ID de la obra: 747

Guilty as sin

Het
NC-17
En progreso
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Mini, escritos 169 páginas, 89.471 palabras, 23 capítulos
Descripción:
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Capítulo 7

Ajustes de texto
La noche había descendido con la pesadez de un sudario sobre las torres del castillo. El cielo, cubierto de nubes densas, ocultaba toda estrella, y el silencio que reinaba en los pasillos se sentía tan antiguo como las piedras que sostenían aquel recinto. De tanto en tanto, se oía el galope distante de un centinela haciendo ronda, o el lamento de las maderas, vencidas por siglos de humedad. El viento ululaba entre los almenas como un lamento fantasmal, arrastrando consigo el aroma salado del Atlántico que se estrellaba contra los acantilados. En el interior de sus aposentos, Portugal aflojaba con dedos lentos los botones del corsé. Cada tirón era una confesión muda del hastío que la habitaba. Sus dedos, entumecidos por el frío, luchaban contra los pequeños botones de nácar que Francia había elegido personalmente —demasiado pequeños, demasiado difíciles de desabrochar sola—. Otro pequeño recordatorio de su dependencia. El vestido rosa caía con un suspiro suave, deslizándose por su piel como pétalos marchitos. La seda susurraba contra sus muslos, un sonido que antes asociaba con momentos íntimos y placeres secretos, ahora apenas un recordatorio de su cautiverio elegante. Había obedecido sin chistar durante días: comido lo que se le ofrecía —aunque apenas probara bocado—, había sido una buena prisionera. Había sido un espectro dócil, callado. Todo para conservar, al menos, la ilusión de tener algún control. Por mínimo que fuera. Porque había aprendido que los pequeños actos de rebeldía solo le traían castigos más creativos, más íntimos. Se acercó a la lámpara de aceite con intención de apagarla, sus pies descalzos silenciosos sobre la alfombra persa que había sido un regalo de bodas siglos atrás —cuando aún creía en la diplomacia y los tratados—, cuando el sonido sutil de la puerta abriéndose sin anuncio la detuvo. El aire cambió. Se espesó. Como siempre ocurría cuando él aparecía. No necesitó volverse. Lo supo al instante. El aroma de tabaco fino, pólvora y algo indefiniblemente masculino que era únicamente suyo invadió la habitación antes que sus pasos. Francia. Él entró sin llamar, como si la palabra "permiso" careciera de sentido ante su presencia. Como si las puertas cerradas fueran simplemente sugerencias que podía ignorar a voluntad. —Bonne nuit, ma chérie —saludó con voz grave, áspera por el cansancio, pero con ese tono cuidadosamente cultivado que fingía ternura cuando más dolía. (Buenas noches, querida.) Su acento francés hacía que hasta los insultos sonaran como poesía, y ella lo odiaba por eso también. Portugal se giró con lentitud deliberada. Su cuerpo había aprendido a no mostrar sobresalto, pero no podía controlar el modo en que su pulso se aceleró. No llevaba más que una camisola blanca, la tela tan fina que era casi transparente bajo la luz dorada de la lámpara. Sus pechos se marcaban sutilmente bajo la muselina, los pezones endurecidos por el frío perpetuo que se había convertido en su constante compañía. Sus pies desnudos sobre la piedra helada le recordaban su vulnerabilidad con cada paso. Su cabello, suelto después del ritual nocturno de cepillado, enmarcaba los hombros con bucles oscuros que aún conservaban la humedad del agua con que se había lavado—una de las pocas libertades que aún le permitían. A simple vista, parecía la imagen de la resignación: una mujer en camisola, desarmada, frágil en la penumbra dorada. Pero había algo en su postura—la forma en que mantenía la barbilla alzada, como sus hombros se cuadraban a pesar del frío—que hablaba de una voluntad que se negaba a quebrarse completamente. Salvo por la mirada. Sus ojos turquesas aún ardían como brasas, como el centro de una llama que se alimenta de su propia resistencia. —No os había dado permiso para entrar —dijo, su voz cortante como cristal roto. Francia cerró la puerta con un empujón deliberado, el sonido del pestillo al correrse resonando como una sentencia. Vestía el uniforme de campaña, pero desaliñado, como si hubiera cabalgado durante horas. Su camisa de lino estaba entreabierta sobre el pecho, revelando la piel pálida marcada por antiguas cicatrices, las mangas arremangadas mostrando sus antebrazos fuertes. Su chaqueta azul impoluta estaba doblada sobre un brazo, llevaba los mismos pantalones oscuros que se ajustaban a sus caderas de forma que ella se obligaba a no notar. La espada aún colgaba de su cintura—nunca se la quitaba en su presencia, un recordatorio constante no solo de quién tenía el poder, sino de lo fácil que sería para él usarla si ella se excedía en su resistencia. Su cabello, largo y rubio como trigo maduro, estaba revuelto por el viento nocturno. Había sombras bajo sus ojos azul hielo, y aunque su porte seguía siendo arrogante, había en él un rastro casi humano de desgaste. Pero incluso eso parecía calculado, como si supiera exactamente cómo lucir vulnerable sin serlo realmente. —¿Desde cuándo necesito tu permiso en tierras que me pertenecen? —preguntó, arqueando una ceja con esa sonrisa que la ponía furiosa. —Esta es mi habitación —siseó ella. —Era tu habitación —la corrigió, dejando caer la chaqueta sobre una silla con negligencia estudiada—. Ahora es donde duermo cuando se me antoja. Igual que todo lo demás en este castillo. Entró con la seguridad de quien posee no sólo los muros, sino el aire contenido en ellos. Sus botas resonaban contra la piedra con un ritmo que parecía diseñado para alterar su pulso. Y de algún modo, los pasos que lo llevaban hacia el centro de la habitación no sonaban como los de un intruso, sino como los del dueño legítimo de todo cuanto lo rodeaba. —¿Qué deseáis? —preguntó ella con voz firme, envolviendo los brazos alrededor de su torso. No por pudor, sino para contener el temblor que amenazaba con traicionarla. —Dormir contigo —respondió él, con la calma impasible de quien no teme ser rechazado. Como si fuera lo más natural del mundo. Portugal entrecerró los ojos, su mandíbula tensándose. —¿Dormir...? —La palabra salió cargada de desdén—. Podríais hacerlo solo, si tanto lo necesitáis. Vuestras tropas han tomado suficientes habitaciones en mi castillo como para que tengáis opciones de sobra. —No esta noche —replicó, comenzando a desabrocharse la camisa con movimientos pausados que parecían diseñados para hipnotizarla—. Esta noche quiero estar aquí. —¿Por qué? —La pregunta se le escapó antes de poder contenerla, y se odió por mostrar curiosidad. Francia se detuvo, sus dedos suspendidos sobre el tercer botón, y la miró con una intensidad que la hizo retroceder un paso. —Porque puedo y quiero—murmuró, y había algo peligroso en su voz, algo que hacía que el aire se sintiera denso. Ella permaneció junto a la cama, inmóvil como una estatua de mármol. La camisola le llegaba apenas a mitad del muslo, una longitud que había elegido Francia personalmente, junto con todo su nuevo guardarropa. El viento que se colaba por las rendijas de las ventanas—selladas parcialmente por orden suya, "para su comodidad", aunque ambos sabían que era para prevenir escapes—le acariciaba la piel expuesta con crueldad metodical. El frío y la ira se entremezclaban en su sangre hasta hacerse indistinguibles, dos fuerzas que la mantenían tensa como la cuerda de un arco. —¿No teméis que amanezcáis con un puñal en el pecho? —preguntó, inyectando todo el veneno que pudo en su voz. Francia esbozó una sonrisa apenas visible, pero devastadora. —¿Con qué puñal, ma belle? —preguntó, gesticulando hacia la habitación—. ¿Acaso crees que he dejado algo afilado a tu alcance? Incluso tus horquillas han desaparecido. Además —continuó, su voz bajando a un susurro que la hizo estremecer—, si me mataras ahora, volvería en minutos. Y no disfrutarías en absoluto de lo que vendría después. —Se acercó hasta que su aliento rozó su frente—. No eres una amenaza para mí, Portugal. Ni siquiera en tus mejores días. Ella apretó la mandíbula, el desprecio encendiéndole la sangre como brandy en las venas. —Arrogante hijo de— —Cuidado —la interrumpió, su voz todavía suave pero con un filo que cortaba—. No querrás que pierda la paciencia, ¿verdad? He tenido un día muy largo lidiando con tus súbditos... rebeldes. El corazón se le detuvo. —¿Qué habéis hecho? Él simplemente ignoro su pregunta y cruzó la estancia como quien cruza un campo conquistado, sus movimientos fluidos como los de un depredador que sabe que su presa no tiene adónde huir. —Estoy agotado —murmuró, mientras sus dedos continuaban desabrochando la camisa sin apuro, cada botón liberado con una lentitud deliberada—. De sus consejos inútiles, de sus lamentos constantes, de esa eterna necesidad de ser guiados. Los humanos me agotan con su... mediocridad. Sus ojos encontraron los de ella mientras dejaba que la camisa se abriera completamente, revelando el torso que había explorado con demasiada familiaridad en encuentros anteriores. —No aprenden. No entienden que la resistencia solo prolonga su sufrimiento. Se desvistió con precisión casi mecánica, pero sus ojos nunca se apartaron de ella. Dejó caer la camisa al suelo con negligencia estudiada. Se sentó en el borde de la cama—su cama—para quitársela las botas, un gesto íntimo que transformaba el mueble de refugio en territorio compartido. El cuero se deslizó por sus piernas con un sonido suave que pareció demasiado alto en el silencio. Sus dedos encontraron el cinturón, liberando la hebilla con un clic metálico con esa parsimonia que la volvía loca. La espada cayó al suelo junto a la cama, al alcance de su mano pero ya no amenazante—un gesto que podría haber sido descuido pero que ambos sabían que era confianza absoluta. Se desvistió con precisión casi mecánica, pero había una consciencia en cada gesto de cómo ella lo observaba a pesar de sí misma. Cada prenda que caía era una declaración: aquí estoy, en tu espacio, reclamando no solo tu habitación sino tu atención, tu tiempo, tu aire. En pocos segundos quedó completamente desnudo, expuesto sin una pizca de pudor. Su cuerpo era una obra de arte violenta. Músculos definidos por siglos de entrenamiento militar, piel que había conocido tanto el sol de campañas mediterráneas como el frío de inviernos. Había poder en cada línea, una masculinidad que no necesitaba proclamarse porque se manifestaba en cada respiración. Era hermoso de la manera en que lo son los depredadores: letal, perfectamente diseñado para lo que hacía. Portugal apartó la vista, no por pudor—ya lo había visto cientos de veces desnudo en encuentros que prefería no recordar—sino porque contemplarlo tan cómodo en su habitación, haciendo de su refugio más íntimo un escenario para su poder, era una humillación que cortaba más profundo que cualquier herida física. Él lo notó, por supuesto. Siempre lo notaba todo. La forma en que evitaba mirarlo, como sus manos se cerraban en puños a sus costados, la manera en que su respiración se había vuelto ligeramente irregular. Y sonrió con esa satisfacción perezosa que la hacía querer gritar. —¿No vas a invitarme a tu cama? —preguntó, y había burla en su voz, pero también algo más oscuro. —Nunca —siseó ella. —Qué falta de hospitalidad después de todo lo que hemos compartido —murmuró—.Voy a acostarme de todas formas. El recuerdo de esos encuentros —de sus manos explorándola, de su boca marcando territorio en su piel, de la forma en que la había hecho temblar a pesar de su resistencia— la golpeó como una bofetada. La vergüenza la quemó desde adentro. Porque era cierto, y ambos lo sabían. Su cuerpo la había traicionado de formas que aún no podía perdonarse. —Vete —susurró, odiándose por cómo le tembló la voz. —Non. Y sin más ceremonia, él se recostó entre las sábanas que habían sido su santuario durante siglos. Lo hizo con la parsimonia de un rey tomando posesión de su trono, extendiendo su cuerpo sobre la seda blanca como si hubiera nacido para ocupar ese espacio. Se acomodó contra las almohadas con una naturalidad espantosa, sus brazos cruzados detrás de la cabeza en una pose que era pura masculinidad relajada, con el descaro de quien no necesita pedir permiso para nada. Las sábanas contrastaban con su piel, creando un cuadro que era imposible ignorar. Su pelo dorado se desparramaba sobre la almohada que había sido suya, marcando el lino con su esencia. —Acuéstate —ordenó, como si su obediencia fuera inevitable. —No pienso hacerlo. —No he pedido tu opinión —replicó, volviéndose hacia ella con una sonrisa perezosa—. Además, tienes frío. Puedo verlo en cómo tiemblas, en cómo tus pezones se marcan bajo esa camisola tan... reveladora. La mortificación la inundó al darse cuenta de que tenía razón, tapándose con los brazos. —Prefiero congelarme antes que tocaros. —Non, no es cierto —murmuró, y había una certeza en su voz que la asustó—. He observado cómo duermes. Cómo te acurrucas tratando de encontrar calor. Cómo despiertas tiritando. Tu cuerpo sabe lo que necesita, aún si tu orgullo se niega a admitirlo. Portugal lo fulminó con la mirada, reuniendo todo el odio que podía en una sola expresión. Lo odiaba con cada fibra viva, con cada gota de sangre que corría por sus venas. Lo odiaba por su arrogancia, por su belleza, por la forma en que había transformado su hogar en su reino personal. Pero el frío era real, cortante como cuchillos contra su piel. Siempre había odiado el frío, y él lo sabía. —Bastardo —murmuró, pero se acercó a la cama con rigidez. —Ese lenguaje, ma belle —la reprendió con falsa decepción—. ¿Es así como habla una dama? —No soy vuestra dama —gruñó, metiéndose en la cama tan lejos de él como le permitían las dimensiones del colchón, sin dignarse a mirar en su dirección, dándole la espalda como un acto final de desafío. Las sábanas estaban frías, pero al menos la protegían del viento que se filtraba por las ventanas. Francia esperó, con esa paciencia de depredador que había perfeccionado durante siglos. Luego extendió el brazo con lentitud, con la firmeza de quien nunca ha aprendido a aceptar negativas. Su mano encontró su cintura como si tuviera derecho divino a tocarla. La atrajo hacia sí con determinación férrea, venciendo su resistencia no con violencia sino con una fuerza implacable que no admitía discusión, como si fuera lo más natural del mundo. —¡Soltadme! —protestó ella, intentando zafarse. Pero sus brazos se cerraron alrededor de ella como grilletes de carne y hueso. Ella sintió su aliento en la nuca, el calor de su pecho contra su espalda, la forma en que su cuerpo se amoldaba al suyo con una familiaridad que la aterrorizaba. —No me abracéis —gruñó con voz seca, tratando de mantener la rigidez en sus músculos. Pero su cuerpo ya estaba traicionándola, relajándose involuntariamente contra el calor que él ofrecía. Era como acercarse a una hoguera después de horas en el frío: imposible resistirse por completo, no importa cuanto despreciara la fuente del alivio. —Hace frío, ma belle —murmuró él contra su cabello, su voz ronca de algo que podría haber sido sueño o satisfacción—. Y te he visto temblar. Su brazo se apretó ligeramente alrededor de ella, no para restringirla sino para acercarla más, moldeando su cuerpo contra el suyo como dos piezas de un rompecabezas diseñado por algún dios cruel. —Sé que no duermes. Y eso... me fastidia. Había verdad en sus palabras. Las ojeras bajo sus ojos, la palidez de su piel, la forma en que sus manos temblaban sutilmente—él había catalogado cada signo de su insomnio forzado con la atención de un estratega estudiando un mapa. —¿Por qué? —La pregunta se le escapó antes de poder detenerla—. ¿Qué os importa si duermo o no? Sintió su sonrisa contra su nuca. —Porque una prisionera exhausta es menos... entretenida. Y porque —su brazo se apretó ligeramente alrededor de su cintura— me gusta saber que estás cómoda. —¿Y crees que podré dormir abrazada al hombre que me ha encadenado? —replicó, pero su voz sonó menos firme de lo que esperaba. Su cuerpo estaba empezando a absorber el calor que él irradiaba, y con él, una relajación que no había experimentado en semanas. Era traición pura, pero era también supervivencia. —No lo estoy preguntando —murmuró él, ya instalado contra su espalda como si perteneciera allí desde siempre—. Te has portado bien estos días. Considéralo una recompensa. La palabra la quemó. Recompensa. Como si fuera una mascota que había obedecido órdenes, como si su docilidad forzada fuera algo que mereciera premio en lugar de la estrategia de supervivencia que realmente era. —Eu te odeio —susurró en portugués, las palabras escapándose como una oración amarga. (Te odio.) —D'accord—dijo él, y había diversión genuina en su voz—. Puedes odiarme entre mis brazos. El odio puede ser... excitante también. Ella intentó moverse, pero la mano de Francia la atrapó con una calma brutal, sin dejarle opción. La envolvió en su cuerpo, rodeándola con brazos y piernas como si ella fuese el único abrigo que necesitaba para sobrevivir a un invierno. Su pierna se deslizó entre las suyas, anclándola en su lugar. —No intentes nada esta noche —murmuró, su aliento cálido contra el punto sensible donde su cuello se encontraba con su hombro—. Estoy demasiado cansado para otra batalla contigo. Pero incluso mientras decía las palabras, sus manos no podían permanecer completamente quietas. Sus dedos trazaron líneas ausentes por su brazo, apenas roces que podrían haber sido accidentales si ella no conociera mejor su naturaleza calculadora. Ella no respondió, no podía. Permanecía tensa como una cuerda a punto de romperse, cada músculo gritando resistencia mientras su piel se rendía traicioneramente al calor que él ofrecía. Él, en cambio, ya había cerrado los ojos. Su brazo la rodeaba con una firmeza inquebrantable, como si incluso en sueños no fuera a soltarla. Y ella quedó allí, inmóvil, atrapada entre el hierro de sus brazos y el fuego de su propia traición. —¿Por qué disfrutas tanto en torturarme?—susurró. Se hizo un silencio largo, tenso. Cuando él habló de nuevo, su voz tenía una calidad diferente, más grave, más honesta de lo que había sonado en días. —Si esto es tortura para ti, ma chérie, entonces no sabes lo que es la verdadera tortura —murmuró—. Esto es... gentileza. —¿Me queréis como una muñeca muda a la que aferraros mientras roncáis? —preguntó, inyectando todo el desdén que pudo en su voz. —Quiero a Portugal entre mis brazos —murmuró, y había algo casi vulnerable en cómo lo dijo—, mientras el resto del mundo se arrastra a mis pies. La habitación volvió al silencio, pero era un silencio diferente ahora. Cargado de tensión, de calor compartido, de respiraciones que gradualmente se sincronizaban a pesar de sus mejores esfuerzos. Solo se oía el chasquido ocasional del aceite en la lámpara, el viento que se lamentaba entre las almenas como un coro fantasmal, y sus corazones latiendo a ritmos en conjunto.  La apretó contra sí, sellando su rendición con un suspiro profundo. Su barbilla encontró un lugar en su coronilla, como si hubiera estado diseñado para encajar ahí. No habló más. No se movió de forma obviamente posesiva. Solo la sostuvo, con esa confianza absoluta de quien sabe que ya ha ganado. Portugal se tensó una última vez, se resistió por puro instinto, porque aún quedaba en su cuerpo el eco de una voluntad que se negaba a quebrar completamente. Pero sabía que no tenía verdaderas opciones contra su fuerza, y más importante, contra su propia necesidad desesperada de calor. Y lo peor, lo más inquietante, era que esta vez él no buscaba una pelea. No buscaba provocarla con toques íntimos, ni castigarla con recordatorios de su poder, ni domarla con demostraciones de fuerza. Buscaba algo mucho más peligroso: compañía. Intimidad sin violencia visible. Algo que no necesitaba gritos ni cadenas, pero que era igual de invasivo, igual de absoluto. Algo que entraba en ella sin permiso, como el frío que ahora él aliviaba, como el aroma de su piel que ya estaba memorizando contra su voluntad. El frío. El maldito frío que había sido su tortura personal durante semanas. Desde que estaba prisionera no había conocido un solo momento de verdadero abrigo. Los vestidos que él le había proporcionado—escogidos personalmente, estaba segura—eran livianos, traslúcidos, cosidos para mostrar en lugar de proteger. Hermosos, cierto, pero completamente inadecuados para los inviernos atlánticos que conocía desde su infancia como nación. Su habitación, que una vez había sido un refugio cálido lleno de tapices espesos y alfombras persas, ahora era una celda elegante. Las ventanas habían sido parcialmente selladas "por su seguridad", pero el resultado era que las corrientes de aire se filtraban por lugares impredecibles, creando zonas de frío que no podía evitar. Las cortinas, aunque hermosas, eran más decorativas que funcionales. El fuego en la chimenea era un lujo que debía solicitar, y que a menudo se le negaba con excusas sobre la escasez de leña o la necesidad de mantener a los guardias cómodos. Dormía con el cuerpo entumecido, los músculos contraídos por el frío que se filtraba a través de su camisola fina. Si es que dormía. Porque el frío no la dejaba descansar realmente, solo caer en un duermevela agitado lleno de escalofríos y sueños fragmentados. Portugal no se movió durante largo rato, librando una batalla silenciosa consigo misma. Podía sentir cada punto donde su cuerpo tocaba el de él: su pecho amplio contra su espalda, su brazo pesado sobre su cintura, su respiración moviendo su cabello. El calor que él irradiaba no era solo temperatura—era una presencia viva, envolvente, que se filtraba a través de su piel y llegaba hasta sus huesos helados. Él siempre había sido así, incluso en los días diplomáticos cuando aún había respeto mutuo entre ellos. Una estufa humana, irradiando calor como si su sangre estuviera hecha de fuego líquido. Había algo casi sobrenatural en la constancia de su temperatura corporal, como si su metabolismo funcionara de manera diferente al de otras naciones. No había nada suave en aquel contacto, salvo la temperatura. Su abrazo era posesivo, territorial, diseñado para comunicar pertenencia más que afecto. Pero ese calor—maldito fuera—se filtraba en su piel, aflojando músculos que habían estado tensos durante semanas, derritiendo la armadura de hielo que había construido alrededor de su corazón y sus terminaciones nerviosas. Su piel se sentía como una hoguera constante, viva, casi insultante en su generosidad. Ese calor ahora la envolvía completamente, trepando por su espalda expuesta, llenándole el pecho con cada respiración compartida, derritiendo cada rincón endurecido por el frío perpetuo. Era una estufa de carne y hueso, de perfume masculino y intención calculada. Ella apretó los dientes hasta que le dolió la mandíbula, furiosa consigo misma por la debilidad que sentía crecer en sus extremidades. ¿Iba a rendirse al abrigo de su carcelero? ¿Al hombre que la había despojado de su tierra, de su bandera, de su nombre en los documentos oficiales? ¿Al mismo que la había paseado como trofeo por un salón lleno de generales hambrientos de poder y gloria? Sí. Porque tenía frío. Porque su cuerpo no podía soportar más noches de escalofríos. Porque el orgullo, descubrió con horror, no podía calentar huesos helados ni relajar músculos contraídos por la tensión constante. Con una rabia sorda dirigida tanto hacia él como hacia sí misma, como si cediera al filo de una espada que no podía evitar, se permitió relajar el cuerpo. Solo un poco. Solo lo suficiente para no quebrarse completamente bajo el peso de su propia resistencia. Francia sonrió contra su cabello. No abrió los ojos, no dijo nada, no hizo ningún gesto triunfal. Pero ella pudo sentir la curva de sus labios contra su cuero cabelludo, la satisfacción silenciosa que irradiaba como otro tipo de calor. Por supuesto que lo había sentido. Él la leía con una precisión que dolía, como si hubiera memorizado cada micro-expresión, cada cambio en su respiración, cada grado de tensión en sus músculos. Sabía de los temblores nocturnos que trataba de ocultar, del castañeo de dientes cuando creía estar sola, de cómo se abrazaba a sí misma en la penumbra buscando un calor que nunca llegaba. Lo había planeado todo—la temperatura de la habitación, la delgadez de sus ropas, incluso la hora de sus visitas—conociendo exactamente cuál sería el punto de quiebre de su resistencia al frío. Y ahora, finalmente, la sentía rendirse. No por amor, no por deseo, ni siquiera por miedo. Por pura, simple, humana necesidad. Él la apretó más fuerte contra su pecho, como si sellara un pacto tácito y desigual. Su brazo cruzó su cintura con más firmeza, su mano descansando peligrosamente cerca de su pecho. Su mentón descendió hasta apoyarse en su cráneo, inhalando el aroma de su cabello con una intimidad que era más invasiva que cualquier caricia sexual. No era ternura lo que expresaba su abrazo. Era posesión. Una declaración silenciosa de propiedad. —Bonne fille —susurró en un hilo de voz, tan bajo que casi podría haber sido parte de un sueño. Pero ella lo oyó claramente, y las palabras le llegaron hasta los huesos como una caricia humillante. Buena chica. Como si fuera una mascota que finalmente había aprendido su lugar. Como si su rendición al calor fuera exactamente lo que él había estado esperando durante días, semanas tal vez. Portugal no respondió. Mantuvo los párpados cerrados con fuerza, fingiendo no haber oído, aunque la frase resonaba en su mente como campanas. Buscó refugio en la oscuridad detrás de sus ojos, tratando de encontrar algún lugar mental donde pudiera esconderse de lo que estaba sucediendo. Pero era inútil. La rigidez que había mantenido como armadura se iba disolviendo, lenta, inexorable, como escarcha bajo una llama. Se sentía absurda. Rota. Contradictoria. Porque ese calor que ahora la rodeaba —ese calor de enemigo, de invasor, de verdugo— era el único que tenía. El único que le ofrecía un respiro. Una tregua silenciosa en medio del sitio que era su propia vida. Sus párpados se volvieron pesados a pesar de sí misma. Su respiración se acompasó lentamente con la de él. Y por primera vez en días, sintió que podía descansar realmente. Y sin embargo, esa noche durmió. Durmió por primera vez desde que estaba allí. No profundamente. No en paz. Pero sí con el cuerpo tibio, protegida del viento nocturno. Cubierta por un calor prestado, contaminado, pero absolutamente real. En sus sueños, soñó con fuego.
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