"So please show me Hackney
Doesn't have to be Louis V up on Bond StreetJ
just wanna be with you
Wanna be with you"
1763. El salón olía a perfumes caros y a mentiras aún más costosas. Una mezcla embriagadora, pesada, que se colaba entre las cortinas de terciopelo y el murmullo sofocado de la aristocracia y las naciones. Los candelabros colgaban como coronas invertidas desde el techo dorado, lanzando destellos cálidos sobre los rostros pintados y las sonrisas falsas. Portugal se mantenía junto al ventanal, observando la ciudad como si necesitara el aire exterior para no sofocarse de la asfixia de aquel lugar. Su vestido de seda brocada, en un profundo verde jade, le dibujaba una silueta de reloj de arena casi grotesca. Los paniers exageraban sus caderas con teatralidad sensual, mientras que el corsé tirante hasta lo inhumano, amenazaba con romperle las costillas. El escote cuadrado y bajo enmarcaba el nacimiento de sus pechos con descarada elegancia, suficientes para atraer miradas más interesadas en su carne que en la política. Portugal, sin embargo, sentía la atención clavarse en su nuca como un alfiler ardiente, y no era exactamente debido a su escote. No necesitó girarse para saber de dónde venía. —Ma chère Leonor… —susurró Francia, a su espalda, con la misma dulzura con la que un lobo huele a su presa. Se giró con lentitud, sin ceder terreno, pero él ya había invadido su espacio personal, tan cerca que podía percibir la mezcla de su colonia —amaderado, especiado, caro y abrumador, como él— y su arrogancia. La distancia entre ambos no era un descuido: era una provocación. —No te enseñaron a mantener distancia, Francia? —preguntó, con la sonrisa afilada. —Non —ladeó la cabeza, casi con inocencia fingida. Su mirada bajó descaradamente a su escote antes de volver a sus ojos—. A los franceses nos educan para acortar distancias, sobre todo con aquello que deseamos. Sus ojos, de un azul tan profundo la recorrieron con desfachatez, deslizándose por su rostro, su cintura, su cuello, el talle comprimido, sin molestarse en disimular, … sus labios se curvaron con reconocimiento. Le gustaba lo que veía, y no lo ocultaba. Portugal resistió el impulso de cruzarse de brazos para taparse o retroceder. —Me sorprende verte tan serena, ma chère. —continuo con una voz sedosa y peligrosa—. Mientras celebran tratados que no te favorecen. No contesto de inmediato. Sabía que si lo hacía, su compostura tambalearía. —La paz siempre favorece, Francia. Al menos a quienes saben mantenerla. Francia sonrió acercándose con esa elegancia letal suya, cada gesto suyo parecía un movimiento ensayado, mil veces perfeccionado frente al espejo. —Oh, ma chère, la paz no es más que la resaca de una guerra que uno no supo ganar. Pero claro… tú no peleaste de nuestro lado, ¿verdad? Preferiste quedarte aferrada a ese viejo corsario británico que te vende protección disfrazada de cortesía. —Y sin embargo, sigo aquí. Entera. Mientras tú has perdido más colonias que amantes. La sonrisa de Francia se ladeó, como quien saborea un buen vino, aunque no se dejaba provocar por las insinuaciones de la lusa. —Touché. —Alzó apenas una ceja, disfrutando del intercambio—. Pero aún me queda el gusto por lo exquisito. Y tú siempre fuiste eso, Portugal. Un manjar que algunos preferimos saborear en privado… Se inclinó apenas. Su aliento rozó la oreja de Portugal como un secreto húmedo. —España y yo podríamos haberte hecho nuestra aliada… nuestra compañera. Podríamos haberte envuelto entre brazos más cálidos que esa isla húmeda que tanto defiendes. Portugal rodó los ojos, una reacción casi automática ante los comentarios de doble sentido del francés. Pero mantuvo la compostura. Años de diplomacia y manipulación le habían enseñado a modular hasta el temblor de una pestaña. —¿Y qué habrías hecho, Francis? ¿Repartirme como un postre? —Te habría comido primero. La frase fue suave. Precisa. Letal. Y aunque ella no se movió, el estremecimiento fue inevitable, como si esas cuatro palabras le hubieran lamido la columna vertebral. Francia sonrió, satisfecho del impacto, con esa sonrisa torcida, elegante y peligrosa que usaba como un arma. El aire entre ellos estaba tan cargado que casi podía masticarse. —Lo siento, pero yo sí tengo claro dónde está mi lealtad. Francia soltó una risa grave, profunda, con esa arrogancia exquisita que lo volvía insoportable y fascinante a la vez. —Oh, ma belle… —la forma en que pronunció esas dos palabras fue tan densa, tan llena de insinuaciones sucias, que habría hecho ruborizar a cualquier doncella. Pero ella no era una doncella, y él lo sabía—. Siempre tan predecible en tu lealtad… y tan deliciosa en tu terquedad. Alzó la mano, despacio, sin ninguna prisa. Con un solo movimiento, sus dedos, largos y de uñas pulcras, encontraron el borde del collar de perlas que descansaba sobre el escote de Portugal y lo acomodó apenas, tan despacio que el roce le arrancó un escalofrío. Era un gesto inocente, en apariencia. Pero en sus manos no había inocencia, solo una estudiada dominación. —Antoine y yo teníamos planes preciosos para ti, lo sabes. Los tres. Juntos. Rutas. Colonias. Y noches que habrían merecido un capítulo entero en los libros de historia.—sus palabras eran seda empapada en veneno y deseo—. No por la política… sino por los sonidos que harías. Portugal bufó por la nariz. No con humor, sino con fastidio. Pero no retrocedió ni un centímetro. Su cuerpo seguía firme, anclado. No porque no quisiera irse, sino porque sabía que el movimiento sería interpretado como una rendición, y ella no rendía territorios. —Planes en los que yo era el puente, o la cama en la que ambos firmaran sus tratados. Francia no respondió enseguida. Sus ojos, azules, intensos y cruelmente hermosos, recorrieron su rostro con lentitud, demorándose en su boca, descendiendo por su cuello expuesto… y luego bajando sin ningún tipo de pudor, al escote que el corsé exponía con crueldad, su mirada la recorrió como si la estuviera desvistiendo con la mente. Y cuando finalmente volvió a mirarla a los ojos, ya era tarde. Ya la había recorrido entera. Ya la tenía desnuda en su cabeza. Y entonces, rió. Un sonido bajo, gutural, cargado de un deseo que ya no se molestaba en esconder. —No seas tan cínica, mon amour.—ronroneó, inclinándose más, hasta que su pecho rozó el brocado de su vestido—Sabes que jamás serías un puente. Su voz descendió una octava. —Eres el puerto. El lugar al que siempre se vuelve. El lugar donde uno termina jadeando, con la espalda sudada y los labios rotos de tanto besarse. Portugal tragó saliva. El corsé no le dejaba mucho aire, pero esa no era la causa de su respiración entrecortada. El calor subía por su cuello como una corriente eléctrica y no por el vino. Maldito bastardo sabía exactamente qué decir y cómo decirlo. —Antoine aún sueña con tu aliento en su cuello… —murmuró Francia, inclinándose hacia su oído, con el descaro absoluto de quien ya ha estado ahí—. Y yo todavía me despierto con el recuerdo de cómo gemías mi nombre cuando… —Basta —lo interrumpió ella, con una voz apenas más baja que un susurro, pero más firme que un disparo. Francia se relamió los labios, deleitado, encantado. Ya había logrado exactamente lo que quería: encenderle la piel, hacerla recordar, despertar el deseo que dormitaba bajo la compostura, empujarla otra vez al borde de esa frontera peligrosa, donde las piernas flaqueaban y la voluntad empezaba a tambalear. Ella sin embargo mantuvo la compostura, pero el calor en su cuello la traicionaba. Y sus pezones, apretados contra la seda del corsé, ya no fingían indiferencia. Y sí. Claro que ella también lo recordaba. Francia y España eran dos bastardos arrogantes, insufribles, manipuladores. Pero los malditos sabían follar como dioses. La forma en que la hacían venir... Deus. Francia con su lengua venenosa y sus labios expertos, curtidos en mil guerras y mil camas, sabiendo exactamente cuándo hablarle sucio y cuándo callar para hundirse entre sus piernas. Con ese ritmo pausado, controlador, que la volvía loca y la arrastraba al borde en cada embestida medida, siempre al borde, como si su placer fuera un juego de ajedrez y él, el único que sabía mover las piezas. España, con su brutalidad sincera, esa pasión ciega y devastadora que la hacía jadear hasta dentro de iglesias. Con ese fervor religioso que lo hacía follar como si cada embestida fuera un rezo desesperado para redimirse, para pecar y pedir perdón en un solo suspiro. Como si cada embestida fuera un acto de fe, como si con cada gemido ella le perdonara los pecados. El tipo de hombre que la hacía gritar su nombre hasta quedarse ronca, que la dejaba temblando, con las uñas clavadas en los hombros, el alma en vilo, la carne exorcizada. Eran dos estilos distintos, pero igual de letales. Y joder, eran buenos. Lo suficiente como para que ella —una mujer católica, decente, de misa y rosario— aún soñara con ciertas noches, con ciertos cuerpos, con ciertos movimientos de cadera. Ella todavía recordaba la maldita noche con los dos. Las manos rudas de Antonio sujetándole las caderas, el acento francés susurrando obscenidades entre jadeos, los dos turnándose, la forma en que sus cuerpos se sincronizaban como si hubieran ensayado eso toda la vida. La presión de cuatro manos. El calor de dos bocas. Las embestidas. El sudor. El descontrol. El vaivén que la llevó a gritar hasta quedarse muda. La sensación de estar completamente rodeada, devorada, adorada y poseída a la vez. Los gemidos ahogados cuando la hacían venirse una vez más, una vez más, una vez más, sin tregua ni compasión. Deus. Ella no volvió a caminar igual hasta tres días después. Las piernas temblorosas, la espalda arañada, las caderas con moretones y el ego… peligrosamente satisfecho y saciado. Y no lo diría jamás. Nunca. Que se jodan. Que se queden con la duda. No iba a regalarles esa satisfacción. Se había prometido no volver a follar con ellos. Al menos... no con los dos al mismo tiempo. Y Francia lo sabía. Lo veía. Porque era un maldito depredador, y ella podía sentir su hambre, como un filo contra la piel. Un depredador con modales de cortesano. —¿Y sin embargo...? —continuó, ladeando la cabeza con lentitud felina, con ese aire de arrogancia innata que lo envolvía como un perfume caro—. Sigues corriendo hacia los brazos de ese inglés. Un pirata, Leonor. Un ladrón con modales prestados. ¿De verdad crees que tu alianza con él es distinta? ¿Qué Arthur no te marca con la misma posesión que tanto dices despreciar? Portugal respiró hondo, apretando la mandíbula con fuerza. Sabía que Francia no buscaba una charla civilizada; buscaba grietas, quería dejarla vulnerable, desarmada, desnuda. —Confío en él.—respondió con firmeza. Pero él la escuchó como quien escucha una mentira que ya ha sido desmentida hace mucho tiempo. Francia alzó las cejas, teatral, deleitándose con cada palabra como si fueran líneas de un guion que había ensayado muchas veces. —No te confundas, mon trésor. Inglaterra no te considera su igual. Para él, tú eres su joya más antigua de su cofre; no por tu brillo, sino porque eres útil. Le das puertos, acceso, influencia. Eres su llave dorada al Atlántico, su escudo cuando conviene, su bandera de conveniencia. Te cubre con su protección cuando es estratégico. ¿Y sabes qué es lo más gracioso? Tu crees que eres suya por lealtad... cuando en realidad, te posee por costumbre. Por inercia. Porque estás ahí. Porque siempre has estado. Y siempre lo estarás. Portugal no retrocedió, pero un temblor, casi imperceptible, recorrió la base de su nuca, como si esas palabras hubieran encontrado una grieta que ni ella sabía que tenía. —Arthur me respeta más de lo que tú has respetado a cualquiera de tus “aliados”, Francis —dijo con voz firme, aunque sus palabras ardían en la garganta como un trago de vino fuerte. Era verdad o al menos, era la verdad que ella creía. Francia sonrió, esta vez con una crueldad que no intentó disimular, como los depredadores cuando huelen sangre. — Créeme, cada favor que recibes, cada flota que ancla en tus puertos, es una cuerda invisible atado a tu cuello. Y Albión sabe tirar de esa cuerda con una dulzura que haría palidecer a cualquier amante. Portugal le sostuvo la mirada. Sabía que Francia no hablaba desde el despecho. Hablaba desde la experiencia. Pero su fe en Inglaterra no era ciega… era obstinada. —Prefiero una cuerda inglesa, Francia —respondió, cada palabra como un golpe—, antes que volver a ser arrastrada a un lecho compartido por dos coronas que jamás me vieron como igual. Inglaterra podrá ser un bastardo arrogante, pero es el único que nunca intentó doblegarme por debajo de la mesa. Eso le dolió y ella lo supo. Lo vio en el destello ínfimo que cruzó sus ojos. Porque era cierto. Porque por más arrogancia que tuviera Francia, él nunca la había considerado su igual. Solo su conquista. Su entretenimiento. Su pasatiempo. El brillo en los ojos de Francis se intensificó. —Ah, ma belle, las cuerdas pueden ser placenteras, si sabes quién las sostiene. España y yo te hubiéramos atado con seda... Inglaterra, en cambio, te ata con promesas. Y créeme, esas son mucho más difíciles de desatar. Él se inclinó hacia ella. El movimiento fue lento, estudiado, casi reverente. Sus labios quedaron peligrosamente cerca de su oído. Su aliento era tibio, como un recuerdo que aún ardía entre sus piernas. Como una advertencia o una invitación. —Pero no te preocupes, mon trésor… soy un hombre paciente. Algún día, cuando el silencio pese más que el deseo, cuando tus noches con él se llenen de vacío y tus sueños vuelvan a tener nuestros nombres, admitirás que deseas lo que finges rechazar. Ella no respondió. No necesitaba hacerlo. Lo conocía demasiado bien. Sabía que Francia disfrutaba ese juego de medias verdades. Él no necesitaba certezas, solo las dudas. Francia se enderezó sin romper la distancia. —Inglaterra es metódico. Calculador. No tiene prisa. Él espera que te entregues por tu propia cuenta. Pero yo… —su sonrisa fue una línea de fuego—. Yo prefiero el caos. La tormenta. La noche donde no sabes si estás pecando o rezando. Portugal sostuvo la mirada, altiva, pero un peso sutil se instaló en su pecho. Como si esa conversación no fuera un punto final, sino apenas el inicio de algo más oscuro, de un conflicto que aún no tenía nombre ni fecha. Como si las palabras de Francia no fueran solo advertencias, sino presagios disfrazados de juego. Y no se equivocaba. Lo que Portugal aún no comprendía era que esa escena no moría en ese salón, entre susurros y veneno. Años más tarde, cuando Europa entera se retorciera bajo el yugo de Napoleón, Francia volvería. No con flores, ni con diplomacia. Volvería con cañones. Con hambre. Con fuego en los ojos. Volvería no solo por gloria imperial, ni siquiera solo por estrategia militar. Sino porque Francia no tolera ser rechazado. Porque nunca lo hizo. Y cuando regresara, ya no sería el amante despechado, ni el aliado traicionado. Sería el emperador invicto. El conquistador absoluto. No pediría su afecto. No imploraría su atención. Tomaría. Arrasaría. Impondría. Volvería decidido a conquistar, a arrebatar lo que no pudo obtener por deseo o negociación. Y mucho menos, toleraría que lo prefiriera al inglés antes que a él. Porque para Francia, las alianzas nunca fueron pactos de igualdad. Fueron coreografías de poder. Mascaradas diplomáticas donde el deseo se disfrazaba de tratado y la ambición se escondía tras cada copa de vino compartida. Portugal, en cambio, vivía sus alianzas como últimas líneas de defensa. Como muros levantados a base de terquedad y sangre. Su independencia no era negociable. Era su religión. Lo que tampoco imaginaba aún, era que Francia no quería simplemente derrotar a Inglaterra. Quería destruirlo desde la raíz, arrebatarle todo lo que le era leal, todo lo que lo hacía fuerte. Y ella —Portugal— era su joya más difícil. La que nunca se dejó domar del todo. Por eso era la más codiciada. Francia no perdonaba. Pero peor aún: Francia no olvidaba. Y eso, tarde o temprano, siempre volvía. Pero esa sería otra batalla. Otra traición. Y en ese momento, Portugal aún confiaba en la frágil paz que el tratado de París había dejado tras la Guerra de los Siete Años. Creía en la estabilidad que ese acuerdo garantizaba, en el equilibrio que parecía sostener a Europa… aunque esa calma solo fuera la antesala de la tormenta. —Algún día, ma belle —continuó Francia, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos—. Entenderás que Inglaterra no conquista con fuerza bruta, sino con paciencia, por desgaste. Te envuelve en redes invisibles, te tienta con promesas, te hace creer que eliges. Pero cuando te des cuenta, ya no sabrás distinguir si el reflejo en el espejo es el tuyo o el de ellos. Rió, pero aquella risa estaba teñida de amargura y advertencia. —Arthur no comparte porque no lo necesita. No amenaza, porque no tiene que hacerlo. Él roba… despacio. Mientras tú celebras su “respeto”, él te quita puertos, te recorta soberanía, te cambia el idioma del comercio. Y cuando intentes gritar, ya no tendrás voz propia… solo un eco con acento de Londres. Portugal le devolvió una sonrisa desafiante, esa que quema de obstinación. —Y aún así, prefiero mil veces ser robada por él, a venderme en tus banquetes. Francia la miró largo, como si quisiera memorizar cada trazo de esa obstinación. Esa terquedad que lo desesperaba y lo excitaba a partes iguales. Porque no había mayor tentación que aquello que se resistía a su encanto. —Ma foi… eres testaruda hasta el final. No sé si admirarte o lamentarte. Pero recuerda esto, ma chère… —se acercó, sus dedos tomando su cintura con una posesión descarada y segura—. Cuando vuestro querido inglés termine de envolver tu trono en su bandera, no vendré a decirte “te lo advertí”. Non. Vendré a recordarte cómo gemías mi nombre… Portugal no retrocedió. Le sostuvo la mirada con la firmeza de quien ha aguantado siglos de invasiones, tratados rotos y falsas promesas. Pero algo en su estómago se anudó, como si la historia futura ya comenzara a pesarle en las entrañas. Entonces, como una sombra que no se anuncia, la charla se cortó. No por cobardía. Sino porque alguien había llegado. Inglaterra. Entró sin anunciarse, sin necesidad de hacerlo. Su mera presencia bastaba para reclamar la atención de cualquier habitación, como si el aire mismo se reordenara para hacerle espacio. El justaucorps de terciopelo carmesí le ceñía el cuerpo con elegancia. No necesitaba adornos ni exhibiciones para imponer respeto: su poder era natural, sólido, heredado y conquistado con siglos de maestría. Los puños doblados revelaban encaje de seda, un detalle sutil que contrastaba con la firmeza de su porte. El chaleco de brocado en plata vieja resaltaba la tensión contenida en su torso, mientras las calzas de seda definían la musculatura firme de sus piernas. Su bastón de ébano con puño de plata no era un apoyo, sino un cetro velado, un símbolo silencioso de su mando absoluto. No mandaba porque alzara la voz. Mandaba porque hasta su silencio era una orden. Se plantó con esa arrogancia controlada, la clase de presencia que gana guerras sin disparar un solo cañón. Al ver la cercanía entre Francia y Portugal, la ceja de Inglaterra se arqueó lentamente, una sombra de molestia cruzando su expresión perfectamente controlada. No era solo un gesto; era la primera señal de que la paciencia empezaba a agotarse. Francia no se volvió de inmediato. Fingió no sentir la presencia del ingles mientras uno de sus dedos trazaba un lento recorrido por la curva de la cintura de Portugal, como si ignorar a Inglaterra fuese un juego divertido. Su sonrisa era apenas visible, pero estaba ahí: en la comisura de los labios, en la inclinación de su barbilla, en esa arrogancia clásica que usaba como perfume. Los ojos verdes helados de Inglaterra se posaron en Francia con una mezcla cortante de desprecio y advertencia. Sin mediar palabra, alzó su bastón y con un movimiento seco y contundente, golpeó el brazo del francés, justo donde lo sujetaba de Portugal, un manotazo firme y decidido. —Suéltala —ordenó, con una voz tan fría y precisa que cortaba el aire como una cuchilla. Francia no se inmutó, ni un solo milímetro. Sus labios se curvaron en una sonrisa desafiante, casi burlona. —Ah, mon chér, qué coincidencia encontrarte aquí —susurró con un tono cargado de ironía—. Justo estábamos... hablando de ti. Inglaterra no apartó la vista ni un segundo. Sus ojos eran puñales helados que parecían perforar la arrogancia del francés con una intensidad implacable. —Me parece que estás olvidando dónde nos encontramos —su voz bajó, cargada de reproche contenido y autoridad innegable—. Aquí, el decoro no es un simple capricho. Se espera que se respeten las formas y se mantenga la distancia adecuada. Francia soltó una risa corta, amarga y llena de desprecio. —¿Decoro? Una excusa elegante para imponer límites donde más te incomodan. Pero supongo que tener tanto cuidado con las apariencias es un lujo que te puedes permitir. Inglaterra apretó con fuerza el bastón, los nudillos le palidecieron bajo la tensión, aunque su voz permaneció firme y medida. —El decoro no es solo un traje para ocasiones especiales. Es la fina línea que sostiene el orden frente al caos. No es una barrera para que alguien esté donde quiere, sino la línea invisible que separa el poder del desorden. Sin apartar la mirada, Inglaterra dio un paso firme y se interpuso entre Francia y Portugal, situando a esta última a su lado como un escudo silencioso y rotundo. Portugal permaneció inmóvil, observando en silencio, consciente del peso de cada palabra y gesto que hacía vibrar la tensión en el aire. Francia fijó en Inglaterra una mirada sin miedo, cargada de desafío. —Oh, Albión, siempre tan dulce y tan prudente —musitó con desdén—. Oui, ganaste la guerra. Pero ganar batallas no significa que la guerra haya terminado. Mientras te regodeas en victorias temporales, yo ya planeo la próxima tormenta. Los ojos verdes de Inglaterra se posaron un instante en Portugal, un destello protector y frío, como una promesa muda de que las palabras de Francia no eran más que el ruido vacío de un país derrotado, como prometiéndole que ella no tenia nada de que preocuparse. Francia dio un paso atrás, soltó la mirada y se retiró con una reverencia irónica, deteniéndose solo para besar la mano de Portugal con un gesto que era a la vez cortesía y provocación. Inglaterra mantuvo su postura firme junto a Portugal, con la mandíbula tan apretada que parecía que iba a romperse los dientes. Los ojos le ardían en silencio, fijos en la espalda de Francia que se alejaba con esa arrogancia suya, tan meticulosamente calculada. Los músculos de los brazos, los hombros, el cuello... todo en él estaba en tensión. Si alguien le hablaba en ese instante, no lo habría escuchado. Solo sentía una cosa: la sangre caliente corriéndole con violencia y la necesidad urgente de sacarla de ahí. Ni bien Francia se perdió entre los presentes, sin darle tiempo a reaccionar ni dar explicación alguna, Inglaterra tomó a Portugal de la cintura con una firmeza que no admitía discusión, casi posesiva, y sin mediar palabra, la condujo a paso decidido y urgente, arrastrándola fuera del salón, dejando atrás los murmullos y las miradas curiosas de los demás invitados. Mientras avanzaban por el corredor, la atmósfera cambió: la fría formalidad del salón dio paso a un silencio cargado de electricidad contenida, sus cuerpos rozándose en cada paso. Él no aflojaba el agarre; ella no se resistía. Portugal, sorprendida pero divertida, permitió que la llevara, notando el apretón sobre su cintura y el ceño levemente fruncido de Inglaterra. —¿Y dónde quedo el decoro que antes le reprochabas a Francia? —bromeó, levantando una ceja con picardía, pero no se detuvo—. ¿No era ese el muro invisible que separaba el poder del desorden? La respuesta no fue inmediata. Inglaterra giró apenas el rostro hacia ella, sin dejar de avanzar, los ojos cargados de algo entre irritación, deseo y ese orgullo inglés que no lo dejaba rendirse ni siquiera en sus propias contradicciones. —El decoro tiene sus límites —respondió con voz grave—. Y cuando se cruza la línea, no queda otra que actuar. Portugal soltó una risa suave, disfrutando la mezcla de furia contenida y celos mal disimulados en ese gesto. —Eres tan previsible como arrogante —dijo, mientras se dejaba guiar hacia su habitación, sin borrar esa media sonrisa que sabía que a él lo desarmaba más que su propio escote. Inglaterra no respondió pero apretó un poco más su mano en la cintura de Portugal, sus dedos marcando territorio con una firmeza casi dolorosa, como si necesitara recordarle —o recordarse a sí mismo— que ella estaba ahí, con él y no con Francia. Cuando llegaron a la puerta, Portugal giró el picaporte sin siquiera mirarlo. Sabía que él estaba justo detrás. Entraron, y él cerro la puerta con un golpe sordo, el sonido de la puerta fue definitivo. Nada quedaba del salón, de los testigos, de los protocolos. Solo ellos dos. Ella avanzó hacia el centro de la habitación con lentitud deliberada, sabiendo que él la observaba con esa intensidad que no decía nada, pero lo gritaba todo. Sentía sus ojos en su espalda, subiendo por sus piernas, trepando por su cintura, deteniéndose un instante en el leve movimiento de sus caderas. Se sentía deseada, sentía la provocación andante. Y eso la divertía tanto como la excitaba. Él no tardó en acercarse. Sus pasos eran pesados, cargados. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, la tomó desde atrás sin pedir permiso —como si el simple hecho de verla tan suya le hubiera dado derecho—. Rodeó su cintura con ambos brazos, apretándola contra su pecho. Luego bajó la cabeza y apoyó la frente en la base de su cuello, allí donde el perfume de Portugal se volvía más notorio. Cerró los ojos y aspiró hondo, pero todavía no dijo nada. No necesitaba. Estaba conteniéndose. Conteniéndose de hablar, de besarla, de empujarla contra la cama, de arrancarle ese vestido que se aferraba a sus curvas como una provocación textil. De simplemente tomarla ahí mismo, sin vueltas, sin preguntas. Portugal, sin moverse, cerró los ojos también. No necesitaba palabras. Sabía exactamente lo qué le estaba pasando en su cuerpo, y más aún, en el de él. Sentía la tensión en sus brazos, la respiración acelerada, el latido en la sien que rozaba su cuello, la presión en su ingle. Lo conocía demasiado bien. Pensó para sí misma, con una sonrisa interior que rozaba la arrogancia: Inglaterra era un amante completamente distinto a Francia y a España. Sí, también era un bastardo arrogante. Sí, también sabía exactamente cómo hacerla temblar. Y sí, sobre todo, con su lengua. Especialmente con su lengua. Pocas veces alguien había tenido ese nivel de precisión. Pocas veces alguien había demostrado tanta obsesión en conocerla palmo a palmo de su cuerpo y reacciones, hasta aprender a leerla como un idioma. Sabía exactamente qué parte de su piel respondía más rápido, dónde se tensaban sus músculos cuando estaba por correrse, y cómo variar la presión apenas con la punta de la lengua para hacerla gritar sin previo aviso. Pero su estilo... su estilo era único. Francia era teatral. Le encantaba hablar durante el sexo. No podía evitarlo. Era como si necesitara narrarlo para sentirse en control. Le decía todo lo que iba a hacerle, cómo iba a abrirla, cómo la estaba haciendo gemir, cómo su cuerpo respondía incluso antes de que ella lo notara. Lo disfrutaba con una elegancia cínica, con esa sonrisa que bordeaba la burla. Cada palabra suya era una caricia mental y una provocación al ego, la hacía sentir hiperconsciente de todo. Le gustaba verla dudar, luchar contra su propio placer, perder el control. Con Francia, todo era una escena de ópera: dramática, brillante, exhaustiva. Nada era accidental. Cada beso, cada embestida, cada palabra dicha en su francés suave y afilado como una daga tenía una intención: desarmarla lentamente, pero con estilo. Podía pasar minutos enteros apenas tocándola, solo hablándole, viéndola retorcerse por una anticipación cuidadosamente cultivada. Se burlaba de ella con una arrogancia exquisita. Cada vez que la tenía bajo su cuerpo, o sobre su boca, o cabalgándolo con la espalda arqueada, encontraba el momento exacto para decir algo como: "Mírate, tan diplomática siempre, y ahora gimiendo mi nombre como si no supieras otra cosa". Esa maldita lengua no solo servía para hablar, sino para dejarla rogando, le gustaba ese juego, le gustaba que ella le suplicara justo cuando pensaba que podía dominarlo. Siempre un paso más allá. Siempre con una sonrisa que decía “sabía que ibas a terminar así”. España era lo opuesto. Él no hablaba. Actuaba. Era directo. Brutal, a veces. Apasionado hasta el límite. Iba de lleno, sin estrategias, sin pausas. Si Francia era una ópera, España era un incendio. A diferencia de los otros dos, no la hacía rogar: se entregaba entero, y esperaba lo mismo a cambio. Si había una súplica, era porque el cuerpo no daba más. Con él, el sexo era un asalto, una rendición. Cada vez era como si fuera la última. Todo o nada. Y cuando era todo, era demasiado. Como un fuego que no podías controlar, pero tampoco se deseaba apagar. La tomaba de la nuca con fuerza, la giraba contra la pared, le arrancaba la ropa como si fuera un estorbo más en la conquista. Le mordía el cuello con hambre, le abría las piernas con firmeza y le embestía como si su objetivo no fuera el placer, sino la rendición absoluta, la embestía con la misma intensidad a la cual iba a la guerra, como si el placer fuera una conquista territorial. No había juegos, no había control, no había frases bonitas. Solo respiraciones ásperas, gemidos rotos y el choque de los cuerpos como una batalla. Y aun así, cuando terminaba, la abrazaba fuerte, sin decir palabra, con una intensidad que hablaba de algo más profundo, más primitivo. Como si en ese silencio le dijera: “Eres mía”. Aunque nunca lo dijera. Inglaterra... Inglaterra era otra cosa. Si bien tenía ciertas similitudes con Francia —en especial en ese gusto por verla hecha pedazos, para luego reconstruirla pieza a pieza—, no era tan hablador como el francés. Le gustaba verla romperse, sí, pero no con violencia, sino con precisión. Era meticuloso. Calculador. Se tomaba su tiempo. Sabía dónde presionar, cuánto tardar, cuándo detenerse, cuándo aminorar el paso. Le fascinaba provocarle orgasmos lentos, de esos que se arrastran como corriente eléctrica por todo el cuerpo, que no estallan, sino que se disuelven y se transforman en espasmos involuntarios. Se lo tomaba como una tarea. Como una estrategia de guerra. Y si de marcas se trataba, las suyas eran físicas también. De los tres, era el más posesivo. Se le notaba en la forma en que la tocaba, como si con cada caricia estuviera marcándola. Como si con cada gemido que le sacaba, estuviera diciendo “mío”. Y no era solo simbólico. Literalmente la marcaba. Le encantaba morderla. No con intención de lastimarla, pero sí de dejar huella. Marcaba la piel, pero no al azar: lo hacía en los lugares donde sabía que dolía justo lo suficiente como para excitarla, y donde la marca duraría más. En el hueso de la cadera. En el borde interior del muslo. En el cuello, detrás de la oreja. En los pechos… cada marca era una advertencia muda. Un recordatorio de que había estado ahí. Cuando se inclinaba sobre ella para besarle el vientre, sus dientes no eran suaves: apretaban justo lo suficiente para hacerla contener el aliento. A veces bajaba y la sujetaba por las caderas como si temiera que escapara, clavando los dedos con tanta fuerza que los moretones tardaban días en desaparecer. Su lengua era otra historia. Era como si hubiera nacido para eso. No era torpe, no era ansioso. La usaba como un instrumento quirúrgico. Preciso. Cuando se arrodillaba frente a ella y la tomaba por las piernas, podía pasar minutos, horas, lo que hiciera falta, dedicándose a hacerla perder la cabeza. Y lo hacía sin decir palabra. Solo con la boca, solo con la lengua. Y cuando la tenía temblando, suplicando, deshecha, se detenía justo antes del final. Y entonces, volvía a empezar, cambiaba el ritmo, la presión, el ángulo, como quien ejecuta una estrategia militar. No paraba hasta hacerla temblar. Hasta que lloraba de placer. Hasta que lo empujaba con fuerza del cabello, no por rechazo, sino porque ya no aguantaba más. Era intenso, sí. Pero también… era el más amoroso. No en lo cursi. No en lo obvio. No decía “te quiero” ni soltaba frases dulces entre jadeos. Pero la miraba como si ella fuese su única religión. La cuidaba incluso cuando la había hecho llorar de placer. No importaba cuán salvaje o profundo hubiera sido todo: al final, la envolvía con una ternura que desarmaba cualquier defensa. La abrazaba como si su cuerpo fuera un refugio. Como si al soltarla, el mundo pudiera arrebatársela. Le pasaba la mano por la espalda hasta que su respiración volvía al ritmo. Le murmuraba cosas al oído, a veces en voz tan baja que solo podía sentir el calor de sus palabras más que entenderlas. Le besaba la frente, como si sellara algo importante. Le acomodaba el cabello con los dedos, una y otra vez, como si fuese su manera de asegurarse de que seguía ahí. La arropaba cuando ella no se daba cuenta. Le alcanzaba agua. Se quedaba despierto más tiempo, solo para vigilar que no tuviera frío. Y si ella se acurrucaba contra su pecho, él la apretaba sin decir nada. Como si su corazón —tan británico, tan contenido, tan endurecido por guerras y coronas— solo pudiera hablar en esos gestos. Y Portugal, que lo sabía todo, que había pasado por guerras y tratados, por alianzas y traiciones… jamás se había sentido tan completamente desarmada como cuando estaba entre sus brazos. Porque no era solo deseo. No era solo cuerpo. Era pertenencia. Era complicidad. Era ese extraño milagro que sucedía cuando dos países decidían no matarse, sino encontrarse. Así que sí. Ella le es leal. Porque para ellos —las naciones— el amor es algo raro, extraño, inusual. Por eso se aferra a esa lealtad ciega, porque sabe que ese afecto es único, raro de encontrar y raro de mantener. Y por eso es tan preciado para ella. Ella no lo veía como Inglaterra, el vasto imperio lleno de reglas inflexibles, conquistas despiadadas y una fría corona que parecía aplastar voluntades. No como lo pintaban otros, que lo reducían a un gigante rígido, implacable, un monstruo frío dominado por la ambición y el poder sin escrúpulos. No. Para ella era Iggy. Arthur. Su Arthie. El hombre detrás de la corona y el protocolo.