"You sacrificed us to the gods of your bluest days"
1982-Islas Azores. La bruma marina se aferraba al suelo volcánico como un fantasma testarudo que se negaba a abandonar el archipiélago, envolviendo la base aérea en una neblina que hacía que los aviones militares aparecieran y desaparecieran como espectros de metal. Afuera llovía con la cadencia melancólica de las viejas estaciones atlánticas, esa lluvia fina que parecía no mojar sino más bien entristecer profundamente el mundo, convirtiendo el paisaje en una acuarela difuminada de grises y verdes apagados. Dentro del salón de piedra gris, construido durante la Segunda Guerra Mundial cuando estas mismas islas habían servido como punto estratégico contra los U-boats alemanes, lo único que rompía el silencio opresivo era el crepitar modesto del fuego en la chimenea antigua y el murmullo distante de los técnicos de radar monitoreando el espacio aéreo del Atlántico. La lluvia atlántica no cesaba desde hacía tres días. Se deslizaba por los ventanales altos y emplomados como si el cielo quisiera borrarse a sí mismo, lavarse de toda la historia de sangre que había presenciado. El aire estaba saturado de sal marina, madera húmeda empapada por décadas de tormentas, y esa atmósfera particular de diplomacia vieja y decisiones que cambiarían el curso de una guerra que se había desatado a ocho mil kilómetros de distancia. Un eco amargo que Portugal conocía demasiado bien desde los días oscuros de su dictadura. Estaba de pie junto a una de las ventanas que daban al océano infinito, inmóvil como una estatua olvidada en un museo de glorias imperiales pasadas. Su uniforme azul marino de la fuerza aérea portuguesa caía sobre ella con un aire que había perdido cualquier pretensión de grandeza imperial.. Ya no reclamaba poder sobre medio mundo; ahora solo protegía un pequeño archipiélago que servía como puente entre continentes. La trenza marinera que sujetaba su cabello castaño dejaba escapar algunos mechones rebeldes, que se ondulaban levemente con la humedad persistente del ambiente. Sus ojos turquesa estaban fijos en el horizonte donde las nubes se fundían con el mar, creando una línea borrosa entre cielo y agua. Había algo hipnótico en esa contemplación, como si pudiera encontrar respuestas en la inmensidad gris que se extendía hasta tocar las costas de América. No se volvió al escuchar la puerta de roble abrirse con un crujido familiar. El sonido de botas militares sobre piedra volcánica era inconfundible, y su postura se tensó imperceptiblemente. No lo necesitaba mirar para saber quién era. —Thanks for seeing me —dijo Inglaterra, cerrando la puerta tras de sí con una suavidad que contrastaba con la urgencia que lo había traído hasta allí. Su voz llevaba el peso de meses de presión política, de decisiones imposibles tomadas en Downing Street, de una guerra que había escalado mucho más rápido de lo que cualquiera hubiera podido anticipar cuando Argentina decidió invadir las islas Malvinas el 2 de abril. —No lo hice por ti —respondió Portugal sin apartar la vista del océano tormentoso—. Lo hice por los tratados. Por la alianza más antigua de Europa, que aparentemente aún significa algo para uno de nosotros. Cada palabra estaba cuidadosamente medida, pero había una fatiga profunda en su voz que hablaba de siglos de decepciones acumuladas. Inglaterra se detuvo a unos pasos calculados, su postura enderezándose automáticamente en esa pose defensiva que adoptaba cuando sentía que lo estaban atacando. Podía sentir la tensión irradiando de ella como el calor de la hoguera, pero el de ella era un calor que quemaba en lugar de dar consuelo. —Sabía que ibas a entender la situación —dijo finalmente, con ese tono neutro y controlado, tan suyo, tan perfeccionado, ese tono que siempre usaba como un escudo. —Entenderla, sí —murmuró Portugal, su voz helada—. Aceptarla es otra cosa completamente diferente. Un silencio cargado se extendió entre ellos como un abismo. Inglaterra no respondió inmediatamente, pero sus ojos verdes no dejaban de observarla, catalogando cada micro-expresión, cada señal de lo que realmente estaba pensando detrás de esa máscara de control. —La situación con Argentina escala exponencialmente por momentos —añadió finalmente, con la precisión de un informe militar—. Galtieri no va a ceder. Thatcher tampoco. I need a refueling point for the task force. Fast and secure. Ascension Island isn't enough. Azores is the only viable option that puts us within striking distance. (Necesito un punto de reabastecimiento para la fuerza operativa. Rápido y seguro. La Isla Ascensión no es suficiente. Azores es la única opción viable) Ella giró el rostro apenas, mostrando una media sonrisa que carecía completamente de humor. —Qué curioso esto, ¿não achas? —dijo con calma, no había ira en su voz. Solo un cansancio que parecía venir desde los huesos. (¿no crees?) Inglaterra frunció el ceño apenas. —¿Qué cosa exactamente? —Que cuando yo te pedí ayuda en Goa... hablaste tan elocuentemente de neutralidad. De equilibrio geopolítico. De no intervenir en conflictos que no nos concernían directamente —su voz se volvió más afilada—. De las complicaciones diplomáticas que surgen cuando las grandes potencias se involucran en disputas regionales. Inglaterra apretó los labios hasta convertirlos en una línea pálida, tensando la mandíbula. —It was a different situation entirely, Portugal...The geopolitical context... —comenzó a decir con voz controlada. —Era diferente, sí —lo interrumpió bruscamente, girándose al fin hacia él sin levantar la voz—. Yo me desmoronaba completamente. Perdía territorio tras territorio ante Nehru mientras el mundo aplaudía la descolonización. No tenía con qué pelear. Ni soldados suficientes, ni municiones, ni apoyo internacional. Y tú, meu velho aliado... preferiste esconderte detrás de tu diplomacia cobarde y tu neutralidad conveniente. —I made the decision that was best for both our interests in the long term —replicó él, su tono volviéndose más defensivo—. Supporting a colonial war in 1961 would have been political suicide.) (Tomé la decisión que era mejor para ambos intereses a largo plazo.Apoyar una guerra colonial en 1961 habría sido un suicidio político.= —¿Y apoyar una guerra colonial en 1982 no lo es? —This is different. These are British territories, not... (Es diferente. Estos son territorios británicos, no..) —¿No qué? ¿No territorios portugueses? —Portugal exclamó pero su expresión seguía siendo más cansada que furiosa—. Al menos Argentina tiene una justificación histórica sobre las Malvinas al igual India tenía una sobre Goa, al igual que yo. La diferencia es que a mí nadie me escuchó. Inglaterra se irguió más, adoptando esa pose aristocrática que usaba cuando se sentía acorralado: —I don't have to justify my foreign policy decisions to you. Those situations were entirely different circumstances. (No tengo que justificar mis decisiones de política exterior. Esas situaciones eran circunstancias completamente diferentes.) —Por supuesto que no tienes que justificarte —dijo Portugal con una tranquilidad que era más devastadora que cualquier grito—. Nunca tuviste que justificar nada conmigo. Ese era el problema. El silencio que siguió fue tenso. Inglaterra parecía estar conteniendo una respuesta más agresiva. —What exactly do you want me to say? —preguntó finalmente, su control empezando a mostrar grietas—. That I should have risked everything for Goa? (¿Qué es exactamente lo que quieres que diga? ¿Que debería haber arriesgado todo por Goa?) —No quiero que digas nada —respondió ella, acercándose a la mesa donde reposaban los documentos—. Ya dijiste todo. Las palabras cayeron entre ellos como piedras arrojadas a un estanque. El silencio que siguió fue denso como el plomo. Portugal lo sostuvo con la mirada, y no había ira ardiente en sus ojos turquesa. Tampoco tristeza melodramática. Solo el peso agotado y resignado de quien ha tenido que levantarse sola demasiadas veces, cuando la otra persona le había prometido estar allí durante las tormentas. El cansancio de quien ha aprendido que las promesas de apoyo incondicional se evaporan cuando realmente se necesitan. La historia era clara: en 1961, cuando Portugal había necesitado desesperadamente su apoyo para mantener Goa, él había elegido la neutralidad por conveniencia política. Había calculado que era mejor mantener buenas relaciones con India que apoyar a un aliado en declive. Había sido una decisión estratégica, fría, basada en números y proyecciones geopolíticas. Y ahora, en 1982, necesitaba exactamente lo que había negado: apoyo incondicional de un aliado cuando las circunstancias eran desesperadas. Portugal asintió apenas al ver que él no tenía respuesta, con esa sequedad que había perfeccionado para ocultar heridas profundas. Miro la mesa de roble donde reposaban varios documentos oficiales, tomó un papel con membrete oficial de la República Portuguesa, lo revisó con calma deliberada y se lo extendió sin ceremonias. —Podrás usar la pista de Lajes para reabastecimiento —dijo con voz oficial, como si fuera una transacción comercial rutinaria—. Solo eso. Combustible y mantenimiento básico. No quiero municiones almacenadas en mi territorio. Ni soldados británicos acuartelados aquí más tiempo del estrictamente necesario. Y si uno solo de tus hombres se emborracha en Faial o agrede a algún local, te juro por Santa María que los embarco de vuelta a Inglaterra a nado. Inglaterra tomó el documento oficial con manos que temblaban ligeramente, más por alivio que por nerviosismo. Era más de lo que había esperado conseguir, considerando su historia compartida. No dijo nada inmediatamente, pero asintió con esa gravedad británica que utilizaba en los momentos más solemnes. Portugal lo observó durante unos segundos más, catalogando las nuevas líneas de tensión alrededor de sus ojos verdes, las pequeñas señales de una guerra que ya lo estaba consumiendo desde adentro. Luego su voz bajó un tono, volviéndose más cortante y personal. —La base es tuya para reabastecerte y continuar hacia el sur. Pero ni un solo disparo saldrá de mis cielos hacia Argentina. Ni uno. Puedes recibirlo como quieras o interpretar mis condiciones. Pero me niego rotundamente a manchar mis manos en un juego bélico que no es mío y del cual no obtendré beneficio alguno. Era una declaración de neutralidad armada, pero también algo más profundo: una línea en la arena que ella no cruzaría, sin importar cuánta presión él aplicara. El silencio se instaló entre ellos como una tercera presencia tangible. Denso. Casi imposible de romper sin causar más daño. —¿Eso es todo? —preguntó Inglaterra finalmente, su voz ronca—. ¿Después de lo que compartimos en Londres...? —Lo que compartimos en Londres —lo interrumpió con frialdad glacial— fue una debilidad momentánea que no se repetirá. —Eres completamente injusta al aferrarte a rencores del pasado. —No es rencor, Inglaterra. Es cansancio. Estoy cansada de ser tu aliada cuando te conviene y tu problema cuando no. —That's not true. Our alliance has been mutually beneficial for centuries. (Eso no es cierto. Nuestra alianza ha sido mutuamente beneficiosa durante siglos.) —Para ti, tal vez. Yo siempre di más de lo que recibí. Inglaterra apretó el documento en su mano: —I won't apologize for making strategic decisions based on reality rather than sentimentalism. (No me disculparé por tomar decisiones estratégicas basadas en la realidad en lugar del sentimentalismo.) —No te pido disculpas —Portugal se alejó hacia la ventana—. Te estoy diciendo que ya no estoy disponible para tus estrategias. —¿Entonces qué es esto? —levantó el papel—. ¿Charity? (¿Caridad?) —Es el cumplimiento de un tratado. Nada más. Nada menos. La lluvia seguía cayendo fuera, deslizándose por los ventanales con una terquedad casi poética, como lágrimas que el cielo no podía contener. El fuego en la chimenea chisporroteaba sin entusiasmo, como si también él supiera que no era bienvenido en esa conversación llena de reproches y oportunidades perdidas. Inglaterra la estudió durante un momento largo: —And after this? After the war? (¿Y después de esto? ¿después de la guerra?) —Después de esto, cada uno sigue su camino. Como debimos hacer hace tiempo. —You don't mean that. (No lo dices en serio.) —Sí lo digo en serio. Y creo que en el fondo, tú también lo sabes. Inglaterra dio un paso hacia ella: —What happened in London meant something. You can't pretend it didn't. (Lo que paso en Londres significo algo. No puedes pretender que no.) Portugal lo miro con cansancio en sus ojos. —Ya te lo dije. Fue un error. Tuyo y mío. Pero principalmente mío, por creer que significaba algo diferente para ti de lo que realmente significó. —You're wrong... (Estas equivocada.) —¿Lo estoy? Entonces dime, ¿cuándo fue la última vez que pensaste en mí antes de necesitar algo? El silencio de Inglaterra fue respuesta suficiente. Y en medio de ese silencio cargado, Portugal lo miró con una intensidad que lo atravesó como una bala. Estudiando su cara con la precisión melancólica de un anatomista. Sus pecas que la lluvia había hecho más prominentes. Sus rizos rubios empapados por la lluvia atlántica. Sus ojos verdes que podían ser tanto una tentación irresistible como un martirio autoimpuesto. Solo un segundo de evaluación completa. Pero fue suficiente para que algo se cristalizara en su mente. En ese breve instante, su mirada recorrió el rostro de Inglaterra con la precisión devastadora de quien ha amado demasiado intensamente y ahora observa con la resignación de quien finalmente entiende. Estaba demasiado cansada de sentirse usada por él. De ser la que siempre cedía, la que siempre perdonaba, la que siempre estaba disponible cuando él la necesitaba pero era ignorada cuando ella necesitaba apoyo. Y entonces, en su mente —solo en su mente, como una revelación amarga—, emergió una verdad punzante que había estado evitando durante meses. Una sospecha que no se había atrevido a nombrar hasta este momento: Lo que él sentía por Argentina —esa intensidad destructiva, esa obsesión que lo consumía— no podía ser solo odio político. Nadie ardía tanto, con tanta pasión destructiva, por alguien a quien simplemente desprecia. Ella había visto esa misma intensidad antes en él, dirigida hacia otros. "Siempre ha sido así contigo, ¿verdad, Inglaterra?" pensó con una amargura que le quemaba la garganta. "Tu forma de amar siempre , inevitablemente, lleva dientes afilados. Amas a Francia, con una pasión obsesiva y aún así lo destruyes cada vez que puedes, cada guerra es una declaración de amor envenenado. Amas a tus hermanos, con esa posesividad territorial y aún así los haces sangrar con cada guerra civil, cada represión es un abrazo que ahoga. Hasta a Estados Unidos...con esa desesperación de un padre que ve a su hijo crecer y lo dejaste ir solo cuando ya no pudiste retenerlo por la fuerza. Siempre con fuego. Siempre con ruido. Siempre con violencia. El único amor que realmente conoces, el único que te parece real y digno de tu atención... siempre vino de la mano del odio. Como si necesitaras el conflicto para sentir que algo vale la pena, como si la resistencia fuera el único afrodisíaco que realmente te excita. Pero a mí... a mí nunca me odiaste realmente. Nunca fui suficiente desafío para encender esa pasión destructiva que necesitas para sentirte vivo. Fui demasiado fácil, demasiado disponible, demasiado comprensiva. Demasiado aliada y no suficiente enemiga. Y por eso, quizás, lo nuestro nunca tuvo la fuerza devastadora de lo real, nunca estuvo destinado a esa grandeza épica que tú reservas para tus obsesiones más importantes. Porque no representé un desafío suficiente. Porque no te forcé a conquistarme una y otra vez. Porque no te hice sangrar por mí. Fui tu refugio seguro, tu puerto tranquilo, tu aliada confiable. Pero nunca fui tu obsesión. Nunca fui tu guerra personal. Nunca fui suficientemente importante como para merecer tu odio... y por eso, nunca merecí tu amor real tampoco." No lo dijo en voz alta. No porque no pudiera encontrar las palabras, sino porque sabía con certeza absoluta que él no negaría nada de lo que estaba pensando. Y esa confirmación... dolería infinitamente más que la duda que había estado cargando durante años. La comprensión sin embargo, la atravesó como una espada helada: había pasado siglos siendo la mujer que él buscaba cuando necesitaba paz, pero nunca la que lo mantenía despierto por las noches con deseo desesperado. Había sido su comodidad, no su pasión. Su conveniencia, no su obsesión. En su lugar, se giró con calma estudiada hacia la chimenea, observando las llamas que bailaban hipnóticamente. Como si el tema estuviera completamente zanjado. Como si no acabara de perder algo que nunca había tenido del todo, pero que había esperado secretamente poseer algún día. Algo que ella había pensado que era suyo por derecho de antigüedad, pero que en verdad nunca había sido más que una ilusión consoladora. —Puedes irte ya —dijo con voz serena, sin dramatismo alguno, como si estuviera despidiendo a un vendedor—. Já não estou em condições de aquecer guerras alheias nem camas. (Ya no estoy en condiciones de calentar guerras ajenas, ni camas. ) Inglaterra no respondió de inmediato. La observó en silencio, como si intentara calcular hasta dónde podía acercarse sin provocar una explosión. Dio un paso vacilante hacia ella, con la mano ligeramente extendida. Tal vez pensó en replicar, en explicarse, en usar esa elocuencia británica que siempre había sido su arma más efectiva. Apenas un gesto hacia la reconciliación. Ella retrocedió dos pasos medidos, sin brusquedad pero con firmeza absoluta. Solo una advertencia muda pero inequívoca: no te acerques más. Sin mirarle directamente a los ojos verdes que habían sido su debilidad durante siglos. Y eso fue todo lo que necesitó decir. Inglaterra se detuvo momentáneamente, reconociendo esa barrera invisible. La miró por última vez, como quien quiere memorizar una silueta que ya sabe perdida, grabársela en la memoria. Sin embargo, no se movió hacia la puerta. En lugar de eso, se acercó un paso más, aún a pesar de que ella se había alejado y ella pudo ver esa expresión que conocía demasiado bien: la del hombre que cree que puede arreglar cualquier problema con las herramientas que mejor domina. —Portugal, espera. Esto no tiene porque terminar así. —dijo, su voz bajando a ese tono íntimo que ella conocía demasiado bien—. Lo que tenemos es mucho más que solo politica. You know that. Dio otro paso hacia ella, y Portugal reconoció inmediatamente la estrategia. La forma en que sus ojos se volvían más intensos, cómo su postura se relajaba para parecer menos amenazante pero más seductora, . La misma táctica que él había usado varias veces antes. —Arthur, no. —No puedes decirme que no lo sentiste en Londres. La forma en que tu cuerpo respondió al mío... —siguió acercándose, su voz ronca, sus ojos mirando fijamente sus labios—. The way you still respond to me. Some things don't change, love. (La forma en que todavía me responde. Algunas cosas no cambian, amor.) Extendió una mano hacia su rostro, intentando esa caricia que había funcionado antes, esa intimidad física que solía derretir sus defensas. Portugal le apartó la mano de un manotazo seco, firme y sin vacilación. —Dije que no. —Leonor... —Si estás tan desesperado por que alguien te caliente la cama mientras juegas a la guerra, estoy seguro de que puedes encontrar a alguien más.—su voz era como hielo cortante—. Alguien que todavía crea en tus bonitas palabras. Inglaterra se detuvo, la mano aún extendida en el aire donde ella la había rechazado. —That's not what this is about... (Esto no se trata de eso) —¿No? ¿Entonces de qué se trata, Arthur? Porque desde mi punto de vista, parece exactamente lo mismo de siempre: tomas lo que quieres cuando quieres y esperas que te agradezca la atención. —You're being unreasonable. We have history, we have... (Estás siendo irrazonable. Tenemos historia, tenemos...) —Tenemos un tratado —lo interrumpió—. Eso es todo lo que tenemos ahora. Eso es todo lo que realmente hemos tenido. Inglaterra pareció procesar esas palabras, su expresión endureciéndose gradualmente. —Bien. Si así es como quieres jugar esto... —No voy a jugar nada. Voy a terminarlo. —Esto no ha terminado, Portugal. —Sí, lo está. Ella se giró hacia la ventana, dándole la espalda definitivamente. —Ahora sal de mi oficina. Inglaterra se quedó inmóvil durante un momento que se sintió eterno. Portugal podía sentir su presencia detrás de ella, su frustración, su sorpresa por haber sido rechazado. Luego bajó la vista hacia los documentos que llevaba en la mano, se dio media vuelta con esa dignidad británica que nunca lo abandonaba... y caminó hacia la puerta. Sin embargo, cuando estaba a punto de salir, dudó. Su mano se detuvo en el picaporte de bronce, y por un momento pareció que iba a girarse, que iba a intentar una última jugada. Pero no lo hizo. La puerta se cerró tras él sin estruendo. Sin portazo dramático. Solo un susurro suave de madera contra madera. Como si incluso el pasado, agotado de insistir inútilmente, hubiera decidido finalmente dejar de luchar. Portugal se quedó de pie unos segundos más, de espaldas a todo, mirando el fuego sin verlo realmente. Las llamas danzaban frente a sus ojos pero su mente estaba a miles de kilómetros de distancia, procesando lo que acababa de suceder, lo que acababa de terminar. Luego caminó lentamente hasta la ventana que daba al océano, donde el Atlántico se agitaba bajo la lluvia persistente con esa furia antigua que había presenciado el ascenso y caída de imperios durante milenios. Y entonces, apenas un murmullo escapó de sus labios, casi imperceptible como el susurro del viento: —Que sorte que o mar... não me dói o coração. (Qué suerte que el mar... no me lastima el corazón.) Porque ella podía amar al océano sin reservas. A pesar de sus tormentas destructivas, a pesar de su crueldad impredecible. Porque el mar, al menos, nunca fingía quererla solo para llevarla a su cama cuando le convenía. O para usarla estratégicamente cuando sus propios planes se desmoronaban. Afuera, la lluvia atlántica seguía cayendo como si el cielo quisiera lavar toda la historia dolorosa que acababa de escribirse en esa habitación de piedra gris.1982
20 de septiembre de 2025, 12:25