ID de la obra: 702

So Long London

Het
NC-17
Finalizada
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
197 páginas, 108.469 palabras, 23 capítulos
Descripción:
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1662

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Notas:

"Show me a gray sky, a rainy cab ride

Babe, don't threaten me with a good time

They say home is where the heart is

But God, I love the English"

1662 Londres la recibió con su habitual cielo gris, sin ceremonias ni adornos. La ciudad parecía indiferente, envuelta en una llovizna persistente que mojaba los adoquines y teñía el aire con el olor a piedra húmeda y humo. Sin embargo, ese día había algo distinto entre el ruido constante de carruajes y el eco lejano de campanas. Inglaterra la esperaba en el muelle. Más alto, más firme, sus años parecían haberlo cincelado con la precisión de un escultor. Desde aquel primer encuentro torpe y casi accidental en su tierra, mucho había cambiado, y sin embargo, había en él una calma antigua que permanecía intacta. —¿Así que este es tu imperio? —preguntó Portugal mientras bajaban del carruaje. Su voz era suave, casi burlona. Inglaterra alzó una ceja, entre divertido y ligeramente ofendido, y le ofreció su mano con un gesto solemne, aunque la mantuvo más de lo socialmente aceptado. —No es tan terrible —respondió. Ella le devolvió la sonrisa, un poco cómplice, un poco irónica. —Não, claro que no. Tiene... su encanto. Como tú. Cuesta, pero al final uno termina queriéndolo. Él soltó una risa breve, una risa que no surgía con facilidad, pero que ella sabía sacar de él como nadie más. La ciudad vibraba con vida y comercio. Caminaron por los pasillos húmedos de Whitehall hasta llegar a una sala privada. Inglaterra le había mandado preparar una ceremonia de té "a la portuguesa". Pero no era exactamente portuguesa. Portugal había traído consigo las hojas desde Macao, sí, pero el verdadero arte lo había aprendido mucho antes. Había sido China, meticuloso y silencioso, quien le enseñó la ceremonia china: respeto, equilibrio, intención. Más tarde, en Goa, fue India —vital, apasionado, inquisitivo— quien le mostró otra cara del mismo ritual: las infusiones con cardamomo, los silencios compartidos, la espera como acto de entrega. Entre ambos había nacido su forma de preparar el té. Un puente entre mundos. Inglaterra se dejó caer en una silla recta y la miró con ese escepticismo que reservaba para todo lo que no provenía de su isla. Para él, el te se tomaba solo en ocasiones cuando uno estaba enfermo, y como nación, él rara vez se enfermaba. —¿Esto es otra de tus lecciones diplomáticas, Portugal? Ella no respondió de inmediato. Preparaba el té con movimientos suaves, casi reverenciales, cada gesto era exacto, aprendido, incorporado. —No. Esto es civilización —dijo por fin, sirviendo el líquido ámbar en la porcelana—. Y si vas a seguir recibiendo reinas como Catalina, te conviene aprender a sostener una taza. Se inclinó apenas hacia él, le acomodó los dedos sobre la taza con un cuidado casi didáctico. El contacto fue breve, pero no inocente, no cuando al inclinarse hacia él, su escote desafiaba la paciencia y la decencia. Tanto que tuvo que bajar la mirada a la porcelana, analizándola como una reliquia extranjera para apartar esos pensamientos. —No entiendo cómo una bebida tan dulce puede hacer tanto ruido. —Porque es más que una bebida —respondió ella, sin perder la calma—. Es un gesto. Una pausa. Una forma de decir: "Estoy aquí. Escucho". —¿Y si no quiero escuchar? —Entonces bebe más. El silencio también habla. Por un momento quedaron en silencio. Inglaterra la observaba con atención, sus ojos oscuros reflejaban el mar antes de la tormenta, profundos y cambiantes. Cuando finalmente probó el té, frunció el ceño, sorprendido. —Es mejor de lo que imaginaba. Así transcurrió la mañana, compartiendo infusiones traídas de oriente. Portugal le enseñó a no hervir el agua con impaciencia, a esperar el momento justo, a no llenar la taza hasta el borde. Inglaterra la escuchaba como un soldado en campaña, atento y concentrado, observaba cada movimiento, como si fueran parte de un ritual ancestral. Y quizás lo era. Más tarde, salieron a caminar. No fue ella quien lo sugirió. Fue él, como si intuyera que ella necesitaba algo de caos, de brisa salada, de movimiento desordenado, para no extrañar su tierra. Y tal vez, porque comprendía que ella no era muy afín a quedarse mucho tiempo encerrada. Recorrieron los muelles bajo un cielo de estaño, las botas resonando sobre la madera húmeda. En silencio, subieron a una pequeña barca atracada al borde del puerto, solo ellos dos, como si el mundo exterior se hubiera desvanecido. El agua era oscura, densa como la tinta. El cielo parecía plomo líquido, suspendido sobre sus cabezas. Y sin embargo, para ella, aquella fue una de las tardes más hermosas que recordaría. Inglaterra parecía disfrutar de mostrarle su ciudad con la obstinación de quien aún cree ser capaz de sorprenderla, aún si esta no era la primera vez de ella en esas tierras. Como si cada rincón, cada sombra, cada silueta lejana de un barco pudiera arrancarle a Portugal una exclamación, una sonrisa auténtica. Y, de hecho, a veces lo lograba. —¿Te estás burlando de mi canal? —preguntó cuando ella señaló el curso del Támesis con una sonrisa ladeada, apenas irónica. —Jamás —respondió ella—. Simplemente remarco sus cualidades. La lluvia los sorprendió en mitad del agua. Al principio, era solo una llovizna tímida, casi etérea. —Siempre llueve aquí —protestó ella entre risas, mientras se cubría con su abrigo. Inglaterra se encogió de hombros, ya empapado, sin perder su compostura característica. —Lo hace más emocionante. —A ti todo te parece emocionante si hay riesgo de morir. —Una lluvia no nos puede matar, Portugal. No seas exagerada. —Pero podría darnos un resfriado. Luego, con la fuerza contenida de una vieja costumbre, cayó con mayor intensidad. Entonces bajaron del bote y corrieron. Ella reía, el cabello pegado al rostro, los zapatos resbalando sobre las piedras mojadas. Él no reía, pero alzó la vista al cielo, como si —por una vez— no le importara mojarse, como si disfrutara verla así: libre, viva, llena de energía. Se refugiaron bajo un arco de piedra junto al puerto. Los dos empapados, el aliento tibio entremezclado en ese pequeño espacio que parecía hecho solo para ellos. Jadeaban, no tanto por el esfuerzo sino por la intensidad del momento. Inglaterra la observó en silencio. Sus pestañas estaban cargadas de gotas, su capa pegada al cuerpo como una segunda piel, su pelo enredado. Portugal sentía el vestido pesado, húmedo, helado contra su piel, pero no le importaba. —Estás completamente empapada —murmuró él. —Tú también. Ella lo miró de frente. Las gotas le caían por su flequillo, deslizándose por sus pecas, trazando rutas invisibles que ella ya conocía, sus ojos, normalmente severos, tenían un brillo distinto, profundo. El agua seguía cayendo fuera del arco, pero en ese instante dejó de importar. Inglaterra abrió los labios, como si quisiera decir algo. No encontró las palabras. No hacían falta. Portugal lo tomó suavemente del cuello de la camisa y lo atrajo hacia ella. Lo besó sin pedirle permiso, sin dudar. Él respondió con sus manos firmes rodeando su cintura con la confianza de quien ha navegado esa costa mil veces. El beso fue largo, hondo, seguro. —Deus... amo esta ciudad —susurró ella, sin separarse del todo. —¿Y a mí también? —Tal vez. Inglaterra sonrió por fin. Esa sonrisa escasa, real, devota, que solo ella le conocía. La sonrisa del que no era diplomático, ni soldado, ni imperio. La sonrisa que solo existía cuando ella lo miraba así. Y entonces la besó de nuevo. Con más urgencia, con más profundidad, con más sinceridad. La sujetó por la cintura con fuerza, la apretó contra la piedra húmeda del arco, y Portugal sintió cómo la espalda se le arqueaba. Sus labios buscaron los suyos con hambre, sin la frialdad inglesa que solía envolverlo. Portugal sin pensar, deslizó una mano por su cuello, subiendo lentamente hasta enredar los dedos en sus rizos empapados. El cabello de Inglaterra estaba más suave de lo que recordaba, y se aferró a él, tirando suavemente, apenas, lo suficiente para que él la sintiera del todo. Inglaterra gimió contra su boca, un sonido leve, casi imperceptible. Sus manos se deslizaron por el contorno de su espalda, hasta llegar hasta su trasero, apretándolo contra él. Portugal sintió su lengua, cálida, exploradora, segura, sintió el sabor del té aún tibio en su boca, el contraste entre la humedad del entorno y el calor que nacía entre sus cuerpos. Inglaterra inclinó el rostro para mayor profundidad, explorando cada rincón de su boca como si cartografiara un continente perdido. Sus manos la rodearon por completo, envolviéndola sin dejar lugar a dudas. La apretó con fuerza, recorriendo sus formas con una seguridad que rozaba la desesperación muda de quien ha esperado demasiado demasiado, desde que estaban tomando el té, Inglaterra sabia que la iba a tener en sus manos. Ella se dejó llevar, perdida en el ritmo, en el peso, en el beso que compartían. Pequeños sonidos escapaban de los labios de Portugal, involuntarios, robados. El mundo era solo ese beso. La presión de sus cuerpos bajo el arco de piedra parecía detener el tiempo. Inglaterra bajó, una vez más, una mano a la curva de su espalda baja, presionándola más contra él, mientras la otra se perdía entre la tela húmeda de su vestido, subiendo hasta uno de sus pechos, apretando y sacándole un jadeo como respuesta. Sus bocas se abrían y cerraban, buscando nuevas formas de encontrarse, de decirse todo lo que no habían podido en palabras. El cabello mojado de Portugal se le pegaba a sus mejillas; sus respiraciones eran erráticas, mezcladas, indistinguibles. Inglaterra dejó escapar un murmullo apenas audible, entre el jadeo y el inglés: —God, Leonor... Ella jadeó apenas, sintiendo cómo él la empujaba contra la piedra fría, pared que contrastaba brutalmente con el fuego que se irradiaba entre ambos. El contraste era tan visceral que todo su cuerpo reaccionó: sus dedos se crisparon, sus labios se abrieron apenas, sus ojos se cerraron como si eso ayudara a soportar la embestida de sensaciones. Los dedos de él se clavaron en su cintura con un ritmo propio, moviéndola contra sí sin pensar, su agarre era una declaración muda: la necesitaba cerca, no por ternura, sino por necesidad, por hambre. Y aunque el beso seguía siendo una danza profunda, había momentos —pequeños estallidos— en los que él perdía la compostura: una mordida suave, un suspiro ahogado, una embestida de sus caderas que la empujaba con más fuerza contra la pared, ya no del todo involuntaria. Portugal respondió arqueándose, sentía su respiración, el aliento cálido, los labios que bajaban ahora por su mandíbula, por su cuello, mordiendo, succionando, dejando marcas que ardían como tinta sobre la piel mojada. El mundo se redujo a esos segundos suspendidos. A ese roce, a esa presión, al vaivén contenido que los apretaba uno contra el otro como si algo en la tierra los hubiera reclamado para sí. Y entonces, sin aviso, un carruaje pasó junto al arco. Las ruedas golpearon un charco profundo, levantando una ola de agua sucia que los empapó de pies a cabeza. Portugal dio un grito ahogado, seguido de una risa que la estremeció por completo. Rió con todo el cuerpo, con los ojos cerrados, la frente pegada contra el pecho de Inglaterra, los hombros sacudidos por la sorpresa. El momento fue absurdo, pero hasta lo absurdo también tenía su belleza. Inglaterra, en cambio, no se rio. Se quedó quieto, empapado de nuevo, mirando con expresión de pocos amigos hacia el carruaje que ya desaparecía por la calle. Su elegancia inglesa había sido violentada por un charco y el destino. Bufó con resignación. —Bloody marvellous —masculló, observando su capa aún más arruinada y chorreante como si hubiera sido traicionado por su propia ciudad. —Vamos, fue perfecto —dijo ella entre jadeos—. Trágico, poético... besos y un diluvio. Hay quien paga por menos. Inglaterra la miró de reojo. Había gotas cayendo aún de sus pestañas, pero sus ojos conservaban el mismo fuego templado de minutos antes. Tenía los ojos oscuros y la mandíbula apretada mientras observaba el carruaje que se alejaba. Sin decir palabra, se volvió hacia ella, fijando su mirada en la suya con una intensidad que la dejó sin aliento. Y la volvió a besar, esta vez sin interrupciones, esta vez con más fuerza, aferrándose a sus caderas mientras la empujaba firmemente contra la pared. Ya no había provocaciones, ni bromas juguetonas, solo una necesidad cruda y desenfrenada. Volvió a besarla, sin importarle si los veían. En el siglo XVII, tales exhibiciones públicas eran escandalosas, pero a él no le importaba en absoluto, nunca le importo. El podría aparentar ser un caballero con el resto del mundo, pero no lo era, menos con ella. La apretó contra la pared, mientras la lluvia caía a cántaros sobre ellos, aumentando la humedad de sus cuerpos. Portugal gimió, su cuerpo respondiendo a cada caricia. Podía sentir su erección apretándose contra ella, sus manos recorriendo su cuerpo, explorando sus curvas, podía sentir la lluvia mezclándose con su sudor, deslizándose por su cuerpo en riachuelos. Las manos de Inglaterra se deslizaron por sus muslos, clavándole los dedos en la suave carne lo justo para provocarle una oleada de calor en su interior. Ella jadeó en su boca, aferrándose a la tela húmeda de su camisa, acercándolo aún más. Luego, las manos de Inglaterra descendieron hasta su trasero, apretándolo. Su muslo presionaba entre sus piernas, firme e insistente, y ella no podía evitar restregarse contra él, la fricción le arrancaba un gemido bajo. Sus caderas se mecían hacia adelante, imitando sus movimientos, y podía sentir la dura longitud de su miembro presionando contra ella a través de las capas de ropa empapada. Era vertiginoso, la forma en que abrumaba sus sentidos: la fría piedra en su espalda, el calor cálido de su cuerpo, el sabor de su boca y el inconfundible calor que crecía entre sus piernas. Los labios de Inglaterra se separaron de los suyos, recorriendo su mandíbula en una serie de besos húmedos con la boca abierta que la hicieron estremecer. Sus dientes rozaron su piel, mordisqueando suavemente antes de calmar el leve escozor con la lengua. —Dios, estás empapada—, murmuró contra su cuello, con voz áspera y baja, provocando otra oleada de calor que la recorrió. Su mano se deslizó más arriba en su muslo, rozando el borde de su vestido hasta deslizarse por debajo de la tela hasta llegar a su ropa interior. Ella gimió cuando las yemas de sus dedos rozaron su clítoris, ya hinchado y sensible. Podía sentir su humedad, su calor, su deseo. Podía sentir su propio deseo, su propia necesidad. La deseaba, la necesitaba, y la iba a poseer. —Arthur… —empezó a decir, pero sus palabras se disolvieron en un jadeo cuando sus dedos empezaron a moverse en círculos lentos y pausados. Sus caderas se sacudieron involuntariamente, buscando más presión, más fricción. Él rió entre dientes con una risa sombría, su aliento caliente contra su oído. —Estás tan mojada —gruñó, hundiendo los dedos más abajo para provocar su entrada—. ¿Es todo esto para mí? ¿O es la lluvia? Sus dedos se hundieron profundamente en su coño y ella gritó, clavándole las uñas en sus hombros mientras él curvaba los dedos, encontrando ese punto que le hacía temblar las piernas. Ella jadeaba, moviendo las caderas desesperadamente contra su mano. Él añadió otro dedo, estirándola deliciosamente, y ella sintió que se apretaba contra él, su cuerpo rogando por más. Estaba tan cerca, tan jodidamente cerca, sin embargo, retiró los dedos bruscamente, dejándola temblorosa y frustrada. Inglaterra se puso de pie, arrastrándola hacia otro beso abrasador mientras forcejeaba con sus pantalones. Cuando por fin liberó su miembro —grueso y palpitante de deseo—, las mejillas de Portugal se sonrojaron profundamente. Sus ojos recorrieron nerviosamente su cuerpo y el lugar, estaban bajo un puente, expuestos, alguien podría verlos... —No... no deberíamos... —susurró con voz temblorosa. Pero su mano traicionó sus palabras, moviéndolas lentamente de arriba abajo por su miembro mientras se mordía el labio, con la indecisión reflejada en sus ojos. Inglaterra gimió, aferrándose con fuerza a sus caderas. —No seas tímida,—dijo con firmeza, empujándola hasta ponerla de rodillas. Ella dudó un momento, pero la mirada en sus ojos era imperiosa. —De rodillas. Ella lo tomó en su boca, saboreando su sabor salado mientras comenzaba a trabajarlo con la lengua. Él gimió, sus manos se enredaron en su cabello, guiando su cabeza mientras ella lo penetraba más profundamente. Sintió náuseas, las lágrimas le picaban en las comisuras de los ojos, pero se sobrepuso, decidida a complacerlo. —Deeper —ordenó, apretando su agarre en su cabello y obligándola a tomarlo más profundamente. Ella se atragantó, su garganta se apretó a su alrededor mientras luchaba por respirar. La sensación era abrumadora, una mezcla de dolor y placer que le provocó escalofríos en la espalda. Él le echó la cabeza ligeramente hacia atrás, dándole un momento para recuperar el aliento antes de empujarla hacia abajo de nuevo. Esta vez, ella lo llevó hasta el fondo, con la nariz pegada a su estómago. Su garganta se apretó a su alrededor, y él gimió de satisfacción, sus caderas se sacudieron involuntariamente. —Just like that,— murmuró con la voz cargada de excitación.— just like that. Sus mejillas ardían de humillación, pero no podía negar cómo su cuerpo respondía a sus palabras. Sintió un calor acumulándose entre sus piernas, su propio deseo creciendo cada vez que iba más profundo. De repente, su mano envolvió su garganta mientras la inmovilizaba contra la pared. —No te detengas— gruñó, apretándola lo suficiente como para hacerla jadear. Abrió la boca obedientemente, tomándolo una vez más. Sus embestidas se volvieron más bruscas, más urgentes, y ella podía sentir la presión creciendo en su interior. Su garganta se estiró para acomodarlo, y se concentró en el ritmo de sus movimientos, intentando seguirle el ritmo a pesar de las lágrimas que corrían por su rostro. El agarre de él en su garganta se hizo más fuerte mientras la apretaba contra la pared , el pavimento áspero se le clavaba en la piel, pero Portugal apenas notó el dolor, concentrada por completo en la polla gruesa y palpitante que le llenaba la boca. Él gimió profundamente, sus caderas se movían con un ritmo brutal, cada embestida lo empujaba más profundamente en su garganta. Ella sintió arcadas, con lágrimas en los ojos, pero no se apartó. En cambio, se obligó a relajar la garganta, dejándolo penetrarla aún más profundamente, sus labios rozando la base de su miembro, la baba se le escapaba por la mejilla. —Damm it, Leonor —gruñó con voz grave y gutural—. Me tomas tan bien. Su mano se movió desde su garganta hasta la nuca, enredándose en su pelo oscuro mientras la obligaba a mantener el contacto visual. Tenía las mejillas sonrojadas, los labios estirados obscenamente a su alrededor y sus ojos brillaban con lágrimas contenidas —. Mírame mientras me tragas cada centímetro de mi cuerpo. Ella obedeció, con sus ojos turquesas nublados por el placer, clavados en él mientras él seguía follándole la boca. Los músculos de su garganta se tensaron a su alrededor involuntariamente, y él gimió de nuevo, el sonido vibrando a través de ella. —Yes, just like that —siseó, moviendo las caderas hacia adelante—. Te encanta esto, ¿verdad? Te encanta atragantarte con mi polla. Portugal no podía hablar, ni siquiera asentir, pero la forma en que su cuerpo respondió a sus palabras fue respuesta suficiente. Su coño se tensó de necesidad, sus pezones se endurecieron contra la tela de su vestido y un suave gemido escapó de su garganta. Él rió entre dientes con voz sombría, y el sonido le provocó un escalofrío, extasiado. Podía sentir la tensión creciendo en él, sus embestidas volviéndose más erráticas, más desesperadas. —Me voy a correr—advirtió con voz tensa. —Y te vas a tragar hasta la última gota. Portugal se preparó, su garganta trabajando para acomodarlo mientras él se hundía hasta la empuñadura. Sintió su polla palpitar, el primer chorro de semen golpeando el fondo de su garganta. Tragó saliva por reflejo, el sabor salado y amargo inundó su boca. Él gimió con fuerza, aferrándose a su cabello con más fuerza mientras continuaba vaciándose en ella. Ella mantuvo la mirada fija en él, incluso mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, su garganta trabajando incansablemente para recibir todo lo que él le daba. —Good girl — murmuró, finalmente saliendo de su boca con un chasquido húmedo. Ella jadeaba, con el pecho agitado mientras luchaba por recuperar el aliento. Él la agarró por la barbilla, obligándola a mirarlo, pasando el pulgar por sus labios hinchados. La ayudó a ponerse de pie, apretándole el trasero con fuerza mientras apretaba su polla aún erecta contra ella. —Creo que mereces una recompensa.— le susurró con vehemencia al oído. —Arthur, realmente no deberíamos hacer esto aquí. —murmuró, aunque su voz carecía de convicción. Sus ojos recorrieron nerviosamente las sombras bajo el puente en busca de cualquier señal de movimiento. La idea de ser atrapada la aterrorizaba y la excitaba a la vez, provocando una descarga de adrenalina en sus venas. —Deseas esto —murmuró, con voz baja y áspera. Deslizó la mano por sus muslos acariciando con los dedos la humedad entre ellos. Ella jadeó bruscamente, arqueando las caderas instintivamente ante su tacto. —Siento cuánto lo deseas. —Yo… yo sí —susurro ella con la respiración entrecortada mientras él presionaba la cabeza de su pene contra su entrada empapada. Su cuerpo lo clamaba, su coño palpitaba de necesidad, cada nervio ardía de anticipación. —Pero si alguien nos ve…— empezó nuevamente, y las palabras se fueron apagando mientras los dedos de Inglaterra se cerraban en su interior, tocando ese punto que le hacía temblar las rodillas. Se mordió el labio para ahogar un gemido, pero se le escapó, suave y desesperado. —Que vean —gruñó, con voz oscura y autoritaria. La giró bruscamente, presionando su espalda contra la fría pared de piedra del puente. La superficie áspera le arañó la piel, pero ella apenas lo notó. Su atención estaba puesta en él mientras sus manos recorrían su cuerpo, levantándole la falda y arrancándole las bragas con un movimiento rápido. La tela se rasgó con facilidad, y ella jadeó cuando sus dedos encontraron de nuevo su coño mojado, deslizándose sin esfuerzo entre sus pliegues hinchados. Su respiración se convertía en jadeos cortos y superficiales mientras él la provocaba, sus dedos se hundían en su interior solo para retirarse momentos después. Sus dedos sabían exactamente cuándo presionar y cuándo detenerse, como si fuera un juego que él mismo había inventado. Su sonrisa era un pecado en sí misma, descarada, soberbia, disfrutando cada jadeo que le arrancaba. —Por amor de Deus, Arthur...— gimió, con las piernas temblando de deseo. Quería que dejara de provocarla, que la follara de una vez, pero él parecía decidido a prolongar su placer. Sus dedos penetraron más profundamente esta vez, curvándose dentro de ella mientras presionaba su pulgar contra su clítoris. La cabeza de Portugal cayó hacia atrás contra la pared, un gemido estremecedor escapó de sus labios al sentir el placer que la invadía. —Estás hermosa así, Leonor —murmuró, con el aliento caliente rozando su oído—. Temblando. Rota. Mía. Agrego un dedo más, con una lentitud criminal, abriéndola más. —Arthur… —su voz fue un hilo quebrado—. No… no me hagas esto… Él rió bajo, satisfecho, mientras la mantenía atrapada entre su cuerpo y la pared de piedra, negándole el alivio que suplicaba con cada respiración. —¿Esto? Oh, darling, apenas estoy empezando, además los tratados son infinitamente más entretenidos cuando suplicas así. Estaba tan cerca, tan jodidamente cerca, pero entonces él se detuvo de nuevo, sacando los dedos con un sonido húmedo, dejándola temblando al borde. — ¡Arthur!—, gritó, con frustración y necesidad en la voz.—Deja de provocarme, bastardo. Él rió entre dientes con sarcasmo, moviendo las manos para sujetar sus caderas con firmeza, colocándose en su entrada, para luego penetrarla lentamente, centímetro por centímetro. —¿Cuál es la prisa, Leonor?— ronroneó, con un tono que destilaba arrogancia. —Sabía que eras impaciente, pero esto supera mis expectativas. Las manos de Inglaterra se apretaron en sus caderas mientras él comenzaba a moverse, sus embestidas lentas y deliberadas, prolongando cada sensación. Cada embestida enviaba oleadas de placer que ondulaban por su cuerpo, pero no era suficiente para llevarla al límite. Él la estaba provocando de nuevo, acercándola cada vez más sin dejar que se corriera. —Arthur, por favor…—, suplicó, con la voz quebrada mientras él seguía torturándola con su ritmo lento. Sus caderas se mecieron contra él instintivamente, desesperada por más fricción, pero él la mantuvo quieta. —Tienes que aprender a ser paciente, love—gruñó él, con voz firme e inflexible. Se apartó casi por completo antes de volver a penetrarla con fuerza, la repentina fuerza le arrancó un grito. Se aferró a la pared en busca de apoyo mientras él marcaba un ritmo brutal, cada embestida más profunda y dura que la anterior. La maldita arrogancia en su tono le hizo morderse el labio, sus caderas buscando inútilmente más contacto, más fricción, más de él. Pero él no se lo dio. No aún. No como ella quería. —No me dejes así… —susurró, sintiendo cómo el nudo en su estómago se volvía insoportable—. Te lo ruego… —¿Me ruegas, Leonor? —preguntó, fingiendo inocencia, mientras su mano la sujetaba con fuerza, marcando cada curva de su cuerpo como si fuera suya desde siempre—. ¿Así de bajo hemos caído? Ella cerró los ojos, su frente apoyada en la pared, sus mejillas encendidas, los muslos temblorosos, su coño se apretó con fuerza a su alrededor, su cuerpo desesperado por liberarse, pero él no se lo permitía. Cada vez que se acercaba, él aminoraba la marcha, presionándola sin piedad hasta que tembló de deseo. —¡Arthur, piedad!— gritó de nuevo, con lágrimas de frustración en las comisuras de los ojos. Estaba tan cerca, tan jodidamente cerca, pero él no la dejaba correrse. Se inclinó de nuevo, su aliento caliente contra su oído mientras hablaba. —Qué encantadora te ves suplicando por un poco de misericordia. —murmuró en voz baja y autoritaria. —Too bad I'm not merciful (Lastima que no soy misericordioso) Portugal gimió, su cuerpo temblando de necesidad mientras sus embestidas volvían a disminuir. Sus manos se movieron para agarrar sus muñecas, sujetándolas contra la pared, sobre su cabeza mientras continuaba embistiéndola con deliberada lentitud. Cada embestida era profunda y deliberada, diseñada para volverla loca sin darle lo que más necesitaba. —Arthur...— gimió de nuevo, con la voz temblorosa de desesperación. No sabía cuánto más podría aguantar, no sabía cuánto más podría aguantar antes de desmoronarse por completo. Pero a Inglaterra no parecía importarle. Continuó follándola lenta y deliberadamente…mientras la lluvia seguía cayendo esa tarde en Londres...hasta que tuviera suficiente de ella. Más tarde, se refugiaron en una vieja taberna, de esas con vigas oscuras, suelo de madera crujiente y olor a humo viejo. La lluvia seguía golpeando los ventanales con una insistencia monótona, como si el cielo se negara a soltar la escena. Dentro, el aire olía a humo, a lana mojada y a cerveza derramada. El suelo crujía con cada paso, las vigas negras del techo parecían cargadas de historia, de secretos, y ahora también... de tensión. Portugal atrajo todas las miradas desde el momento en que cruzó la puerta. Su vestido, típico de los años recientes, aún mojado por la tormenta, —y sudado por el encuentro anterior— se pegaba a su piel, como una segunda piel. Era una prenda de un tono dorado viejo, ceñida en el corsé con hileras de botones, perlas cosidas y encaje francés en el escote. Las mangas amplias de gasa, aún húmedas, se pegaban con timidez a sus brazos, y el corpiño —diseñado para la elegancia de una corte, no para el lodo de una taberna— dejaba su piel al descubierto hasta más allá de lo que era prudente. En especial su escote profundo y que brillaba con gotas de lluvia aún suspendidas en su clavícula. Su piel, de un tono oliva suave, relucía al fuego. El cabello, largo y color chocolate, se le había desordenado, con mechones oscuros pegados a la sien y al cuello. Sus ojos, turquesa contrastaban con la bruma gris del lugar. Parecía una visión sacada de una pintura, demasiado viva, demasiado hermosa para ese rincón tosco del mundo. E Inglaterra lo notó. Y el resto de la taberna también. Un par de hombres en la mesa contigua la miraban con evidente descaro. Uno murmuró algo que hizo reír al otro. Inglaterra ni siquiera fingió ignorarlo, su mirada los atravesó como una daga. Luego se volvió hacia ella, con gesto imperturbable. Portugal se sacudió el cabello, dejando caer gotas en el suelo de piedra. Inglaterra se quitó la capa con un chasquido áspero, el cuero mojado soltando un sonido desagradable. La arrojó sobre una silla. —Te ves fuera de lugar —murmuró, sin mirarla del todo, los ojos fijos en el fuego que crepitaba. Ella alzó una ceja, divertida. Sabía exactamente a qué se refería. —¿Por mi piel, mi acento, o por las miradas que no han dejado de seguirme desde que entramos? —preguntó, con una dulzura peligrosa. En medio de aquel lugar sombrío, entre hombres de rostro áspero y modales rudos, ella era una visión que parecía fuer de lugar. Inglaterra lo notó todo. Las miradas persistentes, las sonrisas torcidas, incluso los susurros entre dientes. Y no dijo nada, pero se colocó más cerca, su brazo rozaba el de ella. Luego su mano buscó la de Portugal, con deliberación. La tomó sin apuro, como si fuera un gesto casual. Pero al llevarla a sus labios, lo hizo sin apartar la mirada de los otros. Como si el beso en los nudillos fuera una declaración. Como si con ese gesto sobrio estuviera diciendo: "Mía". Portugal no apartó la mirada cuando Inglaterra besó su mano. Él soltó su mano con la misma delicadeza con la que un soldado envaina su espada: fingiendo que no ha sido usada. Se sentaron junto a una pequeña chimenea de piedra, en una mesa apartada. La madera crujía bajo sus botas y el ambiente olía a humo, a cerveza oscura y a cuerpos mojados por la tormenta. —Deberías cubrirte —dijo él, sin mirarla, mientras hacía un gesto al tabernero. Le trajo una copa de brandy para ella, y un vaso de algo más fuerte para él. —¿Por qué? —replicó Portugal, rodeando la copa con ambas manos para calentar los dedos—. ¿Temes que me enferme? Inglaterra alzó una ceja, sin soltar palabra. Observó cómo un par de hombres, sentados no muy lejos, volvían a girarse hacia ella con disimulo torpe. —Pareces muy atento esta noche, Arthur —continuó, sorbiendo el brandy sin prisa—. ¿Acaso temes que alguien me raptará en plena taberna? —No sería la primera vez que una mujer hermosa causa una pelea en un lugar como este —respondió él, mordiendo el borde de su copa. Portugal sonrió. Había algo deliciosamente contradictorio en su forma de molestarse. Tan rígido, tan correcto, y sin embargo... tan fácil de leer. —¿Soy su tipo, entonces? —dijo, inclinándose apenas hacia él, con voz baja y sonrisa ladeada—. ¿Piel dorada, ojos melancólicos, cruz al cuello? Inglaterra entrecerró los ojos, como si sus palabras fueran una trampa. O una confesión. —No estoy seguro de que "tipo" sea la palabra adecuada para describir lo que haces con la habitación cuando entras. Ella soltó una risa suave, más por la tensión que por el cumplido. Dio un sorbo más al brandy, luego lo dejó sobre la mesa con un leve chasquido. —Oh, entonces lo admites. —Admito que no me gustan las miradas sobre ti —dijo al fin, bajando la voz, cargada de un tono tan seco como el humo de su copa—. Y menos cuando pareces disfrutarlo demasiado. —Celos. Qué poco te sientan —murmuró ella, divertida. Inglaterra giró apenas la cabeza hacia ella, sin sonreír. —No son celos. Es prudencia. No todos los hombres tienen mis modales. Leonor giró apenas el rostro hacia él, con una ceja arqueada y la sombra de una sonrisa cargada de sal. Una media sonrisa, casi imperceptible, curvó sus labios húmedos. —¿Cómo tus modales hace un rato? —susurró con tono inocente, pero ojos afilados—. Debajo del arco de piedra. Inglaterra la miró con una mezcla de desafío y malicia en los ojos que le hizo cosquillear la piel, como si el aire entre ellos se espesara con un secreto compartido. —Eso —dijo, inclinándose apenas hacia ella, bajito— no son modales. Es un arte, un juego, una que dominas tan bien como finges que no. Ella arqueó una ceja y ladeó la cabeza, una sonrisa ladeada y traviesa curvando sus labios. —¿Un juego? ¿Y cuál es la apuesta? Inglaterra sonrió, ladeando los labios con descaro. —No te hagas la distraída, Leonor. La apuesta es cuánto más vas a provocarme antes de que te recuerde, frente a todos, por qué no podías caminar bien hace un rato. Portugal soltó una carcajada, baja y cómplice, aunque sus mejillas ardían. —Ah, claro. El caballero vuelve a hablar como un pirata. Qué sorpresa.—murmuró Portugal, alzando su copa y dándole un sorbo pausado, como si intentara disimular su sonrojo. Inglaterra se acercó apenas un poco más, lo justo para que el calor de su aliento le rozara el cuello, una promesa invisible que hizo que ella se irguiera apenas. —¿Y tú esperabas qué? ¿Una disculpa por lo de hace un rato? —replicó él, con una ceja alzada y la voz aún más baja, cargada de ese acento británico que ella encontraba irritante... cuando le convenía—. Porque no pienso dártela. —Qué alivio —murmuró Portugal, acercándose lo justo para desafiarlo—. Hubiera sido una lástima fingir que no me gustó. Inglaterra sonrió de lado, felino. —Como si pudieras —le susurró, ya peligrosamente cerca—. Cuando te temblaban las piernas y no podías dejar de repetir mi nombre, rogándome con ese acento tuyo... ... No se finge eso, Leonor. No cuando estabas desesperada. Se detuvo un instante, disfrutando de cómo ella se tensaba, esa mezcla de vergüenza y desafío. —Cómo te arqueabas hacia mí, lo mojada que estabas y la forma en que tus labios rogaban con esa impaciencia apenas contenida.< Portugal desvió la mirada, el rubor subiéndole a las mejillas, pero su voz mantuvo ese filo de ironía. —Muy poético, caballero... Aunque sospecho que estás mezclando recuerdos con fantasías. —¿Fantasear? —dijo él con una sonrisa ladeada, acariciando apenas el borde de su cuello con los dedos—. Si fuera así, no podría explicar este pequeño recuerdo mío, justo aquí... y aquí —musitó, deslizando un dedo sobre la piel debajo de la mandíbula—. Un detalle imposible de inventar, ¿no crees? Ella quiso negarlo, pero no pudo evitar que sus ojos lo siguieran y que una ola de calor se apoderara de su pecho. Inglaterra ladeó la cabeza con aire satisfecho, antes de bajar la voz en un susurro, solo para ella: —Y pensar que estuvimos justo bajo ese arco de piedra, en plena lluvia, tan expuestos a cualquier mirada indiscreta... Me pregunto si alguien más se percató de lo adorable que eras en ese momento. Ella lo empujó suavemente con el abanico dándole un leve golpecito en el pecho, roja como una amapola. —¡Indecoroso! —susurró, fingiendo escandalizarse, aunque sus ojos brillaban de risa. —¿E indecente? —preguntó él con una sonrisa ladeada. —Y pecaminoso —añadió Portugal, cruzando las piernas con gracia—. No olvides eso. —Never —murmuró Inglaterra, inclinándose lo suficiente para que solo ella oyera—. Aunque si eso es pecado, prefiero no redimirme. Además te estoy alabando. ¿Acaso no es virtud reconocer lo sublime? —No es virtud cuando se dice con ese tono —replicó ella, alzando la barbilla, aunque no pudo sostenerle la mirada mucho tiempo. —Ah, claro —dijo él, divertido—. El tono. El problema es el tono, no lo que pasó. Qué tranquilo me dejas. Portugal lo miró con horror fingido, apretando los labios para no reírse. Luego bajó la voz, ojos afilados: —Hay cosas que no se hacen debajo de un arco de piedra en medio de la lluvia. Inglaterra soltó una carcajada baja, como si recordara cada segundo de lo ocurrido. Se inclinó hacia ella con aire conspirativo. —Pero las hicimos —respondió Inglaterra, con esa sonrisa que conocía todos sus nervios—. Y lo volvería a hacer. Luego miró alrededor, alzando las cejas con fingida decepción. —Aunque claro... —añadió, recorriendo la taberna con la mirada— esta mesa es demasiado estrecha. Se rompería. Y, sinceramente, no quiero pagar por ella. Portugal se sonrojó hasta las orejas, y de inmediato cubrió su rostro con el abanico. —Inglaterra... estamos en medio de una taberna. —Justamente —dijo él, alzando la ceja—. Rodeados de hombres que no dejan de mirarte como si no supieran lo que vale tu pudor. Portugal parpadeó, sorprendida por el cambio de tono. Inglaterra ya no sonreía tanto, su voz seguía juguetona pero la mirada era seria. —¿Y tú sí lo sabes? —preguntó ella, tratando de ocultar la chispa de nerviosismo que le había cruzado el pecho. —Lo respeto —respondió él, aunque la sombra de una sonrisa ladeada contradijo sus palabras—. Cuando no estoy demasiado ocupado intentando quitártelo. Portugal dejó escapar una carcajada baja, entre la copa y el abanico, y negó con la cabeza, todavía roja. —Te vas a ir al infierno, inglés —dijo, con ese tono que parecía advertencia y confesión a la vez. —Si el infierno es un lugar donde se me castiga con tu compañía —musitó, con voz baja y ese acento tan propio que sabía hacerla arder—, temo que ya estoy condenado. Pero créeme, Leonor, paciencia no es palabra que figure en mi diccionario. Se recostó lentamente contra el respaldo de la silla, cruzando los brazos con esa despreocupada suficiencia que le era tan natural, mientras sus ojos nunca se apartaban de ella. —Esta noche, por cortesía, guardo mesura —dijo, ladeando la boca en una sonrisa cargada de descaro—. Pero no prometo que cuando regresemos al castillo mis manos sigan siendo tan respetuosas. Portugal lo observó con cuidado, repasando cada línea de su rostro, esa mezcla desconcertante de peligro y ternura que siempre la desarmaba. El calor subió a sus mejillas, pintándola de un rojo imposible de disimular. Con un gesto elegante, tomó su copa y fingió indiferencia, aunque una sonrisa apenas insinuada curvó sus labios. —Qué caballeroso de tu parte —murmuró, dejándose llevar por aquel juego tan suyo, mientras el leve tintinear marcaba el ritmo de su silencio cómplice. —Caballeroso no —corrigió Inglaterra, bajando la voz y bebió de su copa sin apartar la mirada—. Territorial. Ella se echó hacia atrás, dejando que sus ojos brillaran con una mezcla de risa contenida y un deseo que ni siquiera el tiempo ni la distancia lograban apagar. Y aunque su hogar siempre había sido el mar y los mapas, por un instante, su corazón latió con fuerza en Londres. En esa tierra gris, entre tazas de té humeante, entre pecas y silencios que decían más que mil palabras. En él.
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