ID de la obra: 657

El llamado del sol negro

Mezcla
NC-17
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planificada Mini, escritos 1.064 páginas, 490.148 palabras, 63 capítulos
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El día del Sol Negro Parte 3

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Durante el eclipse. Mel despertó sin razón aparente, como si un hilo invisible le hubiese tirado del pecho. El sueño se desmoronó en silencio, pero quedó la sensación de que algo, algo enorme y oscuro, la observaba desde afuera. Se incorporó en la cama, la piel aún tibia por las sábanas, y sus ojos fueron directo a la ventana. El eclipse no cayó: se cerró, como un párpado negro sobre la ciudad. La luz que quedó era la de un carbón vivo, roja y sucia, deformando los muros en lenguas torcidas y volviendo los dorados de Noxus un bronce enfermo. Los tapices parecían hundirse hacia el suelo. El aire olía a resina quemada; cada respiración raspaba como si arrastrara arena. Entonces lo escuchó. Primero un retumbar apagado, como si la piedra misma se estremeciera. Luego cascos golpeando el mármol, gritos ahogados por el eco, y el repique metálico de armas encontrándose en algún corredor cercano. El sonido venía y se iba con la regularidad de un oleaje, cada choque más próximo que el anterior. Mel cerró los ojos un instante: no necesitaba ver para entender el mapa del peligro, podía sentirlo. La puerta reventó con un estrépito seco. Darius irrumpió con el hacha goteando y la armadura hecha añicos en el costado. Tenía sangre en la mandíbula, en las cejas, en la cuerda del cabello, y otra sangre, más oscura, más espesa, pegada a los remaches del peto. El impacto dejó astillas saltando por el aire, destellos fugaces como peces atrapados en el agua roja del eclipse. —Mel. Debemos irnos. —Gruñó, apoyándose un segundo contra el marco. —No sé cómo, pero descubrieron nuestro plan. Detrás de él, un guardia alcanzó a levantar la lanza. Mel ni siquiera giró la cabeza: alzó la mano con un gesto breve, como si recolocara piezas en un tablero invisible. El aire cristalizó. Entre ambos surgió un círculo de filigrana dorada, girando con una calma antinatural; cuando la punta de la lanza lo rozó, la geometría se plegó en ángulos imposibles y la partió en cuatro. Las astillas regresaron en línea recta, limpias, exactas, atravesando la garganta del soldado. Cayó sin ruido, tragándose su propio aliento. Los ojos de Darius bajaron apenas a su costado abierto, la sangre latiendo en pulsos gruesos, pero no fue allí donde se detuvo su atención. Lo que realmente lo hizo fruncir el ceño y guardar silencio por un segundo, fue la visión del guardia muerto a sus pies, atravesado con tal rapidez que ni siquiera alcanzó a comprender. Mel aún tenía la mano alzada, los dedos relajándose como si acabase de soltar un instrumento. No jadeaba, no temblaba. Era el mismo aplomo con que otros darían una orden banal en la mesa de guerra. Darius resopló, no tanto por el dolor de la herida como por la certeza de que acababa de ver un filo más letal que el suyo. Medio gruñido, medio risa, la respiración de alguien que reconoce a otro depredador. —Se acabó el lujo, Medarda. —Murmuró, apretando el hacha contra su hombro con una mueca torcida. —Vamos. Y esta vez, al salir, no fue solo él quien abrió el paso. Tres soldados doblaron la esquina con escudos en formación. Darius embistió como un toro, pero al apoyar el pie herido vaciló un instante. No alcanzó a maldecirse: Mel ya había actuado. Un rosario de rombos luminosos emergió desde el suelo a la altura de sus rodillas y explotó hacia adelante en una onda muda que les arrancó el suelo. Los escudos giraron hacia arriba, absurdos, apuntando al techo. En ese vacío de lógica, donde el mundo olvidó qué era arriba o abajo, el hacha de Darius descendió limpia, un arco negro contra el rojo del eclipse, partiendo al primero como si fuera una puerta mal asegurada. El segundo intentó retroceder, pero una espina de luz le atravesó el empeine con la precisión de un relámpago contenido; gritó, y Darius lo silenció rompiéndole el torso en dos. El tercero alcanzó a cruzar miradas con Mel: por un segundo creyó verla sonreírle. No era una sonrisa. Un cuadrado dorado se cerró sobre su muñeca con un chasquido y el arma junto con su mano cayó al suelo. Darius se encargó del resto. Siguieron. Con cada corredor, el eclipse afilaba el mundo. Las antorchas parecían flores negras; los estandartes, trapos húmedos que sangraban sombra. Los pasos resonaban entre ecos metálicos y gritos lejanos. Mel sentía que la fortaleza tiraba de ella como de un hilo tenso: algo peligroso respiraba cerca, un latido que no era el suyo, ni el de Darius, ni el de la piedra. —¿Por qué hoy? —Preguntó de pronto, sin apartar la vista del pasillo. —¿Qué tiene de especial el eclipse? Él no se detuvo. Su voz llegó grave, entrecortada por el esfuerzo de abrirse paso. —El eclipse era la orden. Hoy Piltover tenía que arder, así de simple. Mel frunció el ceño, apenas. —Piltover... —Murmuró, con un nudo en la voz. —Pero no es solo eso, ¿cierto? Darius derribó a un guardia con un corte seco antes de responder con un gruñido: —No. Swain y LeBlanc pierden poder en la penumbra. Su magia se quiebra, sus ilusiones pesan menos. Pero no todos caen. Vladimir... él se alimenta de la luna sangrante. Con cada eclipse como este, se vuelve más fuerte. —¿Y entonces por qué atacar cuando están debilitados? —Porque a veces. —Rugió Darius, destrozando otro escudo. —El ataque es la mejor defensa. Las palabras le golpearon como acero candente en la garganta. Piltover estaba perdida: tardaría días en llegar, y ni así podría salvarla. Pero había algo que sí podía hacer. Algo inmediato. Si cortaba la cabeza, el cuerpo de Noxus tambalearía. Swain, LeBlanc... y ese tal Vladimir. —Entonces. —Dijo, con una calma que no era calma. —Iremos a por ellos. Darius giró la cabeza, incrédulo, sin bajar el hacha. —Estás loca. Ni siquiera yo me lanzaría contra tres al mismo tiempo. —Precisamente por eso. —Replicó Mel, mientras un rosario de figuras geométricas brotaba a su alrededor, iluminando el pasillo. —Esperan que arranquemos, no que los enfrentemos. Darius mascó una blasfemia, pero no la detuvo. A cada paso, Mel seguía avanzando, y él, herido o no, terminó cubriéndole la espalda. En el recodo siguiente, un pelotón de ballesteros bloqueaba el paso. Mel abrió las manos como si afinara un instrumento invisible. Los polígonos dorados se reordenaron perfectamente. Los virotes silbaron, pero se estrellaron contra un muro de luz que los descompuso en líneas vibrantes, suspendidas como cuerdas de arpa. Con un gesto, Mel las pulsó. Los proyectiles regresaron multiplicados, atravesando pechos y gargantas hasta clavar a los soldados contra la barandilla. —Bonito detalle. —Murmuró Darius con ese humor tosco. —Si hubieras peleado así en la frontera con Demacia, nos habrías ahorrado meses de guerra. —Aún no domino del todo mis poderes, pero lo suficiente para esto. —Replicó Mel sin mirarlo. Una alarma profunda, metálica, comenzó a rugir desde las entrañas de la fortaleza. Las puertas al final del corredor se levantaban como murallas: dos hojas colosales, grabadas con campañas antiguas. Tras ellas, voces. Tres timbres distintos, reconocibles incluso en susurro. Los del umbral no eran guardias: Caballeros Trifarianos, capas rígidas y ojos de acero. Darius ajustó el agarre de su arma. —Déjame a mí los primeros. —Dijo Mel. No esperó respuesta. Avanzó con paso firme, casi elegante. Los círculos, rombos y cuadrados a su alrededor se ensamblaron en un astrolabio dorado, una máquina solar. Los caballeros cargaron a una sola voz. Mel movió un dedo, y el astrolabio se abrió como una flor de cuchillas. El primero alzó su escudo; la flor lo abrazó y lo clavó contra la puerta con un sonido seco, como tela desgarrada. El segundo buscó la estocada lateral, pero la curvatura del aire se torció, desviando la hoja. El tercero retrocedió un paso, demasiado tarde: una aguja del grosor de una pluma lo fijó al suelo. Darius llegó entonces y remató al que aún respiraba con un golpe breve, casi misericordioso. —No tengo magia, Medarda. —Bufó. —Pero tengo acero. Pero Mel no lo miraba a él. Sus ojos estaban clavados en el umbral. Algo palpitaba bajo la madera, un pulso oscuro que no venía del eclipse. Empujaron. El salón de guerra se abrió como una boca. La mesa central era un mapa en relieve: fronteras, fortalezas, rutas. Encima, clavadas, piezas rojas. Las paredes, desnudas salvo por una serie de garras talladas que subían como raíces petrificadas. El techo estaba abierto en un ojo circular por donde la luz del eclipse caía en diagonal, lamiendo el borde de la mesa con un brillo sucio. Swain estaba sentado como si el salón hubiese sido construido únicamente para ese instante: la espalda recta, un brazo quieto bajo la capa oscura que caía rígida sobre su hombro, el otro sosteniendo una copa cuyo líquido no era vino ni agua. A su espalda, la sombra de un cuervo respiraba en silencio, con el pico curvado marcado por la penumbra. LeBlanc permanecía de pie, impecable, inmóvil, su sonrisa apenas insinuada. No miraba a Mel como a una rival, ni siquiera como a una amenaza, sino como se contempla un espejo antiguo: buscando grietas en la superficie. Vladimir reposaba con indolencia contra un muro, la piel pálida como sal derramada, los ojos encendidos con el rojo del eclipse. El aire alrededor de él olía a sangre caliente y a rosas marchitas. —Vaya puntualidad. —Murmuró Vladimir, como si comentara una nota musical fuera de lugar. —Y qué entrada. —Añadió Swain sin levantarse. —¿Trajiste tu propio eclipse, Medarda, o decidiste robar el de todos? Darius dio un paso al frente, pero el tirón en su costado lo dobló. Mel lo sostuvo del codo. Su tacto fue una orden. —No. —Susurró. —Con esa herida no. —No puedo quedarme mirando. —Escupió. —Puedes quedarte con vida. —Respondió, fría. —Y si mueres aquí, me obligas a luchar por los dos. Vladimir se separó de la pared con la languidez de un gato. —La hija... —Saboreó cada sílaba como si fuera un dulce vino noxiano. —La hija de Medarda. He esperado demasiado para ver qué hace esa sangre cuando se la expone a la noche correcta. Tu linaje te precede... y tu apellido te convierte en el blanco perfecto. Mel percibió el cambio. No era un arma desenvainada: era atención. Toda la sala se cerró sobre ella como un puño, las miradas pesadas como garras. El eclipse parecía hundirse más bajo, rozándole los hombros. Alzó las manos. El astrolabio regresó, distinto, más compacto, un núcleo de figuras plegadas unas sobre otras. Las líneas ya no brillaban en oro: ardían en un resplandor mate, autónomo, cada trazo latiendo como si tuviera corazón propio. —¿Vienes a juzgarme con cuentos de linaje? —Dijo sin elevar la voz. —Quédate con el apellido. Yo no lo necesito para escribir mi destino. LeBlanc ladeó la cabeza, como quien escucha un eco que lleva años repitiéndose. —La memoria es una máscara... Qué curioso que insistas en romperla. El silencio se volvió sólido. La sombra del cuervo tras Swain agudizó su perfil, el pico extendiéndose como si oliera la sangre antes del corte. Darius soltó el aire contenido, como si hubiera estado masticando vidrio. Vladimir sonrió al fin, la sonrisa húmeda de alguien que espera un banquete. —Hazlo... —Susurró. —Muéstrame cómo sangras. Mel cerró los ojos un instante. Y cuando los abrió, el astrolabio estalló en una flor de cuchillas que giraban sobre sí mismas, devorando la penumbra. La sala entera se iluminó con una aurora imposible: ángulos que no existían, curvas que se desplegaban como espejos rotos. El eclipse quedó atrapado en aquella maquinaria de luz. Por un latido, hasta los tres altos mandos de Noxus se quedaron inmóviles, como espectadores. El cuervo tras Swain agitó las alas, LeBlanc inclinó la cabeza con un destello en la mirada, y Vladimir abrió la sonrisa como quien huele la primera gota de sangre. Mel dio un paso, y el salón pareció inclinarse hacia ella. Ese paso fue todo: avanzó sola contra el corazón de Noxus, sin vuelta posible. Presente, horas después del eclipse. El hospital de Zaun ya no era un hospital: era una fábrica de dolor parchada con lo que se tenía a mano. Tubos de cobre desnudos en las paredes, ventanas cubiertas con lonas grasientas, el olor a humedad mezclado con sudor agrio, sangre reciente y antisépticos baratos que ardían en la nariz. Afuera la ciudad rugía; adentro, los gemidos eran su sonido inmediato. Lynn irrumpió con Steb a la espalda. El cuerpo del ejecutor parecía gigantesco sobre ella, cada paso un recordatorio de que pesaba más de lo que sus piernas podían cargar, pero la urgencia la empujaba hacia adelante. La sangre le había empapado la espalda y las manos, caliente aún, como si cada gota le robara un latido más al hombre que cargaba. —¡Un médico, ahora! —Gritó, la voz quebrada pero cortante como acero. El pasillo se abrió en un caos que funcionaba a su manera. Camillas improvisadas con puertas arrancadas, ejecutores tendidos bajo vendas improvisadas, niños que sollozaban en brazos de madres que habían corrido desde Piltover. Docenas de uniformes azul oscuro se amontonaban entre el gentío: algunos aún enteros, otros ensangrentados, todos con la misma mirada hueca. El hospital era un hervidero, y aun así todos se giraron al escucharla. Desde el fondo apareció Tobias Kiramman, con las mangas arremangadas y las manos teñidas de rojo hasta los codos. El cabello desordenado, las gafas manchadas de sudor, el rostro endurecido por la urgencia. No era el hombre de la mesa elegante ni el político de salón: era un médico en guerra. —¡A este lado! —Ordenó, señalando una mesa despejada. Lynn dejó caer a Steb sobre la superficie metálica con un último esfuerzo, casi desplomándose junto a él. El ejecutor no reaccionó: el puñal seguía clavado en la espalda, el mango ennegrecido por la sangre seca, y solo un estertor débil confirmó que aún respiraba. Su pecho subía y bajaba con dificultad, como si cada inhalación le costara atravesar un muro. Tobias se inclinó de inmediato, evaluando la herida con una mirada que no necesitaba palabras. —Entró muy profundo. —Masculló, preparando instrumentos. —Si el pulmón está perforado... quizá ya sea tarde. —¡No! —Lynn se inclinó sobre la camilla, temblando, los ojos brillantes de rabia y miedo. —Hazlo, por favor. ¡Sálvalo! No me digas que no puedes. Tobias respiró hondo. El bisturí brilló un segundo en su mano. —No prometo nada. —Dijo con voz áspera, aunque en su mirada había un hilo de humanidad. —Haré lo posible. El sonido metálico al hundirse en carne fue más brutal que cualquier respuesta. Lynn retrocedió de golpe, los puños apretados, el pecho ardiendo de impotencia. Miró alrededor: ejecutores alineados contra las paredes, algunos vendándose como podían, otros con los uniformes chamuscados y la piel aún oliendo a pólvora. Caras jóvenes, viejas, endurecidas; todos esperando órdenes que nadie estaba en condiciones de dar. Un teniente se acercó. Tenía el uniforme hecho jirones, la cara marcada por la pólvora y los ojos cansados, pero todavía firmes. —Ejecutora Lynn. —Dijo, con un respeto que le sonó extraño, casi incómodo. —Nos replegamos aquí. Trajimos a todos los civiles de Piltover que pudimos arrastrar, y a los heridos. Este hospital es lo único que nos queda para resistir. Lynn lo miró con los ojos húmedos, el corazón en un puño. No era su lugar hablar, pero las palabras se le escaparon con una dureza que no esperaba de sí misma. —¿Cuántos pueden pelear? —Sesenta, tal vez menos. El resto está herido o agotado. —Respondió el teniente, con la mandíbula apretada. El silencio pesó como plomo. Lynn tragó saliva, luego alzó la voz, aunque le temblara la garganta: —No alcanza. ¡Pero con eso tenemos que movernos! Los que todavía pueden sostener un arma, aunque apenas caminen... Piltover ya cayó, pero Zaun todavía aguanta. Vi está allá afuera peleando sola contra algo que no podemos ni imaginar. La comandante también. Si nos quedamos aquí, todo esto. —Señaló a los heridos, al caos, a la sangre que corría por el suelo. —No habrá servido de nada. Hubo un murmullo de protesta. El teniente dio un paso adelante, endurecido. —No está en tu rango dar esas órdenes. —¡Pues alguien tiene que decirlo! —Lynn lo encaró, la voz quebrada pero firme. —Todos estamos cansados, todos hemos perdido. Yo también. Y aun así sigo aquí, respirando. ¿Van a dejar que Zaun caiga porque nadie tuvo el coraje de levantarse? El hospital contuvo la respiración. Un ejecutor joven apretó más fuerte la venda de su brazo y asintió. Otro, con la pierna vendada, se incorporó tambaleando sobre una muleta improvisada. Poco a poco, el murmullo se transformó en un eco de determinación. El teniente gruñó, como si cada palabra le costara. —Está bien. Tendrás a los hombres. Todos los que puedan moverse... lucharán. —Nadie muere solo en un pasillo. —Dijo Lynn. —Quien pueda caminar, camina; quien no, dispara sentado. Cerró los ojos un instante. El peso era insoportable, pero también necesario. Miró de reojo a Steb en la mesa, con Tobias inclinado sobre él, el bisturí hundido ya en la carne. Dio un paso, la voz apenas un murmullo. —Lo dejo en tus manos, Tobias. Haz lo que tengas que hacer. El médico no levantó la vista; sus manos trabajaban con precisión fría, los anteojos empañados de sudor y sangre. —¿Y Caitlyn? —Preguntó sin apartarse de la incisión, como si la frase se hubiera escapado entre dos latidos. El silencio se estiró. Lynn sintió que se le encogía el pecho; apretó la mandíbula, incapaz de girarse. —Ella… está bien. —Respondió al fin, la mentira raspándole la garganta. Tobias asintió apenas, como si necesitara creerlo, aunque en el fondo supiera la verdad. Sus manos no se detuvieron ni un segundo. —Vete. Si sobrevive, no será por tus ojos encima, sino porque yo sigo aquí. Lynn tragó amargo, girándose hacia los demás. —Entonces vamos. Por Zaun. Por Piltover. Por los que ya no se levantarán. Lo que siguió no fue un grito de guerra, sino un rugido áspero, gutural, nacido de gargantas heridas. El golpe de muletas contra el suelo, de puños contra el metal de las camillas, de dientes apretados. Un sonido primitivo que hizo temblar el hospital entero: la respuesta de quienes, aun destrozados, se negaban a morir. ... Afuera, la guerra no esperó el veredicto de ningún quirófano. El suelo temblaba con cada choque. El aire olía a hierro caliente y humo, como si el río respirara fuego bajo las losas resquebrajadas. Vi esperaba en la entrada del puente. No iba a dejarlo cruzar. Los guantes Hextech parpadeaban con un azul intermitente, el pulso agónico de una máquina al límite. Lynn había corrido con Steb hacia el hospital; en el puente, zaunitas y soldados noxianos se desgarraban entre gritos metálicos. Riona intentaba abrirse paso hacia ella. Pero aquí, en la orilla de Piltover, Vi estaba sola frente a la criatura. Vander. El nombre pesaba demasiado para pronunciarlo. El monstruo giró el hocico, olfateó y cargó. Vi adelantó el pie, bajó el centro y dejó que el guante izquierdo recibiera el golpe. El metal chilló; la fuerza la arrastró un metro. El hueso roto protestó, sostenido solo por el exoesqueleto. Aguantó el dolor, y con la derecha lanzó un upper seco a la mandíbula. El crujido fue nítido… y en el siguiente aliento, la bestia ya había regenerado el cartílago. —Mierda… —Masculló. Cada impacto se le devolvía multiplicado, como si golpeara una pared que nunca cedía. El brazo izquierdo ardía, convertido en un peso muerto útil solo para detener un golpe más. —No tengo tiempo para esto. —Murmuró, afirmando los talones contra la piedra. Caitlyn la esperaba. La bestia respondió con un rugido gutural que hizo vibrar el lugar. Se lanzó sobre ella, las garras abiertas como cuchillas. Vi levantó el antebrazo izquierdo: el impacto sacudió el exoesqueleto, chispas azules corriendo por las juntas. La garra dejó surcos en el metal, pero no lo atravesó. El dolor le recorrió el hueso fracturado, un relámpago blanco que le nubló la vista por un segundo. Aguantó. El guante no era eterno, pero todavía resistía. La criatura volvió a embestir, rasgando el aire con una rapidez imposible para su tamaño. Vi esquivó a medias, el zarpazo rozándole la mejilla y cortando un mechón de su cabello. El viento de la garra le heló la piel. Aprovechó el desbalance y descargó un derechazo al costado de la bestia. Sintió cómo el impacto sacudía costillas duras, sin romper del todo. Vander retrocedió apenas, los ojos brillando con hambre. Otro zarpazo. Otro choque. El metal del exoesqueleto volvió a crujir. Vi apretó la mandíbula; sabía que el día en que su tecnología Hextech se rompiera, volvería a ser solo carne y hueso contra monstruos. Y ese día aún no había llegado. —¡Vi! —La voz cortó el humo como un disparo, urgente, metálica de tanto gritar. Vi levantó la cabeza a medias, con la visión nublada por el sudor y la sangre que se mezclaban en sus pestañas. Su respiración era un serrucho atascado, subiendo y bajando en sacudidas bruscas. Sentía los pulmones arder, como si hubiera tragado brasas, y cada vez que intentaba enderezarse el brazo izquierdo le recordaba con una punzada blanca que ya no era suyo. A través del humo emergió Riona. Llevaba el pelo pegado a la frente por el sudor, una mancha oscura bajo el pómulo y los labios partidos, pero los ojos... esos ojos quemaban como acero forjado. Tras ella venían seis zaunitas, mal armados pero decididos, colgándoles de la cintura cilindros brillantes y rifles que se agitaban al correr. —¡Cubrannos! —Bramó Riona sin mirar atrás. Los hombres obedecieron al instante, desplegándose como un abanico mal trazado. Algunos dispararon, otros lanzaron bombas cilíndricas que estallaban en llamaradas verdes, dejando estelas de humo químico que picaban los ojos. Redes con ganchos chisporrotearon en el aire, cayendo sobre la mole que gruñía en el centro de la calle. Vander rugió, sacudiéndose como un toro ensangrentado; cada movimiento de sus garras levantaba cascotes y astillas. Riona no se detuvo hasta llegar a Vi, que apenas podía mantener las rodillas firmes. Le pasó un brazo bajo el hombro, sintiendo la vibración eléctrica que aún corría por el guante izquierdo. —Aguanta. —Ordeno. Vi soltó una risa ronca, medio gemido. —Qué fácil lo dices. Riona apretó la mandíbula y la arrastró unos pasos más, hasta un muro ennegrecido por las llamas. La dejó caer despacio contra la piedra rota, acomodándola con brusquedad para que no se desplomara de lado. El cuerpo de Vi golpeó la pared y soltó un resuello áspero, el aire escapándole como un silbido. Se quedó allí, con la espalda arqueada y la cabeza ladeada, los guantes aún chisporroteando débiles. Su respiración era un martilleo irregular, cada inhalación sacudía las costillas como si se le fueran a partir. El sudor le corría por la frente mezclado con la sangre que le manchaba la ceja. El brazo izquierdo colgaba torcido, sostenido apenas. —No deberías estar aquí… —Vi habló entrecortada, la voz áspera de tanto tragar humo. Levantó los ojos hacia ella, duros pero cansados. —Si alguien pelea con él… debería ser yo, no tú. Riona se inclinó, apoyando una rodilla en el suelo, la respiración también agitada pero firme. Tenía la cara tiznada y el cabello verde revuelto, pero la mirada encendida. —Ya lo intentaste sola, y mírate. —Replicó sin temblar. —No vamos a dejarte morir en esta calle, ¿me oyes? Vi cerró los ojos un segundo, como si quisiera contener la rabia y el dolor al mismo tiempo. —No entiendes… esto no es una pelea cualquiera, Riona. —Su voz bajó, casi un gruñido. —Esa cosa… Mi padre… no se detiene. No importa lo que hagas, se regenerará, seguirá viniendo. Riona se sorprendió ante la confesión pero no retrocedió. Le puso una mano firme en el hombro bueno, forzándola a mantener el contacto visual. —Lo lamento, enserio. Pero habrá que encontrar la forma de que no tenga de dónde regenerarse. —Sacó un cilindro metálico de su chaqueta y lo sostuvo frente a ella, el sello rojo brillando bajo la ceniza. —Y para eso necesito que aguantes un poco más. Vi bajó la mirada hacia el cilindro metálico que Riona le había puesto en la mano. El artefacto vibraba levemente, frío al tacto, con un sello rojo que parecía latir en la penumbra. —¿Qué… se supone que haga con esto? —Preguntó entrecortada, con el aliento áspero. —Matar a la bestia. —Respondió Riona, seca, sin titubear. Vi bufó, una mezcla de risa y tos que le arrancó más sangre de la garganta. —¿No escuchaste cuando dije que se regenera? Riona negó con la cabeza, los ojos fijos en ella. —No si logras meterla dentro. —Se inclinó un poco más cerca, la voz dura como acero. —Ninguna regeneración sirve cuando explotas desde las entrañas. Vi apretó el artefacto, mirándolo como si pudiera leerle el futuro. Su mente corría entre el dolor y la lógica brutal de las palabras de Riona. —Para eso… necesitaría que al menos unos segundos esté quieto. —Escupió al suelo, amarga. —¿Y cuándo demonios lo has visto quieto? —Para eso estamos nosotros. —Contestó Riona sin dudar, casi cortando la frase de Vi. Había fuego en su voz, pero también una calma peligrosa, como si ya hubiera aceptado el riesgo. Por primera vez desde que la conocía, Vi la miró distinto. Cansada, sí, pero con una chispa de cariño incrustándose en el dolor. El labio roto se le curvó en una sonrisa torcida. —Es un plan suicida… ¿En qué momento te volviste tan valiente? Riona arqueó una ceja, con ese descaro que no necesitaba palabras. —Aunque no lo creas… Sevika sabe enseñar. Se cruzaron miradas que eran mitad reproche, mitad reconocimiento. Una sonrisa mínima en medio del humo. Vi apretó el guante derecho. El zumbido grave se hizo sentir, vibrándole hasta el hombro. —¿Lista? —Más te vale estarlo tú. —Replicó Riona, poniéndose de pie y ayudándola a levantarse. Vi apoyó el hombro en la pared un segundo, recuperando el equilibrio, el cilindro pesado en su mano. —Dame tu señal. Riona asintió una sola vez. Luego salió disparada hacia el humo, gritando órdenes a los zaunitas. Se desplegaron como un enjambre improvisado, lanzando cuerdas que se tensaron alrededor de la bestia. Los ganchos se clavaron en la carne y la piedra, intentando sujetar lo imposible. —¡Tiren, malditos, tiren! —Rugió Riona. El monstruo bramó, forcejeando. Las redes lo tensaban, pero cada músculo que se inflaba parecía una montaña a punto de quebrarse. Riona sacó dos cuchillos y, con la precisión de un bisturí, los lanzó. Ambos se hundieron en los ojos de la criatura. El rugido que siguió fue una explosión que sacudió ventanas y levantó polvo de los escombros. —¡Ahora, Vi! ¡Ahora! Vi arrancó en carrera. Sus piernas dolían como cables a punto de cortarse, pero cada zancada fue un martillazo contra el suelo. El mundo se estrechó: el monstruo retorciéndose, los cuchillos clavados, las redes tensas, la oportunidad. Gritó con los dientes apretados, levantando el guante que brillaba como un relámpago azul. Iba directo a clavar la bomba. Pero Vander no era un animal atrapado: era furia sin límites. Las amarras se partieron como hilos viejos. Con un rugido que estremeció la calle, la bestia liberó un brazo y descargó un zarpazo lateral. El impacto sacudió a Vi como si la hubiese embestido un tren. Sintió el crujido de su propio cuerpo, el aire escapándole en seco mientras salía despedida varios metros. El golpe contra la piedra levantó polvo y la dejó tendida, jadeando con un grito ahogado que nunca llegó a salir. Los zaunitas gritaron, pero duraron poco. Vander giró sobre sí, barriendo con sus garras a todo lo que se movía. Los rifles volaron, las redes se rasgaron, cuerpos lanzados como muñecos. El griterío se apagó en golpes secos y sangre en el aire. Riona alcanzó a alzar un brazo para cubrirse, pero el zarpazo la lanzó contra una pared. El impacto levantó una nube de cascotes, tragándosela en polvo y silencio. Vi yacía en el suelo, jadeando como si cada bocanada de aire le costara la vida. La piedra bajo su espalda estaba caliente, impregnada de ceniza. Sus ojos apenas lograban enfocar la silueta que se alzaba entre el humo: Vander, recortado contra las llamas, avanzaba lento, con los ojos ardiendo de hambre. Cada paso suyo hacía crujir la calle como si arrastrara el peso de todo Zaun. El cuerpo de Vi no respondía. Intentó incorporarse, pero los músculos le temblaron y el guante izquierdo vibró con un zumbido agónico, como si fuera a apagarse. Pensó que aquello era todo; que no habría más carreras, ni más golpes, ni más Caitlyn. El rugido de la bestia llenó el aire. Venía directo hacia ella. Entonces, un disparo cortó el humo. El proyectil surcó la penumbra y reventó contra el torso de la criatura, haciéndola girar un instante. Vi parpadeó, confundida, y giró la cabeza. Sobre el puente, entre sombras y fuego, Lynn apareció corriendo, el rifle humeando en las manos. A su lado, zaunitas y ejecutores se desplegaban con armas al hombro, redes nuevas colgando, la determinación escrita en sus rostros tiznados. —¡No lo hagan! —Rugió Vi, la voz rota. —¡Los matará! Pero era tarde. El grupo cargó contra el monstruo. Vander los recibió con un zarpazo brutal: tres cuerpos salieron despedidos como muñecos de trapo, cayendo al vacío del río o chocando contra la piedra. El resto siguió adelante, gritando, descargando disparos y granadas improvisadas. —¡Cada uno en su posición, tal como lo conversamos! —Ordenó Lynn, su voz firme en medio del caos. Los ejecutores se dispersaron hacia los edificios, subiendo escaleras, rompiendo puertas, buscando puntos altos. Desde allí comenzaron a disparar arpones con cables de acero que se clavaron en la carne del monstruo con un ruido seco. Otros los fijaban a columnas, vigas o marcos de ventanas, todo lo que pudiera resistir la fuerza imposible de Vander. Abajo, los zaunitas mantenían la presión, lanzando granadas improvisadas y redes, obligando a la bestia a girar de un lado a otro entre rugidos que parecían desgarrar el aire. Era un baile suicida, una distracción para darle a la ciudad un instante de respiro. Lynn se quedó junto a Vi, el rifle apuntando fijo al monstruo. La miró de reojo, con el rostro endurecido pero los ojos encendidos. —Sé el plan. —Dijo, sin adornos. —Y aún necesito que seas tú quien coloque la bomba. Vi apretó la mandíbula. Cada músculo le gritaba que no podía más, pero esa voz, tan segura y decidida, la obligó a recordar por qué seguía en pie. Un rugido la sacudió. Entre el humo y la ceniza, vio a Riona ponerse de pie tambaleante. La muchacha escupió sangre al suelo, recogió dos cuchillas y se lanzó contra el monstruo como si no existiera el dolor. Trepó por su lomo, hundiendo acero en la piel gruesa, hasta colgarse de su cuello. Desde allí atacó con ferocidad, cortando y golpeando la cara de la bestia para distraerla. —¡Vamos, Vi! —Gritó. El corazón de Vi golpeó como un tambor en su pecho. Se obligó a levantarse, el cilindro frío en la mano. Las piernas le temblaban, pero avanzó. Paso tras paso, con el guante vibrando como si cada descarga fuera la última. Lynn disparó desde su posición. El proyectil salió como un relámpago y se incrustó en el pecho de Vander, justo sobre el corazón. La criatura aulló. Un agujero pequeño, apenas una grieta, quedó humeando en la carne regenerativa. Vi apretó los dientes, aceleró en una carrera desesperada y descargó el guante derecho con todas las fuerzas que le quedaban. El impacto retumbó como un cañonazo. El agujero se abrió más, la carne cediendo bajo el golpe Hextech. Con un último aliento, Vi empujó la bomba dentro de la herida palpitante. El cilindro desapareció en la oscuridad del cuerpo de Vander. —¡A cubierto! —Gritó Lynn con toda la fuerza de su voz. Los ejecutores soltaron las cuerdas y corrieron en direcciones opuestas, lanzándose hacia las sombras de los edificios. Los zaunitas se dispersaron entre el humo y los escombros, buscando cualquier resquicio donde guarecerse. Riona saltó del lomo de la bestia justo a tiempo, rodó por el suelo y corrió de inmediato hacia Vi. La alcanzó por el brazo bueno y la levantó a medias, casi cargándola. —Vamos, no te quedes aquí. —Le susurró, aunque su propio cuerpo temblaba del esfuerzo. Vi apenas podía mover las piernas, pero obedeció. Sentía las lágrimas brotarle sin permiso, mezclándose con el hollín en su rostro. Avanzaba arrastrada, cada paso un suplicio, mientras giraba la cabeza hacia atrás. Entre el humo, Vander se retorcía con un rugido que parecía arrancar de cuajo el aire mismo. La carne palpitaba en torno al agujero donde Vi había hundido la bomba, un corazón desbocado en plena condena. Las lágrimas le nublaron la vista. El pecho le dolía más que el brazo roto, más que los golpes. Apretó la mandíbula, incapaz de distinguir si lloraba de dolor, de rabia o de un amor viejo y roto que se negaba a morir. Riona tiró de ella con más fuerza.  —¡No lo mires, corre! El mundo se comprimió en un parpadeo. Un latido. Un segundo de silencio absoluto. Y entonces, la explosión. El cuerpo de Vander estalló desde adentro, un trueno que sacudió los cimientos del puente y lanzó una onda expansiva que partió ventanas y arrancó de raíz balcones. Llamas y fragmentos de carne se mezclaron en un chorro violento, iluminando la calle como un relámpago de sangre y fuego. Vi cerró los ojos, ahogada en lágrimas y polvo, mientras la onda la empujaba aún más lejos del lugar donde, por última vez, había visto al hombre que alguna vez la llamó hija. El humo tardó en disiparse. Primero, solo sombras difusas y un olor ácido que se pegaba en la lengua. Luego, poco a poco, el aire reveló la silueta de la calle destrozada: las vigas partidas, las piedras arrancadas de cuajo, los cuerpos desparramados. Y nada más. La bestia había desaparecido. No había cadáver. Sólo una ausencia con su nombre encima. Un silencio pesado cubrió la zona por un instante, como si todos temieran respirar demasiado pronto. Hasta que alguien gritó. Luego otro. Y pronto toda la calle retumbaba con voces entrecortadas, zaunitas y ejecutores mezclados, celebrando juntos como si jamás hubieran sido enemigos. Puños en alto, risas histéricas, gritos de victoria que se confundían con el llanto de alivio. Lynn corrió entre ellos hasta encontrar a Vi, desplomada contra Riona. Se inclinó, con el rostro iluminado por una alegría cruda. —¡Lo lograste, Vi! —Exclamó, el rifle colgándole de un hombro. —¡Está muerto, lo conseguiste! Pero Vi no respondió con sonrisa. Tenía los ojos húmedos, fijos en el vacío que había dejado la explosión. Lynn la miró, sin comprender. Volvió la vista hacia Riona en busca de respuesta. Riona, aún cubierta de sangre y polvo, negó suavemente con la cabeza, como quien guarda un secreto demasiado pesado para explicarlo en ese instante. Sin más preguntas, entre las dos la cargaron. Vi se dejó sostener, el cuerpo débil y tembloroso. Emprendieron el cruce del puente hacia Zaun, con los gritos de victoria retumbando detrás como una música que no le pertenecía. A mitad de camino, Vi alzó la voz con esfuerzo: —¿Qué pasó con Cait? —Preguntó, el nombre desgarrándole los labios. Lynn bajó la mirada, la alegría borrándose en un instante. —La comandante… Ella… Fue emboscada… —Dijo con un hilo de voz. —Un general noxiano, reptiliano, algo que no había visto nunca. Pero… confío en ella. En su fortaleza. Vi apretó los dientes, tratando de liberarse de sus brazos. —No. No me voy a Zaun. Tengo que ir con Caitlyn. —En ese estado no llegarías ni a la mitad del camino —Replicó Lynn, firme pero preocupada. —No me importa. —Vi sacudió la cabeza, con rabia y lágrimas al mismo tiempo. —¡No voy a dejarla sola! Riona, que hasta entonces había guardado silencio, se detuvo. Metió la mano en su chaqueta y sacó un pequeño frasco con un líquido iridiscente que brillaba con un matiz enfermizo. —Sevika me va a matar… —Explicó, el frasco temblándole en la mano. —Se supone que me lo dió por si me pasaba algo… —Inspiró hondo. —Pero tú lo necesitas más que yo. Antes de que Vi pudiera protestar, le acercó el frasco a los labios. Vi bebió. El shimmer recorrió su cuerpo como fuego líquido. Sus venas ardieron, los ojos se le encendieron en un rosa incandescente. Un grito breve, desgarrado, se escapó de ella. Y luego, silencio. Hubo un filo en la lengua: metal dulce, mentira antigua. El pulso le cambió el compás—más rápido, más fuerte, más ajeno. Por un segundo vio el rosa en sus propias manos y recordó a Jinx desbordándose por ese mismo borde. El dolor cedió lugar; no se fue, se escondió detrás de un vidrio. Las heridas se cerraron, la fatiga se disolvió como humo. Vi respiró hondo, y por primera vez desde que había comenzado la pelea, sintió que sus músculos respondían. Se incorporó de un salto, apretando los guantes con un zumbido renovado. Miró a Riona, con una sonrisa cansada pero sincera. —Eres la mejor. Créeme… no solo me salvaste a mí, sino a todos. Riona le devolvió una sonrisa, leve pero orgullosa. Vi dio un paso adelante, mirando hacia el horizonte. —Voy con Caitlyn. —Su voz ya no titubeaba. —Nosé como lo hicieron, pero ustedes son un gran equipo. Las necesito para sacar a todos los que puedan de Piltover, y preparense para proteger Zaun. Lynn y Riona asintieron al unísono, sin discutir. Vi se echó a correr, el suelo resonando bajo sus botas, cada zancada más firme, más rápida. Atravesó el humo y el fuego, rumbo al corazón de la ciudad, donde sabía que Caitlyn estaba librando su propia batalla. ... Y mientras un puente decidía si seguía en pie, el mar cobraba su tributo. El puerto de Piltover ardía como una herida abierta. La madera crepitaba en llamaradas voraces, los mástiles quebrados se quejaban como ballenas moribundas, y entre todo aquel caos, Sarah Fortune se mantenía en pie como un faro condenado, rodeada por un oleaje de enemigos que no parecía tener fin. Sus botas estaban pegajosas de sangre, propia y ajena, y cada disparo de sus pistolas era una sílaba feroz contra la marea noxiana. Habían comenzado diez piratas; ahora quedaban apenas cuatro, cada uno peleando como espectros que sabían que el amanecer no los alcanzaría. El ojo derecho de Sarah estaba hinchado por un golpe, el costado atravesado por un tajo mal vendado que ya supuraba bajo la chaqueta. La pólvora quemada le raspaba la garganta con cada inhalación: un sabor a hierro y humo que olía tanto a salvación como a condena. Un soldado noxiano cargó contra ella, la lanza baja. Sarah intentó esquivar, pero llegó tarde. La hoja se hundió en su muslo con un chasquido húmedo, como un clavo perforando carne viva. El dolor le arrancó un grito que fue más rabia que lamento. Con un movimiento áspero, arrancó la lanza de cuajo; la sangre brotó en un chorro tibio que empapó su pantalón. Antes de que la rodilla cediera, le disparó en el rostro. El hombre cayó hacia atrás con un agujero humeante en la frente. —¡Cúbranme! —Rugió, la voz quebrada pero de acero. Los piratas levantaron lo que quedaba de munición, disparando a ciegas para abrirle espacio. Sarah retrocedió tambaleante, arrastrándose hasta parapetarse tras una pila de cajas astilladas. Se dejó caer sobre una rodilla, los dientes apretados, y con manos temblorosas improvisó un torniquete apretando su cinturón alrededor del muslo. La tela se tiñó de rojo en segundos, el pulso latiendo contra la presión como un martillo. Por un instante, el silencio la tentó. Una sombra dulce que le susurraba: “suelta las armas”. Pero Sarah apretó los dientes hasta que el sabor a sangre le llenó la boca y dejó escapar una risa rota, un gruñido áspero, nacido más de la rabia que de la fuerza. —Van a tener que arrancarme de aquí muerta. —Escupió, con los ojos encendidos, fijos en la marea noxiana. Con un gesto automático hurgó entre las cajas y sacó dos pistolas relucientes, sus viejas compañeras de baile. El cañón izquierdo estaba rayado, la culata del derecho manchada de salitre y sudor, pero en sus manos pesaban como esperanza. Levantó ambos brazos, disparó con rabia. Dos enemigos cayeron, los fogonazos reventando como carcajadas vengativas en medio del humo. Cada bala era un latido menos. La pierna herida palpitaba como un tambor de guerra, los dedos se le dormían, la vista le temblaba en bordes oscuros, pero seguía apretando el gatillo, sosteniendo la línea como si pudiera devorarle un segundo más al tiempo. Llevó la mano al comunicador en su chaleco, la voz hecha trizas, ronca como vidrio molido: —Roger… no fue suficiente. —Un disparo le arrancó astillas de madera sobre la cabeza; se agazapó, el pecho pegado a las cajas. —No los detuvo… nada los detuvo. Un segundo de estática. Luego, la voz de su lugarteniente, firme pero cargada de un temblor que nunca le había escuchado: —Sarah… aguanta. ¡Aguanta un maldito minuto más! Estoy entrando al puerto. No me dejes solo ahora. Ella cerró los ojos un instante. El comunicador temblaba en su frente, empapado de sudor y sangre. —Ya hiciste demasiado, viejo amigo… si no regreso… —Su voz se quebró, un suspiro que olía a despedida. —Gracias… por haber estado. El silencio mordió la línea. Después, Roger habló, y esta vez sonó como si le arrancaran el alma: —No… no te atrevas a despedirte, Sarah… La desconexión la dejó con un vacío insoportable en los oídos. Cuando alzó la vista, los soldados noxianos la cercaban: decenas contra dos piratas exhaustos y una Almirante que apenas podía sostenerse en pie. El humo deformaba sus siluetas, volviéndolos demonios sin rostro. Sarah inspiró hondo. El dolor en la pierna la hizo doblarse por dentro, como si le subieran cuchillas al estómago, pero apretó las pistolas con ambas manos. —Está bien, malditos. —Susurró, con la voz hecha un canto fúnebre, roto y orgulloso. —Me los llevo conmigo… a todos los que alcance. Se levantó tambaleante, los cañones brillando bajo la penumbra rojiza que se apagaba con el eclipse, y disparó como si el mismísimo infierno le sujetara los brazos. Cada fogonazo encontró carne, cada destello fue un juramento de arrastrarlos con ella. El círculo se cerró. Uno de sus piratas cayó atravesado por lanzas, otro se desplomó con el cuello abierto en una línea carmesí. Sarah quedó sola en el centro, con el humo tragándose el puerto y la certeza helada de que Roger no llegaría a tiempo. La pierna cedió. Cayó de rodillas, pero incluso desde abajo siguió disparando, riendo con un hilo de voz que se confundía con llanto. —¡Vengan, bastardos! —Rugió, con la garganta desgarrada. —¡Me los llevaré al infierno! Y entonces, el aire cambió. Una luz azul desgarró el humo y se estampó contra la primera fila de soldados. El impacto estalló en ondas concéntricas, un trueno hextech que lanzó cuerpos por los aires, dobló lanzas como ramitas y quebró huesos con un crujido seco. El resplandor iluminó la bahía como si el eclipse se hubiera rajado en dos, mostrando por un instante la guerra bañada en un resplandor imposible. Sarah levantó la cabeza, incrédula, la sangre goteándo desde su muslo Del polvo emergió una figura imponente, un martillo descomunal en sus manos, aún vibrando con energía azulada como el corazón incandescente de un sol forjado: Jayce Talis. —Llegaron los refuerzos. —Tronó su voz, cargada de electricidad y furia contenida. El martillo rugió al girar y disparó otra descarga que barrió un flanco entero de enemigos. Los noxianos cayeron como espigas ante una tormenta, el suelo chisporroteando con relámpagos que se aferraban a la carne. Detrás de Jayce, descendió de la penumbra una llamarada de claridad: Lux. No era una muchacha, ni tampoco una aprendiz; en ese instante era un faro viviente que desgarraba la noche dispuesta a demostrar todo su poder. Sus ojos resplandecían como astros despiertos y en sus manos danzaban círculos de luz pura que se expandían con furia contra las filas noxianas. Cada destello estallaba como una estrella nacida en tierra, arrancando gritos desgarrados, quemando sombras hasta dejarlas en hueso y ceniza. El contraste era insoportable: donde antes sólo había humo y muerte, ahora ardía un sol blanco que no pedía permiso para existir. Los soldados intentaron cubrirse los ojos, pero la luz los atravesaba igual, iluminando el miedo en sus rostros antes de reducirlos a silencio. Sarah rió, una carcajada rota, teñida de sangre y alivio. —Justo a tiempo, malditos justicieros. Lux corrió hacia ella, el cabello rubio empapado de sudor. Sus ojos, todavía bañados de luz, se abrieron con espanto al ver el muslo de Sarah: la tela hecha jirones, el cinturón enrojecido hasta parecer que hervía, la sangre empapando cada pliegue. —¡Estás herida! —Gritó, sujetándola por los hombros, la voz temblando mientras miraba alrededor buscando desesperadamente algo para ayudarla. Sus manos temblaban, la magia chisporroteando en los dedos como si quisiera volverse cura pero no encontrara cómo. —No es nada. —Escupió Sarah, apretando los dientes. Las pistolas seguían firmes, como si su voluntad estuviera soldada al acero. Lux se quedó helada, el rostro crispado, con la voz a punto de romperse. —Pero… ¡Te estás desangrando! Los ojos de Sarah chispearon con rabia, su voz se volvió un latigazo que no dejaba espacio para piedad. —¡Te dije que no es nada, niña! —Gruñó, empujándose desde las rodillas. El cuerpo le respondió con un espasmo brutal que le arrancó un jadeo, pero aun así consiguió ponerse en pie por un instante. La pierna herida cedió de inmediato y se desplomó hacia atrás, quedando sentada sobre la caja con un golpe seco. El sudor le corría por la frente, la respiración era un silbido roto, pero aun así alzó los cañones con ambas manos y apuntó al enjambre noxiano que se agolpaba frente a ellos, desafiándolos con la ferocidad de alguien que no sabe rendirse. Una sonrisa feroz le abrió la cara ensangrentada. —Y aún quedan demasiados hijos de puta por matar. Jayce giró el martillo en sus manos, la cabeza del arma brillando hasta convertirse en un sol en miniatura, rugiendo con electricidad contenida. Se plantó delante de ellas, sólido como un muro. Lux, tragando la angustia, alzó sus manos y trazó un arco de luz que se desplegó como un escudo cegador, una muralla de claridad que repelía cada sombra que intentaba cercarlas. Sarah, desplomada pero erguida en su furia, alzó las dos pistolas. Su respiración era un jadeo áspero, la de alguien que ya había tocado la orilla de la muerte, pero se negaba a cruzarla sin arrastrar al infierno a todo lo que pudiera. El puerto rugió en una sinfonía: fuego, pólvora, acero, descargas hextech y luz celestial. Tres figuras, espalda con espalda, preparadas para quebrar la marea noxiana. ... La ciudad era un pulmón quemado: cada barrio aspiraba fuego y devolvía pólvora. El refugio ardía como un horno abierto. Las vigas escupían chispas y el humo negro se filtraba por cada rendija, espesando el aire hasta volverlo ceniza en los pulmones. Samira permanecía en el centro, con la pistola firme en una mano y lo que quedaba de su espada en la otra: la hoja mellada, partida a la mitad por el disparo de Jinx. La sonrisa fanfarrona había desaparecido, reemplazada por una mueca crispada, rabiosa. Frente a ella, Jinx corría en círculos, desbordando pólvora y delirio, cada ráfaga de su pistola dibujando grafitis fluorescentes en el aire cargado de humo. Su risa, aguda y pegajosa, se mezclaba con el rugido del fuego, llenando el lugar con un eco tan estridente como las paredes que crujían a punto de colapsar. Ekko emergió de entre el humo, el deslizador rugiendo bajo sus pies. Zigzagueaba entre las columnas de fuego como un destello fugaz, su silueta casi imposible de seguir. El bastón chisporroteaba con energía, cada golpe cargado de precisión quirúrgica, buscando los flancos que la furia de Jinx dejaba abiertos. —¡Vaya, vaya! —Canturreó Jinx, saltando sobre una mesa mientras disparaba en todas direcciones. —La mercenaria con parche y aires de estrella todavía respira. ¿Quieres un premio? ¿Un aplauso? ¿O quizás una última cena antes que te vuele la cabeza? Samira alzó lo que quedaba de su espada, desviando dos balas que chirriaron al rozar el metal roto. La rabia le afiló la voz. —¿Esto es todo lo que tienes? Creí que eras la heroína de Zaun… y resulta que solo eres una niña histérica jugando con luces de feria. —¡Ay, qué cruel! —Jinx se llevó una mano al corazón con teatralidad, mientras la otra seguía disparando sin siquiera apuntar. —Pero déjame decirte algo, muñeca… yo no soy una heroína. ¡Soy una maldita leyenda! Ekko apareció de golpe a espaldas de Samira; el deslizador zumbaba bajo sus pies, dejando un rastro verdoso en la penumbra. El bastón descendió en un arco preciso, buscando quebrarle el costado. Samira giró con reflejos de fiera acorralada, bloqueó con la espada mellada y, en el mismo aliento, apretó el gatillo. El disparo chocó contra el bastón, desviado en una lluvia de chispas que iluminaron las facciones tensas de ambos. —Concéntrate, Jinx. —Gruñó Ekko, sin bajar el ritmo ni un segundo. —No es momento para tus malditos teatros. —¡Oh, venga ya! —Jinx rodó por el suelo, riendo, mientras disparaba a una lámpara que estalló en mil fragmentos incandescentes sobre tres soldados noxianos que irrumpían por la puerta. —¿Qué sería de la vida sin un poco de diversión cuando estamos a un tiro de la tumba, relojito? La respuesta llegó con más botas, más acero y más pólvora. Refuerzos noxianos se derramaron dentro del refugio, las máscaras noxianas reluciendo entre el humo, las viseras ardiendo con reflejos rojos. El aire se llenó de gritos, pasos y el choque de acero. Samira no dudó: se lanzó contra ellos con un giro, como si aquella oleada fuera parte de su acto personal. El parche en su ojo destelló bajo las llamas cuando levantó el arma. —¡Perfecto! —Bramó, su voz desbordando rabia disfrazada de arrogancia. —El público llegó justo a tiempo… para ver cómo los entierro a todos. Ekko se lanzó contra la nueva oleada de noxianos, el deslizador cortando el humo con destellos de luz que chisporroteaban como relámpagos verdes. Atravesó la línea enemiga en zigzag, tan rápido que las lanzas apenas alcanzaban a girarse hacia él. Derribó a dos de un golpe seco con el bastón, el metal crujió contra hueso, y luego esquivó un tajo descendente que casi le abre el abdomen. El contraataque fue inmediato: un giro preciso, un impacto en el rostro cubierto por la máscara de acero, y el enemigo cayó con la visera hendida como una campana rota. Los soldados avanzaban como un solo cuerpo, telas rojas ondeando entre el humo, máscaras sin expresión brillando a la luz del fuego, lanzas en alto que destellaban como agujas mortales. Jinx se había encaramado en un estante a medio colapsar, disparando hacia abajo con sus dos rifles pequeños, las balas cayendo como un aguacero de plomo. Reía, canturreaba, cada ráfaga era un grafiti más en el aire cargado de humo. Hasta que ocurrió. Un proyectil silbó desde abajo y pasó tan cerca que cortó el mechón azul que colgaba sobre su frente. El cabello cayó en un hilo chamuscado, flotando un instante antes de pegarse a su mejilla sudorosa. El tiempo se congeló. Jinx parpadeó. Se llevó los dedos a la frente y rozó el lugar donde la bala había quemado la piel, apenas un rasguño. La incredulidad tensó su sonrisa… y entonces torció la boca en un puchero exagerado. —¡Hey! —Exclamó, enseñando el mechón azul entre los dedos como si fuera un trofeo roto. —¡Ese era mi mechón favorito, muñeca de trapo! Y lo soltó con un gesto dramático, dejando que el cabello se perdiera entre las brasas. La risa explotó en su garganta. Primero aguda, quebrada, luego violenta, histérica, con un filo que helaba la sangre. —¡JA! —Saltó del estante como una muñeca desquiciada, rodó entre las astillas y emergió con una pistola enorme en las manos: un cañón hextech pesado, cargado con un fulgor eléctrico que vibraba en el aire como un corazón comprimido. —¡Ahora sí me hiciste enojar! Samira alzó lo que quedaba de su espada, los labios curvándose en una sonrisa de triunfo. —Al fin te pusiste seria, mocosa. Jinx ladeó la cabeza, apoyando el cañón sobre su hombro como si fuese un juguete de feria. Sus ojos brillaban como neón enfermo, pupilas dilatadas, la locura ardiendo en cada destello. —¿¿Seria yo?? —Su voz osciló entre la risa infantil y el gruñido rabioso. —Cariño… esto no es serio… Su risa se quebró en un grito furioso, la boca abierta como si quisiera devorar el aire. —¡Esto es personal! El cañón retumbó, una descarga azul que iluminó el refugio como un relámpago, arrancando sombras y haciendo vibrar hasta los cimientos. La bala hextech atravesó el aire como un cometa, impactando a un lado de Samira y levantando una ola de calor y esquirlas que la obligó a retroceder entre polvo y fuego. Pero la mercenaria volvió a la carga, espada mellada en alto, el parche brillando a la luz de las llamas. El choque fue brutal: filo contra pólvora. Samira avanzaba con precisión mortal, cada corte limpio, cada disparo medido, su cuerpo girando como si bailara con la muerte. Jinx respondía con su propio carnaval: carcajadas agudas, ráfagas disparadas desde ángulos imposibles, y una lluvia de pequeñas bombas con forma de dinosaurios de hojalata que descendían con paracaídas de colores. Cada explosión era un rugido juguetón que levantaba brasas y fragmentos como si el refugio se hubiera convertido en un circo de pólvora. —¡Admítelo, muñeca de trapo! —Canturreó Jinx, rodando bajo un tajo que casi le arranca la cabeza y disparando al techo solo para iluminar la escena con chispas—. Te encantaría tener mi estilo… ¡pero te falta locura! Samira apretó los dientes, bloqueando una de las bombas con un disparo que la hizo estallar en pedazos de metal brillante. —La diferencia, niñata, es que yo sé cuándo disparar. El disparo resonó. La bala pasó tan cerca que cortó el aire junto a la mejilla de Jinx, dejándole una línea roja en la piel. Se detuvo un segundo. Sus pupilas se dilataron, la sonrisa torcida se congeló en una mueca extraña, entre dolor y deleite. El temblor de risa creció, se quebró, y en un rugido rabioso descargó un tiro hextech. La bala hextech no dio de lleno; impactó contra el suelo a un par de metros, levantando una ola de humo, polvo y brasas que envolvió a Samira. La mercenaria se cubrió el rostro con el antebrazo, jadeando, sin notar que la verdadera amenaza ya no estaba a distancia. Entre la nube gris emergió Jinx. Sus botas chisporroteaban con un fulgor químico: el shimmer corría por sus venas, acelerando cada músculo como un resorte enloquecido. En un parpadeo estuvo frente a Samira. —¡Con mi cara no, rata noxiana! —Rugió, y el temblor de su voz era a la vez carcajada y gruñido. La patada ascendió como un latigazo. El impacto contra la mandíbula de Samira sonó seco, brutal, y la levantó del suelo en un arco grotesco antes de dejarla desplomarse de espaldas, inconsciente, la espada retumbando al caer a su lado. Jinx quedó sobre ella, respirando entre risas agitadas, los ojos brillando como un neón enfermo. Se inclinó con exagerada pompa, como si saludara a un público que solo ella veía, y comenzó a canturrear con voz azucarada, arrastrando las sílabas como en una canción de feria torcida: —¡Y el premio al mejor estrellón va para… Samirita! —Alzó un brazo como si presentara un trofeo invisible. —La reina del derrumbe, la capitana del drama, la muñeca rotaaa. Revoleó el cañón sobre su hombro y dio un saltito, cantando entre risas: —Una victoria más para Jinx, la leyenda de Zaun… —¡Jinx! —La voz de Ekko cortó la celebración como un látigo. El chico seguía en el umbral, peleando contra una oleada interminable de noxianos, telas rojas ondeando y máscaras metálicas reluciendo al fuego. El deslizador trazaba destellos, pero eran demasiados. El sudor le empapaba la frente. —¡Amárrala y ven ya! ¡Necesito ayuda! Jinx hizo un puchero teatral, aún de pie sobre Samira inconsciente. —Ya, ya… siempre aguando la fiesta, relojito. Con un silbido sacó de su cinturón un rollo de cable con púas y lo lanzó al suelo con un tintineo metálico. —Hora de hacer un regalito. Se agachó y, entre risitas, envolvió las muñecas y tobillos de Samira en nudos, tan apretados como grotescos, dejando el cuerpo de la mercenaria como un paquete listo para entregar. Para rematar, colgó de su cuello una de sus granadas pintadas con carita sonriente, balanceándose como un amuleto burlón. —Espero ser la estrella de tus pesadillas, cariño. —Murmuró, dándole un toquecito con el dedo en la mejilla. Se levantó de un salto, se colgó el cañón del hombro y echó a correr hacia Ekko. El refugio se convirtió en un infierno cerrado. Las vigas crujían, el humo espesaba el aire hasta quemar la garganta y la luz del fuego hacía brillar las máscaras metálicas de los noxianos que entraban en oleadas. Ekko giraba como un relámpago en medio de ellos, pero un destello de acero lo alcanzó. Una lanza se incrustó en el deslizador con un chasquido seco, partiendo el eje en dos. El chico rodó por el suelo, jadeando, con el arma todavía en la mano pero el corazón en la garganta. —¡Maldita sea…! —Escupió, levantándose a duras penas mientras el humo lo hacía toser. —Jinx, ¡no vamos a aguantar mucho más! Ella, en cambio, parecía danzar en medio del caos. El shimmer le hervía en las venas, y cada músculo se movía como resorte. Esquivaba lanzas por milímetros, respondía con disparos veloces, y en cada giro dejaba un rastro de carcajadas que competían con el rugido del fuego. —¿Aguantar? —Repitió Jinx, burlona, saltando sobre una mesa medio calcinada mientras dos lanzas le zumbaban por debajo. —Siempre quise morir así… envuelta en fuego y pólvora. Tosió con fuerza, la garganta desgarrada por el humo, pero la sonrisa no se le borró ni un instante. —Nací en el incendio de la vieja fábrica, Ekko. —Alzó los brazos, como si saludara a un público invisible. —Sería casi poético terminar igual: rodeada de llamas. Ekko frunció el ceño, apartando con un giro del bastón a dos enemigos que se le echaban encima. El aire estaba tan cargado de ceniza que cada respiración era un puñal ardiendo en los pulmones. —Estás completamente loca. —Gruñó, golpeando de lleno a un soldado y haciéndolo chocar contra la pared. —¡Y ese es el mejor cumplido que me has dado hasta ahora! —Canturreó Jinx, esquivando una lanza con un giro y devolviendo el gesto con un disparo rápido que iluminó el humo. El cerco se cerraba. Decenas de noxianos alzaban las lanzas, telas rojas ondeando entre las brasas, máscaras metálicas brillando como cráneos incandescentes. El fuego rugía a sus espaldas, devorando el refugio con un hambre implacable. Pronto, no quedaría nada que no ardiera. Y entonces, el ruido cambió. Desde más atrás de la entrada estalló un nuevo estruendo: choques metálicos, disparos secos, el rugido áspero de motores. El eco rebotó en las paredes del refugio, distinto al caos que los rodeaba, como otra batalla superpuesta a la suya. Los noxianos de la primera fila vacilaron. Algunos giraron la cabeza hacia el ruido; otros dieron pasos atrás, rompiendo la formación, hasta que la disciplina se quebró por completo y el grupo entero se volvió hacia la entrada, lanzando gritos y avanzando en esa dirección. Ekko, sudoroso, con el humo ardiéndole en los pulmones, abrió los ojos incrédulo. —¿Qué… carajos? —Murmuró, bastón en guardia. Entonces la humareda se rasgó. Sevika irrumpió, el brazo mecánico rugiendo con destellos anaranjados, y trituró a los primeros soldados como si fueran muñecos de trapo. A su lado, matones de Zaun con las caras cubiertas por gruesas mascarillas se abrieron paso con tubos, hachas y pistolas oxidadas, cada golpe acompañado de un bramido que ahogaba los gritos noxianos. En medio del combate, Sevika arrancó de su cinturón un par de mascarillas de cuero ennegrecido y las lanzó con un gesto brusco hacia Ekko y Jinx. —¡Pónganselas si quieren seguir respirando! —Rugió, derribando de un puñetazo a otro enemigo que cayó de rodillas, escupiendo sangre. Ekko atrapó la máscara al vuelo, se la ajustó en la cara y aspiró el aire filtrado con alivio áspero. El humo seguía quemando, pero al menos ya no lo estaba ahogando. Jinx sostuvo la suya entre los dedos ennegrecidos, ladeó la cabeza y soltó una risita cargada de ironía. —Ya era hora… —Murmuró, como si Sevika hubiera llegado tarde a un espectáculo preparado solo para ella. Entonces se la calzó con un chasquido, los ojos brillando detrás del cuero chamuscado, y volvió a disparar carcajeándose, como si la máscara fuera parte de su disfraz de guerra. El refugio, que segundos antes era un horno de muerte, se sacudió con un estrépito renovado de metal y fuego. Y esta vez, no eran ellos los acorralados: entre todos, Zaunitas y ejecutores, fueron acuchillando, aplastando y haciendo estallar a los últimos soldados noxianos hasta que las lanzas cayeron al suelo, sin nadie que las empuñara. Los cuerpos de los noxianos alfombraban el suelo entre humo y sangre. Ekko se apoyó en su bastón, respirando con fuerza tras quitarse la máscara. Miró a Sevika y asintió. —Gracias… si no llegabas, estaríamos muertos. Sevika le devolvió una mirada dura, como si las gracias no significaran nada. —No hay tiempo para agradecimientos. Necesito que se muevan. Dejé a Riona liderando la resistencia en los puentes, y algunas facciones de Zaun ya se encargan de limpiar a los rezagados que quedaron dentro de la ciudad. Jinx se carcajeó, girando la pistola en la mano como si fuera un juguete. —¡Vaya, vaya! Qué planificadita la señora… —Por supuesto, niña. —Sevika encendió un cigarro con el calor de las brasas. —No iba a esperar que Zaun dependiera de un puto concejo para sobrevivir. Ekko frunció el ceño. —¿A qué te refieres? —A que antes de que todo esto pasara ya tenía planes con los líderes de las distintas facciones. —Su voz sonó como metal arrastrado contra piedra. —Distribuí armas, bombas, trampas. Cada cual sabe lo que tiene que hacer. Jinx le aplaudió, canturreando. —¡Te luciste! —Soltó entre risas, usando el apodo con descaro. Ekko, en cambio, la miraba con un nudo en el estómago. —¿Y por qué yo no sabía nada de esto? Sevika se acercó, imponente, hasta quedar cara a cara con él. —Porque eres débil. Tan débil que eras el blanco perfecto para una infiltración. —Sus ojos se desviaron hacia Samira, inconsciente en el suelo. La furia cruzó el rostro de Ekko. Le sujetó el brazo. —¡Si sabías que podía pasar, por qué no hiciste nada! El brazo mecánico de Sevika se movió con un chasquido, apartándolo de un golpe seco. —Escucha, niño. Fuiste tú quien cayó en la trampa. Y sí, lo esperaba. Gracias a eso detuvimos a una de las generales más importantes de Noxus. —Escupió al suelo y lo señaló con el puro encendido. —Así que toma tus cosas y lárgate a hacer algo que valga la pena de una puta vez. Jinx miró la escena con indiferencia, como si fuera otro espectáculo para entretenerse. Sevika chasqueó los dedos y uno de sus hombres se adelantó para levantar a Samira. —Llévensela. —Ordenó. Cuando Sevika empezó a retirarse, Jinx le gritó con su voz cantarina: —¡Hey, cuídamela! ¡Quiero que viva mucho, mucho tiempo, y ser la dueña de sus pensamientos! Sevika ladeó la boca en una media sonrisa torcida, antes de girarse y perderse entre el humo con sus hombres. Ekko quedó allí, mordiéndose la rabia, los puños cerrados contra los muslos. Jinx le tocó el hombro, ligera, con un gesto extraño en ella: casi… tranquilizador. —Vamos. Él respiró hondo, tragándose la impotencia. —Tenemos que movernos. —Corrió hacia una de las bodegas y volvió con el aerodeslizador de Scar. —Tenmelo. Antes de salir, corrió hacia el cuerpo de Scar, tendido entre las ruinas. Se arrodilló y lo levantó con cuidado entre sus brazos. Su voz fue apenas un susurro. —Fuiste todo para mí, hermano. Alzó la vista hacia el árbol del refugio, envuelto en llamas, símbolo de lo que habían construido juntos. —Juro que lo voy a reconstruir. Daré todo para levantarlo otra vez. Jinx le silbó desde la entrada, impaciente. —Ya… mucha despedida ¿Nos vamos o qué? Ekko cerró los ojos un segundo, apretó los dientes y asintió. Dejó el cuerpo con cuidado, giró sobre sus talones y, junto a Jinx, desapareció entre el humo rumbo a la siguiente batalla. ... Caitlyn avanzó despacio, sin más armas que sus puños y la furia que le quemaba la garganta. El rifle yacía desarmado en pedazos sobre la piedra, pero el ojo Hextech vibraba con un resplandor intermitente, azul como una brasa en cristal. Cada latido era una corrección automática: distancias medidas, trayectorias anticipadas, vectores dibujados en la penumbra. Slinker la rodeaba en círculos, pesado y ágil a la vez, como un depredador enjaulado que al fin veía la carne al alcance. El torso desnudo era una maraña de cicatrices y venas oscuras que palpitaban bajo la piel escamosa, hinchadas como gusanos de vidrio. Sonreía con la mandíbula torcida, dejando ver dientes manchados, astillados, una dentadura alimentada más por veneno que por pan. Arrastraba una cadena rematada en ganchos, rasgando la piedra y sembrando chispas a cada paso. —De lejos eras solo un fantasma en las murallas… —Siseó, con la voz húmeda, saboreando cada sílaba. —Pero de cerca hueles a miedo… y la carne con ese aroma siempre es la más dulce. Caitlyn no respondió. Apenas un destello en su visión periférica la obligó a desviar, por un instante, el ojo humano hacia la izquierda del patio. Shoola seguía en el suelo, inmóvil salvo por un leve estremecimiento en los dedos, un movimiento reflejo que confirmaba que aún respiraba. El cuerpo permanecía desplomado tras la caída, ajeno al combate que estallaba a pocos metros. El Hextech, implacable, la obligó a volver al frente: las líneas de luz azul seguían trazando el arco de Slinker, midiendo la contracción de cada músculo bajo su piel escamosa. El primer embate vino de él. La cadena silbó en el aire como una guadaña, baja y rápida, buscando quebrarle los tobillos. Cait saltó; por un instante, fue como si el aire le prestara peldaños invisibles. El hierro pasó rugiendo bajo sus botas, arrancando astillas de piedra. Al caer, rodó y aprovechó el impulso para golpear con el codo al costado de la bestia. El impacto sonó seco, pero apenas lo hizo tambalear. Slinker rió, un sonido viscoso, como metal que se tuerce sobre sí mismo. —¿Eso es todo? Esa chispa… no es fuerza, es instinto de presa. —Sus ojos brillaron, crueles. —Y ninguna presa escapa por mucho tiempo. Cait se enderezó, respirando por la nariz, sin quitarle los ojos de encima. —Entonces ven a buscarme. Te prometo que no volverás a reír con esa boca. El segundo ataque vino aún más bajo: la cadena se arqueó buscando el tendón sobre su rodilla. Cait giró sobre el pie adelantado y apenas logró evitar el golpe; zumbó a centímetros, arrancando esquirlas de piedra al chocar contra el suelo. Rodó sobre un costado, el polvo pegándosele a la mejilla. Fue entonces cuando la vio: la culata de su rifle, una de las piezas esparcidas tras el desarme, descansaba a medio metro de su mano. La aferró con decisión y se incorporó en el mismo movimiento, el peso del arma fragmentada transformado en un martillo corto. Slinker avanzó sin darle respiro. La cadena silbó de nuevo, buscando atraparla al levantarse. Cait retrocedió un paso y levantó la culata para desviar el giro. Su arma mordió el vacío y chispas saltaron al chocar contra la piedra. Aprovechando la apertura, descargó un golpe seco con la culata contra la oreja reptiliana. El impacto sonó hueco, más hueso que carne. Slinker cabeceó, gruñendo, y arremetió con la cadena en vertical, intentando enganchar el improvisado martillo. Cait lo retiró un palmo a tiempo y el gancho pasó rozando, atrapando solo aire. —¿Esto te divierte? —Escupió Slinker, un hilo de saliva violácea cayéndole por la barbilla. —Vas a reír de verdad cuando… No alcanzó a terminar. Caitlin ya estaba encima. La culata impactó primero en las costillas, luego en el esternón, cada golpe seco, martillado, hundiéndose en carne y hueso. El reptiliano reaccionó alzando el brazo para detener el tercero, un golpe dirigido a su nariz, y el choque retumbó como un tambor hueco. La cadena silbó en represalia. Cait rodó por el suelo, esquivando por un suspiro de tiempo, y en el giro su mano se cerró sobre otra pieza del rifle: el cañón, largo, frío, pesado. Se levantó con él como si siempre hubiera estado destinado a usarlo. Slinker cargó de frente, mirada encendida, la mandíbula abierta en un siseo de pura rabia. Cait no retrocedió. El Hextech calibró el ángulo en una línea azul perfecta, y ella lo siguió como si atravesara un túnel de precisión absoluta. El cañón entró directo en el ojo. La sensación fue densa, húmeda, un chasquido viscoso seguido del crujido de hueso cediendo. El grito de Slinker estalló: un rugido imposible, animal, como si algo se quebrara en lo profundo de su alma. El monstruo se retorció, garras arañando su propio rostro, la cadena golpeando el aire a ciegas. Cait sostuvo un instante el cañón clavado, sintiendo la vibración de aquel cuerpo enorme temblando contra su fuerza. Después lo soltó, con un gesto deliberado, dejando que el fragmento quedara hundido en la cuenca ensangrentada. —Para que veas lo que se siente. —Su voz fue un disparo limpio en medio del caos. Slinker se llevó la garra al rostro y, con un tirón brutal, arrancó el cañón incrustado en su ojo. El elemento salió con un sonido viscoso, arrastrando un hilo espeso de sangre púrpura que chorreó hasta su mandíbula. Lo sostuvo un instante en la mano, respirando entre siseos graves, y lo dejó caer al suelo con un golpe metálico que resonó en todo el patio. Cuando volvió a alzar la vista, ya no sonreía. El aire se tensó con la pura vibración de su furia. Los músculos comenzaron a hincharse, fibra tras fibra, como sogas empapadas que se estiran hasta el límite. Las venas se oscurecieron, reptando bajo la piel como raíces negras. Su espalda se arqueó con un crujido, la columna marcándose hasta casi romper la carne, y sus brazos crecieron en tamaño hasta parecer vigas de acero viviente. —Te arrancaré la calma de la cara, pedazo a pedazo. —Su voz ya no era un siseo burlón: era un gruñido grave, cargado de rabia. Arremetió. No con la cadena, sino con sus propias manos. Cada golpe caía como un mazo, hundiéndose en la piedra y levantando astillas de polvo y fragmentos. Cait esquivó el primero agachándose y girando bajo el arco del brazo. El segundo lo evitó rodando sobre un hombro, sintiendo el temblor del suelo cuando el puño se incrustó a su lado. El tercero lo esquivó con un giro lateral, deslizando la planta de sus botas contra la piedra para apartarse en el último instante. Era rápida, sí. Pero no esperaba que él también lo fuera. A pesar del tamaño descomunal, cada manotazo bajaba con la velocidad de una guillotina. Una y otra vez, Cait se salvaba por centímetros, el ojo Hextech corrigiendo trayectorias imposibles, ajustando el ángulo de cada evasión. La fatiga, sin embargo, comenzaba a clavarse como plomo en los músculos. Su respiración era más corta, los movimientos más tensos, la espalda ardiéndole por el roce constante con el suelo. Cada evasión le costaba un segundo más, un milímetro menos de margen. Entre golpe y golpe, buscaba un hueco, algo que pudiera usar para contraatacar. Pero el patio era un cerco de lanzas inmóviles: soldados que no intervenían, que observaban como paredes humanas, testigos obedientes del espectáculo de Slinker. Un gemido bajo quebró el silencio. Shoola. Sus párpados temblaron antes de abrirse, los ojos parpadeando con dificultad, tratando de asimilar el caos de luces y sombras que la rodeaba. Vio a Caitlyn, frágil en comparación con la mole reptiliana que trataba de aplastarla contra la piedra. Vio a los soldados alineados, rígidos como un muro de hierro, inmóviles ante la carnicería. Vio, por último, los cuerpos inerte de los demás concejales en el suelo, balanceándose bajo un aire saturado de muerte. Un estremecimiento recorrió su cuerpo entero. Se incorporó tambaleante, sosteniéndose con una mano contra el pilar más cercano. Entonces la vio: la lanza caída a unos pasos, la misma con la que Cait había cortado la cuerda que debía haber sellado su destino. Se inclinó, la tomó con ambas manos. Un instante de duda. Otro de resolución. Con un grito áspero que desgarró el silencio, arrojó la lanza. Voló recta y se incrustó en la espalda de Slinker. El monstruo rugió, un bramido grave que reverberó en las paredes, pero el arma apenas había arañado la piel endurecida. Superficial. Nada más que una picadura. Con un giro brusco, Slinker arrancó la lanza de su propia carne. Sus ojos, uno encendido, el otro cubierto sangre, buscaron a Shoola entre la penumbra. Y sin pensarlo, devolvió el arma. La lanza atravesó el aire como un relámpago y se hundió en el hombro de la mujer, clavándola contra el pilar al que apenas se había apoyado. El grito de Shoola se quebró en la piedra, ahogado por el dolor. —¡Shoola! —La voz de Cait estalló, rota por la rabia y la impotencia. Ese instante fue suficiente. La mano de Slinker cayó sobre ella como una trampa, rodeando todo su torso con facilidad monstruosa. La levantó sin esfuerzo, los dedos apretándole las costillas, cada respiración convertida en un suplicio. Cait forcejeó, sorprendida por la brutalidad del agarre, las botas patinando en el aire, inútiles. En el otro extremo del patio, Shoola jadeaba, la sangre manchando su túnica mientras trataba de arrancar la lanza clavada en su hombro. Apenas un susurro escapó de sus labios, débil, tembloroso: —Cait… La comandante giró apenas la cabeza hacia ella, el ojo Hextech vibrando con furia contenida. Slinker la acercó a su rostro, su aliento hediondo golpeándole la piel. Una sonrisa desfigurada se abrió entre dientes manchados. —Mírate… comandante. Siempre corriendo a salvar a las ratas que no pueden salvarse a sí mismas. ¿Vale la pena quebrarte por ellas? Cait escupió sangre al suelo, la voz cortante, aunque la garganta le ardía bajo la presión de aquellos dedos. —Vale más que pudrirme siendo un monstruo como tú. Rió. El sonido le resonó en el esternón. Cait le clavó el codo en el diafragma, una, dos, tres veces, midiendo los golpes para no malgastarlos. La presión no cedió. El ojo hextech calculó una ruta —pómulo, tráquea, clavícula— y dictó una secuencia que el cuerpo ya no conseguía ejecutar. La sangre le golpeaba en las sienes. Estaba a un gesto de quebrarla. Slinker la alzó un poco más, apretando hasta que los huesos de Cait crujieron dentro de su pecho. —Ya no queda nadie que te salve. —Gruñó, el ojo encendido brillando de furia. —Aquí termina tu legado comandante. Entonces, el patio respiró hacia adentro. Desde las hendiduras de las columnas, desde las juntas del piso, desde las bocas de las gárgolas arruinadas, comenzó a surgir un líquido negro. No era agua ni aceite: más espeso que la sombra, más liviano que el humo. Escalaba los relieves como si obedeciera a una gravedad inversa. Primero fueron hilos, luego lenguas anchas que treparon por los muros y empezaron a inundar el rectángulo central. La marea alcanzó los pies de los soldados inmóviles. Al principio no reaccionaron; permanecieron firmes, como estatuas. Pero el líquido no se limitó a rozarlos: se adhirió a sus botas, subió por las grebas, envolvió sus pantorrillas y trepó hasta los muslos con una rapidez serpentina. Uno intentó gritar, y fue entonces cuando las sombras se abrieron en cadenas. Eran oscuridad endurecida. Surgían de la marea y se cerraban sobre las piernas y brazos de los noxianos, jalándolos hacia abajo. Las lanzas chocaron contra la piedra en un estrépito inútil mientras sus cuerpos eran arrastrados, devorados hasta la cintura, hasta el pecho, hasta que solo quedaban los gritos y los cascos hundiéndose bajo la negrura. El patio entero se convirtió en un campo de ahogamiento. La muralla de acero y carne que había cercado a Cait se quebró en un instante, absorbida por la marea negra, cadenas tragándose soldados como si nunca hubieran existido. Slinker olió el cambio. Sus dedos se crisparon un milímetro más sobre Cait… y luego se abrieron solos. No la soltó por misericordia. La soltó por miedo. Retrocedió un paso, la espalda chocando contra un pilar como un animal que siente temblar su cueva. Cait cayó de rodillas, tosiendo, un hilo de aire rasposo que le quemó la garganta. El ojo Hextech se encendió con un destello repentino, azul, intenso como un faro recién alimentado. Una corona geométrica de filigranas luminosas se desplegó alrededor suyo, invisible a simple vista pero real en su límite: la oscuridad se detenía ahí, obediente a un borde que no podía atravesar. —¿Qué…? —Jadeó Cait, girando hacia Shoola. La mujer seguía clavada al pilar, la lanza hundida en su hombro. Pero su rostro se movió. No el cuerpo, rendido ya, sino los ojos. De ellos empezó a brotar algo que no era sangre: diminutas rosas negras, pétalo por pétalo, empujando desde adentro hasta asomar por las comisuras, abriéndose con un susurro frágil, como papel arrugado. Una, dos, cinco, diez. El cuerpo entero se relajó de golpe, y las rosas se quedaron allí, imposibles, quietas. Shoola no respiró más. La mandíbula de Cait crujió. Sintió cómo algo se rajaba por dentro, no como un hueso sino como un puente: silencioso, irreversible. Tragó vacío. Y de esa marea negra surgieron cadenas rojas de vacío sólido. Saltaron como serpientes alimentadas de hambre, cerrándose alrededor de las muñecas y tobillos de Slinker. El monstruo rugió cuando las cadenas presionaron contra el suelo. El golpe sacudió polvo. Intentó levantarse, pero las cadenas se multiplicaron, enrollándose en codos, cuello, pecho, hasta dejarlo clavado al suelo en una postura imposible de quebrar. Slinker tiró con toda su fuerza: una cadena crujió, otra se apretó más, mordiendo su carne. En el extremo del patio, donde las sombras eran más densas, algo se movió. Una figura se incorporó como una marioneta que recuerda el hilo. Lord Gerold. Su ropa impecable pese al humo, la piel como porcelana agrietada, los ojos… huecos y negros. No porque faltaran, sino porque alguien más miraba desde dentro. —No… —Susurró Caitlyn, el temblor quebrando su voz firme. —Tú ya estabas muerto. El hombre sonrió con un gesto que no era suyo. Una mueca demasiado pulida, demasiado prestada. Y cuando habló, su voz tenía capas, timbres entrelazados como ecos en un teatro vacío. El acento era perfecto. Tan perfecto que resultaba falso. —Las marionetas no requieren de un alma para moverse, comandante. Solo de un hilo firme. Por fin nos conocemos. Avanzó con calma, como si no fuera parte de la oscuridad que devoraba el suelo. Y a cada paso, el rostro de Lord Gerold se afinaba, los contornos temblaban, hasta que sobre su piel se dibujó la silueta de otro rostro. Cait lo reconoció con el mismo escalofrío con que se reconoce una pesadilla recurrente: el filo de un cuchillo detrás de un velo. Perfume helado, violetas sumergidas en hielo. La sonrisa exacta de una mujer que jamás se despeinaba. —Tú… —Dijo Caitlyn, la palabra más constatación que acusación. —Te vi durante mi entrenamiento. ¿Quién eres? La figura ladeó la cabeza con un gesto pulcro, la voz ahora nítida, femenina, perfecta. —Mi nombre no importa. —Se detuvo frente a ella y extendió una mano, pero los dedos se detuvieron contra el borde invisible del círculo de luz que protegía a Caitlyn. La sombra no podía atravesarlo. Los ojos de LeBlanc brillaron con interés genuino. —Te enseñaron a medir, a contener, a disparar… pero no a liberar lo que arde bajo tu piel. Tu verdadero potencial arcano. El ojo Hextech de Cait vibró con un fulgor ansioso, como si quisiera defenderla de algo más peligroso que un golpe físico. —¿Por qué no me matas? —Preguntó Cait, la voz limpia a pesar de la sangre en su lengua. LeBlanc sonrió con una ternura envenenada. —Porque no eres un obstáculo, niña. Eres una pieza. Una pieza sublime del destino. Caitlyn sostuvo la mirada, y en el reflejo de los ojos cristalinos de la mujer alcanzó a ver, por un instante, a Lord Gerold atrapado dentro, como un espectro empujando tras el vidrio. Apretó los dientes. —¿Qué quieres de mí? —Tu poder. Tu esencia arcana. —La sonrisa apenas creció mirando el azulado ojo Hextech. —Una vez que llegues a Noxus, lo desencadenaremos en toda su magnitud. —Estás delirando si crees que iré contigo. —Cait escupió cada sílaba. —Oh, no será necesario. —La voz fue seda y cuchillo a la vez. —Él te llevará. —¿Él… quién? —Frunció el ceño, el corazón latiéndole en la garganta. LeBlanc no respondió. Giró el rostro como si escuchara una música que nadie más podía oír. La oscuridad del patio se retiró un palmo, obediente como un mar domesticado. Y su forma volvió a plegarse sobre la de Lord Gerold, como un disfraz que cae en su lugar. —No debiste desobedecer mis órdenes, general. Las cadenas se tensaron con un último tirón, como una caricia cruel. Su cuerpo monstruoso intentando resistir. El ojo Hextech de Cait ardió con un resplandor insoportable, como si la pupila quisiera escapar de su propia carne. Y supo, sin entender cómo, que el tiempo del hechizo había terminado. —Ha sido un placer, comandante. —Dijo la voz impecable de LeBlanc, filtrándose a través de Gerold. —Nos veremos en Noxus. La marea negra comenzó a replegarse, no hacia los bordes, sino hacia el cuerpo del consejero. Como si el mundo inhalara por su boca. Los hilos se hundieron en su piel, las rosas negras en los ojos de Shoola se deshicieron en polvo y ese polvo voló también hacia el mismo centro. El salón se vació de sombras. Y en el último segundo, cuando el clon quedó entero otra vez, como un jarrón recompuesto, se oyó un crac: un giro invisible quebró el cuello de Gerold. El cuerpo cayó como un saco vacío, sin ceremonia. Muerto por segunda vez, esta vez sí en propiedad. Las cadenas alrededor de Slinker se deshicieron como tiza bajo la lluvia. El monstruo, que había contenido toda su rabia en músculos tensos, saltó con violencia. Las garras se alzaron buscando aire para convertirse en caída. No cayó él. Cayó un disparo. La bala atravesó su cabeza de lado a lado con una perfección quirúrgica. No hubo estampido, sino un sonido afinado, como el latido de un metrónomo. El ojo restante de Slinker se apagó en mitad del destello. Permaneció un instante de pie, tambaleante, como un mueble al que le han quitado un tornillo esencial, antes de derrumbarse sobre sí mismo. El impacto contra el suelo levantó polvo de siglos. Cait parpadeó, incrédula, con el frío subiéndole desde los talones hasta el cuero cabelludo. Alzó la vista. Entre el humo y el fuego, erguido sobre una viga rota como si fuese un escenario, estaba él. Jhin. La máscara brillaba como porcelana manchada de ceniza; el traje, impecable. Sostenía su arma como un violín, con amor absurdo, con técnica insultante. —Buenas noches, comandante… —Canturreó, cada sílaba un cristal. —El segundo acto siempre es el más ingrato, ¿no lo cree? Cait se quedó helada. El aire no le alcanzaba, los latidos en su pecho eran golpes sordos que le sacudían hasta la garganta. Lo había visto en pesadillas, lo había presentido en visiones, y ahora estaba allí. Real. Esperándola. —Jhin… —Murmuró, la voz apenas un temblor. Él inclinó la cabeza, deleitado, como un niño que recibe un aplauso inesperado. —Ah… lo pronunció bien. —Se llevó la mano al pecho, teatral, antes de dejar escapar una risita vibrante—. Qué dulce que recuerde mi nombre. Cait retrocedió medio paso sin pensarlo. Su ojo Hextech vibraba con un resplandor febril, como si quisiera alertarla, como si entendiera lo que su cuerpo ya sabía: no había escapatoria. Jhin levantó el cañón, despacio, como si afinara la cuerda de un instrumento. —Cuatro balas, cuatro muertes. —La dulzura en su voz era un veneno. —Uno ya ha caído. Y antes de que baje el telón… otras tres deben bailar para mí. Jhin dejó que el silencio colgara, saboreándolo como un vino caro. Luego, con una reverencia mínima, agregó: —Y usted, comandante… usted es la protagonista. La escena final no puede comenzar sin su presencia. El golpe de aquellas palabras la hizo tambalear más que cualquier zarpazo de Slinker. Por un instante, Cait se sintió atrapada en la función de otro, convertida en pieza de un libreto que nunca había aceptado.
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