx apretó los labios, luchando por retener el resto, pero el temblor en su cuerpo la delataba. Una tras otra, las lágrimas comenzaron a descender, hasta que la resistencia cedió por completo. Ekko giró su cuerpo con lentitud, dejando atrás cualquier rastro de duda, y se arrodilló frente a ella, reduciendo aún más la distancia que los separaba. Cada gesto suyo era medido, casi ceremonial, como si entendiera que la fragilidad de ese instante no admitía errores. Luego alzó ambas manos, y con una ternura que nacía desde el centro mismo de su pecho, le sostuvo el rostro entre las palmas, sus dedos encajando con cuidado en las curvas de sus mejillas. Los pulgares trazaron un camino lento y silencioso sobre su piel, limpiando las lágrimas que caían sin permiso, como si al hacerlo pudiera recoger también una parte del dolor que las provocaba. Su aliento se fundió con el de ella, creando un espacio suspendido donde el pasado, por un segundo, no tenía peso. —Sea cual sea la verdad que encuentres. —Dijo entonces, con una firmeza suave. —Yo voy a estar aquí. Yo elijo estar aquí. Jinx negó con la cabeza, los ojos cerrados con fuerza, mientras las lágrimas seguían su curso sin freno. Ya no las ocultaba, no podía. —No quiero herirte, Ekko. Él se inclinó un poco más, hasta quedar apenas a un suspiro de su boca. Su mirada era un faro encendido en medio del derrumbe, y su media sonrisa cargaba una melancolía bien escondida, pero también una convicción tranquila. —No lo harás. —Susurró. —Porque esto... esto es mi elección. Incluso si me duele, incluso si me rompe, quiero ser parte de lo que venga de ti. En ese instante, no hubo espacio para el miedo ni para discursos que pudieran torcer la verdad de lo que sentían. Solo existía la proximidad de sus rostros, el ritmo acompasado de sus respiraciones compartidas en el vacío breve que aún los separaba. Ekko fue el primero en cerrar los ojos, como quien se arroja a lo desconocido con la convicción de que caer vale más que quedarse quieto. Sus manos, aún sostenidas en el rostro de ella, se cerraron con suavidad, sus pulgares acariciando los pómulos húmedos con una delicadeza que hablaba de todo lo que no se atrevía a decir. Jinx, temblorosa, dejó que su frente se apoyara contra la de él, como si buscara en ese contacto una promesa silenciosa. Cerró los ojos también, dejando que el estremecimiento en sus labios los guiara sin prisa, sin certezas, solo con la necesidad de encontrarse. El primer roce no fue un beso, sino una respiración compartida, un temblor de aire entre bocas que aún dudaban. Y luego, con una lentitud reverente, los labios se encontraron. No se apresuraron, no se reclamaron: se reconocieron. Fue un gesto tierno y profundo, cargado de esa torpeza inevitable que sólo conocen quienes han amado con heridas abiertas. Se buscaron con cuidado, como quien aprende a caminar sobre ruinas, y se abrieron apenas, tanteando el ritmo del otro sin miedo a errar. En medio de ese intercambio, el sabor salado de las lágrimas, del sudor, de un deseo contenido durante demasiado tiempo, se volvió parte del beso. Las manos de Ekko descendieron por el contorno de su mandíbula, guiándola hacia él con una necesidad callada que no pedía permiso. Sus narices se rozaron, las pestañas de Jinx parpadearon húmedas contra su mejilla, y el mundo se desdibujó en torno a esa quietud intensa, esa ternura al borde del colapso. No era solo deseo lo que los empujaba a ese beso. Era algo más áspero, más urgente: la necesidad de sentirse vivos, de afirmar que todavía estaban aquí, que aún podían tocar sin romperse. No buscaban consuelo, ni romanticismo. Se buscaban a sí mismos en el cuerpo del otro, como si al fundirse pudieran recuperar algo que el mundo les había arrebatado sin explicación. El beso no fue inmediato. Se encendió como una chispa lenta que se rehúsa a apagarse. Al principio fue torpe, casi inseguro, como si sus cuerpos dudaran si tenían derecho a ese momento. Pero luego, los labios comenzaron a moverse con una cadencia propia, nacida no del instinto sino de la falta: de todo lo que habían perdido y de lo que aún necesitaban probar que seguía ahí. La respiración de ambos llenó el espacio entre ellos, templada, entrecortada, como si el aire que compartían bastara para sostenerlos un segundo más. Y justo cuando ese contacto empezaba a cobrar sentido, algo se quebró en Jinx. Su cuerpo seguía allí, pero su mente se había ido. El temblor en su estómago, esa vibración que recorre la piel antes del vértigo, no nacía de él. Lux apareció en su conciencia como si nunca se hubiera ido. Sin previo aviso, sin permiso. Su imagen se abrió paso con la nitidez con la que irrumpen los recuerdos que no han terminado de doler. Recordó el tacto de sus labios, la forma en que su voz acariciaba más que hablaba, esa risa que no necesitaba explicación. Sus dedos, largos y atentos, enredándose en su pelo celeste. El roce piel con piel, los suspiros que no buscaban aliviarla, solo sostenerla. Y su cabello dorado desparramado sobre la cama como una constelación rota donde ambas se habían dejado caer tantas veces. Cada fragmento de Lux invadía el presente con una claridad feroz, como si su cuerpo se revelara ante la falsedad del ahora. El beso con Ekko se volvió un acto vacío. No había rabia en ella, tampoco culpa. Solo una certeza fría que se filtraba como agua entre los dedos: este beso no era suyo, no le pertenecía. Sintió los labios de Ekko moverse, bajar por su mejilla, por el borde del cuello, buscando una respuesta que ya no estaba ahí. Lo hacía con una ternura que había aprendido para cuidarla, pero que ahora no encontraba dónde anclarse. Entonces Jinx abrió los ojos, lenta, como quien regresa de un lugar que ya no quiere soltar. Su cuerpo se tensó en un solo latido. Con un gesto suave, sin violencia, apoyó las manos en los hombros de Ekko y lo alejó apenas. Lo justo para que pudiera verla a los ojos. Había algo cristalino en su mirada: una franqueza limpia, sin dramatismo, sin explicaciones forzadas. No hablaba desde el rechazo. Hablaba desde una verdad que ya no podía posponer. —No. —Susurró. Su voz no fue un rechazo. Tampoco un gesto de ruptura. Fue algo más sutil y más definitivo: una verdad que no pedía permiso, que se plantaba entre ambos como una línea que no podía cruzarse. No fue un grito, ni una negación tajante. Solo esa tensión que se quiebra en silencio, como una cuerda demasiado estirada que finalmente cede sin hacer ruido. Ekko se detuvo de inmediato. Se quedó en suspenso, como congelado en una imagen que no sabía si debía existir. Sus manos, aún suspendidas, titilaron en el espacio entre ambos, temblorosas, sin saber si avanzar o desaparecer. Sus ojos buscaron los de Jinx, intentando entender lo que ya, en el fondo, sabía. El silencio entre ambos se volvió tan pesado que casi parecía escucharse. Sintió el aire espeso pegado a su piel, algo invisible lo apretaba por dentro. No lograba apartar la mirada. En Jinx había algo que no podía soltar: no solo su historia, sino esa forma suya de sostenerse en el borde, de romperse sin hacer ruido. Sintió que la culpa se deslizaba por sus dedos, como si fuera real, tangible. Bajó lentamente las manos. Lo hizo con el cuidado de quien entiende que, a veces, amar también significa dar espacio. No imponer consuelo, no quedarse cuando el otro necesita respirar solo. Jinx, por su parte, ya no parecía alterada. Su respiración era pareja, su cuerpo firme. Había en ella una quietud extraña, como si acabara de vaciarse por dentro y solo quedara lo necesario. Cuando alzó la vista, no había reproche, ni súplica. Solo una mezcla clara y serena: afecto aún vivo… y la certeza de que eso ya no bastaba. —Ojalá fuera distinto. —Murmuró Jinx, apartando la mirada, con la voz áspera, como si las palabras se le quedaran atrapadas en la garganta. —Pero sí… lo sé. Te quise, En serio... Solo… solo sé que eras eso. Lo que me hacía sentir un poco menos rota, un poco menos sola. Se quedó en silencio un momento, buscando algo dentro de sí que pudiera ordenar lo que sentía. No lo encontró, pero igual siguió. —Necesitaba esto. Tenerlo de frente. Saberlo, decirlo, sentirlo. Saber que ya no está, que lo que hubo ya se fue, y que está bien dejarlo ir. Alzó la mirada con lentitud, como si el peso de esa verdad aún la obligara a confirmar si era real. Entonces acercó la mano al rostro de Ekko, apenas un roce, como si solo quisiera registrar su existencia por última vez. Una caricia suave, sin futuro ni promesas. Solo lo que fue, lo que alguna vez importó. —La mujer que amo está allá afuera. —Dijo, y esta vez su voz no tembló. Sonó rota, sí, pero firme. Como si lo que decía la estuviera cortando por dentro, y aun así no pensara retroceder. —La dejé ir, porque no sabía quién carajos era cuando la tenía cerca. Me daba miedo todo lo que sentía con ella, pero ahora lo sé. Tragó saliva, y le sostuvo la mirada con esa clase de claridad que incomoda, como si por fin se atreviera a decir algo sin esconderse detrás del caos. —Y tú… tú sabes mejor que nadie lo que es esperar. Esperar a alguien que no puede elegirte, aunque quiera hacerlo. Ekko bajó la cabeza. Algo en su interior se soltaba despacio, como si una tensión antigua perdiera fuerza sin hacer ruido. Apretó los labios y respiró hondo, tratando de dar forma al desorden que lo habitaba. Cuando alzó la mirada, la tormenta ya no estaba en sus ojos. Solo quedaba una claridad quieta, sin juicios ni reproches, la clase de comprensión que solo aparece cuando se acepta lo que no puede cambiarse. —Lo entiendo. —Dijo, con una serenidad que no venía del conformismo, sino de ver las cosas por fin sin distorsión—. Tal vez esto era lo que necesitábamos. Saber que ya no tenemos que esperarnos más… en un lugar donde nunca supimos encontrarnos del todo. Guardó silencio unos segundos más, como si las palabras aún resonaran dentro de él, buscando dónde asentarse. Luego se incorporó con lentitud, sin apuro, y se sacudió el polvo de los pantalones con un gesto simple, casi mecánico. Como quien regresa a sí mismo después de cruzar algo que ya no se puede desandar. Entonces se inclinó hacia Jinx y, sin decir nada, le tendió la mano. No era un intento de recuperar el pasado, sino de reconocer lo que aún quedaba entre ellos. Un gesto sencillo, cargado de memoria, que hablaba de seguir adelante sin romper del todo el lazo. No como antes, pero sí de otra forma. Más honesta y libre. Jinx lo miró por unos segundos, como si no supiera si aceptarlo o si se lo merecía. Pero finalmente alargó la mano y se dejó levantar. Se miraron con cariño unos segundos, luego Ekko la abrazo. Ella, con la respiración algo más estable, apoyó lentamente la cabeza en el espacio de su clavícula. Fue un gesto simple, pero en su contexto, se volvió una imagen poderosa: dos heridas antiguas, juntas bajo una ciudad que nunca dejó de dolerles. Con el tiempo, el abrazo empezó a disolverse. No porque se acabara el momento, sino porque ambos entendieron que debía terminar ahí. Jinx fue la primera en separar ligeramente los brazos, y Ekko, percibiéndolo sin palabras, respondió con el mismo cuidado. Se alejaron con lentitud, sin brusquedad, y al mirarse de nuevo, había en sus ojos una mezcla tranquila de afecto y nostalgia. —Lux tiene mucha suerte de tenerte. —Murmuró Ekko, y no fue halago ni consuelo: solo una verdad dicha en voz baja, sin necesidad de respuesta. Jinx sonrió de lado, sin abrir los ojos, como si las palabras le rozaran algo que todavía dolía… pero que ya no quemaba. —La suertuda soy yo. —Murmuró, con una voz que arrastraba cicatrices, risas viejas y una ternura que no sabía cómo sostener. —Porque alguien me miró cuando ni yo podía verme. Me quiso rota, sin disfraz, cuando lo único que quedaba eran pedazos. Fue luz sin pedirme que dejara de ser tormenta… o tal vez aún lo es, si no cerró la puerta del todo. El silencio que se instaló después no fue incómodo ni ajeno. Fue ese tipo de pausa rara en la que por fin todo parece estar en su lugar, aunque solo dure unos segundos. —Y que conste. —Agregó Jinx, de repente, con esa mezcla suya de descaro y ternura. —Esta es la única y última vez que vamos a vivir un momento tan horriblemente tierno como este, así que más te vale grabarlo bien en tu retina. Ekko soltó una risa baja, esa que nace cuando algo duele pero también libera, sin apartar la vista del techo agrietado del túnel. —Créeme que no lo voy a olvidar, pase lo que pase, esté con quien esté. Jinx levantó la cabeza con un gesto lento, ladeó el rostro y lo miró de reojo, arqueando una ceja con esa sonrisa torcida suya que siempre parecía burlarse de todo, incluso de sí misma. —Más te vale. Estas cosas no son muy comunes en mi repertorio. Ekko giró apenas hacia ella, con un tono más íntimo, casi travieso, como quien está a punto de dejar caer una piedra en aguas tranquilas. —Por cierto… estoy saliendo con alguien. Jinx se incorporó un poco, entrecerrando los ojos como si no hubiera escuchado bien. Su expresión oscilaba entre sorpresa genuina y una mueca contenida de incredulidad. —¿Qué dijiste? —No es nada serio. —Aclaró Ekko, encogiéndose de hombros con naturalidad. — Ni siquiera sabía si quería que lo fuera. Solo… no quería seguir sintiéndome solo —¿Desde cuándo? Él bajó la mirada por un segundo, como si pesara su respuesta, y luego la levantó con una media sonrisa cargada de significado. —Desde aquella noche en el tejado. Jinx rodó los ojos con dramatismo y, sin pensarlo dos veces, se dejó caer de espaldas contra la pared húmeda, extendiendo los brazos como si acabara de presenciar la más absurda de las traiciones. Su voz resonó como una mezcla perfecta entre burla y teatro. —¿Y me lo sueltas ahora? ¿Después de que dejé que me besaras? ¡Y con lengua, maldito descarado! —Dijo, arrugando la nariz con un gesto exagerado. —Ugh, ni siquiera quiero pensar qué otras bacterias me compartiste. ¿Te costaba mucho advertirme antes, Firelight? ¿Un simple "oye, estoy saliendo con alguien" no te parecía información relevante? Ekko soltó una sonrisa algo culpable, bajando los hombros con una resignación muda, como si entendiera que cualquier palabra solo complicaría más las cosas. Jinx negó con la cabeza, primero con fastidio, luego con cierta calma resignada, hasta que sus ojos se encontraron y suavizó la mirada. —Vaya, no perdiste el tiempo, ¿eh, enano? Parece que no fui la única que se revolcó en medio del desastre —Dijo, no con rencor, sino con esa ironía filosa que usaba para no quebrarse del todo. Ekko soltó una carcajada breve, sin defensas, con algo de vergüenza y algo de alivio. —No puedes quejarte. —¿Yo quejarme? —Replicó Jinx con una sonrisa torcida, esa que usaba cuando algo le dolía pero no quería mostrarlo. —Nah. Solo me burlo a mi manera, ya sabes. Se quedó callada un segundo, como si lo pensara mejor, y luego añadió con tono más relajado. —Pero bueno… al menos tuviste el privilegio de probar la edición limitada: Jinx versión desastrosa, emocional y ligeramente funcional. No muchos pueden decir lo mismo sin estar en el hospital. Volvió a mirarlo, y por un momento, su expresión perdió todo rastro de burla. La voz le salió más suave, como si cada palabra le costara un poco menos que la anterior. —Y de verdad... espero que seas feliz con ella. —Dijo bajando la mirada, pero sin perder esa media sonrisa que esta vez sí parecía sincera. —Porque si alguien va a llevarse un pedacito de lo que fui, que al menos lo lleve con una sonrisa. El silencio que siguió no pesaba. No era incómodo, era justo lo que hacía falta. Un respiro entre dos caminos que ya sabían hacia dónde no volver. Jinx bajó la mirada un segundo, como calibrando el momento, y luego se sacudió el polvo de la ropa con un gesto exagerado, teatral, casi burlándose del drama que había quedado atrás. Estiró los brazos con esa soltura suya, como si el cuerpo le pidiera moverse antes de sentir demasiado. Le guiñó un ojo a Ekko, y con media sonrisa, soltó: —Bueno, Firelight… el atardecer ya se cuela por las grietas de esta ciudad podrida, y tengo que ir tras una rubia incandescente antes de que me odie un poco más y luego decida que no existí nunca. Dio media vuelta con una sonrisa ladeada, no de burla, sino de despedida, y comenzó a caminar, arrastrando consigo el eco de un teatro antiguo, una escena que se desvanecía antes del telón final. Ekko la observó alejarse dos, tres pasos, y justo antes de que la oscuridad la devorara, su mano se adelantó y atrapó su muñeca con una urgencia que no temblaba, pero sí dolía. Tiró de ella hasta que sus cuerpos volvieron a encontrarse, esta vez sin palabras que sirvieran de escudo. Solo un abrazo que nacía desde lo más antiguo y sincero que aún les quedaba. —Solo prométeme algo… —Murmuró, con la voz baja, como si cada palabra le pesara en los huesos. —No te mueras allá en Noxus. No desaparezcas otra vez sin decir nada. Yo… voy a seguir aquí. Jinx no respondió al instante. Su cuerpo permaneció quieto, atrapado entre el impulso de quedarse y la necesidad de partir. Luego sus brazos subieron, rodeándolo con una precisión que no necesitaba esfuerzo. Cerró los ojos, apoyó la frente contra su cuello y suspiró, dejando que el silencio hablara por ella. —No suelo morirme tan fácil, Ekko. —Susurró, con esa media sonrisa que dolía más por lo honesta que por lo irónica. —Ya me deberían haber enterrado mil veces, y mírame. Aún aquí, de pie, jodida, pero viva. Se separaron con lentitud, mirándose una última vez, sin lágrimas, sin palabras heroicas. Solo verdad. Y luego, con las manos en los bolsillos y el paso liviano, Jinx se internó por los túneles tarareando una melodía desafinada, como si el peso de lo vivido fuera apenas una nota más en su canción rota. Ekko se quedó quieto un instante, observando cómo el tarareo de Jinx se deslizaba por los pasillos hasta desvanecerse por completo. No era una despedida triste, sino algo que simplemente se apagaba en paz. Cuando el sonido ya no estaba, comenzó a caminar. No por necesidad, sino por impulso. Como si moverse fuera la única forma de dejar que el cuerpo acomodara lo que el corazón ya había entendido. Avanzó por los pasillos estrechos y húmedos del subnivel, con los sentidos alerta, escudriñando cada rincón con mirada entrenada. Buscaba rastros de contrabando, marcas noxianas, cualquier indicio de movimiento reciente, pero hasta ahora no había nada. Ni pasos, ni voces. Solo el rumor de máquinas oxidadas y el golpeteo apagado del agua estancada. Pasó bajo una maraña de tuberías corroídas. Revisó esquinas, revisó las viejas marcas de los Firelights en las paredes, buscó patrones alterados, nuevas huellas, símbolos que no recordara. Pero los pasadizos estaban vacíos. Finalmente, se detuvo. Ya no buscaba, no había nada más que pudiera encontrar. Sentía el peso invisible de algo que había quedado atrás, algo que no sabía si podría recuperar. Inspiró profundamente, dejando que el aire espeso de Zaun llenara sus pulmones por última vez antes de darse la vuelta. Debía regresar al refugio. Hablar con Scar, con los Firelights, y después… a Samira. Durante el trayecto de regreso, Ekko repasaba en silencio cada posible forma de disculparse con Scar. Probó mentalmente con "lo siento", luego con "no debí hacerlo", incluso con ese gastado "no eras tú"… pero ninguna frase le sonaba justa. Todo se le deshacía en la boca antes siquiera de tomar forma. A pesar de eso, siguió caminando, como si el simple acto de avanzar pudiera darle valor. Cuando llegó a la compuerta del refugio, levantó la mano y golpeó el metal siguiendo el patrón preciso: dos toques cortos, uno largo, dos más pausados. Una clave que conocía de memoria, repetida tantas veces que ya era reflejo, pero que esa noche sentía distinta, como si algo dentro de ella se hubiera quebrado. La puerta chirrió como siempre al abrirse, y Ekko cruzó el umbral. Lo recibió el ruido de siempre: pasos, risas, voces... aunque esa armonía habitual se quebró apenas puso el pie dentro. Como si el aire se espesara de pronto, las conversaciones comenzaron a diluirse una a una, hasta volverse un murmullo incómodo. Las cabezas se voltearon. Miradas que lo reconocían, pero no sabían bien cómo hacerlo. Algunos bajaron la vista, otros lo observaban con respeto tenso, como si no supieran si aún era uno de ellos. Y al fondo del pasillo, como una piedra en medio del río, estaba Scar. El rostro de Scar seguía maltrecho: el ojo derecho aún inflamado, un vendaje cruzándole la frente como un recordatorio de una pelea que no terminó del todo. Conversaba en voz baja con otro de los muchachos, hasta que un codazo lo sacó de su concentración. Giró lentamente, como si la atmósfera misma lo hubiese llamado. Y entonces sus ojos se cruzaron con los de Ekko. En ese instante, todo pareció detenerse. Ninguno de los dos dijo nada. No hubo gestos, solo una tensión suspendida en el aire, densa como el humo en una fábrica apagada. Dos caminos que habían cargado culpas similares desde extremos distintos, encontrándose por fin en el punto exacto donde todo pesaba igual. Ekko avanzó con lentitud, el sonido de sus pasos era apenas un eco sobre el concreto. Se detuvo a menos de un metro, abrió la boca como quien carga con palabras oxidadas por el silencio. —Yo... —Alcanzó a decir, la voz rasposa, espesa de tanto callar. Pero no hubo oportunidad para más. Scar lo cruzó en dos zancadas y lo envolvió en un abrazo sin previo aviso, sin condiciones, sin necesidad de explicaciones. Lo estrechó con la urgencia de quien teme que algo se vuelva humo si no lo sostiene con todo el cuerpo. Como si pudiera, con ese gesto, limpiar la memoria de todo lo que dolió y dejar solo lo que todavía puede crecer. Ekko se quedó paralizado al principio, como si no supiera si merecía ese calor. Pero luego sus brazos lo rodearon con igual fuerza, y en medio del silencio compartido, una lágrima descendió sin pedir permiso. —Siempre vas a ser mi hermano, Ekko. —Murmuró Scar, la voz firme, aunque su cuerpo temblara un poco. —Y tú el mío. —Respondió Ekko, con una quebradura que no venía de la garganta, sino del alma. Entonces, como si ese abrazo hubiera sido un conjuro, el refugio volvió a respirar. Las voces reaparecieron, las risas regresaron tímidas, los pasos cobraron ritmo. Por un instante, el lugar pareció recordar que aún podía latir. Horas después, Ekko yacía en su cama, recostado de lado, con los ojos cerrados y el cuerpo aun vibrando con la resaca emocional de todo lo vivido. No dormía, pero tampoco pensaba con claridad; simplemente se permitía sentir el raro privilegio de una pausa, como si el mundo, por una vez, le concediera tregua. La puerta metálica se deslizó con un leve zumbido y un chirrido fugaz, rompiendo el silencio apenas por un instante. Fue la voz de Samira la que realmente quebró el aire, con esa mezcla de ironía y cuidado que solo ella podía conjurar: —Te dejé entero… y ahora luces como si hubieras perdido una pelea contra un tren. —Su voz tenía ese filo burlón de siempre, pero sus ojos recorrieron cada herida como si contaran algo más que golpes. Ekko abrió los ojos sin apuro, aún tumbado, y la contempló desde su rincón. La piel marcada de su rostro se curvó en una sonrisa tenue, resignada pero tranquila. —Fue uno de esos días que arrancan mal y terminan... distintos. No diré bien, pero sí… necesario. Samira avanzó sin prisa y se dejó caer al borde de la cama, cruzando una pierna con la naturalidad casi regia que la envolvía incluso en las madrugadas más grises. —El mío tampoco fue un paseo. —Dijo, sin buscar su mirada. —Subidas, bajadas, curvas que no avisan. Ya sabes, lo de siempre. —Nunca compartes los detalles. —Respondió Ekko, incorporándose con el apoyo de un codo. —Cuando desapareces, pareciera que cruzaras portales a otra vida. —Porque lo hago, y porque no siempre hay palabras. Hay cosas que necesitan silencio para seguir existiendo. —Susurró ella, ladeando apenas una sonrisa sin mostrar dientes. —Hoy solo quiero cenar algo decente, perderme en una almohada y fingir que mañana no existe. Se puso de pie con un giro ágil, ya enfilando hacia la salida, cuando Ekko, movido por algo más fuerte que la razón, se levantó y la rodeó con ambos brazos desde atrás, apoyando la frente en su nuca. —No te vayas todavía. Quédate un poco más. El hambre sabrá esperar su turno. Samira no se movió al principio. Se quedó suspendida en el gesto, como si el aire se hubiera espesado. Luego giró lentamente el rostro, sin perder esa chispa inquisitiva que le cruzaba los ojos. —No es tu estilo decir cosas así. ¿Qué pasó contigo, Ekko? ¿La tormenta arrastró la coraza y dejó al chico blando al descubierto? Él no respondió. Se acercó en silencio, con una cadencia que no tenía prisa. Sus labios rozaron la piel bajo su oreja y descendieron por su cuello, como si cada milímetro de ella mereciera ser leído antes de responder. Samira se volteó, despacio, como si no quisiera romper la fragilidad del momento. Le sostuvo el rostro con ambas manos, lo observó como si buscara una grieta entre sus palabras no dichas. —¿Qué sucede, Ekko? —No quiero seguir esperando —Dijo con una voz baja pero firme, como si esas palabras fueran un ancla que por fin se atrevía a soltar. —El tiempo no perdona... y yo tampoco quiero seguir dejándolo pasar. El beso no irrumpió con urgencia, pero sí con una certeza que no necesitaba anunciarse. Fue un acto íntimo y profundo, más cerca de una promesa que de un impulso. Regresaron a la cama sin palabras, reconociéndose en gestos antiguos, en caricias que hablaban de cicatrices compartidas. Las manos, lejos de buscar dominio o placer inmediato, trazaban líneas de lo que fueron, mientras los labios dibujaban mapas sobre la piel, buscando pertenencia. Cada exhalación parecía contener años de espera comprimida, y cada gemido, un eco de todo lo que no se había dicho a tiempo. Las sábanas, cómplices involuntarias, se arrugaron bajo cuerpos que se reconocían desde el abismo. Ya no había lugar para las máscaras, ni espacio para el orgullo. Sólo el calor sin defensa de dos sobrevivientes, encontrando en el cuerpo ajeno la única verdad que aún les pertenecía. Mientras sus cuerpos seguían entendiéndose en ese idioma hecho de piel y aliento contenido, como si cada roce trazara una sílaba olvidada de una lengua que solo ellos podían hablar, el reloj de Ekko, aquel relicario mudo que se detuvo el día en que todo ardió, emitió una vibración inesperada. No fue un tic-tac ni un intento de regresar al viejo orden, sino una pulsación irregular, obstinada, como si el metal mismo decidiera, por fin, marcar el nacimiento de algo nuevo: no un inicio cualquiera, sino el temblor leve pero real de un futuro posible.
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