ID de la obra: 747

Guilty as sin

Het
NC-17
En progreso
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Mini, escritos 169 páginas, 89.471 palabras, 23 capítulos
Descripción:
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Capítulo 10

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"What if he's written 'mine' on my upper thigh

Only in my mind?"

No sabía con certeza cuántos días habían transcurrido desde la partida de Francia. El tiempo en cautiverio tenía una cualidad viscosa, distorsionada, donde las horas se arrastraban cuando su ausencia la aliviaba, pero se desvanecían como humo cuando su recuerdo la atormentaba en la soledad de las noches. Lo único claro era que cada jornada sin su presencia era una amalgama de alivio y tensión. Alivio, porque no debía soportar el peso abrasador de su cercanía, la manera en que su sola existencia alteraba el aire de cada habitación. Tensión, porque todo —cada muro, cada rincón, cada detalle de aquel castillo— continuaba hablando de él. Las órdenes que había dejado impregnaban cada aspecto de su rutina diaria. Los guardias rotaban exactamente como él había dispuesto. Las comidas llegaban a las horas que él había estipulado. Incluso las flores que adornaban su habitación habían sido elegidas según su criterio: rosas blancas y rojas, los colores de Francia, como si hasta las plantas debieran recordarle a quién pertenecía ahora. Aquella mañana, el ambiente tenía un pulso distinto. Los soldados franceses iban y venían con pasos más veloces, sus botas resonando contra el mármol con una urgencia que contrastaba con la rutina lánguida de los días anteriores. Las órdenes susurradas parecían más urgentes, cargadas de una expectativa que se filtraba por los pasillos como el aroma de la pólvora antes de una batalla. Los criados murmuraban entre sí con nerviosismo apenas contenido, sus voces francesas mezclándose con susurros en portugués cuando creían que nadie los escuchaba. Tocaron a su puerta al alba, con una insistencia casi ceremoniosa, como si anunciaran no un deber cotidiano, sino un ritual de coronación... o sacrificio. —Mademoiselle, debéis prepararos —anunció una de las doncellas, con un acento afrancesado que se curvaba en cada palabra como una reverencia forzada. Su portugués estaba teñido de galicismos que sonaban extraños en su lengua natal, mientras otras dos cruzaban el umbral cargando telas como si transportaran reliquias sagradas. Portugal no contestó inmediatamente. Se sentó en el borde del lecho, con la espalda erguida y las manos cruzadas en el regazo como había aprendido en siglos de protocolos cortesanos, observando cómo desplegaban sobre el diván un vestido de corte imperial. Era de seda azul profundo, el mismo azul de los ojos de Francia —un detalle que sabía no era coincidencia—, con bordados intrincados en hilo de oro que formaban motivos imperiales: águilas, lirios, las insignias del poder napoleónico. Los mismos colores de Francia, impuestos sobre su cuerpo como una declaración de propiedad. A su lado, descansaban unos guantes largos de cabritilla negra que llegaban más allá del codo, un chal negro tan liviano que parecía tejido con aire —hermoso pero completamente inútil contra el frío invernal que se filtraba por las piedras del castillo—, y una caja de terciopelo negro que revelaba un conjunto de joyas que brillaban con luz fría y calculada: zafiros montados en oro, cada gema del tamaño de una uva, dispuestas en un collar, pendientes y pulseras que valían más que el tesoro de muchos reinos menores. Francia no se hallaba en la estancia, pero su sombra, su gusto meticuloso, su voluntad férrea, estaban allí. Impresas en cada costura, en cada elección de color, en cada detalle que hablaba de posesión disfrazada de generosidad. —Supongo que hoy soy el espectáculo —murmuró Portugal, sin mirar a ninguna de ellas, su voz cargada de una amargura que las doncellas fingieron no percibir. —Es un gran honor, madame —respondió la doncella principal, una mujer de mediana edad cuyos ojos traicionaban una incomodidad que su entrenamiento no lograba disimular completamente—. El señor ha elegido personalmente cada pieza. Por supuesto que lo había hecho. Permitió que la vistieran sin resistencia, aunque con cada prenda sentía cómo algo en su interior se endurecía como metal forjado en fuego. El corsé le ceñía el torso como un grillete disimulado en encaje francés, cada ballena ajustándose a su respiración como los barrotes de una prisión elegante. La seda se adhería a su piel como escarcha, hermosa y cruel, fría al tacto pero cálida a la vista. El chal era inútil contra el frío que subía desde el suelo de piedra, húmedo y antiguo como la memoria de aquel lugar que había sido testigo de siglos de su historia. Francia lo sabía, por supuesto. Claro que lo sabía. «No fue olvido», pensó mientras sentía las pulseras cerrarse sobre sus muñecas con un clic sutil, casi perverso, como grilletes de ceremonia. «Fue elección deliberada. Desea que tiemble. Desea que cada escalofría me recuerde que dependo de su calor.» La última criada le prendió un broche de zafiro en el cabello, después de crear un intrincado peinado con trenzas entrelazadas al estilo imperial francés, borrando el estilo portugués que ella prefería. Portugal sostuvo la mirada en el espejo de cuerpo entero. Era una imagen casi irreal: su figura envuelta en azul imperial, altiva y serena como una emperatriz en miniatura, pero también la imagen de una prisionera exquisitamente adornada, una reina transformada en ofrenda. Debía admitir, con la honestidad brutal que solo se permitía en la soledad de sus pensamientos, que los colores le sentaban magníficamente con su piel mediterránea y realzaban el color turquesa de sus ojos. Francia tenía un gusto exquisito, incluso —especialmente— cuando ese gusto se ejercía sobre ella como una forma de dominación estética. —¿Qué se supone que ocurre hoy? —preguntó finalmente, con una calma que no era suya, sino heredada de siglos de diplomacia y resistencia, modulando su voz con la neutralidad que había perfeccionado en incontables negociaciones. —No se nos ha dicho con exactitud, madame —respondió la doncella, sus ojos evitando el contacto directo—. Solo que debéis estar lista antes del mediodía. El mariscal... desea que lo recibáis espléndida. Ha enviado órdenes específicas desde su campaña. Portugal reprimió una sonrisa amarga que hubiera resultado más reveladora que cualquier insulto. El mariscal. Así lo llamaban los mortales cuando él no estaba presente, como si el título militar pudiera contener o definir lo que realmente era. Como si no fuera un hombre —una entidad— capaz de incendiar media Europa con una sonrisa ladina y una copa en la mano, de reescribir mapas como si fueran poemas, de arrancar su hogar piedra por piedra sin importarle mancharse las botas con barro o sangre. La mayoría de los mortales desconocían la verdadera naturaleza inmortal de Francia, al igual que ignoraban la suya propia o la del resto de las naciones. Para ellos, eran simplemente nobles poderosos, no los representantes místicos de sus territorios, ni las encarnaciones vivientes de esas naciones. Solo unos pocos —los más poderosos— realmente sabían quiénes eran y qué representaban en el gran teatro del mundo. Para los criados y sirvientes, ella era simplemente una noble de alta alcurnia, una duquesa o condesa cuya importancia exacta desconocían pero que obviamente merecía el tratamiento más refinado. Los detalles de quién era realmente, qué representaba, por qué su presencia en este castillo tenía implicaciones que iban mucho más allá de la política convencional, eran misterios reservados para mentes más poderosas que las suyas. Las doncellas partieron con reverencias silenciosas, dejándola sola apenas unos minutos antes de que los guardias se posicionaran en la entrada con el sonido metálico de armaduras y el roce de uniformes almidonados. Eran jóvenes, demasiado jóvenes. Humanos con rostros frescos que apenas habían visto batallas reales. Soldados comunes de infantería que la miraban con una mezcla de respeto y desconcierto, como si no supieran exactamente cómo tratar a una prisionera que lucía más cara que la mayoría de las duquesas francesas pero cuya identidad real permanecía envuelta en misterio. Aquello era una grieta en el sistema de seguridad perfectamente orquestado. Y Portugal conocía bien el arte de encontrar las grietas, de convertir los errores ajenos en oportunidades propias. Antes de marchar, se detuvo frente al espejo una vez más. El vestido la hacía ver majestuosa, y por ello lo detestaba. Porque incluso ahora —ataviada como una ofrenda, decorada como un trofeo de guerra— seguía siendo hermosa, seguía proyectando el poder que había acumulado durante siglos de existencia. Incluso en la derrota. Incluso para él. Incluso cuando cada fibra de seda azul gritaba su nombre. Avanzó por los corredores fríos del castillo, con el chal de gasa resbalando lentamente por su hombro como una promesa rota, sus dientes castañeando a pesar de sus esfuerzos por mantener la compostura. Deseaba con una desesperación casi violenta un abrigo de pieles, de esos que Inglaterra siempre le ofrecía durante las largas tardes de invierno en Londres. Inglaterra, que la envolvía en abrigos tibios mientras discutían comercio y estrategias navales frente a chimeneas rugientes. Inglaterra, que la comprendía sin necesidad de palabras, que respetaba su independencia incluso cuando necesitaba su alianza. Inglaterra, que conocía su cuerpo tan bien como sus costas, que sabía exactamente cómo tocarla para hacerla olvidar el mundo exterior. "Arthur"... pensó con una punzada de nostalgia que se permitió solo un instante antes de enterrarla de nuevo. Caminaba erguida, sin prisa, los tacones resonando con precisión militar sobre el mármol helado que había sido pulido por generaciones de sirvientes portugueses y ahora brillaba bajo botas francesas. Sabía que era parte de una escena cuidadosamente orquestada, que la envolvían como un presente diplomático, cuidadosamente envuelto en sedas imperiales y zafiros conquistados, para entregarla al altar de Francia. Y algo en ella, algo primitivo y rebelde, le provocó náuseas físicas. Ya se había casado antes, con España —siglos de unión política que habían terminado en separación y rencores que aún no sanaban completamente—, y no tenía interés alguno en repetir esa experiencia. Mucho menos en la situación actual, donde cada aspecto de la ceremonia sería una humillación disfrazada de honor. Y aunque temblaba bajo las telas delicadas, aunque el frío se filtraba hasta sus huesos, no pensaba darle el placer de verla vacilar públicamente. —Vamos —dijo, dirigiéndose a los guardias con aire sereno que había perfeccionado en siglos de apariciones públicas—. A ver qué función han preparado hoy para la corte. Los pasillos estaban adornados con guirnaldas de flores artificiales traídas desde Francia —rosas y lirios que no pertenecían al clima portugués—, velas aromáticas que llenaban el aire con fragancias de Versalles, banderas imperiales que colgaban como mortajas sobre los tapices originales. Pero bajo toda esa decoración foránea, Portugal aún reconocía cada rincón: los tapices originales que narraban la historia de sus descubrimientos marítimos, ahora ocultos tras estandartes ajenos, los ventanales con vitrales que contaban las victorias de sus antepasados, la curva familiar de una columna tallada por artesanos portugueses, una grieta antigua en la piedra que había aparecido después del terremoto de Lisboa y que ella había decidido conservar como recordatorio de que incluso las catástrofes podían sobrevivirse. Este era su castillo. Su hogar. El lugar desde donde había protegido sus tierras durante siglos, educado a sus hijos, ofrecido sus plegarias a santos que hablaban portugués, y trazado mapas de mundos nuevos bajo la luz de las estrellas que conocían su nombre desde antes de que Francia soñara con un imperio. Volvió a mirar a los dos guardias jóvenes que la flanqueaban, apenas conscientes del mundo más allá de su misión inmediata. Su andar era torpe, casi temeroso, como si temieran que un paso en falso pudiera ofender a alguien importante. Ninguno parecía veterano de campañas reales. Sus uniformes estaban demasiado limpios, sus botas demasiado nuevas, sus movimientos demasiado ensayados. Y eso, aunque pequeño, era también una oportunidad que una mente estratégica como la suya no podía ignorar. Portugal giró sin anunciarlo hacia un corredor secundario, estrecho y poco transitado, oculto entre los pliegues de la arquitectura antigua que los franceses aún no habían tenido tiempo de mapear completamente. Era un pasillo que ella había usado durante siglos para moverse discretamente por su propio castillo, uno de los muchos secretos que las piedras guardaban celosamente. Los guardias la siguieron, desorientados pero sin atreverse a cuestionar sus movimientos. Sonrió con una satisfacción pequeña pero real. A la derecha, sabía que se abría un pasadizo oculto que la llevaría al ala norte, la sección más antigua del castillo. Desde allí, descendía un túnel olvidado que conectaba directamente con el bosque exterior, una ruta de escape que había sido excavada durante las guerras con Castilla, siglos antes de que Francia fuera siquiera una amenaza. El aire olía a cera de velas antiguas y piedra húmeda que había absorbido siglos de historia. Un silencio tenso llenaba el espacio, roto apenas por el eco de sus pasos. Y entonces, como un fantasma materializado desde sus recuerdos más dolorosos, una voz familiar resonó en la penumbra del corredor. —¿Leonor? El nombre cayó sobre ella como agua helada. Se detuvo en seco, y la sangre pareció huirle del cuerpo, concentrándose en su corazón que comenzó a latir con una intensidad que no había sentido en semanas. No por temor, sino por algo más hondo, más visceral. Dolor mezclado con una nostalgia que la golpeó como una ola inesperada contra un acantilado que creía infranqueable. Reconocía esa voz en cualquier lugar del mundo, en cualquier idioma, en cualquier tono. La había escuchado susurrar su nombre en la intimidad de alcobas reales, gritarlo en campos de batalla, murmurarlo como una oración en momentos de pasión desenfrenada. Se giró de golpe, la falda de seda girando como un oleaje azul, y el chal deslizándose de su brazo con un suspiro. Los guardias se frenaron también, perplejos ante la aparición inesperada, sus manos moviéndose instintivamente hacia las armas aunque no entendieran completamente la situación. Sus órdenes habían sido claras: escoltar a la prisionera portuguesa, nadie les había advertido sobre encuentros dramáticos en los corredores. Y allí estaba él. España. Antonio. Su Antonio. Pero no el Antonio que recordaba de sus últimos encuentros diplomáticos, elegante y seguro de sí mismo, vestido con la pompa que correspondía a su estatus de potencia imperial. Este Antonio estaba despeinado, con el cabello castaño cayendo sobre su frente de manera desordenada como si hubiera pasado horas corriendo las manos por él en un gesto de desesperación. La camisa arrugada parecía haber sido su compañera durante días sin cambio, el rostro sombrío marcado por un ceño fruncido que hablaba de preocupaciones constantes. Las ojeras profundas enmarcaban sus ojos color oliva con sombras violáceas, los labios apretados en una línea que había aprendido a reconocer como su expresión cuando cargaba culpas demasiado pesadas. Como si no hubiera dormido en días, como si cargara sobre los hombros algo más pesado que la guerra misma. —Tú... —susurró ella, con la voz quebrada por algo que no era solo frío, sino el reconocimiento doloroso de haberlo extrañado más de lo que se había permitido admitir. Sin pensar, sin calcular, sin recordar el protocolo, la prudencia o la dignidad que debía mantener ante los guardias franceses, corrió hacia él como si cada segundo de distancia le doliera físicamente. Lo abrazó con una fuerza que desmentía la seda delicada y el encaje que la vestían, estrechándolo contra su pecho como si en ese acto pudiera recomponer los años rotos, las palabras no dichas, los agravios que el tiempo y la política habían clavado entre ellos como espinas envenenadas. El aroma de su piel —esa mezcla única de parras, cuero curtido y algo indefiniblemente a él— la envolvió como un manto familiar. El calor de su cuerpo contra el suyo, la solidez familiar de sus brazos cerrándose alrededor de ella como un refugio en medio de la tormenta, todo la golpeó como una ola de nostalgia tan intensa que casi la derribó. Sus brazos se cerraron alrededor de ella con la desesperación de quien encuentra un pedazo de hogar en territorio enemigo, y por un momento fugaz, Portugal sintió que podía respirar por primera vez en semanas. Todo en él le era familiar de maneras que trascendían lo visual y se hundían en lo visceral, en lo animal. La forma de sus hombros, anchos y sólidos como había recordado en sueños inquietos; la forma de sus hombros, la curva de su cuello donde ella solía morder cuando culminaba él dentro de ella, las manos que conocían exactamente cómo tocarla para hacerla gritar de placer. Su cuerpo respondió involuntariamente, una oleada de calor extendiéndose desde su centro hacia cada terminación nerviosa, como si los años de separación se desvanecieran ante la memoria muscular de siglos de intimidad compartida. Por un instante, fue como si los años de separación se desvanecieran, como si volviera a ser la mujer que había compartido su lecho, que había sido suya en todos los sentidos. Por un instante, el tiempo se detuvo. No había guerra que desangrara Europa, no había traiciones que envenenaran tratados, no había invasiones napoleónicas que redibujaran mapas con sangre y ambición. No había alianzas rotas como cristal contra piedras. Solo el calor de ellos dos, la memoria muscular de siglos de amor compartido, el alivio de ver a otra nación además de Francia después de tanto tiempo, la tranquilidad de saber que no estaba completamente sola en el mundo. Pero el instante fue breve, brutalmente breve, como todos los momentos de felicidad auténtica en tiempos de guerra. La realidad la golpeó como una bofetada fría. Se apartó, un paso apenas, porque si se quedaba un segundo más cerca, corría el riesgo de perdonarlo. Y aún no podía. No cuando el dolor de la traición seguía tan fresco como una herida abierta. Un chasquido seco —el golpe de su abanico de marfil contra su brazo— quebró la tregua en el aire como el disparo de cañón que inicia una batalla campal. —¡Idiota! —soltó ella con una furia que había estado fermentando durante semanas de cautiverio como vino agrio en barricas rotas, y el golpe se repitió, esta vez contra su hombro con más fuerza—. ¡Estúpido! —lo golpeó repetidamente, cada impacto descargando años de frustración acumulada, hasta que el delicado abanico francés se desfiguró en sus manos como una metáfora perfecta de todo lo que se había roto entre ellos—. ¡Por tu culpa estamos así! ¡Por tu maldita alianza con ese bastardo francés! ¡Por tu traición! Los guardias intercambiaron miradas alarmadas. Una dama de la alta sociedad comportándose de manera tan... salvaje era profundamente perturbador. El más joven murmuró algo sobre "mujeres histéricas" en francés, mientras el veterano sacudía la cabeza con disgusto evidente. Estaban acostumbrados a damas nobles que sabían mantener la compostura apropiada de su sexo, no a... esto. España no se movió para esquivar los golpes. No alzó las manos para defenderse ni desvió el rostro para evitar su furia. Sus ojos la miraban con una intensidad que reconocía de inmediato, la misma que había visto miles de veces cuando discutían durante su matrimonio, cuando la pasión se mezclaba con la ira de maneras que solo ellos entendían, cuando las peleas terminaban inevitablemente en camas deshechas y sábanas empapadas en sudor. —Lo sé —dijo con voz baja, ronca—. Lo sé, Leonor. Créeme que lo sé. La manera en que pronunció su nombre, con esa familiaridad dolorosa que hablaba de intimidad perdida y noches compartidas, la golpeó más fuerte que cualquier bofetada física. Había algo en el modo en que las sílabas rodaron por su lengua que despertó recuerdos que había intentado enterrar: madrugadas en las que él susurraba su nombre como una oración mientras la hacía suya, tardes perezosas en las que lo murmuraba contra su piel como si fuera la palabra más hermosa del mundo. Sin embargo, había algo en su voz, algo que no sonaba a verdadero arrepentimiento. Sonaba más bien a frustración contenida, como un hombre cuyos planes habían salido mal, no como alguien que lamentaba genuinamente sus acciones. Como un jugador de cartas que había apostado fuerte y había perdido, no como un amante que había traicionado a quien más quería. Ella lo golpeó una vez más, esta vez más fuerte, no solo por castigo sino por desesperación pura. Porque aún dolía como una herida infectada. Porque después de todo lo que habían compartido —años de matrimonio, de guerra juntos, de hacer el amor hasta el amanecer, de construir imperios y perderlos— él había elegido a Francia por encima de ella. —¿Contento? —Su voz se quebró ligeramente como cristal fino sometido a demasiada presión—. ¿Aliándote con él? ¿Vendiendo tu alma a ese demonio coronado? ¿Pensaste que no me enteraría de Fontainebleau? El nombre del tratado cayó entre ellos como una sentencia de muerte pronunciada en latín eclesiástico. Fontainebleau. Donde se habían firmado los documentos que la convertían en moneda de cambio, en territorio a repartir, en premio de guerra envuelto en diplomacia elegante. —Leonor... yo... —tartamudeó él, y por primera vez desde que lo había visto, pareció verdaderamente incómodo. —¡¿YO QUÉ?! —gritó ella, y su voz resonó en el corredor de piedra como el alarido y los guardias se removieron incómodos. El más veterano dio un paso adelante. —Madame—dijo con la deferencia debida pero con un tono que claramente desaprobaba su comportamiento—. Quizás debería... moderar su tono. No es apropiado que una dama se exalte de esta manera. —¡CÁLLATE! —le espetó Portugal, girándose hacia él con ojos llameantes—. ¡No te he dado permiso para dirigirte a mí! El guardia retrocedió, claramente ofendido por la falta de respeto. Su compañero puso una mano en su hombro, susurrando algo sobre "dejar que el otro hombre la controle" antes de que la situación empeorara. —¡¿Pensaste que podías venderme sin consecuencias?! —continuó Portugal, volviéndose hacia España—. ¡Estuvimos CASADOS! ¡CASADOS! ¡Compartimos lecho durante años! ¡Y tú... tú me vendiste como si fuera ganado de subasta! El lenguaje crudo hizo que ambos guardias se estremecieran. Una dama de su posición usando ese vocabulario, gritando como una pescadera del mercado... era impensable. Las lágrimas de furia brillaron en sus ojos turquesa como diamantes líquidos, pero no las dejó caer. No le daría esa satisfacción. No frente a él, no frente a los guardias que observaban como si fueran espectadores de un drama teatral particularmente intenso. —No era... no era así como debía pasar —murmuró España, pasándose una mano por el rostro en un gesto que ella conocía demasiado bien. Era lo que hacía cuando las cosas se complicaban más de lo que había previsto, cuando la realidad no se ajustaba a sus planes cuidadosamente trazados. —Leonor, por favor... —España intentó acercarse, pero ella lo golpeó de nuevo con los restos del abanico—. Controla tu voz. —¡No me digas lo que debo hacer! —gritó—. ¡No después de lo que hiciste! El guardia veterano se aclaró la garganta ruidosamente. —Monsieur —dijo, dirigiéndose a España con la cortesía debida a un noble, aunque sin ocultar su desaprobación por permitir que una mujer lo golpeara públicamente—. Quizás sería prudente que la controlara. Su exaltación está perturbando la paz del palacio. España no apartó los ojos de Portugal, y había algo en su expresión que desconcertó a los guardias. —Ella nunca ha sido fácil de controlar —murmuró, y había una nota extraña en su voz, algo que sonaba peligrosamente cercano al orgullo—. Es parte de lo que la hace... única. Los guardias se miraron entre ellos. ¿Qué clase de hombre se enorgullecía de tener una esposa indómita? ¿Qué clase de noble permitía que una mujer lo avergonzara públicamente sin corregirla inmediatamente? —¡Lo conoces tan bien como yo! ¡Sabías exactamente lo que iba a pasar! —continuó ella, ignorando a los guardias como si fueran parte del decorado, cada palabra afilada como una daga—. ¡Siempre fue un arrogante megalómano! ¡Siempre quiso más de lo que le correspondía! España no se movió para defenderse de sus acusaciones. No alzó las manos ni desvió el rostro. Pero tampoco había culpa real en sus ojos cuando la miraba. Había algo más perturbador. Molestia. Irritación. Como un hombre cuyos planes cuidadosamente elaborados habían salido mal por factores que no había considerado, no como alguien que lamentaba genuinamente haber traicionado a la mujer que había amado durante siglos. —Lo sé —dijo con voz baja, pero sus ojos la recorrían de arriba abajo, demorándose en la forma en que el vestido de seda azul imperio se adhería a sus curvas como una segunda piel, en el escote que revelaba el valle entre sus pechos que él había besado miles de veces, había marcado con dientes y lengua hasta hacerla gritar—. Lo sé, Portugal. Pero no sonaba como disculpa. Sonaba como frustración contenida, como impaciencia ante un obstáculo inesperado. Ella lo golpeó una vez más. Esta vez más fuerte, con toda la fuerza que le daban siglos de supervivencia como nación independiente. —Portugal... —Su voz adoptó ese tono que recordaba vívidamente de cuando discutían durante su matrimonio, esa calidad profunda y ronca que usaba cuando quería calmarla, cuando quería llevarla a la cama para resolver sus diferencias de la manera que él siempre prefería. Sus ojos se oscurecieron mientras la miraba, y reconoció esa expresión inmediatamente. Deseo puro, primitivo, que no se molestaba en disfrazar. La estaba desnudando mentalmente allí mismo, frente a los guardias franceses, recordando cada centímetro de piel que había poseído. —¿Qué haces aquí realmente? —preguntó, modulando su voz para que sonara como filo de espada recién forjada y escarcha de invierno atlántico—. ¿Has venido a asegurarte de que tu regalo esté bien envuelto para la entrega? España pasó una mano por su rostro, un gesto que reconocía de siglos de convivencia, como si intentara quitarse la frustración con el simple roce de sus dedos. Él siempre había odiado cuando ella le reprochaba sus decisiones, y de todas las mujeres de su vida —y había habido muchas a lo largo de los siglos— Portugal siempre terminaba siendo la que más lo enojaba porque era la única que nunca se había dejado intimidar por él. —No estoy aquí por voluntad propia —Su voz sonaba ronca, gastada como cuerda de barco sometida a demasiadas tormentas—. Francia me tomó en Madrid después de... después de lo que pasó con el motín. Soy su prisionero bajo su "paz", su protección fraternal, como él la llama con esa sonrisa de mierda. Dijo que era hora de reunir a la familia, que los dos debemos acompañarle a París. Había resentimiento en su voz, amargura que sabía a metal oxidado. No arrepentimiento por haberla traicionado. Resentimiento porque sus planes se habían torcido. Portugal se quedó inmóvil, como si el aire mismo se hubiera solidificado en sus pulmones. París. El nombre le cayó como plomo derretido en el estómago. —¿París? —repitió, y la palabra sonó extraña en su boca, como si fuera un idioma que no dominara completamente. El nombre de la ciudad —París— se le clavó en la boca del estómago como una daga fría forjada en hielo antártico. París, la capital del hombre que había rediseñado Europa según su capricho como un niño reorganizando soldaditos de plomo; el escenario donde se exhibían los trofeos de guerra más preciados como obras de arte en un museo personal del emperador. Su mente, que hasta hacía minutos calculaba rutas de escape, pasajes ocultos, distracciones posibles... ahora se quebraba como una carta de navegación arrojada al fuego. Todas sus estrategias de supervivencia se desmoronaron ante la comprensión de lo que realmente la esperaba. París significaba espectáculo. París significaba humillación pública. París significaba ser exhibida como un trofeo conquistado frente a toda la corte imperial, frente a los embajadores de media Europa que habían conocido su poder cuando era libre. España no respondió inmediatamente. Bajó la mirada con una torpeza que no era característica en él, como un niño atrapado en una mentira especialmente cruel, pero cuando la volvió a levantar, había algo en sus ojos que la hizo estremecerse hasta los huesos. No había culpa real, no había el arrepentimiento que ella había esperado —quizás deseado— encontrar. Simplemente parecía un niño pequeño al que le habían quitado su juguete favorito y estaba haciendo pucheros porque las cosas no habían salido como esperaba. —Para las celebraciones del nuevo orden —dijo finalmente, con un tono que intentaba ser casual pero que sonaba forzado como una nota musical desafinada—. Para mostrar la unidad del imperio. Francia dice que será magnífico. —Por eso los zafiros... —susurró Portugal, mirando las joyas que adornaban su cuello y muñecas como si fueran cadenas forjadas en el mismo infierno—. Por eso el vestido azul imperial, por eso las sedas finas. Porque no me ven como enemiga vencida, sino como parte del espectáculo. Parte de su colección personal de bellezas conquistadas. La comprensión la golpeó como un maremoto. No era una prisionera de guerra en el sentido tradicional. Era un objeto de exhibición, una pieza de museo viviente que demostraría al mundo el poder de Francia para doblegar incluso a las naciones más orgullosas. España se mantuvo en silencio, y ese silencio fue más devastador que cualquier confirmación explícita. Estaba de pie frente a ella, pero no parecía un hombre dispuesto a protegerla, a luchar por ella, a arriesgar su propia posición por su libertad. Parecía, en cambio, alguien que había aceptado las reglas de un juego que él mismo había ayudado a crear, alguien que había hecho sus apuestas y ahora simplemente esperaba a ver cómo caían las cartas. Portugal lo observó con la intensidad de quien había aprendido a leer micro-expresiones durante siglos de supervivencia política, interpretando cada músculo facial que había memorizado durante años de intimidad. Y le dolió —Dios, cómo le dolió— verlo así. Cómplice. —¿Eso soy para él entonces? —preguntó, y su voz sonó extrañamente tranquila, como la calma que precede a los huracanes más devastadores—. ¿Una recompensa? ¿Un trofeo envuelto en seda azul para decorar sus salones? España hizo un amago de hablar, sus labios se separaron como si fuera a protestar, pero se cerraron sin emitir sonido. Como un pez fuera del agua, buscando palabras que no llegaban o que no se atrevía a pronunciar. No negó que Francia pensara exactamente así. No negó que, en algún rincón recóndito de su propia mente, se le hiciera comprensible esa lógica y que probablemente él pensaba de manera similar. El silencio de España fue revelador como un libro abierto. Pero más revelador fue la forma en que sus ojos recorrieron su cuerpo enfundado en seda azul, la manera en que se demoraron en sus labios como si recordara el sabor de cada beso robado, en el escote del vestido que revelaba la piel que él había marcado como territorio propio durante siglos. Y entonces Portugal lo entendió todo con la claridad brutal que solo proporciona el dolor auténtico. Y la comprensión la golpeó como un puñetazo directo al plexo solar, robándole el aire de los pulmones. —¿Eso soy para ti también? —continuó ella, cada palabra afilada como una espada toledana recién forjada—. Por eso decidiste permitir que él cruzara mis fronteras. No fue solo por territorio o por alianzas estratégicas. Fue para compartirme con tu nuevo socio. Para tener acceso a mí otra vez, aunque tuvieras que dividir el privilegio. España no negó la acusación. Sus mejillas se colorearon ligeramente, pero no de vergüenza. Era la coloración de un hombre descubierto en sus verdaderas intenciones, pillado en una verdad que había preferido mantener oculta pero que no lamentaba necesariamente. —El tratado... —continuó ella, y su voz ganaba fuerza y claridad a medida que las piezas del rompecabezas encajaban como mecanismo de relojería suiza—. No era solo sobre dividir territorio portugués entre Francia y España, ¿verdad? No era solo sobre rutas comerciales o posiciones estratégicas. Era sobre mí. Sobre tenerme de vuelta. Sobre recuperar lo que considerabas tuyo por derecho, aunque tuvieras que compartir el botín con él. —Leonor... —¡No me llames así! —su voz temblaba pero no de miedo, sino de una ira tan pura que parecía arder como fuego griego—. ¡¿Eso era entonces?! ¡¿Pensaste que podías tenerme de vuelta así?! ¡¿Como si fuera una copa de vino que pudieran pasarse entre ustedes dos después de la cena?! Portugal sintió que el pecho le ardía con una mezcla de furia y dolor que amenazaba con ahogarla. Tragó saliva con dificultad, al borde del llanto pero negándose a derramar una sola lágrima frente a él, especialmente cuando cada segundo que pasaba confirmaba sus peores sospechas sobre la naturaleza de su traición. —Tú fuiste mía durante siglos —dijo España, y su voz sonó espesa, masculina, cargada de una posesividad primitiva que le erizó la piel como si miles de hormigas caminaran por sus brazos—. Mi esposa. Mi mujer. Conociste mi cama, llevaste mi nombre, gritaste mi nombre mientras te hacía el amor hasta que no podías recordar el tuyo. Eso no se borra con papeles de divorcio firmados por burócratas que no entienden lo que significa pertenecer a alguien completamente. Las palabras la golpearon como una serie de cachetadas físicas, cada una más intensa que la anterior. Los guardias intercambiaron miradas. Esta conversación había tomado un cariz completamente inapropiado para oídos ajenos. —¡Estás completamente loco! —¿Loco? —Se acercó un paso más, y ahora estaba lo suficientemente cerca para que ella pudiera sentir su calor corporal irradiando como una estufa encendida, lo suficientemente cerca para inhalar su aroma familiar que despertaba recuerdos que había intentado enterrar. Los guardias franceses pusieron una mano sobre sus sables instintivamente, aunque era más protocolo que verdadera preocupación. Después de todo, ¿qué daño real podían hacerle a dos naciones inmortales con espadas mortales?— ¿Loco por quererte de vuelta después de años de extrañar el sabor de tu piel? Portugal retrocedió como si él fuera fuego vivo. —¡No tienes derecho...! —¿No? —Sus ojos se oscurecieron más, adoptando ese color oliva profundo que recordaba de sus momentos más intensos de pasión—. Fui tu esposo durante más tiempo del que la mayoría de los mortales pueden imaginar. Te conocí antes de que cualquier mapa moderno fuera dibujado, antes de que existieran las fronteras actuales. Fui el primero en hacerte mujer, en enseñarte que es el amor. —Te odio —susurró ella, pero las palabras sonaron menos convincentes de lo que habría querido. —No me odias por quererte —replicó él, y su voz adoptó un tono peligrosamente seductor, el mismo que había usado durante siglos para desarmar sus defensas cuando discutían—. Me odias porque funcionó. Porque voy a tenerte de vuelta. Porque por mucho que digas lo contrario, parte de ti quiere que eso suceda. —¿Funcionó? —Portugal casi gritó, su voz quebrándose como cristal sometido a demasiada presión—. ¡Estás prisionero tanto como yo! ¡Tu plan brillante resultó en que ambos seamos títeres de Francia! Por primera vez desde que había aparecido en el corredor, algo cambió en la expresión de España. Una sombra de molestia genuina cruzó su rostro, e incluso hizo un pequeño puchero que le recordó dolorosamente a los siglos en que habían estado casados y él reaccionaba así cuando las cosas no salían exactamente como había planeado. —Eso no era parte del plan —admitió, y ahí estaba la verdad desnuda como una confesión arrancada bajo tortura. No había arrepentimiento por haberla traicionado, sino frustración pura porque las cosas no habían salido según sus cálculos—. Se suponía que íbamos a compartirte de manera civilizada, no que él me convirtiera también en su prisionero decorativo. Se suponía que yo mantendría mi autonomía mientras recuperaba el acceso a ti. Los guardias estaban completamente perdidos ahora, pero profundamente incómodos. Esta conversación había ido demasiado lejos. La confesión la golpeó como un martillo de guerra medieval directo al pecho. —¿Compartirme? —Su voz se volvió letal, tan fría que podría haber congelado el vino en las copas—. ¿De manera civilizada? —Leonor, baja la voz —murmuró España, lanzando una mirada hacia los guardias—. No es apropiado discutir estos asuntos delante de... —¡No me digas lo que es apropiado! ¡Tú perdiste ese derecho cuando me traicionaste! —No te traicione —dijo España, y su voz se volvió posesiva otra vez, espesa como la miel—. Eres una mujer hermosa que dos hombres poderosos desean intensamente. Eso no es degradante, Portugal. Es poder en su forma más pura. —¿Poder? —Portugal se las arregló para reírse, aunque el sonido salió roto y amargo—. ¿Ser pasada entre ustedes dos como un juguete es poder? —Es ser deseada por los hombres más poderosos de Europa —España extendió una mano hacia su mejilla, pero ella la golpeó con fuerza suficiente para hacer que cualquier mortal se tambaleara. Él ni siquiera se inmutó, simplemente sonrió con esa sonrisa que había visto miles de veces cuando estaba especialmente satisfecho consigo mismo—. Francis te quiere tanto como yo, Leonor. Tanto que está dispuesto a negociar y compartir. La lógica retorcida la horrorizó más que cualquier tortura física. —¡Escúchate! ¡Hablas como si fuera una propiedad que pueden intercambiar! —¿Y qué hay de malo en eso? —Sus ojos la devoraron literalmente, recorriéndola de arriba abajo como si ya estuviera desnuda debajo de él—. Tú eras feliz siendo mía. Eras feliz en mi cama, gritando mi nombre, arqueándote debajo de mí hasta que te quedabas sin voz. ¿Me vas a decir que no extrañas eso? ¿Que no extrañas la forma en que te hacía sentir cuando te poseía completamente? —Lo que extrañaba —dijo con voz temblorosa pero firme— era cuando me respetabas como igual, no como una posesión. —Te respeto tanto que quería recuperarte a cualquier costo —replicó él sin perder un latido—. Incluso si eso significaba compartirte. —¿Y si yo no quiero ser compartida? ¿Y si prefiero mi libertad a ser el juguete de dos hombres arrogantes? España sonrió, y fue una sonrisa puramente cargada de siglos de confianza en su propio atractivo sexual. —Tu cuerpo dice lo contrario, querida —murmuró, acercándose otro paso hasta que su pecho casi rozó el de ella—. Puedo ver cómo respondes cuando me acerco, cómo se acelera tu respiración, cómo se dilatan tus pupilas. Puedo oler tu excitación desde aquí, ese aroma dulce que siempre tienes cuando te estaba seduciendo. Y Francia me dijo exactamente lo mismo sobre sus encuentros contigo. Los guardias tosieron ruidosamente, claramente esperando que alguien pusiera fin a esta exhibición vergonzosa. —Los odio a ambos —repitió, pero su voz era más débil ahora, como si la proximidad de él estuviera afectando su capacidad de mantener la ira a pleno volumen. —No, no me odias —Se acercó más enviando escalofríos involuntarios por su columna vertebral—. Me odias por quererte de esta manera tan intensa que ignora toda lógica política. Me odias porque sabes que si Francia no hubiera complicado las cosas con su ego imperial, estarías en mi cama ahora mismo, recordando por qué fuiste mía durante siglos, por qué gritabas mi nombre como si fuera una oración. Las lágrimas le quemaron los ojos como ácido, pero se las tragó junto con el dolor que amenazaba con ahogarla. Y la cachetada que le propinó resonó por todo el corredor como un disparo de cañón, haciendo que los guardias franceses se sobresaltaran y se acercaran medio paso antes de detenerse, confundidos sobre si debían intervenir. España parpadeó en shock, más por la sorpresa que por el dolor físico. Una marca roja comenzó a formarse en su mejilla, pero no retrocedió ni un centímetro. Si acaso, la violencia pareció excitarlo más, sus ojos brillando con esa intensidad peligrosa que ella recordaba de sus peleas más apasionadas durante el matrimonio. Los guardias se miraron entre ellos, completamente confundidos por la reacción del marqués. Un hombre normal estaría furioso por ser abofeteado públicamente por una mujer. Este parecía... disfrutarlo. —Ahí está —murmuró él, tocándose la mejilla con los dedos y sonriendo de una manera que era parte dolor, parte satisfacción—. Ahí está mi Leonor. La mujer de fuego que se casó conmigo. Y Portugal lo supo entonces, con la claridad brutal que solo trae el dolor auténtico y la desilusión completa: no podía contar con él. No para salvarla, no para protegerla, no para anteponer su bienestar al suyo propio. No cuando él era parte integral del problema, cuando la veía no como la mujer que había amado sino como el premio que había perdido y ahora tenía la oportunidad de recuperar. Era una puñalada más profunda que cualquier traición política en su relación con quien había sido el amor de su vida durante siglos, el hombre que había compartido su lecho y sus secretos más íntimos, que había prometido protegerla incluso cuando sus reinos se separaran para siempre. Y ahora la quería "recuperar" compartiéndola con el enemigo como si fuera un territorio conquistado que se pudiera dividir en el mapa. Su plan —su pequeño y desesperado intento de libertad, de dignidad, de escapar antes de ser exhibida como un trofeo viviente en los salones imperiales de París— se disolvía como sal en agua tormentosa, como tinta en lluvia torrencial, como esperanza en la realidad implacable de la política europea del siglo XIX. Se obligó a erguirse, elevó el mentón con la arrogancia que había heredado de generaciones de navegantes que habían desafiado océanos desconocidos. En sus ojos turquesa brillaba la promesa silenciosa de no rendirse jamás, de mantener su dignidad incluso si todo lo demás se desmoronaba. —Madame —murmuró uno de ellos en francés vacilante—, si me permite... el Emperador espera...debería calmarse antes que... Portugal se giró hacia el guardia con una mirada tan helada que el hombre retrocedió instintivamente, su mano moviéndose hacia su sable más por nerviosismo que por verdadera amenaza. —¿Me estás diciendo cómo debo comportarme? El guardia retrocedió inmediatamente. —En absoluto, madame. Solo sugiero que... para su propia reputación... —Mi reputación ya está arruinada —dijo ella con amargura—. Gracias a dos bastardos. El lenguaje hizo que ambos guardias se estremecieran visiblemente. Una dama usando ese vocabulario era impensable. El veterano frunció el ceño con severa desaprobación. —Madame, ese lenguaje es completamente inapropiado para una mujer de su posición... —¡Al diablo con lo que es apropiado! —gritó ella. Los guardias se miraron entre ellos, decidiendo que esta mujer necesitaba ser controlada por un hombre antes de que su histeria empeorara completamente. —Díganle a su Emperador —dijo con una voz que cortaba como cristal roto— que si me quiere, puede venir a buscarme él mismo. No caminaré hacia donde él ordene como una perra obediente. Los guardias se sobresaltaron por el lenguaje. El veterano dio un paso adelante, claramente habiendo llegado a su límite. —¡Madame! ¡Esa manera de hablar es absolutamente escandalosa! —¡Váyanse al infierno! —replicó ella. España, en lugar de verse avergonzado por el comportamiento de ella, parecía... estimulado. Sus ojos se habían oscurecido de una manera que los guardias encontraron perturbadora. —Y en cuanto a ti —Portugal se volvió hacia España—, espero que valga la pena. Espero que cuando tengas lo que crees que quieres, puedas vivir con las consecuencias. Se volvió con un movimiento de dignidad soberana, cada paso calculado para mostrar que, aunque pudieran vestirla como una muñeca y adornarla como un trofeo, su espíritu seguía siendo indomable. El chal flotó tras ella como un estandarte desgarrado, la única muestra visible del temblor que aún le recorría el alma como un terremoto silencioso. Los guardias, profundamente incómodos por todo lo que habían presenciado y claramente aliviados de alejarse de esta pareja de nobles perturbados, la siguieron. Intercambiaron miradas que decían claramente que las mujeres nobles podían ser tan irracionales como las plebeyas cuando se les permitía perder el control, y que este hombre tenía métodos muy poco convencionales para "manejar" aquellas situaciones. El veterano murmuró algo sobre "necesitar mano firme" mientras seguían la figura envuelta en seda azul, esperando que el Emperador supiera cómo tratar con mujeres histéricas mejor que este noble español que parecía disfrutar del caos. España no la siguió, y su inmovilidad habló más alto que cualquier palabra. Sabía, con la sabiduría que dan siglos de conocer a alguien íntimamente, que seguirla cuando estaba en ese estado de furia helada solo empeoraría las cosas. La había visto así antes, durante las peores peleas de su matrimonio, y había aprendido que cuando Portugal adoptaba esa frialdad mortal, lo mejor era darle espacio para que su ira se enfriara. Después de todo, había esperado décadas para recuperarla. Podía esperar un poco más.
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