"And now I love high tea, stories from uni, and the West End
You can find me in the pub, we are watching rugby with his school friends"
1590 El viento traía el olor a sal, pólvora y traición. Portugal subió al navío con pasos firmes, la cabeza erguida, pero había un peso invisible que ralentizaba su andar. No era la tela pesada de su vestido, ni la corona que descansaba sobre su cabello oscuro: era el anillo. Aquel anillo de oro macizo, incrustado con rubíes que parecían sangrar bajo la luz, el mismo que España le había deslizado en el dedo anular con la suavidad de un amante y la brutalidad de un conquistador. Un matrimonio de conveniencia, le dijeron. Un acuerdo entre coronas, le aseguraron. Lo llamaron la Unión Ibérica, como si las palabras pomposas pudieran enmascarar las cadenas. Sobre el papel sonaba a armonía, a gloria compartida, como si las antiguas rivalidades se hubieran disuelto por arte de una boda. Pero ella no recordaba haber dicho “sí”. Y sin embargo, la boda había ocurrido. La boda había sido real, con toda la parafernalia de dos imperios uniéndose en sacristía pueden provocar, con altares, himnos y bendiciones del mismísimo Vaticano en persona, encantado de oficiar una unión que fortalecía el equilibrio católico de Europa. Hubo misa. Hubo besos. Hubo testigos. Hubo un banquete deslumbrante, donde las sonrisas hipócritas de las naciones asistentes ocultaban el verdadero espectáculo: la humillación pública de Portugal. Las naciones se presentaron decorando la escena con sus propios intereses disfrazados de cortesía. Francia, apoyado contra una columna, sonreía con esa sorna característica, disfrutando del teatro ajeno como si hubiera sido armado para su deleite, Austria, radiante de orgullo, celebraba la expansión de su linaje, Holanda, tenso, con la mandíbula apretada, contenía las ganas de escupir al suelo. E Inglaterra… Inglaterra fue obligado a asistir. Inglaterra observó toda aquella farsa desde las sombras del salón, con la mandíbula tan tensa que sus dientes parecían a punto de romperse. Lo vio todo: la forma en que España la reclamaba ante todos, tomándola por la cintura con esa arrogancia descarada, besándola frente al mundo, sellando su victoria con un beso escandaloso que duró más de lo debido, que selló la condena de Portugal ante el mundo. Y él tuvo que desviar la mirada. No por pudor, sino porque sentía la bilis subirle a la garganta, al presenciar cómo la mujer que conocía, la nación que consideraba su igual, era reducida a un trofeo de la ambición española, le revolvía las entrañas. Apretó los puños hasta clavarse las uñas, forzándose a resistir el impulso de atravesar aquel altar, desvainar su espada y arrancarla de allí. Sus manos sangraron en silencio, para evitar el impulso de matar a alguien. Preferentemente al novio. Pero lo peor no fue la ceremonia. Lo peor fue lo hermosa que ella se veía. Majestuosa. Inquebrantable. Atrapada. Con aquel vestido de brocado blanco, bordado a mano con hilos de plata y diminutas perlas, ceñido en la cintura, con mangas que se abrían en cascadas, ondeando como alas a cada paso. Sobre su pecho, un collar de zafiros brillaba, como si intentara competir con la firmeza de su mirada. En la práctica, Portugal seguía siendo Portugal, mantenía sus leyes, sus costumbres, sus barcos, sus sueños, su identidad… pero su libertad, esa sí, había sido entregada en las letras pequeñas de aquel tratado, encadenada con promesas de oro que, en realidad, eran grilletes. Pero no para Inglaterra. Para él, Portugal no era parte de España. No lo sería jamás, no mientras él respirara. Él no reconocía ese matrimonio, ni ante Dios, ni ante el diablo, ni ante el propio océano. No le importaban los papeles, ni las coronas, ni los decretos. Ni el beso, ni los anillos, ni la bendición. Ni siquiera le importaba la Iglesia. Lo único que importaba era ella. Y él jamás permitiría que España la conservara sin resistencia. La Iglesia podía seguir rezando por su santidad, pero a Inglaterra le importaba una mierda. Él había quemado esos puentes hacía tiempo. El Vaticano había dejado de dictarle lo que debía hacer desde el instante en que Enrique VIII decidió que Roma no tenía derecho a decirle con quién podía o no podía casarse. Desde entonces, Inglaterra había aprendido una lección: los matrimonios no eran sagrados. Eran contratos y todos los contratos se podían romper. Portugal podía estar casada ante los ojos de Roma, pero Inglaterra tenía otros planes. Ella se divorciaría. Tarde o temprano se divorciaría de España, de su corona, de sus cadenas, y si no lo hacía por voluntad propia, él le daría las armas necesarias para romper esa alianza él mismo, pedazo a pedazo. Y allí estaban ahora, meses después, en un barco alejado de las rutas vigiladas por la Armada Española. Inglaterra se había encargado de que este encuentro fuera inevitable. Los papeles dirían que estaban en bandos opuestos, pero los papeles jamás habían dictado su voluntad. El Atlántico era testigo de su clandestinidad, y las olas sabían guardar secretos mejor que cualquier ministro. España había asegurado el trono portugués a través de herencias y presiones que nadie osaba desafiar abiertamente. Nadie, excepto Inglaterra. Él había encontrado en la desobediencia sutil su propia forma de resistencia. Mientras los mapas dibujaban líneas que unían a Portugal con España, Inglaterra se empeñaba en trazar otras, invisibles, peligrosas, indecorosas. Inglaterra la esperaba en la cubierta, con esa paciencia fingida que solo un corsario sabía disimular. El sombrero ladeado, el abrigo de guerra abierto, y una sonrisa que no prometía nada bueno. Cuando ella apareció en cubierta, envuelta en un vestido de terciopelo bordo, él no se inclinó en reverencia. —No suelo invitar a mujeres casadas a mis barcos, Portugal —dijo, apoyado contra el mástil con esa sonrisa de lobo que nadie más sabía usar—. Pero contigo siempre haré excepciones. —Debería sorprenderme tu descaro —replicó ella, ajustando la capa con un movimiento que pretendía neutralidad, aunque sus labios se curvaron, inevitables—. Pero contigo, ya nada me sorprende. —Me alegra oír eso. Pensé que habías olvidado cómo se siente ser cortejada sin papeles de por medio. Inglaterra se enderezó, sus botas resonando con autoridad en la madera húmeda, cada paso una declaración, una provocación. La distancia se deshizo con su avance, hasta que el aire entre ambos pareció cargarse de electricidad. —Sigues jugando a ser mi aliado cuando oficialmente deberías ser mi enemigo —dijo ella, cruzando los brazos con elegancia, , como si su simple postura fuera suficiente para mantenerlo a raya. —Dudo mucho que hayas firmado ese matrimonio por voluntad propia —murmuró él, la voz tan afilada como su mirada—. Así que no lo reconozco. Su mirada la recorrió con sin disimulo, desnudándola con los ojos. No era bien visto mirar así a una mujer casada, menos aún si estaba casada con otro hombre. Pero Inglaterra nunca fue de seguir protocolos cuando se trataba de ella. —Eso te convierte en un traidor, Iggy. —O en alguien que entiende que hay ciertas alianzas que no pueden romperse con un decreto, ni con un matrimonio impuesto—Su mirada la penetraba, como si sus ojos verdes tuvieran la capacidad de atravesar corsés, anillos, tratados y apariencias—. Tú no elegiste compartir trono con ese idiota. Pero yo… yo te elegí a ti hace siglos. Y a mí no me interesa retractarme. —No necesito tu protección. España me cubre suficientemente. —Oh, claro, me consta. Y sin embargo, aquí estoy yo, asegurándome de que tus barcos no terminen en el fondo del Atlántico. Qué curioso que sea yo, y no tu “esposo”, quien se preocupa por eso. —Su tono se volvió afilada como un cuchillo. Portugal desvió la vista hacia el horizonte, hacia esas colonias y rutas comerciales que España intentaba devorar con su insaciable apetito imperial. Sabía que Inglaterra tenía razón. Él había protegido sus intereses en ultramar, incluso cuando sus gobiernos fingían ser adversarios. — Si España descubre que mantienes mis rutas seguras, no dudaría en volcar toda su furia sobre ti.—le advirtió. Inglaterra aprovechó para invadir su espacio, con completa naturalidad. Su mano se alzó, sin pedir permiso, rozando el borde del anillo en su dedo anular. Sus dedos lo tocaron con una delicadeza cargada de rabia contenida, como si quisiera arrancarlo de un solo gesto—ganas no le faltaban—pero el roce fue suficiente para dejar claro que aquel anillo, para él, era una afrenta personal y que, si por él fuera, lo aplastaría bajo su bota o lo lanzaría al mar. —No le temo a España, ni a su armada, ni a sus amenazas. —Su aliento rozaba su piel, tibio, peligroso—. Lo que me preocupa no es su furia, sino tu paciencia. ¿Cuánto tiempo más vas a tolerar esas cadenas? Su mirada se clavó en la de ella, afilada, peligrosa, con esa promesa silenciosa de que no la dejaría en paz hasta que ella estuviera divorciada… lo cual, aunque en ese momento ninguno de los dos lo supiera con certeza, tendría que esperar aún varios años para suceder. Pero Inglaterra ya había tomado su decisión y cuando él decidía, el tiempo era solo un detalle menor. Portugal no respondió. No podía. La política era una jaula de oro y cada movimiento debía ser calculado con precisión de cirujano, pero en su silencio había una grieta, y él la conocía demasiado bien. —Sabes, Portugal… —continuó él, con una media sonrisa mientras le ponía un mechón detrás de la oreja, sus dedos rozando su piel con descaro— Hay matrimonios que son como nudos marineros: útiles, firmes… y muy fáciles de desatar con el tirón correcto. —No es tan sencillo desatar alianzas cuando la cuerda es española... —replicó ella, pero sus palabras carecían de convicción. —Oh, pero tú y yo sabemos que los españoles no son precisamente expertos en nudos —respondió él, acercándose aún más, ahora compartiendo el mismo aire—. Lo suyo siempre fue la pompa, las coronas, las posesiones... pero nunca el mar. Ese es nuestro campo, darling. Portugal giró apenas el rostro, lo suficiente para verlo con una ceja enarcada, los labios peligrosamente cerca con una sonrisa que siempre era el preludio de un desafío. —¿Y qué propones tú, corsario? ¿Qué me lance a las aguas y nade hacia ti? —No sería la primera vez que saltas de un barco en llamas, love. Y sabes que si tú saltas, yo estaré allí para recogerte. Siempre lo estoy —dijo él, apoyando un codo en la baranda, su cuerpo rozando el de ella, con esa comodidad descarada de quien no teme al rechazo. —Te arriesgas mucho al hablarme así. Soy tu enemiga. —Pero la distancia entre sus cuerpos decía otra cosa. —Y sin embargo, aquí estoy, protegiendo tus naves, vigilando tus costas… mientras tu flamante “esposo” ni siquiera sabe por dónde navegan tus barcos. —Su sonrisa se ladeó, mordaz, cortante—. Qué curioso concepto de enemistad tenemos, ¿no te parece? Portugal exhaló, intentando no morderse los labios o sonreír o, peor aún, besarlo. Pero la tentación estaba allí, flotando en el aire, como pólvora. —España puede haberte puesto un anillo, pero tú y yo sabemos quién conoce mejor tus mareas. —Inglaterra se inclinó más, su voz ahora un susurro cómplice, sus labios rozando el filo de la provocación. —Deberías recordar que soy una mujer casada. —dijo ella, aunque no se apartó ni un milímetro de su cercanía, sosteniéndole la mirada. —¿Casada?—su risa fue un golpe bajo.—¿Dónde esta tu querido esposo? ¿En su palacio? ¿En Madrid? Porque aquí solo estamos tu y yo. —replicó él, con una sonrisa ladeada. Sus dedos descendieron, encontrando la curva de su cintura, deslizándose con descaro, como si esa cercanía fuera su derecho ancestral, inquebrantable. Portugal le sostuvo la mirada, sus manos viajaron como inercia hacia el cuello de su abrigo, no para apartarlo, sino porque no tenía de donde más sostenerse. —Eres un idiota arrogante —dijo ella, pero sus labios estaban peligrosamente cerca de los suyos como para que sonara a reproche real. —Y tú una mujer que disfruta de los idiotas arrogantes más de lo que admite. No le dio oportunidad de responder. Su sonrisa arrogante fue la única advertencia antes de que en cuestión de segundos la sujetara por la cintura, atrayéndola hacia él, la espalda de ella chocando contra la baranda del barco, su cuerpo pegado al suyo. Y entonces él la besó. Fue una declaración, un asedio, una invasión consentida. Sus labios chocaron en un beso voraz, sin tregua, sin paciencia. Él se adueñó de ese instante, explorando cada reacción de ella, disfrutando cómo resistía y cedía a la vez, atrapada entre el miedo y el deseo. La devoro, la conquisto, la besó como si el acto de hacerlo fuera un asalto, como si con cada movimiento de sus labios le estuviera robando algo que España jamás podría tener. Las manos de Inglaterra no se quedaron quietas, no se conformaron con rozar, bajaron, sujetaron, apretaron, marcando la silueta de ella como si pudiera memorizarla a través de la ropa. Portugal jadeó contra sus labios, el mundo, su matrimonio, la política dejaron de existir por un momento, pero ella respondió de la misma forma, sus labios se encontraron con los de él con la misma pasión, ya que resistirse era una farsa, y ambos lo sabían. Cuando se separaron, sus respiraciones eran cortas, irregulares. —No debimos hacer eso —dijo ella, pero su respiración traicionaba la advertencia. —Tarde, darling —susurró, inclinándose hacia su oído, su aliento caliente rozando su piel—.. Además ¿Quién va a detenerme? España está demasiado ocupado jugando al emperador. Y tú… tú no quieres detenerme. Ella cerró los ojos por un instante, como si pudiera encontrar fuerza en la oscuridad. No la encontró. —Estoy casada. —repitió temblorosamente, más para ella misma, como si intentara convencerse. —Estás casada con un imperio que no sabe lo que tiene. —susurró, sus labios rozaron su mandíbula, como si la idea de detenerse fuera absurda.—. Y yo soy un pirata, Leonor. Robar lo que otros presumen poseer es mi mejor habilidad. —Eres un descarado. —Y tú lo disfrutas. —dijo él, con esa certeza que desarmaba. Y entonces volvió a besarla. Pero esta vez, ella levantó una mano entre ambos, temblorosamente, para aferrarse a la última hebra de decoro que le quedaba. Sus dedos presionaron suavemente su pecho, como si con ese toque pudiera detenerlo. —Meu Deus, Arthur, não aquí... —susurró, con la respiración entrecortada y sus mejillas encendidas como brasas. Inglaterra sonrió, esa sonrisa lenta, canalla, que precedía cada una de sus decisiones más imprudentes. —Darling, invocar a Dios en vano es pecado —murmuró con voz baja, áspera y llena de intención, sus labios rozaron la comisura de su boca, apenas un roce, pero suficiente para quemarle la piel. Entonces sus manos nuevamente se deslizaron por su cintura, firmes, posesivas, atrapándola entre su cuerpo y la barandilla del barco, sin darle lugar para escapes o arrepentimientos. —Arthur... —ella intentó sonar severa, pero su voz se quebró en un suspiro cuando él inclinó la cabeza y dejó un rastro de besos lentos y abrasadores sobre su cuello, rozando con la nariz la línea de su mandíbula, saboreando cada estremecimiento. Su cuerpo la traicionó con más fuerza que cualquier palabra. Ella intentó apartarse, pero su intento fue más teatral que real. Inglaterra aprovechó esa falsa resistencia, para hundir sus caderas contra las de ella para que ella supiera perfectamente lo que ella le provocaba, lo duro que estaba por ella. La madera crujió, como si el propio barco les rogara que fueran decentes, pero Inglaterra no era hombre de súplicas, mucho menos de obedecer, no cuando sus dedos ya tiraban de los cordones de su corsé. —Sabes tan bien como yo que deseas esto—gruñó él, sus dientes rozando su clavícula, enviándole descargas eléctricas. Ella abrió la boca para responder, pero lo único que salió fue un jadeo ahogado cuando él deslizó su pierna entre las de ella, forzando una cercanía tan íntima que la decencia se arrojó al mar, presionando su rodilla justo en su centro. —Arthur… —lo reprendió, aunque la súplica en su tono desmentía la queja. A Inglaterra no le importó que ella estaba casada, ni que estuvieran en un lugar donde podrían ser vistos en cualquier momento por cualquiera de los hombres de sus tripulaciones. Su mano se deslizó más abajo, ahuecando su trasero a través de la tela del vestido, apretándola con tanta fuerza que la hizo jadear. —Quítame las manos de encima —protestó débilmente, arqueando su cuerpo ante su tacto a pesar de sus palabras. Sus dedos enredándose en la tela de su casaca, y aunque su mente gritaba que debía apartarse, su cuerpo ya había decidido por ella. El aprovechó la cercanía para acorralarla aún más, descendiendo con la boca por su cuello, mordiendo, saboreando la sal de su piel mezclaba con la brisa marina, provocando un gemido en ella en el proceso. —Liar —sonrió con suficiencia, sus dedos encontrando el dobladillo de su falda, subiéndolo centímetro a centímetro. El aire fresco de la noche le golpeó los muslos, haciéndola temblar, pero el calor entre sus piernas ardía más que nunca. Las yemas de sus dedos recorrieron el borde de sus bragas, provocándola, y luego, y sin pedir permiso —porque no era de esos—, lo levantó hasta enroscarlo en su cadera. Portugal jadeó, sus dedos crispándose en la baranda, luchando contra sus propios latidos, contra sus propios impulsos. Fue entonces cuando él la volvió a besar. Esta vez sin aviso, sin permiso, sin pausa. Ella intentó protestar, pero sus gemidos fue lo único que salió de su boca. Los dedos de Inglaterra encontraron el lazo de su corsé y tiraron de él con la precisión de quien ha cometido ese crimen demasiadas veces. La tela cedió, lenta, provocativa, dejando al descubierto su piel, provocando un importante sonrojo en ella. —Arthur... —susurró ella, pero sus palabras se ahogaron cuando él se inclinó y le mordió su labio inferior impúdicamente. Después descendió nuevamente por su cuello, dejándole una marca deliberada y descarado en la clavícula. Portugal arqueó la espalda, atrapada entre la dureza de la madera del barco y la dureza de los pantalones de él. —Esto es una locura… —alcanzó a decir, pero su voz temblaba más de lo que debía. —Locura es pensar que te dejaría en las manos de un imperio decadente —su mano bajó nuevamente a su cadera, deslizándose apenas entre la tela del vestido y su piel—. y que no haría nada al respecto. Ella se estremeció, sus piernas cerrándose por inercia, pero Inglaterra no le dio tregua. Ella jadeó de sorpresa cuando sus dedos encontraron su calor, aún a través de la ropa interior, deslizándose en su humedad, su pulgar rodeó su clítoris y con cada movimiento, enviaba olas de placer a través de ella. Su cabeza cayó hacia atrás, sus respiraciones eran cortas, jadeos agudos mientras él continuaba ese asalto con sus dedos, sin desprender su mirada de ella. La intensidad de sus ojos solo avivaba más la excitación de ella, mientras sus dedos continuaron su ritmo implacable, acercándola al borde. —Estás completamente empapada, darling—susurró, con la voz áspera. Ella se mordió el labio para ahogar un gemido, pero se le escapó, fuerte y desesperado. —Arthur, por amor de Deus… —susurró, aunque su cuerpo decía lo contrario. —¿Dios?—murmuró, su aliento quemándola—. Aquí el único dios que importa soy yo. Los gemidos de Portugal llenaron el aire, el sonido arrastrado por el viento, perdido en la vasta extensión del océano. Estaba cerca, tan cerca, su cuerpo tenso, listo para romperse bajo su toque, bajo sus dedos... y solo la había tocado a través de la ropa. Los besos se convirtieron en mordidas, las caricias en asaltos, y cada movimiento era una provocación. Sus piernas rodearon su cintura, acercándolo más, sintiendo lo duro que estaba contra ella y el ingles no perdió la oportunidad de aferrarse a sus muslos, deslizando sus manos con más descaro, deslizando la mano como un ladrón, ahora sí, por debajo de su ropa interior, disfrutando cómo ella arqueaba la espalda, completamente expuesta y rendida. La tela de su vestido era un obstáculo que él trató como enemigo: con brutal indiferencia. —Eres insoportable —murmuró, pero su voz tembló cuando él la frotó contra sus dedos un movimiento deliberado, lento, torturante. —Sigues pretendiendo que me resistes… es adorable. Pero inútil. Antes de que ella pudiera protestar más, él estaba de rodillas, sus manos subieron, audaces y atrevidas, deslizándose por sus muslos para luego empujar la falda hacia arriba, alzando la tela de su vestido sin delicadeza, revelando su reluciente coño al aire fresco de la noche. Ella pego un chillido, entre sorprendida por su descaro y excitada. Él se inclinó contra ella, su aliento caliente contra su piel, haciéndola retorcerse. Su lengua salió disparada, saboreándola. Sus gemidos llenaron el aire mientras él la lamía, su lengua explorando cada centímetro de ella. El aire frío le rozó la piel desnuda, pero no fue nada comparado con el calor que la inundó cuando su boca se cerró sobre su clítoris. —Arthur… nos pueden ver… —jadeo ella, aferrándose a la barandilla tras ella para apoyarse, sus piernas temblaban como mantequilla. Él rió entre dientes contra su coño, las vibraciones le provocaron escalofríos en la espalda, como si la idea de que alguien los viera simplemente le excitara más. Sus manos agarraron sus muslos, manteniéndola en su lugar mientras continuaba su asalto con lengua, sumergiéndose en ella, follándola a un ritmo implacable. Sus piernas casi cedieron cuando su lengua comenzó a trabajar en círculos lentos y deliberados, lamiéndola como si fuera lo único que lo mantenía vivo. —Oh, meu Deus...—gimió ella, enredando una de sus manos en su cabello mientras él chupaba y lamía, llevándola más cerca del borde con cada latigazo de su lengua. Ella cerró los ojos, perdiéndose en la sensación de su boca sobre ella. Su lengua era implacable, rozando su clítoris, penetrando su entrada e incluso rodeando su ano. Se retorcía contra él, sus caderas se sacudían sin control mientras él la acercaba cada vez más al orgasmo. Y luego, justo cuando estaba a punto de romperse, él se apartó. — Não… não para—Ella gimió en protesta, su cuerpo temblando de necesidad, sus ojos nublados. (No, no pares.) —Te dije que soy un pirata, darling. —susurró levantándose y desabrochándose el cinturón —. Y esta noche te voy a robar hasta el aliento. Su polla se liberó, grueso y pesado, con la punta reluciente de líquido preseminal. Luego la giró, haciéndola enfrentar al mar, su cuerpo atrapado entre la madera de la baranda y el calor de su pecho. —Inclínate —ordenó, guiando sus caderas con las manos mientras ella se inclinaba hacia adelante, presionando su trasero contra él. Su mano se deslizó por su abdomen, levantando su falda nuevamente, dejando al descubierto su trasero redondo al aire frío del Atlántico. Sus dedos se hundieron en su coño una vez más, y ella se arqueó cuando él volvió a acariciarla, maldiciéndose así misma por ceder. —Arthur… —su voz era un susurro roto, como si apenas pudiera pronunciarlo, pero sus caderas se pegaron a las de él como si la moralidad fuese un concepto lejano. Con un movimiento rápido, él estaba dentro de ella, su polla llenándola y estirándola. Portugal jadeó, su cuerpo ajustándose a su tamaño mientras él comenzaba a moverse. —Bloody hell, estás tan apretada incluso cuando estás empapada —gimió mientras la penetraba lentamente, centímetro a centímetro. Ella se mordió el labio para no gritar mientras la llenaba por completo. Cada embestida lenta, deliberada, era un recordatorio de que las coronas, los anillos y las misas eran solo escenografías. Aquí, sobre esa baranda, ella no era de España, era de él. —Mírame, Leonor —gruñó, apartándole el cabello para verla de perfil, sus mejilla sonrojadas, los labios entreabiertos—. Mírame cuando te desmorones. Su mano la sostuvo por la garganta, apretando lo justo para recordarle quién la estaba deshaciendo, su otra mano la mantenía firmemente en la cadera. Portugal cerró los ojos, pero no pudo evitar la sacudida que la recorrió cuando sus embestidas se volvieron más urgentes, sus cuerpos se encontraron en ese vaivén perfecto, como si el mar los moviera al compás de su pecado. Ella apretó la baranda, los nudillos blancos, su cuerpo dividido entre la vergüenza y el deseo. Inglaterra lo sabía y lo disfrutaba. — Isto é uma invasão. (Esto es una invasión) —Tú subiste al barco por tu propia cuenta, love. No pretendas que soy el único culpable.— dijo con una risa ronca, empujando más fuerte dentro de ella. Cuando Portugal se estremeció y su orgasmo la inundó, su cuerpo temblando contra el suyo; Inglaterra sonrió con esa arrogancia imperial que siempre le había caracterizado y la sostuvo firme, impidiendo que las rodillas la traicionaran. Pero no terminó ahí. Salió de ella con un sonido húmedo y resbaladizo, su polla brillando con sus fluidos bajo la tenue luz de la luna. La giró rápidamente, aferrándose a sus nalgas con tanta fuerza que dejó marcas. Sus labios se encontraron con los de ella con brutalidad, la besó como si el aire le perteneciera, como si el aliento de Portugal fuese su botín de guerra. Y cuando ella, entre jadeos, le susurró su nombre, con la voz rota, él supo que había ganado. —No vas a salir de aquí caminando, darling. Pero te prometo que lo disfrutarás —gruñó y la volvió a penetrar una vez más, con una estocada profunda, como si marcara su territorio. —¡Arthur!— gritó, su voz resonando por la cubierta vacía. Su espalda se apretaba contra la áspera madera de la barandilla del barco, las astillas se le clavaban en la piel, pero no le importaba. Solo le importaba él: él y su gruesa y palpitante polla deslizándose en su coño empapado mientras la empalaba contra la barandilla. Sus caderas chocando contra las de ella con una fuerza que hacía que sus pechos rebotaran salvajemente. Sus pezones estaban duros, picos sensibles rozando su pecho con cada embestida. Él se aferraba a sus muslos con tanta fuerza que supo que al día siguiente estaría llena de moretones. —Si España pudiera verte ahora… se ahorcaría con sus propias manos—le dijo con los dientes apretados mientras la embiste, luego le levanta el mentón, obligándola a sostenerle la mirada mientras la penetraba. Ella echó la cabeza hacia atrás, su cabello cayendo en cascada sobre el borde de la barandilla. El sonido de piel contra piel se mezclaba con el crujido del barco y el romper de las olas contra el casco. Él gimió, su polla se contrajo dentro de ella mientras la follaba aún más fuerte. Ella podía sentirlo penetrar ese punto profundo, ese que la hacía ver las estrellas, su coño estaba tan húmedo que sus fluidos goteaban por sus muslos. No había testigos, salvo las olas. Pero aunque los hubiera habido, a ninguno de los dos le habría importado, sin embargo si alguien hubiera osado interrumpir, se habría encontrado con la imagen de Inglaterra poseyendo a Portugal con la misma ferocidad con la que los mares devoran las costas. Con un gemido gutural, Inglaterra le muerde el cuello con brutalidad, sincronizándolo con su embestida final. Su polla palpitando mientras derramaba su semilla en lo más profundo de ella con sus dedos clavándose en sus muslos violentamente. —Mine. Always mine. —Meu Deus… —a ella le tiembla la voz, pero tiene una media sonrisa en sus labios, aún si tiembla. Inglaterra sonrió con suficiencia, aún dentro de ella, viendo el pequeño desastre que había provocado, sus dedos recorriendo sus muslos resbaladizos. —Parece que estás hecha un desastre, darling— dijo, con la voz llena de satisfacción. —Bastardo. Portugal tenía los labios enrojecidos, la respiración desordenada, las mejillas ardiendo, su ropa era un insulto al decoro, apenas sostenida, como si en cualquier momento fuera a caer al suelo y con ella su última excusa para fingir dignidad. Sus muslos temblaban, húmedos, resbaladizos, marcados por la travesura que Inglaterra había hecho hace unos momento. Y él, con la sonrisa torcida y esos ojos verdes oscuros, la sostenía como si aún temiera que el mundo viniera a arrebatarle lo que acababa de robar. —No me mires así, love —le susurró, su pulgar deslizando con descaro el labio inferior de ella, hinchado, traicionero, culpable de haberle devuelto cada beso—. Sabías perfectamente lo que hacías cuando subiste a este barco. Portugal cerró los ojos un instante, intentando recuperar un aire que él parecía empeñado en robarle. Sentía aún su aliento en la clavícula, sus manos todavía ancladas a su cintura como si el océano mismo pudiera arrebatársela si la soltaba, aún demasiado cerca. Y claro que lo sabía. Portugal sabía perfectamente lo que hacía cuando subió a ese barco. Buscaba lo único que Inglaterra siempre le había ofrecido sin condiciones: complicidad. Porque incluso bajo la sombra de la Unión Ibérica, incluso siendo oficialmente enemigos en los mapas y los tratados, Portugal e Inglaterra jamás dejaron de ser aliados. Esa fue siempre la esencia de la Alianza Luso-Británica. No un papel firmado en tiempos de paz, sino una cadena de actos silenciosos en tiempos de conflicto. Portugal podía estar atada por ley a España, pero en la práctica, su lealtad era otra. Era a ese hombre, a ese corsario disfrazado de caballero, que siempre estuvo allí cuando más lo necesitó. No por deber. Sino por elección. Y así fue como sobrevivieron. No como esposos, no como reinos unidos por conveniencia, sino como dos potencias que, entre secretos y miradas furtivas, construyeron la alianza más longeva de la historia.