"Stick with me, I'm your queen
Like a Tenessee Stella McCartney on the Heath
Just wanna be with you."
1807 El retumbar lejano de los cañones se alzaba como un presagio sombrío desde el este. En el puerto, bajo la bruma de la mañana y la amenaza inminente del enemigo, las tropas británicas se movían con una eficiencia tensa, casi desesperada. Se embarcaban cofres, baúles y documentos; se pronunciaban órdenes en varias lenguas; y los oficiales, con rostros endurecidos, mantenían la vista fija en el horizonte, como si esperasen ver surgir de entre la niebla la silueta del ejército francés. Inglaterra descendió del navío con el semblante endurecido, el ceño fruncido por el reciente consejo de guerra. Había discutido con hombres tercos en una sala demasiado pequeña para contener tantas voluntades. Wellington, como era su costumbre, había sido implacablemente seco; los generales portugueses, lentos y reticentes, se enredaban en la ilusión de poder decidir el curso de una guerra que ya les había pasado por encima. La demora le parecía intolerable. Cada minuto perdido era una ventaja concedida a Bonaparte. —Where is she? —inquirió en voz baja, no hizo falta decir su nombre, todos sabían a quien se refería. Un joven teniente británico, empapado por la lluvia, señaló la colina frente al monasterio de los Jerónimos. Inglaterra asintió brevemente, montó de nuevo sin mediar palabra y espoleó el caballo en dirección al lugar señalado. Sabía dónde encontrarla. Siempre lo sabía. Y no se equivocaba. Portugal estaba sola a caballo, en lo alto del cerro. Desde allí, contemplaba Lisboa como quien contempla a un ser amado herido. Su silueta recortada contra el cielo gris parecía esculpida en granito. Llevaba su uniforme sin distintivos, oscuro y empapado, y el cabello recogido con una cinta raída que dejaba escapar algunos mechones mojados. La lluvia descendía con una furia obstinada, pero ella no parecía notarla. Lisboa ardía en fragmentos. Algunas zonas humeaban aún; otras temblaban, como si recordasen con espanto aquel día en que la tierra se había quebrado bajo sus pies. Inglaterra se aproximó al trote y detuvo su montura a escasa distancia de la suya, sin desmontar. —No puedes quedarte —dijo con la voz grave, apenas alzada. —¿No puedo? —replicó ella sin volverse. —Debes partir. La familia real embarcará en menos de una hora. Si permaneces, estarás en zona de ocupación en cuestión de días... quizás de horas. El agua resbalaba por su abrigo militar y caía del pomo de su bastón. El caballo resoplaba, inquieto ante el estruendo lejano. Inglaterra hablaba con firmeza, pero el temblor contenido en su voz traicionaba una tensión más profunda. Portugal no respondió. Seguía mirando su ciudad con una intensidad contenida, como si intentara grabarla en su memoria. Las torres, los barrios, las callejuelas ardiendo como cirios en una vigilia fúnebre. —Eles partem —murmuró—. Pero yo no. —Tu deber no es dejarte vencer con estas ruinas, sino vivir para reorganizarte. Para resistir. —Meu dever está aqui—dijo ella con voz serena, casi litúrgica—. Con mi tierra. —Your place is alive, safe. With me. (Tu lugar es estar a salvo. Conmigo) Ella cerró los ojos un instante, como si saboreara las palabras, y luego giró apenas el rostro hacia él. —Meu povo não tem navios ingleses esperando. Eu sou o país deles. —La voz era suave, pero de una firmeza que no admitía réplica—. No puedo esconderme en una embarcación mientras ellos se quedan. No puedo huir. (Mi pueblo no tiene barcos ingleses esperando. Yo soy su país.) Inglaterra la miró fijamente, con una intensidad que dolía. La furia y el temor se mezclaban en su pecho, pesándole más que el acero del sable a su cinto. A veces, en momentos como aquel, olvidaba que ella no era solo una mujer. Era una nación. Una historia. Una promesa encarnada. —No comprendes lo que harán si te capturan. —Lo comprendo perfectamente. Y es por eso que no me moveré. Un relámpago rasgó el cielo. El trueno que le siguió no fue más violento que el silencio que se impuso entre ambos. Inglaterra inspiró hondo, conteniendo el deseo de sacudirla, de hacerla entrar en razón por cualquier medio. —Please... don't be reckless. (Por favor..no seas imprudente) —Y tú no seas condescendiente —respondió ella, al fin girándose para mirarlo de frente. Sus ojos turquesa brillaban bajo la lluvia, sucios de hollín y de lágrimas que aún no habían caído. —No soy una princesa encerrada en una torre. No soy una flor que puedas resguardar entre tus manos. Soy el Reino de Portugal. Y pertenezco aquí. Inglaterra bajó la cabeza un instante. No en señal de rendición, sino como quien busca dominar su propia cólera. Sus nudillos se tensaban sobre las riendas, blancos por la presión. —Te lo ordeno —dijo al fin, con voz baja y peligrosa. —¿Desde cuándo crees tener ese derecho? —Desde que tu reino imploró nuestra protección. Desde que firmamos nuestra alianza. Desde que sé que Francia te busca para herirme a través de ti. No eres solo una nación, Leonor. Eres un símbolo vivo. Ella giró del todo entonces, con la cabeza erguida, el rostro tiznado por el humo y la lluvia, y los ojos convertidos en tormenta. —No soy tu símbolo. Ni tu estrategia. Sou Portugal. El viento trajo consigo el olor a pólvora, a sal y a madera calcinada. Los caballos pisaban la tierra húmeda con recelo, estremeciéndose ante cada estruendo lejano. —El plan es claro —dijo Inglaterra, más bajo, casi para sí mismo—. Yo escolto a la familia real hasta Río. Bonaparte no espera que sobrevivan. Si lo logramos, será un golpe maestro. Una señal para toda Europa, que la resistencia aún respira. Portugal asintió apenas. —Lo sé. Pero no iré. Inglaterra apretó los labios. Cada palabra suya caía como plomo en un lago silencioso. —Tu presencia en Brasil garantizaría estabilidad. Legitimidad. Si tú hablas, el pueblo escucha. Y lo sabes. Ellos te necesitan a salvo. I need you safe. (Yo te necesito a salvo.) Sus palabras no eran dulces ni románticas. Eran sinceras. En parte eran estrategia, sí, pero también un temor profundo. La miraba como se mira a un faro en medio de la tormenta, un último punto de luz que no debía apagarse. —If they take you... there will be no mercy. This is what France wants. Not just yours cities or your people. You. Él te quiere a ti, Leonor. (Si te agarran...no va a haber misericordia. Francia te codicia, no solo tus ciudades o tu pueblo. A ti.) Ella no respondió. Su silencio no era vacío, sino una muralla de acero. Inglaterra hizo avanzar su caballo, acortando la distancia entre ellos. El barro salpicaba bajo los cascos, y por un instante ambos animales resoplaron, tensos, como un reflejo de sus jinetes. Él la miró de cerca, ojos oscurecidos por la lluvia, el miedo y algo más difícil de nombrar. —Piensa en Brasil —dijo, sin dejar de mirarla aún—. ¿Cómo crees que se sentirá cuando vea llegar a la familia real a sus costas y tú no estés? Es tu hijo, Leonor. Y él te espera. Ahora más que nunca. Portugal apretó las riendas con fuerza, clavando la mirada en el horizonte gris sin voltear. —No soy solo una madre —replicó con voz dura—. No me reduzcas a eso ni me delegues solo esa responsabilidad. Inglaterra la miró con intensidad, acercándose un poco más, buscando perforar su coraza. —Te pido que elijas el lugar desde donde puedes protegerlo mejor. Brasil es tu tierra también. Allí podrías estar con Brasil, cuidarlo, ser madre y reina, mientras Europa arde. Aquí no puedes. Menos ahora, con la guerra pisándote los talones —su voz bajó, pero la urgencia permaneció. Portugal apretó las riendas, clavando la mirada en el horizonte gris, sin girarse. Ella apretó la mandíbula, la lluvia empapando sus cabellos oscuros. —Yo soy Portugal —dijo, firme—. Y mi lugar está aquí. Inglaterra soltó un suspiro que intentó disimular, conteniendo la frustración que lo atenazaba. Desde su caballo, ella lo observó, serena como la estatua de una reina que no se inclina sin antes pelear. Luego, apenas, una sonrisa temblorosa curvó sus labios, no por miedo, sino por decisión. —Confía en mí, Arthur. Como yo confío en ti. Sin darle oportunidad a replicar, espoleó su caballo y descendió la colina, hacia el humo, el fuego, su destino. Inglaterra no la llamó. Porque sabía —aunque le partiera el alma— que no podía detenerla. Pasaron semanas. O siglos. En tiempos de guerra, el tiempo no obedece al reloj ni al calendario. Se arrastra o se precipita, indistinguible, como el humo sobre una ciudad incendiada. Cuando Inglaterra volvió a verla, no fue en un palacio ni en una mesa de negociaciones. Fue entre ruinas. Portugal estaba en pie. Herida, cubierta de polvo, con la mirada firme. A su alrededor, unos pocos soldados la escoltaban, como si aún pudieran protegerla. Pero todos sabían la verdad: ella había resistido sola. Ella fue quien protegió a sus soldados, no al revés. —¡Leonor! —gritó su nombre al reconocerla, desmontando con agilidad. Corrió hacia ella entre el fango y los escombros. Ella alzó la vista. Y por un instante —apenas uno— permitió que el alivio cruzara su rostro fatigado. —Pensé que no volverías —murmuró. —Pensaste mal —replicó Inglaterra con un tono seco. Pero no sonreía. Se detuvo frente a ella. Por un instante pareció querer abrazarla, pero se contuvo. En su lugar, la tomó del brazo con fuerza, como si necesitara asegurarse de que estaba realmente allí. La revisó con una urgencia casi brutal. El vestido que Portugal llevaba —un modelo de corte imperial, sencillo, color crema ahora ennegrecido por el hollín y la sangre— colgaba desgarrado en los bordes, sucio de barro y de guerra. Sobre los hombros apenas quedaba un chal verde, hecho jirones, más simbólico que funcional. No llevaba guantes; los había perdido hacía días, y sus manos, expuestas al frío y al fuego, estaban cubiertas de rasguños, tierra y moretones. Inglaterra alzó una de esas manos con cuidado, con reverencia incluso, examinándola palmo a palmo. Sus dedos rozaron las heridas abiertas, los nudillos partidos. Luego pasó al otro brazo, donde un vendaje tosco envolvía el antebrazo izquierdo; la tela estaba empapada, manchada de rojo oscuro. Él frunció el ceño, intentando medir con la vista si era grave. No dijo nada, pero su mandíbula se tensó. Su parte lógica le decía que no debía preocuparse, no eran humanos, se recuperaban de heridas imposibles con rapidez, pero estaban en guerra, y a veces, esa inmortalidad pendía de un hilo. Con sus propios dedos limpió un poco de ceniza que manchaba su cuello y, por impulso, apartó con suavidad un mechón de sucio cabello castaño que se le había pegado a la sien. Como si, en ese gesto mínimo, pudiera devolverle algo de dignidad, de control. Como si pudiera recomponerla. Cada pequeño hallazgo parecía dolerle más a él que a ella. Como si necesitara ver con sus propios ojos que seguía entera. —You're insane —murmuró, con una rabia apenas contenida—. Pusiste en riesgo todo. ¿Por qué no me escuchaste? (Estas demente.) Ella lo miró con esa calma imperturbable que siempre llevaba consigo, aún en la guerra, y luego, con voz baja pero firme, respondió: —Porque tú no me das órdenes. Inglaterra tragó saliva. No la soltó. La miró con la desesperación de quien no sabe si besar o sacudir a la persona que ama. Como si no comprendiera cómo se le escapaba entre los dedos, una y otra vez. —Me habrías matado si él te hubiera capturado.—susurró, y su voz se quebró en el umbral de la furia y el miedo. Portugal parpadeó. Sus ojos turquesa brillaban con todo aquello que no podía decir. Alzó una mano y rozó su mejilla. —Pero no me capturo. Él cerró los ojos con fuerza. —Nunca más me pongas en esta posición. El aire olía a tierra, a pólvora, a sangre. —Escapé de Francia —dijo ella entonces, con un hilo de voz, como si acabara de recordar algo que no podía seguir callando—. Pero Antonio sigue allí. Tenemos que volver por él. Inglaterra frunció el ceño. Había demasiadas cosas en esa frase que no le gustaban. Francia. España Volver. Pero la mirada de Leonor no pedía permiso: pedía lealtad. —Bloody hell... —murmuró, sin convicción. Sabía que no lo haría por España. Lo haría por ella. Y entonces la abrazó. No con dulzura, sino con una fuerza desesperada. La rodeó con los brazos como si aún temiera que desapareciera ante sus ojos. Como si al apretarla contra su pecho pudiera asegurarse de que aún pertenecía a este mundo. Y luego, sin aviso, sin cuidado, la besó. Allí, entre los soldados, entre ruinas y ceniza, sin importarle el protocolo, el decoro ni la historia que los separaba. La besó como si la guerra no existiera. Como si el mundo se hubiera reducido al sabor de su piel y al temblor de sus labios. La besó sin pedir permiso, como tantas otras veces. Pero esta vez no hubo ternura, ni tiempo para el arte de la seducción. Fue un beso urgente, furioso, con el alma hecha jirones. Portugal se quedó inmóvil al principio. No por él —ya conocía sus impulsos—, sino por el lugar. Por las miradas. Era 1807. Había soldados alrededor. Su dignidad, siempre firme, se tensó como un hilo. Pero sólo por un instante. Porque cuando sintió su aliento temblar contra sus labios y sus dedos aferrarse como si se le fuera la vida en ello, todo el resto desapareció. El barro, la sangre, los ojos ajenos, el polvo en el aire... todo se desvaneció. Y se rindió. Se fundió con él. Respondió al beso con la misma urgencia, con la misma necesidad de probar que estaban vivos. Que todavía se encontraban, incluso en medio de la guerra. Que no era una alucinación nacida del trauma y del dolor. No fue un beso limpio. Fue un beso con sangre seca, con ceniza en la piel, con las manos temblando. Fue un reencuentro en mitad del infierno. No fue tampoco beso breve. Fue largo, tenso, imperfecto. Fue un beso con rabia. Con alivio. Con miedo. Como si ese beso fuera el único puente entre lo que pudo haberse perdido y lo que aún podía salvarse. Una promesa arrancada entre ruinas. Algunos hombres desviaron la mirada. Otros fingieron no ver. Pero nadie dijo una palabra. Porque incluso ellos, endurecidos por el barro y la pólvora, entendieron que presenciaban algo más grande que el escándalo: una tregua íntima entre dos naciones rotas. Portugal no se apartó. Se dejó envolver por él, por su terquedad inglesa, por su necesidad brutal de protegerla. Y por un segundo —un segundo eterno— se permitió bajar las defensas. No pensó en Francia, ni en España ni en la sangre que la manchaba bajo la ropa. Solo pensó en Inglaterra. En Arthur. Su Arthur. En su calor. En su abrazo. En ese beso sin permiso, sin perdón, sin redención. No vio, en ese instante, la sombra que empezaba a nacer entre los dos: la de un amor que, por primera vez, comenzaba a doler. Inglaterra murmuró, apenas audible: —Stick with me. I'm your knight. (Quédate conmigo, soy tu caballero.)