ID de la obra: 702

So Long London

Het
NC-17
Finalizada
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
197 páginas, 108.469 palabras, 23 capítulos
Descripción:
Publicando en otros sitios web:
Consultar con el autor / traductor
Compartir:
1 Me gusta 0 Comentarios 0 Para la colección Descargar

1703

Ajustes de texto

"You know I love a London boy

I enjoy nights in Brixton, Shoreditch in the afternoon

He likes my American smile

Like a child when our eyes meet, darling, I fancy you"

1703 El aroma del roble encerado flotaba en el aire, mezclado con el dulzor de las uvas recién servidas en copas de cristal tallado. Sobre la mesa, descansaban los borradores del Tratado. Portugal e Inglaterra, sellando una vez más su ancestral alianza, esta vez con tinta, tela... y vino. Portugal se mantenía erguida junto a la ventana abierta, la silueta recortada por la luz ámbar del atardecer. Imponente con su vestido de montar: un abrigo negro entallado con bordados dorados ceñía su cintura, mientras la falda roja ondeaba levemente al ritmo de la brisa marina. El sombrero descansaba olvidado sobre el piano, testigo silente de una tarde intensa de diplomacia y tensión. Su cabello, suelto en rulos oscuros, caía sobre los hombros como olas lentas, peligrosamente suaves. —Tus condiciones son casi razonables —comentó sin volverse, con una sonrisa afilada—. Aunque tus precios en lana siguen siendo ofensivos. Inglaterra dejó su copa sobre la mesa con una elegancia estudiada. El bastón descansaba a su lado, ignorado por el momento. Apoyó un codo en el respaldo de la silla, girándose apenas hacia ella.  —Blame my sheep, not me —replicó con la ironía precisa de quien puede convertir un insulto en galantería. —Si los términos comerciales se inclinan demasiado hacia el textil inglés —continuó ella, sin mirarlo—, mis viticultores no verán esto como una alianza. Lo llamarán conquista, aunque la envuelvas en pergamino y lindas palabras.  Inglaterra jugueteaba con su copa de Oporto, haciéndola girar lentamente, como si meditara. Su voz llegó pausada, acariciando cada palabra. —Por fortuna para tus viticultores, tengo una debilidad incurable por tu vino. Mucho más que por el burdeos de Francia —sonrió—. Aunque no se lo digas. Le cuesta perder... incluso en catas. Portugal se cruzó de brazos, divertida, aunque un rubor tenue le subió a las mejillas. —Vas a provocar una guerra por una botella. —For you, I'd start many wars —murmuró él, sin apartar la mirada— Ya sabes lo que prefiero: sabores fuertes. Verdaderos. Sus ojos la recorrieron con ese descaro sereno que parecía una costumbre aristocrática más que una insolencia. Portugal rodó los ojos, aunque no pudo evitar sonreír, y regresó con paso firme a la mesa. Inglaterra no la perdió de vista ni un segundo. Desde su silla, apoyado con soltura, la observaba como si ya hubiese ganado la guerra, copa en mano, sonrisa ladeada. —Debo admitir que no esperaba que fueras tan feroz en la mesa de negociaciones —comentó—. Me has hecho sudar más que en una batalla naval. Portugal alzó una ceja sin apartar la vista del documento. —Es porque no estás acostumbrado a negociar con mujeres inteligentes. Inglaterra soltó una risa breve, sincera. —Tienes razón. Normalmente prefiero la guerra. Es más... directa, aunque lo tuyo no fue menos excitante. Ella suspiró con fingida paciencia, tomó la pluma y se inclinó sobre el tratado. Pero justo cuando la punta tocaba el pergamino, una mano firme y suave detuvo su muñeca. —Wait a moment. Portugal alzó la mirada, mezcla de sorpresa y exasperación pintada en su rostro. —¿Qué quieres ahora? Inglaterra se incorporó lentamente, con la serenidad imperturbable que siempre lo acompañaba. De entre los pliegues de su chaqueta extrajo una pequeña caja de terciopelo azul oscuro, y la posó con solemnidad sobre la mesa, justo entre ellos. El gesto tenía la precisión y la intención de quien baja una pieza clave en una partida decisiva. —¿Qué es esto? —preguntó ella, arqueando una ceja, más curiosa que impresionada. Él sonrió con teatral lentitud, como si esa pregunta hubiese sido el momento esperado toda la tarde. Abrió la caja con parsimonia, revelando en su interior un anillo de oro blanco, sobrio y pulido, coronado por un topacio azul cerceta. La piedra, profunda y luminosa, parecía encerrar la tormenta contenida del océano en sus aguas oscuras: el reflejo exacto del color de los ojos de Portugal. —Un símbolo. De respeto, por supuesto —dijo, fingiendo gravedad—. Y de posesión, si me lo permites. Digamos... una reafirmación a nuestra alianza. Portugal lo miró con la ceja más arqueada, escéptica. —¿Desde cuándo los tratados llevan joyas? Inglaterra apoyó el codo sobre la mesa y se reclinó, dejando que una sonrisa lenta y llena de astucia se dibujara en su rostro. —Desde que tengo buen gusto —respondió con desenfado—. Y desde que las contrapartes lucen tan condenadamente bien montando un caballo, con un abrigo negro ceñido y una falda roja que me ha dejado sin aliento toda la tarde. El rubor apareció inmediatamente en las mejillas de Portugal. Inglaterra no pudo evitar notarlo; el brillo travieso en sus ojos lo delataba. —Además —añadió con descaro—, técnicamente ya estamos casados desde 1373. Solo omitimos al cura, los votos... y, bueno, el orden de los acontecimientos. Portugal inhaló con fuerza, conteniendo una mezcla de sorpresa y desaprobación, y le lanzó una mirada fulminante. Pero el sonrojo que le subía por el cuello traicionaba su compostura. —¿Perdón? Inglaterra ladeó la cabeza, como si ella acabara de decir la pregunta más adorablemente ingenua del mundo. —Oh, no me malinterpretes, darling —dijo, mirándola como si la diseccionara—. Hubo... distracciones en el camino. Ya sabes, alianzas “necesarias”, matrimonios estratégicos, coronas compartidas que nadie pidió. Su sonrisa se ladeó con ese filo venenoso, como si cada palabra fuera una puñalada vestida de terciopelo. —España, por ejemplo —continuó, con fingida despreocupación, girando la caja del anillo con la punta de los dedos—. Aunque no te preocupes, love. No lo considero infidelidad. Más bien fue un préstamo... Portugal apretó la copa con tal fuerza que estuvo a un suspiro de romper el cristal. Él lo notó, por supuesto. Y lo disfrutó. —¿Un préstamo, dices? —replicó ella, con esa calma mortal que precede a las tormentas. —Desde luego —asintió, su tono educado al límite de la burla—. ¿O acaso creíste que iba a montar una escena de celos por un matrimonio que ambos sabemos que no firmaste con gusto? Lo nuestro, Portugal, siempre fue... extraoficial, pero permanente. Inglaterra asintió, encantado con sus propias palabras, con una expresión que mezclaba arrogancia y complicidad. —Además lo consumamos, varias veces—continuo, girando la copa en la mano—. Bastante moderno, si lo piensas. Hizo una pausa, ladeando la cabeza. —Aunque si necesitas refrescar la memoria... puedo repetir cada paso. Con más detalle esta vez. Ella parpadeó, ofendida y completamente sonrojada. —¡Arthur Ignatius Kirkland! —Presente. —Eres el hombre más arrogante que he conocido. —Por eso me sigues eligiendo, darling. —Y un cretino.  Él se encogió de hombros, sin perder la compostura. —Este anillo solo oficializa lo que llevamos siglos disfrutando en secreto —dijo con un tono que casi rozaba la provocación—. Después de todo, ¿Quién necesita una ceremonia cuando ya hicimos la mejor parte? La sangre le subió con violencia a las mejillas, y su abanico se abrió con un chasquido que resonó como un latigazo. Sin pensar, le propinó un golpe seco en el hombro. —¡Desvergonzado! Inglaterra fingió dolor, llevándose teatralmente la mano al pecho. —Ah, what a dreadful start for such a devout wife —murmuró con falsa gravedad, aunque su sonrisa seguía intacta, afilada como una daga bajo terciopelo. —¡No estamos casados! —replicó Portugal con énfasis, aún visiblemente ruborizada. Inglaterra ladeó la cabeza con aire curioso, casi inocente. —Aren't we? —señaló el anillo aún en su caja, la joya centelleando bajo la luz—. ¿Y qué crees que significa esta alianza tan sagrada? Por menos que esto he visto bodas reales en Escocia. Con gaitas. Y whisky. —¡Insolente! —So... is that a yes? —preguntó, alzando una ceja con elegante descaro. Portugal lo miró, cruzada entre la risa y la furia, pero el temblor en sus labios la traicionaba. Bajó la mirada al anillo, luego volvió a él. Sus ojos turquesa brillaban como el mar en tempestad. —¡Desvergonzado! —espetó ella, aunque ya sonreía, incapaz de esconder del todo el temblor divertido en sus labios. Miró nuevamente el anillo. Luego a él. Y volvió a mirar el anillo. —Podrías ser más amable con tu "esposo" —añadió él, sarcástico, con una reverencia burlona Portugal no pudo evitar reír por lo bajo, aunque fingió desdén. —Si este es tu intento de seducción, Arthie, te falta práctica. Inglaterra dio un paso más, borrando el espacio entre ellos. Su voz bajó un tono, grave, casi áspera. —Darling... if I were truly trying to seduce you, you you would already be on the table. La sangre subió de inmediato a las mejillas de Portugal. Lo fulminó con la mirada, pero su expresión ya no lograba ocultar el temblor entre indignación y deseo. —¡Eres un descarado! —That's a yes. —¡Y un blasfemo! —And you, a temptation worse than sin. If that's not marriage, I honestly don't know what is. Ella giró los ojos al techo, como pidiendo paciencia celestial. Pero su sonrisa era inevitable, e Inglaterra, por supuesto, la notó con una mirada victoriosa. —Don't worry, minha senhora —dijo él, llevando una mano al pecho con fingida solemnidad—. No tengo intención de arrodillarme. Unless you ask me to. Though not for prayer, I'm afraid. —¡No soy tu señora! Inglaterra no respondió de inmediato. Tomó el anillo con suavidad, y lo hizo girar entre sus dedos con destreza, como si sopesara una reliquia antigua. Luego, alzó su mirada hacia ella, esta vez sin burla, solo una chispa sincera, peligrosa, viva. —Then why don't we start there? Y sin darle espacio a otro reproche, Inglaterra tomó su mano con delicadeza, como si sujetara algo frágil y valioso. Sus dedos rozaron los de ella, cálidos y firmes, y entonces, sin prisas, deslizó el anillo en su dedo anular. La joya pareció encajar con una precisión casi mística, como si hubiese aguardado siglos para ocupar ese lugar exacto. Un segundo de absoluto silencio los envolvió. Solo se oyó el latido súbito que sacudió el pecho de Portugal —There —susurró él con una sonrisa sesgada—. Now it's official. Llevarlo no te compromete más que una alianza entre dos grandes potencias... though I must admit, it gives me the perfect excuse to call you mine. Portugal apretó los labios, intentando ocultar la sonrisa que le subía como una marea. Mordió el inferior, pero sus ojos ya reían. —Eres insoportable —dijo al fin, con voz baja—. Un día de estos me vas a condenar de verdad. Inglaterra bajó el tono, su acento inglés susurrando como brisa marina. —Too late, darling. You're already doomed. You let me in once... I don't intend to leave. Ella bajó la mirada hacia el anillo, acariciándolo con los dedos, como si dudara de su realidad. Lo tocaba con una mezcla de ternura, asombro y algo que ni ella misma sabría nombrar. No dijo nada. No tenía que hacerlo. Inglaterra lo supo. La alianza estaba más sellada que nunca. —Lo llevas como si fuera natural —murmuró él, con los ojos fijos en su mano, apoyando la mano sobre la mesa y la barbilla sobre la palma, encantado de observarla—. Como si hubiera nacido ahí. Como si lo hubieras estado esperando all along. Portugal chasqueó la lengua, sin mirarlo directamente. —No seas tan presuntuoso. —Presumptuous? —repitió, encantado por la elección de palabras—. I prefer persuasive. Y, a juzgar por ese sonrojo tuyo... ... quite effective, I'd say. Ella alzó la ceja, desafiándolo, y su voz bajó como una caricia con filo. —¿Y si me la quito? Inglaterra ladeó la cabeza, y su tono descendió como un susurro cargado de intención. —I'd simply have to find another way to make you mine. And you know me —se inclinó un poco hacia adelante—, I'm very resourceful. Portugal soltó una risa breve, nerviosa, intentando mantener el control. Pero su corazón latía con fuerza bajo el abrigo entallado, cada palabra de él derritiendo un poco más sus defensas. —Deus meo... Inglaterra negó con la cabeza, acercándose otro poco, sus labios rozando su cuello. —No, no, don't blame God this time. Él no te hizo tan irresistible. Ni esa boca, ni esa falda roja. That's all you, darling. Ella lo miró con escándalo apenas contenido. Si hubiera tenido el abanico a mano, probablemente habría intentado golpearlo. Pero solo tenía la copa de vino. La alzó, amenazante. —Sigue hablando así y te vaciaré el vino encima. Inglaterra levantó ambas manos con fingida inocencia, aunque sus ojos aún vagaban por ella con un descaro que ningún gesto de paz lograba disfrazar. —Would you really waste this wine? El que me haces importar por toneladas solo para tener una excusa de venir a verte... No me lo harías, Portugal. —Te sobreestimas —susurró ella, aunque la sonrisa finalmente se le escapó. Una curva peligrosa, felina. Inglaterra se inclinó apenas más, y su voz descendió a un tono bajo, aterciopelado, con ese filo grave que parecía cortarlo todo. —Y tú subestimas mi capacidad de ponerte sobre esta mesa y consumar nuevamente nuestra alianza aquí mismo. El rubor le trepó al cuello antes de que pudiera evitarlo. Con la copa, lo empujó levemente contra el pecho. —¡Besta inglesa! Pero él no retrocedió. Por el contrario, su sonrisa se hizo más lenta, más satisfecha. —That's not the first time I've heard that. Funny thing is, it always sounds better in your language. —¿Siempre fuiste así de engreído, o es un talento reciente? —Oh, no es arrogancia, darling —replicó con estudiada calma—. Es experiencia. Y una memoria excelente. Especialmente para los sonidos que haces cuando me pides que no pare. Portugal abrió la boca, lista para devolverle el golpe con palabras, pero Inglaterra se le adelantó, sin dejarla respirar. —Pensaba... esta noche podrías dejarme ayudarte a quitar ese precioso abrigo de montar. —¿Y si no me lo quito? Inglaterra levantó apenas la mirada, sin mover un solo músculo más. —Entonces tendré que averiguar si también sabes montarme con él puesto. Portugal sofocó la carcajada, aunque la sonrisa ya se le asomaba como una amenaza en los labios. —Maldito seas, inglés. —Condenado estoy, portuguesa. Y entonces, fue ella quien lo tomó por sorpresa. Le levantó el rostro con un solo dedo bajo la barbilla, firme pero suave, con seguridad y lo besó, para luego apartarse y mirarlo. Inglaterra la observó un segundo eterno. Luego, la sonrisa le volvió, lenta, como si saboreara una victoria largamente esperada. Cerró la distancia con un leve tirón de su cintura, atrayéndola hacia él sin esfuerzo, con esa mezcla de ternura y posesión que solo él sabía conjugar. —There you are... —susurró, como si acabara de encontrar algo perdido hace siglos. Y entonces, sin más palabras, se fundieron en otro beso. Esta vez uno mucho más profundo, arrinconandola contra la mesa.
1 Me gusta 0 Comentarios 0 Para la colección Descargar
Comentarios (0)