"Took me back to Highgate, met all of his best mates So I guess all the rumors are true
You know I love a London boy Boy, I fancy you"
Mitad del siglo XVIII. La música envolvía el gran salón como un susurro persistente: valses, minués y cadencias elegantes marcaban el ritmo de la noche con implacable armonía. El aire estaba saturado de perfumes caros, promesas veladas y alianzas aún por sellar. Todo brillaba: las lámparas, las joyas, las miradas, incluso los silencios. Inglaterra ya no era el joven torpe y reservado que Portugal había conocido tantas décadas atrás. Algo había cambiado. Su sola presencia bastaba ahora para alterar el equilibrio de una sala entera. Su voz, firme y articulada, se alzaba con autoridad por sobre el murmullo de otras naciones, embajadores y aristócratas, y dondequiera que pasaba, lo seguían miradas atentas y silencios expectantes. Europa lo observaba con una mezcla de respeto y recelo. Había dejado de ser un muchacho impetuoso para convertirse en un hombre cuyo nombre pesaba más que muchas coronas. Estaba riendo. De verdad. Por algo que Holanda había dicho, tal vez. Su risa era grave y contenida, pero sincera. Y, aun así, desde la distancia, Portugal lo miraba como si estuviera a años luz. Inglaterra vestía una casaca azul marino a juego con sus calzones, bordada finamente en hilos de plata, con diamantes discretamente incrustados en las solapas y los puños. El chaleco blanco, también bordado, realzaba su porte, mientras la camisa de cuello alto con volantes asomaba con estudiado descuido. Medias blancas hasta la rodilla, zapatos de hebilla negra y su bastón de empuñadura plateada, que descansaba con familiaridad en su mano derecha, completaban el conjunto. Todo en él parecía calcularse con precisión: su atuendo, su postura, incluso la forma en que no miraba directamente a nadie, y sin embargo, lo veía todo. Ella, en cambio, se sentía cada vez más pequeña. Un espectro discreto en los márgenes de aquella noche dorada. Mientras él ganaba terreno con cada palabra y cada gesto milimétricamente ejecutado, Portugal se deslizaba hacia los bordes, allí donde el calor era menos opresivo, donde las miradas no eran tan inquisitivas, donde una figura como la suya podía confundirse entre las sombras de los tapices o el vaivén de las cortinas pesadas. Y sin embargo, no podía evitar buscarlo. Ni él a ella. A pesar del bullicio, de los bailes y de los rostros que desfilaban sin cesar, sus miradas se encontraban con inquietante precisión. Una promesa callada parecía flotar entre ambos. Un hilo invisible, los conectaba. Fue un susurro, casi perezoso, el que la devolvió al presente. —Portugal—musitó con ese acento arrastrado que siempre parecía rozar la ironía—. Siempre tan distante. Ella se giró. Apoyado con aire indolente en el umbral de una puerta estaba Escocia, el indomable hermano mayor de Inglaterra. Su silueta parecía hecha de contradicciones: firmeza y abandono, desdén y deseo de permanencia. Los ojos grises, como acero desgastado, parecían analizarlo todo sin molestarse en fingir cortesía. Su cabello rojizo, atado con descuido, brillaba bajo la luz de las arañas de cristal. En su mano, una copa de cristal oscilaba suavemente, como si formara parte de su anatomía. —Escocia —respondió ella, con una sonrisa leve, que no alcanzó a tocar del todo sus ojos. Entre ellos existía una historia tejida en sombras. No era amistad, ni enemistad, pero había respeto. Un respeto antiguo, nacido de ver al otro resistir sin doblegarse. Portugal siempre había admirado de Escocia su testarudez inquebrantable, su capacidad de mantenerse en pie a pesar de las imposiciones inglesas. Y Escocia, aunque lo ocultara tras su mordacidad, entendía la soledad de Portugal: aislada entre imperios más grandes, sosteniendo su independencia a base de pactos incómodos y alianzas que nunca terminaban de ser leales. En algún rincón de sí misma, Portugal sabía que Escocia era el único de los hermanos de Inglaterra que la veía como un igual. Él la observó unos segundos, sin prisas. Había en su mirada una suerte de juicio silente, pero también algo que rozaba la familiaridad, o el respeto. Portugal llevaba un vestido de gala de seda color perla, ceñido con elegancia al torso. El escote pronunciado, enmarcado por una gargantilla de terciopelo bordó, sostenía una pequeña rosa de brocado granate que acentuaba el tono de su piel. Un cinto del mismo tono dibujaba su cintura con suavidad, y pequeños moños bordó adornaban las mangas abullonadas. Su rodete alto, decorado con rosas oscuras, dejaba escapar algunos mechones sueltos que rozaban su nuca. Un anillo de rubí en su dedo del corazón brillaba en su mano derecha, enguantada en encaje blanco. —Jamás pensé verte aquí —gruñó Escocia, sin suavidad alguna—. Entre los elegantes, callada, casi transparente. No es lo que esperaba de ti. Portugal sostuvo su mirada un instante. No respondió de inmediato. A lo lejos, Inglaterra volvió a reír. Y sin pensarlo, ella giró apenas la cabeza hacia él. Como si su cuerpo recordara algo que su voz ya no se atrevía a nombrar. Volvió a centrar la vista en Escocia, sin apremio. Pero esta vez, su voz no vaciló. —Las cosas cambian —dijo al fin, con una serenidad que ocultaba mucho más de lo que revelaba—. Y a veces uno ya no sabe en qué lugar pertenece. Y claro que cambiaban. Desde el terremoto en Lisboa, ella no había vuelto a ser la misma. Las grietas no solo estaban en las piedras. Estaban en su forma de caminar, en la manera en que sus ojos recorrían las salas, buscando salidas, escapatorias, como si el techo pudiera venirse abajo en cualquier momento. Las multitudes, antes un escenario donde reinaba con gracia innata, ahora eran un enjambre asfixiante. La cercanía de los muros la perturbaba; los espacios cerrados eran jaulas invisibles que le cerraban el pecho. El orgullo, ese que había llevado como un estandarte incluso en los días más oscuros de la Unión Ibérica o bajo el yugo de Al Andaluz, ahora le pesaba. Lo había perdido bajo los escombros, junto con miles de voces que nunca volverían a hablar su lengua. Portugal había aprendido que no todos los imperios se derrumban por cañones. Algunos, simplemente, se resquebrajan desde dentro. El escocés bebió un trago largo de su copa, como si buscara respuestas en el fondo del cristal. Sus ojos, fatigados pero agudos, no se apartaron de ella. —Bah. Todos disimulamos —masculló—. Nadie sabe bien dónde encaja. Algunos solo hacen más alboroto, para que no se note el hueco que llevan dentro. El comentario quedó flotando en el aire como una vela encendida en medio del viento, sin que Portugal alcanzara a replicar. Un estremecimiento sutil, casi imperceptible, recorrió el salón, como la brisa que precede a una tormenta largamente temida. Fue apenas un temblor en el ambiente, una vibración antigua que no requería nombre ni advertencia. Francia e Inglaterra. No hubo necesidad de pronunciar sus nombres. Bastó con la mirada que cruzaron, afilada como una hoja sin vaina, un idioma forjado en tratados incumplidos, imperios disputados y besos jamás bien cicatrizados. Aquella mirada tenía el peso de los siglos y la violencia contenida de mil batallas truncas. Un ademán bastó. Las mandíbulas se tensaron, los hombros se alzaron como escudos, las manos parecían a punto de quebrar la compostura impuesta por el siglo. El salón entero pareció contener el aliento. Algunos retrocedieron con discreción, otros se mantuvieron en su sitio, rígidos, como si asistieran a un ritual sagrado que debía cumplirse sin interrupciones. Cerca del ventanal, Dinamarca ya murmuraba cifras de apuesta al oído de Prusia, cuya sonrisa tenía la forma torcida del deleite ajeno. Ya no era un mero intercambio de hostilidades veladas. Esta vez, ni los siglos alcanzaban a sostener la fachada. Una sola palabra —quizás dicha en francés, quizás en inglés— encendió la chispa. Un movimiento mínimo: Inglaterra adelantó medio paso, Francia inclinó el cuerpo hacia atrás, como un duelista que reconoce la danza del primer golpe. Y entonces, el mundo se quebró. El primer puñetazo no tuvo elegancia. Tuvo historia. Hubo un estruendo breve: de copas tintineando en las bandejas, de una silla cediendo, de jadeos entrecortados. Algunos se alejaron con apremio; otros se quedaron, hipnotizados, con la fascinación morbosa de quien presencia el derrumbe de una represa demasiado antigua. Francia respondió con rapidez, no como quien se defiende, sino como quien ha esperado ese momento más de lo debido. Se trenzaron en una lucha desordenada, sin cálculo ni técnica, más cercana a la desesperación que al orgullo. Francia había hecho caer tronos; Inglaterra había sobrevivido a tempestades que habrían hundido a otros. Pero allí, entre cortinajes y luces cálidas, eran simplemente dos hombres enfrentados a lo que nunca supieron perdonarse. Escocia no se inmutó. Ladeó la cabeza con el gesto de quien contempla una tragedia demasiado repetida como para conmoverse. —Ah... otra vez esos dos necios —murmuró, sin levantar la voz—. England and France... como perros marcando el mismo terreno una y otra vez. No aprenden, porque no desean aprender. Portugal no replicó. No era necesario. Esa escena, tan familiar como agotadora, tenía el peso de lo inevitable. —Jamás pensé que sus disputas devendrían en algo tan... irrevocable —dijo finalmente, su voz grave—. Creí que el tiempo templaba las heridas, pero veo que no es el caso. Buscó la mirada de Escocia, y en ella encontró lo que esperaba: ninguna burla, ninguna ironía, sino resignación. —Es curioso —murmuró él— cómo el rencor y el cariño pueden entrelazarse como hiedras en el mismo muro. No son simplemente adversarios. Se necesitan. Como el fuego y el oxígeno: se consumen mutuamente, pero no saben existir el uno sin el otro. Portugal asintió, sin apartar la vista del enfrentamiento. —No luchan solamente entre ellos —dijo con voz baja, reflexiva—. Luchan contra lo que fueron. Contra lo que no se atrevieron a ser. Escocia siguió la escena con los ojos entornados, como quien lee una carta ya conocida. —Pelean como amantes que han olvidado cómo hablar —declaró, con una aspereza suave en la garganta. Portugal dejó escapar una breve risa, apenas un suspiro, como quien se permite un instante de verdad. —¿Tan evidente es? —inquirió, sin saber si sonreía con resignación o con nostalgia. —Para quienes los conocemos, sí —respondió Escocia, sin dramatismo—. Para los demás... seguirá siendo política, alianzas, orgullo. Palabras altisonantes para encubrir una guerra íntima. Hubo una pausa larga. Solo se oían los jadeos entrecortados de los combatientes, los puños chocar, el crujir de las telas cuando alguien intervenía, y una voz al fondo exigiendo orden que nadie parecía dispuesto a obedecer. Entonces, Escocia habló, casi para sí mismo: —Y en medio de tanto estruendo... ¿qué somos nosotros? Portugal sintió el peso de la pregunta. —Cansa ver que el lugar que uno antes tenia reservado ya no te espera —murmuró él, sin amargura, sin queja, solo con la pura verdad. Ella giró el rostro hacia él con lentitud. En sus ojos brillaba una ternura indiscutible, pero también una pena antigua, como esa que no busca consuelo porque ya ha aprendido a convivir con la herida. —Pero aún te ve —murmuró ella, apenas un susurro entre el murmullo lejano de voces y pasos. —A veces —respondió Escocia con voz apagada—. Cuando no está mirando hacia otro lado. Por primera vez en aquella noche, sus miradas se encontraron no como diplomáticos, ni como testigos, sino como almas fatigadas que, al cruzarse, se reconocen. —Hay quienes nacen para el centro —dijo él entonces, con una calma resignada—. Y otros, como nosotros, aprendimos a vivir en los márgenes... sin dejar de mirar hacia la luz. Portugal no halló palabras. Se mantuvo a su lado, en el silencio compartido de quienes han vivido demasiadas guerras internas para precipitarse a hablar. —Me pregunto —continuó él, casi para sí— si alguna vez Francia me ve de verdad. No al símbolo, no a la historia ni a la cólera que represento... sino a mí. A Alasdair, no a Escocia. Ella volvió a mirarlo, y en sus ojos había comprensión. No una simple empatía educada, sino esa que sólo nace cuando la herida ha sido semejante. —Debe de ser un peso difícil de llevar —dijo con voz grave—. Ser invisible justo donde antes se fue indispensable. Desde la penumbra del salón, Portugal percibió un movimiento: Austria, con el aplomo de un cirujano y la frialdad de un diplomático, se acercaba a los combatientes. No alzó la voz, no hizo aspavientos. Sus palabras fueron escasas, afiladas, como una hoja desenvainada con elegancia. Inglaterra y Francia se separaron finalmente, jadeantes, con el orgullo roto y los puños aún cerrados. Pero la pelea, por ahora, había concluido...por ahora. Escocia contemplaba la escena desde la sombra, inmóvil. No hubo en él ni gesto ni palabra. Pero Portugal lo observaba, y comprendía. Porque Francia había sido suyo, una vez. Desde el momento en que Escocia se vio amenazada por la sombra opresiva de Inglaterra, Francia le extendió la mano con una sonrisa encantadora y un pacto que tenía más de caricia que de tratado: la Auld Alliance. Esa alianza no solo fue un acuerdo político, fue un cortejo prolongado, una danza de seducción en la que Francia prometía protección, armas y respaldo, a cambio de lealtad y cierta entrega más íntima. Y Escocia, orgulloso pero pragmático, aceptó el juego. Sabía que amar a Francia era como abrazar fuego: cálido, hermoso… y destinado a quemar. Hubo noches en París donde Escocia se perdió entre las sábanas de palacios, dejando que Francia lo envolviera con promesas de gloria y venganza contra Inglaterra. Francia, por su parte, encontraba en Escocia algo que rara vez veía: alguien que no se rendía a su encanto sin antes desafiarlo. Escocia no era como Portugal, que resistía con elegancia; él resistía con uñas, dientes y orgullo salvaje. Y eso, a Francia, le fascinaba y le excitaba a la vez. Pero como todo lo que Francia toca, también se volvió una traición dulce. Francia es amante de muchos, pero fiel a nadie. Cuando las guerras lo exigieron, cuando Inglaterra apretó las cuerdas, Francis supo retirarse con gracia, dejando a Escocia a merced de los ingleses. No por crueldad, sino por supervivencia. Escocia lo había amado con la honestidad brutal de quien da todo sin pedirlo de vuelta. Lo había defendido en las cortes y en los campos de batalla, había manchado su kilt con la sangre de enemigos y aliados por igual, y aún así… nunca fue suficiente. Porque Francia necesitaba incendios. Y en Inglaterra encontraba incendios que ardían en su misma medida: pasión que se convertía en guerra, alianzas que se construían sobre traiciones mutuas. Había un patrón en aquellas disputas: el mismo fuego, la misma cólera sofocada, los mismos ojos que, al cruzarse, gritaban todo lo que los labios ya no podían decir. Inglaterra y Francia eran cuerpos en colisión perpetua, condenados a orbitarse entre deseo y furia, entre la necesidad y el desprecio. Y eso, más que todo, le dolía a Escocia. Escocia, con su lealtad, se convirtió en un refugio. Y Francia que era definido por nunca saber quedarse quieto, no soportaba el refugio que Escocia le ofrecía. Francia, en cambio, le ofrecía sonrisas cargadas de un afecto genuino, pero sin esa devoción feroz que reservaba para Inglaterra. Para él, Escocia era el amante noble, el compañero de armas. Pero nunca el adversario que podía hacerle temblar las rodillas. Y sin embargo, en cada encuentro, en cada cruce de miradas, había un eco de lo que fueron y de lo que nunca serían. Porque Escocia nunca dejó de amar a Francia. Y Francia... Francia ahora parecía olvidarlo. O fingía no recordarlo. Pero Escocia no olvidaba. Francis lo había querido, sí. Y Escocia lo había amado con una pasión que aún hoy, dolía como un hueso mal soldado. Pero jamás lo miró como miraba a Inglaterra. Nunca con esa mezcla cruel de admiración y rencor, nunca con esa urgencia que rozaba lo adictivo. Ya que Francia… nunca supo amar sin destruir. Porque aún que lo que Escocia y Francia tuvieron fue fuego. Lo que Francia y Inglaterra compartían era un campo magnético. Una fuerza inevitable, primitiva, que los atraía incluso cuando más se repelían. Se buscaban con la desesperación de quienes jamás lograron olvidarse del todo, y esa historia inacabada, a medio escribir, era lo que más hería a Escocia. Porque Francia no lo miraba así. Nunca lo miró así. Probablemente nunca lo haría. Y en el fondo, aunque no quisiera admitirlo, Escocia había empezado a odiar a su propio hermano por eso. Por esa conexión muda y peligrosa que compartía con Francia. Por ese lenguaje de gestos y heridas que él no hablaba, pero que Inglaterra entendía a la perfección. Tal vez lo que más lo corroía era que Inglaterra no buscaba a Francia. Nunca lo había hecho abiertamente. Y aun así, Francia volvía. Siempre volvía. Esa verdad, dicha en silencio, había ido desgastando algo entre los hermanos. Al principio, pequeños roces. Luego, malentendidos. Y después... ese resentimiento callado que ni el tiempo ni el deber lograban borrar del todo. A pesar de ello, la Auld Alliance seguía viva, no en tratados ni banderas, sino en la forma en que Escocia miraba a Francia cuando pensaba que nadie más lo notaba. Era una mirada cargada de admiración, orgullo… y esa herida abierta de quien sabe que su amor siempre fue segundo en una guerra donde el primer lugar lo ocupaba un enemigo. En cambio lo de Portugal con Inglaterra había sido otra cosa. Era una fidelidad silenciosa, una lealtad hecha de gestos mínimos. Una corriente que fluía por debajo de la superficie, sin estallidos, sin proclamaciones. Y entonces, como si aquella corriente invisible hubiese llamado su atención, Inglaterra la miró. Tenía el labio partido, el cabello alborotado, los nudillos ensangrentados. Pero en sus ojos —esos ojos que decían más que toda su verbosidad contenida— brillaba una chispa incongruente. Algo entre la victoria y la travesura. Portugal le sostuvo su mirada. No hubo palabras, pero una sonrisa leve, involuntaria, curvó sus labios. Una ternura muda, apenas perceptible, como la brisa antes del amanecer. Y entonces él lo hizo. Alzó apenas una ceja. Un gesto mínimo, casi imperceptible, pero cargado de significado. "¿Viste lo que hice?" No era una disculpa. Tampoco una justificación. Era una declaración muda. Un acto infantil y arrogante, una pequeña victoria servida en bandeja de insolencia. Portugal soltó una risa muy leve, imperceptible salvo para quien supiera dónde buscarla. Desvió la mirada, como si de pronto el ventanal ofreciera algo más digno de atención que él. Se cubrió los labios con el abanico, no por pudor, sino para no permitir que se notara cuánto lo conocía. Porque él podía estar magullado, cubierto de rabia, herido por dentro y por fuera... y aun así, encontraba espacio para buscarla con la mirada. Para verla.