ID de la obra: 747

Guilty as sin

Het
NC-17
En progreso
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Mini, escritos 169 páginas, 89.471 palabras, 23 capítulos
Descripción:
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Capítulo 11

Ajustes de texto
La capilla estaba en silencio, un silencio que olía a incienso, penitencia y plegarias. El aire pesado se adhería a la piel como terciopelo húmedo, cargado de siglos de súplicas y secretos susurrados en confesionarios. Portugal avanzaba lentamente por el pasillo central, llevaba las manos cruzadas sobre el regazo, la mirada baja, los labios entreabiertos en muda oración. El chal, oscuro y sencillo, caía sobre sus hombros con estudiada modestia, envolviéndola como el velo de una viuda devota. Su andar era digno, contenido, pero había en su figura algo demasiado firme para quien pretende derrumbarse ante Dios. Los tacones apenas rozaban las baldosas de mármol, cada paso medido como una nota en una partitura de engaño. Estaba furiosa. Furiosa por España y su traición calculada, por cómo había negociado su cuerpo como si fuera ganado. Por los guardias entrometidos que la habían seguido hasta aquí por órdenes expresas. Por Francia. Por ese maldito francés que se creía dueño de todo lo que tocaba, incluyéndola a ella. Por todos los hombres. Por sus juegos de poder, por tratarla como una pieza en su tablero de ajedrez imperial. En la entrada, los dos soldados vigías la observaban. Sus uniformes azul marino relucían incluso en la penumbra de la capilla, las insignias doradas destellando como ojos de bestias acechantes. Uno de ellos—el más joven, con una barba rala que apenas disimulaba su juventud—murmuró algo en francés, sin apartar los ojos de la silueta menuda que se desplazaba entre las bancas de roble tallado.  Ella se detuvo a pocos pasos del altar, donde la figura de Cristo en la cruz la miraba con ojos de marfil que parecían juzgar no solo sus pecados, sino sus intenciones. La voz que emergió de sus labios fue baja, casi temblorosa, tan contraria a la de antes con España. Un susurro quebrado que apenas alteró el silencio sagrado. —Solo deseo unos minutos para orar... Por mi pueblo. Por mi país. Las palabras temblaron en el aire como hojas en otoño. Perfectas. Vulnerables. Exactamente lo que esperarían escuchar de una mujer noble en desgracia. Los hombres se miraron, dudando. El soldado mayor frunció el ceño, evaluando. El acto era convincente, pero tenían órdenes. Uno asintió con rigidez. —Nous restons ici. Et pas de tours de passe-passe, madame. (Nos quedamos aquí. Y nada de trucos, señora) —Obrigada—susurró Portugal, con una leve inclinación de cabeza, en gesto de sumisión bien ensayada, contraria a su actitud anterior. La palabra salió en portugués, añadiendo esa capa de fragilidad femenina y extranjera que los hombres encontraban tanto conmovedora como inofensiva. Esperó. Un minuto que se sintió como una eternidad. Sus dedos se movían sobre las cuentas imaginarias de un rosario que no llevaba, completando la actuación. Otro minuto más, escuchando sus respiraciones, el crujido del cuero de sus botas, el murmullo ocasional. Entonces, como si una cuerda invisible se rompiera dentro de ella, su cuerpo se enderezó. La transformación fue sutil pero radical. La expresión compungida se desvaneció sin esfuerzo, como tinta lavada por la lluvia. Sus ojos turquesa, antes turbios de lágrimas fingidas, brillaron con la agudeza de una daga recién desenvainada. La mujer quebrada desapareció, y en su lugar emergió lo que realmente era: una nación. Una fuerza de la naturaleza disfrazada de seda y encaje. Sin un atisbo de duda, se dirigió al altar. Caminaba ahora con pasos firmes, rápidos, decididos, cada movimiento cargado de propósito. Sabía bien lo que buscaba: un ángel de piedra cuyos pliegues barrocos escondían una palanca, un bloque suelto que solo los iniciados—los que habían crecido en estos pasillos, los que conocían cada secreto de estas paredes—sabían cómo presionar. Sus manos encontraron la figura, las yemas de los dedos reconociendo cada textura, cada imperfección del mármol. Colocó ambas manos sobre la figura angélica y empujó con la precisión de quien ha repetido este gesto cientos de veces. Había usado ese pasadizo más veces de las que podía contar. Huyendo de funciones diplomáticas interminables y aburridas. Escapando de bailes donde los nobles la miraban con curiosidad. Evitando reuniones donde los hombres hablaban por encima de ella, como si no existiera. Ahora huía de un imperio. O dos, si contaba a España. —Vamos...—gruñó entre dientes, las uñas clavándose en el borde áspero del mármol. La piedra resistía, como si el tiempo hubiera soldado el mecanismo, pero ella insistió. Tenía que funcionar. Tenía que funcionar. El mecanismo crujió como huesos viejos, protestando después de años sin uso. El altar comenzó a ceder, revelando un panel oculto que se abría como la boca de una bestia de piedra. —Je me demandais combien de temps cela te prendrait. (Me preguntaba cuánto tiempo te tomaría) La voz la atravesó como un cuchillo. Portugal se congeló, cada músculo de su cuerpo tensándose hasta el punto de quiebre. Lentamente giró el rostro, y el mundo se redujo a una sola imagen. Ahí estaba. Francia, apoyado con teatral despreocupación contra una columna lateral, como si hubiera estado allí desde el principio de los tiempos. Los brazos cruzados sobre el pecho, las botas polvorientas contrastando con la sacralidad del lugar, el uniforme impecable de azul oscuro realzado por un broche de zafiro que, como por burla del destino, combinaba perfectamente con su vestido y su propia joyería. Su expresión era serena, casi afable, la sonrisa de un depredador que ha encontrado a su presa exactamente donde esperaba encontrarla. Pero en sus ojos había hierro fundido, una intensidad que prometía tanto placer como dolor. —Qué fervor tan... ingenioso —comentó, alejándose del pilar y avanzando hacia ella con lentitud de depredador—. ¿Dime, Leonor... orabas a Dios... o a tu memoria cartográfica? —¿Cuánto tiempo llevas ahí? —le espetó ella, sin molestarse en negar lo obvio. —Assez longtemps pour admirer ton petit spectacle—ronroneó él, acercándose más—. Tu as toujours été douée pour le théâtre, ma chère. (Suficiente para admirar tu pequeño espectáculo / Siempre fuiste buena para el teatro, querida) —No soy tu querida. —Encore à débattre—murmuró con esa sonrisa que la hacía hervir la sangre. (Eso está por debatirse) Ella no respondió más.  Lo sostuvo con la mirada unos segundos más, esos ojos turquesa encontrando los azules de él en un duelo silencioso, luego soltó la piedra y se lanzó al pasaje como una flecha. —Portugal! —rugió Francia, y toda pretensión de civilidad se desvaneció. Su voz llenó la capilla sagrada con una autoridad que no admitía desobediencia. Sin perder tiempo, se lanzó tras ella con la ferocidad de una bestia de caza. El pasadizo era estrecho y oscuro, las paredes de piedra húmedas por siglos de filtraciones. Portugal corría, sus pulmones quemándose con cada respiración, los tobillos salpicados de polvo y telarañas que colgaban como cortinas fantasmales. Se levantaba la falda con una mano, maldiciendo internamente las capas de tela que la ralentizaban. Los zafiros que colgaban de su cuello—sus zafiros, maldita sea— golpeaban su pecho como una condena rítmica, recordándole con cada impacto quién la había marcado. Detrás de ella, las botas de Francia resonaban con insistencia mecánica. Avanzaba con una fuerza brutal, sobrehumana, y Portugal podía sentir su sonrisa incluso sin verlo. Él amaba las cacerías. Había algo primitivo en él que se despertaba con la persecución, algo que convertía al diplomático refinado en un depredador puro. —¡No vas a salir de aquí sin mí, chérie!—Su voz rebotaba en las paredes estrechas, magnificada por el eco hasta convertirse en un rugido omnipresente. —¡Sobre mi cadáver, arrogante de pacotilla!—le devolvió sin mirarlo, esquivando una raíz que brotaba del muro como un tentáculo de la tierra. Su voz se quebró ligeramente en la última palabra, traicionando el pánico que comenzaba a trepar por su garganta. Él soltó una carcajada real, casi infantil, el sonido más aterrador que había escuchado en semanas. Era la risa de alguien que disfrutaba genuinamente del juego. —¿Tan poco me valoras? —dijo sin ni siquiera jadear, como si fuera un paseo matutino—. Créeme, habría muchos dispuestos a morir por una noche contigo.  Las palabras la golpearon como puñetazos. No solo por su arrogancia, sino por la verdad que contenían. —Entonces mándalos al infierno contigo —escupió ella, girando bruscamente en la bifurcación del túnel. Sus pulmones ardían, pero siguió corriendo, empujando una compuerta oculta con el hombro. La madera se cerró tras ella con un golpe seco que sonó a victoria temporal. La oscuridad absoluta la envolvió como un manto. Solo el sonido acelerado de su respiración, su corazón golpeando las costillas como un pájaro enjaulado. Por un momento, solo por un momento, se permitió creer que lo había perdido. Pero Portugal conocía a Francia demasiado bien para confiar en la esperanza. No duró. La madera explotó hacia adentro. Él la destruyó como si hubiera sido papel, con un simple puñetazo. Él la destruyó con un simple puñetazo, los fragmentos volando en todas direcciones y de entre los restos, emergió él, sus nudillos sangrando, pero sonriendo con esa expresión feroz que conocía demasiado bien.  No se detenía nunca. Esa era su maldición y su don: la persistencia absoluta. —Tu sais que j'adore quand tu me résistes—gruñó, avanzando hacia ella—. Cela rend la chasse beaucoup plus... excitant. (Sabes que adoro cuando me resistes. Hace que la caza sea mucho más... excitante) Cuando lo sintió cerca, cuando el aire cambió y se cargó de su presencia, intentó correr una vez más. Demasiado tarde. Una mano fuerte, callosa por años de espada y guerra, la atrapó por la muñeca con la precisión de una trampa de acero. —¡Suéltame!—forcejeó, girándose como una bestia acorralada, con un codo alzado que intentó conectar con su rostro. El golpe cortó el aire, pero no encontró su objetivo—. No tienes derecho. —Tengo todos los derechos que me tomé—le murmuró él al oído, su voz ronca por la carrera, empujándola contra la pared de piedra con la firmeza de un vendaval contenido. El poder en sus brazos era abrumador, pero controlado, como si fuera muy consciente de su propia fuerza—. Y no vuelvas a intentar huir de mí. Su aliento cálido le rozó la mejilla, cargado del aroma de vino y algo indefiniblemente masculino. El peso de su cuerpo bloqueó toda salida, creando una jaula de músculo y voluntad. La roca a su espalda era más fría que su determinación, pero el calor de Francia en cambio, era abrumador. Podía sentir cada línea de su torso, cada respiración que expandía su pecho. Estaban tan cerca que sus alientos se mezclaban en el aire viciado del túnel. Demasiado cerca. Peligrosamente cerca. —¿Vas a matarme aquí?—le lanzó ella, altiva incluso acorralada, con las pupilas encendidas por una mezcla de terror y desafío. Su voz temblaba, pero no de miedo. Era algo más complejo, más perturbador. Francia bajó la mirada a su boca, estudiando la curva de sus labios como si memorizara cada detalle, luego volvió a sus ojos. El movimiento fue lento, deliberado, cargado de intención. —Jamais—susurró, y la palabra en francés sonó como una promesa y una amenaza a la vez—. Se me ocurren mejores ideas para castigarte. Portugal sintió la sangre golpearle las sienes como martillazos. El cuerpo temblaba, cada nervio encendido. No solo por la furia. Había algo más, algo que se negaba a nombrar, que se retorcía en su estómago como una serpiente de fuego, algo primitivo que se despertaba bajo su mirada depredadora. —¡Você é um porco.!—La palabra salió como un escupitajo, cargada de todo el veneno que pudo reunir. (Eres un cerdo.) —Un cerdo que siempre te alcanza —ronroneó él, acercando su rostro al de ella hasta que pudo contar cada pestaña—. Un cerdo que conoce cada uno de tus escondites.  Y entonces la besó. Fue una embestida brutal. Un acto de dominación pura, sin concesiones ni ternura. Su boca se estrelló contra la de ella como una tormenta, exigiendo, tomando, reclamando. Sus labios eran fuego líquido, arma y tentación, y Portugal lo sintió en cada fibra, en cada célula de su ser inmortal. El beso sabía a vino, a poder, a promesas oscuras. Sus manos se enredaron en su cabello, tirando suavemente, manteniéndola exactamente donde la quería. La besaba como si fuera suya, como si tuviera todo el derecho del mundo a reclamar su boca. El beso fue un golpe a su orgullo más efectivo que cualquier humillación pública. Y ella respondió con violencia pura: levantó la pierna y lo pateó con toda la fuerza entre las piernas. Y esta vez, sí le dolió. Francia soltó un gruñido gutural, doblándose sobre sí mismo, apoyando ambas manos contra la pared mientras maldecía creativamente: —Putain... merde... Portugal se liberó del círculo de sus brazos y corrió, sus pies volando sobre el suelo irregular del túnel. La libertad estaba tan cerca que podía saborearla. No llegó lejos. Una mano brutal la atrapó de la cintura, alzándola del suelo como si fuese una muñeca de porcelana. El mundo giró, y de repente estaba suspendida en el aire, completamente a su merced. —¡Desgraçado! ¡Porco imperial! ¡Bájame! —gritaba, agitando brazos y piernas como una tormenta desatada en encaje azul—. ¡Te voy a matar! ¡Voy a cortarte la polla y clavarla en esta misma iglesia! Las palabras eran tan vulgares, tan contrarias a la imagen de dama noble que proyectaba, que por un momento Francia quedó genuinamente sorprendido. Luego, inevitablemente, se rio. —Tais-toi, Portugal —gruñó él, apretándola contra su pecho con una fuerza que bordeaba lo doloroso, con el ceño fruncido, pero los ojos brillando de diversión—. Tu as une bouche de marin quand tu es en colère.  (Cállate / Tienes boca de marinero cuando estás enojada. ) —¡Me estás secuestrando! ¡Esto es un secuestro, Francis!—gritó Portugal, desatada como una tempestad atlántica, sus uñas rasgando su abrigo militar, los codos golpeando donde podían, los dientes buscando carne que morder.  —¿Y qué crees que es una invasión, ma belle? ¿Una carta perfumada? —replicó él con mordacidad, la voz firme, burlona—. ¿Un vals civilizado? Ella forcejeaba con una fiereza que desafiaba su tamaño, su cuerpo tan pequeño como indomable. Giraba entre sus brazos como una bestia acorralada, los cabellos oscuros sueltos pegándose al rostro sudado, los ojos encendidos por una furia primordial. Pero él no la soltó. Ni un instante. La sujetaba con una fuerza silenciosa, con el peso de lo inevitable. Como si el destino, en su ironía cruel, hubiese entrelazado sus voluntades con cadenas invisibles forjadas en el fuego de la historia. —Tu peux te débattre tant que tu veux—murmuró contra su oído mientras caminaba—. Cela ne fait que rendre la victoire plus douce. (Puedes forcejear todo lo que quieras. Solo hace que la victoria sea más dulce) Emergieron por una puerta oculta que se abría tras una tapicería desgastada, cruzaron una sala lateral revestida de tapices antiguos, y entonces, como si irrumpieran en otro mundo completamente diferente, atravesaron los umbrales de la gran entrada del castillo. La luz del sol la golpeó como una bofetada, cegándola momentáneamente después de la oscuridad de los túneles. Cuando sus ojos se ajustaron, el mundo se reveló en toda su crueldad. Allí les aguardaba el carruaje imperial, negro como la noche, lacado hasta brillar como un espejo siniestro, con el estandarte de Bonaparte flameando con arrogancia al viento. Una hilera de soldados custodiaba el camino empedrado, sus uniformes reluciendo al sol como escarabajos azules, las bayonetas relampagueando amenazas silenciosas. Detrás de las rejas de hierro forjado, un grupo de ciudadanos observaba con esa curiosidad mórbida que despierta el espectáculo ajeno. Murmullos en todas direcciones. Miradas como dagas. Murmullos como cuchillas que cortaban su dignidad en pedazos. Los soldados intercambiaban miradas incómodas. Para ellos, Portugal no era más que una mujer histérica que necesitaba la mano firme de su marido. Sus gritos no eran el rugido de una nación, sino los chillidos de una mujer descontrolada. —Elle est complètement hystérique—murmuró uno de los soldados más jóvenes, moviendo la cabeza con desaprobación—. Les femmes... elles ont trop de temps libre. —Mon capitaine la remettra à sa place—respondió otro, con esa sonrisa cómplice que los hombres comparten cuando hablan de "disciplinar" mujeres—. Il sait comment s'y prendre avec les femmes difficiles. (Está completamente histérica / Las mujeres... tienen demasiado tiempo libre / Mi capitán la pondrá en su lugar / Sabe cómo lidiar con mujeres difíciles) —Mon Dieu, elle crie comme une possédée—murmuró otro.  —Les femmes de la haute société sont toujours dramatiques—respondió otro con fastidio—. Elle a besoin d'une bonne correction. (Dios mío, grita como una poseída / Las mujeres de la alta sociedad siempre son dramáticas / Necesita una buena corrección) Algunos ciudadanos la miraban con una piedad vacía, esa compasión superficial que se reserva para los espectáculos trágicos; otros con una mueca de burla, como si aquella escena fuera un entretenimiento grotesco proporcionado por la nobleza para su diversión. El azul de su vestido—ese azul profundo como los océanos que una vez conquistó, como el cielo bajo el cual sus carabelas surcaron mares desconocidos—destacaba contra el negro del carruaje como una bandera capturada. Francia la llevaba en brazos como si no pesara nada, como si no fuese una nación entera con siglos de historia la que apretaba contra su pecho. Cada paso era una declaración, cada respiración una afirmación de poder. Un símbolo. Un trofeo. Una prueba viviente de la supremacía del imperio francés. Y entonces lo vio nuevamente. España. Emergía de entre las sombras de una columna, y la visión de él la golpeó como un puñetazo en el estómago. Estaba ahí, observando, con esa expresión atormentada que ella conocía demasiado bien.  —¡Francis!—tronó su voz, áspera y firme, quebrando el aire como un látigo. La palabra salió cargada de autoridad, pero también de desesperación apenas contenida—. Bájala. Ya fue suficiente. Francia se detuvo en seco, como si hubiera chocado contra una pared invisible. Lentamente, muy lentamente, giró la cabeza hacia él. Sus ojos azules—esa claridad glacial que podía cortar como acero templado—destellaron con fastidio... y con algo más oscuro. Una amenaza velada que prometía consecuencias. —¿Desde cuándo das órdenes tú, mon très cher allié?—respondió con una sonrisa ladeada, peligrosa como el filo de una daga oculta bajo terciopelo. Su voz goteaba condescendencia, cada palabra cuidadosamente elegida para humillar. (Mi muy querido aliado?) España no retrocedió, aunque Portugal pudo ver el esfuerzo que le costaba mantenerse firme. Alzó el mentón en un gesto que ella recordaba de sus días de gloria, como quien está dispuesto a perder la batalla, pero no la honra. —No es una orden—dijo con voz grave, cargada de una dignidad que contrastaba con su posición de aliado menor—. ¡Déjala caminar por su voluntad, al menos! España no retrocedió, pero Portugal pudo ver la tensión en su mandíbula. No estaba arrepentido. Simplemente no le gustaba ver su inversión maltratada en público. El silencio cayó como un velo denso sobre la escena. Los murmullos de los ciudadanos cesaron abruptamente. Incluso el viento pareció detenerse, como si el mundo entero contuviera el aliento ante la tensión que se había materializado entre los tres inmortales. Portugal, aún en los brazos de Francia, respiraba con dificultad. El corazón le golpeaba las costillas como un tambor de guerra, cada latido un recordatorio de que seguía viva, seguía luchando. Su cuerpo seguía tenso como una cuerda a punto de romperse, pero la furia comenzaba a ceder ante la vergüenza, la humillación. Se sentía expuesta bajo todas esas miradas, como un animal en exhibición. Las telas nobles de su vestido ya no eran una armadura que la protegía, sino una jaula que la definía. Y ardía. No solo por el bochorno de la escena, por las miradas curiosas y burlonas, por la posición humillante. Ardía por la furia contra España—por su cobardía, por su traición, por cómo la había vendido. Ardía contra Francia—por su arrogancia, por cómo la trataba como una posesión, por cómo había convertido su resistencia en un espectáculo público. Pero ardía por algo más. Algo que se retorcía en su estómago como un veneno dulce. Ardía por el beso. Ese beso impío, robado, brutal, que aún se aferraba a sus labios como una condena íntima. Podía sentir todavía el sabor de él, el calor de su boca, la violencia controlada de sus manos. El silencio era una cuerda tensa entre los tres. Cada uno tirando de un extremo, cada uno defendiendo algo diferente.  Finalmente, Francia habló, en un susurro que sonó a rendición fingida: —Très bien. (Muy bien) La bajó con lentitud exquisita, casi con elegancia teatral. Cada movimiento calculado para demostrar que era él quien decidía ceder, él quien concedía un favor, no quien acataba una demanda. Sus manos se deslizaron por su cintura antes de liberarla, un toque posesivo que marcaba territorio. Pero no le quitó la mano de la espalda. Sus dedos permanecieron ahí, apoyados ligeramente sobre la tela de su vestido, como una cadena invisible que le recordaba quién tenía el control real de la situación. —¿Contento ahora, España?—preguntó, sin molestarse en mirarlo, su voz goteando desdén. Era una pregunta retórica, diseñada para humillar más que para obtener respuesta. España apretó los labios hasta convertirlos en una línea blanca. Las venas de sus manos temblaban de tensión contenida, los músculos del cuello marcándose bajo la piel dorada por siglos de sol mediterráneo. Pero bajó la mirada. No por cobardía, sino por una contención que le costaba cada fibra de su ser. No le gustaba la situación—esto no era el trato que había negociado con Francia, no era así como se suponía que debían suceder las cosas—pero no podía hacer nada al respecto. Su posición de aliado menor no le daba poder para desafiar abiertamente a Francia. Portugal, al sentirse libre del peso de Francia, se irguió como una flor que encuentra el sol después de una tormenta. Se sacudió la falda con un movimiento seco, brusco, como si pudiera sacudirse también la humillación. Acomodó su chal sobre los hombros con manos que temblaban imperceptiblemente, alisó los pliegues de la tela con una meticulosidad que bordeaba lo obsesivo. Alzó el rostro con una dignidad que no le habían arrancado. No todavía. No completamente. Sus ojos encontraron los de Francia una última vez. En esa mirada había promesas—no de amor, no de sumisión, sino de venganza. De que esto no terminaría aquí. De que él podía tener su cuerpo, su país, su libertad, pero nunca su espíritu. Y entonces, sin mirarlo directamente pero dirigiéndose claramente a él, le dijo con la voz más fría que pudo extraer de su garganta cerrada: —Espero que o Paris te engula, seu porco. E que se engasgue com as suas próprias conquistas. (Espero que París te trague, cerdo. Y que te atragantes con tus propias conquistas.) Pero no era una sonrisa amable, ni siquiera cruel de manera obvia. Era una línea torcida de desdén, de diversión genuina, como si las palabras de ella fueran exactamente lo que esperaba escuchar. Como si conociera la partitura de esta ópera y supiera que ella cantaría exactamente esas notas. —J'adore quand tu parles portugais—murmuró, solo para ella—. Cela me donne des idées. (Adoro cuando hablas portugués / Me da ideas) Los guardias esperaban alguna reacción más dramática de su mariscal, de su señor. Esperaban gritos, castigo, golpes, una demostración de autoridad masculina ofendida. Pero solo obtuvieron esa sonrisa, y eso los incomodó más que cualquier rugido. Portugal tragó el ardor que le subía por la garganta. Se alisó una última vez el vestido. Como una reina que sabe que incluso al borde del abismo, jamás debe inclinar la cabeza. Y sin pronunciar palabra más, sin una mirada atrás, sin conceder ni el más mínimo gesto de reconocimiento a ninguno de los dos hombres que habían decidido su destino, subió sola al carruaje. Como si fuera ella quien había decidido partir. Como si aún tuviera elección.
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