ID de la obra: 702

So Long London

Het
NC-17
Finalizada
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
197 páginas, 108.469 palabras, 23 capítulos
Descripción:
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1981

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"I died on the altar waiting for the proof" 1981 La catedral de St. Paul se alzaba como un gigante de piedra dorada bajo el sol londinense de verano, sus cúpulas majestuosas reflejando siglos de historia imperial británica. La realeza del mundo se congregaba bajo sus bóvedas sagradas, como si la historia misma hubiese decidido vestirse de gala para presenciar lo que los medios ya llamaban "la boda del siglo." El aire estaba saturado de solemnidad reverencial, el destello constante de las cámaras de televisión, y perfumes costosos que se mezclaban con el incienso. Más de 750 millones de personas seguirían la ceremonia por televisión, convirtiendo el matrimonio entre el príncipe Charles y Lady Diana Spencer en el evento mediático más grande de la década. Pero para las naciones inmortales reunidas en esos bancos de roble tallado, no era solo una boda romántica: era una declaración geopolítica cuidadosamente coreografiada. Cada gesto calculado, cada sonrisa diplomática, cada invitado estratégicamente ubicado, hablaba el lenguaje milenario de los imperios y las alianzas que habían moldeado el mundo moderno. La Guerra Fría seguía definiendo cada interacción internacional. Ronald Reagan llevaba apenas seis meses en el poder, Margaret Thatcher consolidaba su revolución conservadora, y el mundo se dividía en bloques ideológicos que convertían cada encuentro diplomático en un tablero de ajedrez invisible. Incluso una boda real era territorio de influencias. Portugal entró en la catedral con ese paso sereno y medido que había perfeccionado durante siglos de ceremonias de Estado, envuelta en un vestido de seda lavanda que fluía como agua líquida a cada movimiento. El color—un lila sofisticado opacado por reflejos azulados que cambiaban según la luz—había sido elegido meticulosamente para realzar el tono oliva natural de su piel y acentuar el turquesa profundo de sus ojos, como si el mismo océano Atlántico hubiese aprendido a mirar a través de ellos. El escote era pronunciado pero elegante, enmarcando la curva de sus clavículas con una audacia calculada que bordeaba lo provocativo sin cruzar las líneas del decoro real. La tela se recogía en la cintura con un broche dorado exquisitamente trabajado en forma de rosa náutica—un guiño sutil a su herencia marítima—antes de caer en cascada hasta el suelo de mármol como agua quieta que se derrama desde una fuente antigua. Había sido un diseño arriesgado, pero cuando Italia se había presentado en su residencia de Lisboa con los bocetos y esos ojos de ciervo herido que ponía cuando quería algo, Portugal simplemente no había podido decirle que no. "Ti prego, cara mía," había susurrado Italia con esa mezcla irresistible de súplica y seducción que había perfeccionado durante el Renacimiento."Confía en mi en este. Lucirás como una diosa." Y tenía razón. Portugal lo sabía por las miradas que había cosechado desde el momento en que cruzó el umbral de la catedral. En su cuello reposaba una pieza del tesoro real portugués que había sobrevivido a revoluciones y guerras: un collar antiguo donde amatistas del color del vino de Oporto se alternaban con zafiros azules como el cielo del Algarve y perlas perfectas del océano Índico, todo engarzado en oro trabajado por artesanos de Gondomar siglos atrás. Los pendientes a juego brillaban con sobriedad real, y un anillo de amatista profunda como la noche adornaba su mano izquierda—no como símbolo de compromiso con nadie, sino como declaración de que se pertenecía únicamente a sí misma. Su cabello castaño estaba recogido en un moño bajo aparentemente sencillo, pero cada mechón había sido colocado con precisión para crear un orden sutilmente imperfecto, como si el viento marino del Atlántico aún le rozara la nuca incluso en el corazón de Londres. Era el tipo de peinado que parecía natural pero requería la maestría de siglos de experiencia para lograr esa elegancia sin esfuerzo. Los tacones dorados, casi invisibles bajo la cascada de seda, completaban la imagen: majestuosa, sobria, y profundamente consciente de sí misma. Portugal navegaba por el laberinto social de la recepción pre-ceremonia con la gracia de alguien que había dominado el arte de la diplomacia cuando la mayoría de las naciones presentes aún eran ideas vagas en mapas sin terminar. Sonreía con gentileza perfectamente medida, ofrecía la mano sin prisa a embajadores y jefes de Estado, asentía con paciencia estudiada a los comentarios de España, quien no dejaba de bromear a su lado con esa familiaridad que venía de siglos de vecindad complicada. —Estás preciosa hoy, Leonor,— murmuró España, inclinándose para susurrarle al oído con una sonrisa que combinaba coqueteo con fraternal protección. —Cuidado con no opacar a la novia. Portugal le dirigió una mirada que era mitad diversión, mitad advertencia. —Tú también estás muy guapo, Antonio. Trata de no emborracharte antes del almuerzo. Nadie—ni siquiera sus hijos, de haber estado presentes—habría notado lo que se ocultaba tras esa serenidad inalterable que había perfeccionado como armadura. Porque Portugal, aunque habituada al silencio desde siglos de diplomacia necesaria, había aprendido a disimular su melancolía como quien guarda una herida antigua bajo capas y capas de seda fina. La catedral se llenó gradualmente con el murmullo controlado de conversaciones en una docena de idiomas. Los órganos comenzaron a sonar con esa solemnidad que hacía vibrar los huesos, y la luz dorada del verano londinense se filtraba a través de los vitrales como bendiciones divinas hechas de color puro. Y entonces Diana apareció al final de la nave central. Un silencio reverencial cayó sobre la congregación como una manta de terciopelo. La joven avanzaba envuelta en metros y metros de tul marfil y encaje de seda, con una cola de 25 pies que se extendía detrás de ella como los vestigios de un sueño hecho realidad. Etérea como un espectro sacado de un cuento que aún no sabía si iba a ser de hadas o de fantasmas, Diana caminaba hacia su destino con esa mezcla de vulnerabilidad y determinación que ya la estaba convirtiendo en el ícono de una generación. Portugal la observó con una mezcla compleja de ternura maternal y memoria dolorosa. Había algo en la juventud de Diana—apenas veinte años, con toda la vida por delante pero ya atrapada en una jaula dorada—que le recordaba cosas que había preferido olvidar. —Tão nova... e já tão cercada por grades douradas —murmuró en portugués, sin dirigirse a nadie en particular, su voz apenas un susurro que se perdió en el eco sagrado de la catedral. ("Tan joven... y ya rodeada de barrotes dorados.") Sintió entonces una punzada inesperada atravesándole el pecho como una daga bien afilada. No era envidia—había superado esa emoción hacía siglos. Era algo más profundo, más callado y peligroso. Un anhelo tan antiguo que ya no sabía si le pertenecía realmente o si era solo el eco de sueños enterrados bajo siglos de historia, responsabilidad y decisiones políticas que habían moldeado su destino. Alguna vez, también ella había soñado. Con una boda. No la ceremonia política que había tenido con España durante la Unión Ibérica—esa unión compleja que había durado sesenta años y había sido una montaña rusa emocional de pasión, poder y peleas épicas. Había sido una boda real, con toda la pompa y el lujo que dos imperios podían desplegar: catedrales repletas de nobles, vestidos que costaban fortunas, ceremonias que duraban días enteros. Y había habido amor, sí, un amor tormentoso y complicado que se había manifestado tanto en noches de pasión desenfrenada como tanto en discusiones que hacían temblar los palacios. Pero incluso ese amor había estado definido por tratados, por la necesidad de unificar la Península Ibérica, por imperios que necesitaban consolidarse contra las amenazas externas. No había sido una elección del corazón, sino una decisión política que había tenido la suerte de incluir sentimientos genuinos. Pero antes de eso, cuando aún era joven según los estándares inmortales, había imaginado algo diferente. Una ceremonia íntima, lejos de protocolos asfixiantes y solemnidades diplomáticas. Tal vez sobre la cubierta de una carabela perdida en la inmensidad del Atlántico, con solo las estrellas como testigos, o en una pequeña iglesia de pueblo junto a los acantilados de Nazaré, donde el mundo no la recordara como nación sino simplemente como una mujer enamorada. Había soñado con una vida compartida que no se midiera en fronteras conquistas o tratados comerciales, sino en promesas susurradas al amanecer. Con despertar cada día junto a alguien que la viera como Leonor, no como Portugal. Con construir algo que fuera suyo, no de su pueblo, no de su historia, solo suyo. Sabía, por supuesto, que aquello había sido siempre inalcanzable. Porque aunque las naciones podían casarse—y lo hacían constantemente—nunca lo hacían por amor verdadero. Lo hacían por tratados, por pactos militares, por imperios que necesitaban consolidarse. Nunca por elección personal. Nunca por deseo del corazón. Su destino había estado sellado desde mucho antes de que aprendiera a soñar con algo distinto. Las naciones no eligen su corazón; sus corazones eligen por ellas, siempre en función del bien común. Y casarse con un mortal nunca había sido una opción real, excepto si quería elegir deliberadamente el sufrimiento de ver envejecer y morir a su pareja mientras ella permanecía inmutable, condenada a cargar ese dolor durante siglos. Y sin embargo, el deseo había estado ahí durante décadas. Silencioso, intacto, guardado como un tesoro secreto en el rincón más profundo de su alma. E inmediatamente, inevitablemente, pensó en Arthur. No en el diplomático calculador que había destrozado sus sueños africanos con un ultimátum. No en el imperio que había puesto siempre sus intereses por encima de todo lo demás. No en Inglaterra la nación. Sino en el hombre que existía debajo de todo eso. El que la había mirado alguna vez como si fuera la última costa habitable antes del naufragio definitivo. El que había cruzado una Europa destrozada por las guerras napoleónicas solo para pasar una noche con ella en Lisboa, sin agenda diplomática, sin tratados que firmar. El que lloraba solo frente a ella en esas madrugadas cuando el peso de ser una potencia mundial se volvía demasiado abrumador, porque con ella podía permitirse ser simplemente humano. El Arthur que había susurrado su nombre en la oscuridad como si fuera una oración. Y al girar apenas el rostro, como si sus pensamientos lo hubieran invocado, lo vio. Inglaterra estaba al otro lado de la catedral, en la sección reservada para la familia real y los dignatarios de más alto rango. Era, después de todo, el anfitrión de esta celebración y la razón por la cual todas las naciones del mundo se habían reunido allí para presenciar lo que se suponía era una celebración del amor. Apoyado elegantemente en su bastón de marfil tallado, vestía un frac azul marino de corte impecable que había sido confeccionado en Savile Row siguiendo tradiciones que databan de la época victoriana. El rostro permanecía impasible bajo la sombra discreta de su sombrero de copa, manteniendo esa máscara de cortesía diplomática que había perfeccionado durante siglos de ceremonias de Estado. Pero sus ojos—verdes como los campos de Sussex después de la lluvia, como los páramos de Escocia antes de la tormenta—no mentían. Había reparado en ella desde el primer momento en que había cruzado el umbral de la catedral. Y no había dejado de mirarla ni un solo segundo desde entonces. Sus miradas se encontraron a través de la distancia que los separaba, a través de décadas de silencio y heridas que nunca habían terminado de sanar, a través de todo el peso de la historia que habían construido y destruido juntos. Ninguno sonrió. No había lugar para gestos tan simples en el abismo que se había abierto entre ellos. Todo aquello quedaba lejos ahora: los pactos rotos como cristal contra el suelo, las traiciones veladas en papeles firmados con tinta negra que había manchado para siempre sus manos. Habían compartido demasiadas historias complicadas, pero no la suficiente vida verdadera, y eso que eran inmortales y tenían toda la eternidad por delante. La ceremonia continuó, sagrada y perfecta, con Diana pronunciando sus votos con esa voz temblorosa que se quebraría en los corazones de millones de espectadores. Y mientras las cámaras de televisión enfocaban obsesivamente a los novios, en ese cruce de miradas silencioso entre Portugal e Inglaterra se selló otro tipo de promesa: la de quienes aún se buscan inexorablemente, aunque ya no sepan exactamente para qué.

***

Más tarde, cuando los ecos del "sí, quiero" se habían desvanecido y la recepción había comenzado en los salones dorados del Palacio de Buckingham, Inglaterra aguardó el momento preciso para acercarse. Las recepciones reales eran campos de batalla sociales donde cada conversación tenía subcorrientes políticas, pero también ofrecían oportunidades para encuentros que parecían casuales pero estaban cuidadosamente orquestados. Copas de champán Dom Pérignon circulaban en bandejas de plata, saludos protocolarios se intercambiaban con precisión militar, y conversaciones en múltiples idiomas se superponían creando una sinfonía diplomática familiar. La informalidad relativa del festejo—relativa solo en el contexto de una recepción real—era un terreno fértil para los gestos no oficiales, y cuando el bullicio empezó a diluirse en música de cámara tenue, Inglaterra finalmente caminó hacia ella con la determinación de un general planificando una ofensiva decisiva. La vio desde el otro lado del salón dorado, rodeada por Canadá y Estados Unidos como una diosa marina flanqueada por sus devotos. Canadá, eternamente educado, le explicaba algo sobre las negociaciones comerciales del NAFTA con esa paciencia que caracterizaba a los hijos bien educados. Estados Unidos, más directo y bullicioso, gesticulaba mientras contaba alguna anécdota sobre Hollywood que la hacía sonreír con genuina diversión. Inglaterra sabía racionalmente que no debía tener celos de sus propios hijos, especialmente cuando él mismo había criado y moldeado. Pero los tenía. Si fuera por él, tendría celos hasta del aire que ella respiraba, hasta de la luz que acariciaba su piel, hasta de las palabras que otros compartían con ella. Era una enfermedad territorial que había desarrollado siglos atrás y que nunca había logrado curar completamente. Sin embargo, había algo hipnótico en la quietud de Portugal, en la forma en que la luz dorada de las arañas de cristal resbalaba por su piel oliva como miel líquida. La seda lavanda, ceñida a su cuerpo como una segunda piel perfectamente moldeada, se volvía imposible de ignorar. Cada pliegue de la tela parecía haber sido diseñado por artistas del Renacimiento con el único propósito de enloquecerlo de deseo. No hablaba mucho—nunca había sido una conversadora compulsiva—pero escuchaba con esa atención suya profunda y distante que hacía que quien hablara con ella se sintiera como la persona más importante del mundo. Era un talento que había perfeccionado durante siglos de diplomacia, pero que con ciertas personas se volvía genuino. Inglaterra sintió cómo algo familiar se tensaba en su pecho, una mezcla tóxica de deseo y nostalgia que lo acompañaba cada vez que la veía. El escote pronunciado del vestido, enmarcado perfectamente por las piedras preciosas que brillaban justo en los bordes donde la piel se mostraba más tentadora, dejaba muy poco a su imaginación entrenada. Era perfectamente consciente de que mirarla así no era apropiado en una recepción real, que no era ni el lugar ni el momento ideal para que su mente vagara por territorios tan peligrosos. Pero lo hacía de todas formas. No podía evitarlo. Recordaba su pecho desnudo con perfecto detalle fotográfico: cada curva, cada lunar pequeño que salpicaba su piel como constelaciones privadas, la forma en que se erizaba bajo sus caricias, la textura suave como seda bajo su lengua, incluso el sabor ligeramente salado que siempre la caracterizaba. Recordaba el sonido de su respiración acelerándose, la forma en que arqueaba la espalda cuando él... Apenas parpadeaba mientras la observaba. No era el decoro ni la diplomacia lo que guiaba su mirada en ese momento, sino un hambre vieja y urgente que había permanecido dormida pero nunca muerta. No pensaba en tratados comerciales ni alianzas militares, ni en la historia compartida que los había unido y separado tantas veces. Solo pensaba en ella. En su cuerpo bajo esa seda que parecía líquida. En el broche dorado que marcaba su cintura como una invitación muda a deshacerlo con dedos impacientes. En lo fácil que era imaginar su piel caliente contra la suya, su respiración agitada en su oído, sus piernas rodeándolo mientras él la tomaba contra la pared más cercana, su voz entrecortada gimiendo su nombre en portugués como había hecho tantas veces antes, sus uñas clavándose en su espalda hasta dejar marcas que tardarían días en sanar. No debía mirarla así. No con esa intensidad depredadora, no con ese hambre que amenazaba con consumirlo entero. Pero lo hacía sin remordimientos. Su mirada volvía a caer inevitablemente, sobre el escote que revelaba la curva perfecta de sus clavículas e insinuaba su pecho. El deseo era físico, concreto, implacable. Le tensaba todos los músculos del cuerpo, le afilaba la respiración hasta convertirla en jadeos controlados, le hacía resentir la tela del frac sobre su piel como si fuera una camisa de fuerza. No pensaba en lo que debía hacer según el protocolo, sino en lo que quería hacer, en lo que necesitaba hacer. Alto y erguido sobre su bastón de marfil como un depredador elegante, impecable en su frac oscuro que ocultaba la tensión de sus músculos, Inglaterra cruzó el salón dorado con intención predatoria. Tenía el rostro impasible como una máscara de mármol, pero todo su cuerpo estaba en guerra contra su autocontrol. La mirada fija en ella. Solo en ella. Como si el resto del mundo hubiera dejado de existir. Pero antes de que pudiera alcanzarla, antes de que pudiera reclamar su atención, España emergió a su lado como una aparición diseñada específicamente para arruinar su vida. Con esa sonrisa cargada de puntería emocional que nunca erraba el blanco y que Inglaterra había aprendido a odiar durante siglos de competencia directa, interceptó la jugada con aire completamente casual, pero la precisión fue quirúrgicamente perfecta. —Sir England —entonó el español con esa voz que arrastraba el título con una sorna amable pero inconfundible, alzando su copa de champán Dom Pérignon en un brindis que era más una declaración de guerra que una cortesía diplomática—. Qué raro verte fuera de tu rincón habitual con los ministros y los banqueros. ¿No tienes algún tratado comercial que revisar? Inglaterra sintió que cada músculo de su cuerpo se tensaba con odio visceral que había estado fermentando durante décadas. No era solo la interrupción—era la presencia misma de España lo que le revolvía el estómago como veneno puro. El hombre que había estado casado con Portugal durante sesenta años de la Unión Ibérica. El que había compartido su cama, su cuerpo, su vida de una manera que Inglaterra nunca había logrado oficializar. El que había tenido el privilegio legal de llamarla esposa cuando Inglaterra apenas había sido su aliado con beneficios. Inglaterra apretó la mandíbula hasta que sus dientes rechinaron audiblemente en el silencio tenso. El deseo que había estado sintiendo seguía latiendo detrás de sus ojos como un animal enjaulado, haciendo que cada músculo de su cuerpo vibrara con tensión sexual no resuelta y furia acumulada. —Spain— respondió con sequedad glacial, su voz cortante como navaja. —Vengo a saludar a mi aliada. La más antigua alianza de Europa, por si tu memoria se te olvida. La mención de la alianza anglo-portuguesa fue como una bofetada deliberada y España la sintió como tal, y su sonrisa se volvió más afilada, más peligrosa y España sintió el golpe y su sonrisa se le afiló peligrosamente. —Ah sí, vuestra famosa alianza —España se acercó un paso más, invadiendo deliberadamente el espacio personal de Inglaterra con esa confianza que solo viene de haber ganado batallas importantes en el campo que más importaba—. Seiscientos años de... papeles firmados con tinta seca. Qué romántico debe ser eso para ti, Arthur. España dejó que su mirada bajara apenas, fugaz pero deliberada, hacia donde los ojos de Inglaterra habían estado clavados segundos antes con hambre evidente. La sonrisa que se extendió por su rostro fue de pura satisfacción masculina y posesión recordada. —Qué... duradero —continuó con falsa admiración—. Debe ser consolador tener algo tan... estable y oficial cuando todo lo demás en tu vida falla. No dijo nada directamente sobre las intenciones carnales obviamente escritas en el rostro de Inglaterra, pero no había necesidad de hacerlo. Él también era hombre, después de todo. Él también tenía ojos entrenados por siglos de experiencia. Y conocía esa mirada hambrienta y desesperada mejor de lo que Inglaterra hubiera querido admitir, porque era exactamente la misma que él había tenido durante su matrimonio, la diferencia era que él había podido satisfacerla legalmente durante décadas. —Papeles que nos han mantenido unidos cuando otros matrimonios fracasaron estrepitosamente —Inglaterra apretó el bastón de marfil hasta que sus nudillos se pusieron completamente blancos—. Algunos hemos aprendido el valor de la consistencia a largo plazo. Otros... bueno, la historia habla por sí misma y por sus fracasos. —¿Historia? —España soltó una risa baja que sonaba genuinamente peligrosa—. Claro, tú siempre has sido infinitamente mejor con los libros de contabilidad que con las relaciones humanas reales. Dime, Inglaterra, ¿cómo está funcionando exactamente esa... estrategia diplomática para conseguir lo que realmente quieres? —Cuidado, España —Inglaterra mantuvo su voz peligrosamente controlada—. Tu lengua siempre fue más rápida que tu cerebro. Algunos defectos nunca cambian, por lo que veo. —¿Sabes qué es lo más divertido de toda esta situación? —España se inclinó ligeramente, bajando la voz hasta convertirla en un susurro íntimo que solo Inglaterra podía escuchar—. Que después de todo este tiempo, después de todos tus planes meticulosos y estrategias brillantes, ella sigue prefiriendo activamente mi compañía a la tuya. Incluso siendo su ex-marido, tengo más acceso real a ella que tú con toda tu alianza milenaria y tus documentos oficiales. Inglaterra sintió cada palabra como una puñalada directa al orgullo, pero mantuvo la compostura con esfuerzo sobrehumano que le costó años de práctica diplomática. Una sonrisa glacial se extendió por sus labios como hielo extendiéndose sobre un lago. —Curioso que menciones el acceso —murmuró Inglaterra, su voz como hielo cortante—. Para alguien que supuestamente tiene tanto, pasas una cantidad considerable de tiempo asegurándote de que otros no puedan acercarse. Uno podría interpretarlo como una profunda... inseguridad personal. El color subió violentamente a las mejillas de España. Su temperamento mediterráneo, explosivo por naturaleza, comenzaba a filtrarse peligrosamente sin ningún filtro diplomático. —¿Inseguridad? ¿Yo? —su voz subió un tono notable—. Yo tuve lo que tú has estado codiciando patéticamente durante siglos enteros. Yo desperté junto a ella cada mañana durante décadas, yo conocí cada... —Sí, y mira exactamente cómo terminó ese cuento de hadas —Inglaterra lo interrumpió con voz sedosa y venenosa como la de una serpiente—. Sesenta años de matrimonio oficialmente bendecido por el Vaticano que acabaron con ella huyendo de ti. Debe ser profundamente reconfortante saber que incluso teniendo acceso completo y legal, no pudiste mantener su interés lo suficiente para evitar el divorcio y que ella prefirió independizarse antes que seguir soportándote. Al menos mi supuesto "fracaso" ha durado seiscientos años sin interrupción. España apretó los puños hasta que sus nudillos crujieron audiblemente. —Además —Inglaterra continuó con esa frialdad aristocrática que utilizaba como arma letal—, yo también desperté junto a ella muchas veces, dear Spaniard. Yo también conocí íntimamente cada centímetro de su piel, cada suspiro que podía arrancarle, cada forma específica de hacerla gritar mi nombre en la oscuridad. La diferencia crucial es que yo no necesité un anillo de matrimonio para conseguir esos privilegios. Y, por supuesto, ella nunca me echó de su cama por insoportable. Su voz goteó desdén aristocrático puro, cada palabra calculada para herir en el punto más vulnerable. El color subió aún más violentamente a las mejillas de España, como lava ascendiendo por un volcán a punto de erupcionar. —Maldito inglés de mierda —murmuró entre dientes apretados, perdiendo completamente la compostura diplomática—. Siempre con tu maldita superioridad, siempre actuando como si fueras infinitamente mejor que todos los demás cuando lo único que realmente tienes son papeles mohosos. La sonrisa de Inglaterra se volvió aún más fría y profundamente autosuficiente. La vena en su sien derecha palpitaba visiblemente ahora, pero su voz salió como miel envenenada con arsénico. —Papeles mohosos que siguen completamente vigentes y operativos,my dear Spain —replicó con veneno helado—. Mientras que tu "gran amor de la vida" terminó archivado permanentemente en papeles de divorcio. Debo admitir que es genuinamente impresionante: lograste ser lo suficientemente insoportable como para que incluso alguien tan naturalmente leal como Portugal decidiera que sesenta años eran más que suficiente tortura matrimonial. España dio un paso adelante amenazante, los ojos brillando con furia. Inglaterra se tronó los nudillos con satisfacción deliberada. —Te voy a partir la cara, cabrón —gruñó con voz ronca de rabia. —Go ahead —Inglaterra no retrocedió ni un solo milímetro, su sonrisa volviéndose completamente depredadora—. Aunque me temo profundamente que no tienes la más mínima posibilidad real contra mí. Nunca la has tenido, en realidad, si revisamos el registro histórico. ¿O ya convenientemente olvidaste quién exactamente ganó en Trafalgar? ¿Y en todas las demás ocasiones que nos enfrentamos? España levantó el puño derecho, completamente fuera de sí y perdido en la furia ciega, cuando una voz femenina cortó el aire cargado como seda atravesando acero. —Caballeros. Bélgica se deslizó entre ellos con esa gracia femenina que hacía que su intervención pareciera completamente natural, como si simplemente hubiera venido a unirse a la conversación. Su sonrisa era encantadora, pero sus ojos tenían un brillo acerado. —Qué conversación tan... animada —murmuró con dulzura letal—. Aunque me pregunto si este es realmente el momento y lugar apropiado para discutir asuntos tan... personales. Después de todo, estamos celebrando el amor, ¿no es así? Ambos hombres se apartaron ligeramente, pero la tensión siguió crepitando en el aire como electricidad estática. España respiró profundo, recuperando algo de compostura pero sin dejar de fulminar a Inglaterra con la mirada. Cuando habló, su voz había recuperado cierta suavidad, pero el filo seguía ahí. —Tienes absoluta razón, querida Bélgica. Este no es el lugar apropiado para... discusiones históricas —concedió con falsa magnanimidad, girándose estratégicamente hacia Portugal, bloqueando efectivamente el paso directo de Inglaterra con su cuerpo. Una sonrisa completamente diferente se extendió por su rostro, cargada de triunfo anticipado—. Bueno, creo que Leonor justo iba a retirarse un momento para tomar aire fresco en los jardines, ¿verdad, cariño? El uso del diminutivo íntimo fue otro golpe calculado y deliberado. Cariño, no Portugal. El término que había usado durante su matrimonio, cuando había tenido el derecho legal de susurrarlo en público y en privado. Portugal los observó a ambos en silencio cargado de significado, esos ojos turquesa moviéndose entre ellos como si estuviera presenciando una obra de teatro trágica que conocía de memoria por haberla vivido infinitas veces. Ni sorprendida por la tensión sexual y emocional que crepitaba peligrosamente en el aire, ni incómoda por ser el centro obvio de una competencia masculina primitiva. Solo resignada con esa elegancia melancólica a la eterna naturaleza de los hombres en su vida, que parecían biológicamente incapaces de coexistir pacíficamente en su presencia sin convertir cada encuentro en una demostración de dominancia de testosterona. —Sim, preciso de ar —murmuró con esa suavidad que podía desarmar ejércitos, evitando cuidadosamente el contacto visual directo con Inglaterra aunque él sintió que sí lo había mirado, que había registrado cada detalle de su expresión hambrienta. (Si, preciso de aire.) Y se marchó con esa gracia natural que había perfeccionado durante siglos, sin prisa pero sin quedarse un segundo más de lo necesario. El vestido de seda se movía alrededor de sus piernas como agua, y Inglaterra no pudo evitar seguir con los ojos la forma en que la tela se ceñía a sus caderas, cómo marcaba la curva perfecta de su trasero sin dejar demasiado a la imaginación pero sugiriendo todo. Inglaterra se quedó completamente inmóvil, los nudillos apretados contra el bastón de marfil hasta que se pusieron blancos. Su cuerpo aún vibraba con deseo no satisfecho, sin una salida válida para toda esa tensión acumulada, pero ahora se mezclaba con una furia sorda dirigida específicamente al hombre que tenía al lado. —Suerte para la próxima vez, amigo —comentó España con una sonrisa que era pura malicia envuelta en cortesía, pero la palabra "amigo" salió envenenada, dándole una palmada aparentemente amistosa—. Aunque claro, siempre puedes consolarte con tu mano. La última palabra fue pronunciada con tanto desprecio que Inglaterra sintió que la sangre le hervía en las venas. España se alejó silbando una melodía española, como si acabara de ganar una guerra sin disparar un solo tiro. Inglaterra la contempló un segundo más mientras se alejaba hacia las puertas que daban a los jardines del palacio, memorizando cada detalle de cómo el vestido acentuaba su figura. La contempló como quien contempla un paisaje que conoce de memoria pero en el que ya no sabe cómo caminar, como quien mira una costa familiar desde un barco que no puede atracar. Luego se dio vuelta bruscamente y se perdió entre la multitud de invitados, con el deseo aún mordiendo por dentro como un animal hambriento. Completamente frustrado. Y cuando Inglaterra estaba frustrado, tendía a descargar esa frustración con el primero que se le cruzara en el camino. Y esa noche prometía ser muy larga para alguien.

***

Más tarde, en el ala este del majestuoso edificio, donde pasarían la noche los invitados principales de la boda real, el Palacio de Buckingham vibraba con un caos suave pero constante: valijas Louis Vuitton rodando silenciosamente por los pasillos alfombrados con tapices persas, mayordomos apresurados pero discretos deslizándose entre las sombras como fantasmas eficientes, puertas de roble tallado que se abrían y cerraban sin cesar con susurros acolchados. El aire mismo parecía impregnado de historia y privilegio, cargado con el perfume de rosas inglesas y el aroma persistente del champán que había fluido como agua durante la recepción. Portugal caminaba sola por el corredor principal, el taconeo dorado de sus stilettos resonando con precisión musical en la alfombra color burdeos que se extendía como un río de terciopelo. A sus espaldas, la música de la fiesta aún flotaba como un eco desvanecido que se filtraba a través de las enormes ventanas emplomadas, mezclándose con las risas distantes y el tintineo ocasional de copas de cristal. Había cumplido religiosamente con todos los protocolos sociales exigidos: reír con las anécdotas de España, brindar elegantemente con Bélgica por la felicidad de los novios, charlar sobre comercio marítimo con Holanda, bailar un vals perfecto con Italia que había hecho suspirar a media delegación europea, e incluso soportar que Francia le hiciera tres cumplidos elaborados, una reverencia exagerada y una broma escandalosa e indecorosa que había hecho sonrojar hasta a los mayordomos más experimentados. A Inglaterra, en cambio, lo había estado evitando sistemáticamente como si fuera la peste negra reencarnada. Cada vez que sentía esos ojos verdes clavados en ella desde el otro lado del salón, cada vez que lo veía acercarse con esa determinación que reconocía demasiado bien, encontraba una excusa perfecta para desaparecer entre la multitud diplomática. Una conversación urgente con Alemania, una visita imprescindible al tocador de damas, un repentino interés en las pinturas renacentistas que decoraban las paredes del palacio. Se detuvo frente a su puerta asignada según el protocolo oficial. Alzó la mano derecha hacia el picaporte de bronce pulido, pero antes de tocarlo, una voz se deslizó desde la penumbra dorada del pasillo como humo de cigarro caro: —Te queda bien ese color. La reconoció al instante, como si su oído estuviera afinado específicamente para esa frecuencia. Esa voz rasposa, medida, controlada. Esa voz que sabía exactamente dónde golpear para hacer el máximo daño con el mínimo esfuerzo. No respondió inmediatamente. Su mano permaneció suspendida en el aire, como si hubiera sido congelada por un hechizo. —Siempre dijiste que los tonos fríos eran para la melancolía, ¿no? —continuó él desde las sombras, con esa familiaridad que solo viene de haber compartido conversaciones íntimas durante siglos. Portugal cerró los ojos con fuerza, sintiendo cómo una oleada de recuerdos no deseados la golpeaba como una ola contra los acantilados. Respiró hondo, llenando sus pulmones del aire cargado de historia del palacio, pero no se giró hacia él. —¿Querías decirme algo específico o estás aquí simplemente para revisar mi paleta de colores como un crítico de moda? —su voz sonó firme y controlada, tan delicada y afilada como un alfiler de oro insertado con precisión quirúrgica. Inglaterra dio un par de pasos calculados en su dirección. No demasiados, no lo suficiente para parecer amenazante. Solo lo necesario para que ella supiera que era completamente real, que no era una alucinación producto del champán y el cansancio acumulado. La vio de espaldas bajo la luz dorada de las lámparas de araña, y su respiración se volvió involuntariamente más profunda. El vestido de seda lavanda se ceñía a su figura con una precisión absolutamente insoportable, como si hubiera sido pintado directamente sobre su piel por un artista obsesionado con la perfección femenina. La tela se movía suavemente con cada respiración que ella tomaba, creando ondas hipnóticas que seguían cada curva de su cuerpo como agua siguiendo la topografía de una costa conocida. Sintió que se le tensaba el abdomen con una violencia casi dolorosa. El deseo era punzante, físicamente incómodo, como una herida que pulsaba con cada latido de su corazón. Le recorría todo el cuerpo con la misma urgencia primitiva que su respiración, que ahora le parecía peligrosamente audible en el silencio cargado del corredor. Pensó —sin poder evitarlo, sin ningún control consciente— en lo fácil que sería cerrar esos pocos metros que los separaban y arrinconarla contra esa puerta de roble. Sujetarla firmemente por la cintura con ambas manos, empujarla con una fuerza controlada pero implacable hasta que tocara la madera fría y antigua, y su cuerpo quedara completamente atrapado entre la solidez de la puerta y el calor de su torso. Sentirla apretada contra él, caliente y viva, la seda del vestido apenas una barrera transparente para imaginar todo lo que había debajo mientras su cuerpo se alineaba perfectamente al suyo, encajando con esa precisión matemática que le quemaba la imaginación como ácido, su trasero firme presionado contra su entrepierna ya endurecida. En su mente febril, sus manos recorrían su cintura estrecha con una precisión hambrienta, bajando lentamente con intención predatoria, apretando la carne suave, acariciando con esa familiaridad que solo viene del conocimiento íntimo repetido durante décadas. Imaginó sus labios rozando el hueco sensible de su cuello, besando, devorando, mordiendo la piel que sabía a sal y a promesas, arrancándole un gemido ahogado que solo él escucharía, íntimo y tembloroso como una confesión susurrada en la oscuridad. Vio —en la pantalla privada de su cabeza— cómo la tela caía al suelo como pétalos, cómo las rodillas de Portugal flaqueaban bajo el peso abrumador del deseo mutuo, cómo se rendía sin una palabra de resistencia, solo con el cuerpo hablando en ese idioma primitivo que ambos dominaban, solo para él. Todo eso lo golpeó en un instante que se sintió eterno: brutal, físico, completamente innegable. —Siempre te gustaron las bodas —dijo finalmente, en un tono considerablemente más bajo, como quien intenta abrir una puerta oxidada por décadas de abandono. —Depende completamente de quién se case —respondió ella sin girarse, su voz cargada de significados múltiples. Una pausa cargada se extendió entre ellos como un abismo. Él bajó la mirada, no por timidez adolescente, sino por puro instinto depredador. Por hambre que había estado acumulándose durante horas de observarla desde la distancia. La tela del vestido en su espalda bajaba con una elegancia absolutamente cruel, insinuando piel sin regalarla, prometiendo territorios que conocía de memoria pero que se le habían vuelto prohibidos. Y aunque su lado racional le gritaba con voz de alarma que se detuviera antes de cruzar líneas peligrosas, no lo hizo. El deseo era ya algo físico instalado en su cuerpo. Casi doloroso en su intensidad. Se sentía demasiado despierto, demasiado consciente dentro de su propia piel. —Recuerdo perfectamente la boda de Filipa y João. En Oporto.—dijo, dejando que la nostalgia tiñera su voz—. Dijiste que los ingleses bebían como galeones hundidos. —No lo dije con cariño. Ni tampoco era mentira —replicó ella con sequedad—. Vuestro concepto de moderación siempre fue... flexible. —Lo sé perfectamente —esbozó una sonrisa leve que ella no podía ver—. Pero igual me reí como un idiota. Portugal giró apenas el rostro, lo justo para mirarlo de reojo por encima del hombro desnudo. Esa mirada rápida, indescifrable como un manuscrito en idioma perdido, lo golpeó con más fuerza que cualquier palabra deliberadamente hiriente. —¿A qué viene exactamente todo esto, Inglaterra? —preguntó con cansancio genuino. Inglaterra vaciló, como si se escuchara desde fuera de su propio cuerpo, como un actor que hubiera perdido el guion en medio de una obra. —No lo sé con certeza —admitió con una honestidad que lo sorprendió a él mismo—. Tal vez porque esta es la tercera vez que asisto a la boda de un Charles británico, y esta vez me resulta... particularmente amarga. Como vino almacenado demasiado tiempo. —¿Y eso es culpa mía de alguna manera? —su voz tenía un filo peligroso. —No —respondió sin vacilación—. La culpa es enteramente mía. Ella se volvió del todo entonces, al fin. Pero su expresión seguía siendo completamente impenetrable, como una máscara de porcelana antigua. Aunque Inglaterra, con esos ojos entrenados por siglos de leer micro expresiones diplomáticas, notó el movimiento sutil de su clavícula al respirar. Lo notó demasiado. Estaba demasiado consciente de cualquier movimiento que ella hacía, como si su cerebro hubiera sido reprogramado para catalogar cada detalle de su presencia física. —Boa noite, Inglaterra —dijo con finalidad, utilizando su nombre de nación como barrera formal. Él apretó los labios hasta convertirlos en una línea pálida. Y entonces lo soltó, como si la urgencia acumulada durante décadas hubiera vencido finalmente al orgullo británico: —Tu nombre no figura en la lista oficial. Esa no es realmente tu habitación asignada. Portugal parpadeó, confusión genuina reemplazando su máscara controlada. —¿Qué estás diciendo exactamente? —Me encargué yo personalmente de los arreglos —confesó él con voz tensa—. Estás registrada conmigo, en mi habitación. Todo está preparado desde esta tarde. Tus maletas ya están ahí. El silencio que siguió fue espeso como miel, incrédulo como una bofetada. —¿Esto es una emboscada elaborada? —Es una cortesía. Una vieja costumbre —contestó él, intentando inyectar una seriedad casi ancestral en su voz—. Los anfitriones se aseguran del confort de sus huéspedes más... distinguidos. Ella lo miró durante un largo momento que se sintió como una eternidad. Y por un instante fugaz, Inglaterra sintió que su mirada descendía deliberadamente, que también lo recorría con esa misma evaluación física que él había estado haciendo toda la noche, que sentía el mismo calor peligroso en la piel que él estaba tratando desesperadamente de contener desde que la había visto entrar esa noche como una aparición diseñada para torturarlo. Su escote volvía a brillar bajo la luz dorada de las lámparas, casi íntima en su suavidad, e Inglaterra, sin el menor disimulo, volvió a perderse ahí completamente, en la curva perfecta de sus pechos que el vestido enmarcaba como una obra de arte. Luego, Portugal bajó la mano lentamente. No intentó abrir la puerta. Estaba demasiado cansada para enojarse apropiadamente, demasiado harta de esos tacones que habían sido una tortura elegante durante horas... pero, sobre todo, estaba demasiado consciente de cómo exactamente la miraba él. Esa forma específica en que Inglaterra la observaba —como si no supiera si quería pedir perdón de rodillas o devorarla contra la pared más cercana— la envolvía más efectivamente que el aire caliente y cargado del pasillo. —Muéstrame dónde es —dijo finalmente, su voz apenas un susurro cargado de rendición. Inglaterra asintió brevemente, como si no se atreviera a hablar por temor a romper el hechizo frágil. Caminó junto a ella, manteniendo una distancia respetuosa pero eléctrica, sin decir una palabra que pudiera arruinar el momento. Subieron por las escaleras alfombradas en un silencio que parecía tener peso físico, como si el aire mismo se hubiera espesado con expectación. Pero cada peldaño de mármol parecía amplificar exponencialmente la tensión sexual que crepitaba entre ellos: el roce completamente accidental pero eléctrico de sus brazos cuando ella se balanceaba ligeramente al subir, el eco sincronizado de sus pasos que creaba una sinfonía íntima en el silencio del palacio, el calor corporal que irradiaban sin tocarse directamente, como dos imanes del mismo polo que se repelen y atraen simultáneamente. —Cuidado —murmuró Inglaterra cuando ella tropezó ligeramente con el borde de su vestido en uno de los peldaños más altos. Su mano se movió instintivamente para estabilizarla, agarrándola de la cintura con familiaridad. El contacto duró menos de un segundo, pero la descarga eléctrica que lo atravesó fue tan intensa que tuvo que apretar los dientes para no hacer algún sonido involuntario. —Estoy bien —respondió Portugal, pero su voz salió ligeramente más ronca de lo normal. Ella había sentido exactamente lo mismo: esa chispa familiar que solía encenderse entre ellos con el contacto más mínimo, como si sus cuerpos recordaran una química que sus mentes intentaban negar. —Estos tacones son una tortura elegante —añadió, intentando llenar el silencio cargado con algo mundano. —Puedes quitártelos si quieres. No hay nadie más aquí a esta hora —sugirió él, su voz sonando más íntima en la quietud del corredor. Portugal lo consideró por un momento, luego se detuvo y se apoyó ligeramente en la barandilla dorada para descalzarse. Inglaterra se quedó inmóvil, observando cómo se inclinaba graciosamente, cómo la tela del vestido se tensaba sobre sus curvas, cómo sus dedos delicados trabajaban con las hebillas pequeñas, como su trasero se ofrecía inconscientemente. Tuvo que morderse el labio para evitar hacer algo inapropiado. —Better? —preguntó él cuando ella enderezó, ahora varios centímetros más baja. (¿Mejor?) —Muito melhor —suspiró ella con alivio genuino. (Mucho mejor.) Ahora caminaba con más fluidez, pero también más silenciosamente, lo que hacía que Inglaterra fuera aún más consciente de su propia respiración, del susurro de su vestido contra sus piernas desnudas. Inglaterra caminaba apenas medio paso detrás, y la miraba sin ningún tipo de disimulo, sino con total descaro que rayaba en la obscenidad. Sus ojos hambrientos recorrían metódicamente el movimiento hipnótico de sus caderas, la forma en que el vestido de seda se ceñía y liberaba su cuerpo con cada paso, su trasero firme que se movía con esa gracia natural que lo había vuelto loco durante siglos, cada mechón suelto de cabello castaño que se balanceaba como una invitación. El deseo le golpeaba repetidamente en el estómago como una punzada sorda pero constante. La sentía cerca y le dolía físicamente no poder tocarla. Si se inclinaba apenas, si estiraba una mano sin permiso... Imaginó vívidamente sus dedos bajando por esa espalda expuesta, con una lentitud absolutamente deliberada, sintiendo la textura de su piel como seda tibia, hasta borrar completamente la distancia que los separaba como un abismo. Imaginó empujarla otra vez contra la puerta más cercana, o contra la pared de mármol, o directamente contra él mismo. Sentir su aliento entrecortado en su boca, su piel erizándose bajo sus palmas ávidas, su resistencia psicológica rompiéndose finalmente en un suspiro de rendición. —¿Siempre caminas tan despacio? —murmuró él, más para llenar el silencio que por verdadera impaciencia. —¿Siempre tienes tanta prisa? —replicó ella sin volverse, pero había algo juguetón en su tono que no había estado ahí antes. —Solo cuando tengo algo que esperar —respondió él con honestidad peligrosa. Portugal se detuvo entonces, justo antes de llegar al final del corredor. Se giró para mirarlo, y la proximidad súbita los dejó a ambos sin aliento. Apenas un metro los separaba, y en la luz dorada del pasillo, Inglaterra podía contar cada pestaña, cada mota en sus ojos turquesas. —¿Y qué exactamente estás esperando? —preguntó ella, su voz apenas un susurro. Inglaterra sintió que el mundo se reducía a ese espacio mínimo entre ellos. Podía besarla ahí mismo. Podía empujarla contra la pared y terminar con décadas de tensión no resuelta en un instante. Pero algo en sus ojos, una vulnerabilidad que raramente dejaba ver, lo detuvo. —Sleep —mintió suavemente—. Solo quiero dormir sin pesadillas para variar. Ella lo estudió por un momento largo, como si pudiera leer la mentira pero decidiera no confrontarla. El resto del camino lo hicieron en un silencio cargado de promesas no pronunciadas. Y cuando llegaron al segundo piso, él caminó con naturalidad peligrosa hasta una de las puertas más elaboradas al final del pasillo y la abrió usando una llave dorada que sacó del bolsillo de su chaleco. —Here we are —anunció con voz ronca. (Acá estamos.) Portugal se quedó paralizada en el umbral, como una estatua de mármol. Observó el interior de la suite con el ceño levemente fruncido, catalogando cada detalle con ojo diplomático entrenado. Había una sola cama grande de caoba con doseles, una lámpara de cristal encendida que proyectaba luz dorada, dos maletas —una suya de cuero portugués, otra de él británica—, un sofá de terciopelo verde junto a la ventana que daba a los jardines reales, y una alfombra persa demasiado lujosa y cómoda para ser casual. Todo tenía el sello inconfundible del cuidado meticuloso... o del cálculo estratégico más refinado. —Esto... no tiene ningún sentido lógico —murmuró. —Tenía que asegurarme de que vinieras aquí —dijo Inglaterra sin rodeos diplomáticos, abandonando cualquier pretensión. Lo dijo con la voz baja, tensa como una cuerda de violín. Ya no fingía cortesía. Ya no podía fingir que esto era casualidad—. Si te preguntaba directamente si querías compartir habitación conmigo, me ibas a decir que no sin dudarlo un segundo. —Y tenías absoluta razón en esa predicción. —Entonces hice exactamente lo que tenía que hacer para conseguir esto. Portugal apoyó la mano en el marco tallado de la puerta, sus dedos trazando inconscientemente los patrones de madera. Parecía debatirse internamente entre quedarse o huir hacia el hotel más cercano. —Podría irme a un hotel. El Ritz no está lejos. —Es pasada la medianoche. Estás visiblemente agotada. Y tu presupuesto... —la miró con una mezcla calculada de ironía y ternura genuina— no es exactamente el de antes de la Revolución. La observación fue cruel pero precisa. Portugal aún se estaba reconstruyendo económicamente después de décadas de dictadura y los gastos enormes de las guerras coloniales. Como ella misma: con cicatrices invisibles pero profundas. Con dignidad intacta pero recursos limitados. Con hambre de normalidad. Portugal no respondió verbalmente a la provocación. Simplemente entró en la habitación con esa gracia natural que la caracterizaba, cerrando la puerta tras sí con un clic definitivo que sonó como una sentencia. —¿Lo tenías todo planeado desde el principio, no es cierto? —preguntó mientras examinaba el espacio como una general inspeccionando territorio enemigo. Inglaterra se encogió de hombros con una honestidad que no se permitía mostrar a menudo en otros contexto. Por supuesto que lo tenía meticulosamente planificado. Había hecho el arreglo apenas la vio llegar a la recepción esa tarde con ese vestido que le arrebataba su cordura. —Siempre dormiste mejor conmigo —murmuró Inglaterra mientras se quitaba la chaqueta del frac y la colgaba cuidadosamente en el armario, fingiendo una calma que no sentía en absoluto. —Eso fue en otra época —respondió ella sin mirarlo. —¿Antes de qué específicamente? —Antes de Goa. Antes de todas las guerras coloniales. Antes del maldito ultimátum que destrozó todo entre nosotros. Se giró y lo miró de frente entonces. Directamente, sin barreras. No había rabia ardiente en sus ojos, sino ese cansancio antiguo que se había sedimentado en sus huesos como polvo de siglos. —Ya no somos esos que dormían en paz absoluta en medio de las tormentas atlánticas. Inglaterra dio un paso hacia ella, luego otro más decidido. Se colocó directamente detrás de ella, tan cerca que podía sentir el calor que irradiaba su cuerpo como una hoguera. Su presencia se convirtió en un campo magnético que alteraba hasta el aire entre ellos. No pidió permiso verbal. No lo necesitó. Con una mano deliberadamente lenta, le corrió el cabello castaño hacia un lado, exponiendo la curva delicada de su cuello, y con la otra mano encontró el cierre del vestido y comenzó a bajarlo con la misma precisión exacta con la que solía trazar líneas rojas en mapas antiguos... o cortar carne enemiga con una espada bien afilada. Despacio. Deliberado. Deslizó el cierre metálico lentamente, como si pudiera robarle unos segundos preciosos más a esa cercanía prohibida que ella había estado negándose durante décadas. El vestido de seda lavanda cayó hasta los pies descalzos de Portugal con un susurro sordo que resonó en el silencio como un trueno distante, revelando gradualmente la curva suave y perfecta de su espalda desnuda, la línea delicada de sus omóplatos que se movían como alas, el brillo tibio de su piel color oliva bajo la lámpara de cristal. Y más abajo, mucho más tentadoramente, la forma rotunda y absolutamente perfecta de su trasero, esa visión que Inglaterra había deseado obsesivamente más veces de las que se permitiría confesar, incluso en sus momentos más honestos consigo mismo. Su cuerpo entero se tensó al instante como una cuerda de piano tocada con violencia. El deseo le subió como una descarga eléctrica masiva, rápida y brutal, alojándose directamente en la boca del estómago, apretándole el pecho hasta dificultarle la respiración. "Fuck," pensó con desesperación, cerrando los ojos con fuerza. "Focus, you bastard. Don't ruin this." No la tocó más allá de lo necesario. No se movió para acariciarla. Pero estuvo peligrosamente, criminalmente cerca de hacerlo. Su respiración se volvió más densa, más audible en el silencio de la habitación. Sentía el calor que emanaba de su piel como si estuviera hecha literalmente de fuego líquido. Dio un paso atrás por pura supervivencia psicológica. Tenía que hacerlo inmediatamente. Un segundo más de esa proximidad, y la poca compostura que le quedaba iba a evaporarse completamente como alcohol en llamas. Cerró los ojos y respiró profundo, llenando sus pulmones. Inhaló ese perfume que la había envuelto toda la noche como una nube invisible. Y frunció el ceño con sorpresa genuina. —It's not lavender —murmuró, más para sí mismo que para ella, confusión evidente en su voz. (No es lavanda.) Portugal no respondió inmediatamente. —Is it new? —preguntó con curiosidad involuntaria. (¿Es nuevo?) —Sim —respondió sin girarse hacia él—. Cravos. Inglaterra tragó saliva con dificultad, sintiendo cómo la comprensión lo golpeaba como una revelación. Claveles. Por supuesto. Roja, intensa, floreciendo abierta en medio de una revolución que había cambiado todo su país. —Right —susurró con una ternura completamente inesperada que lo sorprendió—.I should've known. It suits you perfectly. (Claro. Tuve que haberlo supuesto. Te queda perfectamente.) Portugal no se volvió para enfrentarlo. Caminó con calma deliberada hacia su maleta de cuero y sacó un camisón de lino blanco, simple pero elegante. Ligero como una nube. Casi translúcido bajo la luz cálida que los envolvía como miel dorada. Se lo puso con naturalidad absoluta, sin apuro, sin pudor false, sin timidez adolescente. Lo hizo como quien conoce perfectamente el cuerpo que tiene, y también los ojos hambrientos que la observan. Como quien ya no teme ser vista completamente, ni tocada con devoción. Como si lo hubiera hecho exactamente así cientos de veces en el pasado. Inglaterra desvió la mirada por instinto. No por respeto puritano. Por puro instinto de supervivencia emocional. Por autocontrol desesperado que amenazaba con quebrarse. Se desabrochó los botones de la camisa blanca con dedos que temblaban ligeramente, la dobló con cuidado casi ritual y se sentó pesadamente en el borde de la cama. Se quitó los zapatos de cuero inglés. Los tirantes del pantalón. No con prisa desesperada, sino con ese ritmo contenido y medido que solo usaba cuando ella estaba cerca y cada movimiento se volvía significativo. Portugal, aparentemente distraída pero completamente consciente, alisó las sábanas del lado izquierdo de la cama con una melancolía tan sutil que ni siquiera parecía notar que la estaba sintiendo. —Dormiré en el sofá —anunció finalmente, sin mirarlo directamente. Inglaterra la observó por un segundo que se alargó como una hora. Luego soltó un bufido suave, apenas un gesto, completamente sin humor. —Don't be ridiculous, love. (No seas ridícula, amor.) —No quiero discutir contigo esta noche. Estoy demasiado cansada. —Then don't —replicó él, aún sentado en el borde de la cama, con la voz áspera y ronca por horas de deseo contenido—. Stay in the bed with me. I'm not going to touch you inappropriately. (Entonces no lo hagas. Quedate en la cama conmigo. No te voy a tocar inapropiadamente.) Portugal se giró hacia él entonces, arqueando apenas una ceja oscura, expresión completamente escéptica. —I mean it completely. Cross my heart and hope to die —añadió, levantando ambas manos como si se rindiera ante un oficial arrestándolo—. Not a single finger without permission. (Lo digo completamente enserio. Ni un solo dedo sin tu permiso.) Aunque ambos sabían perfectamente que él era mundialmente experto en incumplir promesas cuando le convenía. —Inglaterra... —Bloody hell, woman —murmuró con cansancio genuino, no enojo—.I said I won't touch you. Take my word for once. (Maldición, mujer. Dije que no voy a tocarte. Confía en mis palabras por una vez.) Portugal suspiró entonces. Fue un suspiro largo y profundo. No de rendición derrotada, sino viejo y familiar. De esos suspiros que nacen de muchas noches acumuladas sin dormir apropiadamente, de demasiadas decisiones complicadas, de demasiada soledad elegida pero no deseada. No respondió con palabras. Caminó hasta la cama, levantó la sábana de seda y se deslizó debajo con movimientos fluidos. Su cuerpo, tan pequeño comparado con el de él, ocupó el lado izquierdo con la cautela natural de quien conoce perfectamente el filo peligroso de lo íntimo. Inglaterra apagó la lámpara de cristal, sumiendo la habitación en una oscuridad apenas interrumpida por la luz de luna que se filtraba a través de las cortinas. Se acostó del otro lado, dándole la espalda deliberadamente. Dejó espacio abundante entre ellos. Mucho más del necesario. Pero el silencio que se extendía entre sus cuerpos tenía más carne, más sustancia que cualquier roce físico directo. Y su cuerpo, completamente inmóvil bajo las sábanas, seguía ardiendo peligrosamente con la memoria grabada de esa espalda que acababa de desnudar con sus propias manos. Con la imagen del camisón blanco moldeando sus formas como una segunda piel, con ese perfume a claveles clavado en su garganta como una espina dulce. Con lo fácil que sería si simplemente... Pasaron minutos que se sintieron como horas. Muchos. Demasiados. Y cuando Portugal comenzó finalmente a respirar con ese ritmo lento y profundo que él conocía tan íntimamente, cuando su cuerpo se relajó en esa rendición inconsciente del sueño, Inglaterra se giró hacia ella con la sigilo de un cazador experto. Con una lentitud absolutamente cuidadosa, como si temiera despertarla bruscamente o traicionarse a sí mismo, deslizó un brazo bajo su cuello delgado. El otro brazo lo colocó sobre su cintura con posesividad instintiva. La atrajo hacia él con un movimiento firme pero infinitamente tierno, hasta que su cuerpo encajó perfectamente contra el suyo. Su pecho amplio se acomodó contra la espalda pequeña de ella. Sus piernas largas se entrelazaron con las suyas más cortas, con una naturalidad matemática que no necesitaba explicación ni justificación. Como si su cuerpo supiera, sin margen de error posible, que ahí exactamente era donde debía estar desde el principio de los tiempos. "Christ," pensó con una claridad que lo asustó. "This is exactly where I belong. This is home." No se apartó ni un milímetro. Ni por un segundo lo consideró como opción. Inglaterra cerró los ojos y hundió el rostro completamente en el hueco cálido y perfumado entre su cuello y su hombro. Inspiró profundo, llenando sus pulmones. La piel de Portugal olía intensamente a mar salado, a clavel, a algo indefinible que no podía nombrar pero que reconocía como suyo desde siglos atrás. Y entonces —sin pensarlo conscientemente o tal vez con demasiada claridad peligrosa— presionó un beso lento y deliberado en su hombro desnudo. Lo bastante firme como para que su pulso se le disparara como un caballo desbocado, pero lo bastante suave como para no despertarla. Portugal no se movió bruscamente. Su respiración siguió tranquila y profunda. No lo apartó con violencia. Pero fue entonces cuando murmuró algo. Apenas un susurro flotando en la oscuridad dorada como humo: —Arthur... não faças isso... (No hagas eso..) Él se quedó completamente quieto, como una estatua de mármol. La sonrisa que se le dibujó lentamente no fue triste esta vez. Fue leve, un poco irónica, cargada de determinación. Como quien oye una advertencia sensata que ya decidió ignorar por completo. —Too late, love —murmuró apenas audible, casi divertido por la inevitabilidad de todo—. Much too late for both of us. (Muy tarde, amor. Demasiado tarde para cualquiera de los dos.) Y así, con ella perfectamente encajada entre sus brazos como la pieza faltante de un rompecabezas que había estado incompleto durante décadas, Inglaterra se sumergió en pensamientos que había estado reprimiendo durante más de cien años. Su cuerpo la reconocía de una manera que trascendía la consciencia. Cada célula de su ser parecía despertar y suspirar simultáneamente, como si hubiera estado en un estado de hibernación forzada y finalmente pudiera volver a vivir completamente. Sus músculos se relajaron de una forma que no había experimentado en décadas, esa tensión perpetua que llevaba en los hombros desde 1890 finalmente cediendo bajo el peso perfecto de su presencia. No habían estado íntimamente juntos así en más de cien años. Desde bastante antes del ultimátum que había destrozado todo entre ellos. Y ahora, con su cuerpo pequeño y cálido presionado contra el suyo, Inglaterra se daba cuenta dolorosamente de cuánto había extrañado esto específicamente. No era solo la pasión física, aunque Dios sabía que su cuerpo ardía con esa necesidad también. No era solo el deseo carnal que lo había estado torturando toda la noche, viendo como ese vestido se ceñía a sus curvas como una segunda piel. Era algo mucho más profundo y más aterrador de admitir. Era la tranquilidad. Inglaterra rara vez dormía profundamente. Su mente, entrenada por siglos de supervivencia imperial, nunca se permitía el lujo de la inconsciencia completa. Siempre había una parte de él alerta, catalogando sonidos, evaluando amenazas, procesando la información que llegaba de todos los rincones de su imperio y ahora de su Commonwealth. Era una maldición de ser una potencia mundial: nunca realmente descansar. Pero con Portugal entre sus brazos, esa vigilancia constante simplemente... se desvanecía. Su respiración se volvía lenta y profunda, su pulso se tranquilizaba, su mente finalmente encontraba silencio. Era como si su cuerpo supiera, que estaba seguro. Que podía bajar la guardia completamente porque ella estaba ahí para compartir la carga de existir. Había extrañado amanecer con ella más de lo que había extrañado cualquier tratado, cualquier victoria militar, cualquier expansión territorial. Había extrañado la forma en que se acurrucaba contra él durante la madrugada, buscando calor incluso en su sueño. Había extrañado cómo su cabello olía diferente por las mañanas, más íntimo, más suyo. Había extrañado el sonido específico de su respiración cuando estaba completamente relajada, ese ritmo que se había convertido en su canción de cuna personal durante siglos. Había extrañado la forma en que sus cuerpos encajaban juntos como piezas de un mecanismo perfecto, como si hubieran sido diseñados específicamente el uno para el otro por algún arquitecto divino con sentido del humor cruel. Su brazo encontraba automáticamente el lugar perfecto bajo su cuello, su otro brazo se curvaba naturalmente alrededor de su cintura, sus piernas se entrelazaban con las de ella como si hubieran estado practicando esa coreografía durante milenios, su trasero encajaba perfectamente contra él. Pero más que nada, había extrañado esta paz específica que solo ella podía darle. Esta sensación de estar completo, de estar en casa, sin importar en qué palacio o hotel o barco estuvieran. Hogar no era un lugar cuando eras inmortal. Hogar era una persona. Y su hogar había estado evitándolo durante más de cien años. El perfume a claveles en su cabello le recordaba todo lo que había cambiado en ella. La revolución que había vivido, las transformaciones que había experimentado mientras él la observaba desde la distancia diplomática, incapaz de acercarse por su propio orgullo estúpido. Había querido estar ahí para sostenerla durante esas transiciones, para ser su ancla en la tormenta política, pero había elegido el orgullo británico por encima del amor. Y ahora, sintiendo cómo se relajaba completamente en sus brazos, cómo su respiración se sincronizaba automáticamente con la suya, Inglaterra se preguntaba cómo había sobrevivido más de cien años sin esto. Sin ella. Su cuerpo ya estaba empezando a ceder al sueño de una manera que no había experimentado en décadas. Un sueño profundo, verdadero, sin pesadillas sobre guerras perdidas o imperios desmoronándose. Solo la oscuridad pacífica que venía de saber que, al menos por esta noche, no estaba solo. Al menos por esta noche, estaba en casa. Con el eco de un idioma que alguna vez fue completamente suyo resonando en sus oídos como una bendición, Inglaterra finalmente se permitió algo que no recordaba cómo se sentía. Dormir.

***

Inglaterra despertó con los primeros rayos dorados del amanecer londinense, como había hecho religiosamente cada día durante los siglos de su existencia. Era un hábito grabado tan profundamente en su ser que ni siquiera necesitaba reloj—su cuerpo simplemente sabía cuándo el sol comenzaba a aparecer por encima del horizonte, sin importar en qué parte del mundo estuviera. Pero esta vez fue diferente. Por primera vez en décadas había dormido toda la noche sin una sola pesadilla. Sin el sonido fantasma de las bombas alemanas cayendo sobre Londres. Sin los gritos espectrales de soldados muriendo en trincheras francesas. Sin el eco perpetuo de explosiones navales que habían definido sus sueños durante tanto tiempo que había olvidado lo que significaba despertar descansado. Había probado todo para apartar sus pesadillas: alcohol, trabajo obsesivo, medicamentos discretos que los médicos reales le prescribían. Nada funcionaba completamente. Excepto esto. Excepto ella. Su mente estaba clara, despejada como el cielo después de una tormenta. Su cuerpo se sentía... renovado. Como si hubiera recargado una batería que llevaba décadas funcionando con reservas agotadas. Con Portugal durmiendo en sus brazos, su mente había encontrado finalmente silencio. Como si su presencia fuera un escudo contra todos los demonios que lo perseguían cuando cerraba los ojos Ella seguía dormida entre sus brazos, exactamente en la misma posición en la que habían terminado la noche anterior. Su respiración era profunda y regular, el tipo de sueño pesado que solo alcanzaba cuando se sentía completamente segura. Su cabello castaño se había soltado durante la noche y ahora se extendía sobre la almohada como seda derramada, algunos mechones cayendo sobre su rostro relajado. El camisón de lino blanco se había subido ligeramente durante la noche, revelando una extensión tentadora de su piel color oliva. Su brazo estaba doblado bajo su mejilla, y Inglaterra podía ver la curva suave de su pecho subiendo y bajando con cada respiración tranquila. Sintió una oleada inmediata de deseo que se instaló directamente en su entrepierna, caliente y demandante. Su cuerpo reaccionó instantáneamente a su proximidad, endureciéndose contra su trasero de una manera que era imposible de ignorar. Después de cien años sin tenerla así de cerca, cada célula de su ser estaba gritando por tocarla, por besarla, por despertar tanto a ella como todos esos recuerdos físicos que habían estado enterrados pero nunca muertos. Movió su brazo muy lentamente, apenas un ajuste para estar más cómodo sin despertarla. Incluso dormida, ella se acurrucó instintivamente más cerca de él, buscando su calor corporal. El movimiento hizo que su trasero se presionara más firmemente contra su erección, y Inglaterra tuvo que morder el interior de su mejilla para no gemir audiblemente. "Christ."Su cuerpo aún reaccionaba a ella como si fuera un adolescente desesperado. El gesto inconsciente fue tan familiar, tan perfectamente natural, que Inglaterra sintió algo apretarse en su garganta. Era exactamente como solía dormir con él siglos atrás. Su cuerpo recordaba, incluso si su mente consciente había construido muros para mantenerlo fuera. Se movió ligeramente, su erección palpitante rozando perezosamente contra la redondez de su trasero, sintiendo como su suavidad cedía ante su dureza incluso a través del camisón. Su mano se deslizó hacia arriba, ahuecando uno de sus pechos, su pulgar rozando el tenso pezón oculto bajo el lino blanco. Portugal gimió suavemente en sueños, un sonido bajo y gutural que envió una descarga eléctrica directamente a su ingle. Los labios de Inglaterra encontraron el punto sensible justo debajo de su oreja, su lengua trazando un lento y provocador recorrido por su cuello. —Morning, love.—murmuró, con la voz cargada de deseo. Continuo frotándose contra ella, tanteando el terreno. Ella se movió, respirando con más fuerza cuando su tacto la despertó del sueño. Sus ojos turquesa parpadearon, la confusión se reflejó en su rostro antes de convertirse en algo más intenso. —Arthur. —Shh... —susurró, su aliento cálido contra su piel. —Déjame que te cuide. Su mano se deslizó por su cuerpo, levantando el camisón, para trazar la curva de su vientre, podía sentir la forma en que su cuerpo se apretaba contra el suyo, como se frotaba contra él y era toda la invitación que necesitaba. —Esto no arregla nada entre nosotros. —dijo con la voz ronca, sin saber muy bien si era debido al deseo o por el sueño. —Lo sé. Pero God Lord, Leonor... Necesito saborearte de nuevo. —Solo un beso. —Eso nunca es suficiente conmigo y lo sabes. Portugal intentó apartarlo, pero sus movimientos fueron, como mucho, poco entusiastas. —Você é um idiota— murmuró, en portugués. Pero incluso mientras hablaba, su trasero se movía contra él, rozando la firme longitud que estaba tensa contra sus pantalones de pijama. Inglaterra sonrió con suficiencia, sabiendo que la tenía justo donde la quería. —Sé que sigues enfadada conmigo, pero déjame mostrarte cuánto te he echado de menos.—Su mano descendió aún más primero por su vientre, luego por la curva de su cadera hasta deslizarse por sus muslo, trazando lentos círculos sobre su muslo, acercándose cada vez más al calor entre sus piernas. Ella dejó escapar un suave jadeo, pero no lo detuvo, ni se levanto de la cama. —No puedes simplemente...—dijo, sin embargo estaba balanceando sus caderas hacia atrás. La otra mano de Inglaterra se dirigió a su pecho, amasando la suave carne y pellizcando su pezón hasta que se endureció. Ella dejó escapar un suspiro entrecortado; su cuerpo la traicionaba. —¿Qué? ¿Tocarte como solía hacerlo? ¿Recordarte lo bien que encajamos juntos?—sus dedos recorrieron su cuerpo, dándole escalofríos por su columna vertebral. Sus dedos rozaron sus bragas, ya húmedas por la excitación. Él continuó provocándola, sus dedos deslizándose por su centro, separando sus pliegues con deliberada lentitud aún por encima de sus bragas."Tan jodidamente mojada para mí", pensó, mientras su polla se contraía en respuesta. Apartó la tela y hundió dos dedos en ella sin previo aviso. Portugaljadeó de nuevo, más fuerte esta vez, y él sintió que sus paredes internas se apretaban a su alrededor. Ella negó con la cabeza, su cabello oscuro cayendo sobre su rostro mientras intentaba aferrarse a su ira. Pero se estaba desvaneciendo, reemplazada por algo mucho más primario. Inglaterra rió suavemente, sus manos volviendo a sus caderas, atrayendo su trasero contra él. Su erección, caliente y pesada contra su piel resbaladiza. Se meció contra ella y la fricción lo volvía loco. Tan cerca... tan jodidamente cerca. —Terca como siempre— dijo, con cariño, mientras bombeaba sus dedos dentro y fuera de ella lenta y deliberadamente, saboreando cómo se retorcía contra él. Sus caderas se mecieron hacia atrás, buscando más fricción, y él sonrió con suficiencia. Añadió un tercer dedo, estirándola aún más, y ella dejó escapar un gemido ahogado. Su mano encontró su clítoris de nuevo, frotándolo en círculos apretados mientras se restregaba contra ella. Para luego sacar los dedos de su coño, reluciente con sus jugos, y los llevó a sus labios. Ella abrió la boca por reflejo, chupándolos hasta dejarlos limpios con un suave gemido. Y luego con un agarre firme pero suave, la giró sobre su espalda, quitándole su camisón, dejando al descubierto la suave curva de su vientre, sus pezones erectos y sus bragas mojadas. En otro movimiento rápido le quito las bragas, haciendo que ella deje escapar un pequeño jadeo de indignación, pero él ya le estaba abriendo las piernas en par en par. — ¿Qué haces?—preguntó, con la voz teñida de irritación, aunque ligeramente quebrada. —Recuperando el tiempo perdido, darling —respondió con suavidad, sus ojos verdes oscureciéndose de deseo mientras su boca descendía entre sus muslos. El aroma de su excitación lo golpeó de inmediato, embriagador y no pudo resistirse a besar la parte interior de su muslo, siguiendo un lento y pausado camino ascendente de besos. —No es justo.—gimió. —Nada de esto es justo. Pero estás aquí, en mi cama, y tu cuerpo me está pidiendo exactamente lo mismo que el mío.—para enfatizar su punto, le mordió su muslo interno, para luego dejar un rastro de besos. —Eres un manipulador. —Soy muchas cosas. Pero ahora mismo solo quiero ser el hombre que te hace gemir mi nombre otra vez.—dijo con voz ronca, antes de hundir sus dientes en su vientre, por debajo del ombligo, para luego aliviar la zona con su lengua, su aliente caliente contra su piel —Te odio. —Ódiame después. Portugal ya respiraba con dificultad, sus manos aferradas a las sábanas mientras la boca de Inglaterra se acercaba cada vez más a su centro, burlándose de ella. Quería seguir enfadada, necesitaba seguir enfadada, pero el tacto de Inglaterra era como una droga. Su lengua se asomó, rozando su clítoris hinchado con un movimiento provocador que hizo que sus caderas se sacudieran involuntariamente. Inglaterra sonrió con suficiencia contra su piel, deleitándose con la forma en que se retorcía bajo él. Le encantaba esto, le encantaba lo rápido que podía convertirla de la furia a la desesperación. Atrayendo su clítoris hacia su boca, succionó suavemente al principio, luego con más fuerza, su lengua girando alrededor del sensible capullo en círculos rítmicos. La espalda de Portugal se arqueó sobre la cama, un gemido ahogado escapó de sus labios mientras sus dedos se enredaban en su cabello rubio. —Arthur...— empezó ella, pero él la interrumpió de nuevo, encontrando nuevamente su clítoris con la boca y chupándolo con fuerza. Sus palabras se disolvieron en un gemido mientras él la provocaba, su lengua rozando su hinchado miembro con movimientos rápidos y precisos. Ella se resistió contra él, intentando conseguir más fricción, pero él la sujetó con firmeza, negándose a dejar que ella marcara el ritmo. Luego deslizó nuevamente dos dedos dentro de ella, curvándolos justo en el punto justo que la hizo jadear. Sus paredes se apretaron a su alrededor, resbaladizas y apretadas. Ellagritó, arqueando su cuerpo mientras él bombeaba sus dedos dentro y fuera de ella, sin apartar la boca de su clítoris. Las sensaciones eran abrumadoras, creciendo demasiado rápido como para que pudiera contener el aliento. Ella apretó sus rulos con más fuerza, sus caderas se mecieron contra su rostro mientras él la devoraba. Podía sentir sus muslos temblar, todo su cuerpo enroscándose como un resorte a punto de romperse. —That’s it, love —murmuró contra su piel, su aliento caliente y provocándole escalofríos. El orgasmo la invadió de repente, su cuerpo se estremeció mientras oleadas de placer la recorrían. Su coño palpitaba alrededor de sus dedos, alrededor de sus labios, sus jugos empapando su mano y barbilla mientras ella se corría temblando. —Eres tan hermosa así. Completamente a mi merced—dijo lamiéndose los labios, sin embargo, no tenia intenciones de detenerse. Siguió lamiéndola, succionándola, tocándola con los dedos a través de la intensidad de su clímax hasta que ella se retorció bajo él, sobre estimulada y temblorosa, suplicando alivio. Su piel estaba hipersensible ahora, cada roce le enviaba descargas eléctricas por todo el cuerpo. —Arthur— suplicó, con la voz quebrada pero Inglaterra era implacable, su lengua trabajando su clítoris con un fervor que rozaba la crueldad. Quería verla desmoronarse por completo, verla deshacerse en sus manos, extrañaba con locura eso. Su cuerpo la traicionó, temblando de necesidad a pesar de la sobreestimulación. Se corrió de nuevo, más fuerte esta vez, sus fluidos brotando a borbotones que empaparon el rostro de Inglaterra y la cama bajo ellos. Finalmente, cuando ella estaba flácida y gimiendo, él se apartó, arrodillándose entre sus piernas para admirar el desastre que había hecho con ella. Su coño estaba hinchado y brillante, sus muslos resbaladizos por la liberación, su piel estaba sonrojada y sus piernas aún abiertas y temblorosas. Inglaterrase limpió la boca con el dorso de la mano, con una sonrisa depredadora extendiéndose por su rostro. Ella lo miró con ojos llorosos, agitando el pecho mientras intentaba recuperar el aliento. —Eres un cabrón— susurró con voz ronca. Inglaterra rió entre dientes con picardía, inclinándose para capturar sus labios en un beso intenso. Ella se saboreó a sí misma en su lengua, salada y dulce, y a su pesar, le devolvió el beso con igual fervor. —Still mad at me, my love?—murmuró, con su acento británico bajo y burlón a centímetros de su boca. Y luego con su mano liberó su pene de la opresión de sus pantalones, su erección se liberó, gruesa y ansiosa, reluciente de líquido preseminal. Ella abrió la boca para replicar, pero antes de que pudiera hablar, él se movió con rapidez, colocándose encima de ellacon una facilidad experta que la dejó sin aliento. La sábana se enredó en sus piernas, pero Inglaterra no le prestó atención, sujetándole las muñecas por encima de la cabeza con una mano fuerte. Sus ojos turquesa brillaron desafiantes, aunque su cuerpo la traicionó, arqueándose ligeramente hacia él. Con un movimiento rápido, le separó las piernas, usando las rodillas para mantenerlas separadas. La posición la dejó completamente expuesta, vulnerable, y se estremeció cuando el aire fresco besó su humedad y su clítoris ya hinchado. —¿Crees que puedes simplemente…?— empezó con voz cortante, pero él la interrumpió, colocándose entre sus muslos, separando con fuerza sus muslos con las manos para evitar que cierre las piernas. La vista desde allí era exquisita. Su vulva, hinchada y bien usada, brillaba bajo la luz. Sus labios internos, estaban hinchados y separados, revelando el resbaladizo interior, de un rosa más oscuro. Ella apretó los dientes, con la respiración entrecortada al sentir la polla de él presionando contra su entrada, ardiente e insistente, rozando sus húmedos pliegues con la punta. —Caralho— murmuró en voz baja, mientras la maldición portuguesa se le escapaba a su pesar. Inglaterra rió entre dientes con una sonrisa sombría, deslizando su mano para apretar su pecho, mientras su pulgar rodeaba su pezón con movimientos lentos y pausados. Recorrió su cuello con los labios, mordisqueando suavemente su sensible piel, provocando que Portugal jadee y que sus caderas se contraigan involuntariamente al responder a su tacto. Luego se inclinó y atrapó su pezón entre los dientes y lo mordió suavemente, justo lo suficiente para hacerla gritar. Pero la respiración de Portugal se entrecortó cuando él empezó a penetrarla lentamente, sus paredes estirándose para acomodar su circunferencia, hipersensible por lo anterior. Portugal gimió ante la sensación, incapaz de negar el placer que aún corría por sus venas. —Deus...—jadeó, rasguñando sus omoplatos, mientras él la llenaba por completo. Su cuerpo se arqueó contra el suyo como si pidiera más. Los ojos turquesas de Portugal se cerraron un instante mientras intentaba controlarse, pero Inglaterra no se lo permitía. Continuó hundiéndose en ella con una embestida lenta y deliberada que le hizo encorvar los dedos de los pies, yendo de atrás para adelante, cada vez más profundo. Marcó un ritmo constante, sus embestidas deliberadas, cada una arrancando un gemido de sus labios. Sus manos recorrieron su cuerpo, una agarrando su cadera con firmeza para mantenerla exactamente donde él la quería, mientras la otra subía para ahuecar de nuevo su pecho, esta vez mucho más fuerte. Portugalno pudo evitarlo; su cuerpo se movió solo, buscando el placer que él le proporcionaba con tanta disposición. —Estás tan jodidamente apretada— gruñó, rozando su oreja con los dientes. La besó en el cuello y sus labios trazaron un camino de fuego a lo largo de su piel mientras con sus dedos jugaban con uno de sus pezones completamente erecto, pellizcándolo y retorciéndolo. Pero luego se retiró, su pene deslizándose fuera de su coño hinchado y empapado con un sonido suave y húmedo y ella dejó escapar un pequeño jadeo ante el repentino vacío, arqueando su cuerpo instintivamente como si lo persiguiera. Inglaterra no le dio un momento para protestar. Con un movimiento rápido, la volteo boca abajo, sus fuertes manos clavando sus dedos en sus caderas y levantando su trasero en el aire. Apenas tuvo tiempo de registrar el movimiento cuando su rostro se hundió en el colchón y dejó escapar un gemido ahogado, apretando las sábanas con los dedos. Su largo cabello oscuro se desparramaba sobre las sábanas y su piel sonrojada brillaba con una fina capa de sudor. Inglaterra no pudo evitar admirar la vista: sus redondas nalgas abiertas, su coño húmedo brillando entre sus muslos. Todo en ella pedía a gritos ser reclamada. —You're a mess—murmuró Inglaterra, con la voz cargada de lujuria mientras se posicionaba detrás de ella, la punta de su polla rozando su resbaladiza entrada. —But you are my fucking mess. Ella intentó girar la cabeza para mirarlo fijamente, pero la mano de Inglaterra se dirigió a su nuca, sujetándola firmemente contra el colchón. La presión no era dolorosa, pero sí imperiosa, y un escalofrío le recorrió la espalda. —Arthur...— empezó ella, pero él la interrumpió con un gruñido profundo y gutural. Estaba hipersensible, pero incapaz de escapar de la mezcla de placer y dolor que él le estaba proporcionando con tanta maestría.—Por favor. —Sin palabras— dijo ignorando sus suplicas, con la voz desbordante de dominio. Y con eso, la penetró en una embestida dura y brutal. La boca de Portugal se abrió en un grito silencioso, su cuerpo se sacudió hacia adelante por la fuerza. Él no le dio tiempo a adaptarse; la agarró por las caderas y comenzó a embestirla con implacable precisión. Su polla entraba y salía de su coño empapado, con un sonido húmedo y lascivo. Portugalgimió, sobreestimulada, pero incapaz de resistir el placer que la recorría, su trasero rebotaba con cada embestida, provocando que la visión lo volviera loco de frenesí.El sonido de piel contra piel llenaba la habitación, mezclándose con los jadeos y gemidos de ella. Su coño estaba tan húmedo y tan apretado, que cada embestida los recorría con oleadas de placer, sus pechos apretados contra el colchón. Inglaterra se inclinó sobre ella, presionando su pecho con más fuerza contra su espalda mientras continuaba follándola con ​​profundidad. Su mano se deslizó desde sus caderas hasta su cuello, apretándola lo justo para hacerla gemir más fuerte. Entonces hundió la cara en el hueco de su cuello, sus dientes rozando su piel en una serie de mordiscos que se igualaban con la intensidad y aspereza de sus embestidas. —God, how much I missed you.—murmuró contra su piel, con la voz ronca. —Tan jodidamente apretada para mí. Sus manos se deslizaron por su espalda, recorriendo sus curvas con los dedos antes de aterrizar de lleno en su trasero, dándoleuna cachetada firme, y el sonido de su palma al rozar su piel resonó en la habitación. El cuerpo de Portugal ardía, cada nervio encendido de placer. La fricción del colchón contra su clítoris era casi insoportable, cada roce le enviaba fuertes ráfagas de sensaciones a través de su centro. Era un desastre que se retorcía y gemía debajo de él, sus manos arañando las sábanas mientras él la desmembraba pieza por pieza. —¡Arthur,ai meu Deus!—gritó, con la voz quebrada al sentir otra oleada de placer. Su coño se apretó a su alrededor, las paredes de su coño apretando su polla como un torno. Inglaterra gimió, sus embestidas cada vez más fuertes, más profundas, como si quisiera enterrarse dentro de ella para siempre. Sin embargo, la sonrisa en su rostro era de suficiencia, completamente deleitado de la respuesta de su cuerpo. Cada embestida era deliberada y castigadora, su pene entraba y salía de ella con un ritmo húmedo y pesado que no dejaba lugar a la resistencia. Los gemidos de Portugal se hicieron más fuertes, su cuerpo respondía a su dominio a pesar de la ira persistente en su pecho. Él se retiró casi por completo de ella antes de volver a entrar, provocando que un gemido lastimero saliera de sus labios. Él rió entre dientes con voz sombría, disfrutando cada segundo y su otra mano volvió a bajar con fuerza sobre su trasero. Otrafuerte bofetada la hizo jadear, arqueando su cuerpo instintivamente. —That’s it— gruñó, subiendo su mano otra vez hacia el cuello, apretándolo hasta hacerla marear —Exactamente como te recordaba. Portugal no pudo contenerse más, eran demasiadas sensaciones. Su orgasmo la golpeó como un maremoto, su cuerpo convulsionando al desmoronarse bajo él. Su coño palpitaba alrededor de su polla, empapándolo aún más mientras gritaba contra el colchón. Inglaterra no se detuvo, ni la dejo recuperarse; al contrario, la folló con más fuerza, empujándola con una intensidad primitiva que la dejó temblando. Portugal sentía que flotaba, su conciencia como un pequeño bote en un mar vasto y quieto. El profundo agotamiento era un ancla física que la hundía en el colchón, pero su cuerpo deseaba más, sumergida completamente en las sensaciones de su cuerpo. Las manos de Inglaterra se movieron hacia su trasero, apretando la suave piel mientras la abría sobre su polla con creciente fuerza. —Aún no hemos terminado— gruñó, clavándole los dedos en las caderas mientras la penetraba sin descanso. —Vas a correrte otra vez. Tenemos mucho que ponernos al día. Portugal gimió, su cuerpo estaba hipersensible, pero aún respondía a su ritmo implacable. La presión en su centro aumentaba de nuevo, la fricción contra su clítoris y la plenitud de su pene la empujaban cada vez más al límite. Los dedos de Inglaterra volvieron a su clítoris, esta vez más rápidos e insistentes, provocandogemidos de parte de ella que se hicieron más fuertes, su cuerpo al borde de otro orgasmo. —Arthur... no puedo... por favor...— suplicó con voz desesperada. Sus gemidos llenaron la habitación, una sinfonía de placer y desesperación. Y él solola agarraba con más fuerza, penetrándola mucho más profundo; el dolor agudo se fundía a la perfección con el placer que la recorría. Sus pechos rebotaban salvajemente con cada movimiento, y él no pudo resistirse a agarrar uno, apretándolo con fuerza mientras continuaba penetrándola. —Lo estas haciendo tan bien —gruñó él, hundiendo los dientes en la suave piel de su hombro. —Que casi me olvido que me hiciste la ley del hielo por casi cien años. Deslizo sus manos hacia arriba para sujetarla por los hombros, obligándola a arquearse aún más mientras la penetraba. El sonido de piel contra piel llenó la habitación, mezclándose con sus respiraciones entrecortadas y los gemidos desesperados de Portugal. Su polla la ensanchó, la sensación rozando lo abrumador a medida que penetraba más profundamente con cada embestida. —Me extrañaste tanto como yo—la provocó, con la voz áspera pero impregnada de un calor innegable. Agarró su cabello largo y oscuro, tirándole la cabeza hacia atrás mientras la besaba —Admítelo. Las uñas de Portugal se clavaron en las sábanas, su cuerpo temblando mientras el placer se enroscaba en su centro. Intentó contenerse, mantener un poco de control, pero fue imposible, hace tiempo ya no era posible. Sus caderas se mecieron contra él, su trasero golpeando contra su pelvis con cada embestida. Él se inclinó hacia delante, presionando su pecho contra su espalda mientras continuaba follándola profundamente contra el colchón, con la mano todavía agarrada a su cabello. Probablemente la cama se iba a romper, pero a Inglaterra no le podía importar menos. La sonrisa de Inglaterra era triunfal al inclinarse para capturar sus labios en otro beso abrasador. Sus embestidas se volvieron más erráticas, perdiendo el control al sentir acercarse su propio clímax. Portugal también lo notaba, cómo su pene latía dentro de ella, cómo su cuerpo se tensaba con el esfuerzo de aguantar un poco más. Su orgasmo lo golpeó como un maremoto, rompiéndola con tal intensidad que no pudo hacer más que aferrarse a sus caderas, dejando sus palmas marcadas en ellas, su liberación derramándose en pulsaciones densas y calientes. Luego continuo ella, su coño se convulsionó a su alrededor, apretando su polla con fuerza mientras ella se corría. Inglaterragimió, saboreando la sensación de su coño apretado y húmedo ordeñándolo mientras continuaba embistiéndola aún atreves de su propio orgasmo. Luego con mucho pesar, él se apartó ligeramente, con la respiración aún entrecortada. Admirando las marcas rojas que florecían como flores silvestres en su piel color oliva. Las había dejado deliberadamente: en su cuello, en sus hombros, en sus pechos, en sus muslos. Cada marca era una declaración, una promesa, una advertencia a cualquiera que la viera: ella había sido suya esta mañana, completamente suya. —Mine —murmuró posesivamente, con la voz ronca y cargada de deseo satisfecho pero aún hambriento. Su dedo índice trazó una de las marcas más prominentes en su cuello y con una ternura inesperada que contrastaba brutalmente con la intensidad dominante que había mostrado apenas momentos antes. Por un instante que se sintió como una eternidad suspendida, se quedaron así, sus cuerpos entrelazados y brillando de sudor mientras recuperaban el aliento en el silencio dorado de la habitación real. El aire estaba espeso y cargado, saturado del aroma inconfundible de sexo apasionado mezclado íntimamente con ese perfume a claveles que ahora se había vuelto más intenso, más personal, como si hubiera sido destilado y concentrado por el calor ardiente de sus cuerpos unidos. Las sábanas de seda italiana estaban completamente revueltas, sudadas y arrugadas, testimonio silencioso pero elocuente de la intensidad salvaje de lo que acababa de pasar entre ellos después de más de cien años de separación forzada. Portugal se desplomó contra las almohadas de plumas como una muñeca de porcelana rota, con el cuerpo completamente flácido y tembloroso mientras intentaba desesperadamente recuperar tanto el aliento como algún vestigio de compostura. Su pecho desnudo subía y bajaba rápidamente, la respiración aún irregular y entrecortada como si hubiera corrido una maratón, mientras pequeños temblores involuntarios la recorrían como ondas sísmicas después de un terremoto devastador. Su cabello castaño estaba esparcido sobre la almohada blanca en ondas completamente desordenadas, algunos mechones pegados a su frente y sienes por el sudor que brillaba en su piel. Sus labios estaban hinchados e intensamente rosados, evidencia clara de los besos desesperados y hambrientos que habían compartido. Sus ojos turquesa estaban vidriosos, aún perdidos en el eco de sensaciones que acababa de experimentar, como si su mente no hubiera logrado procesar completamente lo que había pasado. Pequeñas marcas rosadas decoraban su piel donde las manos de Inglaterra habían apretado con posesividad: en sus caderas, en sus muñecas, en la curva de su cintura, en su trasero, en sus muslos cuando la mantuvo abierta para él. Inglaterra se inclinó sobre ella con movimientos deliberadamente lentos, casi reverentes, acariciando suavemente su piel enrojecida con manos que ahora eran sorprendente y contrastantemente tiernas. Sus dedos largos recorrían las curvas familiares de su cuerpo como si estuviera memorizando cada centímetro otra vez, como si quisiera asegurarse físicamente de que esto había sido real y no simplemente otro de sus sueños frustrados que lo habían atormentado durante décadas. —¿Vas a seguir haciéndote la difícil? —preguntó con voz burlona pero sorprendentemente suave, trazando círculos distraídos e hipnóticos en su espalda desnuda mientras su pulgar acariciaba con ternura una de las marcas más visibles que había dejado ahí como declaración de propiedad. Portugal tardó un momento considerable en responder, como si estuviera reuniendo las fuerzas mentales y físicas necesarias para formar palabras coherentes después de lo que había sido una experiencia que la había dejado completamente deshecha y vulnerable. Su garganta se sentía seca, áspera por los gemidos que había sido incapaz de contener. —¿Vas a seguir siendo un bastardo manipulador? —murmuró contra la almohada, su voz amortiguada pero con un rastro inconfundible de esa acidez característica que él conocía tan íntimamente, aunque ahora sonaba más como una caricia ronca que como una verdadera acusación. —Siempre seré tu bastardo manipulador, darling —respondió con una sonrisa que era una mezcla perfecta de ternura genuina y triunfo masculino satisfecho, acercándola más hacia él con cuidado hasta que encajó perfectamente contra su costado, como una pieza de rompecabezas que había encontrado finalmente su lugar después de décadas perdida—. Especialmente si esto es lo que consigo a cambio de mi... persistencia. La palabra salió cargada de significado múltiple: su persistencia en manipular la situación, en no aceptar su rechazo, en perseguirla durante décadas a pesar de su frialdad y enojo más que justificados. Portugal no protestó cuando él la acomodó cuidadosamente contra su pecho amplio y musculoso, aunque una parte distante y orgullosa de su mente probablemente le gritaba que debería resistirse, que debería mantener algún vestigio de dignidad personal, que esto era exactamente lo que él había planificado y ella había caído como una idiota. Pero su cuerpo estaba demasiado satisfecho, demasiado lánguido y profundamente relajado para luchar contra lo que se sentía tan natural como respirar, tan inevitable y correcto como la marea que sube y baja. Se acurrucó contra él instintivamente, su mejilla encontrando el lugar perfecto en su pecho donde podía escuchar el latido acelerado pero gradualmente calmándose de su corazón. Su mano pequeña se posó automáticamente sobre su abdomen definido, sintiendo cómo los músculos aún se contraían ligeramente bajo su toque suave. Sin embargo su mente comenzaba a llenarse de dudas: ¿Qué significaba esto? ¿Había arruinado décadas de dignidad por una mañana de placer? Inglaterra miró hacia la ventana con satisfacción completa, donde la luz matutina londinense se había vuelto considerablemente más brillante, creando patrones dorados que bailaban perezosamente en las paredes tapizadas del palacio. El mundo exterior pronto reclamaría inexorablemente su atención: delegaciones que se preparaban para marcharse en coches oficiales, protocolos diplomáticos que cumplir con precisión militar, reuniones de seguimiento sobre la ceremonia real, llamadas telefónicas con Downing Street, la realidad política inexorable que los esperaba más allá de esta burbuja íntima y temporal que habían creado entre las sábanas revueltas. Sin embargo, él se sentía completamente revitalizado. Su respiración ya se había normalizado por completo, y podía sentir la energía corriendo por sus venas como electricidad. Una sola ronda no era suficiente. Ni de cerca. Tenía la resistencia de un imperio que había dominado medio mundo y la vitalidad de una nación que seguía siendo una potencia. Podría seguir durante horas, tomar todo lo que quisiera de ella hasta que gritara su nombre hasta quedarse afónica o inconsciente. Pero la miró, y noto las pequeñas líneas de agotamiento alrededor de sus ojos, la forma en que su cuerpo se hundía en el colchón como si fuera de plomo. —Voy a ser piadoso contigo y dejarte descansar —murmuró, besando su frente con ternura que sabía exactamente cuánto la descolocaría—. No soy un hombre piadoso, como bien sabes. Pero acabas de darme exactamente lo que quería, así que puedo permitirme ser... generoso. Portugal levantó una ceja, sorprendida por la declaración tan directa de su falta de compasión habitual. —¿Quién eres tú y qué hiciste con Inglaterra? —Soy el mismo bastardo de siempre —respondió él con esa sonrisa que era pura satisfacción depredadora—. Solo que ahora estoy satisfecho. Temporalmente. Y cuando estoy satisfecho, puedo permitirme pequeñas cortesías. La arrogancia en su voz era palpable, como si estar "satisfecho" fuera un regalo que él le daba al mundo. —Eres un bastardo. —Soy un bastardo que acaba de recordarte exactamente por qué nunca podrías alejarte de mi, darling —replicó, acariciando su cintura con posesividad—. Cien años fingiendo que no me necesitabas, y mira cómo terminaste. En mi cama, gimiendo mi nombre como si fuera una oración, completamente perdida. Se inclinó sobre ella, su aliento cálido contra su oído. —Normalmente, no sería tan considerado. Normalmente, tomaría todo lo que quisiera hasta que me aburriera —su voz se volvió más oscura, más honesta—. Pero hoy me siento... magnánimo. Así que vas a descansar, y cuando despiertes, vamos a continuar exactamente donde lo dejamos. Portugal se tensó, reconociendo esa voz. La voz del conquistador que había saqueado medio mundo sin pestañear. —No te debo nada —murmuró ella, pero sin convicción. —Oh, pero sí me debes. Me debes cada año que me hiciste esperar. Cada década que desperdicié pensando en ti mientras tú jugabas a ser intocable —se apartó ligeramente para mirarla a los ojos—. Y ahora que he confirmado que puedo tenerte cuando quiera, vamos a saldar esa deuda muy, muy lentamente. Portugal cerró los ojos, sintiendo el peso de lo que acababa de suceder. La implicación era clara: esto no había terminado. Ni por asomo. —¿En qué estaba pensando? —murmuró para sí misma. —Estabas pensando exactamente lo que yo quería que pensaras —dijo él con esa confianza brutal que la enfurecía—. Te conozco mejor de lo que te conoces a ti misma, Leonor. Siempre ha sido así. —Eres un arrogante de mierda. —Soy un arrogante que siempre tiene la razón —se inclinó para susurrarle al oído—. Y que está siendo extraordinariamente piadoso al dejarte recuperarte antes de tomar todo lo que me corresponde. La forma en que dijo "piadoso" sonaba como si fuera una concesión real, un favor que le estaba haciendo. La confianza absoluta en su voz era tanto irritante como aterradoramente precisa. —Duerme un poco —dijo, aunque sus ojos prometían que esto estaba lejos de terminar—. Vas a necesitar fuerzas. Porque cuando despiertes, vamos a continuar. Y esta vez, no voy a ser tan... considerado. Portugal levantó la cabeza ligeramente, con una ceja arqueada. —No es que hayas sido muy considerado que digamos de todas formas. Inglaterra sonrió, esa sonrisa depredadora que ella conocía demasiado bien. —En ningún momento te vi quejándote. Y con esa observación brutalmente precisa, se acomodó más cómodamente contra las almohadas, cerrando el tema con la arrogancia de quien sabía que tenía razón. El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier confesión. Inglaterra había reclamado mucho más que su cuerpo esa mañana, y ambos lo sabían.
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