ID de la obra: 747

Guilty as sin

Het
NC-17
En progreso
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Mini, escritos 169 páginas, 89.471 palabras, 23 capítulos
Descripción:
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Capítulo 4

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Am I allowed to cry?"

La piedra del cuarto conservaba una frialdad imperturbable, a pesar del fuego que chisporroteaba débilmente en la chimenea. Las llamas apenas lamían los leños ennegrecidos, sin lograr calentar los muros macizos que lo rodeaban todo con su humedad centenaria. El aire mismo parecía empapado de siglos de lluvia atlántica, esa humedad que se adhería a la piel como una segunda naturaleza en las fortalezas lusitanas. Una de las ventanas, alta y estrecha, protegida por barrotes de hierro forjado con motivos manuelinos casi borrados por el tiempo, dejaba pasar una única línea de luz oblicua que se proyectaba sobre el suelo de losas como una cicatriz blanca y muda. Francia la había trasladado a esa habitación hace unos días, a este castillo que conquistó hace poco —su castillo ahora, como se encargaba de recordarle. El Castelo de Óbidos, cuyas murallas habían resistido moros y castellanos durante siglos, ahora ondeaba el águila imperial en lugar del escudo real portugués. La ironía no se le escapaba: una fortaleza construida para proteger a las reinas portuguesas, convertida ahora en prisión para la personificación de la propia nación. Las piedras habían visto siglos de historia, y ahora serían testigos de esta nueva humillación. Portugal se hallaba sentada en el alféizar de aquella abertura, con las piernas recogidas contra el pecho, los brazos rodeando las rodillas en un intento vano de preservarse del frío. A través de los barrotes podía divisar sus campos, sus olivares, sus viñedos —todos ahora trabajados bajo órdenes francesas, todos contribuyendo con Francia. .Su vestido —el mismo que había llevado días atrás cuando todavía tenía la ilusión de poder resistir, despojado de toda vanidad— colgaba de sus formas con un descuido melancólico: un atuendo sencillo, sin bordados, raído por la batalla y el paso cruel del tiempo. Las manchas de pólvora, sangre y barro aún eran visibles en las mangas, testimonio silencioso de los últimos días de resistencia cuando había luchado junto a sus soldados antes de la inevitable caída. No lloraba ya, pero sus ojos turquesa, del color del Atlántico en tormenta, aún delataban el dolor reciente; las mejillas permanecían húmedas, como si el llanto no se hubiese secado del todo. Las lágrimas que había derramado no eran solo por su derrota militar, sino por algo mucho más personal y complejo que se negaba a admitir incluso ante sí misma. A su lado, sobre una silla de madera oscura tallada con motivos de carabelas —otro recordatorio cruel de su gloria marítima perdida—, descansaban los trajes de lujo que él le había enviado: sedas finas traídas directamente de París, con bordados dorados que brillaban incluso a la luz mortecina, cinturas entalladas al gusto imperial, escotes diseñados según la moda que dictaba la corte de las Tullerías. Todo elegido con precisión fastuosa, con esa obstinación característica de quien impone el arte del dominio a través de la estética. Cada vestido había sido seleccionado personalmente por él, rechazando docenas de opciones hasta encontrar exactamente los tonos y cortes que mejor complementarían su piel mediterránea y sus curvas ibéricas. Todo obra suya, cada detalle una declaración de posesión tan clara como cualquier tratado firmado. Y todos descaradamente atrevidos para los estándares de decoro que ella había mantenido durante siglos de diplomacia europea. Los escotes descendían más bajo de lo que jamás había mostrado en Versalles, en Madrid, en Londres o en las cortes donde había negociado tratados con otras naciones entre iguales. Ella no los había tocado. Durante tres días, las sedas habían permanecido inmaculadas mientras ella se aferraba a los harapos de su último vestigio de autonomía. El cerrojo giró con un sonido metálico y seco, un eco que se extendió como un disparo en la penumbra del aposento. El sonido le resultaba familiar —había escuchado ese mismo mecanismo durante generaciones cuando el castillo servía a sus propósitos—, pero ahora cada giro le recordaba su cautiverio. Portugal, sobresaltada, se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y se incorporó de inmediato. Su cuerpo menudo se irguió con dignidad casi regia, intentando parecer más alta de lo que realmente era, invocando la presencia que había cultivado en siglos de audiencias reales y encuentros diplomáticos. La puerta se abrió y Francia cruzó el umbral con paso firme, la espalda recta, la barbilla elevada como un general que entra al salón del vencido. Llevaba consigo el aroma de la pólvora y el cuero, mezclado con un toque de bergamota francesa—una combinación que se había vuelto desagradablemente familiar, su presencia llenaba el espacio de inmediato—no solo por su estatura, sino por esa aura de poder absoluto que había perfeccionado desde que Napoleón asumió el mando de su país. Iba sin capa, con el uniforme de gala cubierto de polvo del camino, señal de que había estado inspeccionando las fortificaciones costeras que ahora servían a la defensa del Imperio Continental. Los guantes de montar manchados con tinta de los mapas que había estado estudiando—mapas de sus costas, de sus puertos, de sus defensas. Su mirada era de acero, inexpresiva como un invierno, pero Portugal notó cómo sus ojos azul profundo —del color del cielo en la tormenta— la recorrieron de arriba abajo antes de posarse en los vestidos intocados. —Ils m'ont dit que tu ne manges pas —dijo al instante, sin saludar ni molestarse con cortesía alguna. Su francés tenía esa cadencia imperial que había desarrollado para las audiencias públicas, pero había algo más personal en su tono cuando se dirigía a ella. (Me dijeron que no estás comiendo.) Portugal no le respondió, simplemente le corrió el rostro de vuelta hacia la ventana, ignorándolo con la misma fría indiferencia que había perfeccionado durante siglos de desaires políticos. Clavó la mirada en el horizonte donde una vez sus carabelas partían hacia mundos desconocidos. Ahora ese mismo océano estaba bloqueado por la flota francesa, cortando las rutas comerciales que habían sido la sangre de su imperio durante siglos. Francia odiaba que lo ignoren. Había conquistado media Europa y no toleraría ser desdeñado, especialmente no por ella, no cuando sabía exactamente cómo hacerla temblar. Él avanzó un paso más, sus botas resonando contra las losas con la autoridad de quien ha pisado los salones de Versalles y los campos de batalla de Austerlitz por igual. —Tes grèves de la faim ne m'intéressent pas. (Tus huelgas de hambre no me interesan.) Silencio. Solo el leve crujir del fuego que se apagaba y, en la distancia, el sonido metálico de los soldados franceses patrullando el patio. Voces en francés que daban órdenes, el tintineo de sables y mosquetes —sonidos extranjeros en un lugar que había resonado con portugués durante siglos. Francia desvió la vista hacia la bandeja intacta sobre la mesa. El pan estaba seco. La fruta, marchita. El vino —un Oporto de sus propias bodegas, notó con ironía— permanecía sin tocar. Incluso los dulces que había ordenado traer especialmente, recordando vagamente que ella tenía debilidad por las especialidades de sus monasterios, yacían abandonados. —¿Es tu forma de protestar? —preguntó con voz más dura, dejando que el francés se tiñera de una irritación genuina—. ¿O acaso de castigarme? No morirás de hambre, lo sabemos los dos. Nuestros cuerpos no nos lo permitirían. Pero eso no significa que pueda permitirte desobedecer. La palabra 'desobedecer' resonó entre ellos como una declaración de guerra. Porque eso era lo que había entre ellos: no solo la conquista militar, sino una batalla de voluntades que había comenzado mucho antes de que sus ejércitos cruzaran la frontera. Portugal habló por fin, la voz áspera, rasgada por la amargura y días de apenas usar las cuerdas vocales. —Entonces matadme —susurró, sin mirarlo aún, manteniendo la vista clavada en el paisaje que una vez fue enteramente suyo—. Si tanto os molesta mi silencio. Si os pesa tanto que no me vista como vuestra muñeca... hacedlo. Terminad lo que comenzasteis. El desafío flotó entre ellos como una provocación que ambos sabían que era vacía. Pero había algo más en sus palabras, una súplica que Francia reconoció de inmediato. El francés se acercó con ímpetu, cruzando la estancia en pocos pasos que resonaron como truenos contra la piedra. La tomó del mentón con una mano enguantada, obligándola a alzar el rostro hacia él. Sus dedos, aunque no brutales, eran inquebrantables como grilletes de hierro, y había una familiaridad en el gesto que hablaba de contactos mucho más íntimos en un pasado que ambos fingían haber olvidado. El cuero del guante estaba tibio y conservaba el aroma de las riendas y la pólvora. —Ne me tente pas, femme. (No me tientes, mujer.) Los ojos turquesa de Portugal, velados por el dolor, centelleaban de rabia. Eran dos puñales hundidos en agua salada. Pero también había algo más profundo en esa mirada: el brillo peligroso de alguien que conocía íntimamente los puntos débiles del hombre que tenía enfrente. —No soy vuestra —escupió, y cada palabra destilaba el veneno de la traición personal tanto como la política. Francia apretó la mandíbula, y sus ojos se oscurecieron con memorias que no debería invocar, algo que iba más allá del mero ejercicio del poder imperial y se adentraba en territorios mucho más personales y complicados. —Ya no sois vuestra tampoco —le respondió con una frialdad helada que contrastaba con el calor de su mano sobre su rostro—. Tus castillos llevan mi estandarte. Tus puertos obedecen a mis barcos. Tus comerciantes pagan tributos a mi hacienda. Y tu corona... —hizo una pausa deliberada— reposa sobre mi escritorio, junto a los mapas de tus colonias. Aunque tu maldita familia real haya huido como ratas a Brasil. El golpe fue certero y cruel. Brasil era su única victoria en medio de la derrota, el único lugar donde Francia no había logrado extender completamente su control, y ambos lo sabían. Ella lo miró entonces, con una calma despiadada que había aprendido en siglos de supervivencia política. —¿Y vuestra alma? —preguntó con voz suave pero letal—. ¿Aún la tenéis? ¿O la perdisteis entre tanta conquista... o en vuestra maldita revolución? La mención de la Revolución fue como una bofetada. Francia soltó su mentón bruscamente, y Portugal pudo ver cómo algo se tensaba en su mandíbula, cómo sus ojos se endurecían recordando las cabezas que rodaron, la sangre en las calles de París, los gritos de "À la guillotine!" que una vez se alzaron incluso contra él, contra su propio cuello. Un espasmo de furia le tensó el rostro. Se alejó de ella con un movimiento brusco y dio un par de pasos hacia la mesa. Allí, con una sola palma abierta, arrojó la bandeja al suelo. El estrépito resonó en la piedra como una sentencia: porcelana de Sèvres que se hizo añicos contra las losas portuguesas, vino que se derramó como sangre sobre piedras que habían visto derramarse sangre real siglos atrás, fruta que rodó de manera obscena por el suelo. —Très bien. —Su voz era peligrosamente baja—. Si preferís pudriros en vuestro orgullo, hacedlo. Pero mañana... mañana saldréis de esta habitación con uno de esos vestidos. Quand même je devrais vous l'enfiler moi-même. (Aunque deba ponéroslo yo mismo.) La amenaza quedó suspendida en el aire como una promesa y una condena. Portugal permaneció en silencio, pero su mirada no temblaba. Era un muro antiguo, cubierto de hiedra y cicatrices, erosionado por siglos pero aún en pie. Había sobrevivido a invasiones musulmanas, a guerras contra España, a terremotos que habían destruido Lisboa. No se rendiría ahora, no especialmente contra él. Francia la contempló unos segundos más, estudiando cada línea de su rostro como si fuera un mapa que necesitara conquistar. Sus ojos se demoraron en la curva de sus labios, en la línea orgullosa de su cuello, en la forma en que la luz de la ventana creaba sombras sobre sus clavículas. Luego se giró y salió sin añadir una palabra, cerrando la puerta con un portazo que hizo vibrar las candelas y levantó polvo de los tapices que aún colgaban de las paredes. El sonido del cerrojo girando fue definitivo como una condena.
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