"And I'm just getting color back into my face
I'm just mad as hell cause I loved this place"
1999 El edificio de cristal y acero del Consejo Europeo resplandecía como una promesa cuidadosamente arquitectónica para el nuevo milenio. Todo en él hablaba de orden meticuloso, de futuro planificado con precisión germánica, de una Europa que comenzaba a creerse su propio relato de unidad después de siglos de guerras. Los pasillos anchos brillaban bajo la luz blanca y clínica de los focos LED, las alfombras color burdeos eran inmaculadas como si nadie las hubiera pisado jamás, y las bandejas con copas de vino blanco seco francés circulaban con silenciosa eficiencia entre delegados que conversaban en grupos cuidadosamente calculados. Nadie bebía del todo. Todo estaba medido, sopesado, controlado hasta el último detalle. Cada palabra era diplomacia, cada gesto había sido ensayado en algún manual de protocolo. Dentro del salón principal de conferencias, la cumbre sobre fondos de cohesión y convergencia económica avanzaba entre discursos técnicos llenos de porcentajes y fórmulas presupuestarias ensayadas hasta el cansancio. Había acero pulido en las estructuras, mármol de Carrara en las columnas, sonrisas estudiadas en rostros que habían aprendido a ocultar siglos de resentimientos bajo barniz institucional. El optimismo reglamentario fluía como el aire acondicionado: constante, frío, necesario. Europa se abotonaba el saco de la integración, alisaba sus arrugas diplomáticas heredadas de dos guerras mundiales y sonreía para las cámaras de la BBC, CNN y Euronews. El euro estaba a punto de convertirse en realidad tangible en apenas dos años, y todos actuaban como si la unión monetaria fuera el destino inevitable y no el experimento político más audaz desde la caída de Roma. Inglaterra estaba allí. Impecable en su traje Savile Row de lana gris Oxford, aunque cualquiera que lo conociera bien notaría los detalles reveladores: el cuello de la camisa blanca ligeramente torcido, el nudo de la corbata de seda azul marino más flojo de lo protocolarmente aceptable, como si llevara demasiadas horas consecutivas de pie o simplemente se negara a fingir el entusiasmo europeísta que se esperaba de él en estas ocasiones. Sus ojos verdes escaneaban el salón con esa mezcla de aburrimiento aristocrático y vigilancia estratégica que había perfeccionado durante siglos de diplomacia. Desde su posición junto a una de las columnas de mármol blanco, apartado del flujo principal de conversaciones, la vio entrar. Portugal. Cruzaba el salón principal con paso firme y seguro, con esa elegancia natural que no necesitaba esfuerzo consciente. Su vestido azul petróleo—un tono que caía justo entre el azul marino y el verde oscuro—ceñía su figura sin ostentación vulgar, y el color había sido elegido con precisión para resaltar la profundidad oceánica de sus ojos turquesa. Llevaba el cabello castaño suelto, cayendo en ondas suaves sobre sus hombros, ligeramente ondulado por la humedad de Bruselas, como si no tuviera que esforzarse en recordar que una vez fue viento marino y océano indomable. Se veía... bien. Demasiado bien. Renovada. Como si los últimos años le hubieran devuelto algo que Inglaterra no se había dado cuenta que le había quitado. A su lado, España le decía algo en voz baja—probablemente algún chiste interno sobre la burocracia de Bruselas—y ella reía, clara y suave, con esa risa que Inglaterra reconocería en cualquier lugar del mundo. Francia, con su copa de Chablis en la mano sostenida con ese descuido estudiado que solo él podía lograr, aportaba florituras verbales a la conversación, como un músico de jazz improvisando sobre una melodía conocida. Más atrás, Holanda intercambiaba saludos con diplomática precisión holandesa, eficiente incluso en la socialización. Formaban un grupo, un círculo cerrado de familiaridad que no necesitaba palabras para funcionar. Inglaterra se detuvo en seco, su mano congelada a medio camino hacia ajustarse la corbata. No por cortesía diplomática. Por algo mucho más próximo al desconcierto genuino. Ella lo había saludado antes, al comienzo del evento cuando las delegaciones se registraban oficialmente. Una leve inclinación de cabeza, correcta, seca, profesionalmente indiscutible. Como quien reconoce a un actor secundario que cumple adecuadamente su función en la escena pero no merece atención especial. Ni más ni menos que eso. No lo ignoraba activamente, como había hecho durante décadas después del ultimátum. Lo había vuelto prescindible. Opcional. Irrelevante para su narrativa personal. Desde Azores en 1982, todo entre ellos se había ido definitivamente al carajo otra vez. Diecisiete años de distancia profesional, de encuentros solo cuando era absolutamente necesario, de conversaciones que no pasaban de lo estrictamente protocolario. Y lo sucedido entre Australia—su hijo—y Timor Oriental—el hijo de Portugal—tampoco había ayudado en absoluto a mejorar su relación fracturada. El referéndum de independencia, la violencia post-electoral, las acusaciones de complicidad australiana con las milicias indonesias... cada titular de prensa había sido otra puñalada en una herida que nunca terminaba de sanar. Inglaterra respiró hondo, llenando sus pulmones del aire reciclado del edificio. Caminó hacia el grupo sin apuro visible, como si su aproximación fuera completamente accidental, producto del flujo natural de la recepción. Se detuvo a escasos pasos del círculo justo cuando la risa de Portugal se apagaba con naturalidad orgánica. —Portugal —saludó él con voz baja pero firme, utilizando su nombre de nación como barrera formal. Luego, una ligera inclinación cortés de cabeza hacia los demás—. France. Spain. España levantó su copa en un gesto que era más educado que cálido. —Inglaterra. Qué sorpresa verte por aquí. Pensé que estas reuniones sobre fondos europeos no eran tu... cómo decirlo... área de interés. —Arthur, toujours un plaisir —añadió Francia con esa sonrisa que nunca llegaba completamente a sus ojos—. Aunque pareces que preferirías estar en cualquier otro lugar, mon ami. (Siempre es un placer, mi amigo.) Ella se volvió hacia él con movimiento fluido. Su sonrisa era impecable, diplomáticamente perfecta, la clase de sonrisa profesional que no deja huellas emocionales ni abre puertas a interpretaciones. —Inglaterra —respondió con voz cortés, neutra como agua destilada, sin un matiz fuera del lugar protocolario que le correspondía. Nada más que eso. Ni reproche velado. Ni ternura residual. Ni siquiera molestia fingida. Solo un gesto formal, digno del protocolo más estricto de la Unión Europea. Lo mismo que le habría dedicado a Suecia o a Polonia si se cruzara con ellos en el buffet. Inglaterra tardó un segundo más de lo necesario en responder al vacío que se abrió entre ellos. Como quien lanza una piedra en un pozo profundo esperando escuchar el eco del impacto contra el agua y solo encuentra silencio. —Estás muy... integrada últimamente —comentó, buscando algún tipo de reacción, cualquier cosa que rompiera esa calma institucional. Ella sostuvo su copa de vino blanco portugués—probablemente un Vinho Verde que había insistido en que sirvieran—sin mirarlo directamente. —Lo intento —dijo con ese tono que no revelaba nada, sin cambiar la expresión—. Me sienta bien sentirme parte de algo funcional. Aunque sea una maquinaria burocrática. Francia soltó una risa breve y aterciopelada, como terciopelo deslizándose sobre mármol. —Ma chère Leonor, tú le das poesía hasta a las directivas más áridas de Bruselas. No sé cómo diablos lo logras. —Años de práctica traduciendo documentos oficiales —replicó ella con suavidad estudiada—. Aprendí a traducir tratados como si fueran cartas de amor. O advertencias de guerra, según el contexto. No miró a Inglaterra. Ni una sola vez durante todo el intercambio. Y sin embargo, el control de Portugal era tan absolutamente perfecto que esa omisión deliberada pesaba en el aire como plomo. La conversación siguió su curso natural, girando hacia las perpetuas cuestiones pesqueras entre Portugal y España: las aguas territoriales, las cuotas de bacalao, los derechos ancestrales versus las regulaciones modernas. Portugal se encendía sutilmente al hablar de derechos marítimos, con esa pasión contenida que reservaba para los temas que realmente le importaban. Francia intercalaba ironías dulces sobre la obsesión ibérica con el pescado, y España asentía con genuina atención. La mano de Portugal, en algún momento natural de la conversación, tocó brevemente el brazo de Francia al reír por algún comentario particularmente ingenioso. E Inglaterra sintió una urgencia violenta de golpear algo. A alguien. Preferiblemente a Francia. Inglaterra permaneció allí de pie, paralizado, como una sombra invitada sin nombre propio a una fiesta donde todos los demás se conocían íntimamente. Siempre se había sentido así en Europa. Un paria insular, separado por el Canal que era tanto geográfico como emocional. Nunca había encajado del todo en este continente de alianzas cambiantes y reconciliaciones imposibles. Era demasiado distante para ser verdaderamente europeo pero demasiado cercano para ignorarlos completamente. Había pasado siglos construyendo un imperio para no tener que depender de ellos, para demostrar que no necesitaba su aprobación. Y sí, lo había logrado. Las demás naciones lo respetaban. Algunas hasta le temían. Su voz tenía peso en cualquier sala de conferencias, su economía movía mercados, su marina había sido la envidia del mundo. Había conseguido ese reconocimiento que tanto había buscado. Pero era vacío. Completamente vacío. Porque el respeto no era lo mismo que ser querido. El temor no llenaba las noches solitarias en las que el peso de ser una nación se volvía insoportable. Y ahora, viendo a Portugal reír con Francia y España con esa facilidad que nunca tendría nuevamente con él, comprendía con brutal claridad que había sacrificado lo único real que había tenido por una ilusión de grandeza. Antes la tenía a ella, que lo había conocido cuando aún era joven y brutal, que había visto todas sus facetas y había elegido quedarse de todas formas, que lo había hecho sentir menos solo en un continente que siempre lo había visto como el extraño. Y ahora ni eso. La había perdido completamente. La había perdido buscando ese reconocimiento europeo que resultó ser tan frío como las aguas del Támesis en invierno. Había elegido estrategia sobre lealtad, pragmatismo sobre afecto, imperio sobre amor. Y las naciones lo respetaban, sí, pero ninguna lo quería realmente. Ninguna lo buscaría si no fuera por interés político. Ninguna lo extrañaría si desapareciera mañana. Excepto que Portugal antes sí lo habría extrañado. Y ahora ya no. En otro tiempo—en ese pasado que parecía pertenecer a otra vida—ella habría sentido su presencia apenas él cruzaba cualquier puerta. Habría girado el rostro instintivamente, buscándolo con esos ojos turquesa que lo encontraban siempre en cualquier multitud. Le habría lanzado una mirada cómplice cargada de significados que solo ellos compartían, una palabra en voz baja que era solo para él, tal vez una ironía disfrazada de advertencia diplomática. Se habría acercado sin pensar conscientemente en ello, tocándole el brazo al pasar con esa familiaridad que no necesita permiso, con la suavidad natural de quien ya no necesita reclamar lo que sabe suyo. Le habría corregido el nudo de la corbata torcida con dedos hábiles y una sonrisa breve que decía "siempre tan descuidado con los detalles." Solía reírse genuinamente de sus comentarios, incluso de los más secos y británicamente cortantes, de su sarcasmo torpe pero preciso como bisturí. Sabía leer entre sus silencios tensos, interpretar cada gesto sutil como quien descifra constelaciones familiares en el cielo nocturno. Y él... él solía inclinarse hacia ella sin pensarlo, como quien regresa instintivamente a un lugar donde siempre fue comprendido sin necesidad de explicaciones. Habría permanecido naturalmente a su lado, ocupando ese espacio que le correspondía por derecho de siglos, como algo inevitable e incuestionable. Ahora... Ahora lo trataba exactamente como al resto del salón. Con cortesía eficiente de manual. Con una diplomacia pulida hasta el brillo que no dejaba puertas abiertas ni ventanas entornadas. Con esa distancia profesional absoluta que solo puede existir entre dos personas que, alguna vez en un pasado lejano, estuvieron peligrosamente cerca de ser una sola. Fue un pensamiento breve que lo atravesó como cuchillo. Filoso y quirúrgico. Portugal ya no lo ignoraba activamente como había hecho durante décadas. Lo había convertido en completamente irrelevante para su existencia. Como parte del mobiliario. Una silla más en el salón de conferencias. Y eso, para Inglaterra, era infinitamente peor que cualquier tipo de desprecio. Durante un momento quedaron técnicamente solos en medio del salón amplio, rodeados por el murmullo amable y civilizado de copas tintineando y acuerdos comerciales discutiéndose en voz baja. Francia y España se habían alejado estratégicamente, arrastrando con ellos a Prusia en una conversación cada vez más ruidosa sobre la reunificación alemana que prometía escalar hacia el caos diplomático en cualquier momento. Ese trío junto siempre bordeaba la catástrofe internacional con estilo teatral. —Estás bastante popular últimamente —comentó Inglaterra, haciendo un esfuerzo consciente por mantener un tono tan neutro que dolía físicamente ser tan vacío de emoción. Portugal hojeaba unos documentos presupuestarios impresos con la tranquilidad meticulosa de quien está acostumbrada a navegar mares burocráticos complejos sin perder el equilibrio ni una sola vez. —Los fondos de cohesión estructural me vuelven sorprendentemente irresistible para ciertos países —respondió sin rastro de sarcasmo ni afecto. Solo con la verdad técnica, seca y precisa como un memorando oficial. Inglaterra la observó con intensidad apenas contenida, buscando desesperadamente algo: un destello de emoción real, una grieta en la fachada, una nota desafinada en esa sinfonía de control perfecto. Pero ella seguía impasible, como tallada en mármol portugués. —Casi no me has dirigido la palabra desde que llegaste hace dos horas. Entonces sí lo miró directamente. Pero fue una mirada correcta, diplomáticamente apropiada. Institucional en cada milímetro. Como si él fuera Finlandia. O Serbia. Uno más en la lista alfabética de estados miembros. —Tampoco tenía nada particular que decirte —dijo con esa serenidad que cortaba como alambre de púas cubierto de terciopelo—. ¿Hay algún asunto bilateral específico que deba tratar contigo en este momento? Inglaterra sintió físicamente cómo esa calma institucional lo hería mucho más profundamente que cualquier reproche gritado o que lo ignorara olímpicamente como había hecho durante años. Apretó la mandíbula apenas, un tic que solo quienes lo conocían bien podrían identificar. —No. None whatsoever. —Entonces me disculpas —concluyó ella con una sonrisa leve, administrativa, del tipo que sella transacciones comerciales más que afectos personales—. Alemania quiere revisar los porcentajes exactos de convergencia económica para la ampliación hacia el Este, y eso... me afecta directamente a nivel presupuestario. Dio un paso medido en dirección contraria. Luego otro. Y se marchó con ese andar elegante que había sido su marca durante siglos, sin mirar atrás ni una sola vez. Inglaterra se quedó ahí plantado como estatua de sal. Solo. En medio de un salón lleno de gente. No hubo enojo visible en su despedida. No hubo desprecio activo. No lo ignoró deliberadamente. Solo esa cosa que, para Inglaterra, resultaba infinitamente más dolorosa que cualquier insulto elaborado o confrontación directa: indiferencia profesional absoluta. Portugal ya no le cantaba fados en portugués durante las madrugadas. Ya no lo provocaba con ironías afiladas. Ya no sangraba emocionalmente por él. Ya no sentía nada en absoluto. Y en esa ausencia absoluta de todo, Inglaterra comprendió con claridad devastadora que ella lo había sacado completamente de su narrativa personal. Lo había editado de sus márgenes emocionales como se borra una nota al pie que ya no aporta información relevante. Lo trataba exactamente como a cualquier otro colega profesional en una sala de tratados: con eficiencia impecable, cortesía reglamentaria y distancia medida con precisión cartográfica. Y lo absolutamente peor de todo era que no podía culparla por ello. Porque él, consciente y deliberadamente, había sido quien le enseñó a no necesitarlo. Desde un rincón del salón, Francia pasó flotando con una copa de vino tinto Bordeaux en la mano y una sonrisa afilada como la guillotina en los labios. Su andar era casi musical, como si caminara al compás de una melodía que solo él podía escuchar. —Mon pauvre Arthur —murmuró al pasar suficientemente cerca para que Inglaterra lo escuchara—. Te estás volviendo historia antigua. Y ni siquiera la interesante. (Mi pobre.) Inglaterra no respondió verbalmente. Solo lo siguió con la mirada envenenada mientras el francés se alejaba flotando entre los invitados como una melodía demasiado antigua para olvidar pero demasiado familiar para apreciar realmente. Y por primera vez—de verdad, por primera vez en siglos de existencia—Inglaterra comenzaba a preguntarse seriamente si acaso alguna vez había formado parte significativa del futuro de Portugal... o si siempre había sido, en realidad, simplemente un capítulo del pasado que ella finalmente había decidido cerrar y archivar. La respuesta, sospechaba con creciente horror, era la segunda opción. Y no había absolutamente nada que pudiera hacer al respecto. Y nunca se sintió tan solo.