ID de la obra: 747

Guilty as sin

Het
NC-17
En progreso
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Mini, escritos 169 páginas, 89.471 palabras, 23 capítulos
Descripción:
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Capítulo 6

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"I dream of cracking locks Throwing my life to the wolves Or the ocean rocks Crashing into him tonight"

La habitación estaba envuelta en un resplandor cálido y tembloroso, proyectado por decenas de velas que ardían en candelabros de plata. Las llamas danzaban caprichosas, creando sombras que se retorcían contra las paredes como fantasmas de batallas perdidas. El aire era espeso, cargado con el perfume dulzón de las flores marchitas y el penetrante aroma del incienso francés, como si el mismísimo aire se hubiera visto obligado a arrodillarse. Cada respiración le recordaba que hasta el oxígeno en sus pulmones no le pertenecía. Pero para ella, todo aquello no era más que una jaula dorada, y ella odiaba el encierro con todo su ser. Había conocido la vastedad del océano Atlántico, había sentido el viento salado acariciar sus costas durante siglos. Cada objeto familiar había sido corrompido por la presencia de él, cada rincón íntimo profanado por su conquista. Las cortinas pesadas, de terciopelo carmesí, colgaban como símbolos de una opulencia impostada. Cuando las tocaba por accidente, la tela se sentía extraña bajo sus dedos, demasiado perfecta, demasiado costosa. No ocultaban el encierro: lo acentuaban. Las paredes —cálidas a la vista— eran en verdad frías, ajenas, enemigas. Cada piedra, cada tapiz bordado, cada mueble tallado en tierras que no eran suyas... era una burla silenciosa. Los motivos dorados que adornaban los marcos parecían reírse de ella. Portugal estaba sentada frente al tocador que había sido suyo durante siglos, cepillando su largo cabello chocolate con movimientos mecánicos, que habían perdido toda gracia consciente. El mismo tocador donde Inglaterra solía sentarse a observarla arreglarse antes de sus encuentros clandestinos, donde él trazaba mapas de rutas comerciales sobre su espalda desnuda mientras ella fingía leer correspondencia. El recuerdo de esas manos callosas —tan diferentes a las de Francia— acariciando su espalda le provocó un escalofrío que intentó reprimir. El espejo le devolvía su reflejo con una pátina de melancolía y reflejaba el rostro de una mujer que no se doblegaba, aunque el cuerpo doliera de tanta quietud forzada. Sus ojos, que una vez brillaron con el azul verdoso del Atlántico, ahora parecían aguas en calma, demasiado quietas, demasiado profundas. Vestía aún el mismo vestido rosa pálido. Ese que Francia había elegido para ella con la meticulosidad de quien selecciona la vajilla para una cena importante. Ese que la había obligado a lucir durante aquella noche atroz en que la exhibió como un trofeo ante sus hombres, como si fuera un adorno de guerra conquistado en campaña. El recuerdo la quemaba: las miradas lascivas de los generales franceses, las copas de champagne levantadas en su honor como si fuera una pieza de museo, la sonrisa satisfecha de Francia mientras la presentaba como "la joya más preciosa de mi colección", sus manos posesivas descansando sobre su cintura mientras susurraba al oído comentarios que la hacían estremecer de rabia y algo más que se negaba a reconocer. El vestido había sido diseñado para seducir, eso lo sabía. El escote seguía siendo demasiado generoso, diseñado para que la mirada de Francia se perdiera ahí cada vez que le hablaba. El talle, ceñido hasta lo cruel, marcaba cada respiración acelerada cuando él se acercaba demasiado, cuando su aliento rozaba su cuello. La tela se había arrugado después de días de uso, pero no había podido cambiarlo. Porque él —ese maldito arrogante — había hecho prender fuego a todas sus ropas en el patio principal de su propio palacio. Aún podía oler el humo. Cada bordado portugués había crepitado al consumirse. Cada lino teñido en el valle del Douro se había retorcido antes de convertirse en ceniza. Cada túnica que olía a su hogar, a sus calles empedradas de Lisboa, a sus campos de lavanda, a su pueblo trabajador y orgulloso. Todo fue reducido a cenizas bajo su mirada impasible, mientras él sostenía una copa de vino de Oporto —su vino— con la misma tranquilidad con la que habría observado un atardecer. "Ahora solo tendrás lo que yo quiera darte," le había murmurado después, tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo contra el suyo. "Como debe ser." Como si pudiera despojarla de su identidad destruyendo tela. Como si siglos de historia pudieran borrarse con fuego y seda quemada. Se cepillaba el cabello en silencio, perdida en el ritual. Castaño oscuro, ondulado como las colinas del Minho, largo hasta la cintura como había sido tradición en su corte durante décadas. Cada trazo era lento, mecánico, casi familiar. Era lo único que le quedaba de sus antiguas costumbres, lo único que Francia no había prohibido aún. Sus dedos conocían cada mechón, cada onda natural, cada lugar donde el cabello se rebelaba contra el orden. Ya no lloraba. Las lágrimas se habían marchado sin ceremonia, como los barcos de su rey al partir hacia América, cargados con lo poco que pudieron salvar del tesoro real. La última vez que lloró fue cuando supo que Brasil —su niño dorado, su colonia más amada— tendría que valerse por sí mismo. Después de eso, algo se había endurecido en su pecho, como metal que se templa al fuego. No sabía cuántos días llevaba encerrada. El tiempo se había vuelto un rumor lejano, algo que sucedía a otras personas en lugares lejanos. Afuera podía haber amanecido o anochecido mil veces, pero dentro de aquella prisión dorada, solo existía el ahora. Un presente inalterable, repetido hasta la náusea, asfixiante como una manta demasiado gruesa en verano. Las comidas llegaban a horas precisas —desayuno al amanecer, almuerzo al mediodía, cena cuando las campanas de la catedral cercana tocaban las siete—, pero ella apenas las probaba. Pasteles franceses que sabían a cartón, vinos que no eran suyos, carnes condimentadas con especias que no reconocía. Todo tenía el sabor de la conquista. Y aun así, seguía respirando. Seguía existiendo por pura terquedad, por ese núcleo indestructible que todos los países desarrollan después de siglos de supervivencia. Pensó, por un instante apenas, en poner fin a todo. La idea apareció como había aparecido tantas veces antes, durante las pestes, durante las invasiones, durante los años de hambruna. No era la primera vez que moriría, ni seria la última. Había aprendido que la muerte, para alguien como ella, era más bien una pausa. Una daga oculta en el dobladillo de la cortina . Una caída calculada desde la torre —las ventanas eran lo suficientemente altas y la caída, lo suficientemente vertical—. Tal vez un veneno lento, recogido con paciencia de algún perfume envenenado de la corte, de esos que las damas francesas usaban para eliminar amantes inconvenientes. Pero descartó la idea tan pronto como nació, dejando el cepillo suspendido en el aire por un momento. No por temor a la muerte. La conocía bien, como la conocen todos los que han vivido siglos viendo imperios levantarse y caer como mareas. Las naciones morían. Y siempre volvían, como flores que brotan después del invierno más cruel. Excepto cuando el alma del país desaparecía para siempre. Y esta vez... no podía estar segura de que Portugal la esperara al otro lado. No cuando las últimas noticias que había recibido hablaban de una resistencia fragmentada, de nobles huidos, de un pueblo que susurraba su nombre solo en la oscuridad por miedo a las represalias francesas. Porque no sabía si podría volver. Si su esencia estaría lo suficientemente anclada a una tierra que ya no controlaba, a un pueblo que tal vez había aprendido a vivir sin ella. La corona había partido hacia tierras lejanas en barcos que surcaron el Atlántico con la desesperación de quienes huyen de un incendio. Su pueblo estaba silenciado, sus voces ahogadas por el peso de las botas francesas. Su tierra, en manos ajenas que la recorrían con mapas nuevos y nombres que no le pertenecían. Y si su cuerpo caía, si se extinguía por completo bajo el yugo del imperio francés, ¿habría un hilo lo bastante fuerte que la devolviera a la vida? ¿O se desvanecería como tantas otras naciones que ahora solo existían en libros de historia? Y si revivía... Francia lo sabría. Lo sabría inmediatamente, con esa intuición sobrenatural que compartían todos los países para detectar cuando uno de los suyos regresaba del vacío. No lo tomaría como advertencia, sino como insolencia. Como un acto de desafío que exigiría represalias más crueles, más elaboradas. Contra sus hijos dispersos por el mundo. Contra sus ciudades que aún resistían en secreto. Contra lo poco que aún quedaba en pie de su legado. Como una invitación a ser más creativo en sus métodos de dominación. No. Morir no era una opción. No por cobardía. Había resistido invasiones musulmanas, había navegado mares desconocidos cuando el mundo era plano en los mapas. Sino porque era un riesgo que no podía permitirse, aún si deseaba desesperadamente alejar aunque fuera su conciencia de toda la situación, como quien cierra los ojos ante una herida demasiado profunda. Escapar tampoco era posible, y lo sabía con la certeza amarga de quien ya lo había intentado. Conocía cada pasillo de su propio palacio, cada pasadizo secreto, cada puerta oculta. Pero Francia también los conocía ahora. Había explorado su hogar con la misma minuciosidad con que exploraba su cuerpo, mapeando cada rincón, cada debilidad. Además las puertas estaban custodiadas día y noche por guardias que se turnaban cada cuatro horas con precisión militar. Cada pasillo, cada ala, cada torre tenía sus propios guardianes apostados como piezas de ajedrez en un tablero perfectamente calculado. Y todos sabían quién era ella, cuánto valía en términos políticos, y por qué no debía desaparecer jamás. La primera noche había contado pasos, memorizado horarios, estudiado rutinas. La segunda había fingido estar enferma para atraer a la servidumbre y evaluar sus reacciones. Pero cada plan se desmoronaba antes de comenzar: había demasiados ojos, demasiadas puertas cerradas, demasiados muros entre ella y la libertad. Pelear... era tentador, sí. Su sangre atlántica hervía con la necesidad de resistir, de no ceder terreno sin batalla. Podía morder, arañar, desgarrar con uñas y dientes como una loba atrapada, tal como había hecho con los invasores que llegaron por mar durante siglos. Sus manos conocían el arte de matar, sus músculos recordaban cómo empuñar espadas que podían partir un hombre por la mitad. Pero Francia no era un hombre cualquiera. Era mucho más alto. Mucho más fuerte, con esa fuerza que venía de dominar medio continente. Más ágil, entrenado en el combate personal tanto como en la estrategia de grandes batallas. Y no estaba solo. Tras él marchaban legiones enteras, cañones que rugían como truenos, mapas trazados con ambición napoleónica que redibujaban Europa a su antojo. Ella solo tenía su voluntad. Y su orgullo intacto, aunque magullado. Y ya lo había intentado antes, se había lanzado contra él con todo lo que tenía, uñas buscando sus ojos, dientes buscando su garganta. Pero ni siquiera logró hacerlo jadear. Al contrario, el bastardo parecía divertirse con su forcejeo, como quien juega con un gatito que muestra las garras. "Mon dieu," le había susurrado contra su oído, su voz ronca de algo que definitivamente no era miedo, "eres magnífica cuando luchas." Había tratado de darle con su rodilla donde más doliera. Él había presionado sus caderas contra las suyas, dejándole sentir exactamente cómo la afectaba su resistencia. "Puedes seguir luchando si quieres," le había murmurado, su aliento caliente contra su cuello. "Me gusta cómo te sientes cuando te resistes." Y esas palabras, pronunciadas con esa voz que destilaba pecado, habían hecho que algo traicionero se encendiera en su vientre. Algo que la llenaba de vergüenza y la impulsaba a luchar aún más fervientemente, sin embargo cada golpe que le diera, cada arañazo que le dejara, cada gota de sangre que derramara, solo alimentaría esa mirada hambrienta en sus ojos azules. Francia peleaba como hacía todo lo demás: con una elegancia letal que la volvía loca. No usaba fuerza bruta; era demasiado inteligente para eso. En lugar de eso, la esquivaba, la redirigía, la hacía tropezar con su propio impulso hasta que terminaba jadeando y furiosa mientras él apenas había perdido el aliento. "¿Ya terminaste?" le preguntaba cada vez, con esa sonrisa que prometía castigos deliciosos. "Porque podemos seguir toda la noche si gustas." Y lo peor, lo absolutamente imperdonable, era que una parte de ella quería seguir. Quería seguir luchando hasta que él perdiera esa compostura perfecta, hasta que la mirara con algo más que diversión condescendiente. El recuerdo la quemaba más que cualquier humillación física. Así que se miró al espejo una vez más, observando cómo la luz de las velas creaba sombras que danzaban sobre su rostro. Sus facciones, que habían inspirado poemas de navegantes y canciones de trovadores, ahora mostraban una dureza nueva, como mármol que ha soportado demasiadas tormentas. Y se prometió algo en silencio, con la solemnidad de quien hace un juramento ante altar sagrado. Esperar. Calcular. Resistir. Como lo había hecho durante la dominación romana. Como lo había hecho durante las invasiones árabes. Como lo había hecho cada vez que alguien creyó que podía borrarla del mapa. Hasta que Francia bajara la guardia. Hasta que su arrogancia lo hiciera descuidarse. O hasta que Inglaterra finalmente lo matara en algún campo de batalla lejano. No sería ahora. Ni mañana. Tal vez ni el próximo mes. Pero llegaría el día. Los días siempre llegaban para quienes sabían esperarlos. Y cuando llegara, no gritaría, no lloraría, no se arrodillaría como él esperaba. Sonreiría. Como hacen los pueblos que sobreviven a imperios. Como sonríen las naciones que han aprendido que la paciencia es el arma más letal de todas.
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