ID de la obra: 747

Guilty as sin

Het
NC-17
En progreso
1
Emparejamientos y personajes:
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planificada Mini, escritos 169 páginas, 89.471 palabras, 23 capítulos
Descripción:
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Capítulo 5

Ajustes de texto
El amanecer se deslizó pálido entre las rejas de la ventana, sin calor, sin promesas. El cielo tenía ese gris plomizo típico de las mañanas atlánticas, cargado de humedad que prometía lluvia antes del mediodía. El fuego se había extinguido por completo durante la noche, dejando un olor a cera derretida, cenizas frías y algo más —el aroma persistente del vino derramado que se había secado contra la piedra como una mancha de sangre. Portugal no había dormido. No recordaba cuándo fue la última vez que había logrado más de unas pocas horas de sopor inquieto. Los sueños, cuando venían, eran peores que la vigilia: visiones de sus ciudades ocupadas, de sus banderas quemadas, de sus súbditos hablando francés en las calles donde una vez resonaron fados y oraciones en portugués, de sus iglesias convertidas en templos de la Razón, de sus hijos aprendiendo el Código Napoleónico en lugar de las leyes que habían regido su tierra durante siglos. Pero peor que las pesadillas eran los otros sueños, aquellos donde recordaba noches cuando esa misma voz que ahora la amenazaba le susurraba promesas al oído en la oscuridad de alcobas que ya no existían. Permanecía en el mismo sitio, inmóvil como una estatua de sal, los ojos abiertos, clavados en el cielo. En sus facciones había quietud, pero no paz. Era la quietud de un volcán dormido, de una tormenta que se prepara en el horizonte. El sonido de cascos sobre el empedrado del patio le llegó desde abajo. Los soldados franceses cambiando guardia, sus voces mezclándose en esa lengua que había aprendido a odiar. Órdenes militares, risas ocasionales, el tintineo constante del equipamiento. Su castillo se había convertido en un cuartel, sus aposentos reales en oficinas para oficiales extranjeros. Entonces oyó pasos en el corredor. No eran los de los guardias regulares: eran más medidos, más seguros, con el ritmo de alguien que no necesita apresurarse porque todo le pertenece. Pasos que había aprendido a reconocer durante noches que prefería olvidar. El sonido del cerrojo fue más suave esta vez —él tenía la llave, no necesitaba la brusquedad de la noche anterior— pero igual de definitivo. Francia volvió a entrar. Esta vez venía preparado para la guerra. Iba vestido con una chaqueta azul noche con bordados dorados que capturaban hasta la más mínima luz matinal, mucho más extravagante que el uniforme militar de la noche anterior. Era su atuendo de corte, el que usaba para impresionar e intimidar en igual medida. Sobre el brazo izquierdo llevaba un vestido cuidadosamente doblado, y Portugal pudo ver de inmediato que había sido elegido con la misma precisión militar con que planeaba sus campañas. Rosa pálido. Tela vaporosa que flotaría con cada movimiento como pétalos en el viento. Bordados mínimos de hilo dorado que atraerían la luz sin resultar ostentosos. El escote imperio, escandalosamente atrevido para los estándares de cualquier corte europea respetable, pero especialmente insultante para alguien que había mantenido una imagen de austeridad casi conventual durante décadas de diplomacia. El talle tan alto que apenas cubriría el busto, diseñado para realzar y exhibir lo que ella siempre había mantenido discretamente oculto bajo capas de protocolo y dignidad. Un diseño descaradamente francés, una declaración de posesión tan clara como cualquier tratado de anexión. En la otra mano llevaba algo que brilló cuando la luz pálida de la mañana lo tocó: un collar de rubíes engarzados en oro, con piedras del tamaño de cerezas que parecían gotas de sangre cristalizada. —Debout —ordenó, y su voz tenía la autoridad fría de alguien que había dado órdenes tanto a mariscales como a ministros como a otras naciones. (De pie.) Portugal lo miró de reojo, sin moverse del alféizar donde había pasado la noche. Sus ojos recorrieron el vestido con disgusto apenas disimulado, reconociendo inmediatamente cada detalle diseñado para su humillación. —Me niego a usar eso —declaró, y cada palabra fue como una piedra arrojada contra una ventana. Él no respondió con palabras inmediatamente. Cerró la puerta con deliberada calma, la trabó con el mismo gesto metódico con que revisaba informes militares, y avanzó hacia ella con paso medido, implacable como una marea que sube. Dejó el vestido con cuidado ceremonial sobre el respaldo de la silla —como si fuera una bandera que estuviera a punto de izar— y comenzó a quitarse los guantes, dedo por dedo, con una lentitud que convertía el simple acto en una declaración de guerra. —Te lo advertí —dijo, con un tono peligroso que hizo que el aire mismo pareciera más denso—. No soy hombre de amenazas vacías. Ni tampoco soy un hombre con paciencia. Sus manos, ahora desnudas, eran de un pianista: elegantes pero marcadas por pequeñas cicatrices que hablaban de duelos y batallas. Manos que habían firmado la paz de Amiens y la disolución del Sacro Imperio Romano Germánico, que habían acariciado mapas de Europa redibujándola según su voluntad, y que una vez habían conocido cada centímetro de la piel que ahora pretendía vestir a la fuerza. Ella se incorporó del alféizar, tensa como un animal acorralado, pero mantuvo la barbilla alta. —No soy un trofeo para exhibir entre tus conquistas —siseó—. No soy una joya francesa para adornar tu colección. No soy tuya. —Oui, si lo eres. —Él asintió lentamente, y había algo casi filosófico en su tono—. Eres Portugal. Y Portugal... ahora me pertenece. Cada puerto, cada viña, cada monasterio donde se copian manuscritos, cada convento donde las monjas bordan manteles... todo está bajo mi autoridad. La enumeración fue deliberadamente detallada, diseñada para recordarle hasta qué punto había penetrado su control en cada aspecto de la vida portuguesa. Portugal intentó moverse, tal vez huir hacia la ventana —la muerte por caída parecía más digna que la humillación pública que se avecinaba—, pero él fue más rápido. Sus años de esgrima, de maniobras militares y de navegación política le daban una ventaja física que ella no podía igualar en un espacio tan reducido. Le tomó las muñecas con fuerza suficiente para inmovilizarla y la condujo hasta la silla donde descansaba el vestido. Ella forcejeó con furia, pateó, giró el cuerpo, intentó usar cada truco de combate cuerpo a cuerpo que había aprendido en siglos de guerras y revueltas, pero Francia, anticipando cada gesto con la precisión de un estratega militar que había estudiado todos sus movimientos durante décadas de observación, tomó una cinta de seda que pendía del propio vestido —la ironía era exquisita— y le ató las muñecas con gesto certero pero no cruel. —Arrête. —le dijo entre dientes—. Lo haces más difícil de lo necesario. (Detente.) —¿Difícil para quién? —jadéó ella, sin dejar de forcejear incluso con las manos inmovilizadas—. ¿Para tu orgullo de emperador? —Para tu dignidad —replicó él con sequedad—. Te estoy ofreciendo una salida honorable. Que salgas como reina, no como prisionera. Que te vean como símbolo de alianza, no como escombro de guerra. Ya no estás en guerra conmigo, Portugal. Estás en mi corte. —No tengo corte. No tengo corona —siseó ella, temblando no de miedo sino de rabia pura que había ido acumulándose durante días de cautiverio—. Te lo llevaste todo. ¡Y ahora quieres vestirme como una muñeca rota para tu diversión! Francia se inclinó hasta que sus rostros quedaron a escasa distancia. Sus ojos azules, profundos y oscuros como un cielo sin estrellas, resplandecían con un brillo que era parte triunfo, parte algo más complejo y peligroso. —Prefiero una muñeca rota... que una rebelde—murmuró. Entonces, con una calma que era más infame que cualquier violencia explícita, tomó el vestido cuidadosamente doblado. Lo desplegó con un sacudón suave pero teatral, dejando que la tela de seda rosa pálido cayera con gracia estudiada, revelando la caída fluida de las faldas que acariciarían sus piernas, la cintura ceñida que marcaría cada curva de su torso, el busto escandalosamente rebajado que la convertiría en una versión de sí misma que él había imaginado en noches de insomnio en el Louvre. —Tu vas le porter —dijo, sin levantar la voz pero con una autoridad que no admitía réplica—. Même si je dois te l'enfiler moi-même. (Lo vas a usar aunque tenga que ponértelo yo mismo.) Con esa amenaza suave como miel envenenada, dejó la prenda colgando del dosel de la cama, como si ya supiera que esa batalla estaba ganada desde antes de comenzar. La seda se movía ligeramente con las corrientes de aire, como si tuviera vida propia, como si lo estuviera invitando a cumplir su promesa. Luego avanzó sin apuro, con la tranquilidad arrogante de quien no necesita alzar la voz para demostrar que domina completamente la escena. Sus movimientos tenían la gracia letal de un depredador que ha acorralado a su presa y puede tomarse todo el tiempo del mundo para saborear el momento. Sus manos fueron directas a los nudos de su vestido y uno a uno, con dedos expertos como si lo hubiera hecho cientos de veces—y lo había hecho, tanto con otras amantes como con ella—le desató el corsé. Portugal giró el rostro con repulsión, pero no apartó la mirada completamente. Sus ojos turquesa eran fuego contenido, dos brasas que se negaban a extinguirse. Pero había algo más en su respiración entrecortada, una tensión que no era enteramente de rabia, y sus muñecas, atadas al frente contra el dosel marcaban los límites exactos de su resistencia física pero no de su orgullo. —Detente —gruñó, y su voz tenía la calidad áspera de alguien que ha gritado órdenes de batalla—. ¡No te atrevas! —Trop tard, mon ange—susurró él, en francés, y el "mon ange" sonaba obsceno en su boca—. Ya me atreví. (Demasiado tarde, mi ángel.) —Si te atreves a vestirme —escupió con la barbilla alzada como una lanza—, jamás te lo perdonaré. —No busco tu perdón, ma chère. —Sus dedos trabajaron en los cordones con eficiencia que hablaba de práctica—. Busco tu obediencia. Ella forcejeó una vez más. Tiró hacia un lado, apenas un acto reflejo, un instinto de supervivencia que había mantenido viva durante siglos de conflictos. Pero sus muñecas atadas le negaban cualquier ilusión de fuerza real. El vestido se deslizó por sus hombros como una piel que mudara, revelando la piel que rara vez había mostrado a la luz del día, menos aún a los ojos de un conquistador extranjero que la estudiaba con una intensidad que iba más allá de la mera dominación política. Ella bajó la vista, y por un instante pareció rendirse. Los hombros cayeron apenas, la boca se cerró en una línea muda. Como si su orgullo estuviese a punto de ceder bajo el peso de la humillación...Pero no. Solo estaba esperando el momento exacto. En cuanto tuviera la más mínima oportunidad, le devolvería cada segundo de esta humillación con intereses compuestos. Francia, sin embargo, sonrió con una satisfacción peligrosamente tranquila. Observó como la tela caí al suelo, desnudándola. Sus ojos se quedaron fijos en su cuerpo expuesto, sin el menor intento de disimular su apreciación. Portugal sintió el peso de esa mirada como una caricia física. Había algo en su expresión que no solo era triunfo, sino hambre. Tomó entonces el vestido rosa y lo sacudió con la misma elegancia con la que un noble alza una copa de champán para brindar por su propia victoria. El tejido flotó, suave, etéreo, insultantemente hermoso contra el telón de fondo de piedras grises. —Este color —comentó con tono sardónico mientras estudiaba cómo la luz matinal jugaba con los hilos dorados— es el favorito de Joséphine. Ella dice que realza la feminidad incluso en las mujeres más... austeras. La comparación con su emperatriz era deliberadamente cruel. Portugal sabía que Joséphine de Beauharnais era famosa por su sensualidad, por sus vestidos atrevidos que escandalizaban y fascinaban a la corte europea, por ser todo lo que ella había elegido conscientemente no ser en su larga historia. Portugal rió con sequedad, una risa hueca y dura como piedra que resuena en una cripta vacía. —Prefiero parecer salvaje que posar como vuestra flor de escaparate —escupió, y cada palabra destilaba un desprecio que había destilado durante días de cautiverio. —On verra —musitó él, y había una promesa implícita en su tono que hizo que algo se tensara en el estómago de ella. (Ya veremos.) Y entonces la vistió. No fue un acto rápido ni brutal. Fue ceremonial, casi ritual en su precisión. Primero alzó la tela vaporosa, cubriéndole los brazos con movimientos que eran casi una danza coreografiada, luego envolvió su torso con el corsé ajustado, diseñado para levantar y realzar lo que ella siempre había escondido bajo capas de dignidad pero que él siempre había apreciado. El busto se ciñó con crudeza estudiada, revelando formas generosas que había mantenido discretas durante décadas de audiencias reales, y el escote descendía más de lo decoroso, dejando expuesta gran parte de su pecho abundante y la línea delicada de sus clavículas que brillaban bajo la luz matinal como marfil pulido. Francia ajustó las cintas con firmeza, ceñidas exactamente a su respiración, calculando cada centímetro de presión para lograr el efecto que buscaba. Sus dedos rozaron su piel más veces de las estrictamente necesarias, y cada contacto enviaba descargas eléctricas que ella se negaba a reconocer. Luego los broches en la espalda, que cerró uno a uno con una lentitud casi ceremonial, como si estuviera oficiando una misa profana donde ella era tanto el altar como el sacrificio. La prenda era precisa, diseñada por los mejores sastres de París para acentuar todo lo que ella solía esconder. No fue un acto impúdico, pero sí profundamente humillante. Cada ajuste, cada roce de sus dedos contra su piel era una declaración de posesión más elocuente que cualquier tratado firmado con sangre y lacre. Y sin embargo, había algo más en la forma en que sus manos se demoraban en cada curva, algo que hablaba de una familiaridad que iba más allá de la conquista militar. Portugal tensó el cuerpo como un arco a punto de disparar. No cooperaba, pero tampoco lograba impedirle nada sustancial. El vestido fue tomando forma sobre su figura, obligándola a encarnar una imagen que detestaba pero que él encontraba irresistible: sensual, disponible, decorativa. Una versión de sí misma que había existido solo en la intimidad. —Voilà —murmuró finalmente, alisando la tela con las palmas como un escultor que pule su obra maestra—. Parfait. Comme un portrait de Lawrence. (Perfecto. Como un retrato de Lawrence.) La referencia al pintor de moda en las cortes europeas no era casual. Thomas Lawrence era famoso por sus retratos de damas nobles en poses sugestivas, y Francia acababa de convertirla en una de sus modelos vivientes. Portugal giró el rostro con dificultad, y su mirada turquesa lo atravesó como una espada desenvainada. —Isso não muda nada —escupió en portugués, recurriendo a su lengua materna como último refugio de identidad—. Podrás vestirme como quieras, ponerme coronas falsas, exhibirme frente a tus mariscales... pero jamás vas a tener mi alma. Francia se inclinó, acercó el rostro al suyo, lo suficiente para que sintiera el calor de su respiración y el aroma de tabaco que siempre lo acompañaba... y la distancia inquebrantable entre poder y deseo. —Je n'ai pas besoin de ton âme —susurró contra su oído, y su voz tenía la calidad del terciopelo sobre metal—. Il me suffit de ton corps... et de ton silence. (No necesito tu alma. Me basta con tu cuerpo... y tu silencio.) Luego se irguió, la contempló unos segundos más con la satisfacción de un coleccionista que acaba de adquirir una pieza única y controvertida. El vestido caía sobre ella con un contraste que era pura poesía cruel: rosa pálido sobre su piel mediterránea, seda francesa sobre curvas ibéricas. Los hombros desnudos brillaban bajo la luz matinal, el talle apretado definía una silueta que había permanecido oculta durante siglos de diplomacia austera, el escote trazado para provocar mostraba la abundancia de sus pechos. Pero algo faltaba para completar su visión. Tomó el collar de rubíes que había traído y se acercó de nuevo a ella. Las piedras eran magníficas: rubíes birmanos del tamaño de cerezas maduras, engarzados en oro parisino por los mejores orfebres del Faubourg Saint-Antoine. Cada gema parecía una gota de sangre cristalizada, y había una simetría cruel en que adornaran el cuello de otra reina cautiva. Y con gestos deliberadamente lentos le colocó el collar. Los rubíes pesaban contra su garganta como una cadena invisible, y Francia se tomó su tiempo ajustando el broche, sus dedos rozando la nuca de Portugal de manera que parecía casual pero era completamente deliberada. Ella se estremeció involuntariamente ante el contacto, y él lo notó, una sonrisa casi imperceptible curvando sus labios, algo depredador en su expresión. —Magnifique.—susurró, y la palabra cayó entre ellos como una caricia obscena. Ahora tenía una excusa perfecta para mirar y lo hizo, sus ojos se fijaron sin disimulo en el escote generoso que el vestido creaba, en cómo los rubíes descansaban justo sobre la curva de sus pechos como gotas de sangre sobre nieve. Portugal podía sentir el calor de esa mirada como si fueran manos tocándola, recorriendo cada curva que el corsé realzaba sin pudor. Su respiración se volvió más profunda, no por nerviosismo sino por una mezcla tóxica de furia ancestral y algo más visceral que pulsaba en lo profundo de su ser como fuego líquido. —¿Es así como miras a todas tus conquistas, mon empereur? —replicó ella, su voz cortante como cristal roto, usando el título con sarcasmo venenoso—. ¿O reservas esa lujuria particular para las naciones que conocieron tu lecho antes de conocer tu espada? Los ojos de Francia se oscurecieron. No era vergüenza lo que cruzó su rostro, sino algo más peligroso: el reconocimiento de una verdad que ambos habían enterrado bajo capas de diplomacia y guerra. —Tu bouche... —murmuró, acercándose un paso más, su voz ronca—. Siempre tan venenosa. Y sin embargo, recuerdo cuando esos mismos labios susurraban mi nombre como una oración en la oscuridad de Versalles. (Tu boca...) —Eso fue antes —siseó ella, retrocediendo hasta que su espalda tocó el espejo—. Antes de que decidieras que conquistar era más placentero que amar. —¿Amor? —Francia se rió, pero el sonido careció de humor—. Chérie, el amor es para los mortales. Nosotros... nosotros tenemos algo mucho más eterno. Tenemos poder. Tenemos historia. Tenemos... esto. Su mano se alzo para señalar a ambos. Vio cómo algo salvaje y hambriento brilló en esos ojos azules como llamaradas, algo que reconocía de noches donde ese mismo fuego había ardido por razones completamente diferentes. Satisfecho con la transformación que había moldeado con sus propias manos—cada pliegue de seda, cada curva expuesta calculada meticulosamente para su deleite personal—, Francia se relamió los labios lentamente, inconscientemente, con la misma lentitud con que una vez había trazado caminos de fuego sobre su vientre desnudo, y Portugal sintió un estremecimiento involuntario—mitad memoria, mitad horror—recorrer su columna vertebral. Luego alargó una mano y le quitó el amarre de seda de las muñecas. —Allons-y —dijo finalmente, ofreciéndole la mano con la elegancia estudiada de un cortesano, como si la invitara a un vals en los salones dorados de Versalles y no a una humillación pública en el gran salón de su propio castillo conquistado—. Tu publico te espera, ma chère. Y yo tengo una demostración que hacer. (Vamos.) Portugal no se movió. Sus pies se clavaron en el suelo de mármol frío como si fueran raíces de un roble centenario. Lo miró con un odio gélido que habría congelado las aguas del Mediterráneo en pleno agosto, el mentón elevado en un ángulo que proclamaba nobleza incluso en derrota, los ojos como turquesas sumidas en fuego helado que prometían venganza. En su inmovilidad había algo majestuoso y terrible, como si incluso vestida según los caprichos sádicos de su conquistador, siguiera siendo fundamentalmente indomable—una tempestad contenida en seda rosa que podría estallar en cualquier momento y devastar todo a su paso. Francia sostuvo la sonrisa, pero algo salvaje y primitivo brilló en sus ojos azules como llamaradas infernales. Una sonrisa fría, exquisita, insoportablemente paciente que había perfeccionado durante siglos de diplomacia sangrienta, guerras brutales y alcobas conquistadas. Era la sonrisa que había mostrado a reyes momentos antes de firmar su sentencia de muerte, a generales antes de enviarlos al matadero, a naciones antes de borrarlas del mapa. Pero había algo más personal en esta ocasión, algo que hablaba de una paciencia alimentada no solo por la seguridad del poder absoluto, sino por el conocimiento íntimo—carnal, espiritual, destructivo—de la mujer que tenía enfrente. Él conocía cada centímetro de ese cuerpo que ahora exhibía como trofeo. Había memorizado cada gemido que podía arrancarle, cada estremecimiento, cada punto donde aplicar presión para hacerla arquearse de placer o dolor. Y ese conocimiento se reflejaba en sus ojos como una amenaza silenciosa y una promesa siniestra. —Non —musitó, acercándose hasta que el calor de su cuerpo envolvió a Portugal como una promesa siniestra—. No vas a quedarte aquí representando a la heroína trágica de una ópera italiana. Te llevaré yo mismo... —¿Y si me niego? —preguntó, su voz peligrosamente suave—. ¿Qué dirán tus generales cuando vean que ni siquiera puedes controlar a una mujer? —¿Negarte? —se acercó aún más como una promesa de violencia contenida—. Qué encantador, chérie. Como si tuvieras opción. Como si no supiéramos ambos que ya no tienes poder para negarte a nada que yo desee de ti. Se inclinó hacia su oído, su aliento caliente contra la piel sensible de su cuello. —Además —murmuró, su voz como seda envenenada—, conoces mi... persuasión. ¿Quieres que te recuerde cómo solías suplicar? Porque puedo ser muy convincente cuando es necesario. —Bastardo. Y sin esperar más respuesta, sin concederle la dignidad de una última resistencia simbólica, la tomó del brazo con una firmeza que hablaba de siglos de experiencia sometiendo voluntades rebeldes. Sus dedos se cerraron alrededor de su antebrazo desnudo como grilletes de carne y hueso, y Portugal pudo sentir el pulso acelerado que latía bajo esa piel aparentemente fría, el calor que traicionaba una excitación que su expresión imperial se empeñaba en ocultar detrás de máscara de mármol. Pero ella lo conocía demasiado bien. Había aprendido a leer las señales de su excitación en noches que ahora parecían pertenecer a otra vida: la forma en que su respiración se volvía ligeramente más profunda, cómo sus pupilas se dilataban cuando la miraba, el temblor casi imperceptible en sus manos cuando la tocaba. Todo eso seguía ahí, amplificado por el poder y pervertido por la conquista. Ella tironeó, un gesto que era más orgullo que esperanza real de escape. Él ni siquiera se molestó en tensar los músculos visiblemente. La sostuvo con la fuerza contenida de alguien que había cabalgado por media Europa dejando un rastro de ciudades en llamas, que había empuñado sables ensangrentados en Austerlitz y Jena, que había estrangulado conspiraciones y corazones rebeldes con sus propias manos en los pasillos oscuros de las Tullerías. Bajó la mirada hasta ella con un deje de diversión arrogante que era más insultante que cualquier amenaza explícita, más degradante que cualquier violencia física directa. —No me hagas repetirlo, chérie —el apelativo cariñoso sonaba obsceno en su boca, cargado de posesión—. Si no puedes actuar como el reino que una vez fuiste, al menos compórtate como una prisionera que comprende perfectamente su nueva... posición. Estoy intentando ser misericordioso. Algo salvaje y desesperado estalló dentro de Portugal. Sin previo aviso, se retorció en su agarre con fuerza brutal, intentando liberarse con toda la violencia acumulada de siglos. Su mano libre se alzó como una garra, buscando arañar esos ojos azules que la miraban con tanta arrogancia. Francia la esquivó apenas moviendo la cabeza, como si fuera un niño jugando. Furiosa por haber fallado, Portugal cambió de táctica. Levantó la rodilla con toda la fuerza de su desesperación, apuntando directamente a la entrepierna de Francia con la intención de dejarlo retorciéndose de dolor en el suelo de mármol. El impacto fue sólido, directo y perfecto. Pero Francia ni siquiera parpadeó. Ni un gesto de dolor cruzó su rostro. Ni siquiera se movió. —¿Terminaste? —preguntó con calma helada, como si acabara de recibir una caricia en lugar de un golpe que debería haberlo dejado sin aliento. Ella forcejeo nuevamente contra él sin lograr moverse ni un centímetro. Atrapó ambas muñecas de ella con una sola mano, sin esfuerzo aparente, como si estuviera sujetando a una niña mortal haciendo berrinche. —Inténtalo de nuevo si quieres —la desafió, acercando su rostro al de ella—. Me divierte verte luchar contra lo inevitable. —Púdrete en el infierno. —No me hagas usar métodos menos... civilizados —añadió, su sonrisa volviéndose predatoria—. Aunque debo admitir que la idea no me desagrada en absoluto. Tienes una audiencia esperándote, y yo tengo una lección muy específica que enseñar sobre lo que les ocurre a las naciones que osan desafiarme. —¿Una audiencia? —Las palabras escaparon de sus labios antes de que pudiera contenerlas, y Francia notó inmediatamente el destello de inquietud genuina que atravesó sus ojos como un rayo de terror real. Su sonrisa se ensanchó, revelando dientes perfectos que parecían demasiado blancos, demasiado afilados bajo la luz matinal que se filtraba por la ventana como cuchillas doradas. —Mais oui, ma belle —explicó, saboreando cada palabra como si fuera vino añejo—. Mis mariscales han llegado esta mañana desde Lisboa, donde han estado supervisando la... transición administrativa de tu territorio. Están ansiosos por conocer a la invitée d'honneur de su líder. (Por supuesto, querida mía. Invitada de honor.) Hizo una pausa calculada, disfrutando del horror creciente en los ojos de ella. —Murat, en particular, expresó cierta... curiosidad sobre las leyendas que circulan acerca de la belleza de la dama portuguesa La realización golpeó a Portugal como una ola del Atlántico en plena tormenta invernal. No era solo una humillación privada, ni un juego perverso de poder entre dos amantes convertidos en enemigos. Iba a ser exhibida, paseada como un trofeo viviente delante de los hombres que habían pisoteado su territorio, evaluada como se evalúa el botín de guerra más preciado. —Filho da puta —susurró en portugués, y la blasfemia sonó como una oración profana en sus labios, cargada de siglos de furia contenida. (Hijo de puta.) —Peut-être —admitió él con indiferencia estudiada que no logró ocultar completamente el brillo de triunfo sádico en sus ojos azules—. Pero un bastardo con un imperio que se extiende desde el Atlántico hasta los Urales. Y ahora... —su mirada recorrió su figura con una posesividad que la hizo sentir desnuda— contigo del brazo. (Quizás.) La condujo hacia la puerta con paso firme, y Portugal no tuvo más opción que seguirlo o ser arrastrada. Sus pies, ahora calzados con zapatillas de seda rosa que hacían juego con el vestido, se movían sobre la piedra fría con sonidos que parecían demasiado delicados para el momento. La puerta se abrió con un chirrido que resonó en sus huesos como un lamento, y con una mano que ardía contra su piel como hierro candente, la arrastró por pasillos que habían conocido sus pasos libres durante siglos de gloria portuguesa. El contraste fue brutal y deliberadamente calculado: de la penumbra íntima y cargada de la habitación donde había sido preparada como una muñeca para exhibición, a la exposición cruel e implacable del patio central bañado por una luz matinal que no ofrecía misericordia ni posibilidad de escondite. Los muros de piedra que una vez la habían protegido del mundo exterior ahora parecían testigos mudos de su humillación. Cada columna tallada por maestros portugueses, cada arco que había enmarcado procesiones triunfales, cada detalle arquitectónico que había sido construido para proclamar la grandeza eterna de su nación ahora servía como marco perfecto para su exhibición como trofeo viviente del imperio francés. El aire libre tenía un olor diferente ahora—ya no era el aroma familiar de su hogar, sino algo extraño contaminado por la presencia de soldados extranjeros, caballos franceses, pólvora y sudor de hombres que no pertenecían a esta tierra. Hasta el aire había sido conquistado. La mañana aún no había alcanzado su punto álgido, pero el sol ya golpeaba con dureza implacable, reflejándose contra las baldosas del claustro como espejos enceguecedores y proyectando sombras afiladas que parecían cuchillas geométricas sobre el suelo de mármol que sus ancestros habían pisado como conquistadores y que ella ahora recorría como prisionera de guerra. Portugal parpadeó ante la luz brutal, sus pupilas contrayéndose dolorosamente. El aire libre la tocó como una bofetada helada: el contraste entre la penumbra interior y el resplandor exterior era casi violento, diseñado deliberadamente para desorientarla, para hacerla más vulnerable y expuesta. Sintió el calor del sol portugués sobre su rostro como una ironía cruel, el viento jugando con los mechones sueltos de su cabello... pero también la presencia invisible y amenazante de decenas de pares de ojos hambrientos. Soldados apostados en las galerías superiores como buitres esperando carroña, sus uniformes azules manchas oscuras contra la piedra. Cortesanos franceses refugiados en las sombras de los arcos como depredadores al acecho, sus sonrisas brillando como cuchillas en la penumbra. Sirvientes que se asomaban desde cada recoveco como testigos involuntarios de un espectáculo que sabían que no olvidarían jamás. Todos aguardando el espectáculo que su conquistador había orquestado con precisión teatral. Sin embargo, algo primitivo y salvaje dentro de ella por fin pudo respirar. A pesar del horror absoluto de la situación, a pesar de la humillación que se avecinaba como una tormenta, ella odiaba los espacios cerrados con una fobia visceral que se remontaba al gran terremoto de Lisboa—y el maldito de Francia lo sabía. Ahora usaba incluso ese conocimiento íntimo contra ella, como usaba todo lo que había aprendido de su cuerpo y su alma en noches que parecían pertenecer a la vida de otra criatura inmortal. —¿Mejor? —preguntó él, notando cómo sus hombros perdían una fracción infinitesimal de tensión al estar al aire libre. —No finjas preocuparte por mi bienestar. Francia simplemente suspiró, un sonido largo y casi melancólico que de alguna manera fue más cruel que cualquier respuesta, y luego retomo la marcha, avanzaba con paso firme y medido, cada movimiento calculado para proyectar autoridad absoluta e incuestionable. Con ella a su lado como si fuera una extensión preciosa y decorativa de su propia figura imperial, una joya viviente engarzada en su brazo como símbolo de poder. Su andar era tan seguro que parecía flotar sobre el mármol, cada paso resonando con el peso de un imperio que se extendía desde el Atlántico hasta las estepas rusas, desde los Pirineos hasta las llanuras alemanas. El brazo de ella seguía aprisionado por el suyo en una parodia obscena de cortejo romántico, y aunque ella se irguió orgullosa, cada paso que daba sobre ese mármol que había conocido desde su nacimiento como nación dolía de formas que trascendían lo físico. No era dolor del cuerpo—sus pies descalzos habían conocido terrenos mucho más duros durante siglos de guerras. Era dolor del alma. Por cada centímetro de dignidad ancestral que debía arrastrar consigo sobre piedras que ya no reconocían su autoridad, bajo las miradas voraces de hombres extranjeros que la veían como una extensión natural y lógica de la victoria francesa sobre territorio portugués. —¿A dónde me llevas exactamente? —inquirió al fin. —A donde todos puedan verte —respondió él sin volver siquiera el rostro, su perfil cortado en mármol imperial—. Quiero que sepan que no solo conquisté tu ciudad, tus fortalezas, tus puertos estratégicos... Te conquisté a ti también. En todos los sentidos posibles de la palabra conquista. La frase tenía un doble sentido que cortaba como cristal afilado, y ambos lo sabían perfectamente. Conquistar no se refería solo a territorio, a control político, a dominación militar. Se refería a dominación íntima, a conocimiento carnal, a haber penetrado no solo sus defensas nacionales sino su cuerpo mismo, a haber reducido su resistencia hasta convertirla en súplica. —¿Todos los sentidos? —preguntó ella, aunque conocía la respuesta y la temía. —Tous, ma chère. Político, militar, territorial... y personal. Muy, muy personal. (Todos, querida mía.) Su sonrisa fue de depredador completamente satisfecho. Ella se detuvo en seco, clavando los pies en el suelo como si pudiera echar raíces ancestrales y resistir la corriente inexorable que la arrastraba hacia su exhibición pública como trofeo de guerra. —Não sou tua —escupió con los dientes apretados hasta que le dolió la mandíbula, cada palabra cargada de la furia acumulada de siglos de resistencia contra invasores. (No soy tuya.) Francia se detuvo, solo por un instante que pareció eterno. Giró levemente el rostro, lo suficiente para que una de sus cejas se alzara con lentitud teatral y cruel. No había furia en su expresión perfectamente controlada. Ni cinismo vulgar. Solo esa calma gélida y esa altivez sobrenatural que solo poseen los inmortales que han aprendido que el tiempo, la paciencia y el poder absoluto siempre juegan a su favor y con una altivez innata que solo poseen los hombres que han sido enseñados para conquistar. —Mais oui —replicó, volteando completamente para enfrentarla, su voz adquiriendo un tono de certeza absoluta que helaba la sangre—. Tu capitale est à moi. Ton peuple est à genoux. Tes rois ont fui comme des rats... —hizo una pausa calculada, dejando que las palabras políticas se hundieran como puñales antes de asestar el golpe personal— Y tú... tú eres mía, Leonor. Lo sepas o no, lo admitas o no, lo eres. (Por supuesto. Tu capital es mía. Tu pueblo está de rodillas. Tus reyes han huido como ratas.) El maldito no la llamó Portugal—el nombre de su nación, su título oficial, su identidad política reconocida por tratados internacionales. La llamó por su nombre humano, el nombre íntimo que solo conocían unos pocos. Era un golpe dirigido al corazón de su identidad más privada. Ella tragó saliva que sabía a cenizas y derrota. No por temor—ella había conocido siglos de guerra, había visto imperios nacer y morir, nunca había temblado ante enemigo alguno. Sino por el ardor líquido que subía desde el pecho hasta la garganta como fuego que quemaba desde adentro. Las miradas hambrientas que la esperaban en el gran salón, el vestido impuesto como una segunda piel de humillación deliberada, su tierra sagrada ultrajada bajo botas extranjeras. Y ahora, esas palabras que convertían lo más personal e íntimo en conquista política, lo carnal en territorial. Francia no necesitaba su afecto. Ni su ternura. Ni siquiera su sumisión voluntaria y consciente. Quizás incluso buscaba activamente su odio más puro y ardiente: una llama viva y eterna para avivar su propio ego imperial descomunal, una resistencia constante e inquebrantable que validara y diera significado a su poder. Él prefería mil veces su odio ardiente e incandescente antes que verla indiferente o, peor aún, prefiriendo a otras naciones. Porque el odio, al menos, implicaba que él seguía siendo importante para ella. Que seguía ocupando espacio aunque fuera como demonio personal y torturador elegido. —Piensas que me ganaste —murmuró ella, aún firme a pesar de todo, aún altiva como una diosa caída pero no quebrada, aunque cada palabra le costara un pedazo de alma. Él inclinó apenas la cabeza, sin ralentizar el paso implacable. —¿Gagner? —repitió, como si la palabra fuera un concepto completamente extraño—. Non, ma chère. Dominer. Conquérir. Te pénétrer. Te faire mienne dans tous les sens... —su voz adquirió un matiz casi filosófico, como si estuviera pronunciando una verdad universal— Ganar implica un juego entre iguales, una competencia con reglas establecidas. Esto es evolución natural. Selección. El fuerte absorbiendo al débil hasta que no queda distinción entre conquistador y conquistado, hasta que ambos se convierten en uno solo. (¿Ganar? No, querida mía. Dominar. Conquistar. Penetrarte. Hacerte mía en todos los sentidos.) Ganar era para mortales que jugaban partidas finitas con reglas. Dominar era para inmortales que rediseñaban la realidad según su voluntad absoluta. Y Francia ya no se veía a sí mismo como el resto de las naciones—él era la fuerza evolutiva destinada a redefinir el mundo. —No vas a esconderte más —continuó mientras reanudaban la marcha inexorable hacia el gran salón—. Hoy vas a mostrar exactamente lo que les sucede a las naciones que osan oponerse a Francia. Y yo... —su voz se cargó de una promesa oscura como la noche— yo voy a demostrar que incluso las más orgullosas pueden ser... domesticadas completamente. —Ojalá Inglaterra te destruya —siseó ella entre dientes, su voz cargada de veneno puro—. Ojalá Arthur te hunda hasta el fondo del Canal de la Mancha. Francia se detuvo en seco, su agarre en el brazo de ella volviéndose dolorosamente fuerte y cuando la miró, sus ojos azules ardían con una furia helada que hizo que se arrepintiera de lo que dijo. —Ah —murmuró, su voz peligrosamente suave—. El pequeño Albión. ¿Sigues esperando que tu amante venga a salvarte, chérie? ¿Crees que Inglaterra dará la cara por ti? Se acercó hasta que sus rostros casi se tocaron, su sonrisa convertida en algo feroz y posesivo. —Déjame aclararte algo, Leonor —su voz era hielo puro—. Él no viene. No va a venir. Si hubiera querido salvarte, ya lo habría hecho. Pero Inglaterra siempre elige sus batallas cuidadosamente... y al parecer, tú no vales la pena el riesgo. Portugal sintió como si la hubieran golpeado en el estómago. En el fondo de su mente, una voz cruel susurró una pregunta que había estado evitando durante meses: ¿Por qué no acepté irme con Inglaterra cuando me lo propuso? ¿Por qué elegí quedarme y luchar sola? El palacio —su palacio, construido con el oro arrancado de Brasil y las especias robadas a Oriente— estaba completamente irreconocible, violado hasta en sus detalles más íntimos y sagrados. Los tapices lusos con sus carabelas doradas navegando mares de seda azul y sus esferas armilares proclamando la gloria marítima de siglos de descubrimientos habían sido arrancados de las paredes como piel brutalmente desollada. En su lugar, estandartes imperiales franceses colgaban con arrogancia obscena de las columnas de mármol rosado que habían sido talladas por maestros portugueses muertos hacía siglos. El contraste era deliberadamente brutal y calculado para herir: donde antes habían ondeado los símbolos de una nación que había conectado continentes y cambiado el mundo, ahora se alzaban los emblemas de su conquistador. Águilas doradas con las alas extendidas en actitud depredadora habían devorado simbólicamente las esferas armilares, como si los símbolos de la era dorada de los descubrimientos portugueses hubieran sido literalmente consumidos por el ave rapaz del imperio francés. Era una metáfora perfecta de lo que estaba ocurriendo: Francia no solo conquistaba, sino que borraba la identidad anterior para reemplazarla por la suya propia. El mármol pulido del suelo brillaba bajo los candelabros de cristal veneciano encendidos como soles artificiales, y las grandes ventanas ojivales dejaban pasar torrentes de luz dorada que bañaba todo con un resplandor imperial que transformaba la arquitectura portuguesa en escenario para el teatro francés. Incluso la luz parecía diferente ahora, como si hasta los rayos del sol portugués hubieran sido obligados a servir a propósitos franceses. El gran salón, antaño corazón pulsante del reino portugués donde se habían tomado decisiones que cambiaron el mundo y redibujaron mapas, ahora era territorio enemigo completamente. Un teatro de humillación revestido de solemnidad francesa, donde cada detalle había sido coreografiado meticulosamente para demostrar que el poder absoluto no tenía límites, que podía transformar incluso los espacios más sagrados en instrumentos perfectos de su voluntad imperial. Las antorchas ardían en braseros que una vez habían iluminado celebraciones de victorias portuguesas en mares lejanos, ahora proyectando sombras danzantes que parecían burlarse de glorias pasadas. El aire estaba espeso con el humo aromático y el incienso que Francia había ordenado quemar—no por reverencia, sino para marcar territorio incluso a nivel olfativo. Portugal entró del brazo de Francia, rígida como una estatua de mármol pero con la cabeza en alto como una reina ancestral camino a la coronación. Aunque cada mirada que se posaba sobre ella le arrancaba jirones de alma inmortal, se negaba obstinadamente a concederles el placer de verla quebrada. Su dignidad era lo único que le quedaba por conquistar, y no se la entregaría sin una lucha que duraría eternidades si fuera necesario. El salón estaba repleto hasta los rincones más alejados. Generales franceses con condecoraciones centelleando en el pecho como constelaciones de victoria conquistada a sangre y fuego, oficiales con uniformes azul noche inmaculados que parecían cortados de la misma noche imperial, secretarios con plumas suspendidas sobre pergaminos como buitres sobre carroña diplomática, diplomáticos con sonrisas calculadas como máscaras de porcelana perfectamente pintadas. Hombres que habían cruzado media Europa siguiendo las águilas napoleónicas como una religión de conquista, dejando un rastro de ciudades sometidas y voluntades quebradas. Hombres con uniformes impecables y sonrisas satisfechas de depredadores que acababan de terminar un festín particularmente sabroso. Hombres que aplaudían, con las miradas hambrientas, la nueva joya más preciosa en la corona personal del emperador de las naciones. Su vestido, rosa pálido como los cerezos en flor de Versalles pero también como la carne expuesta y vulnerable, brillaba bajo las luces como una herida recién abierta que palpitaba con vida propia. La tela francesa, de corte imperial y con encajes de Alençon tan finos que parecían telarañas tejidas por arañas del infierno, dejaba los hombros al desnudo como ofrenda sacrificial y ceñía su figura como si hubiese sido tejida directamente sobre su piel desnuda, hecha a la medida exacta de su derrota y su humillación calculada. La espalda erguida como una lanza de guerra, los ojos turquesa firmes como el Atlántico en tormenta perfecta... pero los dedos le temblaban apenas, como si su cuerpo conociera verdades terribles que su alma orgullosa se negaba a admitir completamente. Francia, en cambio, parecía haber crecido hasta alcanzar proporciones titánicas, magnificado por el contraste ambas alturas. Su chaqueta azul noche con bordados dorados lo hacía resplandecer como una estatua viviente de poder absoluto bajo los candelabros de cristal que proyectaban su sombra agigantada contra las paredes como la silueta de un dios menor. El silencio que cayó sobre el gran salón en el momento de su entrada fue el silencio de las catedrales góticas o de los cementerios antiguos—absoluto, sagrado, terrible. Un silencio que pesaba sobre los presentes como una losa de mármol. No se oía sino el crepitar hipnótico de las velas sobre los candelabros de bronce dorado y el lejano resonar de una suela contra el mármol encerado como el latido de un corazón gigantesco y enfermo. Ni siquiera los diplomáticos más parlanchines y acostumbrados a llenar silencios incómodos se atrevían a abrir la boca. Todos parecían comprender instintivamente que estaban presenciando algo histórico. Francia no había conquistado solo territorios, fortalezas, recursos naturales. También había doblegado voluntades, había demostrado que incluso las naciones más orgullosas y ancestrales podían ser reducidas a ornamentos personales de su poder imperial. Portugal respiró hondo, llenando sus pulmones de un aire que olía a cera derretida mezclada con algo más siniestro, al perfume empolvado de los cortesanos franceses —violetas y ámbar con notas de almizcle y algo que olía sospechosamente a sangre seca—, y a ese tufo persistente de pólvora que parecía haberse incrustado en las piedras del palacio como el olor mismo de la guerra hecha permanente y eterna. Como si la violencia hubiera dejado una marca olfativa imposible de borrar, como si el edificio mismo sudara a muerte. Su garganta ardía, reseca de no haber probado agua en días por su propio orgullo, pero no bajó la vista ni por un instante. Mantener la mirada alta era lo único que le quedaba. La sala entera se quedó sin aliento apenas la vieron aparecer como una aparición salida de los sueños más oscuros y lujuriosos de la conquista. Y entonces vinieron las miradas —un aluvión de ojos masculinos que la recorrieron como manos invisibles pero tangibles: unos curiosos como los de naturalistas estudiando una especie exótica y rara, otros burlones como los de niños crueles ante un juguete roto pero aún hermoso, otros demasiados lascivos para cualquier pretensión de decoro diplomático. Soldados que sabían exactamente quién era —la nación que había osado a resistir durante días sangrientos de asedio. Generales que ya hablaban de la anexión definitiva como si fuera cosa consumada, como si estuvieran discutiendo la simple adición de una nueva ala decorativa a un palacio ya enorme. Ministros que la observaban como si fuera una extensión natural del botín de guerra, evaluando su valor político, estratégico, territorial... y otros valores mucho menos confesables que brillaban en sus ojos como monedas de oro. Una joya viviente más en la vitrina imperial de la victoria francesa. Portugal mantuvo el mentón alzado como si llevara una corona invisible de diamantes y hierro, pero en su estómago se agitaba una náusea fría y familiar que conocía demasiado bien. Quiso cubrirse los hombros desnudos con desesperación instintiva, un impulso primitivo de protección. Cruzarse los brazos sobre el pecho como armadura improvisada. Ocultar ese escote que el vestido dejaba cruelmente expuesto a miradas que la devoraban como si fuera un banquete puesto sobre la mesa y ellos fueran comensales hambrientos después de días de ayuno. Pero la presión del brazo de Francia sobre el suyo se hizo más firme, como una advertencia silenciosa y amenazante que prometía consecuencias terribles si se atrevía a mostrar cualquier signo de modestia o vergüenza. No te muevas. No pienses. No reacciones. Ahora eres un símbolo viviente, no una criatura con voluntad propia. Un emblema de conquista, no una nación soberana. Una posesión personal, no una igual. Y entonces se volvió hacia él con la voz baja, dura como una hoja de acero toledano recién templada en fuego y hielo. Sin mirarlo directamente, sin ofrecerle el consuelo de una expresión o la validación de su atención completa. —¿Vas a hacer lo mismo con España? —murmuró en portugués, cada palabra destilada de veneno puro y concentrado—. ¿Pasearlo así, como trofeo personal? ¿Vestirlo con tus colores y exhibirlo ante tus mariscales como carne fresca para el espectáculo? Francia la miró como si acabara de hacer la pregunta más absurda que había escuchado en siglos de existencia. Su ceja se alzó con incredulidad genuina, como si la sola idea fuera tan ridícula que ni siquiera mereciera consideración. —Non. Claro que no. No hubo explicación. No hubo elaboración. No hubo ni siquiera una pausa de consideración. La respuesta fue tan automática, tan natural, que resultó más hiriente que cualquier insulto elaborado. Y esa respuesta no solo la hirió a ella físicamente. La definió. La redujo. La clasificó en una categoría diferente, inferior, más disponible para la humillación pública y el entretenimiento de soldados. Portugal bajó la mirada por un segundo —no en sumisión, nunca en sumisión, sino en amarga comprensión que le quemó el alma más que cualquier humillación física podría haberlo hecho jamás. Por supuesto. No lo haría. Porque España es hombre. Porque a los hombres los respeta incluso cuando los somete, incluso cuando los conquista militarmente. Les concede la dignidad de la derrota honorable entre iguales. A ella la viste como a una cortesana imperial. La pasea como a una concubina de guerra. La exhibe como prueba viviente de que su poder se extiende incluso a los lechos más íntimos, a las rendiciones más carnales. El machismo no era solo humano. Existía también entre las naciones inmortales, tal vez de forma aún más cruda y honesta. Las miradas se clavaban en su escote como dagas afiladas recién forjadas, recorriéndola con una familiaridad obscena que la hacía sentir completamente desnuda. El corpiño ceñido y de corte bajo parecía diseñado específicamente para provocar, para recordar curvas que algunos de estos hombres nunca deberían haber imaginado en sus fantasías más oscuras, para reducir siglos de historia nacional y gloria imperial a la contemplación lujuriosa de carne femenina expuesta como mercancía. Intentó cubrirse discretamente con los brazos, un gesto mínimo, natural, instintivo de supervivencia. Pero Francia lo notó al instante —él siempre había sido demasiado observador, demasiado consciente de cada micro-expresión, cada gesto involuntario que revelara vulnerabilidad que pudiera ser explotada. Se inclinó hacia su oído, el tono gélido disfrazado de afecto íntimo, su aliento caliente contra la piel sensible de su cuello como una caricia que prometía violencia futura. —Ne t'inquiète pas, ma belle... —susurró, con voz baja y lenta como miel envenenada—. Nadie te tocará... sin mi permiso. Eres demasiado valiosa para desperdiciarla en entretenimientos vulgares. Demasiado... especial para compartir sin mi permiso. (No te preocupes, querida mía...) La sangre se le heló en las venas como agua convertida súbitamente en cristal. Eso no era consuelo. Era una sentencia de muerte diferida. Una promesa siniestra que implicaba posibilidades que su mente se negaba a contemplar completamente, aunque su cuerpo las reconociera con un estremecimiento involuntario de terror ancestral. —¿Tu permiso? —susurró ella de vuelta, su voz cargada de horror creciente. —Naturellement. Todo lo que te concierne ahora pasa por mí, chérie. Todo. (Naturalmente. Querida.) Giró lentamente el rostro hacia él, y lo miró con ojos que no contenían temor, sino una furia contenida, feroz, ancestral, que brillaba como acero toledano recién forjado en las llamas más puras del infierno. Pero no dijo nada más. Porque no había palabras en ninguno de los idiomas que conocía —y conocía muchos— que pudieran responder a eso sin quebrarse, sin revelar cuánto esas palabras la habían atravesado como proyectiles. Apretó los dientes hasta que le dolieron las mandíbulas, hasta que sintió el sabor metálico de su propia sangre. Enderezó aún más la espalda hasta que cada vértebra fue una declaración de guerra silenciosa contra todo lo que estaba ocurriendo. Como si pudiera resistir con la dignidad pura del cuerpo lo que ya no podía defender con ejércitos, alianzas diplomáticas o tratados internacionales. Francia sostuvo su mirada por un instante que se extendió como la eternidad, fascinado por su insolencia muda, por la forma en que incluso en la derrota más absoluta e irreversible conseguía mantener esa altivez que había sido su perdición y su salvación a lo largo de milenios de existencia inmortal. Luego sonrió. Esa sonrisa suya perfecta, de emperador completamente satisfecho que no necesita gritar para ser obedecido, que no necesita amenazar explícitamente para ser temido por todos los presentes. Entonces, uno de los oficiales —Murat, reconoció ella con un escalofrío que le recorrió toda la columna vertebral como hielo líquido— levantó su copa de cristal veneciano llena de vino de Borgoña que brillaba como sangre fresca bajo la luz dorada de los candelabros: —¡Por Francia y su nueva joya del sur! —gritó, sus ojos recorriendo descaradamente la figura de Portugal como si fuera un mapa territorial que quisiera explorar personalmente con las manos—. ¡Que brille siempre con la luz gloriosa del imperio! Las risas estallaron como disparos de artillería, resonando en el mármol y los techos abovedados, multiplicándose en ecos que parecían burlarse de ella desde cada rincón y recoveco del salón que había sido suyo durante siglos. Y alguien más —un general cuyo nombre ella se negaba deliberadamente a dignificar recordando— se permitió un comentario que hizo rugir de carcajadas bestiales a sus compañeros: —¡Díganos, mon empereur —gritó por encima de las risas—, ¿es cierto que gime tan dulcemente como sugieren los rumores? ¡Las paredes de Versalles deben guardar secretos muy... musicales! Otro oficial, envalentonado por el alcohol y la atmósfera de celebración, añadió con una sonrisa lasciva: —¡Seguramente nuestro emperador puede contarnos si prefiere estar arriba o abajo! Las carcajadas se volvieron ensordecedoras. Comentarios cada vez más explícitos comenzaron a volar por el salón como proyectiles dirigidos a destruir cualquier resto de dignidad que pudiera quedarle: —¡O si es tan salvaje como dicen las portuguesas! —¡Quizás nos haga una demostración! Francia no lo detuvo. No fingió molestia caballeresca. No mostró ni un destello de la protección que una vez había ofrecido cuando otros machos se atrevían siquiera a mirarla con demasiada familiaridad durante recepciones diplomáticas. En lugar de eso, sonrió con indulgencia paternal y cruel, como si toda aquella exhibición fuera parte natural y lógica de su estrategia. Como si la humillación sexual pública de una mujer —de una nación mujer— fuese apenas una extensión natural e inevitable de la conquista territorial y política. Como si reducir a Portugal a objeto de entretenimiento masculino para soldados borrachos de victoria fuera tan natural y aceptable como plantar su bandera en territorio conquistado. Portugal tragó saliva que sabía a bilis amarga y cenizas de imperios muertos. No por nerviosismo —ella había conocido siglos de diplomacia brutal, había negociado con las criaturas más peligrosas del mundo, nunca se había intimidado ante nada ni nadie. Por asco puro, cristalino, que le subía desde el estómago como una marea tóxica de repugnancia absoluta. El asco de reconocer que la criatura que una vez había susurrado su nombre como una oración contra su piel desnuda ahora permitía —alentaba— que otros hablaran de ella como si fuera una adquisición más en su colección personal de trofeos imperiales. El asco de saber que su cuerpo ahora era tema de conversación casual y vulgar entre soldados borrachos de poder y alcohol. El asco de comprender que Francia había convertido lo más íntimo y sagrado que habían compartido como inmortales en espectáculo público para validar su ego descomunal ante sus subordinados. A lo largo de milenios de existencia, ella había tenido que imponerse en un mundo dominado por naciones masculinas, estaba dolorosamente acostumbrada a ese tipo de trato, a las miradas evaluadoras que reducían su poder político ancestral a su apariencia física, a los comentarios que transformaban cada logro diplomático en una cuestión de a quién había seducido para conseguirlo. Era el precio eterno de ser mujer entre hombres. Sin embargo, lo que no estaba acostumbrada —lo que la estaba destruyendo por dentro como ácido concentrado— era a sentirse tan deliberada y calculadamente sexualizada, tan metódicamente expuesta para el deleite ajeno. Nunca antes había sido vestida específicamente para la humillación. Sus mejillas ardían, no por pudor, sino por la rabia incandescente de saber que estaba siendo usada deliberadamente. Como un recordatorio viviente, palpitante, de lo que Francia podía hacer a quienes osaran desafiarlo. Como prueba definitiva de que su poder se extendía incluso a los lechos más íntimos, a los corazones más secretos, a las rendiciones más carnales. Lisboa había caído como una fruta podrida después de meses de asedio. Su corte, sus barcos cargados de oro brasileño y cobardía portuguesa, habían huido al otro lado del Atlántico como ratas abandonando un navío que se hundía en llamas. Pero ella se había quedado. Para resistir con uñas y dientes. Para luchar hasta su último aliento. Para ser el último bastión de dignidad portuguesa en una tierra ocupada por águilas extranjeras. Y ahora la paseaban como símbolo perfecto de rendición total y absoluta. Pero en el fondo más profundo, donde ninguna conquista podía llegar jamás, donde ninguna humillación podía penetrar sin importar cuán calculada fuera, Portugal sabía una verdad que Francia parecía haber olvidado completamente en su embriaguez de poder absoluto: Ella no había rendido nada real. Ni se rendiría jamás. Aunque la vistieran con seda francesa como una muñeca. Aunque la nombraran joya imperial como un objeto decorativo. Aunque la usaran como ornamento viviente en desfiles de gloria conquistadora. Su alma seguía siendo completamente suya. Su odio seguía siendo libre e indomable. Y su resistencia, aunque invisible para los ojos mortales, seguía ardiendo como fuego eterno en el altar más secreto de su corazón inmortal. Francia podía poseer su cuerpo, su tierra, incluso sus recuerdos más íntimos y sagrados. Pero no podía tocar la esencia verdadera de lo que ella era. No podía conquistar lo inconquistable por definición. Y esa certeza, pequeña y feroz como una llama protegida del viento más fuerte, la mantuvo de pie mientras las risas masculinas resonaban a su alrededor como el rugido de bestias completamente satisfechas después de un festín particularmente delicioso. Esa certeza la sostendría durante todos los días y noches oscuras que estaban por venir, sin importar lo que Francia tuviera planeado para ella. Porque al final, después de que todos los imperios cayeran y todas las conquistas se convirtieran en polvo, ella seguiría siendo Portugal. Y eso, nadie se lo podría quitar jamás.
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