La lluvia caía como metralla sobre los tejados de Gotham, golpeando el metal oxidado y los cristales sucios con la insistencia de una ciudad que nunca duerme… ni perdona. Bajo la capa de noche, dos figuras cruzaban el umbral del olvido. Bruce caminaba primero, con la capa negra pegada al cuerpo por la tormenta, la silueta recortada como una sombra con propósito. No se molestó en mirar atrás. Sabía que Superman lo seguía. Volando. Silencioso. Como un espectro perdido.
—Por aquí —Bruce gruñó, sin girarse, mientras que Superman lo seguía detrás.
Clark no decía nada, levitar a unos centímetros del suelo ya no parecía tan impresionante cuando estaba frente a un hombre que lo miraba a los ojos como si no importara. Como si él no fuera el fenómeno.
—¿Y qué hay “por aquí”? —preguntó finalmente, su voz apenas más alta que el golpeteo constante de la lluvia.
Batman no respondió. En su lugar, alzó el brazo por debajo de la capa en un movimiento preciso, casi teatral, y disparó su gancho hacia el edificio contiguo. El cable silbó al tensarse, un segundo después, Batman se lanzó al vacío sin pensarlo dos veces. Clark lo siguió con la mirada, lo vio balancearse con la gracia salvaje de alguien que había hecho esto miles de veces. Luego, sin aviso, volvió a lanzar el gancho. Esta vez hacia una torre más lejana, oculta entre la bruma.
Clark se apresuró a seguirlo, era imposible llegar hasta allí sin esfuerzo... salvo volando. Clark no sabe si Batman está tratando de matarse con él mirando o realmente lo está llevando a algún sitio. Clark lo vio entonces aferrado al borde de un peldaño, Batman giró el cuerpo con precisión y se deslizó con una elegancia controlada. Cayó con ambas botas en uno de los charcos del callejón entre edificios, salpicó algo de agua sucia, pero nunca perdió el equilibrio.
Una par de farolas moribundas parpadeaban sobre su cabeza, proyectando una sombra alargada sobre los ladrillos húmedos. Un segundo después Bruce volvió a oír la perturbación de aire tras él. Clark aterrizó suavemente, sin una gota de barro, sin un ruido.
Bruce caminó hacia el final del callejón, un chirrido metálico anunció la entrada: una compuerta antigua, camuflada en el fondo de un callejón abandonado detrás del distrito financiero, invisible para cualquiera que no supiera dónde mirar. Bruce la empujó con esfuerzo. La estructura tembló y cedió, revelando un elevador industrial que olía a óxido y aceite viejo.
—Ven —dijo Bruce, la voz baja pero firme—. No toques nada.
Bruce observó como Superman asintió en silencio, empapado, los mechones negros pegados a la frente. Aunque no parecía afectado por el frío ni por la lluvia, algo en sus ojos seguía temblando.
Descendieron.
El ascensor se deslizó hacia las entrañas de la ciudad, traqueteando como si cada metro pudiera ser el último. A través de las rejas del montacargas, se veían los muros de ladrillo, con pasillos arqueados y los raíles olvidados de una estación que ya no figuraba en ningún mapa. ¿Por qué Gotham tiene una estación de tren subterránea?, se preguntó Clark.
Entonces escucho el rugido de un motor a su lado. Batman se había subido en una motocicleta y se alejaba a gran velocidad, mientras el motor retumbaba por los túneles como un trueno. A este punto, Clark supuso que lo estaba probando. Averiguar si era capaz de seguirle el paso, ¿qué otras cosas podría hacer? Clark cree que es justo darle esa gratificación a Batman, a su aparente alma gemela.
Al despegar columnas de mármol sucio se desvanecían a ambos lados, vestigios olvidados de una era, el aire olía a óxido, humedad y gasolina. Bajo tierra, el eco metálico de las ruedas y la perturbación rápida del aire cruzaban bajo el arco central de la vieja Wayne Terminus. El espació se abrió ante ellos como una catedral caída en desgracia. Las luces automáticas al detectar la presencia, se encendieron una a una: faroles industriales colgando de cables gruesos, iluminaron el centro de operaciones.
La moto frenó con un chirrido breve sobre el concreto. Bruce baja sin quitarse la capucha. Alfred ya estaba allí, imprudente, pensó Bruce de inmediato. Algunos monitores parpadeaban con cámaras de seguridad de Gotham, las computadoras proyectaban informes de vigilancia y al fondo, bajo una lona, el Batimóvil reposaba como una bestia dormida.
Sin decir palabra, Bruce caminó hacia una mesa de trabajo, quitándose la capa con calma. Clark estaba, por decir lo menos, demasiado sorprendido para hablar, una mezcla de ruina y tecnología. Clark descendió por completo, ya caminando dio pasos suaves como si temiera dañar algo con su sola presencia. Bruce notó que había algo reverente en la forma en que observaba cada rincón, era la reminiscencia de una cueva, Clark dio un par de pasos más, mirando hacia el techo altísimo y polvoriento, como si esperara encontrar estrellas. Los puntos destellantes en aquella oscuridad no eran otra cosa que los ojos de un sin fin de murciélagos.
Clark notó entonces al hombre sentado junto a una caldera oxidada, las piernas cruzadas, un periódico en la mano. Lo observaba por encima de las gafas con la paciencia imperturbable de alguien que ya había visto de todo. Miró a su alrededor. No preguntó. Solo observó.
El hombre cerró el diario con calma y se puso de pie.
—Bienvenido —dijo con un acento británico impecable y definido—. Alfred Pennyworth, para servirle.
Hubo un breve silencio. Clark dudó. Miró de reojo al murciélago, luego volvió a mirar al mayordomo. Alfred no preguntó. Solo esperó, con esa clase de paciencia que solo se gana sobreviviendo a guerras y noches largas.
—… Superman —dijo al fin Clark, como si el nombre le costara más de lo que debería. Luego bajó la vista, los hombros tensos bajo el traje aún empapado. Una pausa. El eco de la lluvia seguía retumbando en la entrada del túnel, y en algún rincón de la cueva, una gotera persistente marcaba el ritmo con precisión quirúrgica.
—Pero… me llamo Clark. Clark Kent —añadió en voz baja, casi como una confesión.
Desde el otro lado de la sala, Bruce alzó apenas la mirada desde la mesa de trabajo. No interrumpió. No dijo nada. Pero él escuchó.
Él escuchó todo.
Y algo en él —una pequeña fibra largamente olvidada, enterrada bajo capas de lógica y control— se tensó.
No por el nombre.
Pero por la forma en que lo dijo.
Como si Clark se despojara de una armadura, sin saber si sería recibido o aplastado por hacerlo. Ese tipo de rendición, esa honestidad desarmada… no era parte del protocolo. No encajaba en el perfil de amenaza que Bruce había trazado con tanto esmero.
Y sin embargo, allí estaba: Superman. Clark.
Empapado, exhausto, vulnerable.
No exigiendo confianza sino ofreciéndola.
Bruce no se movió, pero su cuerpo traicionó su mente: tardó un segundo más de lo necesario en quitarse el guante. Como si algo en la estructura cuidadosamente ordenada de su juicio comenzara, muy lentamente, a tambalearse.
Alfred asintió, tranquilo.
—Un placer, señor Kent —respondió sin sorpresa, como si los hombres que caen del cielo fueran parte del inventario habitual—. Será mejor que se cambie esas ropas mojadas. Va a dejar un charco en el piso, y me niego a creer que voló hasta aquí solo para que se queme un fusible.
Bruce no comentó nada, pero sus dedos ya se movían sobre la consola, encendiendo los sistemas inactivos, Clark lo observó de reojo. La luz tenue parpadeaba sobre los bordes del teclado, pantallas con interferencia mostraban datos crudos y sin contexto. A Bruce se le veía imperturbable.
Pero Clark no era el único que había aprendido a escuchar más allá de lo visible.
Bruce Wayne acababa de registrar algo que no esperaba.
Alfred ya se estaba moviendo con practicada agilidad entre los viejos armarios y compartimentos camuflados de la estación. Regresó con una muda de ropa cuidadosamente doblada: pantalones color negro, una camisa de ligera de algodón y un abrigo suave, neutro, sin logotipos ni marcas. El conjunto entero era simple pero de buen material. Cómodo. Humano.
Le extendió las prendas a Clark sin decir nada más, como si fuera lo más normal del mundo tener ropa lista para alienígenas perdidos en un sótano de Gotham. Luego Alfred se volvió hacia la figura encapuchada junto a la consola.
Se detuvo. Lo miró fijamente, como si pudiera atravesar la tela y la armadura.
—También te preparé un cambio de ropa, sí es que estás interesado en no contraer un resfriado —Alfred apuntó hacia una muda de ropa negra, cuidadosamente doblada sobre otro escritorio, mientras comenzaba a alejarse en dirección a una salida contigua—. Si me necesitas sabes donde encontrarme.
La frase cayó como una piedra en el agua. Bruce se sobresaltó apenas, como si la voz de Alfred lo hubiera alcanzado en medio de una tormenta interior. Sus manos se detuvieron por un segundo sobre la pantalla encendida. No dijo nada. Bruce apretó los puños sobre la consola. El metal respondió con un leve crujido.
No podía darse el lujo de confiar su identidad, de quitarse la capucha. No simplemente porque ese ser desconocido se veía como un cachorro perdido bajo la lluvia o porque parecía más humano de lo que debería. No bastaba con eso. Gotham no perdonaba la ingenuidad. Él no podía darse ese lujo.
Y Alfred… Alfred lo sabía.
Bruce volvió a mover los dedos sobre el teclado, recuperando el control. Cada dato, cada línea de código, cada trazo del mapa proyectado ante él era real. Medible. Verificable. A diferencia de lo que había traído la tormenta.
Clark, aún de pie, parpadeó. No estaba acostumbrado a ese tipo de bienvenida.
—No esperaba… esto —murmuró con una mezcla de asombro y una sonrisa que apenas disimulaba su alegría infantil—. Nunca podría haber imaginado que tuvieras algo así.
—No suelo invitar visitas, y Gotham no da segundas oportunidades —respondió Bruce, caminando hacia la consola central, aun sin mirarlo—. Solo te deja seguir vivo si aprendes a usar las primeras.
Un trueno partió el cielo allá arriba, como si la ciudad misma respondiera.
El hombre tras él —el ser perdido, el que decía llamarse Superman, el que se presentó ante Alfred como Clark Kent, el que decía estar lejos de su hogar— se quedó quieto un momento. Y luego, por primera vez en todo el trayecto, dio un paso hacia Bruce.
—Gracias —dijo Clark, bajando la vista por un instante, la ropa suave aun en sus manos—. Sé que no tenías por qué dejarme entrar.
Clark se acercó a un banco, se sentó en él, a su lado podía ver piezas de todo tipo olvidadas y cubiertas de aceite de motor, y bajo el eco lejano de los trenes que ya no circulaban, Gotham finalmente le dio la bienvenida.
—No te dejé entrar por amabilidad —dijo Bruce con calma—. Si de verdad vienes de otro mundo, universo o de donde digas que provengas. Si fueras lo que dices ser, y estuvieras mintiendo... entonces tenerte aquí abajo sería más seguro que dejarte vagar libremente.
Clark asintió, sin ofenderse. De hecho parecía agradecido por la honestidad.
—Lo entiendo —dijo, con una leve sonrisa en sus labios—. De todas formas, gracias. Aunque no lo creas, esto significa mucho para mí.
Bruce giró apenas la cabeza, lo justo para clavarle la mirada. Entonces habló seco y directo:
—¿Qué eres, Clark? —preguntó Bruce sin rodeos, con ese tono bajo que no dejaba espacio para distracciones—. No de dónde vienes. Qué
eres.
Clark no necesitaba satisfacer ninguna función basal, no necesitaba respirar para subsistir, era lo más cercano a un girasol, él había descubierto. Y aun así, tragó saliva y algo en su cuerpo se tensó, tenía los pies bien plantados en el concreto. Bajó la vista por un segundo y luego la alzó de nuevo, con esa expresión que Bruce ya comenzaba a reconocer: no miedo, sino la resignación de alguien que está por contar algo que suena a locura.
—No soy humano —dijo con calma—. Nací en otro planeta.
La respuesta cayó con peso en el silencio de la sala. Sin adornos. Sin dramatismo. Solo la verdad.
—Mi nombre de origen es Kal-El. Provengo de un mundo llamado Krypton. Pero me crié en la Tierra, en un pueblo pequeño de Kansas, con una familia que me enseñó valores simples: trabajo duro, honestidad, ayudar a quien lo necesita.
Hizo una pausa. Sostuvo la mirada.
—Y también… vengo de otro universo. No sé cómo llegué aquí exactamente, ni por qué, pero no vine a hacer ningún daño. Solo quiero entender qué ocurrió. Y si se puede… regresar a casa.
En realidad, esas últimas palabras eran una verdad a medias. Clark no sabía si realmente quería regresar. Había en este mundo —y en este hombre frente a él— algo innegable que lo retenía, las palabras que lo acompañan en su hombro desde que tiene uso de razón. Pero Clark no sabía si Batman llevaba la misma marca. No sabía si sus primeras palabras a Batman habían resonado dentro de él con el mismo peso que habían resonado en Clark, si esa chispa había prendido en su interior. Esa incertidumbre era a la vez su tormento y su esperanza
Desde el primer momento que Batman decidió llamarlo “Clark” en lugar de “Superman”, se sintió como un ancla, como una huella indeleble de un vínculo único con su alma gemela.
Y aunque Batman no había dado señales claras de reconocimiento ni respuesta a esa conexión invisible, Clark estaba dispuesto a quedarse para averiguarlo.
Por su parte Bruce no respondió enseguida. Lo observaba con la atención precisa de alguien que ya no busca inconsistencias, sino algo más difícil: motivos.
—Si lo que dices es cierto, ¿Cómo llegaste a mi mundo? —preguntó Batman al final.
Clark reflexionó un momento antes de responder. Luego sonrió, apenas.
—Supongo que tendré que empezar por el principio… Aunque suene como un loco de remate.
Bruce no respondió. Solo lo miró, con esa tensa quietud que decía
«adelante», sin decir palabra.
—Estaba en una misión —empezó Clark, rascándose la nuca, como si estuviera buscando por dónde entrarle al asunto—. Con Mr. Terrific y Metamorfo. No sé si esos nombres te dicen algo…
Bruce apenas inclinó la cabeza, invitándolo a seguir.
—Mr. Terrific… es uno de los tipos más inteligentes que conozco. No en plan “hice la tarea temprano”, sino en serio. Crea cosas imposibles. Tiene estas esferas que flotan, como mini computadoras que lo siguen a todos lados… son como... una extensión de su cabeza. Y Metamorfo… bueno, él puede convertirse en cualquier elemento de la tabla periódica. Literalmente. Una vez lo vi convertirse en gas lacrimógeno, y otra ocasión en una pared de plomo para protegernos de la radiación solar. Bastante práctico, si me preguntas.
Hizo una pausa, y luego dejo escapar un suspiro.
—El punto es… estábamos investigando una dimensión de bolsillo. Un lugar extraño, como una pequeña habitación fuera del universo. Uno de esos espacios pequeños que aparecen cuando el tejido de la realidad se dobla o se retuerce por alguna razón. Y esta tenía… vibraciones extrañas. No físicas, más como... ¿Cómo decirlo? Como si el lugar respirara entrecortadamente. Como si algo estuviera mal cosido.
Bruce ladeó apenas la cabeza.
—¿Qué estaban buscando?
—Comprenderlo. O sellarlo, si resultaba peligroso. A veces esas cosas se abren de repente, se tragan cosas que no deberían y las escupen en otro lugar. Así que fuimos con cuidado… pero... —Clark se frotó las palmas de las manos, inquieto—. Pero algo salió mal. Lo supe en el instante exacto en que la realidad empezó a desmoronarse. Primero fue la luz. Todo empezó a parpadear, los colores se volvieron raros. No raros como cuando uno está mareado, sino… artificiales. Como si el mundo entero estuviera cambiando de canal.
Bruce entrecerró los ojos, atento.
—¿Qué pasó después?
—El sonido —dijo Clark, más bajo—. Voces que no eran voces. Como ecos distorsionados. Y el suelo… dejó de ser suelo. Era como flotar, pero sin el espacio a mi alrededor. No sabía si iba hacia arriba, caía hacia atrás, o si simplemente me estaba desmoronando. Como si mi cuerpo no supiera a qué realidad pertenecía.
—¿Y cómo reaccionaste?
Clark se encogió de hombros.
—Intenté anclarme, algo que he aprendido con los años, sobre todo después de pasar tanto tiempo volando o en el espacio. Hay que tener claro el centro gravitacional, lo que te une a la realidad, ¿sabes? Pero esta vez… no había nada. Todo se estaba rompiendo.
Volvió a mirarlo.
—Y de pronto… un tirón. Como si me arrancaran desde dentro. Un destello blanco. Y luego… oscuridad.
—Y apareciste en Gotham —murmuró Bruce.
—Exactamente.
Bruce se cruzó de brazos, sin moverse del todo.
—¿Sabes por qué estabas cerca de Arkham?
—No. Tal vez era el punto más débil. O el más cercano. O… no lo sé, tal vez el universo tiene sentido del humor —dijo Clark con una sonrisa triste, aunque un pensamiento diferente persistía en su mente: quizás era porque
él estaba allí, su alma gemela. Que quizás esto no era una crisis cósmica, sino algo que estaba
destinado a suceder.
—¿Y lo urgente? —repitió Bruce, paciente pero firme.
Clark lo miró directamente a los ojos.
—Lo urgente es... no sé si estoy estable aquí. No sé si esto va a durar. Si estoy bien… o si esto es como una fractura que sigue abriéndose. Tal vez no sea el único que pueda caer. Tal vez algo más venga detrás de mí. O tal vez yo mismo colapse —Clark apretó la tela beige entre sus manos, mirando hacia la abertura en la capucha, los ojos azules fijos en él—. Y… bueno, no soy el mejor con la ciencia —añadió con una risa nerviosa—. Pero sé reconocer cuando hay problemas.
Bruce se mantuvo inmóvil un instante. Luego habló, tan metódico como siempre.
—Sabías que era Batman, aún viniendo de otro universo, ¿cómo? —la pregunta no fue un simple cuestionamiento, sino una sentencia, lanzada con una intensidad que parecía medir cada tic en el rostro de Clark, cada respiración, cada microexpresión. Buscando una grieta. Una mentira. Un punto débil, cualquier resquicio por donde colarse.
Bruce no apartó la mirada ni un instante; su ceño se frunció y los segundos parecían alargarse mientras sus ojos atravesaban a Clark.
—No es algo que puedas ocultar —dijo con voz baja, firme, casi como un aviso—. Puede que no entiendas dónde estás, ni cómo funcionan las cosas aquí, pero hay algo. No es intuición. Es experiencia. Soy alguien que ha aprendido a sobrevivir en la oscuridad. Y parece que, en tu mundo, también.
El silencio se hizo más pesado cuando Bruce bajó ligeramente el mentón, tensando la mandíbula.
—Entonces dime —su tono se volvió más cortante, como una hoja recién afilada a punto de cortar—, si aquí no hay nadie que se parezca a ti, si no he oído nada sobre un Superman, ¿qué demonios haces aquí? ¿Y por qué tu llegada parece más una advertencia que una coincidencia?
Sus ojos destellaron con una mezcla de desafío y sospecha, el mejor detective del mundo dispuesto a desmontar cada palabra hasta encontrar la verdad oculta.
Clark lo miró en silencio un instante más. Luego, bajó la vista.
—No quiero ser una amenaza, Batman.
—Las amenazas no siempre
quieren serlo —dijo el Murciélago, con la mirada fija en él—. Pero lo son de todos modos.
Por primera vez desde que cayó en este mundo, Clark no tuvo respuesta.
***
Habían transcurrido nueve horas de su llegada. En ese tiempo Clark lo escuchó a Batman en silencio, dejando que cada palabra se asentara en su mente: necesitaban información, el punto de origen, rastrear el comportamiento del espacio-tiempo, y algo de encontrar rastros energéticos, todo lo que pudiera demostrar que no mentía.
Asintió, aunque no estaba seguro de poder ofrecer tanto. Batman lo miró apenas, esa ceja alzada bajo la capucha decía más que cualquier amenaza: desconfianza pura, precisa, contenida. Iba a investigarlo, claro, pero no por él. No porque creyera en su historia, sino porque consideraba la posibilidad de que todo fuera parte de algo mayor. Clark lo entendía.
En el fondo, también lo temía. Dio las gracias, aunque la gratitud se sintiera torpe en la boca. Batman no respondió. Se volvió hacia la consola con la frialdad quirúrgica de alguien que no tenía tiempo para gestos innecesarios. Dijo que lo hacía por las implicaciones, no por confianza. Si esto era solo el principio, necesitaban respuestas, y rápido.
Clark preguntó qué buscaba exactamente. La respuesta fue simple, lógica: una ruptura, residuos de energía, una marca en el mundo que probara que no era una amenaza. ¿Y si no había ninguna? Batman tardó un segundo en pensarlo, en ese caso, tendría que convencerlo de otra manera. Clark lo observó en silencio. Había algo inquietante en la forma que tenía Batman de mirar el mundo, como si siempre esperara lo peor, como si el peso de su misión le hubiese endurecido la piel y el alma. No lo culpaba. De hecho, lo respetaba por eso. Pero también sabía que ganarse su confianza iba a ser más difícil que cualquier batalla.
Para desgracia de Bruce no había rastros energéticos. Ninguna anomalía en el espacio-tiempo. Ninguna señal, ruptura o marca que indicara el ingreso de una entidad desde otra realidad. Solo silencio. Silencio y vacío. Bruce revisó cada sensor tres veces, comparó lecturas, cruzó datos con registros de aeronaves y satélites externos. Nada.
Eso lo obligaba a cambiar de estrategia. Si no podía seguir la huella, investigaría al hombre.
Clark Kent.
El nombre era demasiado común, demasiado limpio. Y, al mismo tiempo, demasiado cuidadoso para ser una coincidencia. Bruce no confiaba en las coincidencias.
Le tomó un par de horas desmantelarlo junto a Superman, quien cooperó con el interrogatorio. Desde el supuesto momento de su llegada, armó una línea de tiempo que no debería existir. Revisó trayectorias, escaneó testimonios, buscó patrones. Lo que emergió fue una historia improbable pero consistente: una infancia en Kansas, en una granja, criado por humanos. Una adolescencia marcada por el descubrimiento progresivo de habilidades que lo aislaban del resto. Una vida adulta dedicada al periodismo, y a la justicia, de formas más directas.
El nacimiento de un héroe, uno que no tiene origen en este mundo, pero que en otro parecía haber sido importante.
Todo encajaba demasiado bien. Demasiado humano. Demasiado noble.
Bruce ya había visto máscaras antes. Algunas eran casi perfectas.
Bruce no había dormido. El nombre de Clark Kent seguía flotando en el aire, inútil, sin eco.
Los monitores seguían encendidos, parpadeando con fragmentos de información que no terminaban de encajar del todo. Las búsquedas cruzadas se superponían como espectros sin rostro: nombres que no existían, coordenadas que no llevaban a ninguna parte, registros que nunca fueron creados.
Y una constante: Clark Kent no estaba en ningún lado.
Ni en Kansas.
Ni en Metrópolis.
Ni en ningún maldito rincón de la tierra.
Bruce apoyó los dedos en el teclado. Su cuerpo estaba agotado, pero su mente seguía afilada como una cuchilla. Volvió a repasar lo que
sabía:
Vuelo. Fuerza sobrehumana.
Resistencia física absoluta.
Visión térmica. Audición extendida.
Superman habla su idioma… con un marcado acento del medio oeste.
Bruce amplió la búsqueda. Tal vez el nombre era falso. Tal vez no era
Clark Kent, pero alguien, en algún lugar, debía haberlo conocido. Primero aborda Smallville, Kansas, el supuesto punto de partida.
Verificó registros escolares, médicos, censales. Escaneó las bases de datos de clínicas rurales, hospitales, archivos parroquiales, estaciones de policía. Cada mención al apellido Kent era seguida por un análisis de ADN, historial financiero, datos satelitales de la propiedad.
Martha y Jonathan Kent existían, y aún vivían en una granja al borde del embargo. Un matrimonio sin hijos. Ninguna adopción registrada. Ningún certificado de nacimiento. Ningún niño había caído del espacio exterior.
Ningún testigo rural que haya declarado sobre un milagro caído del cielo. Ningún auto sospechoso, ningún accidente, ningún archivo sellado. Solo tierra, maíz, y años de rutina.
Luego fue el turno de Metrópolis.
Bruce tecleó: Daily Planet. Sabía claramente que el edificio existía, el periódico también. El mismo había sido entrevistado incontables veces como Bruce Wayne. Pero no había rastro de Clark Kent en su plantilla.
Ni como pasante.
Ni como columnista freelance.
Ni siquiera como visitante.
Buscó a quienes, según fragmentos vagos del testimonio de Superman, debían estar allí.
Perry White. Editor en jefe. Vivo. Trabajando.
Lois Lane. Corresponsal estrella. Artículos premiados. Cero vínculos con Clark Kent. Lane también había perdido varias nominaciones al Pulitzer.
Jimmy Olsen. Fotógrafo en actividad. Presencia habitual en redes sociales, sin conexiones registradas. Cat Grant. Ron Troupe. Steve Lombard. Todos existían. Ninguno lo conocía.
Revisó fotos de archivo, artículos de fondo, cámaras de seguridad de los últimos diez años. Rastreó cada evento público, cada conferencia de prensa, cada imagen con metadatos de ubicación. Usó reconocimiento facial inverso en todo el archivo digitalizado del Planet. Nada. Clark Kent no figuraba en ninguna parte, era como si jamás hubiera pisado esa redacción. Como si, en esta Tierra, nunca hubiera existido.
Pero Bruce no se detuvo ahí. Intentó tecleando Justice Gang en su motor de búsqueda cifrado, y aunque reticente, también intento con Superman. Ninguno de los dos nombres arrojó resultados. Ni como héroe, ni como amenaza, ni como teoría de la conspiración.
Foros conspiranoicos: vacíos.
Testimonios de abducciones: nada.
Fenómenos inexplicables vinculados a un hombre volador: silencio absoluto.
En esta realidad, no existía ninguna figura pública con sus habilidades, su símbolo o su historia.
Ni ovnis. Ni naves. Ni estrellas fugaces entre 1980 y 1990. Ni siquiera fotos borrosas de un salvador con capa. Nada. El silencio era absoluto. Un vacío meticulosamente inexplicable.
Bruce se reclinó levemente. No pestañeaba. La pantalla frente a él seguía proyectando líneas de búsqueda fallidas, datos sin dueño, identidades que nunca se formaron. Clark no mentía. No del todo.
“No soy humano. Nací en otro planeta.”
Eso lo había dicho sin drama ni espectáculo. Como quien enuncia un dato biológico, algo evidente. Bruce le creyó. No porque fuera confiable, sino porque no tenía otra opción.
Y porque, si era cierto, todo lo demás tenía aún menos sentido. Bruce llegó a la única respuesta que podía explicar la ausencia de Clark Kent en la Tierra.
Los archivos astronómicos eran claros. Los telescopios orbitales de esta Tierra llevaban décadas registrando el cielo. Los datos sobre el sistema Rao y su planeta interior estaban disponibles, al menos para quienes sabían cómo desencriptar los servidores del gobierno.
Krypton.
Encontró los informes, uno tras otro. Fríos, clínicos. Verdades sin emociones. Pero no estaban en bases astronómicas públicas. No en la NASA. No en observatorios internacionales.
Los encontró enterrados en los servidores negros del Pentágono. No bajo la categoría de “vida inteligente”, ni siquiera como amenaza. Estaban clasificados como anomalías gravitacionales constantes. Bruce tardó exactamente once minutos en romper el cifrado.
¿Por qué el Pentágono ocultaría está información? Porque hacía más de treinta años que ciertos patrones de órbita no coincidían con lo proyectado. Porque un planeta con ese tamaño y firma térmica debería haber explotado… y no lo hizo. Porque la única respuesta lógica era que la información estaba mal… o que alguien la había corregido en silencio.
Los satélites militares no miran el cielo buscando belleza. Miran buscando amenazas.
Y Krypton, ese punto brillante e intacto que no desapareció como decían las leyendas, era, por definición, una amenaza sin contexto.
Bruce no lo encontró por casualidad. Lo encontró porque fue el único lo bastante paranoico como para mirar ahí. Y lo bastante meticuloso como para entender lo que estaba viendo. Bruce encontró los demás informes. Todos coincidían:
Exploración fallida.
Sin actividad bélica.
Avanzado tecnológicamente, pero pacífico.
Vivo. Entero.
No había explotado.
El cursor parpadeó sobre la pantalla como una pregunta muda. Bruce se quedó inmóvil. Krypton nunca había sido destruido. Lo que significaba que Kal-El, hijo de Jor-El y Lara, nunca fue enviado a la Tierra.
Por lo tanto, Clark Kent nunca fue criado en Smallville. Nadie creció como humano, nadie se convirtió en
Superman.
Bruce dejó caer esa conclusión como una piedra en un pozo seco. No produjo reacción. Ni en su memoria ni en sus bases de datos. Clark estaba de pie frente a la consola, sin tocar nada. Esperaba. Bruce bajó la mirada lentamente, antes de hablar:
—No hay registro de ti —dijo, sin cambiar el tono—. Y eso no es lo más extraño.
Clark alzó la vista, expectante.
—Lo raro es que... si existieras, deberías estar en todas partes. No puedes esconderte si puedes volar. Si puedes hacer lo que haces. No hay forma de pasar desapercibido. No en este mundo. Ni en ninguno.
Clark asintió. Pero no con resignación, sino con tristeza.
—Tu planeta está vivo —dijo finalmente, girándose para mirarlo—. Krypton. Nunca colapsó. En esta realidad…
sigue ahí.
Bruce volvió la vista a la pantalla. Los datos comenzaron a fluir. Mapas tridimensionales, registros térmicos, ondas de distorsión detectadas en los últimos días.