"Took me back to Highgate, met all of his best mates So I guess all the rumors are true You know I love a London boy Boy, I fancy you (ooh)"
1387-Oporto. La brisa del Atlántico ascendía por las callejuelas de piedra, cargada con el aroma cálido del pan recién horneado, el dulzor sutil de los naranjos y el perfume embriagador del vino joven que reposaba en las barricas. En el puerto, la ciudad parecía un tapiz vivo: los rojos de las telas, los dorados de los estandartes, los azules brillantes de las cerámicas reflejaban la luz del invierno como si el mundo entero celebrara. Desde la torre de la Sé, las campanas repicaban con solemnidad. Por primera vez en mucho tiempo, las banderas de Portugal e Inglaterra ondeaban juntas. No como enemigas, no como rivales cautelosas, sino como aliadas. Sin miedo. Sin tensión. Al menos por ahora. Aquel matrimonio no era una simple unión entre João y Philippa. No era solo la coronación de una reina extranjera ni la ratificación de un tratado. Era la ratificación de la promesa de Inglaterra. Una alianza forjada con diplomacia y pragmatismo, sí, pero también con esperanza. Un pacto sellado entre dos mundos distintos, dos orgullos insulares, dos naciones jóvenes que buscaban desesperadamente su lugar en el mundo, acosadas por otras naciones que buscaban apoderarse de ellas. Y entre los invitados, entre los escuderos y embajadores, entre las plumas doradas y las telas pesadas, estaba él. Inglaterra. O el nombre humano que utilizaba para pasar desapercibido entre los humanos: Arthur. Un nombre tomado prestado por el rey Arturo. Aparentaba de dieciocho años, aún si ya llevaba varios siglos a sus espaldas. Ya no era el niño de la playa. Había crecido —o quizás se había endurecido—. Su estatura era imponente, sus hombros estaban marcados por años de instrucción militar, sus manos estaban curtidas por el acero, su pelo antes salvaje ahora lucia sometido. Iba vestido con más capas de tela de las que cualquier cristiano soportaría bajo el sol atlántico, envuelto en terciopelo oscuro y pieles inglesas que olían a lluvia, tabaco y cuero mojado. Pero sus ojos... Sus ojos no habían cambiado. Seguían igual de oscuros, como un bosque en pleno invierno. Cautelosos, atentos, inquietos. Con ese brillo irónico que parecía decir: no confíes en mí, pero observa qué bien disimulo. Tenía esa manera suya de mirar las cosas, como si fueran nuevas, como si el mundo aún le sorprendiera, como si aún estuvieran en la playa, sentados sobre la arena húmeda, intercambiando caracoles y piedras en silencio. Él le pidió que le mostrara la ciudad antes de la ceremonia. Y ella accedió. Caminaron juntos por las callejuelas empedradas de Porto, pasaron por el mercado, por el barrio de los artesanos, por las tiendas de especias y los talleres donde los alfareros pintaban azulejos con pinceles tan finos como hilos. El aire olía a romero, a lavanda seca y a hierro fundido. —No sabía que los colores podían doler —murmuró él de pronto, en su acento rasgado, al observar una fachada cubierta de cerámicas azul cobalto. Ella sonrió, con una calidez serena. —Y eso que aún no has visto el atardecer —respondió. Inglaterra no comprendía del todo sus costumbres. Le costaba entender cómo una ciudad podía curvarse en espiral, como si bailara al ritmo del viento, o cómo la gente bendecía los barcos antes de zarpar, como si fueran niños a punto de perderse en el mar. Le parecía absurdo que se comiera pescado con vino tinto, o que hubiera canciones para espantar la mala suerte cuando se cerraban las persianas por la noche. Y a ella le divertía su ceño fruncido constante, su necesidad de entenderlo todo, de catalogar lo desconocido. Le causaban ternura sus preguntas. Su forma de esconder el asombro tras una fachada de desdén británico. Porque al final, fracasaba. Una y otra vez. Y ella, que siempre había pertenecido al mar y a la distancia, comenzaba a preguntarse si tal vez... no todo en él le era ajeno. Al fin y al cabo, él era una isla, él también pertenecía al mar, él también se sentía perdido en el continente. Por la noche, la fiesta avanzaba con un fervor que parecía desafiar al tiempo. En el gran salón, los brindis estallaban uno tras otro, las guitarras desafinaban dulcemente, y las voces —embriagadas por el vino y por siglos de orgullo contenido— entonaban canciones donde la pena y la gloria danzaban entrelazadas. Pero lejos del bullicio, bajo la luz temblorosa de una antorcha, se encontraron de nuevo. Inglaterra sostenía una copa de vino especiado que no parecía entender del todo. —Este vino tiene especias —comentó tras un primer sorbo, con una mueca contenida—. Aunque mi verdadera preocupación es que aquí el vino tenga más efecto que la pólvora —añadió, observando a sus hombres ingleses, ya rendidos a la embriaguez y al canto. Portugal rió, no porque fuera una observación especialmente ingeniosa, sino porque había algo encantador en su incomodidad, en cómo intentaba mantener la compostura inglesa en un mundo que giraba al ritmo de supersticiones marineras y guitarras con cuerdas rotas. Inglaterra, con sus metales, sus guerras, sus reglas estrictas... ahora caminando torpemente entre las risas de su pueblo y las sombras danzantes de una ciudad hecha de sal y promesas antiguas. —Aún no sabes muchas cosas de mí —dijo ella con suavidad—. Ni de mi casa. Él la miró, con una sinceridad torpe que rozaba lo enternecedor. —Estoy dispuesto a aprender —respondió. Y lo decía en serio. Con la franqueza desarmada de quien, por una vez, no jugaba a la estrategia. Caminaron por el patio interior de la fiesta, donde las enredaderas cubrían los muros como oraciones detenidas. Desde el salón, la música llegaba distorsionada, como si el tiempo se doblara entre las piedras húmedas. Él intentó seguir el ritmo de las danzas lusas, pero se perdía. Tropezaba con las melodías del fado, incapaz de comprender cómo podía cantarse la tristeza con tanto júbilo. Portugal lo observaba en silencio mientras le presentaba a algunos nobles: unos, aliados fieles; otros, piezas dudosas de un ajedrez todavía incierto. Inglaterra modulaba el tono, ajustaba el lenguaje, pero lo que no cambiaba —ni un instante— era su atención: Clara, imperturbable. Como si la guerra con Francia estuviera a un océano de distancia, y no importara nada más que ese lugar, ese instante, esa mujer, esa nación. —No pensé que sería tan... alegre —murmuró, viendo a los invitados corear una canción sobre el desamor como si celebraran una victoria. —Somos expertos en hacer belleza de la tristeza —respondió ella—. Lo llevamos en la sangre. Subieron juntos hacia la terraza. El aire era frío, pero no importaba. Desde allí, las campanas de las iglesias más cercanas repicaban en un eco solemne, como un recuerdo antiguo. Nadie los seguía. Nadie se atrevía a interrumpirlos. Se camuflaban con el paisaje. Entonces, él habló. —¿Crees en los juramentos? —preguntó, con la voz apenas audible entre el sonido de las campanas. Portugal lo miró de reojo. —Depende de quién las haga —dijo. —Entonces escúchame bien, Leonor. Fue la primera vez que no la llamó Portugal. No el título. No la nación. Solo ella. Su nombre humano. Leonor. Ese nombre humano que solo unos pocos se atrevían a utilizar. Se volvió hacia él. Y por fin, lo vio sin el peso del protocolo, sin el barniz del diplomático. No era Inglaterra quien le hablaba, era solo Arthur. Los rizos rubios desordenados por el viento, el acento que aún le resultaba ajeno, pero que ya empezaba a reconocer como parte de algo familiar. Sus ojos verdes oscuros, que esta vez no esquivaron los suyos. —Juro que te voy a proteger —dijo él—. Incluso de Castilla. —Antonio no me haría daño —replicó ella, aunque con menos certeza de la que habría querido. Castilla ya le había hecho daño en el pasado, y no había nada que le pudiera asegurar que no le hiciera en el futuro, aún si la lusa quería creer lo contrario. —Si mi experiencia con mis propios hermanos me sirve de algo... lo hará. Y si lo hace, estaré de tu lado. Lo dijo sin dramatismo. Sin arrogancia. Como si fuera un hecho inevitable. Como si ya lo hubiera decidido en el momento que firmaron el tratado... o mucho antes. Los lazos de sangre entre las naciones siempre eran complicadas, ya que realmente entre ellos no había un vinculo de sangre, eran vínculos históricos. —Juro protegerte —continuó—. De Castilla. De Francia. De cualquiera que intente silenciarte... lastimarte o encerrarte. Ella bajó un poco la mirada. La palabra encerrarte le dolió más de lo que pensaba, le traía recuerdos de la época con Al-Ándalus, tiempos no tan lejanos. Él lo supo. Lo vio en su respiración contenida. —¿Y tú? —preguntó en voz baja—. ¿Tú no intentarás encerrarme? Inglaterra negó, apenas un gesto, pero claro como el agua. —Never —susurró en ingles. Y entonces, por un instante, se hizo un silencio. Él no se movió. Solo la miró. La mirada descendió a sus labios, luego volvió a subir. Sus dedos, tensos, jugaban con el borde de la copa vacía. —Y si Francia te susurra al oído... —empezó a decir, con la sombra de sus inseguridades tiñéndole la voz. Ella sonrió, y esa sonrisa era respuesta suficiente. —Te elegiré a ti —dijo—. No a Francia, no a Castilla, ni a Escocia, ni a nadie más. Voy a ayudarte en tu guerra, Arthur. Porque si tú caes... yo también caigo. Y entonces ocurrió algo inesperado. Inglaterra desvió la mirada. Su cuello se tiñó de rojo, como si fuera un muchacho en plena confesión. A ella le hacía gracia todo aquello, sí, pero también la conmovía. Se notaba su nerviosismo en sus dedos tensos, en cómo pateaba el suelo sin razón, en la forma en que la miraba, como si ya supiera que, en esa noche de alianzas y campanas, algo más —algo mucho más profundo— acababa de sellarse entre ellos. Y entonces, con una seriedad repentina, dio un paso atrás, se enderezó y... desenvainó su espada. Portugal lo observó, perpleja. La hoja brilló bajo la luna como un juramento antiguo. —¿Qué estás haciendo? —preguntó ella, confundida pero sin poder evitar sonreír. ¿Iba a matar a alguien? ¿En una boda? ¿Era acaso una costumbre inglesa que ella desconocía? —En mi tierra, los juramentos entre caballeros se sellan con la espada —dijo, colocándola entre ambos, con solemnidad exagerada—. Pones la mano sobre el filo, y juras. —¿Quieres que me corte? —arqueó una ceja, divertida. —Solo un poco. Es simbólico —añadió, muy serio, como si ese gesto fuera parte de un ritual sagrado. Portugal soltó una carcajada breve, encantada. Al menos no iba a morir nadie por ahora. Mejor, menos papeleo. —Eres tan anticuado que pareces salido de una balada artúrica. —Mi nombre es Arthur ¿Qué esperabas? —dijo, sin moverse—. ¿Harás tu parte o no? Ella lo miró con ternura. Luego, con un gesto teatral, puso dos dedos sobre la hoja, cortándose solo un poco, no es como si le tuviera miedo a sangrar. Ninguno de los dos le temía a la sangre, eran naciones, si sangraban, sanaban. Podían morir y revivir. Eran seres inmortales, más allá de los hombres que caminaban sus tierras. Una promesa con un poco de sangre era algo más que un juego para ellos. —Lo juro —dijo, con solemnidad burlona—. Que si tú caes, yo caeré también. Inglaterra alzó una ceja, y entonces, con una gravedad casi ritual, colocó su propia mano entera sobre la espada aún extendida entre ambos, cortándose en el proceso sin inmutarse. Sus ojos buscaron los de ella con firmeza inglesa, pero había una emoción temblorosa latiendo debajo. —Y yo juro —dijo, con la voz baja pero resonante—, por los reinos que he perdido, por los mares que nos separan, y por las guerras que aún no han terminado... que jamás permitiré que te hundas sola. Ni mientras tenga fuerza para sostenerte, ni mientras respire el aire salado de este mundo maldito. Por mi sangre, por mi nombre, y por la tierra que piso: serás mi aliada, mi igual, y nunca, Leonor... nunca dejaré que te encierren sin mí rompiendo la puerta. Lo prometo por nuestra alianza. Lo prometo en nombre de mi gente. Y lo prometo en nombre mío, no solo como nación sino como yo, Arthur. Portugal lo miró, atrapada entre la risa y el temblor en el pecho. Ese hombre. Ese inglés ridículo y noble. Se tomaba sus promesas tan en serio que parecía creer que el cielo mismo podría colapsar si no lo hacía. Inglaterra asintió, satisfecho, como si acabaran de fundar un reino. —Tenemos que perfeccionar tus juramentos —dijo con fingida desaprobación. —Y tú eres un caballero que necesita urgentemente reírse más —replicó ella, dándole un leve toque en el pecho con el dedo. Inglaterra sonrió, al fin. Y la espada volvió a su vaina con un suspiro metálico. Después de eso Portugal lo llevó a bailar. Inglaterra no sabía moverse bien; sus pasos eran torpes y fuera de ritmo. Cada tanto tropezaba, murmuraba maldiciones en sajón y trataba de recuperar la compostura, pero solo lograba que los nobles rieran con disimulo y que algunas doncellas lo miraran con una mezcla de ternura y curiosidad, atraídas por su belleza, no era tan común ver en estos lados un hombre tan rubio, tan pálido y tan alto como él, las doncellas portuguesas estaban enloquecidas por él, lo que hacia que el inglés estuviera aún más incomodo y por ende, tropezara más. Portugal no podía evitar reír. No se burlaba de él, pero ver a Inglaterra —tan solemne, tan formal— intentando bailar en una fiesta portuguesa, tímido por las miradas femeninas, era sencillamente encantador. Inglaterra soltó una risa silenciosa. Las pecas le brillaban bajo la luz cálida de los faroles. Tenía ese aire extranjero que lo hacía parecer parte de otro mundo, como si no perteneciera del todo a ese lugar. Pero esa noche, entre manos entrelazadas, risas tímidas y pasos desacompasados, parecía encajar un poco más. Y por un momento, Portugal sintió que, de alguna forma, él le pertenecía, aún si eso no era posible. —Nunca he visto a alguien bailar como tú —dijo él, bajando la voz—. Es como si tus pies no tocaran el suelo. —Es porque no lo hacen —respondió ella—. Soy hija del mar, ¿recuerdas? Él asintió, manteniendo los ojos fijos en ella. No dijo nada. Se acercó despacio, como si temiera romper algo frágil. Cuando estuvo lo bastante cerca, levantó las manos y, con una torpeza sincera, le tomó la cara entre las palmas. Sus dedos eran tibios, casi temblorosos, pero su gesto se mantuvo firme. La miró un instante más, buscando una respuesta en sus ojos. Y cuando la encontró, se inclinó y la besó. Y el mundo pareció detenerse. La música quedó lejana, como si viniera de otro tiempo, de otro lugar. Los pasos, las risas, el murmullo del salón... todo se desvaneció. Solo estaban ellos dos, allí, de pie bajo las luces tenues, respirando el mismo aire. El beso fue breve, pero profundo. Torpe, sí, pero esa torpeza no disminuía la sinceridad que transmitía. No era un gesto novato —no era el primer beso de ninguno de los dos— era la inseguridad de quien, pese a saber lo que hace, siente el peso del momento. Portugal no se apartó. En lugar de eso, respondió con dulzura, apretando apenas la tela del abrigo de Inglaterra con los dedos, atrayéndolo hacia ella. Durante esos segundos, dejaron de ser países o alianzas políticas; solo eran dos seres intentando encontrar un poco de refugio el uno en el otro. Y cuando se separaron, nadie habló al principio. Permanecieron allí, a poca distancia, respirando el mismo aire. Parecía que cualquier palabra iba a romper algo importante, como si el instante aún no estuviera listo para terminar. —¿Esto era parte del tratado? —preguntó ella al fin, sin moverse. Inglaterra sonrió, casi sinvergüenza, la miró con una mezcla de diversión y complicidad, una chispa traviesa asomando en sus ojos. —Era la cláusula secreta —susurró, con ese acento que empezaba a resultarle familiar, casi cercano. Inglaterra inclinó la cabeza y, con delicadeza, apartó un mechón de cabello que caía sobre el rostro de Portugal, acomodándolo detrás de su oreja, parecía volver a querer besarla en la forma que miraba sus labios. Ella sonrió, una sonrisa leve y cómplice, y sin decir palabra, tomó suavemente la mano de Inglaterra, entrelazando sus dedos con los de él. Con esa confianza silenciosa, Portugal empezó a caminar por el pasillo de piedra cubierto de hiedra, e Inglaterra la siguió sin dudar sin soltarle de la mano. Mientras avanzaban, la música del salón quedaba atrás, desvaneciéndose poco a poco entre el eco de sus pasos. En algunas alas del castillo ya reinaba el silencio, en otras aún vibraban las notas, pero para ellos solo existía ese instante compartido, la calidez de sus manos unidas y la tranquilidad que les ofrecía la penumbra. Esa fue la primera vez que se conocieron realmente, la primera vez que compartieron la cama y la primera vez que se vieron desnudos, reales, sin mascaras. La primera de tantas noches que iban a compartir, pero tal vez la más sincera. Eran aliados. Y algo más. Dicen que uno ama lo que no puede comprender. Y Portugal, sin darse cuenta, ya empezaba a amar su acento extraño, su forma incómoda de moverse por su mundo, el modo en que la miraba como si de verdad la escuchara. Aunque su corazón todavía vivía en sus mapas, en sus costas y en la sal del Atlántico, esa noche —solo por un momento— también vivió con él.1387
11 de septiembre de 2025, 16:25