ID de la obra: 747

Guilty as sin

Het
NC-17
En progreso
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Mini, escritos 169 páginas, 89.471 palabras, 23 capítulos
Descripción:
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Capítulo 8

Ajustes de texto
La luz incierta del alba se filtraba con parsimonia entre las gruesas cortinas del castillo, pintando con un gris tenue los contornos de la estancia real que Francia había reclamado como propia. El fuego de la chimenea se había extinguido horas antes, dejando en el aire un frío húmedo y persistente que trepaba desde las losas de piedra hasta el lecho amplio, donde dos cuerpos yacían aún entre las sábanas de seda damascena revueltas. Por las ventanas altas se alcanzaba a divisar, en la distancia brumosa, las torres de Lisboa envueltas en la neblina matutina. La capital de Portugal yacía silenciosa bajo el dominio francés, sus calles patrulladas por soldados con uniformes azules y blancos que marchaban al compás de órdenes en un idioma extranjero. Portugal despertó en silencio. No abrió los ojos de inmediato. Sintió primero el calor ajeno contra su espalda, constante y envolvente, y luego el peso firme de un brazo que la ceñía con naturalidad, con esa arrogancia tranquila que tanto conocía. La respiración a su espalda era profunda, rítmica, demasiada controlada, demasiada consciente. Podía fingir estar dormido, pero ella lo conocía demasiado bien. Francia nunca dormía del todo cuando estaba en guerra. Sus sentidos, forjados en siglos de conflictos, permanecían alerta incluso en el reposo. Él e Inglaterra rara vez dormían profundamente. Era algo que compartían, mientras España podía perderse en sueños profundos, mientras Italia se abandonaba al descanso sin reservas, Francia e Inglaterra mantenían siempre una parte de su conciencia alerta, como si el reposo completo fuera un lujo que no podían permitirse, con un pie en el sueño y otro en la guerra, eternamente preparados para el siguiente conflicto que inevitablemente llegaría. El cuerpo de Francia estaba moldeado contra el suyo con la precisión de dos piezas de un rompecabezas, como una trampa. Su brazo izquierdo la rodeaba por la cintura, los dedos largos descansando peligrosamente cerca del valle entre sus pechos, tan cerca que podía sentir el calor irradiando desde sus palmas. Su pierna derecha se había deslizado entre las de ella durante la noche, creando una presión constante contra la unión de sus muslos que la estaba matando lentamente. Cada pequeño movimiento involuntario durante el sueño había aumentado la fricción hasta convertirla en una tortura dulce que la tenía húmeda y desesperada desde antes de despertar completamente. Estaba completamente desnudo, y cada centímetro de piel que tocaba la suya era como una marca incandescente. La sabana apenas cubría sus caderas, revelando su pecho se presionaba contra su espalda con cada respiración, los músculos pectorales definidos por siglos de empuñar espadas creando valles y montañas que su cuerpo había memorizado y su espalda ancha surcada por cicatrices pálidas—recuerdos de batallas olvidadas por los mortales pero grabadas para siempre en su piel. Su aliento, cálido y regular, le acariciaba la curva del cuello con una intimidad que le erizaba la piel. La camisa de dormir que ella llevaba se había convertido en poco más que una sugerencia durante la noche. Era de las pocas prendas que él le había permitido conservar, después de ordenar quemar sus vestidos en la plaza del palacio. La tela, humedecida por el calor compartido, se pegaba a cada curva de su anatomía como una segunda piel translúcida, marcando el contorno de sus pezones endurecidos por el frío matutino y la proximidad involuntaria, delineando la curva de sus caderas, creando sombras en los valles que él conocía mejor que ella misma. La tela se amoldaba también a la curva de sus caderas, delineando cada línea con precisión anatómica, creando sombras en los valles que él conocía íntimamente—la hendidura entre sus muslos, la curva donde su cintura se transformaba en cadera, el punto exacto donde su espalda baja se curvaba hacia sus glúteos. No era solo su cercanía. Era su peso, su calor, la seguridad con la que la sujetaba como si fuera algo suyo. Como si no fuera la representación de una nación conquistada, sino una amante que había elegido estar allí. Como si él tuviese derecho a reclamar no solo sus puertos y sus fortalezas, sino también su piel. Esa intimidad no era nueva para ella, no era la primera vez que despertaba así, envuelta en el calor de Francia como en una cárcel de seda. Durante los últimos siglos habían sido amantes ocasionales, una relación clandestina que había sobrevivido a guerras, tratados, alianzas matrimoniales reales y cambios de dinastía. Se habían encontrado en castillos neutrales durante las treguas, en posadas de camino donde hacían el amor con la desesperación de quienes sabían que la política los separaría de nuevo. Una de esas veces, había sido durante la Guerra de los Cien Años, en un castillo normando sitiado donde se suponía que ella negociaría la liberación de prisioneros. Él tenía entonces esa arrogancia juvenil de siempre, ella la fiereza de quien acababa de expulsar a los musulmanes de su territorio. Lo que comenzó como una disputa sobre términos de intercambio terminó con él levantándola sobre una mesa de roble y penetrándola con una urgencia que los sorprendió a ambos. Había sido brutal, rápido, desesperado—más una batalla que un encuentro amoroso. Ella le había clavado las uñas en la espalda con fuerza suficiente para dejar marcas que duraron semanas. Él había mordido su cuello con intensidad suficiente para crear un moretón que había tenido que ocultar con polvos durante el resto de las negociaciones. Ambos habían llegado al orgasmo con gritos que probablemente se escucharon en todo el castillo, mezclando maldiciones en portugués y francés con gemidos que expresaban siglos de frustración política convertida en hambre sexual. Desde entonces, habían desarrollado un patrón destructivo pero adictivo: se separaban por décadas, jurando que había sido la última vez, solo para encontrarse años después en alguna corte europea y terminar desnudos antes de que las velas del candelabro se consumieran. Era como una enfermedad crónica que ninguno de los dos había logrado curar, una atracción que trascendía la lógica alguna. Francia había convertido el sexo en un arte, en una sinfonía de sensaciones que podía durar días enteros. Había pasado semanas completas enseñándole cómo usar su boca para volverlo completamente loco—dónde aplicar presión con la lengua, cómo variar la velocidad de succión para mantenerlo al borde del orgasmo durante horas, qué combinación de movimientos de labios y dientes lo hacían gemir su nombre como una oración desesperada. Le había enseñado cómo mover sus caderas para maximizar la fricción cuando él la penetraba, cómo arquear la espalda en el ángulo exacto que permitía la penetración más profunda, cómo apretar sus músculos internos en el momento preciso para hacerlo perder el control completamente y embestirla con una intensidad que los dejaba a ambos exahustos durante días. Y él había aprendido su cuerpo con la dedicación obsesiva de un cartógrafo tratando de mapear un continente completamente desconocido. Había memorizado que si mordía suavemente el lóbulo de su oreja izquierda mientras susurraba obscenidades en francés, ella se derretía como cera al fuego, perdiendo instantáneamente cualquier pretensión de dignidad real. Que si trazaba círculos concéntricos con la punta de la lengua alrededor de su ombligo mientras sus manos acariciaban el interior de sus muslos, sus piernas se abrían involuntariamente sin importar cuánta resistencia mental intentara ofrecer. Había descubierto que si presionaba con el pulgar exactamente dos centímetros y medio a la izquierda de su clítoris mientras la penetraba con dos dedos curvados en un ángulo específico de treinta grados, podía hacerla correrse con tal intensidad que gritaba su nombre en tres idiomas simultáneamente—portugués, latín y francés—mientras su cuerpo se convulsionaba. Sabía que después del segundo orgasmo se volvía increíblemente sensible, y que si continuaba estimulándola podía llevarla a un tercer climax que la dejaba sollozando de placer y agotamiento, un desastre húmedo y tembloroso. Esos recuerdos eran precisamente lo que la estaba matando ahora. Porque su cuerpo reconocía cada señal, cada toque, cada respiración. Sus pezones se habían endurecido hasta doler bajo la tela húmeda, creando pequeños picos que sabía él podía ver perfectamente desde su posición. Entre sus piernas, una humedad traidora había comenzado a acumularse durante la noche, empapando la seda de su ropa interior hasta convertirla en poco más que una sugerencia húmeda, preparándose para una penetración que una parte primitiva de su cerebro esperaba como inevitable. Su mano se movió entonces—lenta, deliberada, con la confianza de quien conocía exactamente el efecto que causaría. Los dedos subieron desde su vientre, rozando la piel a través de la tela con esa familiaridad insultante que hablaba de cientos de caricias similares, de noches cuando ella le rogaba que no parara, que la tomara más fuerte, más profundo, hasta que el mundo se reducía a la fricción entre sus cuerpos y el sonido de piel contra piel. Levantando su camisa con dedos que conocían cada centímetro de su cuerpo. Como si no hubiera pasado nada. Como si pudieran volver a lo que fueron. O al menos, eso fingía. Pero Portugal lo conocía mejor que eso. Sabía que cada caricia era calculada, que incluso en la intimidad, Francia nunca dejaba de ser estratega, nunca jamás era inocente. Portugal apretó los dientes hasta que la mandíbula le crujió. Su cuerpo agradecía el calor de esa caricia, de esa mano firme que no temblaba, que había sostenido espadas y firmado tratados por igual. Y eso era lo peor. Lo insoportable. Porque su piel no sabía que estaba junto al enemigo. Al bastardo que había cruzado los Pirineos como una avalancha dorada, quemado sus archivos reales, tomado su cama como si también le perteneciera por derecho de conquista. Lo miró de reojo, con una mueca amarga que se perdía en la penumbra. Hasta dormido se comportaba como el emperador que su mortal Napoleón pretendía ser. Su mano ascendió más, bordeando el costado de sus pechos sin llegar a tocarlos directamente, creando una anticipación que era pura tortura. Sabía exactamente lo que estaba haciendo—la misma estrategia de seducción que había perfeccionado durante siglos, el arte de crear necesidad antes de satisfacerla. —Bonjour, ma rose des vents... —susurró él, voz de terciopelo rasposo, cerca de su oído. Su aliento se derramó sobre la piel sensible de su cuello como un escalofrío, seguido inmediatamente por el contacto húmedo de sus labios presionándose exactamente en el punto donde sabía que la enloquecía—justo debajo de la oreja, donde el pulso latía traicioneramente acelerado como tambores de guerra anunciando su rendición inminente. (Buenos días, mi rosa de los vientos.) No era un beso inocente. Era una reclamación territorial, una demostración de que recordaba exactamente cómo deshacerla. Su lengua emergió para trazar una línea húmeda sobre la arteria que palpitaba frenéticamente, saboreándola con la lentitud de quien degusta un vino que ha esperado décadas para abrir. Sin embargo, Portugal se revolvió con un gesto brusco de desprecio mudo que había perfeccionado en lo largo de siglos. No contestó, pero él no necesitaba respuesta. Nunca la había necesitado. El brazo que la rodeaba se tensó inmediatamente, manteniéndola exactamente donde él la quería, no admitía negociación—era el agarre de quien había decidido que ella le pertenecía y no tenía intención de permitir que eso cambiara, independientemente de lo que pudiera opinar su mente racional. —No finjas que no me extrañaste —continuó, su voz descendiendo hasta convertirse en un ronroneo que sentía directamente en los huesos—. Tu cuerpo me cuenta una historia diferente a la que tu boca se empeña en mantener. Su mano libre se deslizó bajo la sábana de seda, encontrando la piel desnuda de su muslo y acariciándola con patrones que habían perfeccionado durante décadas de encuentros clandestinos. Sabía exactamente cuánta presión aplicar, dónde sus dedos causarían el máximo impacto, cómo mover la mano para crear ondas de placer que se extenderían hasta su centro. Luego su mano ascendió lentamente, bordeando su costado con parsimonia, como si explorara un mapa que ya conocía de memoria, como si recorriera las costas que había conquistado. No había prisa en sus movimientos. Nunca la había. Francia se tomaba su tiempo, siempre, especialmente cuando sabía que tenía ventaja. —Estás temblando —observó con satisfacción evidente—, y no es de frío. Sus dedos se movieron más arriba, rozando el borde de encaje de su ropa interior—seda portuguesa bordada a mano por las monjas de Óbidos—y trazando el contorno sin llegar a traspasar la barrera, creando una fricción que la estaba matando lentamente. Su toque despertaba recuerdos traicioneros. El roce era suave, deliberado, despertando sensaciones que ella maldecía. Era la caricia de quien había seducido reinas y cortesanas, de quien había convertido la diplomacia en un arte de alcoba. No sabía qué la enojaba más: el tono cariñoso que usaba como si nada hubiera cambiado, como si fuera solo su amante y no su carcelero, o la presión del cuerpo ajeno que reclamaba familiaridad, o el hecho de que su propio cuerpo seguía agradecido por el calor que ahuyentaba los fríos atlánticos de su tierra, respondiendo como si fueran tiempos mejores. —Estás despierta, ¿verdad? —ronroneó junto a su oído, y su voz era grave, arrastrada por el sueño y de esa intimidad obscena que contrastaba con las invasiones—. Tu pulso se acelera cuando finges dormir. Portugal no respondió. Cerró los ojos con fuerza, como si eso pudiera transportarla de vuelta a tiempos mejores. Sin embargo, sentía el calor de su aliento en la piel. Sentía... otra cosa. Su erección matutina se presionaba insistente contra la curva baja de su espalda, dura, caliente, palpitando con un ritmo que coincidía exactamente con los latidos de su corazón acelerado. No había disimulo en la manera en que la buscaba como si su cuerpo reconociera el de ella como territorio propio pese a los años que habían pasado desde su último encuentro íntimo. —Tu sais que je me réveille toujours comme ça avec toi... —murmuró él, divertido, con esa risa baja que vibraba en su pecho desnudo. (Sabes que siempre amanezco así contigo.) Ella tragó saliva con rabia. Francia era un demonio disfrazado de diplomático. Un conquistador con modales de salón y voz de seda. Y en ese momento, con su cuerpo pegado al suyo, con ese descaro caliente y ese tono cómplice, parecía disfrutarlo todo: la provocación, la sumisión forzada, el fuego que se negaba a extinguirse entre ellos pese a las circunstancias. La longitud completa de su miembro se alineaba perfectamente con la hendidura entre sus glúteos, separada solo por la tela fina de su camisa de dormir, creando una intimidad que era simultáneamente familiar y absolutamente inapropiada dadas las circunstancias políticas actuales. Cada respiración profunda que él tomaba hacía que su pelvis se presionara más firmemente contra ella, un recordatorio constante y físico de lo que su cuerpo aún anhelaba pese a todos los esfuerzos de su mente por mantener la distancia emocional. El movimiento siguiente fue lento, deliberado: Francia la apretó aún más contra él, para que sintiera exactamente lo que le provocaba, antes de besarla con deliberada suavidad en la curva del cuello. Sus labios se demoraron ahí, chupando ligeramente, marcando territorio con la experiencia de quien conocía cada zona sensible de su piel. Sus manos ya inquietas comenzaron a explorar, recorriendo caminos que se tomaban libertades de conquistador, finalmente cruzando la barrera de seda, deslizándose bajo el encaje húmedo para encontrar directamente la piel ardiente y resbaladiza que había estado esperando. Sus dedos se movieron con la precisión de quien había memorizado cada pliegue, cada textura, cada punto de máxima sensibilidad. Los labios de su vagina estaban hinchados y separados, lubricados con tanta abundancia que sus dedos se deslizaron sin la menor resistencia. Su clítoris había emergido completamente de su capucha protectora, endurecido hasta el punto donde el más mínimo contacto enviaba descargas eléctricas por todo su sistema nervioso. —Déjà si mouillée, si prête pour moi —murmuró con satisfacción que bordeaba lo obsceno—. Y apenas he empezado. (Ya tan húmeda, tan lista para mí.) Portugal no pudo contener el gemido ahogado que escapó de su garganta cuando él la tocó directamente por primera vez en años. Su cuerpo se arqueó involuntariamente contra su mano como un arco tensado, buscando instintivamente más contacto, más presión, más de esas caricias expertas que habían definido su comprensión del placer físico durante siglos, traicionándola completamente ante el hombre que había conquistado su país y convertido su independencia en ceniza. Era exactamente como lo recordaba sus sueños más tortuosos—dedos largos y hábiles que se movían con propósito, conociendo exactamente dónde presionar para enviar descargas eléctricas por todo su sistema nervioso como una tormenta controlada. Encontró su clítoris hinchado con la precisión de un navegante experimentado siguiendo estrellas familiares, trazando círculos lentos y deliberados que la hicieron morderse el labio inferior hasta casi sangrar para no suplicar abiertamente como una mujer común. —Eso es —susurró aprobatoriamente contra su oído—. Déjame escucharte. Portugal lo miró con ojos fríos. Turquesas, duros como el mar en tempestad. Si hubiera tenido su espada, no habría dudado. Lo habría hundido sin remordimiento entre las costillas donde ahora sentía latir su corazón. Pero su cuerpo la traicionaba. Se arqueaba contra él involuntariamente. Su dedo medio se deslizó más abajo, navegando entre los pliegues húmedos hasta encontrar su entrada y rozarla con una ligereza calculada que la estaba enloqueciendo sistemáticamente. Estaba tan empapada que sus dedos se deslizaron sin la menor resistencia, pero él se detuvo justo en el borde de la penetración, manteniéndola exactamente en el precipicio del placer sin permitirle caer hacia la satisfacción que su cuerpo demandaba desesperadamente. Era una tortura exquisita que había perfeccionado durante siglos de seducción—crear necesidad hasta el punto de la desesperación antes de ofrecer alivio, mantener el control absoluto sobre el ritmo y la intensidad, usar el placer como herramienta de dominación tanto psicológica como física. Sabía exactamente cuánta estimulación aplicar para mantenerla al borde sin permitirle el orgasmo, cómo variar la presión para intensificar la sensación sin cruzar el umbral hacia la resolución. —Dime cuánto me extrañaste —susurró, su voz cargada de una autoridad que trascendía lo sexual y se adentraba en algo más profundo y peligroso—. Dime que pensaste en mis manos cuando otros te tocaron. Dime que ninguno te hizo sentir lo que yo te hacía sentir. Sus dedos se movieron en patrones hipnóticos que habían perfeccionado durante décadas de encuentros clandestinos—círculos lentos alternados con presión directa sobre su clítoris, rozando su entrada sin penetrarla, manteniéndola exactamente en el punto donde el placer se convertía en necesidad física desesperada que anulaba cualquier consideración racional o política. La presión era perfecta—lo suficientemente intensa para enviar ondas de sensación por todo su cuerpo, pero lo suficientemente controlada para evitar que alcanzara el orgasmo que su sistema nervioso demandaba con creciente urgencia. Era como ser torturada por un experto que conocía exactamente dónde estaban todos los límites y se deleitaba manteniéndola justo en el borde del abismo. Portugal luchó contra la tentación abrumadora de ceder completamente, de girar en sus brazos y suplicarle que la penetrara como había hecho tantas veces en el pasado, que la tomara con esa intensidad devastadora que la hacía olvidar temporalmente que existía algo más allá de la fricción entre sus cuerpos inmortales. Pero una parte diminuta pero obstinada de su mente que aún funcionaba racionalmente, que aún recordaba que este era el hombre que había conquistado militarmente su país, que había convertido su libertad nacional en una provincia más del imperio francés, la detuvo. —No voy a suplicarte como una cortesana común —consiguió articular entre dientes apretados, aunque su voz temblaba audiblemente con el esfuerzo sobrehumano de mantener algún vestigio de compostura mientras él continuaba torturándola con caricias que se volvían progresivamente más expertas y devastadoras. Francia rió—un sonido bajo, ronco y devastadoramente masculino que vibró directamente contra la piel sensible de su cuello como el rugido de un león satisfecho. —Oh, ma chérie précieuse —murmuró, aumentando ligeramente la presión de sus dedos hasta hacerla jadear audiblemente—. No necesitas suplicar todavía. Tu cuerpo ya está rogando por mí de maneras mucho más elocuentes que cualquier palabra. Escucha los sonidos que estás haciendo... escucha cómo tu respiración se ha vuelto irregular... siente cómo tus caderas se mueven contra mi mano buscando más contacto. (Oh, mi querida preciosa.) Deslizó dos dedos dentro de ella sin previo aviso alguno, penetrándola con un movimiento fluido y controlado que la hizo gritar de sorpresa y placer combinados. Sus músculos internos se contrajeron automáticamente alrededor de la intrusión inesperada, tan sensibles después de años sin intimidad, que cada milímetro de penetración enviaba ondas expansivas de sensación por todo su cuerpo como terremotos en miniatura. La sensación era abrumadora—la sensación de ser llenada después de tanto tiempo, la fricción perfecta de sus dedos moviéndose dentro de ella, la presión constante contra las paredes internas que había memorizado con precisión científica. Sus músculos se apretaron alrededor de él como si trataran de mantenerlo dentro permanentemente, creando una fricción que intensificaba cada movimiento hasta límites casi insoportables. —Putain, tu es si serrée —gruñó contra su cuello, su compostura agrietándose por primera vez esa mañana, revelando el hombre primitivo que existía debajo de siglos de refinamiento cortesano—. ¿Cuánto tiempo exacto ha pasado desde que alguien te penetró apropiadamente? (Joder, estás tan apretada.) Ella no pudo responder, no quiso responder. Se mordió el labio y cerró los ojos para evitar tener darle una respuesta, pero no hacía falta, él solo deseaba sus gemidos. Él comenzó a mover los dedos con un ritmo lento pero absolutamente implacable, curvándolos exactamente en el ángulo que sabía por experiencia la volvería completamente loca. Su palma se presionaba contra su clítoris hinchado con cada penetración, creando una fricción doble que la tenía gimiendo sin ningún tipo de control o dignidad, todos sus años de entrenamiento diplomático evaporándose ante la habilidad erótica que él había perfeccionado durante siglos. Era una sinfonía de sensaciones perfectamente coordinadas—la penetración rítmica de sus dedos curvados para estimular exactamente los puntos más sensibles, la presión constante de su palma contra su clítoris, el calor de su aliento en su cuello, el peso de su cuerpo manteniéndola exactamente donde él la quería. Cada elemento trabajaba en conjunto para crear una experiencia que trascendía el mero sexo físico y se adentraba en territorio casi espiritual. La penetración se volvió más profunda, más intensa, añadiendo variaciones en velocidad y ángulo que demostraban exactamente por qué había sido considerado el amante más hábil de toda Europa durante los últimos siglos. Sus dedos se movían como si estuviera ejecutando una composición musical compleja, variando ritmo y presión para crear crescendos y diminuendos de placer que la mantenían constantemente al borde del orgasmo sin permitirle alcanzarlo. Sus dedos se movieron considerablemente más rápido ahora, más profundo, añadiendo un tercero que la estiró deliciosamente hasta el punto donde placer y dolor se fusionaron en una sensación indescriptible. Su pulgar encontró su clítoris hinchado y comenzó a trazar círculos precisos que habían perfeccionado durante décadas de exploración mutua, creando un patrón de estimulación que sabía por experiencia la llevaría al orgasmo en cuestión de minutos, que la tenían retorciéndose contra él. —Voy a hacerte correrte ahora —anunció con la confianza de quien nunca había fallado en cumplir una promesa sexual—. Vas a correrte en mis dedos como solías hacer, y vas a gritar mi nombre como si fuera una oración. Le besó el hombro, luego más abajo, donde sabía que ella era más sensible. Lento. Estudiado, mientras sus dedos seguían el implacable asalto. —No hace falta que me agradezcas —dijo él en voz baja—. Sé que no querías pasar la noche sola y con frío. Además... —se detuvo, sus dedos trazando círculos sobre su clítoris hinchado—, ambos sabemos que soy excelente para hacerte entrar en calor. Portugal sintió cómo su cuerpo entero se tensaba como una cuerda de violín a punto de romperse, acercándose peligrosamente al borde del abismo donde perdería completamente el control y se convertiría en la criatura desesperada de necesidad pura que él siempre conseguía crear con su habilidad devastadora. Cada caricia la acercaba exponencialmente más al punto de no retorno, donde su cuerpo tomaría control completo y la obligaría a experimentar un orgasmo que sabía sería tan intenso que la dejaría irracional durante varios minutos, exactamente como él quería. Sus músculos internos comenzaron a contraerse en los patrones rítmicos que precedían al climax, enviando señales urgentes al cerebro que cortocircuitaban cualquier pensamiento racional. Su respiración se volvió errática, su corazón latía tan fuerte que estaba segura de que él podía sentirlo contra su pecho, y entre sus piernas la tensión se acumulaba como vapor en una caldera a punto de explotar. —Au final, tu reviens toujours vers moi... —murmuró contra su piel, sin hacer el menor ademán de soltarla o retirar los dedos que aún se movían lentamente dentro de ella—. No importa cuánto tiempo pase, no importa qué guerras se interpongan. (Al final, siempre vuelves a mí.) Fue entonces cuando ella se giró bruscamente, escapando del abrazo y de sus dedos intrusos, aunque sin enfrentarlo del todo, con la respiración completamente agitada y la cara enrojecida. Lo entendía. Por fin lo entendía. No era solo vigilancia. No era solo castigo. Era él manipulando su historia, usando su pasado como amantes para desarmarla. Sabía exactamente cómo tocarla, dónde besarla, qué palabras usar para hacerla ceder. Y lo estaba usando todo contra ella. Quería acostarse con ella. En todos los sentidos. Quería poseerla como había poseído sus puertos, sus rutas comerciales, sus alianzas. No habían sido amenazas vacías frente a sus comandantes; era su verdadero objetivo. Por eso los vestidos quemados. Por eso dejarla con ropa insuficiente para el frío atlántico. —Mmm... toujours aussi belle au réveil —murmuró él, incorporándose sobre un codo para observarla mejor, con esa voz rasposa de deseo contenido, mientras se lamia sus dedos, saboreándola—. ¿Sabes cuánto te he extrañado en mi cama? (Siempre tan hermosa al despertar.) Sus ojos la recorrían con hambre apenas disimulada, desde el cabello enmarañado hasta sus pezones erectos y la humedad de sus piernas. Era la mirada del amante que conocía cada centímetro de su piel y planeaba reclamarla nuevamente. Claramente, se le notaba molesto por la interrupción en el momento más crítico. —Y tú no sabes lo repulsivo que suenas cuando hablas como si esto fuera una reunión romántica —respondió ella temblando, sin saber si era rabia o deseo, su voz sonaba ronca y quebrada por la excitación sexual. — J'aime quand tu es en colère. La ira te sienta como una corona. (Me gusta cuando estás enojada.) Francia rió, bajo y grave, con una calidez peligrosa. —Por favor, no finjas que no extrañas esto. Anoche temblabas, pero no solo de frío. Tu cuerpo me reconoce, ma chérie. La verdad era insoportable y ella lo sabía. Había dormido. Y peor aún: había descansado. El cuerpo, maldito traidor, había cedido a ese calor, a ese roce, y no había tenido las pesadillas que la atormentaban desde la llegada de las tropas francesas. Todo lo contrario: había soñado con manos expertas y bocas que sabían exactamente dónde tocar. Sueños donde sus manos la acariciaban como antes, donde sus bocas se encontraban con la desesperación de siempre. Se había despertado húmeda y avergonzada, odiándose por desear al hombre que había conquistado su país. Se incorporó apenas, intentando escapar de su agarre, pero seguía atrapada por brazos que conocían exactamente cómo sostenerla. Francia no parecía incómodo por su resistencia. La conocía lo suficiente para saber que era parte del juego entre ellos. Ladeó la cabeza, observándola con la serenidad de quien no teme el rechazo, de quien ha convertido la resistencia en preludio. —Peut-être devrais-je dormir ici toutes les nuits —musitó, y había una promesa en esas palabras—. Qué error no haberlo hecho antes. (Tal vez debería dormir aquí todas las noches.) Portugal lo fulminó con la mirada, reuniendo toda la dignidad que le quedaba. —¿Te excita tanto saber que tengo frío que planeaste esta humillación solo para ser mi estufa personal? ¿Es así como el gran seductor de Europa obtiene sus conquistas? Él sonrió, despacio, con esa sonrisa que había provocado guerras. —Si cela suffisait, je t'aurais laissée nue —respondió con brutal honestidad—. Pero non, ma chère. Je suis généreux. Te dejé una camisa. De nada. (Si eso bastara, te habría dejado desnuda. Pero no, querida. Soy generoso.) Extendió la mano para apartarle un mechón de cabello castaño de la mejilla, con los mismos dedos que antes estaban jugando dentro de ella, los mismos dedos que habían firmado el destino de naciones. Ella le apartó la mano de un manotazo seco que resonó en el silencio matutino. —¿Siempre haces esto? ¿Te acuestas con tus enemigos como parte de tu estrategia militar? La sonrisa de Francia se hizo más ladina, casi perezosa, cargada de recuerdos que ella prefería no imaginar. —Le sexe et la guerre, c'est la même chose, mon ange —murmuró, con esa filosofía que había aprendido en siglos de conflictos y alianzas—. Seducción, estrategia, conquista... todo requiere la misma habilidad. Aunque para tu tranquilidad, solo me acuesto con los más interesantes. Los más... valiosos. (El sexo y la guerra es lo mismo, mi ángel.) Su mirada descendió, lentamente, sin pudor, hacia su pecho, donde la tela fina se pegaba al por el calor. Portugal se irguió apenas, en tensión, como un animal acorralado que aún conserva su dignidad, sintió el hielo recorrerle la espalda. No era solo arrogancia masculina. Lo decía en serio. Había una metodología en su seducción, una estrategia tan cuidadosamente planeada como sus campañas militares. Sabía perfectamente que él e Inglaterra se acostaban con la misma facilidad con la cual se declaraban la guerra, como si las camas y los campos de batalla fueran extensiones de una misma danza ancestral. Pero nunca se imaginó que era algo general que hacía Francia, pensaba que era exclusivo de su relación tormentosa con Inglaterra. No es que nunca ella y él se hubieran enfrentado en el campo diplomático, simplemente jamás creyó que el francés estuviera interesado en ella más allá de su alianza estratégica con Inglaterra, más allá de sus puertos atlánticos. Ella no se movió y él no bromeaba. Y también estaba excitado. Podía sentirlo contra su muslo, duro y firme. Francia no lo ocultaba, ni se molestaba en fingir diplomática indiferencia; todo lo contrario, la apretaba cada vez más contra su pecho, su mano apretando su muslo y enredando sus piernas para tener un mejor ángulo, para que ella sintiera exactamente lo que provocaba en él, para continuar lo que había empezado. Y entonces, antes de que pudiera avanzar más en sus intenciones, un golpe seco retumbó en la puerta de roble tallado. Alguien llamaba. Con urgencia militar que no admitía demoras. —Merde —murmuró Francia contra su cuello—. Pas maintenant. (Joder. Ahora no.) Portugal se incorporó con rigidez, el cabello desordenado cayéndole por los hombros desnudos como una cascada castaña. Iba a apartarlo, a reclamar el poco control que aún sentía tener sobre sí misma y sobre su territorio. Pero en cuanto intentó levantarse del lecho, una mano firme la rodeó por la cintura, atrapándola con una fuerza serena y peligrosa, como si su cuerpo no pesara más que un suspiro, como si fuera una muñeca de porcelana en manos de un coleccionista. —Où crois-tu aller? —susurró peligrosamente, su voz adquiriendo matices de amenaza que no habían estado presentes momentos antes. (¿A dónde crees que vas?) Ella intentó resistirse, empujarlo con las palmas temblorosas, pero su agarre era acero forrado en seda. Nada en él estaba relajado. Era puro control disfrazado de caricia. —Quiero vestirme —espetó entre dientes, la furia contenida palpitando bajo la piel como tambores de guerra—. Quiero recibir a tus soldados con la dignidad que me corresponde. —Non. Te quedas exactamente donde estás —la interrumpió, apretándola más contra él hasta que pudo sentir cada músculo de su torso presionándose, sin permitirle el más mínimo movimiento—. Deseas huir de mi cama y eso, ma chère, no va a ocurrir. No esta mañana. Ni ninguna otra. El aire olía a cera derretida de las velas que habían ardido toda la noche, a vino de Oporto derramado y ahora también al almizcle del deseo masculino que impregnaba las sábanas y su propio deseo. Ella apretó los ojos con fuerza, maldiciéndose. Maldito su cuerpo que aún respondía a ese calor como si fuera el sol que necesitaba para sobrevivir. Maldita su piel que se erizaba ante cada roce y se apretaba contra él, contra su dureza, traicionándola con cada latido. Sin embargo, la puerta de roble se abrió de golpe con estrépito militar. La puerta se abrió sin ceremonia alguna, revelando un soldado joven con el uniforme azul y blanco impecable pese a haber cabalgado obviamente toda la noche para entregar noticias urgentes. Sus ojos se abrieron como platos al encontrarse con la escena—el mariscal del imperio completamente desnudo en la cama real con la personificación de Portugal, obviamente interrumpiendo algo extremadamente íntimo—antes de clavarse inmediata y mortificadamente en el suelo de mármol pulido como si hubiera encontrado algo fascinante en los patrones geométricos. Portugal sintió cómo el rubor le subía desde el pecho hasta las mejillas como lava volcánica, una humillación ardiente que se intensificaba exponencialmente por el hecho de que aún podía sentir la humedad persistente entre sus piernas, evidencia líquida de lo peligrosamente cerca que había estado de correrse en los dedos del hombre que había destruido su independencia nacional. Apenas alcanzó a buscar la sábana caída, sintiendo el camisón fino como agua adherido a su piel, revelador, inútil para mantener cualquier resto de dignidad real. No llegó a cubrirse. Francia la rodeó con ambos brazos, inmovilizándola contra su torso desnudo, como una serpiente que no suelta a su presa, como un amante que exhibe su conquista más preciada. Francia no mostró pudor alguno por su desnudez completa o por la situación comprometedora. Si había algo, parecía genuinamente disfrutar de la incomodidad visible del soldado, exhibiendo su conquista más íntima y personal como si fuera un trofeo de guerra particularmente valioso y significativo que merecía ser admirado por sus subordinados. Era una demostración de poder que iba mucho más allá de lo sexual—era la exhibición de un conquistador que había logrado poseer no solo el territorio de una nación, sino a la propia esencia femenina de esa nación de una manera que trascendía completamente la mera ocupación militar, como si cada detalle fuera parte de una representación destinada a dejar claro quién mandaba en Portugal ahora. —Monsieur le Général... —balbuceó el soldado, sin atreverse a alzar la vista del suelo de mármol, donde los patrones geométricos parecían de repente fascinantes. El tono militar no admitía demora. Era el tipo de urgencia que había aprendido a reconocer durante siglos de campañas—algo había salido mal, algo que requería su atención inmediata. —Parlez rapidement —ordenó sin soltarla, su voz cargada de autoridad imperial—. Y que sea rápido. Estaba ocupado con asuntos importantes. (Hablen rápidamente.) El soldado tragó saliva audiblemente, claramente luchando contra el impulso de alzar la vista, antes de entregar su mensaje con la precisión de un profesional militar entrenado: Portugal sintió el calor le subía por el cuello como una lengua de fuego. De rabia. De vergüenza. De algo más que se negaba a nombrar. Quiso morderlo. Quiso hundirle las uñas en el pecho como había hecho con los corsarios berberiscos en siglos pasados. Pero no lo hizo. No todavía, porque probablemente eso lo hubiera excitado más, y porque había aprendido que con Francia la resistencia directa solo alimentaba su apetito de conquista. Solo giró el rostro, furiosa, evitando que el soldado viera su expresión. O su humillación. O la traición de su propio cuerpo que seguía respondiendo al calor invasor. El joven oficial habló deprisa, con voz tensa que revelaba la gravedad de las noticias, mientras sus manos temblaban contra la empuñadura del sable. —Mon général, han llegado noticias de Madrid. El pueblo se ha alzado en masa contra el rey José Bonaparte. Los madrileños atacan nuestras patrullas en las calles. Han tomado el Palacio Real y ejecutado a varios colaboradores. España... España está en rebelión abierta contra el imperio. El silencio que siguió fue tan denso como plomo fundido, cargado de implicaciones que ninguno de los tres hombres presentes se atrevía a verbalizar completamente. Francia no reaccionó inmediatamente a las noticias que efectivamente significaban que su control sobre la península ibérica se estaba desmoronando. Su mirada permaneció clavada en el perfil de Portugal con una intensidad laser, como si estuviera evaluando algo mucho más complejo que simple inteligencia militar. Sus dedos se movieron casi imperceptiblemente contra la piel de su vientre—una caricia aparentemente casual pero cargada de significado territorial profundo. Era como si estuviera marcando físicamente su propiedad antes de partir a defender militarmente otros frentes de su imperio que se tambaleaba. Finalmente, con la lentitud deliberada de quien nunca se apresura, permitió que Portugal se apartara. Pero no antes de inclinarse y susurrar algo al oído que solo ella pudo escuchar: —Nous continuerons ceci à mon retour. (Continuaremos esto a mi regreso.) Portugal se apartó de un salto, aprovechando la distracción como una experta en estrategia militar. Recogió la sábana con movimientos que intentaban parecer dignos pese a la prisa, casi desesperados, y se cubrió lo mejor que pudo. Había dignidad aún en su porte, aunque los labios ya se le curvaban en una sonrisa fría que prometía venganza. Portugal sintió cómo algo parecido a la esperanza comenzaba a encenderse en su pecho por primera vez desde la ocupación francesa. —España... —murmuró él, con una nota de tedio que no alcanzaba a ocultar el brillo peligroso que acababa de encenderse en sus ojos azules—. Siempre tan dramático, Tan... apasionado. Cuando logró girarse hacia él después de cubrirse adecuadamente, había algo completamente nuevo en su expresión— una sonrisa pequeña pero genuina que sugería que las reglas del juego político acababan de cambiar fundamentalmente. Su cabello enmarañado enmarcando un rostro donde brillaba algo peligroso, las mejillas encendidas por más que el frío. —Parece que España está recordando que es una nación, no una provincia francesa —dijo, y había música en su voz, la melodía dulce de la posibilidad—. Y donde España lidera, otros países pueden seguir. Tu imperio no es tan invencible como pretendes. Francia se incorporó sin prisa, sin pudor, cada movimiento calculado para impresionar. El cuerpo erguido mostraba los músculos delineados por la luz dorada que entraba por las ventanas, las cicatrices pálidas que contaban historias de batallas en Austerlitz, en Jena, en Wagram. No se molestó en cubrirse. Era un espectáculo de poder masculino, y lo sabía. El soldado bajó aún más la mirada, como si el suelo de mármol fuese su única salvación contra una visión demasiado íntima del poder. Francia la miró con nueva atención. Esa chispa cruel, traviesa, centelleaba en sus ojos azules... pero también algo más. Un brillo más oscuro, más afilado, como acero recién forjado. Como si la idea de un pueblo rebelde fuera un desafío delicioso, como si el combate despertara algo en él que ni siquiera el placer carnal lograba saciar del todo. —Alors, tendré que ir a cerrárselos —respondió, y había hielo en su voz ahora, la promesa de la violencia que había convertido a Europa en su tablero de ajedrez—. Madrid necesita recordar las reglas del juego. (Entonces) El soldado se retiró con más premura que protocolo, cerrando la puerta tras de sí con un sonido que resonó como un portazo del destino. Y cuando quedaron solos en la penumbra dorada, Portugal se giró con brusquedad, los ojos brillando como cristales rotos por la luz del amanecer. Se liberó de la sábana lo justo para alzar una mano y señalarlo con el dedo, recuperando algo de la autoridad real que había ejercido durante siglos. —¿Era necesaria esa exhibición? ¿Humillarme frente a tus soldados forma parte de tu estrategia de conquista? Francia se estiró lentamente hacia ella, como un depredador que ha identificado exactamente la presa que quiere. Su sonrisa era pura arrogancia masculina mezclada con algo más oscuro. —Il est toujours utile de rappeler à mes troupes que ce qui m'appartient... m'appartient —murmuró, y extendió una mano para acariciar su mejilla con una posesividad que la hizo temblar—. Y tú, ma chère Leonor, me perteneces ahora. Como tu tierra, como tus puertos, como tus secretos. (Siempre es útil recordar a mis tropas que lo que me pertenece, me pertenece.) La promesa en sus ojos era tan clara y amenazante como una declaración formal de guerra.
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