ID de la obra: 657

El llamado del sol negro

Mezcla
NC-17
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planificada Mini, escritos 1.064 páginas, 490.148 palabras, 63 capítulos
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Exceso de Cobardes

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Caitlyn caminaba con paso firme por las calles de Piltover, el viento enredándose suave entre los mechones sueltos que escapaban de su coleta alta. Era de mañana, y el sol apenas trepaba por las cúpulas doradas y los balcones floridos, haciendo brillar todo con ese tono de oro joven. Su andar era el mismo de siempre: elegante, decidido, sin pedir permiso a la tierra que pisaba.  Ya no llevaba el parche. Desde las vacaciones en la cabaña, su ojo Hextech brillaba al descubierto, sin vergüenza ni pretextos. El día anterior, durante la reunión, había dudado. Casi se puso el parche. Pero Vi se lo impidió, recordándole que ella era más fuerte que sus cicatrices. Ahora, al caminar por Piltover, algunos se detenían apenas un segundo de más, atrapados entre la curiosidad y el respeto. Otros, sencillamente, no se atrevían a mirar. Pero a Caitlyn ya no le importaba. Lo que una vez sintió como una pieza ajena incrustada en su piel, se había fundido con ella. Ya era parte de su identidad. Un fragmento visible de todo lo que había resistido y un recordatorio de que la muerte vino, se plantó frente a ella... y no retrocedió. La enfrentó y gritó más fuerte. Pasó junto a un grupo de niños que jugaban entre los escombros de una fuente rota. Uno, de unos siete años, con las mejillas tiznadas de hollín y una ramita enredada en el cabello como si fuera una corona improvisada, la señaló con el dedo. —¡Es ella! ¡La que salvó Piltover! El resto se giró de inmediato. Uno de los más pequeños, con una camiseta que le llegaba a las rodillas y los ojos redondos de asombro, salió disparado hacia ella, tropezando con sus propios pasos. —¿Usted... fue la que nos ayudó a ganar contra los de Noxus? —Preguntó, sin aliento, con la voz temblando entre la fascinación y el asombro. Caitlyn inclinó apenas el rostro, y una media sonrisa, discreta pero sincera, curvó sus labios. Se agachó despacio hasta quedar a su altura, el abrigo ondulando detrás de ella con la elegancia de una sombra bien ganada. —Nadie gana de verdad en una guerra, pequeño. —Murmuró, con la voz suave pero firme. Otro niño, más serio, dio un paso adelante. —¿Y es cierto que perdió un ojo? Yo le veo los dos. Caitlyn llevó un dedo al ojo hextech de su rostro, latía con una luz azul tranquila como si respirara. —Perdí uno, sí. Pero gané este. Hubo risitas. Un par de ellos se taparon la boca como si acabaran de escuchar algo prohibido y maravilloso. —Mi mamá dice que la guerra fue terrible... y que sin usted, la ciudad habría caído. Caitlyn se irguió con lentitud. Su mirada se suavizó, aunque sus ojos aún cargaban el peso de verdades que esos niños no estaban listos para conocer. —Fue terrible. —Admitió. —Pero la victoria no fue mía. Fue de la gente común: médicos, mecánicos, mensajeros... padres y madres que no se rindieron. Ellos sostuvieron la ciudad cuando todo parecía perdido. Puede que algunos vivan bajo los mismos techos que ustedes. Un niño alzó la mano, emocionado. —¡Mi papá estuvo en la muralla sur! Dice que todavía le duele el hombro. Caitlyn se acercó y le apoyó una mano en el hombro con ternura. —Entonces tu papá es un héroe. No lo olvides: no todos los héroes empuñan armas. A veces, basta con mantenerse de pie cuando todo lo demás cae. Bajó un poco la voz, como si solo él debiera oírla. —Lo que yo hice fue solo una parte, una muy pequeña. Fueron personas como tu papá quienes evitaron que Piltover cayera. Si esta ciudad sigue en pie, es por ellos. Yo solo estuve allí para atestiguarlo. Les dedicó una última mirada, mezcla de respeto y afecto, y siguió su camino. Dejó atrás las risas y el murmullo de admiración infantil, cruzando la calle con la cabeza en alto rumbo al cuartel de ejecutores. Allí la esperaban cargas más pesadas que las palabras de un niño, pero también la clase de esperanza que solo nace de la convicción. Al cruzar el umbral del cuartel, el murmullo de la ciudad quedó atrás. Caitlyn apenas dio dos pasos antes de detenerse en seco, los ojos muy abiertos, atrapada en una sorpresa que no pudo ocultar. —¿Qué es esto...? —Murmuró, más para sí misma que para alguien más. Frente a ella se extendía un largo pasillo, flanqueado por dos hileras perfectas de ejecutores formados. Decenas de hombres y mujeres en uniforme, firmes, erguidos, con el pecho inflado no de orgullo, sino de lealtad silenciosa. Entre ellos, una figura destacaba: Lynn. Tenía la mandíbula tensa, pero en los ojos brillaba una devoción muda. Su sola presencia, justo al centro de la formación, le provocó a Caitlyn un nudo inesperado en la garganta. Al fondo, Steb la esperaba con las manos cruzadas tras la espalda. A su lado, Nora, con el cabello recogido y una expresión contenida, mezcla de respeto y algo muy cercano al orgullo. Caitlyn dio el primer paso. El eco de sus botas sobre el mármol se extendió como un latido solemne. Entonces comenzó el gesto: a cada lado, los ejecutores junto a los que pasaba alzaban la pierna derecha y la estampaban contra el suelo en un golpe seco, casi ceremonial, al tiempo que llevaban el puño al corazón con una fuerza que hacía retumbar las paredes. No era un gesto simbólico, era más bien un juramento sin palabras. Uno tras otro. Como un tambor marcando el pulso de una ciudad que aún respiraba.  Sostuvo la mirada al frente, erguida y firme. Aquel saludo no iba dirigido a la comandante, ni a la francotiradora, ni a la mujer que había llevado un parche en el rostro. Era para quien había atravesado la oscuridad y regresado, para la que no se quebró y eligió volver. Cuando alcanzó el final del pasillo y se encontró frente a Steb, lo vio parpadear con fuerza, luchando por contener una emoción que se filtraba a través de la rigidez de su postura. A su lado, Nora dio un paso al frente con una carpeta en las manos. Se aclaró la voz y comenzó a leer. —En representación de los tenientes, soldados y vigilantes del Cuartel de Ejecutores, y con el respaldo formal de los concejales Adele Vickers, Shoola, Sevika, Lady Enora, barón Delacroix y Lord Gerold. —Proclamó Nora con tono firme y solemne. —Se extiende el más alto reconocimiento y la bienvenida oficial a la comandante Caitlyn Kiramman por su reincorporación al mando activo. Hizo una breve pausa antes de continuar, con la voz proyectada: —Por su liderazgo en tiempos de crisis, por su entrega inquebrantable al servicio de esta ciudad, y por haber arriesgado su vida para proteger la integridad de Piltover, se le reconoce como figura clave en la defensa y supervivencia de la Nación. El silencio adquirió la densidad de una ceremonia marcial. Con un gesto contenido, Nora cerró la carpeta. Steb dio un paso al frente. El eco de sus botas sobre el mármol sonó como el tictac preciso de un reloj. De un estuche de terciopelo azul extrajo una medalla de plata, finamente grabada con el emblema de Piltover. La sostuvo unos segundos a la vista de todos, luego la colocó con sobre el pecho de Caitlyn. —Por conducta ejemplar, honor inquebrantable y valor demostrado en defensa de la ciudad de Piltover. —Declaró, con voz clara y ceremoniosa. —Y por haber regresado cuando otros habrían elegido la distancia. Sin romper el ritmo, desabrochó la insignia de comandante que había portado como reemplazo interino y la colocó sobre la chaqueta de Caitlyn, con un gesto cargado de respeto. —Bienvenida al mando, comandante Kiramman. —Dijo finalmente, esta vez con una sonrisa que suavizó la solemnidad del acto. En cuanto la insignia tocó la tela, los presentes rompieron el silencio con un aplauso seco, firme, perfectamente sincronizado. Un gesto de honor y pertenencia. Caitlyn se quedó inmóvil. La medalla sobre su pecho pesaba más de lo que aparentaba, no por el metal, sino por lo que simbolizaba. Nunca se había sentido cómoda con títulos o gestos de heroísmo. Pero al mirar los rostros que la rodeaban, la rectitud en sus posturas, la admiración contenida en sus ojos... sintió algo distinto. Era orgullo por pertenecer, a ellos, a esa causa, a ese lugar. Giró ligeramente hacia Steb, alzando una ceja con disimulado humor. —¿Fue idea tuya? Steb sostuvo su mirada, aún con esa media sonrisa de quien no necesita responderlo todo. —Si lo desea, comandante, podemos pasar a su despacho. Hay asuntos del cuartel que requieren su atención. Antes de que diera el siguiente paso, Nora se acercó, dejando atrás el protocolo con una naturalidad que solo ella podía permitirse. —Es un gusto tenerla de vuelta, comandante. Ya se le extrañaba por aquí. Lo que necesite, café, comida, una excusa para evitar reuniones, solo pídalo. Caitlyn esbozó una sonrisa leve, apenas curvando los labios. —Gracias, Nora. Pero jamás abusaría de tu trabajo de esa forma. —Igual lo haré. —Replicó ella con un guiño. —Así que más vale que lo acepte con dignidad, comandante. Caitlyn la sostuvo la mirada un segundo más. Había algo diferente en Nora. Algo que su nuevo ojo percibió como una leve vibración fuera de lugar. No era una imagen ni una lógica precisa, sino una disonancia sutil en la armonía de lo humano. Parpadeó una vez, como si ese gesto pudiera disolver la inquietud que le rozaba los pensamientos. En su rostro no se reflejó el desconcierto, pero quedó suspendido como un eco en la parte más callada de su mente. Lo dejó ir y le ofreció a Nora una sonrisa medida, elegante, casi ensayada. Entonces, dio un paso al frente, se irguió con naturalidad y su voz rompió el silencio con la autoridad de quien ha recuperado su centro: —¡Ejecutores! Rompan formación. Vuelvan a sus labores. —¡Señor, sí, señor! —Corearon varias voces al unísono. El pasillo comenzó a dispersarse con disciplina, como un resorte liberado con orden, mientras los ejecutores retomaban sus estaciones. Steb abrió la puerta del despacho principal y esperó a que Caitlyn cruzara primero. Ella lo hizo con paso sereno, aunque con el pecho un poco más liviano por haber vuelto a un lugar que, pese a todo, seguía llamándolo hogar. Dentro, la penumbra reinaba. La luz entraba sesgada por las persianas, recortando el espacio en franjas suaves. Caitlyn se detuvo apenas cruzar el umbral. Todo estaba igual. El abrigo en la percha de hierro forjado, la repisa con sus libros, la vieja taza de metal donde dejaba los lápices, incluso el calendario aun marcando la última semana antes del enfrentamiento con Jhin. Como si el tiempo hubiera contenido la respiración a la espera de su regreso. Solo los papeles habían cambiado. La torre de informes sobre el escritorio no era suya, pero todo estaba en perfecto orden: sellos correctos, estructuras limpias, jerarquías precisas. Steb no solo había sostenido el lugar, lo había hecho avanzar. Caitlyn se acercó con pasos lentos. Pasó la mano por el borde del escritorio. La madera crujió, suave, como si la reconociera. Se sentó. El respaldo de cuero la recibió como un viejo aliado. Cerró los ojos un instante. —Gracias. —Dijo, sin mirar a Steb. Él asintió en silencio, los brazos cruzados, expresión sobria, pero con los ojos cargados de una quietud cálida. El despacho estaba en calma. Como si, por fin, el caos del mundo hubiese quedado del otro lado de la puerta. Ella estaba de vuelta. —Entonces cuéntame. —Dijo Caitlyn, girando ligeramente la silla hacia Steb. —¿qué ha sido del cuartel en mi ausencia? Steb respiró hondo antes de acercarse al escritorio. Se apoyó de lado, los brazos cruzados, con el gesto de quien tiene el informe ya ordenado en la cabeza. —Nada fuera de control. Rondas reasignadas, ajustes en los turnos nocturnos, y algunas revisiones menores a los protocolos tras el último informe de seguridad. —Enumeró con tono metódico. —Lo habitual. Aunque, como sabe, los asuntos verdaderamente delicados giran siempre en torno al consejo. Y en eso... usted ya tiene más información que yo. —Me lo imaginaba. —Asintió Caitlyn, dejando que su mirada recorriera el escritorio impoluto. —Por cierto. —Añadió Steb, con una mueca apenas contenida. —El Consejo ya fue notificado sobre la audiencia de esta tarde. Todo está en regla. —Perfecto. Gracias. —Y en el cajón derecho encontrará una montaña de papeleo que intenté organizar. Formularios, solicitudes, reportes... Lo detestable de siempre, si me permite el adjetivo. Ser comandante debería incluir inmunidad diplomática contra la burocracia. Caitlyn soltó una breve risa genuina mientras se inclinaba a abrir el cajón. —Así es la gloria del mando, Steb. No todo es dar órdenes con voz grave y disparar con estilo. Él sonrió, y por un instante dejó caer la formalidad. —Solo le pediré una cosa, comandante: no vuelva a irse. Ambos rieron. Cuando Steb ya se encaminaba a la puerta, Caitlyn lo detuvo con la mirada. —Una cosa más. ¿Está listo el informe con los nombres que comienzan con "R" y apellido "G"? Piltover, en principio... aunque me interesa especialmente cualquier rastro de Zaun. Steb se giró, asintiendo con una seriedad más densa. —Aún estamos revisando los archivos de la ciudad. Lo de Piltover va avanzado, pero lo de Zaun es más difícil. Registros incompletos, identidades falsas... ya sabe. Sin embargo, creo que para esta tarde podré tenerle algo concreto. —Bien. Mantenme al tanto. —Dijo Caitlyn, con el tono de quien ya dibuja conexiones en su mente. Steb hizo un leve gesto con la cabeza, y antes de salir, añadió en voz baja: —Cuide su espalda. A veces, los consejeros son más traicioneros que una bala. Caitlyn entrecerró los ojos, con una sonrisa apenas curvada, de esas que anuncian que el juego ha comenzado. —No te preocupes. Esta tarde... sabrán con quién están tratando. La puerta se cerró con un leve clic tras la salida de Steb, y el silencio volvió a ocupar cada rincón del despacho. Caitlyn no se movió. Seguía en la silla, el cuerpo inclinado hacia adelante, el codo apoyado sobre la mesa y los dedos recorriendo lentamente su sien. Desde que se sentó, el tiempo se había deslizado sin pausa. Leyó informes, subrayó líneas, firmó autorizaciones, selló documentos. Cambió de pluma cuando la primera se agotó, y suspiró más veces de las que pudo contar. A veces, solo el cambio de ángulo en los rayos del sol sobre el escritorio le recordaba que el día avanzaba. Una taza de café, olvidada a medio tomar, descansaba junto a un memo sobre distribución de raciones en la zona baja. Durante horas, el único sonido que la acompañó fue el leve crujir de las hojas al voltearlas. Era su primer día de regreso, pero el trabajo no se había contenido para esperarla. El papeleo no era solo rutina; era estructura, y también, en cierta forma, castigo. Una forma de reconstruirse a través del deber. Se estiró hacia atrás. El cuero de la silla crujió bajo su espalda y sus músculos protestaron con un dolor sordo. Cerró los ojos un instante, solo para abrirlos enseguida, y giró la cabeza hacia la puerta lateral, la que conducía al pequeño baño privado. Y entonces, sin querer, llegó el recuerdo. La primera vez... o al menos, la primera vez para esa Vi que no recordaba quién era, había ocurrido allí. Bajo el agua caliente, entre el miedo y el deseo. La habitación se transformó en vapor, piel y susurros. Caitlyn revivió el temblor de sus propias manos al recorrer la espalda tatuada de Vi, los labios que apenas se reconocían, el latido desbocado de un corazón que no sabía si estaba cayendo... o salvándose. El recuerdo ardía con la delicadeza de un incendio lento: el azulejo frío contra su espalda, las gotas deslizándose entre sus cuerpos como si el mundo entero se derritiera con ellas. Fue confuso. Intenso. Irrefrenablemente humano. Un acto instintivo y tierno en medio del caos. Como si el deseo, en aquel entonces, hubiera sido el único idioma que aún compartían. Sintió el calor subirle por el cuello hasta colorearle el rostro. Pero no apartó la mirada. La mantuvo fija en la puerta, con una sonrisa leve, culpable, y los ojos brillando con algo más que memoria. Y fue entonces cuando otro recuerdo, más reciente, se coló entre los pliegues de su pensamiento: Vi, arrodillada, la voz temblorosa, los ojos encendidos de esperanza al pedirle matrimonio. Era una propuesta de familia, de futuro, de seguir construyéndose juntas. Amor en su forma más pura y desarmada. Caitlyn sonrió, ahora con ternura, sintiendo cómo ese deseo había echado raíces. Ya no eran las mismas de aquel baño cubierto de vapor e incertidumbre. Eran mujeres nuevas. Más fuertes. Más ciertas. Más vivas. —Cuánto hemos cambiado... —Susurró, dejando escapar un suspiro que se deshizo entre sus labios. Giró la vista hacia la ventana. La ciudad seguía viva allá afuera, respirando bajo el sol que empezaba a trepar por encima de los tejados. Entre papeles, medallas y juegos de poder, lo único que realmente deseaba era que terminara la jornada. Para volver a ella, a Vi, a la cita que había planificado. Se enderezó lentamente, sacudiendo el peso del letargo. Se pasó las manos por el rostro, soltó un resoplido leve y se puso de pie, estirando los brazos por encima de la cabeza como un felino que vuelve a sentir su cuerpo antes de la caza. —Es hora de comer. —Murmuró, cruzando la oficina con un paso más liviano. Como quien, al menos por un rato, empieza a dejar atrás el deber... para reencontrarse con lo que lo mantiene humano. El casino de los ejecutores estaba lleno de vida. Voces, platos, tenedores entrechocando y risas que estallaban como chispas en medio del bullicio. Varias mesas estaban ocupadas por grupos uniformados, algunos relajados tras el turno, otros hojeando reportes o conversando sobre trivialidades entre sorbos de café. Apenas cruzó la entrada, Caitlyn se detuvo por un instante con la bandeja entre las manos. Su mirada recorrió el lugar con precisión. No necesitaba pensar en el ojo Hextech; era parte de ella, como una extensión de su percepción. Lo que antes eran impresiones, ahora eran certezas silenciosas que se grababan sin esfuerzo en su mente. Mientras avanzaba entre las mesas, cada rostro le hablaba. Algunos ejecutores proyectaban una apatía sutil, no evidente a simple vista, pero palpable como una bruma interna: una falta de propósito, de dirección. Otros desprendían algo más oscuro. Una energía densa, torcida. Aquellos que parecían disfrutar del poder mal entendido, de aplicar la fuerza más allá del deber, especialmente contra zaunitas. No lo decían, pero ella lo veía, lo sentía. Y luego estaban ellos. Los otros. Los que brillaban sin hacerlo evidente. Hombres y mujeres, desde reclutas hasta tenientes, que llevaban en la espalda algo más que un uniforme: convicción. Justicia. Integridad. Hechos del mismo material que ella. Caitlyn memorizó rostros y posturas con la eficiencia de quien no olvida. Sabía que si algo debía cambiar en el cuartel, no empezaba con discursos, sino con personas. Y ahora, gracias al ojo que en un momento maldijo, podía ver con claridad por dónde empezar. Cerca de una ventana, reconoció a Lynn y Daemon compartiendo mesa. Conversaban con calma, entre risas discretas. Lynn sonreía con los labios apenas curvados, pero los ojos le brillaban. Daemon se inclinaba hacia ella con la confianza que solo comparten quienes han sobrevivido juntos al filo de la batalla. Caitlyn se acercó con su bandeja. El aroma de la sopa caliente y del pan recién horneado le recordó cuántas horas llevaba sin comer. Se detuvo junto a la mesa y, con una cortesía que no disolvía la firmeza natural de su tono, preguntó: —¿Puedo acompañarlos? Daemon asintió de inmediato, con una sonrisa abierta. —Por supuesto, comandante. Será un honor. Lynn también asintió, aunque con un movimiento más contenido, casi mecánico. Había cierta rigidez en su postura, como si aún cargara aquella conversación breve e incómoda que compartió con Caitlyn en la mansión Kiramman. Las palabras ya no dolían, pero la tensión persistía, suspendida como una sombra delgada entre ambas. A fin de cuentas, era la pareja de Sarah Fortune. Y eso, aunque no se dijera en voz alta, no se olvidaba solo por compartir mesa. Caitlyn se sentó con elegancia, depositó la bandeja y recorrió el entorno con una mirada breve, casi automática. Su percepción se filtraba sin esfuerzo a través de los gestos cotidianos y los silencios sutiles. Daemon hablaba con ligereza, salpicando la conversación con bromas y gestos amplios, pero detrás de su tono afable Caitlyn captaba otra cosa. Una sombra discreta, similar a la que había sentido en otros. No era maldad, sino una disposición peligrosa: la comodidad con la violencia. La clase de ejecutor que se adapta demasiado bien cuando las reglas se desdibujan. Lo registró en su mente sin dramatismo. No era el tipo de hombre que quería en su institución. Sería uno de los primeros en salir. En cambio, al mirar a Lynn, la impresión era distinta. Su rostro seguía siendo el mismo que el de aquella primera confrontación, orgulloso, reservado, levemente distante, pero algo había cambiado. Lo que ahora percibía era una rectitud silenciosa, una lealtad auténtica, sin necesidad de exhibirse. Una buena persona, irónicamente, justo lo que buscaba y todo lo contrario a lo que había imaginado. Decidió no dejar que sus percepciones interfirieran con el momento. La charla derivó en lo banal: el clima, los ajustes recientes en el reglamento, alguna anécdota absurda sobre un novato en patrulla. Hubo sonrisas. Incluso a Caitlyn se le escapó una risa breve, involuntaria, que rompió la tensión sin que nadie la forzara. Pasados unos minutos, Daemon consultó la hora y soltó un suspiro resignado. —Hora de volver. Patrulla en cinco minutos. —Dijo, poniéndose de pie mientras se ajustaba el cinturón. Lynn empezó a moverse también, pero Caitlyn levantó una mano en un gesto suave. —¿Te molestaría quedarte un rato más? Lynn dudó apenas un instante, lo justo para que el gesto no pasara desapercibido. Luego se volvió a sentar con calma, con una ceja ligeramente arqueada, pero sin rastro de incomodidad. —Claro, comandante. Lo que necesite. —¿Puedo preguntarte algo? —Dijo Caitlyn, bajando un poco la voz, como quien no quiere invadir, solo entender. —¿Cómo conociste a Sarah Fortune? Lynn parpadeó. La sonrisa se le congeló por un segundo, y sus hombros se tensaron apenas, lo suficiente para que Caitlyn lo notara. Era un cambio sutil, pero significativo. —No lo digo por lo personal. —Aclaró Caitlyn enseguida, con un tono más suave. —Es simple curiosidad, intriga. Es solo que nunca imaginé a alguien como Sarah interesada en alguien del lado de la ley. Lynn soltó una risa corta, más seca que divertida. —Yo tampoco, la verdad. Fue durante la misión del Ancla Roja. El mismo día que la emboscaron a la comandante... a usted. Sarah había descubierto un barco con mercancía ilegal y pidió ayuda directamente a Steb. Nos mandaron a Daemon y a mí para acompañarla. Hizo una breve pausa. Su tono cambió sutilmente, era más denso. —Al principio parecía una operación sencilla. Pero cuando llegamos al barco, estaba vacío. Ni tripulación, ni cargamento, ni una sola señal de actividad. Sarah estaba convencida de que ahí debía estar el cuerpo del capitán. Pero no había sangre, ni arrastre, ni un maldito zapato olvidado. Nada. Era como si todo se hubiese desvanecido. Calló un segundo más. Caitlyn no interrumpió. —Después de eso... empezó lo otro. Lo del coqueteo. No fue algo planeado. Solo pasó con el tiempo. Sarah no intentó convencerme. Simplemente me mostró otra forma de ver las cosas. Y sin darme cuenta, me quedé más de lo necesario. Caitlyn escuchaba con atención, sin juicios. Cada palabra trazaba una imagen distinta de Sarah, más compleja de lo que había permitido aceptar. La pirata, que antes solo era una amenaza, comenzaba a tomar forma bajo otra luz. No por lo que decía Lynn, sino por cómo lo decía. —Te entiendo más de lo que crees. —Dijo Caitlyn, moviendo con lentitud el tenedor en su plato ya frío. —Mi relación con Sarah también fue complicada. Mucha tensión, choques... Y, para serte franca, durante un tiempo fue prácticamente la ex de Vi. Mi prometida. Lynn alzó la vista, sin sorpresa, pero con una atención que se sintió distinta. —Lo sé. Conozco a Vi, y también sé lo que hubo entre ellas. Caitlyn asintió, con una sonrisa tenue, apagada. —Nuestra relación tuvo de todo. A veces parecía que nos odiábamos, otras veces, casi amigas. A ratos... aliadas que sabían demasiado la una de la otra. Pero no te dejes llevar por las apariencias. Somos dos mujeres de carácter fuerte. No siempre empujábamos hacia el mismo lado, pero sí, creo que en el fondo, nos respetamos. Incluso nos estimamos. Lynn dejó el tenedor sobre la bandeja, ladeando ligeramente la cabeza. —Y aun así, la nombraste almirante de las fuerzas navales. —Exacto. —Dijo Caitlyn, alzando las cejas, como si respondiera a una pregunta que apenas se había formulado. —Confío en ella. Sé que no me fallaría, aunque probablemente sea porque su ego no se lo permitiría. Ambas rieron, una risa breve, honesta, sin tensión, como si algo hubiera cedido en el aire. Caitlyn bajó la mirada un instante. —Lamento cómo te traté antes, Lynn. —Gracias por decirlo, comandante. —Respondió sin solemnidad, con naturalidad. —Y... si me permite, usted es una excelente comandante. Hay más de uno que lo piensa. Yo incluida. Caitlyn no respondió de inmediato. Dejó que las palabras se asentaran y luego asintió. Lynn se levantó, acomodando el cinturón con un gesto automático. —Con permiso Comandante, me toca patrullar. Será mejor que me mueva antes de que Daemon empiece a quejarse. —Está bien. —Respondió Caitlyn, con una sonrisa leve, aunque su voz recuperó la firmeza de quien ya ha vuelto al rol. —Siga así, ejecutora. Lo está haciendo muy bien. Lynn se marchó con paso seguro, pero en su rostro quedaba una expresión difícil de fingir: el orgullo sereno de quien ha recibido justo las palabras que necesitaba. Caitlyn siguió a Lynn con la mirada durante unos segundos más. Terminó de comer sin apuro, dejó la bandeja en la zona de recolección y se incorporó. El bullicio del casino fue quedando atrás mientras caminaba por los pasillos del cuartel. Las botas resonaban sobre el mármol encerado con un ritmo constante, sin apuro pero sin pausa. La luz de la tarde entraba por las ventanas altas, cortando los corredores en franjas doradas que parecían dividir el tiempo en fragmentos. Al llegar a su despacho, abrió la puerta y cruzó el umbral. Tomó su libreta de tapas desgastadas, la chaqueta de servicio y un pequeño estuche. Por último, seleccionó dos informes marcados con cinta roja: uno con los antecedentes actualizados del penal y otro con notas confidenciales sobre movimientos recientes del Consejo. Ajustó las hombreras con un tirón firme y alisó el frente de su chaqueta con una pasada rápida. Luego se detuvo frente al espejo, no para verse, sino para anclar la idea con la que había amanecido ese día. El reflejo no le devolvía dudas. Solo una certeza simple, compacta, sin adornos. —Hora de ir a Stillwater. —Murmuró. Al salir del despacho, se cruzó con Nora en el pasillo. Su expresión era la misma de siempre: amable, eficiente, con una energía que rara vez se quebraba. —Nora. —Dijo Caitlyn mientras se acomodaba el cuello de la chaqueta. —Si llega algo urgente, pásalo a Steb. Tengo que atender un asunto. Luego me reuniré con el Consejo. —Entendido, comandante. —Respondió Nora con naturalidad, sin perder la sonrisa ni por un segundo. Caitlyn asintió y siguió avanzando, pero el encuentro dejó una punzada que no supo ubicar del todo. No era desconfianza, ni molestia. Era una sensación molesta que no coincidía con lo que Nora proyectaba. El ojo Hextech no detectaba amenaza, pero sí una disonancia, un cruce de señales que su mente no podía clasificar con certeza. Esta vez no lo ignoró. Lo registró. Algo no encajaba, y había aprendido que las pequeñas incomodidades suelen esconder las verdades más importantes. Con la mente enfocada y el paso firme, salió por la entrada principal del cuartel y se dirigió al muelle. Allí la esperaba un bote de patrulla, ya con los motores encendidos. Durante el trayecto, el viento marino le desordenaba los pensamientos tanto como el cabello. A lo lejos, Stillwater se recortaba en el horizonte como una mancha oscura sobre el mar. Las nubes parecían más densas en ese tramo del cielo. No porque lo supieran, sino porque el peso de lo que allí se encerraba parecía alzar muros incluso en la atmósfera. Caitlyn permanecía de pie sobre la cubierta, una mano firme en la baranda. El casco del bote cortaba el agua con un zumbido grave, constante, y a medida que se acercaban, el entorno se volvía más espeso. Más frío. Las murallas húmedas del penal emergían ante ella: grises, altas, sin ventanas. Las mismas de siempre. Pero esta vez no iba como visitante. Iba como comandante. Con su ojo, ahora podía distinguir lo que antes se ocultaba: quién merecía estar tras esas rejas y quién no. También podía identificar a los oficiales que se habían desviado del deber. Sabía que algunos habían cruzado límites impensables. Vi lo había vivido en carne propia, y nadie hizo nada. El recuerdo de sus palabras aún le ardía. Hoy no iba solo a liberar inocentes. Iba a arrancar de raíz a quienes convirtieron ese lugar en una herida. El bote se detuvo con un golpe seco contra el muelle. Caitlyn no esperó y bajó con paso firme. Había postergado esa visita demasiado tiempo. Ya no más. El alcaide la recibió en su oficina. Las paredes eran de piedra agrietada, recargadas de placas colgadas como si alguien necesitara recordarse constantemente su autoridad. Su voz seguía igual de engolada, su sonrisa igual de falsa, los dedos cargados de anillos sin valor. El uniforme seguía perfectamente abotonado, diseñado para simular orden. Nada había cambiado. Pero el olor moral de aquel lugar era incluso más evidente que antes. Caitlyn lo observó sin hablar. El ojo Hextech ya le decía todo lo que necesitaba: arrogancia, rigidez, abuso disfrazado de norma. No se apresuraría a mostrar sus cartas, no todavía. —Comandante Kiramman. —Dijo el alcaide, extendiendo la mano con una cortesía rígida. —Qué sorpresa... no fui informado de su llegada. —No debía ser informado. —Respondió Caitlyn, estrechándole la mano apenas por protocolo. —Fue una decisión tomada en la última sesión del Consejo. Están considerando asignar fondos para la ampliación del penal y la mejora de recursos para el personal. Me enviaron a realizar una inspección. Informe preliminar. Solo observación, por ahora. El alcaide asintió, y aunque su sonrisa intentaba parecer servicial, el brillo en sus ojos delataba el cálculo. —Entiendo. Será un placer mostrarle el trabajo que realizamos. Estoy seguro de que encontrará... lo que necesita. Caitlyn no respondió. La cortesía bastaba. El resto se escribiría en otro lenguaje. Durante el recorrido, observó en silencio. Las celdas estaban saturadas, húmedas, mal ventiladas. En los pasillos flotaba un olor rancio, mezcla de metal, encierro y desconfianza. Casi todos los rostros tras los barrotes compartían un mismo origen: Zaun. La proporción era abrumadora. Noventa, quizá noventa y cinco por ciento. Y de esos, más de la mitad no deberían estar allí. El ojo Hextech no identificaba intenciones hostiles. No había odio, no había peligro. Solo cansancio, resignación, vidas detenidas sin causa legítima. Los oficiales eran otro asunto. La mayoría desprendía una energía seca, torcida. La autoridad se les había adherido a la piel de la peor forma: no como deber, sino como privilegio. Algunos disfrutaban de lo que hacían. Caitlyn podía verlo con una claridad insoportable. No gritaban, ni golpeaban frente a ella, pero no hacía falta para saber que lo hacían. No interrumpió. Asintió donde debía, emitió juicios neutros cuando era prudente. Pero cada gesto que registraba, cada rostro, cada silencio mal escondido, era un dato más en su archivo mental. Stillwater no necesitaba reformas, necesitaba cirugía. El recorrido los llevó a una sección más antigua del penal, con muros agrietados y numeraciones oxidadas. De pronto, Caitlyn se detuvo. La celda 516. No preguntó, ni miró al alcaide. Sus pasos la habían llevado allí por cuenta propia. El número tenía un peso que el mármol no podía disimular. Se acercó al marco con lentitud, como si el aire le pesara. —Abra esta celda. —Ordenó. El alcaide la miró, desconcertado, pero no discutió. Sacó un manojo de llaves, eligió una que rechinaba al girar, y el cerrojo cedió con un chasquido metálico. La puerta se abrió despacio, dejando escapar un olor denso, viejo, atrapado durante años. Caitlyn entró sola. La celda era estrecha, apenas un rectángulo de piedra encerrado entre rejas. El techo bajo, las paredes agrietadas, todo hablaba en un idioma que ya nadie escuchaba. En los muros, los nudillos habían dejado marcas secas, pequeñas hendiduras como cráteres de un dolor acumulado. Caitlyn alzó la mano con cuidado, sin prisa, y dejó que sus dedos recorrieran una de esas huellas. La piedra rugosa raspó su piel, áspera, vieja, y sin embargo viva de una forma que le revolvía el estómago. Cerró los ojos por un segundo, solo para imaginar el puño que había golpeado allí una y otra vez. Más arriba, vio las rayas talladas. Cientos de líneas, agrupadas en bloques de cinco. Algunas torcidas, otras más hondas. Todas hechas con algo afilado. No había nombres, ni mensajes. Solo tiempo. Tiempo contado con uñas, con rabia, con desesperación. Pasó la yema del dedo sobre una de las marcas. No era profunda, pero resistía, como si se negara a desaparecer. El suelo mostraba manchas secas, oscuras, endurecidas por los años. Algunas eran redondas, otras alargadas. Pero todas decían lo mismo: aquí hubo violencia.  Pero no fue eso lo que le rompió el pecho. Junto a esas manchas, había una sección diferente. Una franja de piedra más clara, sin restos visibles, apenas más lisa que el resto. No por limpieza, sino por desgaste. El tamaño era exacto. El largo de un cuerpo encogido. El sitio donde Vi había dormido. No un par de noches, ni como castigo momentáneo. Ese espacio era rutina, su refugio, todo lo que le habían permitido tener. Caitlyn lo observó en silencio, sin moverse, con los labios apenas separados por una respiración que no encontraba salida. No necesitaba tocarlo para entenderlo, pero lo hizo. Se agachó lentamente, posó los dedos sobre ese rectángulo de piedra, y ahí sintió algo que ninguna herramienta y ningún ojo Hextech podía traducir. Vi se había hecho pequeña ahí, en ese rincón exacto. En la oscuridad, en el frío, en el abandono. Y eso, más que cualquier otra cosa en la celda, fue lo que a Caitlyn le dolió de verdad. Porque en todo ese tiempo, mientras Vi sobrevivía en ese espacio mínimo, ella no había estado. No había preguntado, no había buscado, había sido simplemente una Piltoviana más. El aire la envolvió cargado, espeso, hecho de silencios largos. Había lugares que no necesitaban gritar para oler a castigo. Su mujer había estado siete años viendo esas mismas paredes, tocando esas marcas, tallando el tiempo con las uñas. Siete años durmiendo en el mismo rincón, con el cuerpo encogido, protegiéndose de todo. Siete años de gritos, de golpes, de nadie. Cait bajó la mirada y apoyó la mano contra la pared. Sintió el frío de la piedra subirle por el brazo. No temblaba, ni lloraba, pero por dentro, algo se le encogía con violencia. El dolor no venía en ráfagas, pero se colaba en los huesos sin pedir permiso. Lo que sentía no era rabia. Era el dolor de llegar tarde, el peso de no haber estado cuando más hacía falta. El horror de entender, demasiado tarde, que había alguien que luchó sola durante años. Que resistió, que sobrevivió y que no debió haberlo hecho así. —Es una celda antigua. —Dijo el alcaide detrás de ella, con un tono que intentaba sonar casual, pero no llegaba a ocultar cierta cautela. —Prisioneros difíciles, si mal no recuerdo. Caitlyn se volvió despacio. No era un giro abrupto, pero su mirada lo cruzó sin piedad. Directa, clara e imposible de esquivar. —¿Sabe quién estuvo aquí? El alcaide vaciló. Sus ojos buscaron una salida que no existía. Parpadeó una, dos veces. Fingía no recordar, pero su mandíbula tensa lo delataba. —No... no con precisión. Hay muchos registros. Ya sabe cómo es esto. ¿Hay algún problema, comandante? Caitlyn no respondió de inmediato. Volvió a mirar el interior de la celda. Las marcas en la pared, las manchas en el suelo, el hueco en el yeso. Cada línea le hablaba más que cualquier expediente. —Mi prometida. —Dijo finalmente. No gritó. Pero su voz, aunque baja, tenía filo, como una cuerda tensada al límite. El silencio que siguió fue espeso, difícil de respirar. El alcaide se movió incómodo, dando un paso atrás como quien intuye que ya no hay terreno seguro donde pararse. —Comandante... si hubo excesos, fueron bajo otra administración. Ella... era una interna complicada. Lo lamento, de veras. La expresión de Caitlyn no cambió, pero sus manos, antes abiertas, se cerraron lentamente a los costados del cuerpo. El alcaide no veía el resto. No sentía la presión en el pecho, el impulso incontrolable que le subía por la garganta. Lo único que evitaba que hablara era el resto de dignidad que aún sostenía su rango. El ojo Hextech le devolvía las señales con brutal claridad: evasión, nerviosismo, mentira. No había culpa, ni vergüenza. Solo miedo, el miedo torpe de quien no teme por lo que hizo, sino por lo que podría perder si alguien lo revela. —Su nombre... —Dijo Caitlyn, pronunciando cada sílaba como si le costara sostenerlas. —Es Vi. El alcaide tragó saliva, el gesto fue leve, pero tembloroso. Caitlyn se acercó medio paso. No levantó la voz pero su presencia se volvió una amenaza silenciosa, más potente que cualquier orden. —No vuelva a fingir que no lo sabe. —Soltó, apenas por encima de un susurro. —Porque la próxima vez que lo haga, no voy a detenerme a preguntar. Luego volvió a mirar la celda, y sus ojos no buscaron detalles nuevos, sino conservar los que ya había visto. Como si necesitara asegurarse de que nada de eso se le escapara jamás. Cuando cruzó el umbral, Caitlyn no pronunció palabra. Pero su andar había cambiado. Más rígido. Más pesado. Llevaba en los pasos el peso de esa celda: las marcas en la piedra, el rincón pulido por el cuerpo de Vi, los años sin nombre. Eran recuerdos que no le pertenecían, pero que se habían quedado con ella. Al retomar el recorrido, sus botas resonaban distinto. Más seco, más hondo. El alcaide caminaba detrás, en un silencio que no era respeto, sino cautela. Fue entonces cuando, desde una celda cercana, una voz rompió el aire como una hebra tensa: —Comandante... Caitlyn se detuvo. La prisionera, una mujer zaunita de rostro endurecido por el tiempo y las batallas, permanecía erguida junto a los barrotes. El cabello oscuro, recogido en una trenza deshecha, dejaba al descubierto unos ojos de un verde agudo que no pedían nada. Las cicatrices marcaban su piel como capítulos sin borrar: una le cruzaba la frente y descendía por el puente de la nariz, otra surcaba el mentón, y varias más recorrían los brazos con la naturalidad de quien ya no esconde las heridas. Nada en ella sugería fragilidad. Imponía sin necesidad de fuerza. No por belleza, sino por algo más áspero y resistente: experiencia, resistencia, una dignidad que ni el encierro había logrado quebrar. —¿Puedo hablar con usted a solas? —Preguntó con calma. El alcaide dio un paso al frente, tenso. —No es recomendable, comandante. Esta prisionera está clasificada como de riesgo. Historial de agresiones, disturbios internos... —No le pregunté si era riesgosa. —Interrumpió Caitlyn, sin mirarlo. —Estoy aquí para evaluar eso yo misma. Si hay peligro, sabré resolverlo. ¿Quedó claro? El alcaide se quedó inmóvil por un segundo, tragando saliva. Caitlyn apenas le dirigió una mirada de reojo, pero bastó. Era la mirada de quien no repite dos veces una orden. Sin alternativa, el alcaide asintió, sacó el manojo de llaves y se acercó a la celda. La puerta se abrió con un crujido lento. La prisionera no se movió de inmediato. Las cadenas que unían sus pies, muñecas y cuello tintinearon cuando dio su primer paso fuera. Caitlyn no apartó los ojos de ella. Había en su andar una firmeza callada, como si la resistencia no fuera un gesto, sino parte de su forma de estar en el mundo. —Puedo ofrecerle una sala privada, comandante. —Intervino el alcaide, con un tono que intentaba sonar útil. —Llévanos. —Dijo Caitlyn, sin desviar la mirada. Ascendieron por un pasillo estrecho, donde los ejecutores se apartaban al verlos pasar. El alcaide iba delante, algo encorvado, como si no supiera si debía guiar o justificarse. Las cadenas de la prisionera repicaban a cada paso, pero en sus gestos no había ni rastro de humillación. Caitlyn, unos pasos detrás, empezaba a entender que esa mujer no solo pedía ser oída, venía cargando algo que ya no podía callar. La sala era mínima. Una mesa metálica, dos sillas, una cámara encendida en la esquina con su punto rojo titilante. La vigilancia disfrazada de cortesía. Caitlyn no comentó nada, pero su mirada dejó claro que no era ingenua. La prisionera fue conducida hasta la silla. Las cadenas sonaron contra el suelo, arrastradas como una línea de tiempo oxidada, ignorada, pero imposible de borrar. Cuando se sentó, Caitlyn también lo hizo, con movimientos medidos, sin palabras innecesarias. Solo entonces, la mujer alzó la mirada. —Bonito uniforme, comandante. —Murmuró, sin sarcasmo ni sumisión. Caitlyn no respondió al cumplido. En cambio, extrajo una pequeña libreta de su chaqueta. La abrió con delicadeza sobre la mesa, alineó cuidadosamente las esquinas y colocó a su lado un diminuto lápiz. Después, se acomodó con la espalda recta, cruzó las piernas con natural elegancia, y comenzó a escribir. La prisionera la observaba sin parpadear. "Nos están vigilando. La cámara está activa. Escribe lo que quieras decirme." Caitlyn deslizó la libreta hacia el centro de la mesa sin alzar la vista. Luego, con una voz serena pero suficientemente clara para ser registrada por los micrófonos, comentó: —He recibido varios reportes sobre la comida de Stillwater. Imagino que sigue siendo igual de infame. La mujer bajó la mirada. Sus pupilas se movieron apenas al leer el mensaje. Luego asintió con lentitud, como si respondiera simplemente al comentario. Sus muñecas, aún atadas, produjeron un leve tintineo al acercarse al lápiz. Comenzó a escribir. Mientras su mano avanzaba por la hoja, su voz se mantuvo firme, divagando sobre lo que no importaba: —Los turnos nocturnos son los peores. A veces dejan las luces encendidas toda la noche. O las apagan y encienden cada hora, como si quisieran volvernos locos. Caitlyn asentía con gestos casi imperceptibles, como si memorizara detalles logísticos de rutina. De vez en cuando, formulaba preguntas genéricas en voz alta: sobre la ventilación, los chequeos médicos, los incidentes más recientes. Pero su verdadera atención estaba fija en la libreta, en las palabras que brotaban una tras otra con la determinación de una verdad contenida. La letra era firme, una herida larga convertida en relato. " Llevo diez años en esta celda, y cada uno pesa distinto.Me acusaron de incendiar un almacén y matar a tres hombres.No lo hice. No tenía por qué. No tenía cómo. Solo estaba en el lugar equivocado cuando ellos decidieron borrar las pruebas. Los oficiales que iniciaron el fuego abusaban de niños escondidos en los túneles de ventilación. Cuando alguno se atrevía a hablar, desaparecía. Después venía el fuego. La limpieza.Yo lo descubrí. Creí que debía denunciarlo. Que alguien escucharía. Me equivoqué.Fui el chivo expiatorio perfecto: zaunita, sola, sin nadie que preguntara por mí. Al principio pensé que era una condena corta.Pero Stillwater no libera.Te convierte en polvo lento.En carne útil.En silencio administrado. " Caitlyn no apartaba la vista de la hoja. Su rostro seguía inmutable, la espalda recta como un mástil, pero sus ojos... sus ojos ardían tras el barniz del protocolo. Fingía tomar notas, distraerse por momentos con una grieta en la pared, un cambio en la luz. Pero cada palabra que leía era un golpe invisible. Y cada golpe dejaba una grieta nueva en su compostura. La prisionera seguía escribiendo. Sin pausa. Como si por fin pudiera desenterrar su historia del concreto. "A los pocos meses llegó ella. Prisionera 516.Apenas una niña, pelo de fuego, mirada de cuchilla.Decían que tenía catorce años, pero su rabia tenía mil.No obedecía. No se callaba. No se escondía.Una pésima prisionera para ellos. Por eso la golpeaban más que al resto.Las prisioneras. Los oficiales. Todos querían apagarla. Yo la vi llegar. Y desde el primer día supe que iba a quebrarse o a incendiar este lugar.Intenté ayudarla. Ella me empujaba, me gritaba.Pero cuando venían por mí, porque venían, cada semana, ella se interponía. Me defendía con rabia.Cada vez que un ejecutor intentaba tocarme, ella lo enfrentaba.Perdí la cuenta de cuántas veces.Y entonces dejaron de buscarme.Solo cambiaron de blanco. Se volcaron contra ella.Ya no les bastaba con castigarla: querían quebrarla.La encerraban durante días, la arrastraban por los pasillos como si fuera un trofeo maldito.La tomaban entre varios con fuerza y con objetos.Como si quisieran borrar todo rastro de quien era.Y aun así... cuando salía, aunque apenas pudiera sostenerse, se volvía a poner frente a mí.Desafiando otra vez el golpe, la sombra, el abuso, una y otra vez.Como si su dolor fuera el precio que estaba dispuesta a pagar para que otras pudieran seguir respirando. Con el tiempo fuimos amigas o algo parecido.Compartíamos el grillete, el silencio, las marcas.A veces venía solo por eso... ya sabes. Como si tocarme la anclara a una orilla.Pero nunca me dejó tocarla.Ni una caricia entera.Era su forma de seguir entera: no ceder ni una grieta más. Me habría dejado morir por ella. Pero no me dejó.Ella era muchas cosas.Pero, ante todo, era escudo.Un escudo que se rompía cada día para proteger a otros. Hace más de un año se la llevaron. Dijeron "traslado".Nadie explicó nada. Solo desapareció.Pensé que había muerto. O algo peor.Aquí, eso puede significar muchas cosas. Desde entonces, nadie ha preguntado por ella.Nadie ha recordado que existió.Y no hay peor condena que esa: volverse invisible hasta en la memoria. Pero si usted está aquí...Si preguntó por la celda 516...Entonces quizás no todo fue en vano. No quiero lástima.Ni salir de aquí.Ya no tengo a nadie afuera.No sabría vivir libre.Pero sí quiero justicia.Por los niños que quemaron.Por ella.Por todas las que ya no pueden contar lo que pasó aquí. " Caitlyn cerró los ojos un segundo. El tiempo exacto que necesitaba para encerrar el temblor que amenazaba con delatarla, con ascender desde el pecho hasta quebrarle el rostro. Cuando volvió a abrirlos, algo en su mirada había cambiado. La rigidez del deber seguía ahí, intacta, pero ahora se fundía con una intensidad más peligrosa. Una sombra de furia refinada, sostenida por el pulso helado de la disciplina. Sus labios se sellaron en una línea delgada, perfecta. Los dedos que sostenían la libreta se hundieron en el papel con una presión apenas perceptible, pero suficiente para dejar una huella. La otra mano reposaba sobre la mesa, inamovible, aunque los nudillos blanqueaban como si sostuvieran algo invisible: rabia y vergüenza. Un leve espasmo cruzó su mandíbula. Otro, fugaz, bajo el párpado. Signos minúsculos, imperceptibles para cualquier observador casual. Arrancó una hoja limpia de la libreta y la deslizó hacia el centro de la mesa. Tomó el lápiz entre los dedos y escribió: "Vi está viva.Lo sé. La vi con mis propios ojos.Haz una lista de nombres.Los culpables. Los cómplices.Los que aún deben llevar ese uniforme." La prisionera alzó la mirada. Fue solo un segundo, pero en ese instante había algo inconfundible en sus ojos: Respeto. Luego bajó la vista y retomó el lápiz. Su mano volvió al papel con un peso diferente. "Gracias por decírmelo, lo valoro.Esta es la lista:Oficial Drem. Oficial Harker. Ejecutor Brinn. Todos abusadores impunes. Subjefe Horvan. El peor de los abusadores, se ensañaba con Vi.Oficial Cray. Permitía las golpizas. Nunca intervino, solo sonreía.Capataz Irel. Distribuía los turnos para castigo. Disfrutaba seleccionarlas.Oficial Lenn. Detenido una vez por exceso de violencia. Lo ascendieron.Ejecutor Varn. Silencioso. Metódico. El peor de todos.Oficial Rayne. No participaba. Una vez protegió a una niña.Oficial Pell. Dejó comida en secreto. Nunca tocó a nadie.Supervisora Tamsin. Encubría los reportes. Firmaba falsos traslados.Jefe de Seguridad Olan. Sabía todo. Nunca movió un dedo." Cuando terminó de escribir, Caitlyn tomó ambas hojas con calma. Las dobló con cuidado y las guardó bajo la solapa interior de su chaqueta, como si fueran documentos oficiales. Luego alzó la mirada, y esta vez, no esquivó los ojos de la prisionera. —Espero que los suministros mejoren en las próximas semanas. La comandancia ya está al tanto. —Dijo en voz alta, con tono neutro. El silencio se instaló entre ambas. En la sala, el aire se volvió espeso, casi estático. Caitlyn mantuvo la mirada fija un instante más y, tras una pausa medida, habló en un tono más bajo: —¿Por qué nunca intentaste hablar conmigo? Llevo más de un año como Comandante. La prisionera soltó una breve sonrisa, rota por el tiempo. —Porque cuando llegó... no era la mujer que tengo delante. Tenía otra mirada. Era dura y fría. Trataba a todos con la misma distancia. No parecía alguien dispuesta a escuchar. Aquella verdad la golpeó más que cualquier acusación. Porque lo era. En aquellos días, consumida por la rabia, la pérdida, la urgencia de encontrar justicia, o venganza, por Jinx y por todo lo perdido, se había convertido en otra versión de sí misma. Una que no reconocía, ni quería ser. Cerró los ojos un momento. La culpa le pesó en el pecho como plomo fundido. —Lo sé. —Susurró. —Fui otra persona por un tiempo, y lo lamento. Entonces, sin pensar, su mano libre se deslizó sobre la de la prisionera, aún esposada. No fue parte del informe. Fue simplemente un gesto humano. —Gracias. —Murmuró. —Lo que hiciste... no lo olvidaré. La mujer negó apenas con la cabeza con la dignidad de quien ya no espera nada para sí misma, pero aún cree en la justicia para otros. —Solo asegúrese... de que los tratos mejoren. Por ella. Por todos. Caitlyn asintió con suavidad. Luego se incorporó y volvió a mirar la cámara de vigilancia. Su rostro era el de siempre: serio, impecable. Pero por un segundo, sus ojos dejaron entrever todo lo demás. Ambas se levantaron sin decir una palabra más. Caitlyn caminó junto a la prisionera hasta la salida, ni demasiado cerca ni demasiado lejos, como cualquier oficial que cumple con el protocolo. Al cruzar el umbral, el alcaide las esperaba, tenso, con las manos entrelazadas tras la espalda y la mandíbula apretada. —Reúna a todos los ejecutores disponibles. Ahora. —Ordenó Caitlyn con voz nítida, precisa, sin margen para el cuestionamiento. —¿Disculpe? ¿Ocurrió algo? —Preguntó el alcaide, vacilante. —No es una solicitud. —Dijo ella, sin mirarlo siquiera. —En diez minutos los quiero formados en el patio principal. Yo misma escoltaré a esta prisionera de regreso. El alcaide dudó solo una fracción de segundo antes de asentir y marcharse con paso rápido, casi ansioso por alejarse. Caitlyn esperó a que se perdiera en el pasillo. Luego, reanudó la marcha con ella a su lado. El sonido metálico de las cadenas era el único eco en los corredores de concreto.  Al llegar frente a la celda, Caitlyn se detuvo. Echó un vistazo rápido al pasillo. Estaba vacío. Pero aun así, no bajó la guardia. Sabía que en Stillwater, incluso el silencio podía tener oídos. Se acercó un paso más a la prisionera, lo justo para que las cámaras no captaran sus labios con claridad. —¿Tu nombre? —Murmuró, apenas moviendo los labios. —Alira. —Respondió la mujer con firmeza, aunque su voz también fue un susurro. Caitlyn asintió, bajando la mirada por un instante. Luego volvió a alzarla, y su tono, aunque bajo, fue más firme: —Te prometo que cuidaré de ella. No está sola. Alira la observó con los ojos entrecerrados, sorprendida por la certeza en su voz. Su rostro se contrajo levemente. —¿De Vi...? —Susurró, casi sin emitir sonido. —¿Tú la conoces? Caitlyn miró discretamente hacia la cámara más cercana y ladeó el rostro para que su expresión no fuera completamente visible. Entonces, con una leve sonrisa que solo Alira pudo ver, respondió: —Digamos que el destino... fue sutil. La puso en mi camino antes de que yo supiera lo mucho que significaría para mí. Alira la observó, ahora con algo más que duda o escepticismo. Era una mezcla extraña de reconocimiento y alivio contenido. Como si, por primera vez en mucho tiempo, una pequeña pieza del mundo estuviera donde debía. Caitlyn dio un paso atrás, recobrando su porte de oficial. —Que nadie sepa de lo que hablamos. —Murmuró sin mirarla directamente. —Ni una palabra. A nadie. Alira asintió... pero no entró aún a la celda. Bajó la mirada un instante, como si vacilara. Luego, discretamente, se llevó la mano al dobladillo de su pantalón. Con dedos ágiles, sacó de allí una pequeña tira de tela enrollada y atada con un hilo. —Ella me la dio. —Susurró, apenas moviendo los labios. —Días antes de que desapareciera... Dijo que era una parte de ella misma que no quería olvidar. Caitlyn lo tomó con cuidado. La tela estaba áspera, sucia por los años, pero aún conservaba un trazo visible de tinta. Era un dibujo hecho a mano. Trazos simples, casi infantiles, pero llenos de significado. Vi y Powder, de pequeñas, tomadas de la mano. Caitlyn sintió que el aire se le comprimía en el pecho. —La dibujó con la tinta que usamos para tatuar. —Murmuró Alira. —Creo que tú debes llevarlo. Caitlyn no respondió. Solo cerró los dedos sobre la venda, como si cerrara una herida. —Gracias. —Susurró. Alira la miró por última vez, y esta vez, al entrar a su celda, lo hizo con la frente en alto. Como si un capítulo se hubiera cerrado por fin. Y Caitlyn, de pie en medio del pasillo, se quedó inmóvil. El trozo de venda apretado contra su pecho. Había llegado a Stillwater buscando respuestas, y había encontrado algo más. Caitlyn permaneció un instante inmóvil frente a la celda cerrada, como si escuchara algo más allá del silencio. Luego giró con precisión y retomó el camino por el pasillo. Su rostro volvió a ser el que todos conocían: impenetrable, sereno, casi esculpido en piedra. Pero sus pasos tenían otro peso.  Al llegar al despacho del alcaide, se dirigió sin pausa hacia las ventanas altas. Desde allí, el patio se extendía como un tablero de ajedrez gris: los ejecutores ya estaban formados, rígidos, perfectamente alineados. Uniformes planchados. Miradas fijas en la nada. Una coreografía ensayada. Parecían impecables. Pero ella sabía lo que podía esconder la disciplina. Bajo la simetría, la podredumbre era más difícil de detectar... aunque no para ella. Descendió con paso firme, sin apuro, como quien no tiene dudas. Al llegar al centro del patio, extrajo las dos hojas que Alira le había entregado. Su mirada, primero, recorrió los nombres. Luego, uno por uno, los rostros frente a ella. El ojo Hextech comenzó a vibrar con una sutil pero inconfundible energía: oscura, densa, casi visceral. Cada nombre en esa lista ardía con la misma aura de culpa que ya había sentido en el pasillo. Y otros... ni siquiera necesitaban estar escritos. Algunos no figuraban en ningún papel, pero su mirada, sus gestos, la forma en que sostenían la postura... eran suficientes. El ojo no veía remordimiento. Solo disfrute. Crueldad sostenida. Violencia sin peso moral. Caitlyn avanzó por la fila lentamente, escudriñándolos uno a uno. El sonido de sus botas sobre el concreto era seco, deliberado, como un tambor de juicio. Hasta que se detuvo. Frente a ella, un hombre corpulento, rostro marcado por años de abuso de poder. La expresión dura, cínica, como si nada pudiera tocarlo. Hasta hoy. —Nombre, rango y tiempo de servicio en Stillwater. —Ordenó Caitlyn, su voz proyectada con una calma que no pedía atención, la exigía. —Subjefe Horvan. Catorce años en servicio. —Respondió él con voz grave, firme como una roca. Su postura era perfecta, la mandíbula apretada, los hombros tensos. Un hombre acostumbrado a mandar, no a ser juzgado. Antes de que Caitlyn pudiera hablar, el alcaide apareció desde el umbral del edificio. El sudor le perlaba la frente, pero aún se permitía un dejo de insolencia en la voz. —Comandante... sea lo que sea que esa prisionera le haya dicho, no es más que difamación. Esa mujer ha sido un problema desde el primer día. Caitlyn no se giró. Ni siquiera movió la cabeza. —¿Le he dado permiso para hablar? El alcaide se congeló. Tragó saliva con dificultad antes de retroceder un paso, en silencio. Caitlyn clavó la mirada en Horvan. Su ojo Hextech se encendía con un leve brillo entre líneas, invisible para los demás, pero con una intensidad que latía en su sien. Horvan le devolvía la mirada, sin parpadear, como un perro que cree que aún puede morder. —Sé lo que hiciste. —Dijo Caitlyn, con voz baja pero nítida, como un puñal susurrado. —Cada golpe, cada abuso, cada noche que la dejaste encerrada sola, sangrando. Horvan tensó la mandíbula, pero no cedió. —No sé de qué me está hablando, comandante. Caitlyn dio un paso que bastó para quebrar la distancia entre ellos. Podía sentir su respiración caliente. Ver el tic en la comisura de su ojo. El pulso desbocado en su cuello. —Sí lo sabes, y sabes también que ya se acabó este... reinado tuyo. Él apretó los dientes, pero no respondió. El silencio cayó como una losa. Todo el patio contenía el aliento. —Y no fue una prisionera. —Añadió Caitlyn, más suave, como si le confesara un secreto a un moribundo. —Por si eso pensabas. Lo que vi en los informes, lo que sentí en los pasillos, lo que supe desde el momento en que miraste a los demás como si te pertenecieran. Horvan escupió. Directo a la bota izquierda de Caitlyn. El sonido fue grotesco, seco. —Usted es lo peor que le ha pasado a esta ciudad. —Masculló él. —Una niñita con uniforme jugando a tener autoridad. Caitlyn no se movió. Ni un pestañeo. La saliva que escurría por su bota brillaba como una medalla de honor invertida. —Y usted. —Dijo al fin, con una sonrisa helada. —Es la basura que estaba pendiente de sacar. Pausó un segundo. —Recoja sus cosas. Tenía que haber salido de aquí hace exactamente un minuto. Se giró con calma. Sus botas comenzaron a alejarse sobre el concreto como si cada paso fuera un veredicto. Pero no alcanzó a dar el tercero. El chasquido metálico de una porra desenvainada rasgó el aire. Luego otro y otro. Horvan fue el primero en lanzarse, rugiendo como una bestia herida. A su lado, dos ejecutores más rompieron formación, armados, con los ojos inflamados de rabia y miedo. Tres contra una, y aun así, Caitlyn no vaciló. Giró sobre sí como si el viento le hubiera susurrado cada movimiento con antelación. Esquivó el primer golpe de Horvan, atrapó su brazo en pleno impulso y lo usó para lanzarlo de espaldas contra el suelo con un estruendo sordo. Antes de que tocara el piso, su pierna ya giraba para desarmar al segundo, derribándolo con una patada certera al plexo. El tercero alcanzó a blandir la porra, pero ella la detuvo con el antebrazo, giró sobre su eje y lo impactó con el mango de su arma reglamentaria en la mandíbula. Tres cuerpos. Tres derrotas limpias. El último cayó con un gemido ahogado. El patio entero contuvo el aliento. El silencio no era solo expectación: era miedo. Miedo puro. Caitlyn inmovilizó a Horvan, su brazo torcido a la espalda, la rodilla clavada en su omóplato. Su respiración seguía regular. Su mirada, fría como una cámara de ejecución. Se inclinó, sus labios apenas rozando el oído del subjefe vencido. —Ese fue tu último error. —Susurró. —Y créeme... nadie va a lamentarlo. Se incorporó sin soltar la llave. Ajustó el uniforme con un leve gesto y levantó la vista. Su voz resonó en el patio como un disparo envuelto en hielo. —Escuchen bien. El eco recorrió cada muro. —Este hombre acaba de atacar a su comandante al mando. Y será encerrado en esta misma prisión por insubordinación y agresión directa a la autoridad. Pausó. Los miró a todos, uno por uno. No había odio en sus ojos, pero sí una determinación que cortaba el aliento. —Desde hoy, todo cambia. No toleraré un solo crimen más contra los prisioneros. La era de la impunidad ha terminado. ¿Ha quedado claro? Todos asintieron. Incluso los que temblaban. Incluso los que sabían que estaban en esa lista. El alcaide bajó la cabeza, pálido como papel, incapaz de sostenerle la mirada. —Llévenselos a aislamiento. —Ordenó Caitlyn, con una voz tan serena como implacable. Dos oficiales, que no habían movido un músculo durante el enfrentamiento, se adelantaron al instante. No esperaron confirmación, sabían que cualquier duda sería leída como complicidad. Se dirigieron primero a Horvan. Lo alzaron con esfuerzo: el hombre se revolvía, lanzaba insultos guturales y amenazas vacías, salpicadas de espuma y orgullo roto. Nadie respondió. Nadie lo miraba. Sus botas golpeaban el suelo como truenos desacompasados, el ruido patético de una caída largamente postergada. Luego fueron por los otros dos. Uno intentó levantarse por su cuenta, tambaleante; el otro apenas podía incorporarse del golpe. Ambos fueron tomados con firmeza por los brazos y empujados a la marcha. Ya no eran ejecutores, eran prisioneros. Y así los arrastraron por el patio, ante la mirada muda de sus compañeros formados. El silencio era espeso, inmóvil. Solo Caitlyn permanecía erguida, inamovible.  Los observó a todos en silencio, la tensión aun vibrando en sus músculos. Entonces su mirada se deslizó hasta el alcaide. Fría y lenta. Un filo sin palabras. Él tragó saliva pero no se atrevió a decir nada. Solo entonces Caitlyn se permitió respirar profundo. Sentía el aire como fuego en sus pulmones, como si recién ahora pudiera dejar salir todo lo que había contenido. Dentro de su chaqueta, cerca del corazón, sentía la pequeña venda que Alira le había entregado. La apretó suavemente con los dedos. Por un instante, no era comandante, ni noble, ni figura de autoridad. Solo era Caitlyn, recibiendo algo que Vi había dejado atrás. Algo que había sobrevivido a la oscuridad y que ahora le recordaba por qué seguía luchando. Pensó, con una mezcla de dolor y orgullo, que esas dos semanas entrenando con Vi en la cabaña no solo la habían hecho más fuerte físicamente. Le habían enseñado a resistir. A no tener miedo. A mantenerse firme. Se dio media vuelta y dejó Stillwater sin decir ni una sola palabra más. El viaje de regreso fue rápido y en completo silencio. Caitlyn no habló en todo el trayecto. Había pasado más tiempo del que pensaba en la prisión. Todavía sentía en sus manos la energía tensa de la pelea. Cuando cruzó las puertas del Consejo, el sol ya bajaba detrás de las torres de Piltover. Eran las cinco y media de la tarde. El salón aún no estaba lleno. Solo Lord Gerold estaba allí, sentado en la cabecera de la mesa, con las manos cruzadas y la mirada fija en ella. No dijeron nada por al menos quince minutos. Solo se miraban. Porque entre ellos, las palabras ya no eran necesarias. Pero lo que más llamaba la atención no era el silencio. Era su presencia. El ojo Hextech de Caitlyn podía ver lo que otros no. El aura de Gerold era densa, oscura, como si su poder estuviera podrido desde la raíz. Sentía una vibración molesta, como una advertencia constante. Y aun así, no le sorprendía. Gerold era como muchos otros que había conocido en la cima de Piltover: poderosos por apellido, no por mérito. Ricos por herencia, no por justicia. Su corrupción era vieja, disfrazada de elegancia. Y para Caitlyn, eso era casi rutina. Lo que más le dolía era saber que ella venía de ese mismo mundo. Era una Kiramman. Criada entre fiestas de lujo, palabras vacías y apariencias. Aunque hubiera dejado todo eso atrás, seguía en su sangre. Y frente a alguien como Gerold, eso le pesaba. Los demás concejales llegaron poco a poco. Adele Vickers. Lady Enora. Sevika, con su andar fuerte. Shoola, silenciosa. Y por último, el barón Delacroix. Cuando todos estuvieron sentados, Caitlyn se puso de pie. Caminó alrededor de la sala, con las manos cruzadas tras la espalda. Entre ellas, llevaba unos papeles. Caminaba firme, sus botas golpeando el suelo con ritmo constante. Observaba a cada uno de los presentes con atención. Evaluando y analizando. El ambiente se volvió denso. Nadie hablaba, nadie respiraba con normalidad. Todos esperaban. Hasta que, al final, Lord Gerold rompió el silencio con tono molesto: —¿Nos dirá de una vez por qué nos citó, comandante? Su voz era más arrogante que impaciente, como si estuviera acostumbrado a que todo girara a su alrededor. Caitlyn no respondió de inmediato. Se detuvo frente a él, sacó un pliego de papeles y los dejó caer sobre la mesa con un golpe seco. —Lo primero que quiero tratar es el despido inmediato de los oficiales cuyos nombres figuran en esa hoja. —Dijo con voz clara y sin titubeos. —Todos ellos pertenecientes a Stillwater. Y también propongo la promoción de los nombres en la segunda hoja. Además, exijo el cese inmediato del alcaide. Lord Gerold agarró el primer documento con evidente molestia, leyó por unos segundos y levantó la vista. —¿Está loca? —Espetó, y pasó la hoja al concejal a su derecha. Uno a uno, los consejeros leyeron mientras Caitlyn seguía caminando. Rodeó lentamente la mesa hasta llegar a su silla, pero no se sentó. Permaneció de pie detrás de ella, la mano descansando con firmeza sobre el respaldo. Sus ojos se alzaron y recorrieron la ornamentación dorada de la sala, los relieves de mármol, los grabados tallados con precisión. Otra muestra más de lo bien que el dinero fluía desde la miseria hacia los bolsillos equivocados. Lady Enora fue la primera en hablar. —¿Tiene pruebas para justificar estos despidos? —Así es. —Respondió Caitlyn con serenidad y contundencia. El barón Delacroix carraspeó. —Despedir a tantos de una sola vez pondrá en aprietos la cadena operativa de los ejecutores. —Por primera vez estoy de acuerdo con el barón. —Añadió Adele Vickers. Caitlyn se incorporó con más firmeza, apoyando ambas manos sobre el respaldo de su silla, los dedos abiertos y anclados como raíces en la madera tallada. Su espalda estaba recta, casi rígida, y su mirada, fría como el acero recién forjado, se mantenía fija en los concejales. No había duda en su postura: no estaba pidiendo aprobación. Estaba imponiendo autoridad. —Eso es algo que solo me compete a mí. —Dijo. —Soy la comandante de los ejecutores. Esto no es un debate, es una orden. La sala se quedó en silencio. Solo se escuchaba el crujir del cuero de las sillas mientras algunos se movían incómodos. —A partir de ahora. —Continuó. —Todo acto criminal en estas ciudades será castigado con firmeza. Sin excepción. Y eso aplica para ambos lados de la ley. Hubo murmullos. Algunas miradas nerviosas. Otras, de sorpresa. Pero entre ellas, también hubo dos rostros firmes: Sevika y Shoola. Sus ojos no esquivaban los de Caitlyn, y en ellos, había algo parecido al respeto. Lord Gerold se inclinó hacia adelante, los codos sobre la mesa, la voz cargada de veneno apenas contenido. —Primero la creación de esa absurda fuerza naval a la que llamaron 'La Malkora', dirigida por una pirata de mala vida, licor y mujeres... ¿y ahora esto? —Sacudió la cabeza. —Esto es exactamente lo que advertí cuando solicité su destitución. Está desquiciada. Está desfalcando a la ciudad con decisiones irracionales. Despedir a esa cantidad de personal implica indemnizaciones millonarias por años de servicio. Sevika entrecerró los ojos, su tono áspero pero claro. —Esas indemnizaciones valen cada moneda si significa deshacernos de ratas con uniforme. Shoola asintió con los brazos cruzados. —Al menos ella tiene el valor de enfrentar el problema de frente. Más de lo que se puede decir de otros. Caitlyn no apartó la mirada, solo habló con el mismo tono inquebrantable. —Siempre he hecho lo mejor por Piltover y Zaun. La creación de las fuerzas navales responde a la necesidad de proteger incluso a quienes valoran más sus finanzas que su integridad. Y la persona que puse al mando es alguien en quien confío ciegamente. —¿Protegernos de qué, comandante? —Soltó Gerold con una risa burlona. —¿Fantasmas? Yo no veo peligro ni a corto ni a largo plazo. Caitlyn se giró lentamente hacia él. —Lamento su ceguera, Lord Gerold, pero yo tengo dos buenos ojos para ver lo inevitable. —Parece que uno de ellos está fallando. —Se burló él, mirando descaradamente su ojo Hextech. El ambiente se tensó al borde del estallido. Algunos concejales murmuraron, y otros intentaron aplacar el tono de la conversación. Pero antes de que pudieran hacerlo, Caitlyn los interrumpió. —Y ustedes también fallaron. —Dijo. —Fallaron a la ciudad cuando se negaron a destinar más recursos a la defensa. Fallaron cuando miraron hacia otro lado. El barón Delacroix, siempre templado, golpeó la mesa con los puños y se levantó. —¡La comandante no tiene derecho a venir aquí a insultarnos! ¡Nuestros bolsillos ya están apretados por decisiones como esta! Lady Enora se alineó con él, aunque más comedida. —Tiene razón. Hay formas de presentar las cosas, comandante. Gerold vio la grieta y la aprovechó con una sonrisa taimada. —Ya que se ha tocado el tema, propongo que se vote, aquí y ahora, la destitución inmediata de Caitlyn Kiramman del cargo de comandante. Ya quedan solo dos meses para que expire su mandato y que este consejo recupere su autoridad plena. Pongámosle fin antes de que nos cueste más. La sala quedó en silencio. Todas las miradas fueron hacia Caitlyn. Ella, impasible, se inclinó hacia su silla, sacó una carpeta que descansaba en el asiento y la lanzó sobre la mesa. —No se preocupe. Ya está todo listo para la votación. Los documentos en la carpeta detallaban que, pese a su autoridad como comandante plenipotenciaria, Caitlyn se sometía voluntariamente al resultado de una votación formal, acompañada de todos los anexos legales, actas y el espacio designado para la firma de cada miembro del consejo. Ella ya había firmado, por supuesto. Dejando en claro que aceptaría el resultado sin objeción. Solo le restaba mirar. Con el ambiente aún cargado de tensión, se adelantó unos pasos. —Antes de que inicien. —Dijo con la misma frialdad implacable. —Quiero dejar algo en claro: las decisiones tomadas por mí antes de esta votación no pueden revertirse. Incluido el despido del personal de Stillwater y el cese del alcaide. Están firmadas y son irrevocables. Giró levemente para encarar a los presentes. —La votación debe ser unánime. Seis concejales. Seis votos. Levantó la mano. —¿Quiénes están a favor de que permanezca como comandante? Shoola, Adele y Sevika alzaron sus manos sin dudar. —¿Y quiénes votan por mi destitución? —Preguntó entonces. Lord Gerold, Lady Enora y el barón Delacroix hicieron lo mismo. Empate y silencio. Caitlyn cruzó los brazos, sin alterar ni un milímetro su expresión. —Delibérenlo con seriedad. Uno de los dos bandos deberá ceder y asumir una decisión definitiva. Permaneció de pie, impasible, mientras el salón comenzaba a llenarse de voces alzadas. Los concejales discutían entre ellos, lanzando señalamientos, reproches y acusaciones con creciente desesperación.  Caitlyn no intervino. Mantenía los brazos cruzados, la mirada fría y precisa, observando con calma estratégica a cada uno de los presentes. Desde su silencio, parecía medir cada palabra lanzada, como si analizara los vientos de una tormenta desde el ojo mismo del huracán, sabiendo que al final, el equilibrio se rompería hacia un lado. Entonces, en medio del caos creciente, fue Adele Vickers quien alzó la voz por encima del resto. —¡Basta! —Exclamó, logrando que todos callaran. Sus ojos fueron directo a Caitlyn, cargados de una mezcla exacta entre resolución y resignación. —Comandante Kiramman. —Dijo, sin titubear. —Apoyaré su destitución... pero solo bajo una condición: que acepte asumir el cargo de sheriff de la ciudad. Bajo jurisdicción directa del Consejo. No lo dijo con crueldad, pero tampoco con suavidad. Fue una sentencia firme, con ese gesto que susurraba sin voz: "Lo lamento. Alguien debía hacerlo." Caitlyn sostuvo la mirada, y algo en su rostro se quebró, apenas perceptible. Una sorpresa muda, de las que no abren la boca, pero que recorren la piel como un escalofrío. La decepción le cruzó por los ojos y desapareció en un pestañeo. Su mandíbula se endureció. Asintió una vez, mínima, como si su orgullo hubiera tenido que tragarse a sí mismo para no temblar. Lord Gerold sonrió, satisfecho. —Al menos esta vez habla con sensatez, Concejala Vickers. Tener a la señorita Kiramman bajo nuestras órdenes será... esclarecedor. Sevika soltó una risa seca, casi un gruñido. —Qué conveniente. La quieren atada, pero no dudan en usarla para ensuciarse las manos sin mancharse los trajes. —¿Y aún esperan lealtad? —Añadió Shoola, su voz impregnada de desprecio. —Hipócritas. —¡Modérense! —Rugió el barón Delacroix, golpeando la mesa. —¡Que se calle esa ladrona de Zaun! —Respondió Lord Gerold, levantándose. Pero entonces, Caitlyn alzó la mano, el puño cerrado. El gesto bastó y el silencio cayó como una condena. —Acepto. —Dijo, con voz firme y limpia de dudas. Se tomó un segundo, dejando que su mirada se posara, una por una, en cada cara del Consejo. —Soy una Kiramman. Una de las familias más antiguas de Piltover. Pero nunca fue mi apellido lo que me trajo hasta aquí. Fue mi amor por esta ciudad. Y ese amor, les pese a quien le pese, seguirá. Alzó la cabeza. —A partir de hoy, quien ocupará mi asiento en este consejo será Ekko, líder de los Firelighters. El rostro de Gerold se arrugó en una mueca de asco. —¿Otro zaunita? ¿Otro ratero callejero sentado en esta sala? —Cierre la puta boca, Gerold. —Soltó Caitlyn. Un relámpago invisible paralizó la sala. Incluso Sevika, que parecía inmune al asombro, alzó una ceja. —Desde antes de abrir los ojos en esta cama maldita, desde Ambessa, desde la primera vez que levanté un arma por esta ciudad... he dado todo lo que soy por mantenerla viva. ¿Y qué me han dado a cambio? Burocracia. Obstáculos. Pared tras pared. Su voz era ahora un filo afilado por años de decepciones. —Pueden darme el título que quieran. Ponerme insignias, atarme con promesas. Pero si esta ciudad cae algún día, no será por mí. Será por el exceso de cobardes que tengo enfrente. Entonces tomó su placa. La presionó contra la mesa con tal fuerza que el eco se arrastró por las paredes como un disparo. —Por cierto. —Añadió al darse la vuelta, sin molestarse en mirar atrás. —Gracias por las medallas... tan falsas como su pelo, Lord Gerold. Sin mirar atrás, salió erguida. Dejó el salón atrás como quien cierra una puerta que ya no piensa volver a abrir. Bajó los escalones del consejo con pasos rápidos. Cada uno cargaba el peso de lo que no dijo. Revisó el reloj: 6:57 p.m. La rabia seguía ahí, cruzándole el cuerpo como un hilo tenso. Estaba agotada, pero no por el debate, ni por la presión. Estaba cansada de tener que demostrar siempre algo, de contenerse y de negociar con gente que nunca sangró por nada. Y en ese momento, lo único que necesitaba era verla. Cruzó la explanada con la mirada. Vacía, Vi no había llegado aún. El silencio de la calle se le metió en el pecho. Pasaron cinco minutos, tal vez siete. Con cada segundo que pasaba, el vacío se hacía más nítido. Estaba agotada, aguantado demasiado rato de pie sin una sola mano que le dijera que estaba bien hacerlo. Necesitaba un abrazo. Uno. Ya ni siquiera pedía alivio, solo un espacio donde dejar de contenerse. Se quedó quieta con el rostro inmóvil, el cuerpo rígido. Esperó dos minutos más, el tiempo ya no importaba. Y entonces, como si su espera hubiera llamado al destino por cansancio, giró la cabeza. Vi estaba ahí, a unos metros, detenida. Mochila al hombro. Respiraba con fuerza, aún agitada. La buscó con la mirada y la encontró. Se quedó quieta, como si no supiera si acercarse o no. Caitlyn tampoco se movió. La miró en silencio, la rabia seguía allí, pero no era para ella. Vi no tenía la culpa, solo llegó tarde al momento en que Caitlyn más la necesitaba. Y aun así, había llegado. Así que lo dijo, deslizando una rabia mal enfocada en sus palabras, como quien abre una herida para dejarla respirar. —Llegaste tarde. Vi se quedó quieta un instante, confundida. Con una ceja arqueada, se señaló a sí misma como preguntando si aquello había sido una broma o un reproche. Pero Caitlyn ya no tenía fuerzas ni ganas de aclarar nada. Dio unos pasos lentos hacia ella y simplemente se dejó caer en sus brazos. La frente apoyada en el cuello de Vi, sus hombros cediendo por fin al peso del día. No lloró. Solo respiró profundamente, como si hasta entonces hubiera olvidado cómo hacerlo. Vi la rodeó con sus brazos sin decir palabra. De algún modo supo exactamente lo que Caitlyn necesitaba: un silencio cálido y sincero. Caitlyn cerró los ojos. Después de tantas voces, tantas decisiones y máscaras, al fin quedaba solo eso: la sencilla calma de estar con alguien que no pedía explicaciones, y la certeza silenciosa de que, al menos por ese instante, ya no tenía que sostenerse sola.
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