ID de la obra: 679

A pesar de todo, eres tú

Slash
NC-17
En progreso
2
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Midi, escritos 109 páginas, 44.428 palabras, 9 capítulos
Descripción:
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VI

Ajustes de texto
Había cinco libros apilados sobre la mesita de luz, sus lomos gastados y disparejos. Clark pasó la yema de los dedos por el primero: El Conde de Montecristo, Alexandre Dumas. Un viejo compañero de viaje… o así quería llamarlo para sonar elocuente respecto a las novelas de aventuras del siglo XVIII. El segundo: Anábasis, de Jenofonte. Una fina capa de polvo parecía aferrarse a cada página. Lo volteó para leer la sinopsis; no era algo que él buscara por cuenta propia, pero Batman encajaba perfectamente con este tipo de lectura, como si también pudiera leer El Arte de la Guerra y era plausible, en realidad. El siguiente fue Tiempos difíciles, de Charles Dickens. Una historia que conocía de memoria y que tenía en su biblioteca personal, un pequeño librero en su apartamento que estaba comenzado a inclinarse por el peso de demasiados volúmenes. ¿Le había dejado B estos libros porque pensaba que eran de su estilo? ¿O simplemente porque, para B, eran lecturas que valían la pena? De cualquier forma, debía reconocerlo: tenía un gusto clásico. Al levantar a Dickens, encontró Yo, Robot, de Isaac Asimov. Clark lo había leído de adolescente, en una noche de insomnio interminable en la granja. Era un buen libro; probablemente empezaría por ese para matar el tiempo. Se dejó caer en la silla más cercana y abrió la primera página, dejándose arrastrar por las viejas historias de robots y dilemas humanos. Leyó apenas unos diez capítulos, mientras pasaba de línea en línea… y frunció el ceño. Las Tres Leyes no estaban como las recordaba. Con su memoria eidética, no podía equivocarse: las palabras eran distintas. Pasó algunas páginas más, incapaz de decidir si aquello era un simple error editorial o algo más dado al mundo en donde se encontraba. Tanto, que por un momento olvidó que quedaba un quinto libro en la pila. Cuando finalmente lo tomó, su mano se detuvo a mitad del movimiento. El último día de Rao, de Jordan Elliot. El título lo golpeó y durante un segundo, no respiró.

***

Bruce durmió profundamente cinco horas y en pleno día, sobresaltado por el terror del sueño, se despertó. Mordió una esquina de su camisa cerrando los ojos con fuerza, se cubrió los oídos con las manos y esperó unos instantes, a fin de averiguar si estaba completamente despierto y a salvo del miedo. Silencio; no se oían ya los clamores de un hombre muriendo, ni el chasquido seco de las balas atravesando carne. Tampoco el tintinear de las perlas cayendo y rodando por el pavimento manchado de sangre. Al darse cuenta de que estaba despierto, el corazón se le tranquilizó, pero sus ojos se negaban a permanecer cerrados. Al cabo de un momento la mente le empezaría a galopar, lo sabía. Notó con poco alivio que lo invadía una oleada de ira y no de miedo al abrir los ojos. Allí, vio a la figura frente a él. Clark. El periodista. El héroe. Brillaba a plena luz del día. Bruce se inclinó hacia adelante, desaliñado y pesado, con el cabello enmarañado apuntando en todas direcciones. La luz recortaba cada línea de su rostro, desnudo de sombra. Su mente, todavía aturdida, no alcanzaba la gravedad de lo que estaba revelando. Y, sin embargo, allí estaba, con su rostro totalmente expuesto. Clark parpadeó desconcertado. Permaneció inmóvil, el aire atrapado en su garganta. Cuando sintió el súbito ataque de timidez que lo sobresaltó, lo obligó a retroceder como si lo hubieran sorprendido haciendo algo ilegal. Sus labios se entreabrieron en un asombro silencioso. Y entonces lo comprendió: estaba mirando, por primera vez, el rostro de Batman. B se veía bien sin la máscara. Injustamente bien, a pesar de estar recién despierto y desaliñado por el sueño, con los ojos brillando en un estado lacrimoso. Bruce parpadeó lentamente, como si el movimiento le costara. Sus músculos, entumecidos por el sueño y el recuerdo, reaccionaron antes que su mente: los hombros se le tensaron, alzó el mentón y su cuerpo adoptó, casi de forma automática, la postura cerrada y alerta de combatiente. Sus manos buscaron el borde de la cama, anclándose, como si en cualquier segundo pudiera impulsarse hacia el granjero y taclearlo, o apartarlo de un manotazo.  —¿Qué estás haciendo aquí? —su voz salió áspera, baja, cargada de esa amenaza contenida. Clark pestañeó, sorprendido por la rapidez con la que la vulnerabilidad del momento se evaporaba. No quedaba rastro del hombre desaliñado y adormecido que había visto segundos antes; en su lugar estaba el vigilante, el depredador de la noche, incluso bajo la luz del día. Bruce no apartó la mirada. El ceño se le frunció apenas, intentando descifrar esa expresión fija en el rostro del otro. —¿Mi cara te dice algo? —preguntó al fin, con la voz grave, tensa, como si midiera cada palabra. Clark abrió la boca para responder, pero nada salió. Seguía atrapado en el instante, en los rasgos expuestos que no había imaginado así: la dureza de la mandíbula, la sombra incipiente de barba, los ojos azules casi grises que parecían sostenerlo en su sitio, brillantes por el sueño interrumpido, y el rostro manchado como si tuviera brea en lugar de lágrimas en sus mejillas.  —¿O es que me estabas observando mientras dormía? —añadió Bruce, esta vez con un filo en el tono, como quien busca poner a la otra persona a la defensiva. Clark parpadeó, intentando recuperar el control de su voz. —No… yo… —tragó saliva, desviando apenas la mirada—. No es lo que crees. Pero Bruce ya había vuelto a erguirse, una muralla izándose de sospecha. —Tu corazón se había acelerado —dijo Clark con torpeza, entrelazando las manos nerviosamente—. Pensé que… que podías estar en peligro… Vine tan rápido como escuché el cambio. Bruce frunció el ceño, cauteloso. No apartó la mirada; ya no había nada que perder. Aun así, la confesión le dejó una punzada incómoda en el pecho. Que el kriptoniano pudiera escuchar cosas que nadie más percibía no era ninguna sorpresa; lo perturbador era que lo hiciera con él. No había razón lógica para que centrara su atención en su latido en particular. Gotham estaba llena de sonidos, de gritos, de amenazas que requerían atención inmediata. Y, sin embargo, había elegido el suyo. El palpitar que, en una pesadilla, decidió acelerarse. Consecuencia —se dijo— de pasar la noche en la vieja mansión Wayne, intentando aclarar su propia mente. Era un gesto irracional… y, de algún modo, íntimo. Bruce lo pensó, demasiado íntimo.  —¿Por qué estabas escuchando mi corazón? —preguntó, con la voz baja pero firme, buscando entender. Clark desvió la mirada, sintiendo cómo un calor inesperado le subía a las mejillas. Tragó saliva varias veces, buscando las palabras sin mucho éxito. —Es que… bueno… no es común que alguien tenga el pulso tan… tan acelerado. Y pensé que tal vez estabas… en peligro de verdad. Hizo una pausa, mordiendo el labio inferior, incapaz de sostener la mirada de Bruce. —Supongo que reaccioné rápido porque… no quería que te pasara nada malo, lo siento —su sonrojo se intensificó y, con un leve titubeo, añadió—: Y… lo siento, no quise saber cómo te veías sin tu consentimiento, no esperaba verte tan… vulnerable. Sin la capucha, eres… diferente. Bruce lo observó con una mezcla de sorpresa y algo parecido a la curiosidad, sin dejar de mantener esa defensa sutil en la postura, escrutando cada palabra como si buscara una trampa oculta. Vulnerable. Bruce apretó los labios con fuerza. La palabra le golpeó como una aguja helada perforando su piel. No le gustaba. No le gustaba lo que implicaba esa insinuación, ni lo que despertaba en él. Sintió el impulso de apartar la mirada, pero lo sofocó con la misma disciplina que lo mantenía de pie noche tras noche en la estación Wayne. Su voz, cuando llegó, fue cortante, como una hoja que corta el aire, rompiendo la calma: —No respondiste mi pregunta —su mirada se clavó en Clark, desafiante—. ¿Mi rostro te dice algo? Clark frunció el ceño, genuinamente desconcertado, como si esa pregunta le abriera una puerta que no sabía cómo cruzar, aunque Bruce no se fiaba del todo de ese gesto. —¿Qué quieres decir? Bruce lo miró fijamente, casi retándolo, con una insistencia casi implacable. —¿No te resulta familiar? ¿No te dice nada? Clark parpadeó varias veces, confuso, incapaz de hallar respuesta. —No… no, no entiendo por qué debería.  Bruce se incorporó de golpe. La defensa en su postura seguía ahí, firme como una muralla, pero algo más se había filtrado entre sus gestos: un destello de frustración, de decepción… o tal vez de alivio. —Olvídalo —dijo, con la voz controlada, casi sin inflexión. Y se dio la vuelta antes de que Clark pudiera preguntar más. Cruzó la habitación con pasos largos y medidos hacia el baño en suite, pero el sonido de los zapatos siguiéndolo no tardó en hacerse notar. Clark lo perseguía sin siquiera intentar disimularlo, como un perro grande y torpe que no sabe cuándo rendirse. —Leí algunos de los libros que estaban en mi habitación —comentó Clark, intentando acortar la distancia con un hilo de voz—. Bueno… en la habitación en la que me pusiste. Bruce no se inmutó mientras abría el fregadero. Dejó el agua correr, escuchando el golpe constante del chorro helado contra el mármol.  —¿Y? —preguntó, seco, sin mirarlo. —Son tuyos, ¿no? —Clark vaciló, más tímido de lo que le gustaría—. Me gustaría pensar que esos libros son parte de lo que lees… de lo que te interesa. Bruce se giró apenas, y su mirada cayó sobre él como una cuchilla. No había escogido esos libros; sí, pertenecían a su biblioteca, pero la selección había sido obra de Alfred. —No vuelvas a entrar a mi habitación. Clark tragó saliva, pero sonrió de forma breve, como si no hubiera oído la advertencia o no quisiera tomársela en serio. —Está bien… solo que ya había leído antes a Asimov, pero… las leyes de la robótica, por algún motivo, estaban mal. Bruce se detuvo un instante, lavándose la cara con movimientos tensos. Alzó apenas la mirada hacia él; los ojos entrecerrados, con un rastro denso de maquillaje negro corriéndose por su rostro. —¿Qué quieres decir con que estaban mal? —Bueno, verás… las originales son que un robot no hará daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño. Este debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto cuando entren en conflicto con la Primera Ley. Y por último un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que dicha protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley. Clark ladeó la cabeza, con un gesto casi divertido, intentando aligerar el ambiente. —Pero en tu libro —Clark agregó con una leve risa, más nerviosa que divertida—, decía algo distinto: un robot protegerá a su creador por encima de cualquier otro ser humano, un robot obedecerá las órdenes de su creador incluso si entran en conflicto con la Primera Ley. Y un robot se protegerá a sí mismo para seguir sirviendo a su creador. Bruce suspiró agotado. Algo en esas palabras no estaba bien… y aunque aún no lo comprendía del todo, no era solo un cambio de libro.  —Clark, vienes de otro mundo, no puedes decir que lo que yo conozco está mal solo porque para ti es de otra manera —dijo Bruce, con la mandíbula tensa. —Lo siento —murmuró Clark torpemente.  Bruce se inclinó para lavarse mejor y humedecer su cabello, con un trapo se enfocó en quitar las manchas de sus ojos hasta que estuvo satisfecho, aun así, el polvo y el hollín cubrían su reflejo en el espejo. Vio con dificultad su propia figura agotada, ahora más limpia que su entorno. Detrás de él, Clark permanecía apoyado en el marco de la puerta, en silencio, con un gesto que parecía reflejar cierto arrepentimiento. Sus ojos no lo miraban del todo, pero revelaban curiosidad, preocupación y… algo más difícil de descifrar, algo le estaba molestando. Bruce permaneció inmóvil, consciente de cada detalle de su rostro expuesto: el espejo estaba manchado, pero su piel permanecía limpia, desnuda ante la luz. Del mismo modo, cada matiz del rostro de Clark se grababa en su mente: cómo la luz que rebota del espejo acariciaba sus rasgos, cómo el silencio se volvía pesado, casi sólido entre ellos. Finalmente, Bruce se giró lentamente hacia él. Con un movimiento casi instintivo, pasó los dedos por su cabello húmedo; gotas de agua se deslizaban por su cuello y caían levemente de sus mechones. Entonces, con un tono sorprendentemente suave, liberado del grave timbre de Batman, murmuró: —Ahora… ¿Mi rostro te dice algo? Clark, distraído, tardó un instante en alzar la vista. Pero la voz, distinta, tranquila, liberada del peso de la oscuridad que siempre la envolvía, lo obligó a mirarlo. Parpadeó, perdido entre confusión y fascinación, y antes de darse cuenta, las palabras escaparon de sus labios: —Eres… muy hermoso. El silencio se volvió absoluto. Bruce se detuvo un instante, el agua todavía resbalando por sus dedos, y por un breve momento pareció atorarse, como si su garganta no supiera procesar lo que acababa de escuchar. El sonido apagado de las gotas de agua golpeando el mármol pareció amplificar la tensión, haciéndola casi tangible. Bruce sintió como su rostro se calentaba.  Clark se dio cuenta al instante de lo que había dicho, y su rostro se encendió como un incendio en un bosque seco en una ola de calor. Dio un paso atrás, casi tropezando con el marco de la puerta, y levantó las manos en un gesto torpe para sostenerse del dintel. —Lo… lo siento, no quise… No sé por qué lo dije —balbuceó, las palabras atropellándose unas tras otras. Bruce lo observó con los ojos entrecerrados, con un instante de silencio que pesaba más que cualquier palabra. Finalmente, suspiró, con un ligero dejo de incredulidad, y su voz, serena pero más contenida que antes, apenas murmuró: —No lo digas otra vez. Clark asintió, tragó saliva, todavía rojo, y retrocedió un paso más, deseando desaparecer y al mismo tiempo incapaz de apartar la mirada de él. Clark lo miró, distraído al principio, su atención se dispersó en las líneas suaves del cabello oscuro cayendo en mechones y en los rasgos cincelados, una imagen casi escultórica, por un instante, no reconoció del todo a la persona frente a él. Solo cuando la luz golpeó el contorno de su mandíbula y la intensidad de sus ojos se clavó en los suyos. Por un instante, su mente no pudo conectar la imagen con la persona frente a él, su mente dio un salto: todo encajó. —…Bruce Wayne —susurró finalmente, como si pronunciar el nombre en voz alta ayudara a aceptar lo que su cerebro se resistía a comprender—. Eres… Bruce Wayne. El peso de la revelación hizo que Clark avanzará un poco, ambas manos aún sosteniéndose firmemente del dintel, sus ojos abiertos, la respiración un poco más acelerada. Bruce ladeó ligeramente la cabeza, un indicio de sonrisa cruzando sus labios. La forma en que lo miraba no confirmaba ni negaba nada. El gesto, sin que él lo pretendiera, lo colocaba justo frente a Bruce, bloqueándole la salida. El lavamanos estaba a la espalda del hombre y la salida enfrente, un cerco involuntario que convertía la habitación en un espacio demasiado estrecho para ambos, como si acercarse al hombre confirmara lo que veía. La cercanía de Bruce frente a él, la voz cálida y tranquila, y ese rostro extrañamente familiar. Por primera vez en toda la conversación, se volvía insoportable la idea de mantener la distancia. Bruce lo observaba en silencio, apenas un indicio de sonrisa jugando en sus labios, consciente del efecto que la revelación podía tener. Pero, al mismo tiempo, no pudo evitar reparar en lo físico: el modo en que los músculos de Clark se tensaban al sostenerse del marco, cómo los antebrazos se dibujaban con venas marcadas, cómo la postura lo hacía parecer aún más alto, sólido, imponente. Un muro de hombre, pensó Bruce con una punzada incómoda de reconocimiento, mezcla de incomodidad y atracción. Era atractivo de una manera torpe, inconsciente, peligrosa. Mientras tanto, la mente de Clark se negaba a aceptar lo evidente. No, no podía ser. Ese Bruce Wayne, ese hombre superficial, con su sonrisa de heredero engreído y la arrogancia de quien jamás se toma nada en serio, ¿Batman? El contraste era absurdo, grotesco. Todo lo que Clark había aprendido a reconocer en la figura del murciélago, la disciplina, el control férreo, la oscuridad que respiraba poder chocaba con la imagen pública del “Príncipe de Gotham”. Era ridículo. Tenía que serlo. Algún error, una distorsión de este universo, una broma cósmica mal diseñada. No había manera de que ese hombre y Batman fueran la misma persona. Clark, sin embargo, no podía dejar de pensar: estaba en otro universo. En su mundo, Bruce Wayne jamás sería Batman; ese contraste entre la realidad que conocía y lo que tenía delante lo hacía sentir desconcertado… no podía ser real. Pero lo era. ¿Desde cuándo Bruce Wayne podía mirar a alguien y hacer que el mundo se detuviera así? ¿Cómo podía alguien tan… él, tener un peso que parecía superar todo lo que Clark conocía? Su corazón latía más rápido de lo que le gustaba admitir, y cada fibra de su ser le decía que debía retroceder, mantener la distancia, mantenerse racional. Pero había algo en esos ojos, en la forma en que lo miraba, que le resultaba imposible de ignorar. Clark se mordió el labio, tratando de reorganizar sus pensamientos: «Ok, esto es otro universo. No tiene que ser real en mi mundo. Es… solo una versión diferente de Bruce Wayne. Sí, eso es. Nada que ver conmigo… nada que ver conmigo».  Cuando recordaba la portada del periódico, con Bruce Wayne serio y agotado, una pequeña chispa de duda surgía en su mente: quizá… quizá sí fuera Batman. Pero en su mundo, ese cabeza hueca, siempre en los flashes y los titulares, ese showman arrogante y egoísta, jamás podría ser el tipo que se oculta en las sombras, que lucha por la justicia en secreto. No había manera. No podía imaginarlo. Y aun así, cada vez que la luz caía sobre su rostro, cada vez que esa sonrisa mínima rozaba sus labios, Clark sentía cómo su mente se rendía un poco más, incapaz de separar la lógica de la sensación. —¿En qué piensas? —la voz de Bruce lo sacó de golpe de sus propios pensamientos. Clark parpadeó, sobresaltado, sintiendo cómo su mente se desordenaba de nuevo. —Eh… nada —balbuceó, intentando recomponerse, aunque su corazón aún latía con fuerza. Bruce dio un paso más cerca, con la mirada fija en él, y señaló suavemente la rigidez de su postura. —Estás tenso —su voz era tranquila, segura, pero había algo en la manera en que lo decía que hacía que cada palabra se sintiera cargada. Clark tragó saliva, consciente de cada movimiento de su cuerpo. No podía mentir, no podía esconder cómo su respiración se aceleraba ni cómo su corazón se desbocaba. —Yo… no… no estoy… —intentó, pero las palabras se atascaban en su garganta. Bruce ladeó ligeramente la cabeza, evaluándolo con paciencia y una pizca de ironía. —Sí, sí lo estás. Relájate, Clark. O al menos intenta no parecer que estás a punto de explotar en cualquier momento. Clark intentó sonreír, pero lo único que consiguió fue un gesto torpe, lleno de nervios y confusión. Dentro de su mente, todo seguía girando: otro universo, Bruce Wayne como Batman… ¿Cómo encajaba todo eso? Y aun así, aunque absurdo, cada vez que lo miraba, sentía que algo dentro de él se deshacía, su alma gemela no era simplemente Batman, el guerrero encapuchado, sino también Bruce Wayne: el magnate filántropo, el hombre que la prensa pintaba como un mujeriego superficial. Y aun así, ahí estaba, su corazón latiendo en su pecho con una voluntad que parecía querer destruirlo. —Pareces nervioso —dijo con sencillez, como si señalarlo fuera suficiente para desarmarlo aún más. Clark tragó saliva, sintiendo que el calor subía a sus mejillas. Miró a su alrededor y, de repente, todo cobró sentido: los muebles, los cuadros, el silencio pesado del orfanato en ruinas… estaba en la mansión Wayne. Y él, que había entrado con desconfianza y cierta curiosidad, había asumido que Bruce era solo otro huérfano, otra pieza más en su mundo. Había herido al hombre en su propio hogar. —Lo… lo siento —balbuceó, bajando la mirada—. No… no debería haber asumido que eras… solo un huérfano más. Bruce lo observó en silencio por un instante, evaluando sus palabras. Su expresión no se suavizó del todo, pero tampoco había reproche. Solo una paciencia contenida, como si esperara que Clark reconociera por sí mismo lo que había hecho. Clark levantó la vista, encontrándose con sus ojos. Un nudo en la garganta le impedía hablar más, pero había sinceridad en cada palabra silenciosa: estaba consciente de su error, y de lo mucho que había subestimado a Bruce. —Está bien —dijo Bruce finalmente, en un tono bajo y medido—. Solo… intenta no juzgar tan rápido. Clark asintió, todavía impactado por la revelación y por la proximidad del hombre que ahora sabía, sin lugar a dudas, quién era realmente. Clark respiró hondo, tratando de apartar la evidencia de su mente y enfocarse en otra cosa, cualquier cosa que no fuera la idea de que Bruce… Batman… o como debía llamarlo ahora. —No es… —murmuró, casi sin darse cuenta—. No sé ni cómo dirigirme a ti. No puedo llamarte Batman a cada rato, y tampoco… tampoco creo que pueda decirte Bruce sin que se sienta extraño. Se pasó una mano por el cabello, nervioso, y lo miró de reojo, con una sonrisa tímida. —¿Te importa si… simplemente te digo B? Bruce lo miró un instante, su expresión impenetrable, como si calibrara cada matiz de esa petición absurda y, al mismo tiempo, demasiado íntima. —Puedes —respondió al fin, breve, seco… pero había algo en el tono, casi imperceptible, que no era un rechazo. —Es increíble… —dijo Clark en voz baja, aún sacudiendo la cabeza—. No me entra en la cabeza cómo puedes ser ambos. Bruce arqueó una ceja. —No soy dos cosas. Solo una. Lo demás… es utilería. Clark soltó una risa nerviosa, incrédulo. —¿Utilería? Bruce Wayne, el filántropo millonario que sonríe en las galas y sale en las revistas, ¿es solo una tapadera? Bruce lo sostuvo con la mirada, como si evaluara hasta dónde llegaba la ingenuidad de Clark. —No. Soy tan necesario como la capucha —replicó Bruce, sin inmutarse, pasando al lado de Clark, obligándolo a apartarse.  Clark guardó silencio, pero su sonrisa se desvaneció, intentando descifrarlo, sintiendo cómo la admiración y la desconcertante atracción se mezclaban en un nudo dentro de su pecho. Sus ojos recorrieron la habitación buscando algo que lo anclara a la realidad. Entonces, un destello en su memoria: los libros de la habitación. Esa memoria que decidió ser sustituida por Bruce de forma abrupta. Ese título en particular… el que lo había hecho fruncir el ceño desde la primera página, el título que lo había congelado en su sitio. Había algo perturbador en él, algo demasiado profundo. No era un simple tratado ni una curiosidad científica, no era ciencia ficción. Era como si su autor hubiera tenido acceso a un conocimiento prohibido, un secreto imposible. Clark recordaba las palabras con una claridad helada: descripciones minuciosas de habilidades que nunca había confesado, debilidades trazadas con una precisión sorprendente, escenarios tan específicos que parecían escritos para él. No podía ser coincidencia. No podía ser azar. Clark parpadeó, tragando saliva. «Es ridículo… no puede ser coincidencia… ¿O sí? ¿Acaso alguien estaba escribiendo sobre la cultura de Superman en un mundo donde jamás existió?» Su mente se debatía entre la incredulidad y la certeza incómoda. Ese libro, tan detallado, tan específico, se sentía casi… kriptoniano. Como si quien lo hubiera escrito entendiera algo que nadie más podría. —Es… extraño —murmuró, tratando de sonar casual, pero su voz traicionaba su confusión—. Como si supiera cosas que… nadie debería saber. Bruce lo miró, imperturbable, pero levantó una ceja levemente. —¿Hablando solo?  —Oh no, solo quería hablarte de algo. Pero bueno, pasó lo que pasó —Clark extendió los brazos, señalando el espacio entre ellos con un gesto inseguro, como si quisiera subrayar lo que estaba diciendo—. Así que no pude decirlo antes.  Clark inhaló con fuerza, reuniendo valor, y fijó la mirada en Bruce. Esta vez no había vacilación: necesitaba respuestas, o al menos pistas. —Uno de los libros… —dijo, señalando con un gesto rápido la mesita donde lo había dejado anteriormente, antes de que Bruce se despertara—. El autor sabe cosas… cosas que nadie debería conocer. Con cuidado, Clark tomó el libro y se lo mostró a Bruce, apretándolo entre sus dedos.  —Quiero investigarlo. Averiguar cómo llegó a escribir sobre… mi cultura. Bruce lo observó con la calma característica que lo hacía parecer siempre dos pasos adelante, los ojos evaluándolo con un destello de curiosidad. No dijo nada al principio, dejando que la declaración de Clark flotara en el aire. Clark, consciente de la expectación, tragó saliva y añadió, casi en un susurro: —No puedo ignorarlo. Es demasiado específico… demasiado personal para ser coincidencia. Bruce se sentó frente a su laptop, encendiéndola con movimientos precisos y controlados, mientras clavaba la mirada en Clark. —Tráeme el libro —dijo con calma, señalando con un gesto de la mano. Clark frunció el ceño, algo sorprendido por la naturalidad con que Bruce daba la orden, y se lo entregó, curioso y un poco nervioso. Bruce tomó el libro y, aún observando a Clark, comenzó a leer la sinopsis en voz alta: —En un mundo lejano, Rao fue un líder visionario, dedicado a la búsqueda incansable de la paz. Su destino cambió al descubrir las legendarias Piedras de la Eternidad, a las que él llamaba Piedras de la Vida, reliquias capaces de manipular el flujo del tiempo. Con ellas, prolongó su existencia y fortaleció su misión, aceptando que algunos de sus súbditos le cedieran voluntariamente parte del tiempo que les restaba de vida, lo que lo rejuvenecía y aumentaba su poder. Bruce levantó brevemente la mirada hacia Clark, midiendo su reacción antes de continuar: —Pero la nobleza inicial se desvaneció. Consumido por la ambición, Rao usó las piedras para alcanzar la inmortalidad, robando la vida de otros y elevándose por encima de cualquier ser de su especie hasta ser venerado como un dios. Creó entonces una manera de asegurar una devoción absoluta que se transmitiera de generación en generación. Una vez sometido todo su pueblo, Rao emprendió un último viaje por el cosmos, decidido a conquistar la fe de billones en otros mundos. —¿Elegiste este libro porque era adecuado para mi la “ciencia ficción”? —preguntó Clark, haciendo comillas en el aire con los dedos, intentando sonar casual al respecto.  Bruce levantó una ceja, impasible, y respondió con un tono sereno: —No. Alfred lo escogió. Clark se quedó en silencio un instante, y un “oooh” involuntario se le escapó. Realmente esperaba que hubiera sido Bruce quien los hubiera elegido pensando en él. Bruce, en realidad, no había revisado los libros dos veces; Alfred simplemente eligió aquel título porque, bien sabía, Clark era un alien. —Claro… —balbuceó Clark—. Tiene sentido. Por supuesto que Alfred sabría exactamente qué libro… Bruce no dijo nada más. Solo lo observó con esa mirada tranquila y evaluadora, mientras Clark sentía cómo cada pequeño detalle de la mansión y del hombre frente a él confirmaba que no estaba lidiando con Bruce Wayne sino con Batman.  Bruce escribió el nombre del autor con la misma calma con la que parecía afrontar cualquier situación. Jordan Elliot. El cursor parpadeó un par de veces antes de que presionara «Enter». Clark, ahora sentado a su lado, observaba con atención, el codo apoyado en el reposabrazos de la silla de Bruce, como si así pudiera ver mejor la pantalla. El nombre no le decía absolutamente nada, y quizá por eso mismo lo intrigaba más. No era un autor famoso en su mundo —o, al menos, no uno del que hubiera oído hablar—, pero había algo en la forma en que Bruce buscaba que le hacía pensar que estaba por descubrir algo importante. —¿Y quién es? —preguntó Clark, ladeando un poco la cabeza, sin apartar la vista del monitor. —Eso es lo que vamos a averiguar —respondió Bruce, sin mirarlo. La búsqueda arrojó resultados: portadas de libros, sinopsis, alguna que otra foto borrosa del autor, siempre de espaldas o con el rostro cubierto por sombras o totalmente borrosas. Clark arqueó una ceja. —¿Y dices que Alfred eligió este libro? —preguntó, todavía escudriñando la pantalla. Bruce asintió. Clark soltó un leve silbido, haciendo malabares en su cabeza.  —Pues… tiene buen ojo con lo extraño. La portada que apareció era la misma impresión que tenían sobre el escritorio. Aparecieron más libros. La pantalla mostró las portadas una tras otra, acompañadas de breves sinopsis y críticas. No eran best sellers, pero en foros antiguos y comunidades pequeñas los describían como joyas ocultas de la ciencia ficción. Todas firmadas por Jordan Elliot. “El último día de Rao”.  Ese era el relato de un Dios Kriptiniano, no tenía dudas.  Clark no apartó la vista del título. —Nadie debería saber de Rao. No aquí, B.  A su lado, Bruce giró apenas la cabeza hacia él. —Rao… —Bruce lo dijo despacio, como si probara el sonido—. ¿Es tu Dios… o algo así?  —Crecí en Kansas. Fue Dios de una civilización que conocí en cristales de información. —Ya veo —Bruce hizo una pausa, observándolo, aunque escéptico.  Por un instante, se miraron sin hablar. El brillo de la pantalla iluminaba sus rostros, y Clark sintió cómo se le aceleraba el pulso. Pero había ahora algo más importante, y estaba impreso en un libro que no debía existir. Bruce rompió el silencio, tecleando algo rápido —Vamos a ver qué más escribió Jordan Elliot. Clark se acomodó en la silla, inclinándose para mirar mejor el motor de búsqueda mientras Bruce escribía. La pantalla mostraba un blog antiguo, con un diseño casi obsoleto: letras pixeladas, banners estáticos y un fondo gris que parecía detenido en el tiempo. Entre la interfaz anticuada aparecían varios resultados con las publicaciones del autor. “El hombre del mañana” (1998) – La vida de un hombre que obtenía fuerza del sol, capaz de levantar edificios y atravesar muros… pero condenado a vivir oculto para proteger a los que amaba. “Arriba, en el cielo” (2000) – La historia de una joven que podía volar, levantar cualquier peso y moverse más rápido que el sonido, siempre un paso adelante de quienes intentaban controlarla. “Enemigos públicos” (2004) – La alianza improbable entre un vigilante humano y un forastero con habilidades sobrehumanas, enfrentados a una ciudad que los temía y despreciaba. Clark sintió un nudo en la garganta. No había duda: esas historias no hablaban de héroes cualquiera. Hablaban de él. De Superman… un hombre que en este mundo simplemente no existía. Se inclinó hacia la pantalla, buscando una explicación lógica, un detalle que le permitiera desmentir lo imposible. —Dos es casualidad, tres es extraño… y esto… esto no es una coincidencia —murmuró, más para sí mismo que para Bruce. —Son novelas —respondió Bruce con calma, sin levantar la vista del teclado. Clark lo miró de reojo, la incredulidad y la urgencia ardiendo en sus ojos. —No. Son mi vida. O… algo muy, muy parecido. Clark pasó las páginas virtuales en silencio… hasta que, al leer la tercera sinopsis, dejó escapar un mierda… tan seco y repentino que Bruce apartó la vista de la pantalla para mirarlo. Bruce frunció el ceño. Clark Kent no era el tipo de hombre que maldecía; jamás lo había oído usar una palabra así, incluso después de las situaciones más extenuantes de los últimos tres días. Debía de ser por esos valores de granja del medio oeste con los que había crecido. —¿Tu vida? —Bruce arqueó una ceja—. Vamos, Clark, son historias de ficción. Escritas hace años, este mundo es claramente diferente al tuyo. ¿No son las leyes de la robótica diferentes también?  —¡No! —exclamó Clark, inclinándose aún más—. Todo encaja. Los poderes, las decisiones, la manera en que actúo… incluso los errores. Es como si alguien hubiera observado mi vida… y la hubiera plasmado en estas páginas. Bruce suspiró, lento, midiendo cada palabra. —Observado o imaginado… hay una diferencia enorme. Clark se pasó una mano por el rostro, frustrado. —No puedes entenderlo porque no es tu vida. Pero esto… esto es demasiado preciso. No puede ser casualidad. Bruce finalmente levantó la vista, lo estudió unos segundos y luego volvió a mirar la pantalla. —Entonces digamos que no es casualidad. ¿Y qué quieres que haga con eso? ¿Que lo interprete como un mensaje del destino? No existe el destino.  Clark bajó la voz, herido por eso, y comprendió entonces algo doloroso, algo que no habían hablado aún y que probablemente no sería buena idea mencionar, respondió casi un susurro. —No lo sé… solo sé que tengo que encontrar al autor. Si alguien pudo… escribir esto… quizá pueda explicarlo. Bruce inclinó la cabeza, serio: —Primero tienes que entender que estos son libros. No personas. No mundos paralelos. No profecías. Solo historias. —Pero son mis historias —replicó Clark, con los ojos fijos en la pantalla—. Y alguien las escribió antes de que yo siquiera existiera aquí. Un silencio pesado llenó la habitación, roto solo por el tecleo constante de Bruce. Clark lo observaba, con el corazón latiendo rápido, sintiendo que había cruzado un umbral que no podía ignorar. —Si son tuyas… o algo que se le parece demasiado —dijo Bruce, en un tono que no dejaba entrever emoción—, entonces necesitamos ser cuidadosos. Descifrar esto antes de que nos lleve por caminos que no podemos controlar, no estamos precisamente gozando de tiempo.  —¿Quién más inventaría Rao? —Clark lo miró con intensidad—. ¿Quién más escribiría sobre un hombre potenciado por la energía de un sol amarillo… si no lo supiera de verdad?  Bruce guardó silencio, observando la pantalla, mientras la incomodidad se instalaba entre ambos. Clark suspiró, tratando de recomponerse mientras su mirada permanecía fija en la pantalla. —¿Y cómo es que no hay fotos útiles del autor? —preguntó, un poco ansioso—. ¿Quién es realmente? Bruce negó con la cabeza, manteniendo la calma habitual. —Ya vimos que no hay ninguna útil, y aunque pudiera hacer las imágenes nítidas fueron tomadas hace veinte años, y no ha vuelto a publicar desde entonces. Es un escritor de nicho y siempre ha mantenido un perfil bajo. Clark parpadeó, absorbiendo la información. —Veinte años… y nadie sabe quién es. Eso explica que no haya entrevistas ni apariciones públicas… pero aún así, alguien escribió estas historias con detalles imposibles. Bruce cruzó los brazos, evaluándolo con la mirada.  —Y por eso estamos aquí, averiguando qué más dejó registrado Jordan Elliot. Clark tragó saliva, consciente de que cada página que abrían lo acercaba a algo que no esperaba encontrar… y que tal vez cambiara todo lo que creía saber sobre este mundo. Clark frunció el ceño, sus dedos tamborileando sobre la mesa mientras hablaba rápido: —Tenemos que buscarlo, B. Tenemos que descubrir quién es, dónde está, cualquier pista. Bruce lo miró, arqueando una ceja, con la típica calma que parecía desacreditar cualquier urgencia. —Eso es ridículo —dijo, con un tono casi frustrante—. Un autor de nicho que lleva veinte años desaparecido… ¿y quieres que lo encontremos? Clark tragó saliva, frustrado. —Sé que puedes hacerlo. ¡Encontraste Krypton! —lo miró con intensidad—. Nadie debería saber estas cosas, y sin embargo… están aquí. Y siento… que no quieres que salga de este lugar. Me tienes encerrado aquí, B. Bruce se apoyó en el respaldo de la silla, cruzando los brazos, su rostro imperturbable. —Entiende esto: perseguir fantasmas de libros viejos no nos dará respuestas… y probablemente solo nos meterá en problemas. —No me dejas entender cuáles son esos problemas —replicó Clark, apretando los puños sobre sus piernas—. Y no creo que pueda ignorar eso constantemente. Bruce lo observó un instante, midiendo cada palabra, cada respiración. Su tono permaneció firme, aunque con un leve matiz de advertencia: —Entonces tendrás que aprender a elegir tus batallas. No todo lo que parece urgente lo es. Clark lo miró, decidido. —Tenemos que intentarlo. Bruce suspiró, dejando que la determinación de Clark pesara en el aire. No dijo nada más, pero su silencio fue suficiente para que Clark entendiera que, al menos por ahora, podía seguir con su plan. Bruce cerró la tapa del navegador y se recostó en la silla, cruzando los brazos. —Está bien —dijo con calma—. La laptop es tuya por ahora. Busca lo que quieras, mientras no hagas nada demasiado extraño. Clark lo miró un instante, sus ojos recorriendo la pantalla y el teclado con cierta fascinación. Luego, sin prisa, deslizó los dedos sobre las teclas y empezó a escribir tranquilamente: Daily Planet. Bruce arqueó una ceja, observando en silencio, sin decir nada. Clark respiró hondo, concentrado en lo que aparecía en la búsqueda, tratando de mantener la calma mientras su mente giraba a mil por hora. La cercanía del hombre a su lado lo mantenía en alerta, pero de alguna manera también lo calmaba. Abrió la página oficial del Planeta.  La página de inicio estaba llena de titulares brillantes y fotografías impactantes, con un diseño moderno pero recargado: banners animados en la parte superior, secciones desplegables que parpadeaban y una columna lateral con noticias de última hora que parecían competir por llamar su atención. El logo del Daily Planet dominaba la cabecera, enorme y dorado, con el globo terráqueo girando lentamente detrás de las letras. Justo debajo, una fila de noticias destacadas mostraba fotografías de edificios icónicos de Metrópolis, conferencias de prensa y rostros poco conocidos, todos acompañados de titulares en tipografía negra elegante. En el centro, la noticia principal resaltaba con un recuadro más grande: un edificio imponente y reluciente que ostentaba el nombre LexCorp en letras metálicas. Clark frunció el ceño, leyendo la breve descripción: “La corporación de LexCorp anuncia expansión internacional y nuevos proyectos tecnológicos. La influencia de la compañía crece día a día”. —¿LexCorp? —murmuró, casi para sí mismo—. Luthor… es mil veces más narcisista en este mundo. —¿Qué pasa? —preguntó Bruce, con un tono que mezclaba curiosidad y cansancio. —La portada… la empresa… parece LuthorCorp, pero el nombre está… cambiado. LexCorp —Clark sacudió la cabeza, incrédulo, como si eso explicara—. ¿Qué clase de universo es este? Bruce dejó escapar un suspiro, divertido por la reacción exagerada de Clark ante algo que para él era apenas un detalle curioso. —Hmm… supongo que todo aquí tiene su versión retorcida —dijo con calma, como quien comenta el clima—. Tu sorpresa es… bastante entretenida, por cierto. Clark lo fulminó con la mirada, rojo de vergüenza y frustración, mientras su mente giraba tratando de encajar lo imposible: todo era familiar, pero ligeramente fuera de lugar, y él estaba atrapado en medio de esa extraña y divertida disonancia. Se pregunta cómo es posible que el ambiente haya cambiado tanto entre él y B. A la derecha, una columna de noticias de última hora mostraba titulares como: “Tráfico en Metrópolis: caos en el centro financiero” “Tecnología y poder: la expansión de LexCorp bajo la lupa” “Controversias en la política local: ¿Quién está realmente al mando?” Debajo, pequeñas secciones ofrecían opiniones de columnistas que Clark reconoció, Lombard seguía siendo el columnista deportivo, Cat Grant seguía escribiendo sobre el espectáculo y el nombre de Lois Lane en cada artículo destacado, reseñas culturales y anuncios de eventos próximos. El contraste entre la brillantez visual dejó a Clark momentáneamente sin palabras cuando deslizó la barra de la página web.  Bruce lo miró de reojo y no pudo evitar un leve destello de sonrisa ante la expresión de Clark. La mezcla de confusión, indignación y un toque de horror en su rostro lo entretenía más de lo que debería. Clark deslizó la noticia con cuidado, tratando de procesar la información de la portada, hablaba de cómo el presidente de LexCorp, Alexander Luthor, había firmado un tratado de paz con un conglomerado extranjero. Hasta ahí todo parecía parte de la rutina de noticias… hasta que la imagen lo golpeó de lleno. El hombre en la foto tenía cabello. Una melena rojiza que caía con fuerza sobre sus hombros, brillante y perfectamente peinada. Clark se quedó congelado, los ojos abiertos como platos. Su mano salió casi por instinto, señalando la pantalla con un dedo tembloroso: —Es… no puede ser… —susurró, la voz apenas audible, cargada de incredulidad y asombro—. ¡Ese cabello…! Bruce lo miró de reojo, un destello de diversión cruzando su rostro. La intensidad de la reacción de Clark era digna de estudio: completamente desconcertado, como si hubiera visto una figura mitológica.  —¿Qué pasa ahora? —preguntó Bruce, arqueando una ceja mientras intentaba no reír—. ¿Que Luthor tenga… pelo? Clark tragó saliva, incapaz de apartar la mirada de la pantalla. Todo en él era familiar y, al mismo tiempo, perturbador: la presencia de alguien que, en su mundo, solo conocía de una manera, y que aquí aparecía con melena rojiza, formal y sonriente ante la cámara. Su mente daba vueltas, tratando de reconciliar la imagen con el hombre que literalmente lo clonó e intentó aniquilarlo.  —En mi mundo Luthor es calvo… su cabello brilla por la ausencia… y aquí tiene el cabello como sansón —murmuró, frunciendo el ceño—. Ha de ser por eso que es malvado y me odia… envidia a la gente con pelo. Bruce, cruzado de brazos y apoyado contra el respaldo, no pudo evitar sonreír ante la mezcla de horror y fascinación que pintaba el rostro de Clark. Internamente, le resultaba gracioso. Pero el silencio que siguió no fue tan cómico. Bruce lo sostuvo con esa mirada suya, cargada de sospecha. Había notado el cambio en el tono de Clark: no estaba bromeando. —Entonces… —murmuró Bruce, despacio, midiendo cada palabra— en tu mundo, Luthor era un enemigo. Clark lo miró, incómodo, como si hubiera dicho demasiado. Bruce lo observó en silencio, analizando cada reacción, cada gesto. No había nada divertido en eso. Existía un mundo donde uno de sus aliados más confiables había sido malvado, y la variable que había marcado la diferencia era clara: Superman. Esa simple certeza lo puso alerta. Cada detalle, cada discrepancia entre su mundo y el de Clark, tenía un peso que no podía ignorar. Clark siguió deslizando artículos, cada noticia más confusa que la anterior, mientras su mente giraba como un torbellino. Finalmente, decidió buscar a Lois en el catálogo de periodistas del diario. Su corazón dio un vuelco cuando apareció la primera foto. Era Lois, pero diferente. Más adulta, con el cabello negro salpicado de canas y esa sonrisa que irradiaba experiencia, aunque ahora enmarcada por arrugas suaves alrededor de los ojos. La biografía que acompañaba la foto confirmaba lo que sus ojos no podían dejar de notar: era la misma mujer, pero ahora ocupaba el puesto de editora en jefe, supervisando a todo el equipo de reporteros, con años de experiencia y un reconocimiento indiscutido en el medio. Clark sintió que todo su mundo se tambaleaba: soltó el mouse de la laptop como si un imán invisible lo empujara lejos. Se quedó inmóvil, la mirada fija en la pantalla, incapaz de apartarla. Cuando levantó los ojos, buscó en Bruce una explicación, un ancla en medio de lo imposible. —Ella… —susurró, casi sin voz—. Es… diferente. Bruce lo observó en silencio, cruzado de brazos, con esa calma que parecía absorber la confusión ajena. Pero en sus ojos se dibujó un destello mínimo, apenas perceptible: diversión contenida ante la reacción de Clark, tan evidente y humana, tan fuera de control. El silencio se volvió casi doloroso, cargado de electricidad, hasta que Bruce rompió la quietud con voz firme, medida, como si cada palabra fuera un peso: —Lois Lane-Luthor. Clark se quedó inmóvil, incapaz de procesar la combinación de nombres. Su corazón golpeaba con fuerza en el pecho; un hilo invisible parecía tensarse a su alrededor, y de pronto se levantó de golpe, el asiento rechinando bajo él. Sus ojos se abrieron como platos, y su mano temblorosa buscó apoyo en la mesa, temiendo perderse entre la incredulidad y el asombro. —¿Qué…? —susurró, la voz quebrada, apenas un hilo de sonido—. ¿¡Lois… con Luthor…!? Bruce arqueó una ceja, estudiándolo con precisión. No había diversión en su gesto, solo la fría observación de alguien acostumbrado a leer entre los gestos ajenos. Cada microexpresión de Clark, cada respiración acelerada, era información, y Bruce la absorbía con la paciencia de un depredador. Para Clark, todo se desmoronaba: su mundo conocido, las personas que creía entender, y la sensación de estar atrapado en un espejo distorsionado de su propia realidad, donde las reglas habían sido retorcidas mientras él dormía. —Sí —dijo Bruce, con un tono seco, medido, inmutable, aunque la fuerza de sus palabras era un golpe en la mente de Clark—. Tal vez deberías sentarte… antes de que hagas un cortocircuito. Clark se dejó caer en la silla, jadeando, los dedos aferrados al borde de la mesa, mientras su mente luchaba por reconciliar lo imposible: Lois, su Lois, transformada en alguien que combinaba confianza y poder con el nombre que jamás habría imaginado. La mujer que conocía había cambiado tanto y, aún más desconcertante, que ahora compartía apellido con su enemigo. Su mundo se había vuelto un rompecabezas imposible… y él estaba en medio de la pieza que no encajaba.  Y en esa revelación, Bruce permanecía como un faro inmóvil, testigo silencioso de la tormenta que él mismo había desatado. Bruce inclinó ligeramente la cabeza, sus ojos fijos en Clark mientras su voz surgía lenta, medida, casi pesada por la intención: —Entonces… ¿tú y ella? Clark tragó saliva, sorprendido por la pregunta directa. Por un instante, la negativa brotó de inmediato: —No —dijo rápido, como queriendo cerrar la conversación antes de que pudiera profundizar más. Pero el silencio que siguió le pesó demasiado. Sus ojos se bajaron, y su voz se volvió más suave, casi vulnerable, al confesar lo que no había querido admitir—: No funcionó. Bruce no reaccionó de inmediato. Su mirada permaneció intensa y analítica, absorbiendo cada matiz de la confesión de Clark. Para él, no era sorpresa ni juicio; era simplemente información, un hecho a considerar. Clark levantó la vista, buscando alguna señal en Bruce, cualquier indicio de juicio o de comprensión, pero solo encontró esa calma impenetrable que siempre lo dejaba un poco desnudo ante sus propios sentimientos. —Lo intenté —añadió Clark, con un suspiro pesado—. Pero… no funcionó, hay cierta dinámica en mi mundo que no se cumplía entre nosotros, era algo que sabía sería pasajero. Algo en la vulnerabilidad de Clark, en la manera en que bajaba la mirada y confesaba su fracaso sin adornos, le estaba causando a Bruce una extraña incomodidad… y, al mismo tiempo, un impulso que no quería reconocer, darle consuelo. Un calor sutil le recorrió el pecho, una tensión que no tenía nada que ver con la misión ni con la lógica. Bruce frunció ligeramente el ceño, tratando de racionalizarlo, pero cuanto más pensaba, más evidente se volvía: le estaba empezando a agradar Clark. No era solo respeto o curiosidad. Era algo más profundo, algo que lo perturbaba porque no debía sentirse así. Y sin embargo, allí estaba, observando cada gesto de Clark, cada respiración, preguntándose cómo alguien podía desarmarlo con tan solo unas palabras. Bruce inhaló con cuidado, intentando devolver a su mente el control, pero la realidad era clara: el pensamiento seguía allí, insistente y desconcertante, y no podía sacárselo de la cabeza. Bruce cortó el silencio con su voz firme, medida: —Espero que tu investigación no se vea frustrada por esto. Clark parpadeó, procesando la frase, y luego respondió con un tono casi bromista, tratando de mantener la compostura. —No, no… solo que me acabo de enterar de que mi mejor amiga es mucho mayor que yo, que Luthor tiene cabellera y encima es pelirrojo… y que se casó con Lois. Nada para lo que no estuviera preparado. Bruce arqueó una ceja, claramente sin engañarse por el intento de Clark de mantener la calma. —Esa calma es falsa —dijo, con voz seca. Clark empezó a caminar en círculos, los pasos rápidos y cortos sobre la alfombra, como si moverse ayudara a poner orden en su mente, y por primera vez desde que había llegado a este mundo, sintió miedo de seguir buscando más información. Cada noticia, cada detalle, lo descolocaba, y no sabía si estaba preparado para descubrir lo siguiente. —No sé si… puedo —murmuró, la voz cargada de tensión—. Cada cosa que veo… es demasiado. Todo es familiar, pero al mismo tiempo… está tan torcido. Bruce lo observó, cruzado de brazos, estudiando cada pequeño movimiento, cada respiración agitada. No decía nada, pero su mirada lo seguía, consciente del frágil equilibrio emocional de Clark. —Entonces no busques todavía —dijo finalmente, con un tono firme que no admitía discusión—. Haz una pausa. Clark dejó escapar un suspiro tembloroso, pero no podía detenerse del todo; sus ojos seguían volviendo a la pantalla, atrapados entre la curiosidad y el miedo, mientras Bruce permanecía junto a él, silencioso y controlado. —No tienes que enfrentarlo todo de golpe —dijo Bruce, con voz grave y medida—. Descubre lo que necesites… pero hazlo con calma. Clark inspiró hondo, y su determinación volvió a asomar: —Tenemos que encontrar a Jordan Elliot. En persona. Bruce levantó una ceja, cruzando los brazos con la precisión de quien siempre analiza cada movimiento antes de actuar. —Espera —dijo, su voz grave y controlada, cargada de esa autoridad que rara vez tolera la precipitación—. Antes de moverte, necesitamos saber con quién tratamos. No actúes impulsivamente. Clark se incorporó un poco, el ceño fruncido por su impulso natural de querer resolver todo de inmediato. —Si no empezamos ahora, podríamos perder tiempo. Cada minuto cuenta. Bruce lo observó en silencio, los ojos como cuchillas evaluando cada matiz del rostro de Clark. Su tono era inamovible, preciso, como un recordatorio que no admitía discusión —No se trata de rapidez, Clark. Se trata de ventaja estratégica. Conocer al objetivo antes de moverte te evita convertirte en una presa. Clark dejó escapar un suspiro, cruzando los brazos, pero su mirada aún estaba llena de impaciencia. —Siempre tan… cauteloso, ¿eh? —comentó, intentando aligerar la tensión, pero sin éxito—. Está bien. Averiguaremos primero. Solo… es difícil contenerme. Bruce dio un paso más cerca, la presencia intimidante pero calmada que siempre ponía a Clark en su lugar. —Eso es algo que se llama disciplina —dijo, con un toque de severidad en la voz—. Aprende a controlarla. Paciencia, Clark. Primero entendemos. Después actuamos. Clark se dejó caer en la silla de nuevo, pero con la mente algo más ordenada. Sus dedos descansaron sobre el teclado mientras miraba la pantalla. Bruce se apoyó contra la mesa, observando cada movimiento de Clark, evaluando cada respiración, como siempre: un guardián silencioso que nunca bajaba la guardia, incluso frente al hombre más poderoso del planeta. —Bien —dijo Bruce finalmente—. Haz tu búsqueda, pero sin precipitarte. Y recuerda: no todo lo que veas será lo que parece.
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