"He's a paradox
I'm seeing visions, am I bad?
Or mad? Or wise?"
Portugal no le dirigió la mirada, aunque podía sentir sus ojos azules clavados en ella como brasas ardientes que traspasaban siglos de historia compartida. Se incorporó lentamente, con la dignidad estudiada de quien ha aprendido que cada gesto puede ser interpretado como rendición o resistencia, envuelta aún en las sábanas de seda italiana que se adherían a su piel húmeda como una segunda piel. El cabello castaño le caía en desorden sobre los hombros desnudos, algunos mechones pegándose a su cuello por el sudor que había generado la tensión sexual interrumpida, creando líneas oscuras contra la piel oliva que sabía perfectamente que él podía ver. El camisón de lino blanco, empapado por el calor corporal compartido y la excitación que aún palpitaba entre sus piernas como un eco persistente, se le pegaba a cada curva con una transparencia que la hacía sentirse más desnuda que si no llevara nada puesto. La tela marcaba cada línea de su silueta—la curva de sus caderas que sus manos habían acariciado minutos antes con la familiaridad de quien conoce cada rincón de un territorio conquistado, el contorno de sus pezones que seguían endurecidos pese a sus esfuerzos por controlar las reacciones de su cuerpo traicionero.. La sensación de sus labios aún ardía en su piel como marcas invisibles, y cada respiración le recordaba la humedad que él había dejado en sus piernas. Pero no se permitió flaquear. Nunca ante él. Francia se había levantado del lecho con la languidez felina de un depredador saciado, consciente de que su presa no podía escapar realmente. Se movía con esa despreocupación estudiada e irritante que reservaba para los momentos en que sabía con certeza absoluta que tenía el control, cuando sus ejércitos marchaban victoriosos y sus enemigos temblaban. Ya llevaba los pantalones de lana francesa, sujetos con una faja militar de cuero negro adornada con el águila imperial, pero su torso seguía desnudo, tallado en claroscuros por la luz grisácea que entraba oblicua por los ventanales emplomados. Los músculos de su espalda se flexionaban con cada movimiento, creando sombras que se deslizaban por su piel como agua. Vestía como si el mundo pudiera esperar por él, como si las crisis imperiales fueran interrupciones menores. Portugal lo observaba por el rabillo del ojo, sin querer ceder, aunque por dentro cada gesto suyo la hacía temblar con una mezcla de furia y deseo que había aprendido a camuflar durante sus largos años de existencia. La tensión sexual que se acumulaba en su vientre bajo como una tormenta a punto de estallar. Su cuerpo recordaba cada caricia, cada presión de sus dedos, y traicioneramente respondía al simple espectáculo de verlo moverse. El pulso se le aceleraba cuando él extendía los brazos para tomar la camisa, cuando los músculos de su torso se tensaban, cuando echaba la cabeza hacia atrás para apartar el cabello de la frente. Y él bastardo lo sabia. Él se abrochó la camisa con lentitud deliberada, uno a uno los botones, alisando el paño con manos expertas que conocían tanto la guerra como el placer. Se peinó con los dedos, dejando caer un mechón rubio rebelde sobre la frente, con estudiada displicencia. Y entre cada movimiento, la miraba. Como quien mira un secreto que ya ha desvelado, un misterio que ha resuelto. —¿Disfrutando del espectáculo, ma belle?— murmuró sin voltear completamente, su voz cargada de esa arrogancia que había perfeccionado durante siglos. La forma en que sus ojos azules se demoraban en cada parte de su cuerpo visible a través del camisón translúcido hizo que Portugal sintiera una oleada de calor que se extendía desde su núcleo hacia cada terminación nerviosa. Sus pezones se endurecieron aún más bajo esa mirada, y odiaba cómo su cuerpo respondía tan predeciblemente a él, cómo la humedad entre sus muslos se intensificaba simplemente por la manera en que él la observaba mientras se vestía. Sin embargo, Portugal apretó los labios, negándose a darle el placer de una respuesta. Cuando al fin estuvo vestido por completo —las botas altas bien ceñidas, la chaqueta azul impoluta con los bordados dorados que proclamaban su grandeza, los guantes de cuero a medio poner, la espada colgando al costado con arrogancia natural—, se acercó a ella sin decir palabra, cada paso calculado como una jugada de ajedrez. Portugal mantuvo la cabeza alta. No lo miró. Su rostro era una máscara de dignidad, perfeccionada durante siglos de humillaciones y victorias. Pero su orgullo, tan antiguo como sus fronteras, no lo disuadió. Francia se detuvo frente a ella, lo suficientemente cerca para que su aroma la envolviera—cuero, metal, vino caro y algo indefiniblemente masculino que la hacía querer inhalar más profundamente. Lo suficientemente para que invadiera sus sentidos. —Mírame—su voz era comandante, cargado de siglos de autoridad. —Não. Una negativa en su lengua natal, el portugués brotó de sus labios como una declaración de independencia, como un recordatorio de que ella había existido antes que sus ambiciones imperiales y que lo seguiría haciendo. Francia sonrió—esa sonrisa peligrosa que había visto caer imperios. —Olvidé lo obstinada que puedes ser. Es... estimulante. En silencio, inclinó el rostro. Sus manos, tibias y decididas, le tomaron la cara con una ternura que contrastaba brutalmente con la intensidad de su mirada o con las cadenas que él había impuesto alrededor de su territorio. Los pulgares rozaron sus mejillas con una suavidad que envió escalofríos por toda su columna vertebral. Y entonces la besó. No fue un beso impetuoso. Fue lento, deliberado. Un beso que no pedía consentimiento porque lo consideraba ya dado. Sus labios se movieron contra los de ella con una habilidad que hablaba de experiencia, aplicando la presión exacta, el ritmo perfecto para hacerla derretir. Su lengua rozó el labio inferior de Portugal, un toque tan ligero que podría haber sido accidental, pero ella sabía que nada en él era accidental. Portugal permaneció inmóvil un instante. Todo su cuerpo se rebelaba contra la traición de sus propias reacciones. El calor se acumulaba en su vientre, irradiando hacia sus extremidades. Sus labios comenzaron a responder involuntariamente, moviéndose contra los de él con una necesidad que la aterrorizaba. Pero no se movió. Porque algo en ella —algo traidor, algo visceral— respondió completamente, el mismo sentimiento que respondió en la cama cuando él la tocó antes de ser interrumpidos por el soldado. La misma punzada de deseo que se intensificaba ahora, haciéndola sentir vacía y llena al mismo tiempo. La misma punzada de deseo que no se atrevía a admitir, ni siquiera en la soledad de sus noches eternas. Cuando él se apartó, lo hizo con esa sonrisa de triunfo que la volvía loca. Podía ver en sus ojos que había sentido su respuesta, que había notado cómo su respiración se había vuelto irregular, cómo su cuerpo se había inclinado inconscientemente hacia el suyo. Ella lo fulminó con la mirada, envuelta aún en la sábana, el orgullo intacto aunque manchado por dentro. Su respiración era irregular, su piel aún ardía donde él la había tocado, sus piernas temblaban de excitación que la hacía sentir como si fuera a explotar si él no la tocaba de nuevo. Y lo aborrecía. —Procura no provocar más rebeliones mientras estoy ausente —dijo Francia, con esa ligereza suya que siempre escondía un filo acerado, mientras se colocaba el último guante. Portugal entrecerró los ojos, cada palabra una provocación que hacía que la sangre le hirviera en las venas. Pero no dijo ninguna palabra. No se atrevía a hablar, porque sabía que su voz la traicionaría y revelaría el efecto que él tenía sobre ella. —¿No tienes nada que decirme, ma chère? —insistió él, jugando con el guante que aún no se había colocado. Sus dedos se movían con una gracia que era puramente sensual, y Portugal no pudo evitar recordar cómo esos mismos dedos se habían sentido sobre su piel. Ella lo miró al fin, directamente a esos ojos azules que habían visto caer dinastías, la voz baja pero firme como el acero templado en las forjas de Toledo: —Sim. Que ojalá España te arranque la cabeza. Francia dejó escapar una risa breve, limpia, sin sombra de ofensa. Lo complacía. Esa mujer era fuego. Fuego puro e indomable. Y a él le encantaban los desafíos imposibles, las conquistas que requerían más que fuerza bruta. Y sin previo aviso, volvió a inclinarse. El segundo beso no fue un gesto de despedida casto como el primero. Fue más profundo, más despiadado. Sus labios se aplastaron contra los de ella con una intensidad que robó todo el aire de sus pulmones. Su lengua se deslizó entre sus labios antes de que pudiera protestar, explorando su boca con una posesividad que hizo que sus rodillas temblaran. Fue un beso que sabía a dominación y a promesa oscura, como si quisiera grabarse no solo en su garganta sino en cada fibra de su ser, como si dijese: piensa en mí incluso cuando quieras odiarme, porque yo estaré pensando en ti mientras conquisto el mundo. Sus manos se enredaron en su cabello húmedo, manteniéndola exactamente donde la quería mientras su boca la reclamaba completamente. Portugal sintió cómo su cuerpo se arqueaba involuntariamente hacia él, cómo sus manos se aferraban a las sábanas para evitar agarrarse a su chaqueta. La humedad entre sus piernas se intensificó hasta volverse casi dolorosa, y un gemido amenazó con escapar de su garganta. Cuando él se separó al fin, con esa expresión autocomplacida que tanto detestaba, relamiéndose los labios como quien saborea algo exquisito, ella lo aborreció con cada fibra de su ser por desearlo tanto. Sus labios se sentían hinchados, sensibles, y podía saborear la esencia de él en su lengua. —Para que no me olvides mientras estoy lejos, chérie —susurró él, la voz como terciopelo envenenado. Su aliento rozó sus labios húmedos, enviando otro escalofrío por su columna vertebral. Portugal lo miró con la mandíbula tensa, la garganta seca, la furia pulsándole en las sienes y su cuerpo deseando traidoramente más. El calor se había extendido por todo su cuerpo, concentrándose especialmente en su núcleo, donde una necesidad desesperante palpitaba con cada latido de su corazón. —Me das náuseas —murmuró, con la voz rasposa, como si el odio le quemara las cuerdas vocales.—. Tu simple existencia me repugna. —Mejor que la indiferencia, ¿non?—Su sonrisa se amplió, mostrando dientes blancos y perfectos—. La indiferencia sería... aburrida. Y tú y yo,ma belle, nunca hemos sido aburridos. Esa sonrisa suya, arrogante, que parecía reírse no solo del mundo entero, sino de los dioses que habían creado a las naciones para atormentarse eternamente entre ellas. Sus ojos se demoraron deliberadamente en sus labios hinchados, en la forma en que el camisón se había deslizado ligeramente de su hombro, exponiendo más piel. Portugal permaneció inmóvil mientras él se alejaba, la capa ondeando tras sus pasos. Cada paso que él daba parecía alejarse no solo físicamente sino llevarse consigo el calor que había generado en su cuerpo. Abrió la puerta con la seguridad de quien sabe que todos lo esperan. Y antes de cruzar el umbral, dijo con una calma helada: —Ah, y Leonor... —su voz flotó en el aire como una caricia venenosa—. La próxima vez que nos veamos, no habrá interrupciones. Te lo prometo. Sus ojos la recorrieron una última vez, una mirada que parecía desnudarla más completamente que si le hubiera arrancado el camisón, cargados de promesas que eran tanto amenazas como seducción. Y desapareció. Portugal quedó sola. El corazón le martilleaba en el pecho con una intensidad que parecía hacer eco en todo su cuerpo. Los labios aún húmedos, sensibles, marcados por la intensidad de sus besos. Su cuerpo entero pulsaba con una necesidad insatisfecha que la hacía sentir como si hubiera quedado suspendida al borde de un precipicio. Se llevó una mano temblorosa a la boca, no para borrar el rastro sino porque sus labios se sentían extrañamente vacíos sin los de él presionándolos. El camisón se adhería a su piel sudorosa, especialmente alrededor de sus pechos y entre sus muslos, donde la excitación había dejado una humedad que la avergonzaba y la excitaba al mismo tiempo. Podía sentir cada fibra de la tela rozando su piel hipersensible, cada movimiento creando una fricción que solo intensificaba su necesidad. —Não vou pensar nele —susurró para sí, en su lengua, como si fuera un conjuro contra demonios—. Nem um segundo. Nem um. (No voy a pensar en él. Ni por un segundo. Ni uno solo.) Pero mientras las palabras salían de sus labios, sabía que era una mentira. Una mentira tan antigua como su orgullo herido. Porque su cuerpo seguía caliente, pulsando con una necesidad que él había despertado y abandonado deliberadamente. Y el sabor de él—vino, poder, algo indefiniblemente peligroso—seguía ahí, impregnado en cada respiración, recordándole exactamente lo que había sentido cuando su lengua había reclamado su boca, como sus dedos se habían curvado. Portugal cerró los ojos, clavando las uñas en la palma de su mano hasta que brotó sangre. Sus pezones seguían endurecidos, visibles a través del camisón húmedo, y entre sus piernas el pulso de la necesidad no satisfecha continuaba con una intensidad que la hacía querer gritar de frustración o destruir algo. En preferencia la cara del francés. Odiarse era más fácil que admitir lo que había sentido. Pero ni aun así... podía dejar de temblar. Ni aun así podía negar que su cuerpo seguía ardiendo por él, que cada célula de su ser gritaba por su regreso, por que terminara lo que habían empezado esa mañana. Y eso la aterrorizaba más que cualquier ejército invasor.