ID de la obra: 747

Guilty as sin

Het
NC-17
En progreso
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Mini, escritos 169 páginas, 89.471 palabras, 23 capítulos
Descripción:
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Capítulo 3

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La tienda imperial era más vasta que cualquier otra en el campamento militar, alzada con precisión geométrica y decorada con un lujo austero que hablaba de poder más que de simple gusto refinado, aunque eso era común en él. Tapices robados de palacios conquistados colgaban de las paredes de lona, mapas detallados cubrían cada superficie disponible, y había una mesa central que parecía un altar dedicado a la conquista sistemática de Europa. Y sin embargo, el aire en su interior era espeso, cargado de una tensión que no tenía nada que ver con el calor. No era el viento nocturno del campo que se colaba por las rendijas de la lona, sino él. Francia llenaba el espacio como una tormenta aún no desatada, contenida apenas por la tela y su propio capricho imperial. Con un gesto brusco que no admitía resistencia, la tomó por los brazos y la empujó contra el poste central, un tronco grueso de roble que sostenía el corazón estructural de la tienda. Sin ceremonia ni gentileza, ató sus muñecas con cuerdas gruesas, ásperas, de trama marinera que reconoció con un golpe sordo en el estómago. Eran sogas portuguesas. Robadas de sus propios barcos. Qué ironía poética. Portugal forcejeó en el mismo instante en que él se apartó. Tiró con todo el cuerpo como un animal enjaulado, usando cada fibra de músculo que poseía. Las sogas crujieron tensas, pero no cedieron ni un milímetro. La madera rugosa del poste raspaba su espalda a través de la tela del vestido desgastado por días de resistencia desesperada. Sus músculos ardían, no de miedo—el miedo era para los mortales—sino de una rabia que le subía desde las entrañas como fuego líquido. —Filho de mil putas...—escupió entre dientes apretados, la voz ronca por el cansancio pero con el orgullo completamente intacto—. Vais te arrepender disto. Juro pelos céus... vais pagar. Com sangue. Com cada cidade e cada alma que tocaste. (Te vas a arrepentir de esto. Lo juro por dios que vas a pagar. Con sangre. Con cada ciudad y con cada alma que tocaste) —Assez.—La palabra cayó como plomo fundido, suave pero absolutamente inquebrantable. No alzó la voz. No lo necesitaba. Su autoridad llenaba el espacio como gas venenoso. (Suficiente.) Francia se quitó los guantes con la parsimonia deliberada de quien ejecuta un ritual conocido de memoria. Uno primero, con movimientos lentos. Luego el otro, dejando que el cuero cayera sobre la mesa con un sonido seco. Sus ojos, azules, no se apartaron de ella ni por un segundo. Tan calmados que dolían, tan controlados que daban miedo. —Tu parles trop pour quelqu'un qui est déjà perdu. (Hablas demasiado para alguien que ya está perdido.) Portugal reunió saliva en la boca y escupió nuevamente, esta vez cerca de sus botas de cuero italiano, el gesto cargado de toda la dignidad rota que le quedaba. —Vai à merda. Él alzó una ceja con diversión genuina, pero no replicó inmediatamente. Se dio media vuelta con elegancia estudiada y se acercó a la mesa central, sobre la cual descansaban mapas desplegados con precisión militar, pergaminos doblados con cuidado obsesivo, y cartas marcadas con sellos de cera roja. Pasó los dedos largos por el papel como si fueran piel humana, con una sensualidad que era completamente deliberada. —¿Sabés...?—comenzó con voz pausada, casi conversacional—. España fue mucho más pragmático cuando llegué a Madrid. Il sait quand plier le genou. (Él sabe cuándo doblar la rodilla.) Ella bufó con desprecio que le salía desde el alma. —Cobarde de merda. Claro que foi fácil. Estás mintiendo-lhe com uma falsa aliança, com a tua falsa amizade. Eu não acredito nas tuas palavras disfarçadas de mel. (Cobarde de mierda. Por supuesto que fue fácil. Le estás mintiendo con una falsa alianza, con tu falsa amistad. Yo no creo en tus palabras disfrazadas de miel.) La sonrisa de Francia fue como el filo de una daga recién afilada: fina, precisa, sin una pizca de compasión humana. —Non. Tú no te rindes tan fácilmente. Por eso me gustas más que él. C'est plus excitant. Más... estimulante. (Es más excitante.) Ella alzó el rostro con un temblor apenas visible que no era miedo sino furia pura concentrada. Estaba despeinada, el cabello pegado a la frente por el sudor y la sangre seca, la piel manchada de tierra y sal marina. Y aun así, parecía una reina caída. Su pecho subía y bajaba con la respiración pesada del esfuerzo, pero su mirada era de fuego helado. —Não me ponhas na mesma frase que essa palavra—siseó con veneno líquido—. Não gostas de mim e isto não me excita. Se achas que assim me conquistarás, estás muito enganado. (No me pongas en la misma frase que esa palabra. No me gustas y esto no me excita. Si crees que así me conquistarás, estás muy equivocado.) Él se aproximó con la lentitud de un depredador que sabe que su presa no puede escapar. Sus pasos eran pausados, felinos, marcando cada crujido sobre el suelo de tierra apisonada con precisión militar. No la tocó inmediatamente. Solo se colocó frente a ella, tan cerca que podía sentir su aroma y su vanidad imperial incurable. —Pas encore.—murmuró, y había algo en su tono que hizo que el estómago de Portugal se contrajera involuntariamente. (Aún no.) El silencio entre ellos vibraba como una cuerda de violín a punto de romperse. El farol colgado del techo de lona oscilaba con la brisa nocturna que se filtraba por las rendijas, proyectando sombras danzantes que se estiraban por las paredes como espectros de los muertos en batalla. Las sogas tiraban de sus muñecas con cada movimiento involuntario, pero ella no bajó la mirada ni un milímetro. —Lisbonne m'appartient.—declaró con la simplicidad de quien enuncia una ley natural—. Y Lisboa é o teu coração, não é? (Lisboa me pertenece. Y Lisboa es tu corazón, ¿no es así?) Portugal giró apenas el rostro, pero sus ojos lo taladraban desde un ángulo altivo que conservaba toda su dignidad intacta. Parecía una virgen mártir de los primeros siglos cristianos, rota físicamente pero espiritualmente indomable. Aun atada al poste como una criminal, con la espalda recta y la boca crispada por la furia contenida. —Então faze-o. Mata-me.—Su voz salió clara como cristal roto—. Não é isso que fazem os conquistadores? Destruir o que não podem possuir? (Entonces hazlo. Mátame. ¿No es eso lo que hacen los conquistadores? Destruir lo que no pueden poseer?) Francia rió por lo bajo, con una musicalidad venenosa que resonó en las paredes de lona como el eco de una pesadilla. Volvió a girar hacia la mesa, fingiendo desinterés con una actuación que era obra maestra de manipulación psicológica. —Non. Los verdaderos conquistadores no destruyen lo que pueden... domesticar.—Hizo una pausa deliberada, saboreando la palabra—. No matan lo que pueden someter. Tomó uno de los mapas y lo alzó hacia la luz oscilante, contemplándolo como si fuera una obra de arte del Renacimiento. La silueta de la península ibérica destacaba en tinta negra, con líneas rojas que marcaban avances militares y conquistas sistemáticas como heridas abiertas en el papel. Se volvió hacia ella, el pergamino todavía en la mano, y sus ojos brillaron con una intensidad que hizo que Portugal sintiera un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío nocturno. —¿No aprendiste nada de Roma durante todos esos años?—le preguntó, ahora en voz baja, como si compartiera un secreto íntimo que solo ellos dos podían entender—. Conquistar no es una tragedia, ma chère. Es un arte. L'art de gouverner le chaos. (El arte de gobernar el caos.) Portugal lo sostuvo con la mirada, inmóvil como una estatua de mármol. Estaba atada, herida, con los labios partidos y la sangre latiendo en las sienes como tambores de guerra. Pero su voz salió firme, fría como la piedra de los monasterios donde había aprendido a rezar siglos atrás: —Roma caiu. E tu também cairás. (Roma cayó. Y tú también caerás.) Él rió suavemente, como si le hablara a un niño que aún no comprende las reglas complejas del juego de imperios. —Non, non, non... Roma no cayó de verdad, mon cœur. Elle s'est dissoute. Se transformó, evolucionó, encontró nuevas formas de existir. (Se disolvió.) Y con una mano libre, se señaló a sí mismo con esa arrogancia brillante que parecía cosida en cada fibra de su uniforme imperial. —Et moi... soy su heredero más lúcido. Su evolución más perfecta. Portugal casi rio ante la ironía. Claro. Tanto él como Inglaterra, como Españam todos se autoproclamaban ser los verdaderos herederos de Roma. Todos creían ser su evolución natural, su legado más puro. A ella jamás le había interesado ese título pomposo. Mientras ellos peleaban por quién era más "romano", ella había preferido ser simplemente... ella. La voz de Francia quedó flotando en la tienda como una sentencia tallada en mármol imperial. Afuera, el viento nocturno agitaba las lonas con violencia, haciendo crujir los tensores metálicos con un ritmo incierto que sonaba como huesos rompiéndose. Dentro, el aire espeso olía a cuero curtido, a tinta fresca, a sudor masculino y a pólvora seca que se pegaba a todo. Francia volvió a inclinarse sobre los mapas desplegados con esmero obsesivo sobre la mesa central, una superficie manchada por gotas de cera de vela que caían como lágrimas lentas sobre la madera pulida. Sus dedos, manchados de tinta negra, se desplazaban con la pluma como si estuvieran dibujando el destino de pueblos enteros con trazos casuales. Señalaba territorios, nombres de ciudades, líneas rojas de avance. Portugal era solo un trazo más en su plan maestro, una costa más por someter en su mapa de dominación total. Hablaba en francés rápido con sus generales cuando entraron, el tono ágil y preciso como el de un cirujano dando instrucciones durante una operación compleja. Ellos asentían con la cabeza, respetuosos pero cansados, aunque en sus ojos se adivinaba la fatiga de quienes siguen a un hombre más grande que sus propias convicciones, más ambicioso que sus propios sueños de gloria. Uno se retiró tras recibir órdenes específicas, dejando la lona ondeando un momento al salir, permitiendo que entrara una ráfaga de aire frío cargado de humo de batalla. Portugal no bajó la mirada ni un instante durante todo el intercambio. Atada al poste de madera gruesa que sostenía el corazón estructural de la tienda, con las sogas de cáñamo mordiendo la piel delicada de sus muñecas hasta hacerla sangrar, no podía moverse más que unos centímetros. Pero su quietud forzada no era sumisión. Era furia en reposo, lava que no ha encontrado aún la grieta perfecta por donde salir y arrasar todo a su paso. —Roma também acreditou que o mundo lhe pertencia—dijo entonces, con voz grave que apenas rompía el silencio tenso, pero lo cortaba igual que una navaja recién afilada—. Também acreditou que as suas legiões eram invencíveis. E olhai onde estão agora. Em ruínas. Pó. Relíquias. (Roma también creyó que el mundo le pertenecía. También creyó que sus legiones eran invencibles. Y mirad dónde están ahora. En ruinas. Polvo. Reliquias.) Francis se detuvo en seco. Sus dedos apretaron la pluma con tanta fuerza que el cañón se resquebrajó audiblemente. La punta metálica se partió, y la tinta negra se desparramó sobre el pergamino como sangre espesa, manchando Lisboa, el Tajo y la frontera cuidadosamente trazada con España. Un instante. Un solo instante de silencio absoluto, como si la tienda entera hubiese contenido el aliento. —Napoleão não será eterno. Nem tu, nem a tua glória. (Napoleón no será eterno. Tampoco tú, ni tu gloria.) Él giró el rostro con lentitud deliberada, los ojos azules convertidos en acero bruñido y peligroso. —Silence.—la orden fue dicha en un susurro, pero su filo atravesó el aire como un sable desenvainado. —Não.—ella negó apenas con la cabeza, la voz temblorosa no de miedo sino de firmeza contenida durante demasiado tiempo—. Já tens as minhas mãos, mas não a minha voz. (No. Ya tienes mis manos, pero no mi voz.) Francia dio un paso hacia ella. Luego otro, más lento. Sus botas pesadas crujieron sobre la tierra endurecida, resonando como un tambor de guerra que marca el compás antes del ataque final. La luz dorada de las velas proyectaba su sombra larga, felina, amenazante, sobre la lona beige de la tienda. Cuando llegó hasta donde ella estaba atada, no la tocó inmediatamente. Pero su cercanía era asfixiante, como el preludio inevitable al caos. Portugal lo miró directamente a los ojos con una intensidad que podría haber incendiado París. Sus ojos turquesa profundo brillaban con fuego helado, el rostro manchado de sudor seco y tierra, pero erguido, digno, altivo incluso en esas circunstancias humillantes. —Eres só um homem—dijo despacio, cada palabra una pequeña puñalada—. Com complexo de deus. Não és invencível. És só... patético. (Eres solo un hombre. Con complejo de dios. No eres invencible. Eres solo... patético.) El francés se inclinó hacia ella hasta que su rostro quedó a apenas un palmo del suyo. El calor de su aliento rozó su piel como un alambre candente, cargado de vino y algo más oscuro. No hubo contacto físico. No hacía falta. Su presencia era suficiente amenaza. —Alors fais-moi trembler, Portugal—susurró, cada palabra una espina clavada bajo la lengua—. Agenouillée et les mains liées, tu crois encore pouvoir résister? (Entonces hazme temblar, Portugal. Arrodillada y con las manos atadas, ¿aún crees que puedes resistir?) Portugal le sostuvo la mirada sin pestañear. Le sonrió. No una sonrisa dulce ni amarga, sino rota y desafiante como las piedras antiguas que ni el tiempo ni los hombres logran quebrar completamente. —Não preciso de estar em pé para te vencer. Só tenho de esperar—dijo con una convicción que ni las sogas podían inmovilizar—. Porque nenhum império dura para sempre. Eu sei por experiência. (No necesito estar de pie para vencerte. Solo tengo que esperar. Porque ningún imperio dura para siempre. Lo sé por experiencia.) Francia la observó en silencio absoluto, los ojos brillando con una mezcla explosiva de rabia contenida y fascinación genuina. Afuera, los cañones tronaron a lo lejos como el eco de tormentas lejanas. Dentro, todo permaneció quieto y cargado de electricidad. Porque en esa tienda, en ese instante suspendido en el tiempo, no había victoria completa aún. Solo el eco interminable de la resistencia. Y ambos lo sabían.
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