V
28 de septiembre de 2025, 14:45
La habitación donde Batman lo había dejado era amplia y fría. Clark permaneció en la habitación, se repitió que realmente no tenía otra opción, su plan es cooperar en todo lo que pueda, a falta de un mejor plan de acción. Clark no sabía cuánto tiempo había pasado desde que amaneció y se echó a dormir sobre una cama demasiado pequeña para su cuerpo. Fue incómodo, pero soportable, el colchón estaba cubierto por una sábana y el estado aunque viejo era mejor que las frías maderas, al despertar notó que había dejado de llover, la luz era distinta. Más dorada, más definida. El papel tapiz de las paredes, alguna vez elegante, colgaba en jirones, y los rayos del sol se filtraban con dificultad a través de los cristales sucios, tiñendo el suelo de madera con una luz apagada. El polvo flotaba en el aire con una lentitud que parecía deliberada, como si incluso el tiempo se negara a avanzar del todo en esas cuatro paredes.
Oficialmente, estaba comenzando un nuevo día lejos de su mundo. Pero todo parecía un poco fuera de lugar. Lo que conocía, la luz, el aire, incluso la manera en que el sol entraba por la ventana, seguía ahí familiar, pero no del todo, y eso quizás sea debido a que esté siendo paranoico. Como si las cosas se hubieran desplazado apenas unos centímetros, como si alguien hubiera intentado replicar su mundo desde el recuerdo. ¿Por qué todo lo que conocía parecía doblarse apenas, como una fotografía mojada que alguien hubiese intentado secar con apuro?
No tenía con qué medir el paso de las horas, ni su reloj ni su comunicador con Terrific funcionaban desde que llegó, no tenía acceso a internet, ni a ningún dispositivo electrónico. Y aunque todavía le molestaba un poco que Terrific le hubiera puesto un rastreador en la sangre, sin siquiera preguntarle, por supuesto, no podía quejarse demasiado: esa pequeña traición de confianza le había salvado la vida cuando quedó atrapado en una dimensión de bolsillo. Su rastro se había perdido al cruzar aquel portal, pero el chip siguió emitiendo hasta que el rastro se desvaneció. Gracias a eso, Terrific lo encontró.
—¿Ves por qué lo hago? —le había dicho entonces, con una sonrisa satisfecha que Clark quiso borrarle a zambullidas en el océano más cercano.
Ahora, no sabía si el rastreador seguía funcionando… ni si Terrific también había caído en otro mundo. Lo último que recordaba era la distorsión absoluta. Tal vez estaban atrapados en realidades distintas.
Tampoco se atrevía a pedir algo para conectarse a internet. Solo había conseguido leer algunos ejemplares del Gotham Gazette. Eso fue lo máximo que pudo conocer de este mundo hasta ahora, y aunque las noticias se repetían entre crímenes y escándalos, había un titular que llamó especialmente su atención: el asesinato de Simon Stagg, un empresario poderoso, y la sorprendente acusación contra Bruce Wayne como principal sospechoso, era simplemente ridículo lo diferente que se veía de su mundo. Y se preguntaba qué otras diferencias significativas había entre este universo y el suyo.
Clark tenía tantas preguntas. Necesitaba saber más sobre este lugar, quería entender más, quería investigar. Comprender este mundo. Quería entender cómo funcionaba, si había otros como él. Si algo aquí podía ayudarle a comprender por qué su cuerpo seguía reaccionando con tanta fuerza a la idea de quedarse aquí.
Y el por qué Batman no decía nada al respecto de su conexión. Por supuesto, él mismo tampoco la había mencionado aún, así que no era justo esperar que lo hiciera el otro justiciero. Pero eso no significaba que disfrutara de ese silencio táctico. Batman ignoraba por completo la tensión que flotaba entre ambos, como si no existiera, como si no la sintiera. Y tal vez no la sentía porque se esforzaba en no hacerlo, Clark notó sin embargo cada reacción que tuvo el vigilante al verlo, no era ajeno a lo que estaba burbujeando entre ellos. No del todo. Pero para él, Clark no era más que un extraño: alguien sin rostro, sin historia, que apareció de la nada en su ciudad con poderes imposibles y demasiadas preguntas.
Claramente las almas gemelas son extraños hasta que se reconocen mutuamente, Clark lo comprende, y sobre todo entiende que su unión no se dio de la mejor manera.
Ya había una exigencia respecto a su situación de incertidumbre interdimensional, agregar más capas aunque fuera necesario sería crear un muro entre ambos. Si algo había captado de la personalidad de Batman, era que no estaba dispuesto a que los demás, ni que las circunstancias, trazaran su destino.
Clark no sabía si era indiferencia, desconfianza o algo más profundo, pero esa ausencia total de reconocimiento hacía que la necesidad de respuestas fuera aún más urgente.
Clark sabía que tenía la fuerza y las habilidades para tomar lo que necesitara, sin restricciones ni permiso. Podría acceder a cualquier información o dispositivo con facilidad si se lo proponía. Pero hacerlo significa traspasar un límite que él mismo se había impuesto desde siempre. Hacerlo sería mostrarse como lo que no quería ser: un intruso poderoso, un peligro inamovible.
Eso no solo validaría las mentiras que Luthor había difundido durante años, sino que las convertiría en una verdad. Actuar por la fuerza, imponer su voluntad, sería cruzar esa línea que siempre juró no cruzar. Sería convertirse, finalmente, en el monstruo que Luthor aseguraba que era.
Eso era lo más difícil. No sus poderes, ni equilibrar su vida como Clark Kent. Sino la certeza de que, en mundos como este, su existencia podía leerse como una amenaza. Porque Luthor había construido un argumento sólido, brillante, cargado de miedo:"Un dios entre hombres, que no rinde cuentas ante nadie." Había sembrado esa imagen en cada rincón de su mundo, y ahora, incluso aquí, en este mundo nuevo, sin Luthor odiándolo por qué nunca hubo un Superman al que odiar… el eco de su discurso seguía siendo real. Y Clark no estaba dispuesto a darle la razón. Ni siquiera en su ausencia.
Ser alguien que impone su voluntad solo porque puede no encaja con quién es. Y no quería que Batman lo viera como una amenaza, no quería parecer el tipo de hombre que hace las cosas a la fuerza. Quería ganarse la confianza del caballo oscuro, no imponer miedo.
Así que, aunque fuera más fácil tomar lo que necesitaba y buscar respuestas rápidas, decidió que sería mejor esperar, aprender, y confiar en que las respuestas llegarían a su tiempo.
Porque ser fuerte no significa aprovecharse de eso, Clark lo ha tenido claro desde muy temprano en la vida, y está agradecido con su forma de ver el mundo, y también como se ha adaptado a él.
Y aunque podía haber salido por su cuenta, usar sus poderes, volar por encima de la ciudad o simplemente atravesar las paredes si era necesario, no lo hizo. No porque no pudiera. Sino porque no quería que su poder hablara por él.
Así que optó por lo que sí podía hacer sin transgredir nada gravemente. Se acercó a una de las ventanas de la mansión. Estaba cerrada. A su alrededor, el lugar se mantenía frío, sólido, silencioso. Clark entrecerró los ojos, respiró hondo y activó su visión de rayos X.
No para espiar o invadir, no para fisgonear sin respeto. Sino para mirar más allá de lo que sus ojos podían alcanzar. Estudió primero los pasillos vacíos de la mansión a través de las paredes, los pisos superiores cubiertos de polvo, los muebles abandonados, los recuerdos atrapados en los objetos. Luego, lentamente, fue más allá. Atravesó las paredes, los muros gruesos de piedra, y su visión se extendió hacia afuera, hasta alcanzar el perímetro irregular de la ciudad.
Vio los callejones, las estructuras oxidadas, el cemento rasgado por el paso del tiempo. Edificios vacíos, torres inclinadas, caminos inundados. No era una ciudad ajena a la oscuridad, no era tan distinta a su Gotham incluso con el comienzo del ascenso del sol sobre las nubes grises. Reconocía Gotham. No exactamente igual a la que conocía, pero lo suficiente como para entender dónde estaba. Aunque había algo que no encajaba.
Hasta que llegó a los límites y lo notó. La diferencia era sutil pero evidente: No había carteles. No había advertencias.
En su mundo, bastaba con acercarse a los bordes para verlos: letreros enormes que prohibían la entrada a la meta-humanidad, alertas visuales que delimitaban territorios, Imágenes oficiales, frías y amenazantes, recordatorios permanentes de que “los otros” no eran bienvenidos.
Pero aquí… nada.
No había señal de ellos.
Clark no se culpa realmente de no haberlo notado cuando se habían alejado de la ciudad en motocicleta, estaba más concentrado en el hombre conduciendo y en donde apoyar las manos para ser honesto.
Clark parpadeó, confundido. ¿Significaba eso que Gotham aceptaba a los metahumanos? La idea le pareció ridícula. No por prejuicio, sino por lo que sabía: Gotham era Gotham. En cualquier versión del multiverso, una ciudad así no abrazaría tan fácilmente a quienes no podía controlar.
¿Cómo era posible que no existieran esas advertencias? Le parecía absurdo pensar que esta ciudad, de todas, aceptara abiertamente a personas con habilidades como las suyas.
Y sin embargo, no había señales de rechazo.
Tampoco de bienvenida.
Clark recuerda los artículos que leyó, recuerda la ausencia, y algo hizo clic. En el artículo de bioterrorismo no había mención de Hiedra Venenosa como tal, se habló de su identidad civil, se evitó en todo caso, el gen o la mutación que le dio sus poderes. Poderes que aunque ridículo, quizás no haya obtenido. Harvey Dent era Dos Caras, el pobre hombre había sido atacado con ácido y los lunáticos del asilo Arkham solo eran eso, criminales peligrosos, pero humanos.
Clark pensó en lo que parecía tener sentido, tal vez, en este mundo los metahumanos existían, pero nunca habían salido a la luz. Tal vez vivían ocultos, escondiendo lo que eran, pasando desapercibidos. Tal vez sus habilidades despertaban de forma esporádica, incontrolable, y las autoridades preferían suprimir cualquier mención, cualquier prueba. O tal vez hubo un punto de quiebre, una especie de revolución, algo que los empujó a mostrar lo que eran… pero no fueron recibidos como esperaban. Tal vez fueron temidos. Rechazados. Aislados. Y por eso ahora, simplemente, se mantenían en silencio.
Otra posibilidad era que alguien —o algo— los estuviera buscando activamente. No solo para silenciarlos, sino para erradicarlos. Un gobierno en la sombra. Una organización secreta. Clark pensó en Amanda Waller, o en una versión de ella aún más despiadada. Si alguien como ella existía en este mundo, no era difícil imaginar una red de control absoluto, con registros ocultos, prisiones clandestinas y un cerco tan perfecto que ni siquiera él pudiera notarlo. ¿Y si eran cazados? ¿Y si esa era la razón por la que no había señales visibles, ni siquiera menciones? No por aceptación, sino por miedo.
También cabía la posibilidad de que nunca hubieran existido. Que el gen metahumano, tal como lo conocía, no se hubiera desarrollado aquí. Que este mundo jamás hubiera visto nacer a alguien como Barry, Diana, Arthur. Que la naturaleza aquí funcionara de forma diferente. Un multiverso sin milagros. O tal vez, aún le faltaban siglos a este mundo para que ese gen despierte en sus sociedades.
O quizá existían, pero estaban restringidos a zonas específicas, controladas, monitoreadas por las autoridades, reducidos a un puñado de excepciones clasificadas y archivadas, como sujetos de laboratorio. O tenían su propio territorio, segregados, o en una utopía de magia y seres míticos. ¿Existían aquí también Atlantis y Themyscira?
Si Krypton estaba vivo en este universo —y no solo vivo, sino aparentemente intacto—, cualquier locura que pudiera imaginar era plausible. Lo imposible ya no era una barrera, aunque Clark reconoce que está siendo demasiado fatalista. ¿Qué posibilidad había de que fuera por una mala razón? Más aún considerando el ardor en su hombro.
Y Batman… Batman no parecía sorprendido por su existencia. No lo trataba como una aberración, ni como un mito, sino como un descubrimiento más. Había encontrado los archivos clasificados del Pentágono. Y si había encontrado eso, nada le impedía conocer también todo lo relacionado con los metahumanos, corrían los rumores de que Batman estaba bien informado sobre todos los campos culturales, incluso aquellos más oscuros y misteriosos, y quizás este Batman lo esté también. Tal vez ya sabía más de lo que Clark podía imaginar, y necesitaban tanta ayuda como fuera necesario.
Clark respiró hondo. Estaba empezando a sonar paranoico incluso para sí mismo. Tal vez esto podía resolverse tan sencillamente como… preguntándole a Batman.
Claro que eso suponía que Batman quisiera responder.
Y si eso no era lo más extraordinario o aterrador que le había ocurrido en el último año, entonces quizá debía sentirse agradecido. Después de todo, al parecer, había encontrado a su alma gemela.
Tampoco sabía con certeza cómo funcionaban los vínculos en este mundo. Si significaban lo mismo, aunque su cuerpo lo sentía, esa atracción inexplicable, esa familiaridad que lo desarmaba.
Clark hizo una mueca y bajó la cabeza, agotado. No físicamente: ese tipo de fatiga era sencilla de resolver. Era otro tipo de cansancio, más profundo, más persistente. La clase que nace cuando no se pertenece, uno que ni mil soles amarillos podrían mitigar. Porque él no era parte de este mundo. No tenía una identidad, ni un registro, ni un nombre válido. Nadie había inscrito su nacimiento. Nadie lo había adoptado. Para este universo, simplemente no existía.
Era un visitante sin pasado. Lo más parecido a un fantasma.
Y los fantasmas no hacen planes. Clark trata de recordar ese hecho constantemente, hay un mundo entero que lo necesita. Pero B… resulta estar aquí.
Pensó, sin mucha convicción, en qué haría a partir de ahora. ¿Podía siquiera quedarse? ¿Tenía sentido intentarlo? Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas, y dejó que su frente descansara un momento en la palma de su mano.
Fue entonces cuando lo oyó.
Primero el crujido de la madera, un ruido breve, seco, en el pasillo. Luego, pasos apresurados. Y, por último, ese sonido que, sin darse cuenta, había estado escuchando desde hacía horas: el latido del corazón de Batman.
No supo en qué momento su oído se había afinado a ese ritmo particular. Tal vez había sido durante el interrogatorio, cuando el silencio llenaba los espacios entre preguntas. O durante las caminatas por la estación, mientras Batman evitaba hablar. El caso era que ahora podía distinguirlo de cualquier otro.
Y ese latido… había cambiado.
Dio un vuelco. No por miedo. No por esfuerzo físico. Por otra cosa. Una alteración breve, involuntaria. Como si algo lo hubiese sacudido desde dentro.
Clark abrió la puerta con suavidad, aún sintiendo el eco de las preguntas que se agolpaban en su cabeza, cuando lo vio, tomó una bocanada de aire y se acercó.
Bruce estaba de pie al final del pasillo, con una mochila colgada al hombro que Clark no había visto antes. Llevaba una camiseta oscura y un pantalón de chándal gris que no parecían haber sido usados en años, pero que ahora le daban una apariencia casi común. Una mascarilla negra cubría la mitad inferior de su rostro, y el cabello, enmarañado, desordenado, más largo de lo que había notado antes, le caía parcialmente sobre los ojos. Aun así, nada lograba suavizar la intensidad de su mirada. Los ojos seguían oscuros, tan oscuros como cuando lo había enfrentado en las escaleras.
Clark reaccionó por reflejo y atrapó la mochila en el aire antes de que tocara el suelo.
—Hay ropa y otras cosas que quizás te sirvan —dijo Bruce sin mirarlo, sin detenerse del todo—. Adapté el tercer piso para que tuviera red eléctrica y agua corriente. Una de las habitaciones está equipada. Tendrás privacidad, comodidad si te esfuerzas.
Clark lo siguió en silencio, la mochila colgando de su mano como si no pesara nada. Observaba su espalda recta, los hombros cargados de tensión, Clark sintió que las palabras le subían por la garganta, urgentes.
No podía esperar más.
—¿Existen metahumanos en este mundo?
La pregunta cortó el aire, clara, directa. Sin rodeos.
Bruce se detuvo al instante.
El pasillo quedó en silencio, solo interrumpido por el zumbido leve de la electricidad y el golpeteo lejano de una tubería vieja. Clark observó cómo la espalda del hombre se tensaba aún más, si acaso era posible. No se giró de inmediato. No respondió.
Y sin embargo, el silencio fue una respuesta en sí misma.
No se giró del todo, pero se volvió lo suficiente como para que Clark alcanzara a ver el leve movimiento de su mandíbula, apretándose detrás del tapabocas. Un tic involuntario, casi imperceptible.
—¿Por qué preguntas eso?
—Porque no hay señales. Ninguna —respondió Clark, deteniéndose también—. Ningún cartel, ninguna advertencia, ningún rastro. Incluso en los periódicos, una ausencia casi meticulosa. En mi mundo, la existencia de alguien como yo es visible desde kilómetros, tú mismo lo dijiste. Algo difícil de ignorar, en cualquier mundo. En mi mundo las personas con habilidades están marcadas en las fronteras, en mapas, en leyes. Pero aquí… es como si nunca hubieran existido. O como si alguien se hubiera asegurado de borrar hasta el último indicio.
Bruce le sostuvo con la mirada un par de segundos, sin decir nada. Y luego, simplemente, retomó el paso. No rápido, pero lo bastante para obligar a Clark a seguirlo.
—Existen —dijo por fin—. Pero no como imaginas.
—¿Se esconden? —insistió Clark, acortando la distancia—. ¿Los obligan a hacerlo? ¿Los clasifican? ¿Hubo una revolución? ¿Un pacto de silencio?
Su voz salió más intensa de lo que pretendía. No era enojo. Era urgencia y mucha necesidad, Clark estaba cansado de tantear en la oscuridad.
Bruce no respondió de inmediato y no se detuvo.
—A veces —dijo al cabo—, los poderes aparecen sin aviso. Un accidente genético. Un experimento fallido. Una casualidad cósmica. Y cuando eso pasa, los gobiernos hacen lo que siempre hacen: documentan, contienen, eliminan. Algunos nacen así. Otros los desarrollan. Pero para el sistema, todos son anomalías. Amenazas. Variables que no se pueden predecir.
Clark lo seguía, pero no por obediencia. Lo hacía porque necesitaba saber a qué mundo había llegado y lo que estaba escuchando no le gustaba.
—¿Y la gente, la población de cada parte del planeta? —preguntó Clark, más alto que antes—. ¿Qué hace con eso?
Bruce apenas se encogió de hombros.
—Teme. Y olvida. O finge olvidar.
Clark apretó los labios. No era una sorpresa llegar a este punto sin retorno. Pero oírlo así, sin rodeos, lo golpeó de otra forma.
—Amanda Waller existe en este mundo, ¿verdad?
Esta vez Bruce sí se detuvo. No se giró del todo, pero el ángulo de su cuerpo cambió lo justo como para dejar claro que la pregunta lo había alcanzado, y aunque la mitad de su rostro seguía cubierto, los ojos bastaron.
—No es un nombre que deberías conocer —dijo, sin elevar la voz.
Clark sostuvo su mirada sin retroceder.
—No debería saber muchas cosas. Pero las sé. Y ahora estoy aquí —hizo una pausa, como si el mero acto de decirlo en voz alta afianzara su sospecha—. Y no puedo dejar de ver los indicios. Si ella está aquí, si opera con el mismo objetivo de orden público como en mi mundo, entonces los metahumanos no están ausentes. Quizás están escondidos. O detenidos. O siendo juzgados —Clark suspiró y frunció el entrecejo—, nunca comprendí su necesidad de ponerle freno a los superhéroes. Hacemos lo que hacemos para hacer el bien, aceptamos el juicio, lo entendemos. Pero no somos amenazas.
Bruce giró apenas el rostro, lo suficiente para que Clark viera los ojos azules entre la sombra negra que manchaba sus ojos.
—No es tu problema.
Clark parpadeó.
—¿Perdón?
—Estás aquí por accidente —replicó Bruce, más seco ahora—. Un error en la física, en el multiverso, en lo que sea. Tu presencia es temporal. Ni siquiera sabemos cómo llegaste, y mucho menos cómo vas a volver. Lo que pase en este mundo... no es tu guerra.
Clark sostuvo la mirada, con más cautela que enojo.
—Entonces, ¿es una guerra?
Clark sostuvo la mirada, sin rabia, sin desafío, pero con la clase de firmeza que no necesita elevar la voz para hacerse sentir. El silencio de Bruce fue lo bastante largo como para ser una respuesta.
—No te estoy echando —dijo al fin, más bajo—. Solo te estoy recordando que esto es algo que ni siquiera yo puedo resolver.
Clark bajó ligeramente la mirada, solo un segundo.
—Tampoco puedo fingir que no veo lo que está mal. Ni ignorar si hay alguien allá afuera que necesita ayuda —Clark hizo una pausa. Su mirada se mantuvo firme, pero no desafiante—. No sería la primera vez que intervengo en una guerra.
Bruce lo observó sin parpadear. Por un instante, sus ojos se entrecierran, como si evaluara la mejor forma de responder a esa información. Se le notaba a Bruce el impulso de diseccionar cada palabra con precisión. Pero lo que emergió fue otra cosa.
—¿Así que ahora Superman también colecciona conflictos geopolíticos?
No lo dijo con desdén, ni con humor. Fue apenas un hilo de voz irónica, una burla casi ausente, como quien se ríe para no admitir que algo lo ha tocado. La mano de Bruce se cerró un poco más en el pasamanos de la escalera.
Clark entrecerró los ojos ante la mención de su nombre de héroe y esbozó una sonrisa que no llegó a los ojos. Era la clase de gesto que había perfeccionado en entrevistas incómodas, cuando quería parecer más humano de lo que se sentía. Se parecía demasiado a aquella entrevista con Lois, de cuando su relación se fue al garete. Excepto, claro, por la parte de "supermierda".
—No —dijo simplemente. Y le sostuvo la mirada con la calma inquebrantable de quien ha tomado una decisión—. Solo me importa la gente. Y hacer lo correcto.
Bruce desvió la vista apenas, como si ese tipo de respuesta le produjera una incomodidad más visceral que cualquier amenaza. Bruce no está en desacuerdo con Clark, en realidad no.
—¿Y a quién le pediste permiso para interferir en una guerra? —preguntó, con un filo bajo y seco, como quien clava una aguja sin previo aviso.
Clark no pestañeó.
—A nadie.
Y la forma en que lo dijo no fue arrogante ni heroica, solo había sinceridad. Bruce no se movió, pero su voz cambió, había perdido la ironía y ganado reproche.
—Interferiste en un conflicto bélico sin el permiso de nadie. Ni siquiera del país dónde creciste. Comprendo que tu papel puede ser global pero, tu crianza fue Kansas y tu base de operaciones Metrópolis. ¿Te has detenido a pensar cómo se vio eso desde afuera? ¿Qué pensaron las naciones involucradas? —su mirada trataba de ser dura como un juicio, lo suficiente para convencer a Clark—. Eso suena exactamente a lo que haría Estados Unidos. Pero Superman no es Estados Unidos. ¿O sí?
Clark se mantuvo firme, pero ya no sonreía.
—No representaba a ningún gobierno —respondió con calma, ya había pasado por esta discusión antes y podía no estallar por eso ahora—. Solo a mí mismo.
—¿Y eso te parece suficiente?
—No —admitió—. No sé trata de que sea suficiente. Se trataba de que era necesario.
Bruce dio un paso más cerca. La sombra del murciélago caía y parecía ensombrecer el espacio entre ellos.
—¿Y quién decide qué es necesario, Clark? —preguntó, con tranquilidad—. ¿Superman? ¿Un alienígena con poderes ilimitados, sin supervisión, que no respondía a ninguna autoridad, operando en suelo extranjero, en un conflicto que seguramente no entendías del todo?
Las palabras de Bruce ya no eran solo lógicas, y continúo con su razonamiento:
—No necesito conocer los detalles de ese conflicto para saber que fue una mala decisión. Y tampoco necesitas entender a fondo este mundo para saber que repetirlo aquí sería igual de peligroso.
Clark apretó la mandíbula. No alzó la voz, pero en sus palabras había una firmeza que no necesitaba volumen para hacerse respetar.
—Vi a la gente de ambas naciones morir —dijo, despacio—. Vi niños que no sabían por qué sus casas estaban en ruinas. No necesitaba entender la política para saber que nadie merecía vivir eso.
Bruce negó apenas con la cabeza. Tenía que convencer a Clark de no intervenir, de mantenerse al margen, aunque eso lo hiciera ver como un cínico o algo peor. No se sentía mejor por lo que iba a decir.
—Lo viste todo desde arriba. Desde el cielo. Pero desde ahí, todo parece más fácil. Blanco o negro. Bien o mal —hizo una pausa breve, sin mirarlo—. Y el mundo no funciona así. Pero el tuyo… el tuyo tiene suerte de tenerte.
Clark dio un paso adelante, decidido. No pensaba retroceder. Eso debería haber irritado a Bruce, pero su lenguaje corporal decía otra cosa. Y eso lo delataba. No era condescendencia: era duda. Estaba tratando de ganar tiempo, de enredarlo. Clark sabía que Bruce no creía del todo en sus propias palabras, al menos no cuando se trataba de juzgarlo por el conflicto de Boravia y Jarhanpur. Su corazón lo contradecía. Y si esa última frase no logró robarle una sonrisa a Clark, entonces sería él quien no estaba diciendo toda la verdad.
—Lo sé —respondió Clark, tranquilo—. Sé que no llegué aquí para imponer una solución. No vine a salvar un planeta que no me pidió ayuda.
Se detuvo un instante, buscando las palabras justas. No era el momento adecuado para hablar de su marca de alma, lo que en realidad sospechaba era el motivo principal de su presencia aquí.
—Pero no puedo quedarme de brazos cruzados si veo injusticia. No importa en qué mundo esté.
Bruce lo miró durante unos segundos, como si intentara decidir si admirarlo… o temer por la integridad de Clark Kent. Bruce lo miraba como si quisiera encontrar una grieta en esa convicción de acero. Como si necesitara desesperadamente una razón para seguir creyendo que Clark podría ser peligroso. Y que su presencia no le revolvía algo que se negaba a nombrar.
Pero no la encontró y esa, quizás, fue su mayor frustración.
El silencio fue breve, pero denso. Bruce volvió a moverse, con ese andar que parecía más un cálculo que un movimiento. Al llegar al pie de la escalera, se detuvo de nuevo. No lo miró esta vez.
—Tercer piso. La habitación del fondo. Tiene cerradura.
Clark se quedó donde estaba, la mochila colgando de un brazo, con la certeza creciente de que acababa de tocar un nervio expuesto. Uno que Batman prefería dejar en silencio.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Clark, más suave, solo subiendo los escalones, uno tras otro, hasta que la figura de B desapareció por completo entre la sombra del piso superior. Clark se quedó quieto un momento.
Bruce quería darle un puñetazo, no porque lo mereciera, sino porque Clark no lo entendería. No podía. No todavía.
Contestó antes de que su voz se perdiera.
—Comienza a ponerte cómodo Kent. Parece que vas a quedarte por un tiempo.
Clark no conocía las líneas finas entre amenaza y sobrevivencia que Bruce atravesó durante toda su vida. No entendía lo que implicaba que alguien como él —tan visible, tan imposible de esconder— estuviera suelto en una ciudad que había aprendido a cazar todo lo que no podía controlar.
Bruce no estaba tratando de apartarlo por ego, ni por cinismo. Estaba conteniéndolo, protegiendo a Clark de su propio poder. Manteniéndolo fuera del radar. La primera noche que lo vio en Arkham, ni siquiera supo qué pensar. Sabía que era parte de la meta-humanidad, eso era evidente. Pero no había visto uno en años, no desde el gran golpe. Desde que el Salón de la Justicia se convirtió en el Salón del Orden.
Pero ahora... ahora la verdad era mucho más complicada. Superman no era solo un metahumano. Era un alienígena de otro planeta Tierra.
Y eso lo cambiaba todo.
Porque si Amanda Waller descubría que un ser como él, venido de otro universo, con habilidades tan vastas como inexplicables, estaba viviendo en Gotham, sin registro, sin control… No lo cazarían. Lo desarmarían desde adentro. Lo romperían. Lo usarían. Y lo harían con la aprobación de todo el sistema.
Por alguna razón —quizás conveniencia, quizás cálculo frío— Amanda Waller aún permitía que ciertos vigilantes operaran. Humanos. Mortales. Contenidos dentro de parámetros que ella aún podía tolerar… o eliminar si se volvía necesario.
Batman. Green Arrow. Catwoman. Lex Luthor. Figuras conocidas. Todos humanos. Todos imperfectos, pero predecibles a los ojos de Waller. Ninguno poseía habilidades más allá de su cuerpo, su tecnología, su entrenamiento o su voluntad inquebrantable. Eran herramientas útiles. O, en el peor de los casos, molestias manejables.
Bruce sabía que eso no se debía a indulgencia, ni a respeto, era estratégico. Porque lo humano todavía podía romperse. Todavía podía ser vigilado, contenido, neutralizado si se convertía en una amenaza.
Pero un ser como Superman…
Eso no sería tolerado. No sin collar. No sin jaula.
Y si algún día Waller descubría que Batman lo estaba protegiendo —que estaba encubriendo su presencia, escondiéndolo— no lo vería como una infracción.
Lo vería como una declaración de guerra.
Bruce sabía que todos ellos aún operaban como lo que quedaba de una resistencia: una red no oficial de sombras y códigos. Y que el único milagro que los mantenía en pie era su humanidad, una condición que podía dejar de protegerlos en cualquier momento.
Amanda Waller no era un fantasma en esta realidad. Era una institución, cuyo objetivo había iniciado para mantener a los superhéroes a raya. Tenía el poder absoluto sobre todo aquel que escapara a las leyes de lo humano, todos los convictos metapoderosos la conocieron cuando era simplemente la cara pública de la Agencia Soberanía. Ahora era la directora de algo más que programas: era el músculo político de un miedo global. La gente sabía de su existencia. Sabía lo suficiente para no preguntar demasiado. Los metahumanos no eran celebridades ni símbolos. Eran archivos. Eran amenazas potenciales. Y si no se mostraban en público, era porque no podían permitírselo.
Bruce se detuvo frente a la puerta cerrada de la habitación. No entró. Escuchó pasos aún en la escalera. Clark venía. Lo sabía.
Ese era el problema.
Clark volaba, maldición, podía congelar cosas con su aliento y derretir otras con sus ojos. Podía escuchar las conversaciones a través de las paredes si eso deseaba. No necesitaba permisos ni tecnología. Y aún así... aún así preguntaba en cada oportunidad sus inquietudes.
Bruce apretó la mandíbula. No había tiempo para esa clase de hombre amable y bien intencionado, y aunque Clark pudiera ayudar a este mundo a salir del poder absoluto de Waller, no había garantías. Un metahumano sin entrenamiento era peligroso. Uno bien intencionado era aún peor.
Pero uno con poderes alienígenas, de otro universo, con la necesidad profunda de hacer el bien sin comprender los códigos de este mundo… Bruce realmente trató de persuadirlo allí. Se había intentado antes recuperar la justicia de entre las garras de Waller y su escuadrón suicida… Clark aquí es una bomba de relojería.
No porque fuera a estallar.
Sino porque Waller escuchaba los tic-tacs antes que nadie.
Y Bruce ya tenía suficientes cadáveres sobre la conciencia como para agregar otro por no actuar a tiempo. Waylon había sido el último y se arrepiente cada día por su pérdida.
Waylon Jones. Apodado Killer Croc. Para muchos, solo un monstruo. Una amenaza. Algo que debía encerrarse, contenerse o eliminarse. Pero Bruce siempre había visto algo más. Un hombre atacado por una condición cruel, por un sistema que lo rechazó desde niño, por un mundo que solo lo alimentó de miedo y odio.
Waylon había aprendido a hablar sin gruñir, a escuchar sin necesidad de morder. Había progresado. Lentamente, con esfuerzo, pero lo había hecho, y se esforzaba por encontrar su lugar entre los escombros de una ciudad que nunca lo quiso.
Bruce creía en él. Le ofreció ayuda, techo, estructura. Porque todos merecen una oportunidad de cambiar. De rehacerse. Incluso —sobre todo— aquellos que el mundo ya había condenado.
Pero cuando Waylon intentó huir del control estatal, dejar atrás las cadenas, las drogas supresoras, el estatus de “activo metahumano vigilado”, no lo dejaron llegar lejos.
Waller lo encontró primero.
Lo devolvieron en pedazos. Lo llamaron “fallo operativo” y lo enterraron sin nombre.
Clark no lo entendería. Y tal vez nunca lo haría, quizás volvería a su mundo porque otra fuerza misteriosa lo reclamaría. Pero Bruce no estaba construyendo distancia por desconfianza. La estaba construyendo como una muralla. Porque si lo tocaban, si lo veían, si lo etiquetaban… era cuestión de tiempo.
Y nadie —ni siquiera Batman— podía detener a Amanda Waller una vez que decidía que algo debía desaparecer.
Los pasos llegaron al descansillo. Bruce se alejó de la puerta antes de que Clark lo viera allí. Entró en la habitación contigua y cerró sin hacer ruido.
Bruce se llevó una mano al rostro y se quitó el tapabocas. Respiró hondo. El aire le raspaba los pulmones como si hubiese estado conteniendo más que la voz durante todo el día. No era solo cansancio físico. Era el peso constante de sostener un equilibrio cada vez más delgado.
Clark quería hacer lo correcto. Bruce lo veía en sus ojos. Esa insistencia en preguntar, en intervenir, en ofrecerse. Como si no comprendiera que a veces, lo correcto era quedarse quieto o esconderse.
Si el mundo supiera lo que él había llevado hasta allí, lo que había dejado entrar al abandonado orfanato Wayne, no lo perdonarían. No lo perdonarían jamás.
Y aun así… Bruce no se arrepentía.
Soltó el aire y se apartó de la pared. La habitación de Clark estaba al fondo. Segura. Con cerradura. Con doble aislamiento. Con líneas de seguridad que no había activado, pero que podía encender en un segundo si todo salía mal.
Pero deseaba, honestamente deseaba, que no hiciera falta. Solo necesitaba que Clark se mantuviera invisible. Solo un poco más. Hasta que pudiera encontrar una forma de devolverlo a casa. O una forma de protegerlo para siempre, sin que él lo supiera.
Clark era distinto a lo que conocía. Demasiado brillante en su ingenuidad, sí… pero también imparable en su voluntad. Si hubiera llegado bajo otras circunstancias, podrían haber sido aliados. Compañeros. Quizás incluso algo más.
Bruce no se permitió pensar mucho en eso último. No podía, no tenía sentido que lo hiciera o que sintiera eso.
Pero si Clark quería entender este mundo, si de verdad quería conocerlo, él se aseguraría de darle las herramientas para hacerlo. Lecturas. Archivos. Información. Bruce no le impediría buscar respuestas.
Solo le pediría que no se dejara ver. Que se quedara en las sombras un poco más, solo un poco más.
Apagó el monitor del panel portátil. Había dejado todo lo esencial activado, con sensores silenciosos, barridos de energía, alertas térmicas. Cualquier irrupción quedaría registrada. Nadie podía llegar allí sin que él lo supiera.
Y sin embargo, lo último que hizo fue mirar una vez más hacia la puerta cerrada, donde Clark seguramente exploraría lo que le dejó a disposición, más ropa —esta vez más grande—, algo de comida, en su mayoría enlatada, no debería de ser un gran conflicto si podía calentarse con su visión de calor, un par de libros que quizá pudieran interesarle, y un viejo reproductor de música con una playlist que Bruce había armado en su adolescencia.
Bruce se sentó al borde de la cama. Iba a leer algo, iba a revisar los sensores una vez más. Iba a mantenerse despierto como siempre, y en el silencio que quedó, pensó en Waylon. Ese error del pasado que aún ardía.
No cometería el mismo error dos veces.
Esta vez, haría lo necesario.
Incluso si nadie podía saberlo.
Pero el cuerpo de Bruce no obedeció.
Apenas tocó el colchón, se rindió.
Ni siquiera tuvo fuerzas para deshacer las sábanas y mantas, ni para apagar la luz tenue del cuarto. Cayó de lado, y el sueño lo arrastró sin resistencia. Estuvo dos días completos sin dormir, tomando demasiado café, tomando demasiadas decisiones y soportando demasiado peso.
Y aún así, en la última hebra de conciencia antes de apagarse, pensó en Clark. En cómo brillaba incluso cuando intentaba ocultarse. En lo imposible que sería seguir viéndolo como un extraño visitante.
Y en lo inevitable que sería perderlo.