ID de la obra: 657

El llamado del sol negro

Mezcla
NC-17
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planificada Mini, escritos 1.064 páginas, 490.148 palabras, 63 capítulos
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El Día del Sol Negro Parte 1

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Dos horas antes del inicio del eclipse. Los túneles respiraban como un animal dormido, profundo y ajeno. El aire estaba cargado de humedad, cada gota que caía desde las tuberías oxidadas hacía retumbar la piedra, como si marcara el pulso enfermo del túnel y el tiempo mismo se desgranara a intervalos. Las paredes corroídas relucían bajo un resplandor apagado, piel enferma iluminada apenas por la llama temblorosa de una antorcha. Riona avanzaba en silencio, los hombros tensos, el paso firme. En una mano sostenía la antorcha, en la otra acariciaba el filo de una de sus cuchillas, como si palpar el acero la mantuviera despierta. Sus ojos, oscuros y atentos, devoraban cada sombra que temblaba en las grietas del túnel. A su lado, dos soldados de Sevika caminaban con desgana, arrastrando las botas sobre el suelo húmedo. —Otra ronda más… —Gruñó uno, dejando escapar un bostezo. —Siempre igual. Si alguien quisiera colarse por acá, ya lo habría hecho y nosotros estaríamos en otra parte… probablemente muertos, pero al menos no aburridos. El segundo soltó una risa ronca, áspera como grava. —No te quejes. Prefiero pudrirme de tedio antes que toparme cara a cara con esos perros noxianos. Riona ladeó la boca en una media sonrisa, la llama reflejándose en su mirada como un destello de acero. —Yo prefiero un enemigo con rostro. Al menos así sé a dónde clavar la hoja. El aburrimiento, en cambio, se mete en la cabeza, te corroe despacio… y cuando lo notas, ya te pudrió por dentro. El primer soldado resopló. —Hablas como si fueras una maldita poeta, mocosa. —Ojalá lo fuera. —Rió el segundo, dándole un codazo al compañero. —Si algún día nos matan, seguro esta escribe la crónica con sangre. Riona arqueó una ceja, divertida, girando apenas la cuchilla entre los dedos. —¿Saben qué escribiría ahora mismo? —Su voz rebotó como filo en la piedra húmeda. —“Dos idiotas haciendo ruido en un túnel”. Los dos hombres se carcajearon, el eco multiplicándose contra las paredes húmedas, como si el túnel también riera con ellos. Riona les siguió el juego con una sonrisa ligera, aunque sus dedos no se apartaron de la empuñadura de la cuchilla ni su mirada dejó de recorrer cada sombra. En el fondo de su mente, la risa se apagó rápido. Había aprendido demasiado pronto que lo que parece tranquilo siempre oculta un filo bajo la piel. El silencio se quebró con un destello. Primero lo vio: una chispa fugaz, el brillo metálico surcando la penumbra. Luego, el sonido. Seco. Absoluto. El primer soldado cayó con un disparo limpio entre los ojos. El cráneo estalló hacia atrás y la sangre salpicó el aire, gotas calientes que marcaron el rostro de Riona como quemaduras. El eco del tiro fue un trueno contenido que se arrastró por las entrañas del túnel. No hubo tiempo para respirar. El segundo soldado alcanzó a abrir la boca antes de que otra bala le desgarrara el cuello; la sangre brotó en un chorro oscuro, y su cuerpo se desplomó como un saco de carne vacío, el golpe retumbando en el suelo enlodado. Riona parpadeó, el corazón desbocado. Los había mirado un segundo antes: vivos, riendo. Ahora yacían inertes, hundidos en charcos rojos que se expandían lentamente hasta tocar la punta de sus botas. El zumbido vino otra vez. Instinto puro. Giró la cabeza y el proyectil le rozó la mejilla. El ardor fue inmediato, un corte de fuego que le arrancó un jadeo. La sangre tibia descendió por su piel, trazando una línea que se mezcló con el sudor. El impacto del giro hizo que la antorcha se le resbalara de la mano. Cayó al suelo con un golpe sordo, rodando unos centímetros hasta detenerse contra la pared húmeda. La llama se mantuvo viva, retorciéndose y proyectando sombras que danzaban con violencia en el túnel. Riona se obligó a mantener el equilibrio. Sus dedos volaron hacia los muslos, donde descansaban sus cuchillas cruzadas: su marca, su certeza. Con un gesto rápido las desenvainó; el acero brilló bajo la luz trémula de la antorcha caída, como si exigiera sangre a cambio de silencio. Y entonces la vio. De las sombras emergió una figura que caminaba con paso seguro, cada pisada cargada de una confianza insolente. La sonrisa torcida era un cuchillo desnudo, y sus ojos, dos brasas avivadas por pólvora, parecían disfrutar del caos recién nacido. Samira. —Nada personal, chica. Solo negocios. —La voz de la noxiana era un silbido burlón, el arma girando entre sus manos con la ligereza de quien juega con un cuchillo infantil. Riona apretó la mandíbula, las cuchillas firmes, los hombros erguidos. —Tú… eras la mujer que estaba con Ekko. Lo sabía. Sabía que eras una perra noxiana. Samira arqueó una ceja y soltó una carcajada breve, afilada como el chasquido de una bala entrando en recámara. —¿Y si lo sabías, por qué no hiciste nada? —Ladeó la cabeza con una mueca de falsa curiosidad, sus ojos encendidos clavándose en ella. —Podrías haber salvado a tu ciudad, niña… pero aún balbuceas donde deberías morderte la lengua. Avanzó un paso. El cañón del arma brilló bajo la luz trémula como un ojo negro, hambriento. —Y por tu error… vas a morir en este túnel. Igual que esos dos. Las palabras encendieron la rabia de Riona. No esperó más. Cargó de frente, cuchilladas rápidas buscando puntos vitales. Cada embestida era un rugido contenido, cada corte un intento por arrancar la sonrisa de la noxiana. Samira, sin embargo, se movía con la gracia insolente de alguien que había bailado en mil campos de batalla. Esquivaba por centímetros, su melena oscura siguiendo la cadencia de cada giro, intercalando disparos secos que obligaban a Riona a bajar o rodar, y tajos de sus espadas curvas que brillaban bajo la luz temblorosa de la antorcha. El túnel se convirtió en un escenario vivo: acero contra acero, chispas arrancadas de las paredes, destellos que iluminaban la humedad como relámpagos atrapados en la piedra. Riona había cambiado. Cada paso firme era el eco de su entrenamiento con Sevika, cada embestida más certera, más violenta. Con un giro ágil recogió tierra húmeda con la suela y la lanzó al rostro de Samira para cegarla. La noxiana levantó el brazo, protegiéndose apenas, y rió con descaro. —Eso estuvo lindo. Pero todavía hueles a aprendiz. Riona no se detuvo. Cruzaba sus dagas en cortes ascendentes y descendentes, obligándola a retroceder, presionando como si quisiera empujarla fuera del túnel. Samira disfrutaba el juego; cada vez que contraatacaba con las espadas, la fuerza del golpe hacía vibrar los brazos de la joven hasta los huesos. En uno de esos cruces, una de las dagas de Riona pasó tan cerca que arrancó un mechón de cabello de Samira. El negro brillante cayó despacio al suelo húmedo. Samira se quedó quieta un segundo, la sonrisa fija como máscara. Sonrió aún más, pero la chispa en sus ojos traicionó un pensamiento fugaz: la niña casi la tocó. —Vaya… —Susurró, casi divertida. —Me alcanzaste. Cuidado, niña, si sigues así hasta podrías hacerme sudar. Riona, jadeando, apretó más fuerte sus cuchillas. —Entonces deja de hablar y sangra. Samira bajó el arma, se acomodó en una postura más seria, flexionando rodillas, los pies firmes sobre la piedra. Las espadas brillaron como fauces listas para morder. —Muy bien, ya se acabó la ronda de juegos. Ahora empieza lo real. Se lanzó primero. Un tajo descendente, otro horizontal, un tercero en diagonal. Riona cruzó sus dagas en un chispazo metálico, desviando apenas la embestida. El impacto le sacudió los brazos y, en ese instante mínimo de apertura, Samira le descargó un puñetazo que la hizo tambalear hacia atrás. —¿Notas la diferencia? —Se burló, avanzando como un felino en plena cacería. El siguiente intercambio fue brutal. Riona desvió un corte de espada, pero la noxiana respondió con un rodillazo al abdomen que le arrancó el aire. Apenas logró cubrirse de otro tajo, y recibió un codazo en las costillas que le sacó un gemido ahogado. Cada intento de cubrirse terminaba castigado con precisión quirúrgica. El sudor corría por la frente de Riona, mezclándose con la sangre de la mejilla abierta. Pero no retrocedía. Cada jadeo era un desafío, cada golpe recibido, una chispa más en su rabia. Samira giró como un torbellino, se deslizó por su flanco y, aprovechando la apertura, descargó un golpe seco con el codo en la nuca. El mundo de Riona se dobló, su cuerpo cayendo de rodillas. La tierra del suelo le quemó las palmas cuando trató de sostenerse. Samira apoyó una de sus espadas en el hombro de la joven y la miró como si evaluara una mercancía en el mercado. —Tienes agallas. Qué desperdicio. Sé mi aprendiz y quizá veas otro amanecer.. —Lo dijo ligera, casi divertida, como quien ofrece un brindis, no una salida. Riona levantó la cabeza, con los ojos encendidos de rabia. Escupió sangre al suelo. —Prefiero morir aquí… que respirar el mismo aire que tú. Samira suspiró con un gesto teatral, negando con la cabeza. — Con tu fuego y mis balas, habríamos hecho maravillas… pero prefieres pudrirte en este túnel. Giró el arma y, sin dudar, le descargó la culata contra la sien. La explosión de luz en su cabeza se apagó al instante, tragada por un negro absoluto. ... Lo primero que sintió Riona al recobrar la conciencia fue el martilleo de unas botas. Un estruendo acompasado que le atravesaba el cráneo como martillos de hierro. Cada paso era una punzada que hacía vibrar sus huesos. Abrió los ojos con esfuerzo. La visión era borrosa, un desfile de sombras que se estiraban contra las paredes húmedas como espectros. Cuando al fin se aclaró la imagen, lo entendió: columnas interminables de soldados noxianos atravesaban el túnel. Filas ordenadas, lanzas brillando con filo aceitado, armaduras que golpeaban al unísono como un solo corazón metálico. El aire apestaba a hierro, sudor y pólvora. Samira estaba allí. Apoyada con calma en la pared, como si todo fuese un espectáculo montado para ella. Sonreía como quien disfruta del clímax de una obra de teatro. —¿Quieres saber algo de mí, niña? —Dijo, como si hablara en un confesionario improvisado. —No nací en Noxus. Soy de Shurima. Crecí en un desierto que devoraba a los débiles, donde cada día era matar o morir. Y cuando Noxus me encontró, entendí que esa nación y yo teníamos el mismo lenguaje: conquistar, crecer, no detenerse jamás. Aquí nadie te regala nada, y eso es lo que lo hace perfecto. Se incorporó, el brillo de la antorcha danzando en su sonrisa torcida. —Por eso Noxus es invencible. Ni los juguetes de Piltover, ni su comandante, ni los niñitos rebeldes de Zaun tienen lo que se necesita para sobrevivirnos. Riona alzó la cabeza, la sangre escurriéndole por la sien. —Me importa una mierda tu historia. Samira rió encantada, casi complacida por la respuesta. Se inclinó lo suficiente para que sus ojos quedaran frente a los de ella. —Está bien, entonces no escuches mi historia. Escucha esto: tu silencio condenó a otros. Ekko, tu maestra… ellos van a morir, y tú no estarás allí para detenerlo. Su sonrisa se volvió cuchillo. —Y cuando los oigas gritar en tu conciencia, recuerda que fue tu culpa. Samira rió, encantada, y chasqueó los dedos. Tres soldados se separaron del desfile y acudieron de inmediato. —Yo debo irme. Les dejo a la pequeña… diviértanse con ella. Se inclinó hasta que Riona pudo sentir el filo de su sonrisa a centímetros del rostro. —Quiero que sufras mucho antes de encontrar tu muerte. Riona alzó la vista, la rabia devorándola, y la siguió con todo el odio que le cabía en el cuerpo. Intentó incorporarse, dar un paso hacia ella, pero los soldados la sujetaron con rudeza. —¡Samira! —Gritó, desgarrada, como si su voz pudiera atravesar las columnas de hierro y pólvora. La respuesta fue un golpe seco en la cara. La oscuridad volvió a tragársela. … Cuando despertó, el par de horas se habían convertido en un infierno sin rostro. Los golpes caían como lluvia ácida: puños que le partían los labios, patadas que le robaban el aire, filos que arañaban la piel solo para verla sangrar. El sabor metálico inundaba su boca; cada trago era óxido y derrota. Y en medio del dolor, la culpa. “Debí hablar. Debí hacer más. Debí gritar antes de que fuera tarde.” Cada golpe era un recordatorio de su silencio, de cómo había permitido que Piltover y Zaun caminaran ciegos hacia la caída. Imaginó a Ekko, a su maestra… imaginó sus rostros deformados por el miedo. Samira no necesitaba que los oyera gritar: bastaba con plantar esa idea para que su conciencia la desgarrara. Las carcajadas de los soldados retumbaban. Uno de ellos presionó un cuchillo contra su mejilla y trazó una “N” con calma, como si marcara ganado. Los demás sumaron cortes en brazos y piernas, no para matarla, sino para deleitarse en cada gemido. El desfile noxiano continuaba. Filas y filas de guerreros atravesaban el túnel, las lanzas brillando como estrellas aceitados, las armaduras golpeando al unísono. El túnel vibraba con ese pulso metálico, un corazón colosal que anunciaba el eclipse que se acercaba. Y entonces llegó la sombra. Una bestia imponente emergió de entre los soldados. Sus músculos parecían esculpidos en hierro, sus ojos dorados ardían como carbones en la penumbra. El suelo temblaba bajo cada paso, y con él, el pecho de Riona. El miedo fue primitivo, absoluto, como si la tierra misma reconociera a un depredador. No sabía qué era aquella criatura, pero comprendió que nada humano podía cargar ese peso en el cuerpo. Finalmente, el flujo se apagó. Quedaron unos cuantos guardias aburridos, bebiendo y riendo entre ellos. Miraban a Riona como a un juguete roto. —Ya basta de juegos. —Dijo uno, inclinándose sobre ella con una sonrisa podrida. —Hora de acabar con esto. —¿Y cómo? —Replicó otro con sorna. —Podríamos ahorcarla aquí mismo. —Mejor colgarla de una cuerda y dejarla de puntillas, que se asfixie despacio mientras nos mira. —Sugirió el tercero entre carcajadas. Uno más sacó un frasco pequeño y lo agitó con ansias. —O tomaré un poco de shimmer y le aplasto la cabeza con manos. Los demás lo callaron con insultos y risas. —¿Eres imbécil? ¿Gastar shimmer en esto? Ni en broma. El cabecilla levantó la voz con fastidio. —Basta de tonterías. La acuchillamos y ya. El de más rango se inclinó sobre ella, sujetándola del cuello con una sola mano y levantándola del suelo como si fuera un muñeco roto. Riona pataleó débilmente, las muñecas aún atadas, el aire escapando a tirones. Vio el destello del cuchillo y, un segundo después, el descenso implacable. El filo se hundió en su abdomen. El dolor fue blanco, enceguecedor, arrancándole un gemido ahogado. La sangre brotó tibia, manando en oleadas que manchaban el suelo inmundo. El soldado retiró el arma con crueldad y la soltó. Riona cayó pesadamente, la respiración quebrada, cada aliento más corto que el anterior. Sintió el frío del suelo lamiéndole la piel, indiferente, como si la tierra misma negara su existencia. La sangre se mezclaba con la humedad del túnel, expandiéndose bajo ella en un charco oscuro. El frío se le colaba en los huesos, y por primera vez aceptó lo inevitable: ahí terminaba todo. No era así como lo había imaginado. No sería la guerrera que soñó ser, ni la aprendiz que mostraría a Sevika lo mucho que había crecido. No habría gloria ni victoria; solo la risa de unos verdugos anónimos y el silencio de un túnel olvidado. Las fuerzas la abandonaban, y con ellas, la esperanza. Cuando estuvo a punto de rendirse, un movimiento en la penumbra quebró la monotonía del dolor. Detrás de uno de los guardias, una sombra se deslizó como un depredador paciente. Una mano de acero surgió y atrapó la cabeza del soldado. Un giro seco, certero: el crujido de las vértebras quebradas llenó el aire como un disparo. Los demás giraron, aterrados. La antorcha vaciló, revelando la figura de Sevika emergiendo de la oscuridad con el brazo metálico aún extendido, la mirada helada, letal. —¿Qué mierda…? —Balbuceó uno de ellos, retrocediendo. No hubo tiempo para más. Sevika se lanzó contra ellos con la brutalidad de una tormenta. No había adornos ni fintas: cada golpe era definitivo. El brazo de acero atravesaba, aplastaba, destrozaba. Huesos rotos, gargantas abiertas, cuerpos cayendo como muñecos enlodados. La masacre fue breve, precisa, despiadada. Riona, apenas consciente, veía a su maestra convertir a sus verdugos en carne rota. No eran golpes ruidosos ni caóticos; eran decisiones. Certeras, inevitables. Y en medio del dolor, una chispa de orgullo se encendió en su pecho. Esa era Sevika. La mujer que la había hecho fuerte. La sombra que siempre la protegería. Lo último que contemplaron sus ojos antes de cerrarse fue la figura de su maestra, triunfante, erguida entre cadáveres. Y murió con una sonrisa, convencida de que, si ese era su final, al menos le pertenecía a ella. Sevika corrió hacia ella, la sostuvo con torpeza. Buscó un destello en los ojos de Riona, una señal de vida. Nada. Ni un hálito. Solo la sangre escapando entre sus dedos de acero. —Riona… —Murmuró Sevika, la voz quebrándose como pocas veces en su vida. Una desesperación inusual se apoderó de ella; sus ojos, endurecidos por años de guerra y humo, se humedecieron. Con un gruñido ahogado, se volvió hacia uno de los cadáveres y hurgó entre sus ropas. Encontró un pequeño frasco de shimmer, lo arrancó con manos torpes y lo destapó a tirones. Regresó junto a Riona, apoyó su cabeza con un cuidado que no parecía suyo y dejó caer una sola gota en sus labios partidos. Luego inclinó su cuello, obligando a que el líquido bajara por la garganta inerte. —Mierda, niña… —Murmuró con los dientes apretados. —Aún te queda mucho por aprender. Nada. El silencio del túnel fue un abismo. Sevika la abrazó entonces, con un sollozo áspero que se le escapó de lo más profundo, un sonido que nunca habría permitido que nadie escuchara. —Maldita sea… —Susurró, apretando los dientes contra el dolor. En ese abrazo roto, una voz débil, apenas un murmullo, rasgó la penumbra. —Jamás imaginé verte llorar… y menos por mí. Sevika se apartó sobresaltada. Los ojos de Riona estaban abiertos, brillando con un resplandor antinatural, un reflejo vivo del shimmer. La mujer se secó las lágrimas con el antebrazo y gruñó, volviendo a su máscara de dureza. —Esto nunca pasó. Si lo cuentas… te mato. Riona sonrió débilmente, con la sangre seca en la comisura de los labios, y aún así, con orgullo. Pero enseguida su expresión se ensombreció. —Sevika… Zaun y Piltover están en problemas. —Lo sé. —Respondió ella, con voz grave y firme, ayudándola a incorporarse y poniéndose de pie a su lado. —¿Y cuál es el plan? —Preguntó Riona, apoyándose en su brazo, temblando, pero con la mirada fija. Sevika guardó silencio unos segundos, mirando hacia adelante, al fondo del túnel, como si pudiera ver más allá de la oscuridad. Sus facciones eran pétreas, pero en sus ojos ardía una decisión férrea. —En este momento… solo resistir. Riona frunció el ceño, el corazón latiéndole con furia. —¿Solo resistir? ¿No hay un plan? ¡Debemos hacer algo! Sevika la miró de reojo, y por primera vez en mucho tiempo, dejó escapar un gesto que no era burla ni dureza. —¿Confías en mí, niña? —Preguntó con voz grave. —Si alguna vez lo has hecho… este es el momento de demostrarlo. El silencio del túnel se volvió un juramento. Con paso lento, ambas comenzaron a caminar de regreso hacia Zaun, la maestra sosteniendo a su aprendiz, y la aprendiz confiando en que, por primera vez, resistir sería el único plan… por ahora. Sobre sus cabezas, aunque no lo vieran, la sombra del eclipse ya se deslizaba sobre la ciudad. Horas del eclipse. Caitlyn había pronunciado apenas un murmullo, cargado de terror y certeza: —Mierda… El eclipse. La señal. Apenas posó un pie fuera de la cama, el estruendo de las explosiones desgarró la ciudad. El suelo tembló como si respirara con furia, las paredes vibraron, y los ventanales se iluminaron con destellos naranjas antes de reventar en astillas de vidrio. El aire se impregnó de humo y pólvora. Vi despertó de inmediato, los ojos abiertos como cuchillas. —¿Qué pasa? —Gruñó, ya incorporándose, medio desorientada. —Ya comenzó… —Susurró Caitlyn, la voz helada, clavada en la ventana. La luz del eclipse teñía los techos de un rojo enfermizo, y bajo su sombra, el caos ardía en múltiples frentes: el cuartel de ejecutores envuelto en llamas, el consejo reducido a humo, explosiones al otro lado del río en Zaun, aparentemente en el refugio de los Firelights y, más allá, la prisión de Stillwater iluminada como una hoguera. Vi ya se estaba vistiendo mientras Cait seguía observando el desastre. Sin perder ritmo, tomó un par de prendas y se las lanzó. —¡Vamos, pastelito, rápido! —Dijo con urgencia, con ese tono áspero que rozaba la ternura en medio del desastre. Cait atrapó la ropa y se vistió con la precisión de quien ha repetido este gesto en mil madrugadas violentas. Ajustó hebillas, prendió cierres, todo con la frialdad de un ritual aprendido. Vi desapareció en el salón ropero y regresó con el arsenal: sus guantes hextech, el rifle de Caitlyn, y un cubo metálico que vibraba con una energía contenida que hacía zumbar el aire alrededor. Le lanzó el rifle a Cait, que lo atrapó sin vacilar, ajustando la mira con destreza. Solo entonces reparó en el cubo extraño entre las manos de Vi. —¿Y eso qué demonios es? —Preguntó, sin apartar la vista de su arma, pero con una tensión que delataba su inquietud. Vi se enfundó primero los guantes hextech. El chasquido de los cierres metálicos retumbó como un latido de acero. Luego sonrió con descaro. —Una pequeña mejora, cortesía de Jinx. Presionó el cubo contra su pecho. El artefacto se desplegó con un rugido mecánico que reverberó por todo el cuarto. Placas negras y doradas, brillantes y afiladas se ensamblaron sobre su cuerpo como un depredador envolviendo a su presa. En segundos, Vi se erguía más alta, más ancha, amplificada: cada músculo convertido en fuerza amplificada por la máquina. El exoesqueleto exhalaba vapor en cada junta como si respirara. Caitlyn la observó con un nudo en la garganta. Aquella figura no era solo su Vi: era algo más. Intimidante. Feroz. Casi inhumana. Vi bajó la mirada hacia ella y, pese a la armadura, sus ojos seguían siendo los mismos: chispeantes, descarados. —Hasta que finalmente estoy a tu altura. —Bromeó, arqueando una ceja. El nudo en la garganta de Caitlyn se deshizo en una sonrisa involuntaria. Ni el eclipse, ni las explosiones, ni la guerra podían borrarle esa chispa. Se giró una vez más hacia la ventana. Bajo la luz enferma del eclipse, pudo verlos: filas de soldados noxianos avanzando por las calles como una sombra organizada, un río de acero y gritos que se dirigía directo hacia ellos. —Ya están aquí… —Murmuró, el pulso helado en su cuello. Entonces apretó la mandíbula, el rifle firme entre las manos. —Yo voy por mi padre. —Dijo, echando a correr por el pasillo. —Y yo a la entrada. Retrasaré lo que pueda la llegada de esos bastardos. —Replicó Vi, la voz grave, firme, la promesa de acero en cada palabra. Se separaron al llegar a la escalera. Vi bajó a toda prisa, los guantes y el exoesqueleto resonando con cada paso metálico. El eco de su armadura era un tambor de guerra que parecía anunciarla antes de tiempo. Abrió la puerta principal de golpe… y el aire nocturno le devolvió una bofetada de realidad. El jardín, que tantas veces había visto impecable, estaba convertido en un cementerio improvisado. Los ejecutores que custodiaban la mansión yacían desparramados en la hierba húmeda, atravesados por flechas negras que aún vibraban en los cuerpos. La sangre se mezclaba con el rocío y el olor a hierro lo impregnaba todo. Más allá, decenas de soldados noxianos avanzaban en formación cerrada. Algunos portaban lanzas y escudos, otros mostraban cuerpos deformados, músculos hinchados y venas brillantes: shimmer bombeando como fuego líquido. Cada paso hacía retumbar el suelo, cada grito de guerra era un rugido que helaba la sangre. Vi se quedó helada. Su respiración se atoró un instante, y la sonrisa descarada que había mostrado minutos antes desapareció sin dejar rastro. El miedo le atravesó el pecho como una estaca: por primera vez entendió que ni siquiera con el exoesqueleto podría ser un muro contra un ejército entero. Y si caía, Cait y Tobias caían con ella. Una flecha silbó, rozando su mejilla, cortándole un mechón de cabello. Vi pestañeó, el corazón a punto de estallar. La realidad se le incrustó como un clavo: estaba sola contra un ejército. De un tirón cerró la puerta y se plantó contra ella, usando todo su cuerpo y la armadura como muro improvisado. El empuje desde el otro lado sacudió las bisagras, las tablas crujiendo bajo la presión. El metal vibraba contra su espalda. Vi apretó la mandíbula, el sudor resbalándole por la sien, y murmuró con un hilo de voz: —Mierda… Cait, espero que no demores. Mientras tanto, Cait alcanzaba la habitación de su padre, Tobias Kiramman. Este aún estaba vistiéndose, abrochándose la chaqueta con calma impropia del caos que estremecía la ciudad. —Padre, debemos evacuar ahora. —La urgencia se quebraba en la voz de Cait. Tobias alzó la vista, incrédulo, como si no terminara de entender. —¿Y qué pasará con la mansión? —Eso no importa en este momento. —Replicó ella con impaciencia, casi un grito. —Moriremos si no evacuamos. —Está bien. —Dijo Tobias con un suspiro. —Pero necesito un par de cosas. Cait apretó los dientes hasta dolerse. —Mierda, papá, ¿no entiendes que debemos irnos ya? Mientras buscaba entre sus pertenencias, Tobias respondió con calma pétrea: —Lo entiendo muy bien. Pero prefiero morir antes que irme sin lo que necesito. Cait tamborileaba con un dedo contra el marco de la puerta, cada segundo estirándose como una eternidad, la ansiedad clavándole garras en el pecho. Finalmente, Tobias exclamó: —Aquí está. —Guardó un pequeño objeto en su bolsillo, tomó su escopeta y se volvió hacia ella con una firmeza extraña. —Ahora sí, podemos irnos. Cait lo miró con incredulidad, pero en lugar de discutir, cambió de estrategia. —¿Aquí guardas alcohol del hospital? —Sí. —Respondió Tobias, abriendo un pequeño armario y sacando varias botellas. Se las entregó a su hija. Cait las observó con seriedad, asintió y guardó un par en los bolsillos de su chaqueta. El resto lo dejó atrás sin mirar atrás. Corrieron por el pasillo, las explosiones estremeciendo cada muro de la mansión, el polvo cayendo del techo con cada sacudida. Al llegar a la escalera, Cait gritó con desesperación, la voz ahogada entre humo y estruendo: —¡Vi! Miró hacia abajo justo cuando la puerta principal prácticamente explotó. La presión acumulada cedió de golpe, lanzando a Vi por los aires. Su cuerpo chocó contra el suelo de mármol, arrastrándose varios metros entre astillas y polvo. Los soldados irrumpieron de inmediato, una marea de acero y gritos. Vi, aún aturdida, rodó sobre su espalda justo a tiempo para ver cómo uno de los deformados por shimmer descargaba un puño descomunal contra el piso, abriendo un cráter a centímetros de su cabeza. El segundo golpe iba directo hacia ella. —Ni lo sueñes. —Escupió Vi, atrapando la mole con ambas manos. El exoesqueleto vibró, las juntas chirriando, mientras desviaba el golpe hacia un lado con un rugido que retumbó en las paredes. El suelo se quebró bajo el impacto. Dos más corrían hacia ella, lanzas brillando bajo la luz del eclipse. Desde lo alto de la escalera, Cait disparó con precisión quirúrgica: dos tiros, dos caídos. El tiro dibujó un destello en la penumbra y el humo se esparció como un velo. Ese segundo de respiro fue todo lo que Vi necesitaba. La luchadora se incorporó de un salto, el exoesqueleto rugiendo con cada movimiento. Arremetió contra el primer soldado, hundiéndole el puño en el estómago hasta doblarlo sobre sí mismo, y usó el cuerpo como ariete para estrellarlo contra otro. Ambos salieron volando contra la pared, las tablas quebrándose en una lluvia de astillas. Otro la embistió por el flanco. Vi lo recibió con un cabezazo seco que le partió la nariz, luego giró el brazo metálico en un arco amplio, lanzándolo por los aires como un muñeco de trapo. —¡Tenemos que retirarnos! —Gritó Cait, recargando sin apartar la vista del objetivo. Vi apenas asintió. Golpeó a un cuarto con un gancho ascendente que lo levantó del suelo, y antes de que cayera, lo estampó contra el piso con un martillazo doble de los guantes. La sangre salpicó como lluvia caliente. Una ráfaga de disparos resonó a su lado. Tobias, con la escopeta apoyada en el hombro, disparaba al bulto. No tenía la precisión quirúrgica de su hija, pero cada estampido derribaba al menos a uno, y mantenía a raya a los más cercanos. —¡No soy tirador, pero aún sé cómo volar cabezas! —Gruñó el viejo, cargando de nuevo con manos firmes. El aire se llenó de humo, fuego y gritos. Caitlyn disparaba con calma implacable, cada tiro un enemigo menos; Vi repartía golpes brutales, un huracán de acero y carne; Tobias cubría huecos, su escopeta rugiendo como trueno en la tormenta. Aun así, la marea no se detenía. Más soldados atravesaban el umbral, escalando sobre los cuerpos de sus compañeros. Vi retrocedió hacia la escalera, jadeando. Llegó hasta Cait, que ya estaba junto a su padre, disparando sin cesar. La mirada de la francotiradora era hielo y fuego a la vez. —Llévate a mi padre. Salgan por la ventana de nuestra habitación, ponlo en un lugar seguro… y vuelve por mí. Vi apretó los dientes, mirando el pasillo que se llenaba de enemigos. Dudó apenas un instante. —¡Ahora! —Gritó Cait, el rifle tronando entre las palabras. Con un suspiro rabioso, Vi se giró hacia Tobias. Lo tomó en brazos como si fuera un saco de hierro. —Perdón, viejo, pero no hay otra forma. —Gruñó Vi, y sin esperar respuesta salió corriendo con Tobias en brazos hacia la habitación de Cait. Cait se quedó sola. El estrépito de la batalla subía por las escaleras, botas y gritos mezclándose con el olor metálico de la sangre. Su respiración era un metrónomo helado, el ojo hextech ardiendo en su rostro. Los primeros soldados irrumpieron. Cait se movió antes que ellos golpearan: cada destello en su visión era una advertencia anticipada, cada parpadeo un movimiento que ya podía prever. Uno, dos, tres cuerpos cayeron con precisión quirúrgica, cada disparo colocado como una aguja en un nervio expuesto. El cuarto la forzó a improvisar. Retrocedió hasta la pared, impulsándose contra ella; giró en el aire con una gracia fría, descargando ambas piernas contra el pecho del enemigo. El crujido del impacto lo lanzó escaleras abajo, arrastrando a otros como fichas de dominó. Cait cayó pesadamente, rodó sobre un hombro, y ya estaba de pie, rifle en mano, respirando humo y pólvora. Sin perder tiempo, llevó una mano al bolsillo interior de su chaqueta y sacó una de las botellas. Con un movimiento seco, rompió el sello metálico contra el borde del rifle y la abrió. El primer disparo resonó como un latido: un soldado cayó con la frente perforada. Con la otra mano, Cait inclinó la botella, derramando alcohol sobre la alfombra y contra las cortinas, el olor agrio extendiéndose de inmediato. Otro enemigo avanzó. Cait giró sobre un pie, disparó a quemarropa, y mientras la sangre manchaba el pasillo, siguió derramando un rastro brillante y húmedo tras ella. Cada paso era doble: plomo y fuego líquido, muerte y preparación. El ojo Hextech era más que puntería: veía el arco de un hombro tensándose antes del golpe, el destello de una hoja reflejado en una pupila, el aire desplazado antes de que una flecha partiera. Todo sucedía antes de suceder. Y entre disparo y disparo, con esa calma letal que solo ella podía sostener, seguía abriendo botellas y regando el suelo como si pintara con gasolina invisible. El pasillo entero era ya una trampa: un reguero inflamable serpenteando hacia la habitación como una serpiente invisible, empapando alfombras y madera vieja con el hedor agrio del alcohol. Cuando al fin se apoyó contra el marco de la ventana de su habitación, desde el pasillo hasta allí era un charco aguardando fuego. Vi no aparecía todavía. Cait apretó los dientes y siguió disparando, volcando otra botella sobre su escritorio, contra los cortinajes, contra la cama que se impregnó como mecha viva. Un soldado alcanzó a golpear su rifle. El impacto resonó metálico contra sus manos, pero Cait giró con la misma fuerza que la empujaba: el arma se convirtió en palanca y lanzó al enemigo directo contra el ventanal. El cuerpo salió despedido, y su grito terminó en seco al empalarse en la estatua de su madre. La sangre oscura resbaló por el mármol de su rostro pétreo. Otro descendió sobre ella desde arriba. Cait sintió la sombra en su ojo hextech antes de que cayera. Se agachó con un movimiento seco, descargó una patada ascendente que quebró mandíbula y dientes en un chasquido húmedo, y antes de que el cuerpo cayera, le hundió otra patada en el abdomen, estampándolo contra la pared con un gemido roto. Y entonces escuchó la voz de Vi desde el patio, rugiendo entre el estrépito: —¡Lánzate, te atraparé! Cait se asomó un segundo, el eclipse tiñendo de rojo los mechones de su cabello. Gritó de vuelta: —¡Dispara! Vi parpadeó, desconcertada. —¿Qué? —¡Dispara aquí dentro! —Vociferó Cait, empujando a otro con la culata del rifle, la voz como un látigo. Vi dudó. Los guanteletes vibraban en sus brazos. —Pero… —¡Hazlo ya! —Replicó Cait, los ojos encendidos como cuchillas de luz. Vi apretó los puños. Dos rayos hextech cruzaron la noche con un rugido eléctrico. En el instante previo al impacto, Cait saltó por la ventana, cubriéndose el rostro con el antebrazo. El estallido fue un sol desatado. El alcohol ardió de golpe, una llamarada voraz que devoró paredes, muebles y hombres. El calor salió disparado hacia afuera, un rugido vivo que arrancó gritos agudos de los soldados, sus cuerpos ardiendo mientras intentaban escapar. Algunos se lanzaron al vacío, cayendo como antorchas humanas en el patio, retorciéndose en su propia combustión. Vi atrapó a Cait en sus brazos, el metal del exoesqueleto vibrando por el retroceso. —Te tengo. Cait respiraba entrecortada, el corazón como tambor en el pecho. Se bajó de sus brazos y quedó mirando un segundo cómo las llamas trepaban por lo que había sido su hogar, las figuras ennegrecidas retorciéndose en ventanas y balcones. Vi la tomó del brazo, la seriedad apagando todo resto de broma. —Tenemos que irnos antes de que lleguen más. Ambas corrieron por el patio, la mansión ardiendo a sus espaldas como un funeral encendido. Un noxiano les salió de frente, lanza en mano. Vi giró todo el torso, el exoesqueleto rugiendo, y lo derribó con una patada frontal que lo hizo volar contra un arbol. Otro la embistió por el costado: ella lo recibió con el antebrazo electrificado, desviándolo con tal brutalidad que su cuerpo atravesó una de las esculturas del jardín y quedó colgado encima como trapo inútil. Cait cubría desde atrás. Su ojo hextech era precisión pura: cada disparo un punto vital, cada bala una sentencia. Una arteria reventada, una tráquea colapsada, un ojo atravesado por el plomo. Era la muerte vestida de calma, fría, exacta. El suelo del patio se había vuelto una trampa: resbaladizo de sangre y cubierto de escombros. Cait casi perdió el equilibrio, pero Vi ya la tenía tomada del brazo, sin apartar la vista del frente. —¡Muro! —Exclamó Cait, señalando la muralla ennegrecida por el hollín y el fuego. Vi no se detuvo. Giró apenas la cabeza hacia ella, los ojos encendidos por la resolución, la respiración escapando en nubes de vapor. —Agárrate fuerte. Cait se aferró a su cuello, las piernas ceñidas al torso de Vi. La luchadora flexionó las rodillas, el exoesqueleto vibrando con un zumbido bajo, como un animal dispuesto a saltar. Los músculos de Vi se tensaron, amplificados por las placas negras que crujían al acumular la fuerza. Y entonces lo hizo. El salto fue un rugido mudo en la noche. El aire se desgarró a su alrededor, el viento les arrancó el aliento y el humo se enroscó en su trayectoria como serpientes negras. La muralla se volvió un espejismo: un obstáculo que se quedó atrás en un parpadeo. Por un instante, Cait sintió la ingravidez de estar suspendida en el aire, el eclipse tiñendo su piel con un rojo enfermizo. Cayeron. Vi descargó todo el peso sobre sus piernas. El impacto resonó como un trueno contenido: ambos pies se hundieron en el pavimento, dejando dos huecos profundos, y la vibración se expandió en ondas que agrietaron la piedra. Fragmentos de concreto saltaron alrededor como metralla. Cait sintió el golpe treparle por la columna, pero Vi la sostuvo firme, inmóvil como un muro de acero. La adrenalina aún chisporroteaba en sus venas, una corriente viva que les impedía quedarse quietas. Corrieron hacia un callejón angosto, bordeando el perímetro trasero de la mansión. Cada zancada era un jadeo, cada inhalación, una herida: el aire impregnado de ceniza y hollín laceraba los pulmones como vidrio molido. Finalmente alcanzaron el punto de reunión: un refugio improvisado, oculto entre escombros y una carreta oxidada cubierta por lonas polvorientas. El interior apenas ofrecía espacio para resguardar un par de cuerpos, pero bastaba para desaparecer a simple vista. Allí estaba Tobias. Vivo. Inmóvil. Los ojos dilatados entre incredulidad y alivio, como si no acabara de aceptar que había sobrevivido. Cait giró hacia Vi en cuanto se sintieron seguras, la voz cargada de urgencia: —¿Estás herida? Tobias se adelantó incluso antes de que Vi respondiera, evaluándola con ojo clínico. Vi negó con un gesto, restándole importancia. —No te preocupes, solo un golpe en la cabeza en la caída, nada más. —Nunca tomes a la ligera una contusión en la cabeza. —Replicó Tobias con severidad, frunciendo el ceño. —O perderás de nuevo la memoria. Vi soltó una media sonrisa, acompañada de un resoplido burlón. —Está bien, viejo, tienes razón. El ambiente se alivianó un instante, aunque la tensión de la huida seguía pesando sobre los tres. Mientras Tobias revisaba a Vi, Cait se apoyó contra la pared derruida y sacó la radio del cinturón. El dispositivo, compacto y sobrio, llevaba el emblema de los Kiramman grabado en relieve. El mismo que había distribuido entre sus equipos para coordinar la operación de infiltración en Noxus… la misma que, en los planes originales, debía comenzar ese mismo día. Presionó el botón de transmisión. Su voz emergió tensa, precisa, desde el filo entre el miedo y el deber: —Aquí Caitlyn Kiramman. ¿Alguien me copia? ¿Me escuchan? Solo estática. —Repito: ¿alguien me copia? La mansión Kiramman fue atacada. Varios sectores de la ciudad parecen comprometidos. Necesito comunicación operativa inmediata. ¿Alguna unidad en frecuencia? Segundos interminables. Entonces una voz emergió, cargada de agotamiento y ceniza. —Te copio, Cait. Habla Jayce. Todo está… en llamas. Noxus ha desplegado ataques coordinados. El pulso le golpeó las sienes. Cait asintió para sí. —¿Tienes noticias de Lux? ¿Y de Jinx? —Lux está conmigo. —La pausa fue densa, como si se aferrara a esa certeza. —Jinx alparecer se dirigió sola a la base de los Firelights. El gesto de Cait se endureció. Aquello era tan caótico y desordenado que por un instante le recordó a ella misma: imprevisible, intempestiva, siempre irrumpiendo sin permiso. Vi giró la cabeza, el nombre encendiendo un destello en su mirada. —¿Jinx? —Incrédula. Cait levantó una mano, pidiéndole calma. Tras un segundo de tensión, Vi respiró hondo y contuvo el impulso. Una nueva interferencia atravesó el canal, y de pronto una voz emergió con nitidez inesperada: —Aquí Sarah Fortune. Estoy a bordo con Lynn. Tenemos la zona contenida, pero se divisan decenas de flotas enemigas en altamar. Controlado, por ahora. El tono era de hierro, cada palabra golpeando con la seguridad de quien manda sobre las olas. —Bien. Mantén tu posición. El puerto es esencial. —Replicó Caitlyn, la tensión arañándole la garganta. —De eso no te preocupes. —La voz de Sarah bajó un tono, férrea, casi con un deje de burla. —Nada pasará por mis aguas. Cait apretó el transmisor con más fuerza, como si quisiera anclar esa promesa a la realidad. Pero su mente ya estaba en otra ausencia. La súplica quemaba en su garganta antes incluso de pronunciarse. Cambiando la frecuencia, abrió el canal privado. —¿Steb? ¿Me copias? Solo estática. —Steb, ¿me recibes? —Repitió, la voz más dura, como si la firmeza pudiera arrastrar una respuesta del vacío. Un crujido. Silencio. Nada. El eco del canal vacío se le incrustó bajo la piel como un clavo helado. Steb jamás rompía protocolo. Jamás. La certeza de que algo estaba mal le estrujó el pecho. Regresó al canal general, con la voz endurecida pero clara: —Sevika... Nada. Ni Sevika. Ni Ekko. Ni Steb. Algo andaba mal, un presentimiento se volvía insoportable, un hueco que crecía más con cada segundo de silencio. —Jayce. Sarah. Me dirijo al cuartel de ejecutores. Tengo que encontrar a Steb. La respuesta de Sarah llegó al instante, firme como un cañonazo. —Lynn se moviliza hacia allí ahora mismo. Refuerzo en camino. Cait cerró los ojos un instante, respiró hondo, y la decisión se endureció en su voz. —Jayce, tú y Lux irán tras los concejales. Aseguren su resguardo a toda costa. Si caen ellos, caemos todos. Hubo un segundo de silencio al otro lado, apenas interrumpido por el chisporroteo de la línea. Luego Jayce respondió, con tono grave: —Entendido. —Mantengan la frecuencia abierta. —Añadió Caitlyn, el pulso firme, aunque por dentro sintiera la presión morderle las entrañas. —Quiero actualizaciones constantes de cada uno de ustedes. Guardó la radio con un gesto preciso, como si al encajarla en el bolsillo pudiera también atrapar sus propios miedos. Entonces giró hacia Vi. Esta vez no como compañera de batalla, sino como quien observa una grieta en alguien que no debería quebrarse. —¿Aún tienes fuerzas para continuar? —Preguntó, la voz baja, pero con filo de acero. Vi levantó la vista. La sangre seca aún le marcaba la sien, pero en sus labios apareció esa media sonrisa ladeada, tan insolente como frágil en el fondo. —Sí. Solo es una contusión. —Se encogió de hombros. —He despertado peor después de una noche de copas en Zaun. Caitlyn rodó los ojos, pero la sonrisa le rompió la coraza antes de que pudiera evitarlo. Esa maldita habilidad suya para desafiar incluso a la muerte con sarcasmo. Tobias, que había estado evaluando a Vi con la linterna que siempre cargaba en su bolsillo, se incorporó despacio. Su gesto era clínico, pero la urgencia le tensaba las facciones. —Debo ir al hospital. —Dijo Tobias sin titubeo. —Habrá demasiados heridos que necesitarán atención inmediata. El tiempo se congeló. Las explosiones afuera quedaron ahogadas, como si fueran ecos lejanos de otro mundo. Lo único que Caitlyn escuchaba era el martilleo frenético de su propio corazón. Una parte de ella quiso gritar, sujetarlo, suplicar que no se moviera de allí, que no podía permitirse perderlo ahora. Que si lo perdía, también perdería una parte esencial de sí misma. —No… —Susurró apenas, la voz quebrada. —Papá, no. Los ojos de Tobias la encontraron. No había miedo en ellos. Solo resolución. La misma convicción que Caitlyn reconocía en sí misma cada vez que empuñaba un rifle sabiendo lo que estaba en juego. Se lanzó hacia él y lo abrazó. Se aferró como cuando era niña, como si ese gesto pudiera contener al mundo o detener al tiempo. Le acarició el rostro con las yemas de los dedos, pero las manos le temblaban tanto que apenas podía controlarlas. —Prométeme que volverás… que te cuidarás. Por favor. Tobias levantó la mirada hacia Vi, y con un gesto silencioso le pidió espacio. Ella entendió, asintió con una media sonrisa resignada y salió del refugio para vigilar el callejón. Entonces Tobias volvió a su hija. Sacó despacio un reloj dorado de su bolsillo, antiguo, elegante, tan gastado como imborrable en su memoria. Caitlyn lo reconoció al instante, los ojos abriéndose antes de llenarse de lágrimas. —El reloj de mamá… Tobias le secó las lágrimas con ternura, usando el dorso de la mano. —Perteneció al amor de mi vida. Nunca lo solté desde que ella partió. Ahora debe ir contigo. —No, padre, yo no… Él colocó el reloj en su pecho, firme, apretando hasta que sintió su corazón latir debajo. — No lo entiendes, hija. Tú llevas la carga de la ciudad y el futuro de todos. Tu madre estará contigo en cada disparo, en cada decisión. Yo ya viví mi guerra… ahora es tu turno. Que este recuerdo te recuerde por quién luchas. Cait apretó la mano de su padre sobre su pecho. Las lágrimas corrían libres ahora, pero en su voz temblorosa ardía la decisión. —Está bien, padre… Haré todo para que tanto tú como mamá estén orgullosos de mí. Tobias asintió, la certeza iluminando su rostro cansado. —De eso no me cabe la menor duda. Miró hacia la entrada, asegurándose de que Vi no estuviera mirando, y sacó algo más de sus dedos: los anillos de matrimonio, uno suyo y otro de la madre de Caitlyn. El metal brillaba apagado bajo la penumbra. —Esto es para ustedes dos, para cuando llegue el momento. Los depositó en la mano de Cait quien sollozó, cerrando el puño sobre ellos. —Padre… aún queda mucho para eso. Y tú estarás allí. Él negó suavemente, depositando un beso largo en su frente. —Nadie puede asegurar eso. Pero sí puedo asegurarte esto: te amo. —Yo también, padre… —Susurró, apenas audible, aferrándose a él como si ese instante fuera eterno. Se separaron. El último abrazo se sintió como una despedida. Tobias no volvió la vista atrás cuando se internó en el callejón, con la serenidad fatalista de quien camina directo hacia el infierno porque sabe que es su deber. Vi regresó en silencio, posó su mano firme en el hombro de Caitlyn. —Todo estará bien. —Dijo con una serenidad que ni el caos alrededor podía quebrar. Caitlyn sostuvo su mirada, y aunque la voz le salió apenas como un hilo de aire, asintió: —Sí. Unos segundos más de silencio, compartiendo la misma respiración agitada, los mismos corazones desbocados que buscaban acompasarse. Entonces Caitlyn inspiró hondo, volvió a erguirse con la rigidez de la comandante y ordenó con voz clara: —En marcha. Ambas se adentraron en la noche, rumbo al cuartel de ejecutores, con la despedida de Tobias aún encendida en el pecho de Caitlyn. La herida emocional se había convertido en acero. La ciudad ardía en cada esquina, transformada en un laberinto de humo y ruinas. Pasaban entre callejones donde las paredes aún exhalaban calor, donde los cadáveres recientes parecían observarlas con ojos vidriosos que reflejaban el eclipse. Sus pasos eran veloces, firmes, pero cada inhalación era un tormento: el aire raspaba la garganta como si tragaran cristales ardiendo. Tres cuartos de hora después alcanzaron el perímetro. El silencio no era calma, sino la antesala de algo que ya había sucedido. El aire estaba saturado de humo y pólvora. Vi lo rompió con un gruñido, su voz cargada de frustración y furia contenida: —¿Cómo mierda lograron entrar tantos? Caitlyn se detuvo tras lo que quedaba de un muro derruido. Desde esa posición, la devastación era evidente: el cuartel ennegrecido, su fachada mordida por las llamas, el eco del colapso aún vivo en la piedra. —Siempre hubo huecos, Vi… —Dijo con un tono bajo, firme, sin temblor. —El Ancla Roja. Los túneles. Las infiltraciones que todos fingieron ignorar. Era una bomba de tiempo. Y cuando quisimos desactivarla, la política nos ató las manos. Su ojo Hextech brilló, vibrando con rabia fría —Y ahora pagamos el precio de una ciudad dividida. Una ciudad que apenas comenzaba a levantarse. Vi apretó los dientes, su mandíbula marcada por la frustración. —Entonces los vamos a hacer pagar por cada maldito paso que den. —Ponte a cubierto. —Ordenó Caitlyn. Su voz ya no era súplica ni duda. Era la de una comandante. Vi se colocó a su lado, ambas en postura defensiva, los sentidos tensos como arco. El cuartel frente a ellas era un cadáver ardiente. El estandarte ondeaba a media asta, su tela devorada por una llama irregular que parecía reírse de su símbolo. Partes del techo habían colapsado, y del interior emergía un humo espeso que mezclaba el olor de piedra calcinada con un tufo más cruel: carne. Entre las grietas aún resonaban gritos apagados, una masacre que había ocurrido minutos antes. Entonces, el recuerdo golpeó con violencia. La primera visión inducida por el ojo Hextech. No era un delirio. Era esto. El cuartel ardiendo. La bandera envuelta en llamas. La entrada devorada por fuego. Y Jhin. Jhin, emergiendo entre el humo, tan nítido como si ya estuviera allí. Sosteniendo su arma. Apuntando. Disparando. La ambigüedad había desaparecido. Era una advertencia. Caitlyn apretó el rifle contra su hombro, sus dedos firmes, la respiración controlada. El miedo estaba allí, latiéndole en las sienes como un tambor desbocado, pero lo agarró del cuello y lo encadenó a la culata de su rifle. Lo transformó en puntería. Y una sola pregunta, urgente, insoportable, atravesó el silencio: ¿Dónde estaba Jhin ahora? … El camarote olía a sal y a piel. La lámpara oscilaba con cada movimiento del navío, arrojando sombras que se estiraban como garras sobre la madera. Sarah y Lynn yacían desnudas entre las sábanas desordenadas, todavía con el pulso acelerado, el aire cargado del calor de un deseo recién extinguido. Lynn jugueteaba con un mechón rojo que se le había pegado a la frente, mientras Sarah, medio incorporada, fumaba despacio, exhalando espirales de humo que parecían escribir secretos en el techo. —¿Crees que en otros barcos haya camas más suaves? —Preguntó Lynn con una sonrisa floja, aunque en su voz había un temblor extraño, casi como si hablara solo para llenar el silencio. Sarah arqueó una ceja, sin mover los ojos del techo. —No existen camas más suaves que las que arruinas tú. Ambas rieron bajo, pero el sonido se quebró con un estruendo lejano. Una explosión mordiendo el horizonte. Otro lo siguió, más cercano. El navío entero vibró, como si bajo las tablas se agitara un monstruo marino. Lynn se irguió bruscamente, la piel erizada. —¿Lo sentiste? ¿O fue mi imaginación? —No fue tu imaginación. —Sarah ya apagaba el cigarro, seria, el gesto imperturbable como si hubiera estado esperando ese momento. En segundos se vistieron a medias, cuando la puerta fue golpeada con urgencia. —Adelante. —Ordenó Sarah, ajustándose las botas con calma casi irritante. Roger irrumpió, el rostro endurecido. —Almirante… Piltover está siendo invadida. Interceptamos a algunos soldados que se dirigían a nuestra posición, por ahora. Sarah no se alteró. Se acomodó la chaqueta como quien se viste para una cena, la mirada dura como filo de acero. —¿Y en altamar? —Nuestra nave de exploración reporta decenas de barcos aproximándose. —La voz de Roger cargaba el peso de la urgencia. Lynn lo miró con incredulidad, la alarma en su tono la hacía parecer más joven. —Sarah… no hay flotas suficientes para detener tantos barcos enemigos. Sarah dejó caer la colilla en un vaso vacío. El chasquido al apagarse sonó más fuerte que los cañones. —Roger, tú sabes el plan. Ejecútalo. El hombre inclinó la cabeza, la tensión visible en sus hombros no opacaba el respeto absoluto. —Sí, mi señora. Cuando Roger salió, Lynn se giró hacia Sarah, el ceño fruncido. —¿Qué plan, Sarah? ¿Cómo sabías que vendrían soldados hasta el barco? Sarah se acercó lentamente, con una calma tan calculada que helaba más que el cañón más cercano. Le rozó los labios en un beso breve, casi irónico. —Cariño, soy una caja de misterios. Y las cajas se rompen cuando uno insiste demasiado en abrirlas. —¿Entonces no confías en mí? —Preguntó Lynn. Su voz tenía filo, pero bajo él vibraba otra cosa: miedo… o tal vez culpa. Sarah sonrió. No de ternura, sino de alguien que ve a través del otro. —Confío. Pero recuerda: confío más en los misterios que en las verdades. Se sostuvieron la mirada en un silencio pesado, hasta que Sarah se enderezó. Su voz recuperó la dureza de mando. —Toma tus armas. Cada una lo hizo. Sarah abrió compartimientos ocultos, sacando revólveres, cuchillos y una espada, como si todo el camarote fuese una armería secreta. Lynn tomó su escopeta y una porra. La joven la observó de reojo, con un destello en la mirada que Sarah no dejó pasar: no era solo miedo… era algo más, una sombra que se escondía detrás de la urgencia. Sarah inspiró hondo, ajustándose el cinturón con calma de ritual. —Iré a cubierta. —Yo… intentaré contactar al cuartel por radio. —Respondió Lynn, desviando la vista demasiado rápido. Momentos después, Sarah salió a cubierta. El aire olía a sal, a pólvora y a humo traído desde la ciudad en llamas. El eclipse teñía las aguas de un rojo oscuro, como si el mar también ardiera. Y allí estaba Roger, apoyado contra la barandilla, un puro encendido entre los labios. El humo ascendía lento, perdido en la brisa que traía consigo un presagio metálico de guerra. —Aún no se ve nada. —Informó, sin apartar la vista del horizonte. —Pero ya di aviso a todas las divisiones. Sarah caminó hasta su lado, el sonido de sus botas seco sobre la cubierta. Su expresión era la misma de siempre: fría, afilada, como si las llamas del puerto fueran poco más que decoración. —¿Tienes miedo? —Preguntó, ladeando la cabeza con un dejo de burla. Roger negó despacio, expulsando una nube gris que el viento deshizo de inmediato. —Ya estoy demasiado viejo para eso. Y si lo tuviera, ¿qué cambiaría? Sarah sonrió apenas, un brillo peligroso en la mirada. —Puede que esta sea la batalla más grande que hayamos enfrentado. Roger soltó una carcajada ronca, arrastrada por los años y el humo. —Sí. Probablemente la última. Pero si todo sale como planeamos… seremos leyendas. Vivos o muertos, ¿qué más da? Leyendas igual. Sarah sacó un puro de su chaqueta, lo encendió con calma y acercó la brasa al de Roger hasta que ambas puntas chisporrotearon juntas, como si brindaran en mitad de un funeral adelantado. —Eso espero, amigo mío. —Le dio una larga calada, dejando que el humo se mezclara con el aire cargado de ceniza. —Aunque te advierto algo: si terminamos en el infierno, más te vale que sigas cargando tabaco. Roger soltó una risa breve, sincera, y por un instante los dos parecieron ajenos a la marea de acero que se cernía sobre ellos. El golpeteo de pasos apresurados interrumpió el humo compartido. Lynn apareció en cubierta, el rostro encendido por la urgencia, la radio apretada en su mano como si fuera lo único sólido en ese instante. El aparato chisporroteaba con estática, su luz verde parpadeando débil en la penumbra. —Sarah… es Caitlyn. —Su voz estaba cargada de un temblor apenas disfrazado de firmeza. Sarah arqueó una ceja, la sonrisa ladeada como si aquello le pareciera casi un juego. —Oh, cierto, la radio que nos pasó. —Comentó con ironía suave, extendiendo la mano. —Lo había olvidado. Tomó el aparato con calma felina y se lo llevó a los labios. —Aquí Sarah Fortune. Estoy a bordo con Lynn. Tenemos la zona contenida, pero se divisan decenas de flotas enemigas en altamar. Controlado, por ahora. La respuesta de Caitlyn llegó atravesada por ruido blanco, pero la urgencia era inconfundible. —Bien… mantén tu posición. El puerto es esencial. Sarah aspiró de su cigarro y dejó que la exhalación se confundiera con la bruma marina. Su voz salió firme, cortante, como acero afilado en agua helada. —De eso no te preocupes. Nada pasará por mis aguas. El silencio que siguió en la frecuencia fue más pesado que cualquier cañonazo. El crujido de las maderas del barco y el oleaje contra el casco llenaron el espacio vacío. Lynn bajó la mirada, como si cargara un peso demasiado grande, y murmuró: —Sarah… me voy. —Sus dedos apretaban el metal de su radio como si quisiera arrancarle otra voz, otra certeza. —Necesito llegar al cuartel. Nadie responde en la frecuencia y, por la dirección del fuego en el horizonte… sé que está en peligro. Antes de que Sarah pudiera replicar, Lynn ya se movía hacia la escalerilla. El golpeteo de sus botas sobre la madera sonaba apurado, decidido. —Cuídate, Lynn. —Dijo Sarah con una calma gélida, que más que una despedida parecía una orden. Lynn giró un segundo, su silueta recortada contra la luna sangrienta del eclipse. —Tú también. —Su voz arrastraba algo más que preocupación: un matiz oscuro. Luego bajó de un salto y se perdió entre la bruma en su moto, el rugido del motor devorado por la noche. Sarah quedó inmóvil, los labios aún marcados por el cigarro, la mirada fija en el punto donde ella había desaparecido. Roger la observaba de reojo, pero no dijo nada. La radio volvió a chisporrotear, desgarrando el silencio. —Sevika… —La voz de Caitlyn sonaba quebrada, seguida de estática y luego más clara. —Jayce, Sarah… me dirijo al cuartel de ejecutores. Tengo que encontrar a Steb. La respuesta de Sarah fue inmediata, sin titubeo, como si no existiera nada que pudiera sorprenderla. —Lynn se moviliza hacia allí ahora mismo. Refuerzo en camino. El canal chisporroteaba con estática, la voz de Caitlyn seguía sonando, pero Sarah ya no la escuchaba. Bajó la radio lentamente, como si el peso del aparato fuese ajeno a su mano. La voz de Cait se volvió ruido blanco, un murmullo ahogado por el crujir de la madera y el rugido del mar. Sarah apagó la radio como quien cierra un ataúd y la dejó pender de su mano, más pendiente del horizonte que de cualquier súplica. No miró a Roger. Ni siquiera fingió prestar atención. Se perdió en sus propios pensamientos, tras esa máscara fría y hermética que usaba como armadura. Roger la observó en silencio, el puro consumiéndose entre sus dedos. Dio una última calada profunda, escupió por la borda y murmuró con esa calma de los que ya aceptaron su destino: —Ya está aquí. Sarah sacó su telescopio del cinturón, desplegándolo con un chasquido metálico. Se llevó el cristal al ojo y el horizonte se transformó en un campo de luces rojas y sombras alargadas. Antorchas diminutas parpadeaban sobre la negrura, y poco a poco, los perfiles de decenas de barcos emergieron de la bruma como monstruos con dientes de hierro. Bajó el telescopio con calma. El brillo de sus ojos era tan frío como las aguas que la rodeaban. —Es hora de moverse, Roger. —Dijo con voz grave, cargada de esa certeza que helaba la sangre y, al mismo tiempo, la encendía. … En la habitación principal de la antigua mansión Talis reinaba una penumbra densa, cálida, como si las paredes guardaran todavía ecos de historias que nadie contaba. El aire estaba impregnado de una brisa nocturna que movía las cortinas apenas, trayendo consigo el rumor lejano de los árboles que se mecían con el viento. La cama era un campo de batalla en sí misma: sábanas desordenadas, piel contra piel, respiraciones acompasadas después del desorden eléctrico de la noche. Jinx yacía boca arriba, un brazo extendido sobre el torso de Lux. Sus tatuajes brillaban pálidos bajo la luz mortecina, cicatrices y tinta en un lienzo desordenado. Lux, en contraste, dormía con la serenidad de alguien que, por un instante, había encontrado refugio: su pecho subía y bajaba despacio, el cabello rubio esparcido como un halo sobre la almohada. Era una calma impostora. Un estruendo lejano desgarró el silencio. La vibración recorrió los cimientos de la mansión, ligera pero suficiente para despertar a ambas. Lux abrió los ojos de golpe, llevando la sábana a su pecho, los músculos tensos, los sentidos alertas. Jinx reaccionó con el instinto de alguien que nunca había conocido el descanso real: rodó hacia un costado y buscó sus armas en el suelo, los dedos crispados como si ya estuviera a punto de disparar. —¿Qué fue eso? —Preguntó Lux, con la voz ronca aún por el sueño. —Explosión. —Gruñó Jinx, asomándose a la ventana sin molestarse en cubrirse. —Y no fue de las pequeñas. Lux la siguió, envuelta en la sábana como si fuera armadura improvisada. Desde el horizonte se alzaban resplandores anaranjados, columnas de humo que arañaban el cielo. Otra detonación iluminó fugazmente el rostro de Jinx, pintándole los ojos con un brillo salvaje. —Piltover está ardiendo. —Murmuró con una certeza inquietante, como si lo hubiera estado esperando. Lux sintió un escalofrío que le recorrió la columna. —No puede ser… ¿hoy? —Su voz se quebró. —Se suponía que hoy partíamos… —El eclipse. —Jinx lo dijo como quien revela el final de una broma cruel que ya conocía. La puerta se abrió de golpe. —¡¿Jinx?! ¡¿Lux?! ¿Escucharon eso? ¡Tenemos que…! Jayce se congeló a medio paso. La escena fue un mazazo: Jinx completamente desnuda frente a la ventana, Lux envuelta a medias, la piel aún arrebolada. Tragó saliva con tanta fuerza que casi se atragantó y giró sobre sus talones, cubriéndose los ojos con torpeza. —¡Por las runas, no! ¡Alguien póngase ropa, por favor! —¡Jayce! —Protestó Lux, enterrándose más en la sábana. —¡Toca la puerta antes de entrar! —¡Había explosiones! ¡El suelo temblaba! ¿Cómo iba a pensar que…?! —Sí, sí… —Interrumpió Jinx, recogiendo sus pantalones del suelo sin el menor pudor. —El fin del mundo y tú preocupado porque viste un poco de piel. Prioridades, ¿no? Jayce empezó a pasear por la habitación como un animal enjaulado, murmurando entre dientes. —Mierda… no tenemos un plan… no tenemos un plan… Lux lo miró con preocupación, vistiéndose a toda prisa. Jinx, ya armada y con su chaqueta al hombro, se plantó frente a Jayce. Le soltó una bofetada seca que lo mandó de espaldas contra el suelo. —Para alguien que volvió de la muerte, gritas demasiado como si estuvieras a punto de morirte otra vez. —Lo miró con frialdad. Jayce se sobó la mejilla, indignado. —¡¿Era necesario?! —Siempre es necesario. —Jinx se encogió de hombros. —Si no era por esto, seguro me debías otra. Lux suspiró, le tendió la mano a Jayce para ayudarlo a levantarse, y con voz firme dijo: —Tenemos que reagruparnos. Primero tu madre. Después, decidir qué hacer. En el salón principal, los cuatro finalmente coincidieron. La mansión Talis, por lo apartada que estaba, no había sufrido el embate directo: ninguna ventana rota, ningún muro ardiendo. Solo el eco lejano de la catástrofe. Desde las ventanas, sin embargo, se veían puntos de fuego a lo lejos. Piltover y Zaun parecían arder a la vez, aunque la distancia volvía todo difuso, como postales incendiadas en la lejanía. Jinx permaneció inmóvil, con la mirada fija en las luces rojas que manchaban el horizonte lejano. No dijo nada al principio, solo apretó los labios como si estuviera conteniendo una tormenta entera. Finalmente murmuró, apenas audible: —Lux… me voy. La voz de Lux se quebró al instante. Se giró hacia ella con los ojos abiertos de golpe, atrapando su muñeca con fuerza, como si ese gesto pudiera encadenarla a su lado. —¿A dónde? Jinx sostuvo su mirada por un largo segundo. Había tanto en esos ojos azules que casi le dolió: amor, miedo, y esa maldita necesidad de proteger incluso cuando sabía que podía perderlo todo. Luego apartó la vista hacia la ventana, tragando saliva. —Sabes a dónde. —Su tono fue grave, áspero, como una sentencia que ya estaba escrita. Lux negó con la cabeza, la voz le salió rota. —No… no puedes dejarme ahora. No después de todo lo que hemos pasado. Jinx sonrió apenas, esa media sonrisa torcida que tantas veces había sido refugio y herida a la vez. —Prometo volver. —Alzó la mano mostrando el dedo metálico, agitándolo con ironía. —Puede que falte un dedo, un brazo, o medio cerebro… pero volveré lo suficientemente entera. Lux frunció el ceño, y por un segundo la rabia le ganó al miedo. Le apretó la muñeca con fuerza, casi como si quisiera encadenarla allí mismo. —No me jodas con bromas, Jinx. —Su voz se quebró, un filo de ira entre las lágrimas. —No quiero reliquias, no quiero promesas vacías… te quiero a ti. Jinx se quedó helada, desarmada. Esa súplica le golpeó más fuerte que cualquier bala. Por un instante, toda la dureza que la envolvía se resquebrajó, dejando ver a la niña que siempre había tenido miedo de ser olvidada. Dio un paso hacia ella, inclinándose lo suficiente para posar su mano en la mejilla de Lux. Su respiración era irregular, casi temblorosa. —Eres la única cosa que me hace querer volver, ¿sabes? —Susurró. Lux cerró los ojos, dejando que las lágrimas se escaparan por fin. Sus manos se enredaron en el cabello desordenado de Jinx, sujetándola con desesperación. —Entonces hazlo. Haz lo que tengas que hacer, pero vuelve a mí. No importa cuánto tardes… vuelve. Lux la besó, un beso breve pero cargado de urgencia, de esa clase de amor que quema porque sabe que el tiempo es corto. Luego, Jinx se apartó con una sonrisa ladeada, la misma con la que siempre intentaba disfrazar el miedo. —Te juro que lo intentaré. Se giró hacia la puerta, y antes de cruzarla levantó la mano en un gesto de despedida. Sus botas resonaron en el pasillo, cada paso alejándola más, como un metrónomo que marcaba la distancia entre ellas. Lux se quedó quieta, sintiendo cómo el silencio pesaba más que cualquier explosión en la distancia, luego se giró hacia Jayce. —¿Y ahora qué? Jayce bajó la mirada, los puños cerrados, la voz apenas un murmullo: —La radio. Salió casi corriendo del salón. Lux lo siguió con la mirada, sintiendo cómo la tensión se le acumulaba en el pecho como un peso imposible de mover. Entonces, la madre de Jayce, que hasta ese momento había permanecido en silencio en un sillón, se incorporó con una lentitud solemne. Sus pasos eran breves, pero cada uno parecía tener el peso de un adiós. Se acercó a Lux y, sin previo aviso, tomó sus manos entre las suyas. Estaban frías, huesudas, pero firmes. —Cuídalo. —Dijo en voz baja, con una calma que resultaba más desgarradora que cualquier grito. Lux parpadeó, desconcertada. —¿Qué? La mujer sonrió. No era una sonrisa de alegría, sino esa clase de gesto sereno que solo alguien en paz con la muerte podía ofrecer. —Él no lo sabe… pero yo sí. Tengo cáncer. Apenas me quedaba un mes de vida. Las palabras se hundieron en Lux como un cuchillo helado. Su garganta se cerró, incapaz de formar respuesta. El murmullo de las explosiones lejanas desapareció, y lo único que quedó fue el sonido de sus propios latidos apresurados. La mujer apretó un poco más sus manos, como si quisiera grabar su mensaje en la piel de Lux. —El hecho de que Jayce regresara me dio fuerzas para seguir… —Su voz se quebró un instante, aunque enseguida recuperó la firmeza. —Pero no quiero que mis últimos días sean viéndolo romperse contra algo que no tiene cura. Prefiero que recuerde a su madre de pie… no como una carga. Lux bajó la cabeza, y las lágrimas que había intentado contener comenzaron a empañar sus ojos. Apretó la mano de la mujer con fuerza, como si en ese contacto encontrara una misión, un juramento. —Haré todo lo que pueda por él. Se lo prometo. La mujer la observó con ternura, como si ya la conociera de toda una vida, como si hubiera esperado justo a ese momento para entregarle un legado. Cerró los ojos un instante, inclinó la frente hacia la de Lux y susurró: —Entonces ya puedo estar tranquila. Lux permaneció allí, sintiendo el calor frágil de esas manos aferradas a las suyas, consciente del secreto revelado. En ese momento, la puerta se abrió de golpe y Jayce irrumpió, la radio apretada en su mano, la respiración agitada, la voz cargada de urgencia. —Hablé con Caitlyn. La misión es ir al consejo. Proteger a los concejales. Lux giró la mirada hacia la madre de Jayce. La mujer no dijo nada, pero cerró los ojos con suavidad, inclinando apenas la cabeza en un gesto silencioso que lo decía todo: ve. No había súplica, ni resistencia, solo la aceptación resignada de quien sabe que el deber se antepone incluso a la sangre. El pecho de Lux se apretó, consciente del peso de esa despedida callada. Acarició con el pulgar la mano de la mujer, como si quisiera grabar el contacto antes de soltarla, y luego se levantó con una determinación que brotaba de esa misma promesa. Se volvió hacia Jayce. El miedo seguía en sus ojos, pero la decisión ya estaba grabada en su rostro. —Sí… vamos. —Dijo, firme, la voz clara como un faro en medio del humo. … La noche ardía sobre Piltover, teñida de rojo por columnas de humo que ascendían como cicatrices al cielo. El cuartel de ejecutores, ennegrecido por el hollín y las llamas, se alzaba como un cadáver monumental de piedra y acero. Frente a su entrada principal, dos soldados noxianos montaban guardia, sus siluetas recortadas contra el resplandor del fuego. Más allá, pequeñas patrullas rondaban como hienas impacientes. Uno de los guardias resopló, apoyando la lanza en el suelo con un golpe seco. —¿Te das cuenta? —Rió con voz áspera. —Años de entrenamiento, meses esperando la orden… y al final Piltover se dobló como una maldita hoja. El otro levantó apenas el casco, dejando ver una sonrisa desdentada. —Bah, yo esperaba algo más. Un poco de sangre, un poco de diversión. Esto parece más un desfile que una guerra. Ambos rieron, el sonido hueco rebotando contra las paredes ennegrecidas. Fue lo último que compartieron. Un silbido cortó el aire. Preciso. Frío. El primer guardia ni siquiera alcanzó a cerrar la boca: la bala de Caitlyn le perforó el cráneo con un chasquido húmedo. El cuerpo cayó como un saco roto, la sangre salpicando el rostro del segundo. Este apenas abrió los ojos, atónito, cuando una sombra descendió sobre él con un rugido metálico. Vi cayó desde un punto elevado, el exoesqueleto amplificando cada fibra de músculo. El puño descendió como un martillo de hierro candente. El impacto fue devastador: casco y hueso se pulverizaron en una sola explosión seca, la cabeza convertida en escombros esparcidos sobre el pavimento. El cuerpo se sacudió en espasmos antes de quedar inmóvil bajo las botas de Vi. El silencio fue tan abrupto que solo quedó el goteo espeso de la sangre filtrándose entre las grietas del pavimento. Vi se enderezó de golpe, el exoesqueleto resollando con un siseo de vapor. Sus ojos recorrieron el perímetro como cuchillas, atentos a cualquier movimiento. Solo el rumor distante de pasos metálicos le confirmó que las patrullas no habían notado aún la carnicería en la entrada. Alzó la mirada hacia la sombra donde Caitlyn aguardaba, su rifle ajustado contra el hombro. Con un gesto rápido, cortante, Vi levantó dos dedos y luego los giró hacia sí, indicándole que avanzara. Caitlyn emergió de la penumbra, sus botas apenas rozando la piedra, el ojo hextech ardiendo en su rostro como un faro. Llegó hasta ella sin decir palabra, y juntas empujaron el portón del cuartel. La madera reforzada cedió con un gemido bajo y oxidado, el sonido tragado por el rugido lejano de explosiones en la ciudad. Vi apoyó la espalda contra el marco, el cuerpo entero tenso como una trampa lista para cerrarse. —Tú primero, pastelito. —Murmuró, la voz grave, ronca como el metal raspando. —Despeja el interior. Yo me encargo de que nada entre detrás de ti. El resplandor rojizo del eclipse se filtraba por la entrada, dibujando sombras deformes en el suelo ennegrecido. Caitlyn asintió sin vacilar, ajustó la mira de su rifle y se adentró en la oscuridad del cuartel, mientras Vi giraba sobre sus talones, cubriendo la entrada. Apenas cruzó el umbral, Caitlyn se fundió con las sombras del pasillo. El olor a hollín y sangre vieja impregnaba el aire, pegándosele en la garganta como polvo amargo. Avanzó en silencio, los pasos medidos, el ojo hextech vibrando con destellos que anticipaban cada movimiento en la penumbra. El primer soldado noxiano apareció doblando una esquina, desprevenido. Apenas alcanzó a separar los labios para emitir un aviso cuando Caitlyn se deslizó detrás de él. Una mano le cubrió la boca con precisión quirúrgica y la otra torció su cuello con un chasquido seco que se perdió en el murmullo distante de la guerra. El cuerpo colapsó blando entre sus brazos, y lo recostó suavemente contra la pared ennegrecida, asegurándose de que no hiciera ruido. El segundo giró justo a tiempo para verla. El ojo hextech le mostró el gesto un instante antes: el giro de hombros, el cañón alzándose. Caitlyn desvió el arma hacia arriba con un golpe lateral, el fogonazo se perdió contra el techo. Aprovechó la apertura y le hundió el puño en el estómago, expulsándole el aire en un jadeo seco. Antes de que pudiera reaccionar, alzó la rodilla con furia contra su rostro. El crujido fue brutal; el soldado cayó de inmediato, la sangre goteando sobre la piedra. Caitlyn se detuvo un segundo, respirando en silencio, el pulso contenido como una cuerda tensa. Su ojo barrió el pasillo, detectando vibraciones mínimas: nada más, por ahora. Afuera, Vi mantenía la espalda contra el portón. Cada estrépito de botas acercándose era un martillo golpeando su paciencia. El exoesqueleto vibraba con cada microgesto de sus músculos, preparado para la violencia. Entre dientes, murmuró: —Vamos, Caitlyn… ¿qué demonios te demora tanto? Entonces, desde el interior, llegó un susurro cristalino, apenas un hilo de voz: —Está despejado. Vi exhaló con fuerza, liberando la presión contenida. Sus labios se curvaron en una mueca feroz antes de empujar la puerta y deslizarse dentro. Sin perder tiempo, se inclinó, y con una facilidad inhumana cargó los cuerpos de los guardias sobre su espalda, como si fueran sacos de arena. El exoesqueleto crujió, amplificando cada fibra de sus músculos, mientras los levantaba sin quejas ni esfuerzo. Avanzó unos pasos y los dejó caer con un golpe seco junto al portón, amontonándolos como un muro grotesco de carne y acero. El olor a hierro fresco se intensificó al apilarlos, la sangre chorreando sobre la piedra ennegrecida. Ahora no eran más que un obstáculo improvisado, una barricada hecha de cadáveres para frenar a cualquiera que intentara entrar. Se giró hacia Caitlyn, el ceño fruncido. —Te demoraste una vida. Caitlyn no parpadeó. Ajustó el rifle contra el hombro, la mirada fija. —Tenía que asegurarme de que nadie más nos esperara. Esto solo fue la entrada. El silencio se espesó un instante. Vi flexionó los nudillos, el metal de los guanteletes crujiendo como un tambor de guerra. —Entonces avancemos. Se movieron con cautela, inspeccionando habitación tras habitación. El cuartel era ahora un mausoleo: paredes ennegrecidas, puertas arrancadas, el humo serpenteando por grietas y ventanas rotas como si quisiera tragarse lo poco que quedaba. El hedor a pólvora y sangre se intensificaba a medida que avanzaban, hasta que llegaron a la sala común donde los ejecutores solían reunirse a comer. La puerta estaba atrancada con lanzas atravesadas a modo de cerrojo improvisado. Vi intercambió una mirada breve con Caitlyn y, sin esperar indicación, descargó una patada. La madera se astilló en un estrépito seco, y la entrada cedió. Lo que encontraron dentro las detuvo en seco. Decenas de cuerpos. Ejecutores atrapados, calcinados en sus sillas, otros con disparos limpios en la frente, como marionetas a las que les habían cortado los hilos. El fuego seguía lamiendo las ventanas desde dentro, consumiendo la sala con un hambre lenta pero implacable. El hedor a carne quemada impregnaba cada rincón, un aroma tan denso que parecía adherirse a la piel. Caitlyn retrocedió de inmediato. El rifle se le resbaló casi de las manos al salir tambaleante, apoyando la espalda contra la pared exterior. El aire le faltaba, los pulmones se cerraban en seco, hasta que cayó de rodillas. El ataque de pánico la azotó sin piedad: respiraciones cortas, el corazón golpeando como si quisiera escapar de su pecho. Vi la alcanzó al instante. Soltó los guanteletes con un estrépito metálico, el suelo resquebrajándose bajo su peso al caer. Libre de ellos, se arrodilló frente a Cait, la mano firme en su hombro, la otra en su mejilla manchada de hollín. —Hey… mírame. —La voz de Vi era grave, pero temblaba por dentro. —Esto no es tu culpa, ¿me oyes?Forzó que sus ojos se encontraran. —Quizás no podamos traerlos de vuelta… pero aún podemos encontrar sobrevivientes. Todavía hay tiempo. El contacto fue un ancla. Cait parpadeó, tragó saliva y, con un esfuerzo doloroso, logró estabilizar la respiración. Vi apretó la mandíbula, se incorporó y volvió al interior, como si el peso del mundo se hubiera soldado a su espalda. —Voy a revisar otra vez. —Dijo, antes de desaparecer entre el humo. Caitlyn se sostuvo de la pared, temblorosa, pero su instinto la empujaba a seguir. Avanzó sola por los pasillos. El silencio era antinatural: sin disparos, sin gritos, solo el crepitar de las llamas. Los cuerpos que encontraba en el camino confirmaban lo que ya intuía. No había señales de batalla caótica. No. Esto había sido quirúrgico. Preciso. Cada ejecutor había sido aislado, sorprendido y ejecutado con un único golpe de cuchillo en zonas vitales. Los puñales permanecían clavados en los cadáveres, como si alguien quisiera asegurarse de contener la sangre. Luego, los cuerpos habían sido arrastrados a rincones apartados, casi invisibles. El asesino conocía los pasillos. Conocía los hábitos. Era alguien de dentro. Caitlyn sintió el frío en la nuca. Esto había ocurrido hacía apenas minutos. La pista la condujo hasta el pasillo de su oficina. El humo se espesaba, y cada paso era un eco sordo sobre las piedras. Entonces se detuvo. A pocos metros de la puerta, el mundo se quebró. En el suelo, Lynn estaba arrodillada, cubierta de sangre, sosteniendo entre sus brazos el cuerpo de Steb. Un puñal se alzaba como un estigma en la espalda del ejecutor. La sangre aún caliente empapaba el uniforme y corría por los brazos de la muchacha. Los ojos de Caitlyn se abrieron como cuchillas, incapaces de comprender lo que veía. El rifle tembló en sus manos. Lynn levantó la mirada, débil, apenas consciente, pero lo suficiente para cruzarse con los ojos de Cait. Una súplica muda brilló en los suyos, aunque ahogada bajo la sombra de la sospecha. En ese instante, Vi reapareció del pasillo, sacudiendo la cabeza. —No encontré a nadie… —Su voz se quebró al ver la escena. El silencio cayó como una sentencia. Caitlyn y Vi se quedaron inmóviles, atrapadas en el mismo espasmo de incredulidad, observando cómo Steb yacía muerto en los brazos de quien jamás habrían esperado.
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