ID de la obra: 702

So Long London

Het
NC-17
Finalizada
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
197 páginas, 108.469 palabras, 23 capítulos
Descripción:
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1961

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"You swore that you loved me but where were the clues?" 1961-Londres. La lluvia londinense caía con esa persistencia implacable que caracterizaba los inviernos británicos, chocando contra los ventanales. Las calles de Whitehall brillaban bajo la luz amarillenta de las farolas, reflejando un mundo que parecía haberse vuelto líquido, inestable. Era uno de esos días en que Londres se envolvía en su melancolía característica, cuando el cielo gris plomizo se fundía con los edificios victorianos hasta crear una sinfonía monocromática de desesperanza. Portugal entró sin tocar la puerta. No era descortesía. Era urgencia pura, desesperación destilada en movimiento. El sonido de sus tacones resonó en el mármol con una autoridad que Inglaterra no había escuchado en décadas. Inglaterra alzó la mirada desde su escritorio atestado de documentos clasificados sobre la crisis del Canal de Suez y las tensiones en Berlín, sorprendido por la interrupción inesperada. Allí estaba ella: empapada completamente por la lluvia londinense que goteaba desde su abrigo negro hasta formar un pequeño charco en el suelo de mármol, el cabello castaño suelto y pegado al rostro en mechones húmedos que enmarcaban sus facciones tensas, la cruz de oro que siempre llevaba brillando contra su pecho, sola y vulnerable bajo la luz amarillenta y artificial de su despacho. No llevaba maquillaje alguno, sus labios estaban pálidos por el frío, y sus mejillas tenían ese rubor que deja el viento helado de diciembre. No portaba ningún dossier diplomático, ningún tratado cuidadosamente preparado, ningún mapa con fronteras marcadas en rojo. Solo venía con las manos vacías y temblorosas. Y eso, decía más que cualquier discurso de emergencia en las Naciones Unidas. La oficina olía a tabaco y papel viejo, a decisiones tomadas en penumbra y secretos de Estado. Los retratos de antiguos primeros ministros los observaban desde las paredes con expresiones solemnes, testigos silenciosos de siglos de política imperial que ahora se desmoronaba pieza por pieza en el tablero mundial de la descolonización. —Arthur —dijo con una firmeza que contrastaba brutalmente con su apariencia empapada, en un tono que él no había oído desde hacía décadas, desde antes de que el mundo se dividiera en bloques y las colonias empezaran a exigir independencia—.Preciso da tua ajuda. (—Necesito tu ayuda.) Desde antes de 1890, desde el maldito ultimátum que había destruido todo lo que habían construido juntos, ella no lo llamaba por su nombre de pila. Para ser completamente sincero, Inglaterra no lograba recordar cuándo había sido la última vez que su nombre había salido de esos labios sin el filtro frío del protocolo diplomático, sin la distancia calculada de "Inglaterra" o "la delegación británica." Él ya sabía perfectamente por qué había venido, por supuesto. Las noticias se esparcían con velocidad enfermiza en su mundo interconectado de cables diplomáticos y llamadas cifradas: las tropas de la Unión India, lideradas por Nehru con esa determinación férrea que caracterizaba a los líderes poscoloniales, habían cruzado la frontera y entrado en Goa. El primer ministro indio exigía la rendición inmediata e incondicional del territorio, amenazando con una acción militar total si Portugal se resistía. Los tanques Sherman y las tropas del ejército indio ya estaban posicionados en las afueras de Panaji, y los cazas Hawker Hunter volaban en formación sobre la pequeña colonia portuguesa como buitres esperando el momento de atacar. Era el fin de cuatro siglos y medio de presencia portuguesa en el subcontinente, el último clavo en el ataúd del imperio ultramarino que una vez había abarcado desde Brasil hasta Macao. —Leonor... —empezó él, usando el nombre que le había dado siglos atrás cuando la intimidad entre ellos era posible, pero ella lo interrumpió sin la menor vacilación. —Ele é meu filho. Meu. Cresceu sob minha bandeira, meus livros, minha fé. Ele é pequeno ainda. (—Él es mi hijo. Mío. Creció bajo mi bandera, mis libros, mi fe. Es pequeño todavía..) Su voz temblaba con una mezcla tóxica de dolor maternal y impotencia política. Inglaterra tragó saliva con dificultad, no por culpa sino por irritación pura. La voz de Portugal temblaba, no de miedo físico ante las tropas indias, sino de una impotencia que le resultaba familiar pero que le fastidiaba tener que presenciar. Vagamente, como una imagen que prefería no examinar demasiado de cerca, recordó haber visto a aquel chico moreno de grandes ojos casi dorados y brillantes, con las manos perpetuamente manchadas de tinta de tanto escribir, durante una de esas reuniones familiares que solían organizar las naciones europeas antes de que el mundo se volviera tan complicado. Goa. El mestizo que Portugal había criado con catecismos y carabelas, con fados y especias. Físicamente era idéntico a su padre India, con esa piel bronceada y esos rasgos que hablaban de monzones y templos paganos. Sin embargo, tenía el carácter inquieto y aventurero de ella, esa curiosidad insaciable por el horizonte que había caracterizado a Portugal durante siglos de exploración. Hablaba portugués con acento goés, se persignaba antes de comer como buen católico, y soñaba con Lisboa como otros niños soñaban con cuentos de hadas. Inglaterra, si tenía que ser brutalmente honesto consigo mismo, nunca le había agradado el mocoso. No le agradaba lo que representaba: la evidencia viviente de intimidades que él nunca había compartido con ella. La evidencia viviente de que Portugal había sido íntima con seres que él consideraba... inferiores. Civilizaciones más jóvenes, menos refinadas. India era milenario, sí, pero caótico, supersticioso, dividido en castas que Inglaterra despreciaba por primitivas. Nunca le habían agradado ninguno de los hijos que Portugal había tenido con otros, y lo que significaban. Brasil, el mestizo dorado hijo de esas tierras salvajes. Angola y Mozambique, productos de África... África, por Dios. Timor, ese pequeño rincón perdido donde ella se había mezclado con nativos malayos.... una lista interminable de territorios-niños que habían crecido llamándola mãe mientras él se quedaba al margen, observando desde la distancia helada. Ella había tenido hijos con todo el mundo—con salvajes, con paganos, con civilizaciones que apenas habían salido de la Edad de Piedra cuando Inglaterra ya dominaba los mares—y con él, que había sido su aliado más poderoso, su igual en refinamiento y cultura milenaria, su mejor amigo durante siglos, su amante, ni un solo hijo le había dado. Ni una sola colonia compartida, ni un solo territorio que llevara la sangre de ambos imperios civilizados. Y no había sido por falta de intentos. Dios sabía que había intentado. Durante siglos había intentado dejarla embarazada con la desesperación de alguien que necesitaba demostrar su valía. Después de cada noche de pasión, había esperado secretamente que ella le anunciara que llevaría un hijo suyo, un territorio que sería producto de su unión. Había fantaseado con colonias que tendrían su pragmatismo y la aventura de ella, puertos que combinarían la eficiencia británica con la elegancia portuguesa. Pero nunca pasó. Nunca. Y luego vinieron Brasil, Angola, Mozambique... prueba viviente de que no era ella quien tenía el problema. Sin embargo él, tampoco era el problema. Inglaterra había tenido sus propios hijos: Estados Unidos, Nueva Zelanda, Australia, la lista era larga y orgullosa. Pero con ella, específicamente con ella, esa alquimia nunca funcionó. Por alguna razón que jamás entendería, la combinación de ambos era estéril, como si sus esencias se repelieran en lugar de fusionarse, a pesar de haberlo intentado con más frecuencia, pasión y desesperación de lo que su orgullo le permitía recordar. Era una humillación que carcomía su orgullo como ácido, aunque jamás se lo hubiera dicho directamente. Su orgullo británico no le permitía admitir esa herida, mucho menos mendigar por la paternidad de algún territorio conjunto. Pero los celos estaban ahí, fermentando en silencio. No solo de los padres—esos amantes indignos que habían recibido lo que él nunca tuvo—sino de los propios hijos. De la forma en que ella los miraba con esa ternura maternal que nunca había dirigido hacia nada relacionado con él. De cómo se iluminaba cuando hablaba de sus colonias. —No puedo intervenir —dijo al fin, con la garganta completamente seca, como si cada palabra le pesara toneladas y tuviera que ser extraída con fórceps desde lo más profundo de su alma—. No esta vez, Leonor. Las palabras cayeron entre ellos como sentencia de muerte. En su mente, Inglaterra podía escuchar los ecos amargos de promesas pasadas, de juramentos susurrados en madrugadas que ahora parecían pertenecientes a otra vida: Siempre estaré aquí para ti. Siempre. ¿Dónde estaban ahora esas promesas? ¿Dónde estaban las pruebas de todo lo que había jurado sentir por ella? Se habían evaporado como bruma londinense al primer contacto con la realidad política. —Pero sí puedes —respondió ella inmediatamente, dando un paso adelante que acortó la distancia entre ellos hasta convertirla en algo casi íntimo, peligroso. Su voz era baja pero cada sílaba venía cargada de una furia contenida durante décadas, la de siglos de pérdidas acumuladas, de traiciones diplomáticas, de promesas rotas—. Si tú hablas, el mundo escucha. Si tú intercedes en el Consejo de Seguridad, aunque sea por un instante, se abre una pausa. Una oportunidad para negociar. Inglaterra bajó la mirada hacia los documentos esparcidos en su escritorio, evitando esos ojos turquesa que lo conocían demasiado bien. Las palabras de Macmillan resonaban en su cabeza como una advertencia: "No podemos permitirnos antagonizar a India por Portugal. Los números son simples: ellos tienen cuatrocientos millones de ciudadanos, ella tiene menos de diez millones." —¿Y qué gano yo con eso? —preguntó finalmente, no con crueldad deliberada, sino con la brutalidad clínica de quien ya no podía permitirse el lujo de la ternura en el tablero geopolítico—. ¿Retrasar lo inevitable unos meses? ¿Empeorar irreversiblemente mi relación con India por algo que ya no tiene retorno posible? —No estoy hablando de tratados comerciales. Ni de guerras estratégicas —susurró ella, y por primera vez en la conversación su voz se quebró ligeramente—. Te hablo como madre. Como alguien que... que ya no puede más con estas pérdidas constantes. La palabra madre flotó entre ellos como una acusación. Inglaterra sintió algo retorcerse en su pecho, una mezcla venenosa de celos y culpa que conocía demasiado bien. —Las pérdidas son parte inevitable de la paternidad, lo sé por experiencia propia —replicó con más dureza de la necesaria, pensando en Estados Unidos y en todos los territorios que habían crecido hasta no necesitarlo más. —No me hables de experiencia —Portugal levantó la voz por primera vez, y sus ojos brillaron con furia—. No es lo mismo ser una madre que un padre. Tú los crías para que se independicen, para que te superen. Yo... yo los llevo en el vientre, los alimento con mi sangre, los protejo con mi cuerpo. —Y tú te olvidas que no eres solo una madre —Inglaterra se enderezó en su silla, recuperando esa frialdad imperial que había perfeccionado durante siglos—, sino que eres una nación. Y las naciones deben tomar decisiones racionales, no emocionales. El silencio que siguió fue áspero, cortante. Dolía en los bordes como una herida mal curada que se abre de nuevo. Inglaterra no la había visto así desde hacía siglos. Humana. Frágil. Completamente desprovista de todo ese orgullo imperial que había sido su armadura durante décadas de diplomacia fría. Había algo desnudo en su presencia, como si hubiera cruzado la puerta solo con el dolor a cuestas, sin máscaras ni protocolos que la protegieran de la vulnerabilidad. En su mente, Inglaterra podía escuchar una voz que sonaba sospechosamente a la suya propia, susurrando reproches amargos: Juraste que la amabas, pero ¿dónde están las pruebas? ¿Dónde están los gestos cuando realmente importan? Había pasado décadas convenciéndose de que la política y el amor eran incompatibles, pero viéndola ahí, empapada y desesperada, se dio cuenta de que tal vez había estado usando la diplomacia como excusa para su propia cobardía emocional. Quiso acercarse. Quiso tal vez tocarle el brazo con esa ternura que había guardado para ella durante siglos. Ofrecerle consuelo, prometerle que encontraría una manera de ayudar, de estar ahí como había prometido tantas veces en el pasado. Pero su orgullo británico se lo impedía como una muralla invisible e inquebrantable. Eso y que, conociendo a Portugal como la conocía, probablemente ella lo golpearía si intentaba consolarla cuando acababa de negarle su ayuda. —¿Sabes lo que es mirar a tus hijos y ver que el mundo entero los quiere como botín de guerra? —murmuró ella, su voz apenas un susurro ronco que cortaba el aire como cristal roto—. ¿Saber que cada territorio que pierdo es un pedazo de mi alma que se arranca? Y yo... yo ya no tengo fuerzas para protegerlos. Ya no soy lo que era. Inglaterra la observó en silencio, notando cómo la cruz de oro aún brillaba sobre su pecho como una última estrella antes del amanecer, como un símbolo de fe en un mundo que parecía haberse quedado sin lugar para la esperanza. —No es tu culpa, Leonor —dijo finalmente en voz muy baja, como intentando ofrecerle un consuelo que sabía era insuficiente pero que era todo lo que podía darle sin comprometer su posición política. Ella rió entonces, una risa completamente hueca y amarga que resonó en la oficina como el sonido de algo rompiéndose para siempre. No había humor en ella. Solo resignación absoluta y una tristeza tan profunda que parecía haberse sedimentado en sus huesos. —Claro que lo é. Quem os pôs no mundo fui eu. Quem lhes deu idioma, religião, fronteiras. Agora querem arrancá-los de mim. E você... você olha e diz "não posso". (—Claro que lo es. Quien los trajo al mundo fui yo. Quien les dio idioma, religión, fronteras. Ahora quieren arrancármelos. Y tú... tú me miras y dices "no puedo".) Inglaterra apretó los puños bajo el escritorio hasta que sus nudillos se pusieron blancos, pero se mantuvo erguido en su silla de cuero, aferrado a esa compostura diplomática que había sido su salvación durante siglos de crisis internacionales. Había esperado años, décadas enteras, para tenerla así de cerca otra vez. No como aliada en alguna cumbre internacional, ni como la figura solemne y distante que representaba oficialmente a Portugal en ceremonias diplomáticas, sino como la mujer real con la que había compartido silencios prolongados bajo estrellas extranjeras, madrugadas íntimas en puertos lejanos, palabras susurradas en la oscuridad que nunca había pronunciado en voz alta a nadie más en su larga existencia. Había deseado con una ansiedad casi infantil, patética en alguien de su edad y experiencia, volver a verla así: sin máscaras diplomáticas, sin escudos burocráticos, sin esa frialdad profesional que había perfeccionado desde 1890, que confiara nuevamente en él lo suficiente como para mostrarle su vulnerabilidad. Y ahora que ella por fin venía a él —no por orgullo, no por estrategia, sino por desesperación maternal pura—, él no podía ofrecerle lo que pedía. No podía ser el héroe que ella necesitaba. Era la ironía más cruel del destino. —Si me meto en este asunto, hago más daño que bien a todos los involucrados —dijo al fin, con una voz ronca que apenas reconocía como suya, casi derrotada—. India me odia desde la Partición. Nehru ve cualquier intervención británica como neocolonialismo. Y tenía razones para hacerlo, pensó con fastidio. No culpa—Inglaterra rara vez sentía culpa por decisiones estratégicas—sino irritación por las complicaciones que eso generaba. Los fantasmas de la Partición eran un problema diplomático persistente para él, nada más. —Entonces me abandonas —dijo Portugal, y no era una pregunta. —No es abandono, es realismo político. —Para mí es lo mismo. Inglaterra mantuvo su expresión impasible, aunque por dentro quería levantarse y tomarla entre sus brazos. —El mundo está cambiando, Leonor. Los imperios coloniales son cosa del pasado. —El tuyo también era cosa del pasado hace una década, y sin embargo... —Sin embargo lo adapté. Me reinventé. —Su voz se volvió más fría, más pedagógica—. Esa es la diferencia entre sobrevivir y extinguirse. Portugal lo miró como si lo viera por primera vez. —¿Y eso es lo que soy para ti? ¿Una especie en extinción? Inglaterra no respondió inmediatamente. No podía decirle que la veía como algo mucho más preciado que eso, algo que no podía permitirse perder pero que tampoco podía permitirse salvar. —Eres una nación que se niega a evolucionar —dijo finalmente, odiándose por cada palabra pero incapaz de detenerse. Portugal lo miró en silencio durante un momento que se extendió como una eternidad. No porque aceptara la respuesta, sino porque simplemente no le quedaban fuerzas emocionales para seguir discutiendo. Asintió lentamente, con esa gracia melancólica que había aprendido a usar como armadura, y se giró hacia la puerta de roble que la separaría de él una vez más. Pero la rabia la alcanzó antes de cruzarla, como una ola que había estado formándose en el horizonte y finalmente rompía contra la costa. —Quando tu precisaste, eu estive lá. (—Cuando tú necesitaste, yo estuve ahí.) Inglaterra parpadeó. Ella se volvió completamente, enfrentándolo con los ojos turquesa tan oscuros que parecían dos abismos oceánicos, dos pozos de dolor acumulado durante décadas. —Prestei-te os Açores. Quando o mundo te deixava a sós contra os alemães, eu disse sim. Sabia o risco, sabia o que me podia custar. (—Te presté las Azores. Cuando el mundo te dejaba solo contra los alemanes, yo dije que sí. Sabía el riesgo, sabía lo que podía costarme.) Su voz se había vuelto más fuerte, alimentada por la indignación. Inglaterra sintió cómo sus hombros se tensaban con una rigidez defensiva que conocía demasiado bien. Odiaba visceralmente que ella le recriminara favores pasados como si fueran deudas pendientes. Pero más que eso, odiaba estar peleando con ella otra vez. Odiaba la forma en que su voz se volvía fría cuando le hablaba, odiaba esa distancia que se abría entre ellos como un abismo cada vez que discutían. Odiaba que durante décadas hubieran estado en malos términos por el maldito ultimátum, y que ahora, en el momento en que ella finalmente venía a él, él no pudiera darle lo que necesitaba. Había pasado setenta años extrañándola, setenta años construyendo fantasías sobre cómo sería reconciliarse con ella, y ahora que la tenía frente a él, empapada y vulnerable, lo único que podían hacer era herirse mutuamente con palabras afiladas como cuchillos. Era la ironía más cruel de su existencia: quería protegerla, quería ser su refugio, pero cada vez que intentaba acercarse, su orgullo y las circunstancias políticas se interponían como muros infranqueables. Odiaba tener que pelear con ella cuando todo lo que quería era protegerla, aunque fuera de sí mismo. Las Azores. 1943. Portugal neutral en teoría, pero permitiendo que las bases aéreas británicas operaran desde territorio portugués, arriesgando la ira nazi por mantener una promesa de alianza que databa del siglo XIV. Salazar había accedido después de semanas de negociaciones secretas, pero Inglaterra sabía que la decisión real había sido de ella, no del dictador. —That was different —respondió sintiéndose acorralado. (Eso fue diferente.) —Foi confiança. E agora... agora peço uma coisa só. Uma. E você... (Fue confianza. Y ahora... ahora te pido una sola cosa. Una. Y tú...) La frase quedó a medio camino, suspendida en el aire cargado de reproches. Su voz temblaba, no por debilidad física, sino por la furia que apenas lograba contener, como agua hirviendo en una olla a presión. —Você diz que não pode apoiar uma ditadura. (Dices que no puedes apoyar una dictadura.) Las palabras cayeron como una acusación final: —No puedo. No públicamente. No sin consecuencias políticas que nos destruirían a ambos —respondió Inglaterra, recuperando esa frialdad templada de quien había aprendido a sobrevivir entre compromisos imposibles y guerras que no tenían ganadores. Su voz era la de un diplomático experimentado, no la de un amigo, mucho menos la de un amante—. No puedo defender públicamente a una nación que se niega a dejar sus colonias cuando todo el mundo se está descolonizando. Portugal soltó una carcajada completamente seca, que no era risa sino escarnio puro, el sonido de la incredulidad convertida en amargura. —Que descaramento. Tu foste império, Inglaterra. Tu sangraste metade do planeta. Só deixaste o que não conseguiste mais segurar. Embora agora chamem às vossas colónias Comunidade. (Qué descaro. Tú fuiste imperio, Inglaterra. Sangraste la mitad del planeta. Solo soltaste lo que ya no podías sostener. Aunque ahora llames a tus colonias, Mancomunidad.) Sus palabras en portugués eran como puñaladas precisas: —Precisamente por eso, sé cómo termina —replicó él con sequedad—. Los imperios que se aferran demasiado tiempo acaban perdiendo todo. —Hipócrita. La palabra cayó como una losa de mármol entre ellos. No era un insulto lanzado en el calor de la discusión. Era un diagnóstico quirúrgico, afilado y absolutamente certero. —Você não me vê. Você me estuda, me calcula, me julga como se eu fosse uma ecuação diplomática —prosiguió ella, avanzando un paso que eliminó completamente la distancia segura entre ellos. Su voz tenía el ritmo hipnótico de las olas cuando rompen contra una costa antigua—. Mas não me vê. Nunca me viste. (Tú no me ves. Me estudias, me calculas, me juzgas como si fuera una ecuación diplomática. Pero no me ves. Nunca me viste.) Inglaterra tragó saliva con dificultad. Abrió la boca para responder, para defenderse, pero descubrió que no tenía palabras. Ella lo había desarmado completamente con la precisión de un cirujano, exponiendo una verdad que él había pasado décadas negando. Era cierto. Incluso cuando la amaba, incluso en sus momentos más íntimos, siempre había una parte de él que la veía como Portugal-la-nación antes que como Leonor-la-mujer. Siempre calculando ventajas, siempre midiendo consecuencias políticas, siempre poniendo el imperio antes que el corazón. Y entonces llegó el silencio. Un silencio denso, cargado de historia compartida, de amor frustrado y derrotas mutuas. El silencio de dos imperios que se extinguían lentamente en la misma penumbra del siglo XX, de dos naciones que habían sido grandes y ahora se desmoronaban pieza por pieza mientras el mundo se reorganizaba sin pedirles opinión. Portugal respiró hondo, como alguien que se prepara para sumergirse en aguas profundas. Sus labios temblaron ligeramente, pero cuando habló, su voz fue firme, casi serena, con esa calma terrible que precede a las decisiones irrevocables. —Não volte a falar comigo de aliança. Para mí ya está muerta. A mil leguas bajo el mar. (No vuelvas a hablarme de alianza.) Se dio la vuelta con esa gracia natural que nunca había perdido, incluso en los momentos más dolorosos. No gritó. No rompió nada. No derramó una sola lágrima visible. Salió como había entrado: sin pedir permiso, llevándose consigo cualquier esperanza que él hubiera albergado de reparar lo que habían roto décadas atrás. La puerta se cerró con un clic suave que resonó en la oficina como un disparo. E Inglaterra permaneció completamente inmóvil durante exactamente treinta segundos, contándolos con la precisión de un reloj suizo. Luego, algo dentro de él se quebró. Se levantó con una violencia contenida que hizo temblar la silla de cuero. Sus manos, esas manos que habían firmado tratados y declarado guerras, se cerraron en puños que temblaban de furia reprimida. El escritorio de roble macizo se alzaba frente a él como una acusación, con documentos clasificados, plumas de oro, el pisapapeles con el escudo británico que le había regalado Churchill... todo inmaculadamente ordenado, todo perfectamente civilizado. Con una furia que no había emitido desde las guerras napoleónicas, Inglaterra levantó el escritorio completo por encima de su cabeza. La madera de siglos crujió bajo sus dedos, y por un momento que se sintió eterno, lo sostuvo en alto. Para luego estrellarlo contra el suelo con toda la fuerza que su naturaleza inmortal le otorgaba. El estruendo fue apocalíptico. La madera se desintegró en mil pedazos que volaron por toda la oficina, los documentos se esparcieron como nieve de papel, la tinta se derramó en charcos negros sobre el mármol. El pisapapeles rodó hasta chocar contra la pared con un sonido metálico que resonó como una campana fúnebre. Inglaterra se quedó de pie entre los escombros, jadeando como un animal herido, con los nudillos sangrando aunque las heridas ya comenzaban a cerrarse. Sus ojos verdes brillaban con una furia que no había mostrado en décadas, la furia de alguien que había perdido lo único que realmente importaba por ser demasiado orgulloso para admitir que lo necesitaba. Algo fundamental se había roto para siempre, y no sabía si era su orgullo, su voluntad política, o ese amor que nunca había tenido el valor de nombrar en voz alta, que había guardado como un secreto de Estado clasificado incluso para sí mismo. Se quedó solo en la oficina, rodeado por los retratos de antiguos primeros ministros que parecían juzgarlo desde sus marcos dorados. Afuera, la lluvia londinense seguía cayendo con esa persistencia que promete durar hasta el amanecer. Otra vez solo. Como siempre. Como tal vez había estado destinado a estar desde el principio.
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