El día del Sol Negro Parte 2
11 de septiembre de 2025, 14:03
El pasillo del cuartel estaba impregnado en un silencio que sólo quebraba el crepitar distante de la ciudad en guerra. Caitlyn se detuvo en seco: frente a su oficina, Lynn, arrodillada, cubierta de sangre, sostenía a Steb entre sus brazos. El ejecutor yacía con un puñal enterrado en la espalda, el uniforme empapado hasta ennegrecerlo.
Vi no dudó. Avanzó con pasos pesados, la furia tensándole cada músculo, el guante Hextech crujiendo con chispas azules que lamían las juntas de acero.
—¡¿Qué mierda hiciste?! —Rugió.
Lynn alzó la mirada, los labios temblando, apenas alcanzó a inhalar. No hubo tiempo. Vi ya la había tomado del cuello y la estampó contra la pared. El zumbido del guante llenó el pasillo mientras su otro puño se alzaba, cargado, a punto de destrozar el rostro de la muchacha.
—¡Vi! —La voz de Caitlyn estalló como un disparo de rifle.
El puño se detuvo a un palmo del blanco. Los ojos de Vi, desorbitados, buscaron a Cait, desconcertados por la certeza en aquel grito.
—Ella no fue. —Sentenció Caitlyn.
La furia de Vi vaciló un instante. Caitlyn avanzó, el eco metálico de sus botas mezclándose con el chisporroteo del guante.
—Suéltala. —Ordenó.
El silencio se volvió insoportable hasta que Vi, con un resoplido violento, la dejó caer. Lynn se desplomó, tosiendo con desesperación, las manos en su cuello marcado.
Caitlyn ya estaba junto a Steb. Sus dedos recorrieron el cuello del ejecutor, buscando el pulso. Los segundos se alargaron crueles, hasta que finalmente habló, la voz firme aunque los ojos ardían de urgencia:
—Es débil… pero está ahí. Vi, llévalo al hospital. Ahora.
Vi negó de inmediato, el ceño marcado.
—¡No voy a dejarte aquí sola! —Escupió Vi, señalando a Lynn con un gesto duro de la cabeza.
Caitlyn levantó la vista, su tono mezcla de orden y súplica.
—Si no lo haces, morirá. Y alguien tiene que quedarse para descubrir qué pasó. Déjame a mí. —Sus palabras se aferraban a la dureza, pero en sus ojos se encendía un destello más íntimo, un ruego silencioso.
Vi apretó la mandíbula, el guante chisporroteando todavía. La rabia y el instinto de protegerla chocaban en su pecho, pero el rostro pálido de Steb inclinó la balanza.
Con un bufido cargado de frustración, se agachó, levantó al ejecutor herido con sorprendente cuidado y lo sostuvo contra ella.
Caitlyn acomodó el peso, susurrando con precisión:
—No retires el puñal. Está conteniendo la hemorragia.
Vi gruñó, mascullando:
—Más te vale tener razón, pastelito.
Caitlyn alzó la vista y apoyó una mano en su hombro.
—La tengo.
Vi exhaló con violencia, y salió corriendo hacia el hospital, su silueta perdiéndose en el resplandor rojo que bañaba los muros.
El pasillo volvió a hundirse en el silencio. Caitlyn, sola entre sombras y sangre, respiró hondo, sosteniéndose en ese aire pesado. Lo peor aún estaba por llegar.
Se giró hacia Lynn, la mirada como el filo recién salido de la fragua.
—Ahora dime todo.
Lynn tragó saliva, la voz áspera por la tos.
—Yo… llegué hace unos minutos. Afuera los ejecutores aún peleaban contra los noxianos, aproveché el caos para entrar al cuartel. El comedor… estaba envuelto en llamas, no pude… —Se interrumpió, las lágrimas nublándole los ojos. —Pensé en buscar a Steb en su oficina, comandante, pero cuando llegué…
Su garganta se cerró. Las palabras cayeron con un hilo quebrado:
—Daemon… mi compañero… él le clavó el puñal.
Se cubrió el rostro con la mano ensangrentada, temblando.
—Se suponía que yo debía estar de guardia esta noche. Él me cambió el turno… porque yo… quería ver a Sarah. Si hubiera estado ahí… tal vez… —La culpa le partió la voz en pedazos.
Caitlyn cerró los ojos un instante, luego los abrió, dejando que cada palabra de Lynn pintara ante ella la escena: el comedor ardiendo, ejecutores desplomándose, el filo hundiéndose en Steb. La oficina convertida en teatro de traición.
—Steb cayó de inmediato. —Continuó Lynn. —Delante de Daemon estaba el concejal Lord Gerold. Entró en pánico y corrió al patio central. Daemon lo siguió.
La muchacha respiró hondo, el cuerpo temblando.
—Grité su nombre. Se detuvo. Giró el rostro… estaba cubierto de sangre. Sus ojos… ya no eran los que yo conocía. Le pregunté por qué.
Su voz se quebró, como si morder esas palabras la desgarrara.
—Él sonrió con tristeza y me dijo: “Llegué a apreciarte, Lynn… pero nací noxiano. Y moriré noxiano, si es necesario.”
Se tapó la boca, los sollozos escapándole.
—Luchamos. Yo con la porra, él con la pistola. Al final lo hice caer. Toseó sangre. Me arrodillé, esperando que almenos en sus últimos segundos… se arrepintiera.
El rostro de Lynn se torció entre rabia y culpa.
—Pero no. Apenas me miró. Y cuando lo hizo, me sonrió. Una sonrisa rota. Así murió. Y esa maldita sonrisa me sigue quemando aquí… —Se golpeó el pecho con el puño, temblando. —Esa es la verdad, comandante. Créame.
Su súplica se quebraba como cristal al borde del colapso.
Caitlyn no respondió enseguida. Caminó despacio, sus pasos midiendo el pasillo como si leyera un libro invisible mientras se adentraba en la oficina. Miró las manchas de sangre junto a la puerta, la huella oscura en el escritorio, el rastro arrastrado en el suelo, la madera astillada en el marco. Cada detalle se alzó en su mente como piezas de un rompecabezas cruel.
Finalmente habló, firme:
—Te creo, Lynn. Pero algo no encaja. El corte en Steb es distinto al de los demás. La altura, la dirección… no corresponden.
Se agachó, rozando con sus guantes la mancha en el escritorio, luego el astillado en la pared, la columna marcada por un golpe reciente.
—Steb no fue sorprendido. Peleó. Se defendió. El atacante lo enfrentó de frente, y él lo desvió. Lo hizo retroceder fuera de la oficina. Y allí… alguien más intervino.
Levantó la vista hacia Lynn, sus ojos fríos como bisturís.
—Daemon estaba junto a él. Esperó el instante en que Steb bajó la guardia, confiado en su aliado. Y entonces lo apuñaló. Exactamente aquí. —Señaló el charco de sangre aún fresco.
Se irguió lentamente, el ceño endureciéndose. Había algo más, una sombra que no terminaba de cuadrar.
—¿Dijiste que Lord Gerold corrió hacia el patio central?
Lynn, con los ojos hinchados de lágrimas, asintió.
Caitlyn apretó la mandíbula. La desconfianza le cruzó la mirada como un rayo helado. Giró hacia la salida.
—Entonces vamos por él.
Los pasos de ambas resonaban huecos en el corredor, acercándolas al patio central. El aire allí olía a hollín y óxido, como si las piedras mismas aguardaran lo inevitable.
Antes de cruzar el umbral, Caitlyn levantó la mano.
—Alto.
Algo no encajaba. Entrecerró los ojos, obligando a la penumbra a revelar su secreto. Entonces lo vio: en el segundo piso, alineados en cinco balcones, prisioneros arrodillados, cada uno con un costal en la cabeza y una cuerda al cuello. La cuerda caía como una sentencia muda, balanceándose apenas con el viento. Detrás de cada cuerpo, un soldado noxiano aguardaba inmóvil, estoico, verdugo paciente en la penumbra.
Un escalofrío heló la espalda de Caitlyn.
—Quédate aquí. —Susurró a Lynn, sin apartar la vista de aquel escenario.
Avanzó sola, sus pasos martilleando el silencio del patio. Todo parecía construido para ese instante: la luz mortecina, la simetría cruel de los balcones, la sensación de que cada piedra estaba observando.
La voz llegó entonces, grave, burlona, como si las paredes respiraran con ella.
—Los piltovianos son tan predecibles…
El eco multiplicaba la amenaza, imposible ubicar el origen. Hasta que, emergiendo entre sombras al frente de los balcones, apareció una figura reptiliana. La penumbra se apartó como una cortina, revelando un rostro que Caitlyn conocía demasiado bien: Slinker.
Él sonrió con dientes afilados, la lengua bífida asomando en un siseo repulsivo.
—El afecto los encadena. Los vuelve predecibles, fáciles de arrastrar a trampas como esta.
Caitlyn apretó la mandíbula, los puños firmes a los costados.
—Maldito hijo de… —escupió, dejando que la rabia explotara en el aire.
Slinker alzó las manos como quien revela un truco.
—Lo primero que haría una comandante es correr a proteger a sus queridos soldaditos.
Caitlyn abrió los ojos, comprendiendo demasiado tarde la magnitud de la trampa. Se giró hacia Lynn con un grito desgarrado.
—¡Corre, ahora!
—¿Qué? —Balbuceó Lynn, desconcertada.
La risa de Slinker se arrastró por las paredes como hierro raspando piedra.
—Y por eso, comandante… ahora mismo me perteneces.
Las puertas del cuartel estallaron con un estruendo metálico. Decenas de soldados noxianos irrumpieron como una ola de acero, inundando el patio. Lynn disparó a quemarropa contra el primero, derribándolo, pero la marea era implacable. Un astil de lanza la golpeó brutalmente en la sien, haciéndola tambalear hasta las rodillas. Otro soldado le aferró el cabello, tirándola hacia atrás, y apoyó el filo de una navaja en su garganta.
El resto de los noxianos se desplegó en círculo perfecto alrededor del patio. Lanzas erguidas, verticales, reflejando la poca luz como cuchillas de un altar. El conjunto tenía menos de maniobra militar que de ceremonia sacrificial. Solo aquel que sujetaba a Lynn rompía la simetría, su hoja marcando el punto de quiebre en el espectáculo de horror.
Caitlyn dio un paso al frente, la voz cargada de rabia que resonó en el patio como un disparo seco.
—Déjalos en paz. No metas a los demás en esto.
Slinker ladeó la cabeza, divertido, dejando que su lengua bífida asomara apenas.
—Si tanto quieres salvar a tu amiga… entrégame tu arma.
Caitlyn apretó la mandíbula. El tiempo pareció fracturarse en un segundo eterno. Su mirada viajó a Lynn, inmóvil bajo la navaja que ya presionaba contra su cuello. Una línea roja, delgada, brilló en la piel cuando brotó la primera gota de sangre.
El corazón de Cait se encogió, como si alguien lo hubiera comprimido con un puño invisible. Respiró hondo, clavando las uñas en sus guantes.
—Está bien… —Murmuró, su voz baja pero cargada de furia contenida. Sabía que estaba entrando en la jaula.
Con movimientos medidos, sin apartar la vista de Lynn, dejó caer su rifle al suelo. El sonido metálico retumbó en el silencio como un golpe de martillo. Uno de los soldados noxianos lo recogió y, con precisión mecánica, lo desarmó pieza por pieza. Los fragmentos cayeron al suelo con estruendos secos que se propagaron como campanadas de derrota por el patio.
Caitlyn levantó el mentón, desafiante.
—Ya me tienes. Ahora libérala.
El silencio se tensó, pesado como humo. Los soldados permanecían inmóviles, lanzas erguidas, un círculo de hierro vivo. Desde arriba, Slinker se relamía con placer, los ojos brillando como brasas verdes en la penumbra.
El reptiliano chasqueó la lengua.
—Trato es trato.
Con un gesto, los soldados arrojaron a Lynn fuera del círculo. Cayó al suelo con brusquedad, los codos golpeando la piedra.
—¡Comandante! —Gritó, intentando levantarse, pero las lanzas no la dejaron avanzar.
—Estaré bien. —Dijo Caitlyn con firmeza. Su voz no temblaba, aunque sus ojos ardían. —Busca a Vi.
Lynn asintió con los labios apretados, la mirada cargada de miedo y decisión. Corrió hacia la salida, perdiéndose entre las sombras.
La risa de Slinker estalló como hierro raspando contra piedra.
—No servirá de nada. Tu querida Vi ya tiene su propia batalla.
Caitlyn se tensó.
—¿Qué estás tramando con Vi?
Él ladeó la cabeza, los dientes brillando con crueldad.
—Según lo que me contaron… tendrá un gran reencuentro con una bestia.
La palabra quedó suspendida en el aire, como si el propio patio la hubiera tragado. El corazón de Caitlyn se detuvo.“Bestia”.
La palabra se le clavó en el pecho con un escalofrío de reconocimiento. Vander.
Un destello de recuerdos la atravesó: ella, hombro a hombro con Ambessa, rastreando aquella criatura descomunal por los pasillos ennegrecidos de Zaun; la desesperación de Vi cuando le reveló que ese monstruo no era otro que su padre. Vander, reducido a un amasijo de garras y metal, con la mirada hueca, vacía de alma.
Caitlyn recordó el instante en que intentaron salvarlo. Recordó también el fracaso: la bestia que no respondió a súplicas ni a balas, solo a su propio instinto devorador. Y el final, Jinx, sacrificándose en la última batalla.
Su garganta se secó. Parte de ella quería creer que estaba muerto, que no podría haber sobrevivido a aquella bomba. Pero la otra parte, la que Slinker acababa de desgarrar con esa palabra, se preguntaba si el pasado no estaba listo para resurgir, más salvaje y cruel que nunca.
El aire se volvió más denso. Caitlyn sintió cómo la rabia la devoraba por dentro. Avanzó a la fuerza contra la muralla de soldados, descargando golpes certeros que hicieron retroceder a varios. Pero el círculo se cerró como barrotes de hierro. Las lanzas formaban un muro imposible, cada punta brillando con amenaza letal.
Slinker la observó unos segundos, disfrutando del espectáculo como un niño con un insecto atrapado.
—Si te vas ahora… —Siseó. —Te perderás el espectáculo.
Caitlyn se quedó quieta, el pecho agitado, las venas marcadas en su cuello. Cerró los ojos un instante, obligándose a enfriar el volcán de su furia. Cuando habló, su voz fue grave, contenida, una cuchilla a punto de romperse.
—¿Qué quieres de mí?
Slinker sonrió con lentitud. Con un gesto, los soldados de los balcones arrancaron los costales de las cabezas de los prisioneros.
Caitlyn sintió un frío mortal recorrerle la sangre.
Allí estaban: los concejales. Todos con la boca amordazada, las muñecas atadas tras la espalda. Todos… excepto Sevika.
Adele Vickers y Lady Enora lloraban con el rostro empapado. Baron Delacroix parecía petrificado, los ojos perdidos en el vacío. Shoola, en cambio, se mantenía inquietantemente serena, los labios curvados en algo que no llegaba a ser sonrisa. Lord Gerold se retorcía con furia, gritando contra la mordaza que le sofocaba la voz.
El aliento de Cait se cortó. Apenas pudo murmurar, la voz quebrada por el horror.
—¿Qué has hecho…?
Sus ojos se deslizaron hacia las piezas de su rifle, esparcidas como huesos metálicos sobre la piedra, y luego hacia arriba, a los concejales arrodillados en los balcones. Ahora ya se les veían los rostros, iluminados por la luz rojiza de los incendios que filtraba el cielo. Cuerdas tensas al cuello, los verdugos noxianos apenas contenían la patada que los lanzaría al vacío.
Caitlyn apretó los dientes hasta sentir un dolor en las mandíbulas. Y entonces su mirada se posó en Shoola.
—Los sacaré de aquí. —Susurró, más que un deseo, una promesa grabada a fuego.
Shoola, increíblemente, respondió. No con palabras, sino con un leve movimiento de cabeza, un silencioso “no”, como si buscara calmarla. Como si aceptara el destino que se cernía sobre ellos para que Caitlyn no cargara con otra culpa.
El siseo de Slinker cortó el aire.
—Noxus espera poder reclutar a la gran comandante. —Su lengua bífida se asomó con repugnante lentitud. —Sé bien del rencor que guardas hacia esos parásitos que llamas políticos. Yo puedo darte el poder de vengarte. Solo dilo, y mis hombres los ejecutarán. Serás libre de Piltover… y parte de nuestra gloria.
Caitlyn cerró los puños, la furia vibrando en cada tendón. Dio un paso al frente, los ojos como cuchillas fijas en él.
—No entiendes nada. Puede que ellos me hayan traicionado, que me hayan usado, pero no asesinaría a nadie por un desacuerdo. Y jamás me uniría a Noxus. Piltover es mi hogar.
Las palabras rebotaron como acero. Pero Slinker solo sonrió, reptando en su deleite. Hizo un gesto mínimo.
Los soldados alzaron sus botas.
Caitlyn lo vio venir.
El golpe seco de las patadas retumbó en los balcones. Las tablas crujieron y, de pronto, los concejales cayeron hacia adelante, las sogas tensándose en sus gargantas.
En ese mismo instante, Caitlyn rodó sobre la piedra, arrebató una lanza a un noxiano y lo derribó con una patada giratoria. Sin perder un segundo, apuntó la lanza hacia las cuerdas. El hierro silbó en el aire: un corte fallido, otro apenas rozó, y finalmente la soga de Shoola cedió con un chasquido. El cuerpo de la mujer se desplomó, golpeando contra el suelo con un estrépito brutal.
—¡Shoola! —El grito de Cait se quebró en el aire mientras corría hacia ella.
Pero antes de que pudiera llegar, la seña de Slinker frenó a todos los soldados. El círculo se detuvo, como si el espectáculo necesitara esa pausa cruel.
Caitlyn cayó de rodillas junto a Shoola. La mujer estaba inconsciente, el rostro lívido por el golpe. Con manos rápidas le soltó las ataduras, arrancó la mordaza y la acomodó con cuidado en el suelo.
Luego levantó la vista.
Los demás concejales seguían colgados, balanceándose como muñecos grotescos bajo la luz rojiza. Adele Vickers y Lady Enora lloraban sin consuelo, los sollozos sofocados por la mordaza. Baron Delacroix abría y cerraba la boca en un jadeo inútil, los ojos desorbitados. Lord Gerold forcejeaba con violencia, los músculos del cuello marcándose al límite, tratando de arrancarse la soga con pura desesperación.
El tiempo se estiró en una agonía silenciosa. Y entonces ocurrió.
El cuerpo de Adele se estremeció un par de veces antes de quedarse rígido, los ojos vidriosos fijos en la nada. Lady Enora pataleó frenética, los zapatos golpeando el aire en un último intento desesperado hasta que sus piernas quedaron colgando, inertes. Delacroix soltó un sonido gutural, mitad gemido mitad estertor, y su cabeza cayó hacia un costado, balanceándose como un péndulo macabro.
Gerold resistió más que todos, los brazos tensos tras la espalda, los músculos convulsionando hasta que un crujido sordo en su cuello selló su final. La mordaza atrapó su último grito, transformándolo en un murmullo sofocado que se extinguió con él.
El patio quedó habitado por cuerpos inertes, meciéndose suavemente como péndulos de carne. Marionetas grotescas de lo que hasta hacía unas horas dictaba el rumbo de Piltover. El silencio que siguió fue tan absoluto que hasta los soldados parecían contener la respiración, como si la muerte hubiera impuesto su propio respeto.
Caitlyn sintió la náusea treparle por la garganta, un veneno áspero mezclado con la culpa. Había jurado protegerlos, y ahora colgaban frente a ella, fuera de su alcance. Rabia, asco, impotencia… todo ardía en su pecho como un incendio sin salida, consumiendo hasta la última grieta de calma. Quiso gritar, pero lo único que salió fue un aliento ronco, cargado de odio puro.
Se irguió, la voz rugiendo desde lo más hondo:
—¡Baja aquí y pelea, cobarde!
El siseo de Slinker fue un ronroneo de placer.
—Oh, sí… eso haré. Ya que no quisiste unirte por las buenas… lo harás por las malas.
Su cuerpo se contrajo primero, como si un resorte invisible lo comprimiera, y luego se expandió con un chasquido húmedo. Los músculos reptilianos se inflaron, la piel escamosa se tensó y la silueta se volvió cada vez más grotesca.
Caitlyn lo miró, con el pulso martillando en las sienes, entre el asombro y la rabia.
De pronto, Slinker saltó. El aire silbó a su alrededor antes de que su cuerpo impactara contra el suelo. El estruendo sacudió las piedras del patio, levantando polvo.
Y como remate de su entrada, los soldados en los balcones cortaron las cuerdas de los prisioneros. Los cuerpos cayeron pesadamente desde lo alto, el golpe de los cráneos contra la piedra retumbó en el patio, mezclado con el olor metálico de la sangre que empezaba a impregnarse en el polvo. El patio se llenó con el angustiante silencio de la muerte.
Los ojos de Slinker centellearon, encendidos de excitación.
—Divirtámonos un rato.
Caitlyn bajó el centro de gravedad, los puños firmes, la furia ardiendo en sus venas.
—No te daré ni tiempo para respirar.
El aire se tensó como una cuerda lista para romperse. La batalla estaba a punto de comenzar.
…
Vi corría con el cuerpo de Steb a la espalda, cada zancada retumbando en las calles destrozadas de Piltover. El aire le ardía en los pulmones y el sudor le empapaba el rostro, pero no aflojaba el paso.
—Steb… siempre fuiste un tipo callado, ¿eh? —Murmuró, la voz entrecortada por el esfuerzo. —Pero justo ahora desearía que soltaras aunque sea una maldita palabra. Un insulto, lo que sea, para que no parezca que cargo con un saco de papas.
El humo y el fuego de la ciudad hacían que la visión se volviera turbia, pero Vi sonrió con ironía, el cabello pegado a la frente.
—Mira que si sobrevives a esto, voy a restregártelo en la cara toda la vida. “Te llevé en brazos como princesa, Steb”, voy a decirte. Y vas a odiarlo.
La risa que soltó sonó ronca, quebrada por la tensión. Al instante después su voz tembló en un susurro ahogado:
—Por favor… aguanta. Solo un poco más.
De pronto, se detuvo en seco. Frente al puente hacia Zaun, un cierre de soldados noxianos formaba un muro de lanzas. Y al otro lado, las calles de zaun le esperaban rumbo el hospital.
—Mierda… —Escapó entre dientes.
Planeó rodear, saltar techos, improvisar. Pero antes de moverse, el eco de pasos pesados retumbó desde un callejón lateral. Cada golpe contra el suelo sonaba como tambores de guerra en medio de la bruma.
Y entonces emergió.
La figura atravesó la niebla: enorme, descomunal, el lomo arqueado, los brazos acabando en garras que destellaban oro bajo la luz del fuego. La piel endurecida, la respiración como un motor oxidado. Un monstruo de carne y acero.
Vi quedó helada. El nombre escapó como un susurro quebrado:
—Vander…
El recuerdo la azotó: la mano enorme de él sobre su hombro de niña, la voz grave diciéndole que protegiera a la familia. Esa misma voz, ahora perdida en un rugido.
De un salto brutal, Warwick se lanzó sobre ella. La garra bajó como un hacha. Vi rodó apenas a tiempo, y el golpe destrozó el suelo donde había estado. Cascotes volaron en todas direcciones.
—¡Vander! —Gritó, desesperada. Pero la bestia no mostró ni un destello de reconocimiento.
Con un gesto rápido, dejó a Steb en el suelo con cuidado, el corazón desgarrado entre dos batallas.
—Vuelvo enseguida, amigo… —Susurró, y salió disparada para atraer al monstruo.
Warwick rugió y la persiguió, veloz como una sombra. Vi giró, los guantes chisporroteando, y se plantó. El choque fue titánico: garra contra acero, chispas y polvo explotando alrededor.
La pelea se volvió un torbellino. Vi golpeaba con toda la fuerza de sus guantes, barridos, ganchos, embestidas. Cada impacto sonaba como martillazos sobre metal. Warwick respondía con zarpazos que abrían surcos en las paredes y arrancaban astillas de piedra. El hedor de los recuerdos la envolvía, haciéndole arder la garganta.
Un gancho ascendente de Vi le destrozó la mandíbula, pero la carne se reacomodó al instante, regenerándose en segundos. Ella gruñó de rabia. Él giró y su garra rozó la hombrera, dejándole una marca incandescente que ardió hasta el hueso.
Finalmente quedaron frente a frente, atrapados en un forcejeo. Las garras de Warwick presionaban contra el puño de Vi, el guante hextech chirriando bajo la fuerza titánica. Cada músculo de ella ardía, cada tendón tensado hasta el límite.
—Vander… por favor. Soy yo. Vi. —La voz se quebró, empapada de súplica.
La bestia rugió, los ojos vacíos de humanidad. No había respuesta, solo el vacío.
El bramido sacudió los muros. Warwick apretó más, giró el brazo de Vi y la arrojó contra la fachada de un edificio. El impacto quebró la pared, la nube de polvo la envolvió mientras escupía sangre y trataba de levantarse entre escombros.
Los pasos de Warwick retumbaron mientras se acercaba, cada pisada haciendo vibrar la tierra. Vi sollozó, sacudida por el golpe, y apoyó una mano contra la piedra para levantarse.
—No tengo tiempo que perder… —Susurró, la voz ronca, rota entre tristeza y furia. Sus ojos se endurecieron como acero. —Si queda algo de ti ahí dentro… perdóname. Pero acabaré contigo.
Vi se lanzó de nuevo al combate, pero esta vez todo era distinto. El brazo izquierdo le ardía como si el hueso mismo se hubiese encendido en fuego; cada intento de moverlo era un tormento que le arrancaba jadeos ahogados. Estaba roto, lo sabía. Y aún así… no pensaba detenerse.
Se aferró al guantelete derecho, forzándolo al máximo. Las líneas grabadas en el metal se iluminaron con un resplandor azul feroz, pulsando como venas encendidas.
Con un rugido que desgarró el humo, Vi arremetió contra Warwick. El puñetazo atravesó la coraza de músculos y piel endurecida como un martillo divino, lanzando a la bestia varios metros hacia atrás. El impacto levantó chispas, cascotes y un halo de energía que iluminó las ruinas en tonos eléctricos.
Warwick aulló, un sonido animal que hizo temblar los muros cercanos. Pero la esperanza se apagó rápido: la carne desgarrada comenzó a cerrarse con repugnante rapidez, tejiéndose de nuevo como hilos palpitantes.
—No… —Murmuró Vi, apretando los dientes.
Cargó de nuevo, disparando los rayos concentrados de sus guantes. Los haces cortaron el aire con silbidos incandescentes y golpearon al lobo, arrancándole aullidos y haciéndolo retroceder. El humo ardía a su alrededor, pero la bestia se mantuvo en pie. Más furiosa que antes.
Vi respiraba con dificultad, el sudor y la sangre pegándole los mechones a la frente.
—Maldito seas, Vander… —Susurró, con un hilo de voz que era mitad rencor, mitad súplica.
Entonces, una voz atravesó la tensión como un disparo.
—¡Vi! —Gritó Lynn desde la distancia.
Vi giró apenas la cabeza. Fue suficiente. Warwick también lo oyó.
—¡No! —Rugió Vi, pero la bestia ya había fijado su objetivo.
Con un bramido ensordecedor, Warwick se abalanzó sobre Lynn. La joven rodó por el suelo, apenas esquivando las garras que destrozaron las piedras a centímetros de su espalda. El monstruo volvió a cargar contra ella, y en ese instante Vi no pensó: levantó su brazo izquierdo roto.
El dolor fue insoportable: sintió el hueso abrirse como si astillas incandescentes se le clavaran desde dentro. Un chasquido seco recorrió el brazo y el grito que le arrancó no fue humano, sino un rugido de pura rabia y sufrimiento. Pero el golpe dio en el blanco: la fuerza descomunal la lanzó hacia adelante y mandó a Warwick volando, estrellándolo contra el suelo y destrozando media calle en su caída.
Vi quedó jadeando, temblorosa, pero aún en pie.
—Lynn… toma a Steb y llévalo al hospital. —Ordenó con la voz áspera, como grava arrastrándose.
—¡Es imposible! —Replicó Lynn, agitada, señalando el puente cerrado. —No puedo atravesar la barrera de soldados.
Vi miró de reojo la muralla de lanzas noxianas, luego a Warwick que ya se regeneraba, sus heridas brillando como brasas bajo la piel. Inspiró hondo, la decisión encendiendo su mirada.
—Tengo un plan. Corre con Steb hacia la barrera. No te detengas por nada del mundo… créeme, podrás pasar.
Lynn asintió, tragando saliva. Corrió hacia Steb, lo levantó con dificultad y, apretando los dientes por el peso, echó a correr hacia la barrera.
Vi se giró hacia Warwick, arqueando una ceja con una mueca desafiante.
—¿Qué pasa? ¿Ya te cansaste? —Provocó, echando a correr también en dirección al puente.
La bestia rugió y fue tras ella, las garras rozando el suelo, levantando chispas.
En el último instante, Warwick lanzó un zarpazo lateral. Vi frenó en seco, la garra pasó a un suspiro de abrirla en dos. Ella sonrió con rabia.
—Mientras más grandes… más fuerte caen.
Con un rugido, cargó toda la energía en ambos guanteletes. El izquierdo la hacía sentir como si miles de cuchillas se le clavaran en el hueso. Las lágrimas brotaron sin permiso, pero no se detuvo. Reunió cada fragmento de fuerza, cada recuerdo, cada grito contenido… y descargó los dos puños a la vez.
El impacto fue devastador. El aire vibró como si hubiese estallado un cañón, y Warwick salió disparado contra la barrera de soldados. El monstruo atravesó la formación, arrastrando a varios noxianos que fueron lanzados por los aires hasta hundirse en el río.
—¡Ahora! —Rugió Vi con toda la voz que le quedaba.
Lynn corrió, atravesando el puente con Steb sobre los hombros, pero varios soldados que habían quedado en pie comenzaron a perseguirla.
Vi, jadeante, con los brazos temblando y la vista nublada, los observó con un hilo de sangre escurriéndole por la comisura de los labios.
—Vamos… sigue corriendo… —Murmuró, como si sus palabras fueran la última muralla que podía poner entre ellos y sus enemigos.
Pero pronto Vi comprendió que no alcanzaría a llegar. La distancia era demasiada, el aire demasiado pesado en sus pulmones, y el rugido de Warwick aún resonaba en su espalda.
Lynn corría con Steb sobre los hombros, tambaleante, cuando un soldado noxiano emergió desde un costado. El brillo metálico de su lanza se alzó en el aire, apuntando directo hacia su espalda indefensa.
—¡No! —gritó Vi, rompiéndosele la voz al ver lo inevitable.
El mundo pareció detenerse un segundo. La lanza descendía…
Y entonces, el silbido cortó el aire.
Un cuchillo atravesó el humo como un rayo y se incrustó en el cráneo del soldado antes de que pudiera rematarla. Otro, y otro más, volaron en rápida sucesión: proyectiles afilados que encontraron gargantas, cuellos y pechos de noxianos sorprendidos. Los cuerpos cayeron como muñecos desarticulados, la sangre salpicando las piedras ennegrecidas.
Lynn se giró, atónita, jadeando. Vi alzó la vista desde el otro lado del puente, incrédula.
En lo alto de un edificio, recortada contra el cielo rojo por el fuego de Piltover, estaba Riona. Erguida, firme, las dagas aún vibrando en sus manos. Sus ojos ardían con un fulgor implacable, como una chispa de Zaun encendida en carne viva.
Un rugido estalló en las calles. No era Warwick. Era la ciudad.
La gente de Zaun irrumpía desde las sombras y callejones, armados con lo que fuera: tubos oxidados, cadenas, rifles improvisados, antorchas, trozos de maquinaria arrancada de los talleres. Mujeres, hombres, jóvenes; todos empapados de hollín y sudor, pero con la furia ardiendo en la mirada. No venían a huir: venían a defender lo poco que quedaba de su hogar.
El suelo tembló bajo la estampida de pies. Las voces se unieron en un grito común, un rugido colectivo que hacía eco en los muros rotos. La primera línea de noxianos titubeó, sorprendida, antes de chocar con la avalancha humana que se les venía encima.
Riona descendió como una sombra, girando en el aire antes de caer a pocos metros de Lynn. La ayudó a enderezarse con firmeza.
—Apresúrate al hospital. —Ordenó, sin tiempo para ternuras. —Yo me encargo de Vi.
Lynn, todavía temblando, asintió con fuerza. Sus ojos se llenaron de lágrimas, no de miedo, sino de la esperanza renovada. Apretó los dientes y siguió corriendo, desapareciendo entre el humo y el caos, rumbo al hospital.
Vi, desde el otro lado del puente, observaba la escena con el corazón latiendo como un tambor. El pecho le ardía de orgullo, pese al dolor del brazo quebrado. Sus labios se curvaron en una media sonrisa, la misma insolente de siempre.
—Bien hecho, Riona… —Murmuró, apenas audible.
Las calles se llenaron de caos. Riona y los zaunitas chocaban contra los soldados, cuchillas contra lanzas, improvisación contra disciplina militar. El polvo se mezclaba con gritos y acero, una danza salvaje que ardía en la penumbra.
Y en medio de todo, Vi, jadeando, sintió la sangre chorrear por las grietas de su guante izquierdo. Levantó la mirada.
El río hervía.
De entre la espuma oscura, emergió de nuevo Vander, arrastrando su cuerpo monstruoso por la estructura del puente. El agua goteaba de sus garras incandescentes, los ojos brillaban con hambre. Warwick volvía a levantarse, más terrible, más implacable, como si cada caída lo hiciera más bestia y menos humano. Un monstruo que no podía morir porque lo que lo movía no era vida… era hambre.
Vi respiró hondo. Una carcajada rota, insolente, escapó de sus labios.
—Vamos a acabar rápido con esto… mi chica me está esperando.
Alzó ambos guanteletes. El derecho brillaba como un relámpago contenido, el izquierdo sangraba con cada pulso de energía. No importaba. Se puso en guardia, las piernas firmes, el cuerpo hecho un muro de voluntad pura.
El humo se iluminó con las líneas azules que recorrían el exoesqueleto. Vi adoptó la posición de combate.
Lista para la segunda parte de la batalla.
…
El refugio de los Firelighters dormía en una calma engañosa. Las lámparas de aceite colgaban de cadenas oxidadas, su luz temblorosa pintando las paredes de ladrillo con sombras inquietas. Los grafitis de colores parecían ahora fantasmas borrosos. Afuera, Zaun murmuraba con su ruido lejano, apenas perceptible bajo la bóveda de piedra.
Samira yacía junto a Ekko hacía apenas minutos, fingiendo descanso. Cuando sus párpados se cerraron al fin, ella se deslizó fuera del catre con pasos felinos. Se escabulló por los pasillos con el sigilo de alguien que conocía cada recoveco, cada punto ciego. En la penumbra, colocó pequeñas cargas en sitios clave: bajo un soporte de tuberías, en el generador improvisado, junto a un viejo mural pintado por los niños del refugio. Movimientos precisos, ensayados, sin titubeo.
Sacó de su chaqueta un reloj de bolsillo. El tic tac quebraba el silencio como si dictara el pulso de la traición. Una sonrisa ladeada curvó sus labios.
—Ya casi es hora. —Susurró, apenas audible.
Un silbido cortó el aire. Una lanza se incrustó en la pared a centímetros de su rostro, haciendo saltar chispas y aceite ardiendo. Samira giró el torso con un movimiento elegante, como si hubiera esperado ese ataque.
Del humo emergió Scar, el segundo de Ekko. Sus ojos ardían como carbones, el bate de acero pesado descansando en su mano.
—Sí… llegó la hora. —Escupió con voz grave. —La hora de arrancarte la máscara, traidora.
Samira arqueó una ceja, casi divertida. Hizo girar su espada en un juego de muñeca, el filo silbando en el aire.
—Oh, Scar… siempre tan melodramático.
Comenzaron a rodearse. El aire se tensó, pesado, como si hasta las sombras contuvieran la respiración. Las botas de Scar resonaban firmes contra la piedra; Samira, en cambio, flotaba ligera, cada paso medido como un compás de música.
Scar cargó primero, rugiendo. El bate bajó como un martillo. Samira lo interceptó con un tajo en diagonal: acero contra acero, el choque resonó como un trueno en el pasillo. Las chispas iluminaron sus rostros: el sudor resbalando por la frente de Scar, la sonrisa irónica pintada en el de ella.
—Nunca confié en ti. —Gruñó él, empujando con todo el peso de su cuerpo. —Desde el primer día vi en tus ojos que Zaun te quedaba chico.
Samira giró con agilidad, esquivando el golpe y respondiendo con una estocada baja que rozó el muslo de Scar.
—Por fin dices algo inteligente. —Murmuró, con voz afilada. —Nunca me importó tu fea ciudad. Solo necesitaba que el ingenuo de Ekko creyera.
La rabia nubló los ojos de Scar. Giró el bate en un arco horizontal. Samira rodó por el suelo, la espada rozando el suelo de piedra y sacando chispas, para levantarse en un solo movimiento fluido. El eco metálico de cada choque llenaba el refugio, mezclado con el chisporroteo de las lámparas que caían una a una.
En medio del intercambio, Samira echó un vistazo a su reloj. El tic tac parecía latir con el pulso de las paredes. Sonrió con frialdad, sosteniendo la mirada de Scar.
—¿Amas este lugar, Scar? —Preguntó, voz suave, como un veneno. —Entonces… sálvalo de esto.
Presionó el botón oculto.
El mundo estalló.
Las explosiones se propagaron en cadena, sacudiendo el refugio desde sus cimientos. El suelo tembló, las vigas crujieron, las llamas devoraron grafitis y recuerdos. El aire se llenó de humo acre y polvo metálico.
Scar levantó el brazo para cubrirse de la onda expansiva, el estruendo reventándole los oídos. Cuando el humo comenzó a disiparse, sus ojos se abrieron con horror: el refugio, el hogar que habían levantado con tanto esfuerzo, ardía en ruinas.
Y en el centro, lo peor.
El árbol, ese milagro improbable que había brotado entre el óxido y la piedra, símbolo de que Zaun todavía podía respirar, se erguía envuelto en llamas. Sus ramas, que alguna vez dieron sombra y paz a los niños del barrio, crepitaban como antorchas. La corteza se agrietaba, escupiendo brasas; las hojas ardían en espirales de fuego que caían como lluvia negra sobre el suelo.
Scar dio un paso, tambaleante, sintiendo que no solo ardía un árbol, sino la esperanza misma de Zaun. El refugio ya no era un santuario: era una pira funeraria.
—No… —Murmuró, incrédulo, con la voz quebrada.
Samira guardó el reloj con calma, como si el infierno a su alrededor fuera solo un escenario planeado. Rió bajo, cada sílaba marcando el compás.
—Tic, tac, Scar. Si tu querido Ekko sigue vivo… te queda muy poco tiempo para salvarlo.
Samira intentó abrirse paso entre el humo, pero Scar no se lo permitió: se lanzó sobre ella con un rugido, derribándola al suelo con todo el peso de su furia contenida. Rodaron entre chispas y cascotes hasta chocar contra una viga caída. Samira reaccionó al instante: giró la cadera y, con una precisión felina, le clavó la rodilla en el abdomen antes de impulsarse con una patada que lo arrojó varios metros hacia atrás.
Se incorporó con un salto elegante, sacudiendo el polvo de la chaqueta. Su sonrisa, ladeada y venenosa, brillaba con la luz roja de las llamas.
—Debiste quedarte en tu sitio, Scar.
Levantó la espada, el filo zumbando con un brillo acerado. Scar interpuso el bate, los brazos temblando por contener la presión. El filo quedó a un suspiro de su rostro, tan cerca que podía sentir el aire cortado rozarle la piel. El reflejo del fuego hacía brillar las gotas de sudor en sus sienes.
Por un instante, Scar vaciló. Su mirada se desvió, apenas, hacia el árbol donde aún podía estar atrapado Ekko. El dilema lo atravesó como un cuchillo: correr a salvarlo o cumplir su deber enfrentando a la traidora. Samira percibió esa fisura y presionó la espada hacia abajo con crueldad.
—Vete tras tu niño prodigio, Scar… —Susurró con burla helada. —Y míralo arder con el resto de tu sueño.
Scar gruñó, apretando los dientes hasta que la mandíbula crujió. Reunió toda la fuerza que le quedaba en los brazos y apartó el filo con un empellón brutal. El movimiento lo liberó lo justo para contraatacar: el bate giró en sus manos y se estrelló contra el costado de Samira, haciéndola retroceder contra la pared.
—Ekko hubiese querido que acabara contigo —Dijo, la voz grave, cada palabra cargada de lealtad. —Y no pienso fallarle.
Samira jadeó, seria por primera vez, la espada aún en su mano. Pero la tensión se disolvió en una sonrisa lenta, peligrosa.
Y entonces, un rugido distinto irrumpió en la escena: no de garganta, sino de motor. Las llamas reflejaron un destello metálico antes de que el aerodeslizador de Ekko irrumpiera como un cometa en el pasillo. Con un giro preciso, descargó un golpe devastador de su bate contra Samira. El impacto la arrojó varios metros entre chispas y polvo, estampándola contra el suelo.
Ekko saltó del deslizador, las botas golpeando la piedra con firmeza. Avanzó hasta Scar y le posó una mano en el hombro, la voz firme pese al caos.
—¿Estás bien, hermano?
Scar bajó la mirada, la culpa grabada en sus facciones.
—No alcancé a detenerla… No pude evitar la explosión.
Ekko negó, los ojos fijos en Samira mientras la furia se encendía en sus pupilas.
—No cargues con eso. Fui yo quien la dejó entrar. Y ahora… lo arreglaré.
Samira se incorporó lentamente, la espada arrastrándose contra el suelo como si marcara un compás. Por un segundo su rostro estuvo vacío, neutro, hasta que volvió esa sonrisa insolente que era casi una marca.
—Al fin despiertas, cariño… justo a tiempo para nuestra última cita.
Ekko apretó con más fuerza el hombro de Scar, su voz como acero templado.
—Evacúa el refugio. Sácalos de aquí. Yo terminaré esto.
Scar asintió sin dudar y se lanzó a los pasillos, su silueta desapareciendo entre humo y gritos.
Samira dio un paso al frente, el filo en alto, los ojos encendidos de desafío. Ekko ajustó el bate en sus manos; el aerodeslizador flotaba a su lado como un compañero de guerra.
El choque fue inmediato. La espada de Samira cortaba el aire en ráfagas veloces, buscando aberturas, mientras Ekko se impulsaba con el deslizador, esquivando a último segundo. Cada vez que caía, contraatacaba desde ángulos imposibles: un arco descendente de su bate que ella apenas bloqueó, retrocediendo con un gruñido.
—¿Eso es todo, Ekko? —Se burló, lanzando una estocada que rozó su mejilla y dejó una línea roja.
—No subestimes mis “juguetes”, Samira. —Replicó él, arrojando una bomba artesanal que explotó en humo cegador.
El pasillo se cubrió de niebla gris. Samira emergió entre carcajadas roncas, la espada brillando como una chispa en medio de la bruma.
—Siempre escondido detrás de trucos.
—Y siempre funcionan. —Dijo Ekko, impulsándose de nuevo y descargando un golpe que hizo vibrar las paredes al chocar contra su espada.
La batalla se volvió un torbellino. Ekko desaparecía y reaparecía entre saltos imposibles, dejando tras de sí estelas de humo y destellos, mientras Samira respondía con cortes calculados, cada movimiento letal, cada estocada dirigida al corazón. El refugio, envuelto en fuego y polvo, se convirtió en escenario de un duelo personal: velocidad contra precisión, ideales contra traición.
Entonces, Samira cambió el ritmo. Midió su respiración con calma, esperó su momento. Cuando Ekko se abalanzó desde el aire, ella pivotó con una elegancia fría. Su pierna se alzó en un latigazo perfecto: la patada lo impactó en pleno vuelo.
El tiempo pareció quebrarse.
Ekko salió despedido hacia el suelo, su cuerpo girando en el aire, gotas de sangre flotando como rubíes suspendidos. El aerodeslizador rebotó contra la piedra con un estrépito metálico, perdiendo estabilidad.
Samira avanzó despacio, cada paso un compás marcado por el crujir de las llamas. Alzó la espada, la sonrisa torcida como un filo más.
—No puedo decir que fue un placer, Ekko… —Murmuró con voz suave, venenosa. Apuntó directo a su pecho. —Pero al menos… te daré una muerte rápida.
La hoja descendió, el reflejo de las llamas corriendo por el filo como un río de fuego dispuesto a atravesar el pecho de Ekko.
En ese mismo instante, un rugido rasgó el aire. Scar irrumpió como un animal acorralado, blandió su bate con ambas manos y descargó un golpe demoledor contra Samira. El choque fue brutal: acero contra acero, chispas lloviendo en el pasillo como estrellas fugaces. Pero Samira, con la destreza de quien vive al filo, giró el torso en un movimiento felino. El desvío fue perfecto, su espada trazó un arco descendente y, en el mismo flujo, el filo se hundió directo en el pecho de Scar.
El tiempo se quebró.
Scar se detuvo en seco, los ojos abriéndose con una incredulidad que lo volvió niño por un segundo. El aire escapó de sus labios en un jadeo ahogado, su bate resbaló de las manos y cayó con estrépito metálico. La sangre brotó a borbotones, oscura, empapando su torso y pintando el suelo en un manchón que se extendía sin piedad.
—¡Scar! —El grito de Ekko se quebró como cristal al caer. Desde el suelo, sus ojos reflejaban puro horror, incapaz de aceptar la imagen que tenía delante.
Samira ni siquiera se permitió saborear la victoria. Apenas una mirada de reojo al cuerpo que se doblaba, antes de volver la atención al muchacho. Su expresión era una máscara de serenidad cruel: la sonrisa volvía a florecer en sus labios como si la muerte no fuese más que un movimiento más en el tablero.
La furia explotó en Ekko como un rayo en tormenta. Un rugido emergió de su garganta y, en un arranque desesperado, lanzó una patada que impactó contra la pierna de Samira. La sorpresa la hizo trastabillar; cayó de lado contra la piedra con un sonido seco.
Ekko no perdió el instante. Se lanzó sobre ella con todo su peso, cada fibra de su cuerpo empujada por la rabia. Su puño se hundió en el rostro de Samira una vez, otra más, el hueso de sus nudillos protestando al romper piel y abrirle un corte en el pómulo. La sangre le recorrió la comisura de los labios, roja y brillante bajo el fuego. Ekko, ciego de ira, cerró ambas manos alrededor de su cuello y apretó con toda la fuerza de sus años de furia contenida.
El aire silbaba áspero en la garganta de Samira, mezclado con un leve crujir que helaba la piel. Sus ojos, abiertos y furiosos, lo miraban fijamente: no con miedo, sino con odio puro. Las venas le marcaban las sienes, el rostro enrojecido mientras pataleaba en vano.
Por un instante, Ekko sintió el vacío del abismo en sus propias manos. El agarre tembló. La visión de Scar desplomándose aún brillaba detrás de sus párpados. Y ese titubeo fue suficiente.
Samira, como un depredador que espera la mínima grieta, alzó la rodilla y la descargó con violencia en la entrepierna de Ekko. El dolor lo partió en dos, arrancándole un grito animal. Sus manos se abrieron y se dobló, cediendo.
Ella lo empujó con furia desatada, trepándose sobre él como una tormenta de acero. Cada golpe cayó con rabia calculada: uno en la mandíbula que le partió el labio, otro en el pómulo que lo dejó aturdido, y una patada giratoria lo lanzó rodando por el suelo. Ekko quedó tendido, la sangre dibujando un rastro rojo sobre las losas ennegrecidas. La vista se le nublaba, pero alcanzaba a distinguir el cuerpo de Scar inmóvil. El peso del dolor era tan feroz como el de la tristeza que lo estaba hundiendo.
Samira se incorporó jadeante, caminando en círculos como un animal enjaulado. Su respiración era fuego, su ojo hinchado y el pómulo abierto escurrían sangre, pero lo que ardía en ella no era debilidad: era furia. Una furia que hacía vibrar cada paso sobre la piedra.
Ekko, tambaleante, apenas logró susurrar con voz rota:
—¿Por qué lo hiciste…?
Samira se detuvo. Se inclinó hacia él, el rostro ensangrentado pero con los labios curvándose en una sonrisa fría, casi íntima.
—Porque este siempre fue el plan.
Los ojos de Ekko se llenaron de dolor, un brillo que era más que lágrimas; era traición.
—Yo… yo te quise.
Samira chasqueó la lengua, encendiendo un puro con calma perturbadora. Dio una calada lenta y, tras exhalar una nube sobre su rostro, dejó caer las palabras como un cuchillo:
—Ese fue tu error.
Le ofreció el cigarro con un gesto burlón, como si fuera un regalo. Ekko cerró los labios con fuerza, negándose.
—Bien… tú te lo pierdes. —Respondió con desdén, dejando el puro caer junto a él.
Con una calma letal, recogió la espada caída a su lado y la giró en su mano. El filo, todavía húmedo con la sangre de Scar, apuntó directo a la garganta de Ekko. El brillo metálico reflejaba el temblor del fuego que devoraba el refugio.
Pero algo cambió.
Un escalofrío reptó por la piel de Samira. Una corazonada. Sus instintos, afilados por años de sobrevivir en la frontera entre vida y muerte, la hicieron girar. Con reflejos imposibles, alzó la espada justo a tiempo.
El disparo retumbó como un trueno.
El proyectil impactó contra el filo, partiendo la hoja en dos. El estruendo reverberó en las paredes, chispas incendiaron el aire y por un instante el mundo se ralentizó: las mitades del acero cayendo con un tintineo seco, el humo abriéndose en espirales, los ojos de Samira abriéndose de incredulidad.
De entre las llamas emergió una silueta delgada, los pasos juguetones, casi danzantes, que chocaban con la gravedad de la devastación. El humo se apartó como un telón de teatro, revelando a la intrusa como si fuera la protagonista de una obra sangrienta.
El cabello revuelto, los ojos rosas brillando como bengalas, la sonrisa torcida entre ternura y amenaza. El arma aún humeaba en sus manos.
—Jinx… —Susurró Ekko, con el corazón paralizado.
Ella ladeó la cabeza, la sonrisa temblando entre locura y cariño.
—Nunca fuiste un buen luchador, Ekko… —Se burló con tono cantarín, apuntándole con el cañón aún tibio. —Pero para tu suerte… yo soy excelente.
Sus botas resonaron entre el humo hasta detenerse frente al cuerpo inerte de Scar. Lo miró un segundo, suspiró con fastidio, como si observara un juguete roto. Luego alzó la vista y la fijó en Samira.
Un parpadeo.
El shimmer recorrió sus venas como un relámpago púrpura, y de pronto Jinx ya no estaba allí: apareció encima de Samira, una ráfaga de golpes lloviendo sin descanso. Puñetazos, patadas, codazos, cada impacto arrancando ecos metálicos de las paredes y obligándola a retroceder entre chispas y polvo.
—Nunca me cayó bien el conejo… —Rió Jinx, mordiéndose el labio, con esa mezcla de euforia y furia. —¡Pero tampoco voy a dejar que una perra como tú acabe con Zaun!
Se giró hacia Ekko y le tendió la mano. Él, tambaleante, la aceptó con torpeza. Al levantarse, sus miradas se encontraron: la de Ekko, una mezcla de vergüenza y alivio; la de Jinx, puro fuego travieso.
—¿Así que ella era tu nuevo romance? —Preguntó arqueando una ceja.
Ekko asintió, sin encontrar otra salida.
—Sí…
La carcajada de Jinx reventó el aire, aguda, delirante.
—¡Lo sabía! Te encantan las locas.
Samira, de pie pero tambaleante, el rostro ensangrentado y la espada hecha pedazos, observaba en silencio cómo todo su plan se desmoronaba. La incredulidad le nublaba los ojos.
Jinx le sonrió, ampliando la mueca hasta el borde de la demencia. Levantó su arma y apuntó directo a su pecho.
—Fin del show, perra noxiana.
Samira escupió sangre, levantando la cabeza con orgullo.
—Inténtalo, payaso de circo.
El aire se tensó como una cuerda a punto de romperse. El fuego iluminaba la escena, y Zaun entero parecía contener la respiración.
…
La cúpula de cristal del edificio del Concejo devolvía el rojo del incendio que devoraba media ciudad. No brillaba: parecía arder por dentro, como si el fuego hubiera trepado hasta el cielo y se hubiera incrustado en su corazón de vidrio.
Jayce y Lux cruzaron el atrio con paso rápido, las botas resonando sobre mármol astillado. El eco se perdía entre columnas ennegrecidas y lámparas que parpadeaban como luciérnagas agonizantes. El lugar, habituado a perfumes caros y discursos suaves, olía ahora a metal quemado, a polvo, a miedo.
—¿Hay alguien aquí? —La voz de Jayce se elevó, pero solo respondió el crujido de una cornisa suelta y el repiqueteo de un casquillo que rodó bajo su bota.
A su derecha, una puerta mostraba la cerradura abierta de manera impecable, sin forzarla; la madera, sin embargo, estaba manchada de hollín. A la izquierda, una vitrina rota había esparcido placas de identificación, un sello oficial ennegrecido, un bastón ceremonial astillado en dos. No había duda: alguien había pasado por ahí con conocimiento y prisa.
Más adelante, el rastro se hizo carne. Tres ejecutores yacían donde debieron estar los ujieres del Concejo. Uno boca abajo, con el rifle aún oliendo a pólvora; otro desplomado contra el muro, el casco hundido como si lo hubiese golpeado un martillo; el tercero de espaldas, los ojos vidriosos mirando el artesonado, con un hilo oscuro escurriéndole de la boca.
Lux se inclinó. Sus guantes de cuero crujieron al cerrar los párpados del último, un gesto pequeño contra la enormidad de la masacre.
—Llegamos tarde. —Dijo, sin adornos, como si ponerle otra palabra fuera una burla.
Jayce se detuvo un momento junto al cuerpo del de casco roto. Se agachó y tocó el suelo: allí había huellas de arrastre, como si hubieran movido cuerpos o cargado a alguien a la fuerza. La runa de su muñeca palpitó, respondiendo a su pulso acelerado. Cada grieta en la piedra, cada mancha, parecía una acusación personal.
—Siempre llego tarde… —Murmuró, casi para sí, mientras giraba el martillo en la mano, revisando el cabezal abollado y las muescas recientes. —¿De qué sirve todo esto si no…?
Cerró los ojos un instante, y la oscuridad detrás de los párpados lo golpeó con recuerdos que prefería enterrar. No estuvo allí cuando Viktor llevó lo arcano más allá de sus límites, cuando la promesa de progreso se convirtió en amenaza. Tampoco estuvo cuando Ambessa, con su implacable ambición, torció el rumbo de Piltover. Y ahora, tampoco estaba aquí: no había protegido al Concejo cuando más lo necesitaban.
—Nunca estoy cuando debo. —Susurró, la voz quebrada por un peso que no era físico, sino mucho más corrosivo.
La runa en su brazo palpitó, como un reproche silencioso, recordándole que el poder que había jurado usar para defender a su ciudad siempre llegaba tarde, siempre demasiado tarde.
El silencio que siguió fue espeso, incómodo. Lux lo miró de reojo, como si buscara una grieta por donde alcanzarlo, pero no dijo nada. El atrio mismo parecía responder en su lugar: los muros agrietados, los restos chamuscados, cada detalle convertido en un eco de aquella culpa que Jayce no necesitaba que nadie repitiera.
Solo cuando el crujido distante de la estructura los obligó a moverse, retomaron el paso. Y al girar hacia la rotonda, el escenario los envolvió de golpe: el suelo de mosaico picoteado por impactos, las barandillas abolladas, una lámpara arrancada colgando por cables tensos.
Lux se detuvo, ladeó la cabeza. No cerró los ojos, no buscó plegarias. Solo respiró hondo, una vez, dos. El aire tenía el sabor metálico del ozono tras una tormenta y un deje agrio, arcano, que no pertenecía a Piltover.
—Aquí hubo magia. —Dijo en voz baja, con un tono que no sonaba a análisis, sino a advertencia. —No era hextech… y tampoco es magia común. Nunca había sentido un poder tan… antinatural.
Jayce se inclinó hacia una de las paredes, su ceño fruncido con fuerza. Las quemaduras no eran simples manchas: parecían rosas negras grabadas a fuego, flores concéntricas con bordes mordidos y un núcleo aceitoso que todavía chisporroteaba con un resplandor enfermizo. En una columna cercana, la piedra se había vitrificado en vetas brillantes, como si hubiera sido lamida por una llama invisible.
—¿Qué demonios es esto? —Murmuró, casi para sí.
Lux dio un paso atrás, los dedos tensándose alrededor de su báculo. Sus ojos reflejaban una certeza que no quería admitir en voz alta.
—No lo sé… pero si lo que siento ahora es miedo, Jayce, significa que lo que pasó aquí supera todo lo que conocemos.
Guardó silencio apenas un instante, antes de girarse hacia una de las puertas laterales. Caminó despacio, observando los detalles con la mirada entrenada: la cerradura torcida, la madera astillada, el polvo removido. Se inclinó, acariciando con los dedos el suelo. No había sangre suficiente. No había cuerpos.
—Jayce… creo que los concejales fueron secuestrados. —Dijo al fin, con una certeza que heló el aire. —Aquí hubo pelea, sí, pero no hay cadáveres. Tampoco rastros de arrastre, ni manchas que indiquen que los mataron aquí. Si el objetivo hubiera sido hundir a Piltover… bastaba con ejecutarlos.
Jayce frunció el ceño, mirando el martillo, pensativo. Su mente repasaba escenarios, posibles intenciones.
—A menos que… —Murmuró con la voz cargada de gravedad. —A menos que los necesiten vivos para llegar a lo que realmente quieren.
Lux levantó la mirada hacia él. No intentó suavizar la idea, porque sabía que tenía razón.
—Entonces no tenemos mucho tiempo.
El silencio se hizo espeso, cargado de pensamientos que ninguno quiso pronunciar en voz alta. Lux desvió la vista hacia Jayce, y lo observó en silencio: su mandíbula apretada, el martillo descansando como un peso que no era solo de acero, sino de culpa y cansancio.
Inspiró profundo y, con la voz más baja, dejó escapar una confesión que parecía haber estado guardando demasiado tiempo.
—Tú hiciste más por Piltover de lo que imaginas, Jayce. Mucho más de lo que nadie habría logrado. Un progeso único. Yo, en cambio… la única vez que intenté hacer algo por Demacia, lo único que conseguí fue que el rey muriera a manos de alguien en quien confié ciegamente. —Tragó saliva, sus ojos fijos en las llamas lejanas. —Y esa es una mancha que nunca se borrará.
Jayce la miró, sorprendido. Las palabras lo abandonaron. Solo pudo posar una mano firme en su hombro, un gesto sincero, que no necesitaba adornos. Permanecieron así unos segundos, respirando el mismo aire impregnado de ceniza y ruina.
Cuando al fin habló, su voz sonó grave, pero cargada de una resolución nueva, como un juramento compartido:
—Aún tenemos tiempo de hacerlo bien. Por Piltover… y por Demacia.
El silencio que siguió pesaba más que las ruinas mismas. Avanzaron hasta el balcón destrozado que daba a la ciudad, y allí el mundo se abrió ante ellos como una herida. Piltover ardía en múltiples puntos: torres envueltas en lenguas de fuego, calles convertidas en cicatrices incandescentes que se retorcían entre columnas de humo.
Un instante después, el vidrio del lucernario se tiñó de un resplandor extraño, bañando sus rostros en tonos espectrales.La bengala subió como un cometa y estalló en lo alto con un pulso violeta que latió sobre la ciudad como un corazón oscuro. El reflejo bailó sobre las caras inmóviles de los ejecutores caídos, recorrió los bordes chamuscados del mapa del puerto, y se prendió en los anillos del martillo de Jayce, vistiéndolos de púrpura.
—¿Eso viene… del puerto? —Preguntó Jayce, entrecerrando los ojos hacia el horizonte.
—Sí. Apostaría que es obra de Sarah. —Respondió Lux con firmeza.
No dijeron más. Cruzaron de regreso por el atrio a zancadas, el eco de sus pasos resonando en el mármol agrietado. Jayce ajustó el regulador del martillo y el arma respondió con un zumbido grave, encendiendo venas de luz azul que treparon hasta el núcleo. Lux recogió una lanza caída y se la colgó a la espalda junto a su báculo. Después extendió la mano: en su palma floreció una esfera de luz blanca, compacta y fría, tan precisa que no delataba su posición al ojo enemigo. La sostuvo baja, cerca del suelo, para que el resplandor no los convirtiera en blancos fáciles para cualquier tirador escondido en los tejados.
Al franquear la escalinata del Concejo, el aire caliente de Piltover los golpeó con el peso de la pólvora y el humo. Desde allí, la ciudad se desplegaba como un mapa en llamas, y el puerto, en forma de U, centelleaba con fogonazos intermitentes. La estela violeta de la bengala seguía colgando en el cielo, un rastro luminoso que parecía negarse a morir.
—Jayce… —Dijo Lux al descender, la voz cargada de duda y gravedad. —Tenemos que decidir. ¿Buscamos a los concejales… o vamos al muelle?
Jayce se detuvo en seco, unos escalones más abajo. El silencio se alargó como una soga alrededor de ambos. Se llevó la mano al mentón, la mirada clavada en las piedras ennegrecidas bajo sus botas. El martillo pesaba sobre su hombro como si no fuera solo de metal, sino de todas las promesas incumplidas que lo perseguían. Su respiración era áspera, los labios apretados en una línea rígida. Se debatía entre lo que debía hacer… y lo que, en el fondo, no podía dejar de querer hacer.
El tiempo pareció encogerse a ese instante. Lux lo observó en silencio, dándole espacio para que el peso de la elección terminara de quebrarse dentro de él.
Finalmente, Jayce levantó la cabeza. En sus ojos ardía una tormenta contenida, pero también un destello de resolución que no había mostrado en todo el recorrido.
—No tenemos idea de por dónde empezar a buscar. —Dijo, grave. —Y algo me dice que esto es una distracción… un juego mayor. Debemos ir con Sarah. No puedo abandonarla.
Apretó el martillo con fuerza, respiró hondo y concluyó, con la voz endurecida por la decisión:
—Vamos al muelle.
…
El mar frente al puerto de Piltover rugía como una fiera encadenada, cada ola sacudiendo las embarcaciones al ritmo del estruendo de los cañones. Desde la cubierta del navío insignia de Sarah Fortune, Roger observaba con el catalejo en mano. La bahía en forma de U ardía a intervalos: fogonazos, columnas de humo, destellos de pólvora que iluminaban brevemente el caos antes de engullirse de nuevo en sombras. El olor del salitre se mezclaba con el hedor metálico de la pólvora quemada, impregnando cada respiración.
Los piratas corrían como piezas de un engranaje desquiciado: torsos desnudos reluciendo de sudor, brazos tensos moviendo cadenas y girando ruedas de bronce, manos tiznadas de hollín pasando balas de cañón como si fueran hogazas en un horno infernal. El calor se acumulaba entre madera y hierro, transformando la tripa del barco en una fragua sofocante. Cada disparo hacía vibrar las tablas húmedas bajo los pies, como si el barco entero respirara con el combate.
Roger ajustó el enfoque del catalejo y siguió el arco de un proyectil que se incrustó en la proa de un navío noxiano. La visión tembló, y por un segundo creyó ver el mismo mar sangrar. Se llevó el comunicador a la boca, la voz seca, ronca:
—Almirante, se acercan demasiado… pero aún no entran en posición.
El chisporroteo del canal fue seguido de aquella voz que imponía calma incluso sobre la tormenta: Sarah Fortune. Firme. Vibrante.
—Bien. Prepara a tu gente, Roger. Tiraré la primera bengala.
Él frunció el ceño, apretando el comunicador con los nudillos blancos.
—¿Cómo está usted, Almirante? Suena como si estuviera… en medio del infierno.
La respuesta llegó envuelta en acero y pólvora. Detrás de sus palabras se escuchaban choques metálicos, disparos aislados, gritos cortados de raíz.
—Cayeron casi todos los piratas que dejamos en tierra. —La cadencia de sus pistolas rugió de fondo, dos disparos secos y precisos. Luego, una exhalación irónica. —Pero ya lo sabes, Roger… nadie es capaz de detenerme.
Roger cerró el catalejo. No necesitaba verla: la imaginaba con claridad. Sarah avanzando como una tormenta hecha carne, entre cuerpos y humo, la espada brillando al compás de las llamas, las pistolas vomitando fuego con la misma exactitud que la sonrisa desafiante que nunca abandonaba su rostro. Una reina en su trono de pólvora.
En tierra, Sarah exhalaba entre dientes, el sudor trazándole ríos sobre la frente. Cada disparo de sus pistolas era un latido que la mantenía en pie, deteniendo a los soldados que seguían llegando en oleadas. El aire era un horno saturado de humo, y cada movimiento arrancaba de su cuerpo fuerzas que sabía limitadas.
—Mierda… —Susurró, sintiendo el calor de la pólvora chamuscarle las palmas.
Se cubrió tras una columna ennegrecida, el hombro apoyado en la madera quemada que crujía bajo su peso. Inhaló hondo, y por un segundo el fragor del puerto se apagó en sus oídos: solo quedó ella, el latido en las sienes, y el tic tac invisible de la batalla.
Sacó una de sus pistolas y la levantó despacio hacia el cielo nocturno, como si bendijera la pólvora antes de invocarla. Sus labios se curvaron en una media sonrisa: ni rendida ni segura, sino la mueca de alguien que conoce el filo de la apuesta y el precio de la gloria.
—Confío en ustedes… —Susurró, antes de apretar el gatillo.
Un disparo rasgó el aire nocturno y la bengala violeta ascendió como un cometa embrujado, dejando tras de sí un rastro espectral que iluminó el puerto. Por un segundo, todo se detuvo. El resplandor bañó las olas, encendió los cascos ennegrecidos de los buques noxianos y tiñó de púrpura las caras tensas de los piratas. Era la señal.
Roger alzó la vista, el brillo reflejándose en sus pupilas. Mezcla de alivio y de un peso insoportable. Inspiró hondo, dejó que el aire cargado de sal y pólvora le llenara los pulmones, y gritó con toda la voz que tenía:
—¡Tripulación! ¡Cambien las balas de cañón!
El barco entero se agitó. Cofres de hierro se abrieron con chirridos metálicos, revelando proyectiles más pesados, cubiertos por un brillo oscuro y aceitoso. Los hombres se apresuraron a cargarlos, el silencio apenas roto por el golpeteo de botas sobre la madera húmeda y el chirriar de engranajes tensados al máximo. Nadie hablaba. Nadie respiraba más de lo necesario. Cada pirata sostenía su puesto como si de él dependiera todo el océano.
Roger alzó la mano.
—¡A mi señal!
El tiempo se estiró hasta quebrarse. Unos segundos que parecieron horas, mientras el puerto entero contenía el aliento. Luego, su voz estalló como un trueno:
—¡Fuego!
El barco tembló hasta los huesos cuando la salva rugió en andanadas. Los cañones vomitaron fuego y acero; los proyectiles cruzaron el cielo en arcos incandescentes antes de clavarse contra los buques noxianos. El impacto hizo vibrar el mar, levantando columnas de agua y un eco de acero retorcido. A simple vista, las moles de hierro apenas parecían dañadas: cascos abollados, astillas arrancadas. Nada decisivo. Pero bajo la superficie, el verdadero efecto de aquellas municiones aguardaba como un depredador invisible.
En el extremo opuesto del puerto en forma de U, otro frente respondió a la bengala.
—¡Señal en el cielo! —Gritó un pirata, los ojos desorbitados.
El capitán de aquel flanco sonrió con los dientes manchados de hollín.
—¡Es hora de movernos!
El puerto cobró vida como una bestia mecánica. Un grupo de hombres giró una enorme rueda de engranajes, el rechinar metálico desgarrando el aire como un presagio. Otros corrían a toda prisa, arrastrando barriles pesados hasta los cañones de la línea costera.
Los abrieron con rapidez, ajustaron las bocas y, entre gritos y sudor, comenzaron a encajar los toneles dentro de las bocas de bronce. No eran proyectiles comunes: cada barril estaba sellado con alquitrán, aceite y fragmentos metálicos. Munición improvisada, brutal.
—¡Carga completa! —Rugió uno de los artilleros, las venas marcándosele en el cuello.
Los cañones se inclinaron hacia el mar, apuntando no a los cascos, sino al agua que lamía sus costados. La tensión era absoluta: pólvora seca, mechas encendidas, el rugido de la batalla mordiéndoles los talones.
—¡Disparen!
El estruendo sacudió el muelle. Los cañones vomitaron y los barriles volaron en arcos bajos hasta caer pesadamente al agua junto a los buques enemigos. Hubo espuma, golpes sordos contra la superficie, incluso algún crujido extraño bajo las quillas de acero… y luego, nada.
El mar volvió a cerrarse sobre sí mismo, tragándose los toneles sin un estallido inmediato. A simple vista, parecía un disparo inútil, casi torpe.
Mientras tanto, a nave insignia de Roger inició una maniobra de retirada calculada. Los buques noxianos cerraban la distancia con un rugido de acero. Los pocos navíos piratas que aún resistían fueron barridos en cuestión de minutos, reducidos a hogueras flotantes, maderos ardiendo que el oleaje arrastraba como cadáveres. Los aliados restantes aguardaban en las puntas del puerto, inmóviles, tensos, como cuchillas ocultas esperando la orden de su almirante.
Entonces, los cañones enemigos respondieron. El cielo se abrió en rugidos. Bombas noxianas cruzaron el aire con silbidos agudos, estallando contra el mar y la cubierta con una violencia que sacudía huesos y madera por igual. Dos explosiones estremecieron el casco del navío de Sarah, haciéndolo gemir como un animal herido. Astillas llovieron sobre la tripulación; el humo y el fuego se mezclaban con el bramido del océano.
Desde tierra, Sarah Fortune seguía combatiendo, rodeada por un enjambre de soldados. El sudor se mezclaba con la pólvora en su piel, la garganta le ardía con cada disparo, pero su cadencia no se rompía. Cada disparo era certero. Cada tajo de su espada, una sentencia.
Se cubrió tras una columna de piedra ennegrecida, respirando hondo mientras dos enemigos trataban de flanquearla. Giró, disparó a ambos costados: dos cuerpos cayeron al suelo antes siquiera de alcanzar a gritar. Por un segundo se permitió alzar el catalejo. El lente tembló en su mano al enfocar el puerto: allí estaba su barco, resistiendo bajo la lluvia de fuego enemigo, su emblema ondeando entre humo y brasas.
—Vamos, Roger… —Murmuró con rabia contenida. —Aguanta un poco más.
Guardó el catalejo, y volvió a la refriega. Sus pistolas rugían como ecos del mar, su espada cortaba con precisión brutal. Un golpe enemigo logró abrirle un tajo en el brazo; la sangre manchó su chaqueta, pero Sarah apenas pestañeó. La herida no la frenó: la encendió. Cada estallido, cada caída a su alrededor, parecía avivar más su furia.
En un respiro breve, volvió a mirar al cielo. El humo del puerto se mezclaba con la bruma marina, y el eco de los cañones era tan constante que parecía un solo rugido infinito. Sarah sacó una de sus pistolas especiales, distinta al resto: grabada con runas, más pesada, más precisa. La sostuvo con ambas manos, apuntó hacia el firmamento y, con una calma feroz, la sonrisa de quien apuesta todo en una jugada final, susurró:
—Hora de ser leyendas, Roger.
El disparo rasgó la noche como un trueno. Una bengala verde se elevó en el cielo, ascendiendo con un brillo esmeralda que bañó la bahía y los rostros tiznados de pólvora. La luz tembló en las olas como un latido de guerra, la señal inconfundible de que la trampa de Sarah Fortune había comenzado.
Debajo de la superficie, las entrañas del puerto despertaron. En las dos puntas de la U, las ruedas de engranajes que los piratas habían forzado comenzaron a tensarse con un chirrido agudo, arrastrando desde el fondo marino una malla de acero oculta entre las corrientes. El mar rugió, la tensión de las cadenas se transmitió en vibraciones que hicieron temblar las cubiertas.
Los hombres que giraban la rueda se apresuraron a encajar gruesas barras de hierro en las ranuras laterales, asegurándolas con martillazos que resonaban como campanadas de forja. Luego fijaron los pasadores con cadenas y candados de acero, clavando ganchos en el suelo de piedra para inmovilizar la estructura. El sudor les chorreaba por la frente mientras reforzaban el mecanismo, conscientes de que, si la rueda cedía, toda la malla se vendría abajo con ellos.
Cuando los seguros quedaron anclados, el puerto entero pareció contener el aliento. La trampa estaba lista para recibir el golpe de los colosos noxianos.
Y entonces, el choque.
Los buques noxianos, veloces y pesados, se incrustaron de lleno contra la barrera. El metal crujió como huesos partidos, los cascos gemían al retorcerse. El avance se detuvo de golpe, una bestia de acero clavada en un cepo invisible.
Roger observó desde la cubierta, el catalejo en mano. El reflejo verde de la bengala se apagaba en sus ojos justo cuando el siguiente acto de la trampa se desplegaba.
Desde los barcos ocultos en las orillas, las cuerdas tensaron y los arcos improvisados escupieron fuego. Cientos de flechas incendiarias volaron en parábola sobre la bahía, dejando estelas rojas en el aire. Cayeron sobre los cascos atrapados y sobre los barriles que flotaban, medio hundidos.
El secreto se desató.
Los toneles estallaron en llamaradas. No eran pólvora ni brea común: era aceite alquímico traído de Aguasturbias, mezclado con fragmentos metálicos, un líquido viscoso que se esparció sobre el agua como un manto. Al contacto con el fuego, ardió con furia sobrenatural. Los cascos ennegrecidos se convirtieron en hornos de acero. El agua, antes refugio, se volvió traicionera: el fuego no se apagaba sobre ella, lo recorría como si el mar mismo ardiera.
Los soldados noxianos chillaban al lanzarse por la borda, buscando escapar del infierno de sus cubiertas. Pero caían en otro más cruel: un océano convertido en brasero. Flotaban envueltos en llamas verdes que se adherían a su piel, sus gritos ahogados se confundían con el rugido de los cañones y las explosiones.
Roger levantó el brazo con furia, la voz imponiéndose al caos:
—¡FUEGO!
Los cañones rugieron otra vez, esta vez con munición de hierro sólido. El estruendo ensordeció la bahía, los proyectiles se incrustaron en cascos ya debilitados por el calor. Las explosiones hicieron vibrar el aire, astillando mástiles, arrancando tablones enteros. El mar se llenó de humo, brasas y cuerpos.
Las naves apostadas en los bordes soltaron amarras al unísono. Los remos golpearon el agua con fuerza rítmica, como tambores de guerra, avanzando hacia los buques atrapados. Era el preludio del abordaje, del choque final cuerpo a cuerpo.
Mientras tanto, el barco de Roger inició la retirada tras la malla de acero. La tripulación ajustó velas y timón, alejándose del epicentro de la carnicería. Roger, firme en cubierta, gritó sobre el estrépito:
—¡Es momento de volver! ¡Ayudaremos a la almirante! ¡El resto queda en manos de las divisiones!
El rugido de los hombres llenó la cubierta, como respuesta a su orden.
El comunicador crepitó en sus manos.
—Almirante. —Dijo con voz áspera, mirando hacia la ciudad en llamas. —El plan salió al pie de la letra. Ya vamos en camino.
Del otro lado, la risa de Sarah resonó entre disparos y gritos, vibrante pero cansada.
—Por supuesto que funcionó, Roger. ¿Acaso dudabas? —Su voz se quebraba entre jadeos y el estrépito del combate. —Aunque por tierra… la cosa no pinta tan bien.
Roger guardó silencio, apretando el comunicador con fuerza. La voz de su almirante se fundía con los rugidos de la batalla.
Sarah, en tierra, apenas contaba con diez piratas a su lado. La espada cortaba en arcos luminosos, las pistolas escupían fuego sin perder precisión. El sudor le corría por la frente, la pólvora le quemaba la garganta. Por un instante, sus manos temblaron al recargar, un destello de cansancio brutal… pero apretó los dientes, tragó el dolor y siguió. Cada movimiento era un desafío, cada enemigo derribado un recordatorio de que la marea seguía creciendo.
Y entonces los vio.
Desde las calles que descendían hacia el puerto, una nueva columna de soldados noxianos apareció. Decenas, quizá cientos, avanzando con la disciplina de un muro negro, lanzas y estandartes ondeando a la luz del fuego. El eco de sus botas retumbaba como un tambor de ejecución.
Sarah se detuvo un segundo, alzó la vista hacia el cielo donde aún se desvanecía el resplandor verde de su bengala. Sonrió con esa sonrisa rota, mitad desafío, mitad certeza. El humo la envolvía, la sangre manchaba su chaqueta, pero sus ojos ardían todavía con la misma fiereza que al comienzo.
El mar rugía detrás. El ejército noxiano avanzaba delante. Sarah Fortune, en medio de ceniza, fuego y acero, se mantuvo en pie. La reina de los mares, sola frente a la marea oscura, lista para quemar o ser quemada con la ciudad que había jurado defender.