"One slip and falling back into the hedge maze Oh what a way to die"
El carruaje avanzaba entre el crujido de la madera envejecida y el resonar apagado de los cascos sobre el empedrado helado. El invierno había llegado temprano a Francia ese año, cubriendo los campos con una capa fina de escarcha que brillaba bajo el sol pálido del mediodía. Las ruedas resbalaban ocasionalmente sobre las placas de hielo, provocando sacudidas que hacían tintinear las cadenas de las cortinas interiores. El aire que se colaba por las ventanillas olía a tierra congelada, a humo de leña y a esa frialdad metálica que precede a la nieve. Dentro, el ambiente era sofocante. No por falta de aire —las ventanillas estaban entreabiertas, dejando pasar el viento frío—, sino por la carga invisible de todo aquello que no se decía, que no se podía decir, que se acumulaba entre ellos como pólvora húmeda esperando una chispa. Las palabras flotaban como dagas sin desenvainar, esperando el momento preciso para cortar. Era como estar encerrados en un confesionario donde ambos eran pecador y juez a la vez. Portugal miraba por la ventanilla con esa intensidad vacía que había perfeccionado durante los largos años de su matrimonio con España—una mirada que prometía estar presente sin estar realmente allí, que concedía la ilusión de participación mientras su mente tramaba en territorios que él jamás podría alcanzar. El paisaje que se deslizaba ante sus ojos. Los viñedos desnudos se extendían hasta el horizonte, sus vides negras retorcidas por el frío como dedos de esqueleto. Las granjas de piedra gris liberaban columnas de humo que se perdían en el cielo plomizo. Patrullas de soldados franceses marchaban por los senderos laterales, sus uniformes azules contrastando violentamente contra la monotonía invernal, sus alientos formando nubes de vapor que se disolvían tan rápido como sus vidas podrían hacerlo en cualquier campo de batalla. Tenía el ceño fruncido, los labios apretados en una línea que había aprendido a dibujar desde niña —cuando Roma les enseñaba a los tres que la debilidad era el pecado más imperdonable—, y la mandíbula tan tensa que casi dolía. Sus manos reposaban sobre el regazo, perfectamente cruzadas como le habían enseñado las institutrices de la corte portuguesa, pero las uñas se hundían en la tela de su vestido azul oscuro, dejando marcas en el terciopelo como si quisiera desgarrarlo. Pensaba. Calculaba. Medía cada alternativa como una astrónoma traza una carta estelar, recordando las lecciones de navegación que había aprendido junto a sus capitanes en los días dorados de los descubrimientos, cuando el mundo parecía infinito y cada horizonte prometía riquezas inimaginables. Pero ahora sus cálculos no buscaban nuevos mundos sino vías de escape de este nuevo infierno personal. Todavía no estaba todo perdido—se repetía como un mantra, aunque cada repetición sonara menos convincente que la anterior. París no era una prisión perfecta, por más que Bonaparte se empeñara en convertirla en el centro del mundo. Había pasillos ocultos en los palacios antiguos, sirvientes mal pagados que aún recordaban los tiempos de la monarquía, túneles en casas construidas cuando Francia era apenas un conjunto de reinos feudales .Y Francia, por muy poderoso que se hubiera vuelto, seguía siendo el mismo hombre arrogante con el que había crecido. Los hombres arrogantes siempre tenían puntos ciegos. Pero incluso mientras tejía estos planes mentales con la desesperación de una araña construyendo su última tela, una parte traicionera de su mente reconocía la verdad que no quería enfrentar: no tenía un plan real. Solo fantasías de resistencia alimentadas por siglos de orgullo que se negaba a doblegarse, aunque la realidad le gritara que ya estaba derrotada. Con algo de suerte, Inglaterra ya conocía su situación. Con más suerte aún, Francia moriría atragantado con su propia vanidad o con alguna de esas aceitunas que tanto le gustaba comer. —Vas a intentar escapar otra vez, ¿no? La voz de España la sacó de su trazo mental como un latigazo. Era el tono que usaba cuando sabía que ella había tomado una decisión y que nada de lo que él dijera la haría cambiar de opinión, pero aún así se sentía obligado a intentarlo. Como un ritual de fracaso repetido hasta el agotamiento, como una oración dirigida a un dios sordo. Había cansancio en su voz, pero también algo más oscuro: la resignación de un hombre que había apostado todo en una mano de cartas y había perdido no solo sus fichas, sino también su dignidad. Portugal no se dignó a girarse inmediatamente. Siguió observando el paisaje helado con esa obstinación que él conocía tan bien, fingiendo que sus palabras no la habían alcanzado, que podía ignorarlo como había aprendido a ignorar tantas otras cosas durante los últimos años de su matrimonio. —Y tú deberías estar ayudándome —replicó finalmente, sin apartar la vista de la ventanilla. No era solo una respuesta; era una sentencia condenatoria que resumía años de decepciones acumuladas, de traiciones grandes y pequeñas, de momentos en que él había elegido el camino fácil mientras ella luchaba sola contra corrientes imposibles. España soltó un sonido que habría podido ser una carcajada si hubiera contenido una pizca de humor genuino. En su lugar, fue apenas un bufido amargo, seco como las hojas muertas que el viento arrastraba por los campos. Sus ojos verdes —esos ojos que una vez habían brillado con el fuego dorado de la ambición, la aventura y la conquista, que la habían mirado con deseo y amor y furia a partes iguales— ahora parecían apagados por una melancolía que se había instalado en su alma como el moho se instala en las paredes húmedas. Este no era el hombre del que se había enamorado cuando el mundo parecía un tablero de ajedrez esperando a ser conquistado. Este no era el España que había peleado contra medio mundo por el derecho a llamarla suya, que había construido un imperio global parcialmente para impresionarla, que había arriesgado flotas enteras en batallas navales. Aquel temerario hombre que había peleado mano a mano contra Inglaterra en los mares, contra Francia en los campos de batalla europeos, contra los musulmanes en las costas del Mediterráneo, que había construido un imperio donde no se ponía el sol y donde su nombre se pronunciaba con reverencia desde las Filipinas hasta Perú. Aquel hombre había sido su igual, su rival, su amante, su enemigo, pero siempre había sido algo. Este hombre que la miraba ahora desde el otro extremo del carruaje era apenas una sombra, un eco deformado de grandezas pasadas. Ahora era un títere. Un títere del que él consideraba su mejor amigo, pero que lo trataba como un perro bien entrenado—útil, leal, prescindible. —No vas a lograrlo —insistió España, y había en su voz algo que podría haber sido confundido con preocupación si no fuera por el matiz de irritación que lo teñía, como si su resistencia fuera una inconveniencia personal más que una causa admirable.—. En París no hallarás túneles como los de Lisboa, ni sacristías olvidadas como las de Coimbra, ni conventos abiertos por misericordia como los que conoces. Solo piedra. Vigilancia. Ojos. Oídos. Rejas invisibles pero más fuertes que las del Castillo de San Jorge. Conocía su historia de escapes fallidos, todas las veces que había intentado huir desde que Francia había puesto sus manos sobre ella. Francia se lo conto. —Entonces no pienso llegar a París —dijo Portugal en voz baja, firme, sin apartar la vista del camino. El carruaje pasó junto a una aldea pequeña donde las casas de piedra gris se apiñaban unas contra otras como animales buscando calor. Las ventanas estaban cerradas por contraventanas de madera que no dejaban filtrar ni un rayo de luz, y las chimeneas liberaban columnas constantes de humo que se perdían en el cielo cada vez más oscuro. Niños franceses con las mejillas enrojecidas por el frío los observaron pasar desde los umbrales de sus casas, sus ojos brillantes de curiosidad infantil ante el carruaje imperial que atravesaba su mundo pequeño y seguro. Algunos levantaron la mano en un saludo tímido, reconociendo los colores y símbolos del poder. Portugal no les devolvió el gesto. No tenía energía emocional para desperdiciar en cortesías vacías. Una mujer mayor apareció en una de las puertas, secándose las manos en un delantal manchado de harina. Por un momento, sus ojos se encontraron con los de Portugal a través del cristal del carruaje. Había algo en esa mirada que la hizo pensar en su propia gente: campesinos portugueses que trabajaban tierras que ya no les pertenecían, que veían pasar soldados extranjeros por sus campos, que susurraban oraciones en idiomas que los invasores no comprendían. España giró su cabeza hacia su propia ventanilla, como si el paisaje helado pudiera ofrecerle respuestas que el interior del carruaje le negaba. Sus dedos se crisparon sobre su rodilla derecha, un gesto nervioso que Portugal había aprendido a reconocer durante los años de convivencia forzada. Llevaba un traje de lana gruesa en tonos de los colores de su bandera bordados sutilmente en los puños, un detalle que Francia había permitido como gesto de "respeto" hacia su "aliado". La palabra le sabía a ceniza en la boca. El traje era hermoso, debía admitirlo. Francés en su confección, por supuesto, pero diseñado para halagar el ego español mientras recordaba sutilmente quién tenía el control real. Cada detalle había sido calculado: la calidad de la tela lo suficientemente alta para que España se sintiera respetado, pero no tanto como para sugerir igualdad; los colores nacionales lo suficientemente prominentes para preservar la ilusión de identidad, pero integrados en un diseño claramente francés que dejaba en claro quién dictaba la moda ahora. Sus propias cadenas eran diferentes a las de Portugal, donde ella llevaba grilletes visibles —la escolta armada, las ventanas con barras, la supervisión constante—, él cargaba las cadenas invisibles de la complicidad. Francia lo trataba como un igual en público, le permitía sentarse a su mesa, beber su vino, participar en las discusiones sobre estrategia militar. Pero España sabía, en lo profundo de su alma, que realmente su opinión no era tenida en cuenta. La voz le tembló levemente cuando volvió a hablar. —Ríndete, Leonor. De verdad. Ya está. No hay forma de ganarle así. El nombre que había susurrado contra su cuello en noches de pasión, que había gritado con rabia en sus peores peleas, que había murmurado con ternura cuando creía que ella dormía. Ahora sonaba como una oración desesperada, como el último intento de un náufrago por alcanzar la orilla antes de hundirse definitivamente. Había algo quebrado en su voz, una grieta que dejaba filtrar toda la desesperación que había estado conteniendo desde el momento en que comprendió que Francia nunca había tenido intención de cumplir sus promesas. No era solo una súplica por su rendición; era el reconocimiento implícito de su propia derrota, la admisión de que había apostado todo lo que tenía y había perdido no solo su propio futuro, sino el de ella también. Ella giró el rostro despacio, con esa parsimonia calculada que había aprendido en las cortes de Europa. La furia no era un relámpago: era una tormenta en ascenso, de esas que se forman en alta mar y van ganando fuerza hasta tocar tierra. Sus ojos, del color del océano Atlántico en tormenta, se clavaron en él con una intensidad que lo hizo recordar por qué la había amado tanto como la había temido, por qué había construido un imperio parcialmente para ser digno de esa mirada y por qué ahora se encogía bajo su peso como un niño ante la reprimenda de su madre. Era la misma mirada que había usado para intimidar a capitanes piratas en alta mar o para negociar con comerciantes árabes en puertos africanos Era la mirada de una mujer que había aprendido que la supervivencia dependía de nunca mostrar debilidad, ni siquiera—especialmente—ante quienes afirmaban amarla. Sin previo aviso, levantó su mano enguantada y le propinó un manotazo certero en el hombro, con la fuerza suficiente para que él sintiera el impacto a través de la lana gruesa de su traje y para que el sonido resonara en el espacio cerrado del carruaje como un disparo. —¡No seas tan cobarde, Antonio! ¿Dónde está tu espíritu? ¿Tu fuego? ¿Tu rabia? —Su voz no era alta —había aprendido que los gritos no servían de nada en un mundo de hombres—, pero vibraba con una energía que hacía que las palabras se clavaran como puñales—. ¡Nos invadieron! ¡A los dos! Había dolor genuino en su voz, más allá de la rabia. El dolor de una mujer que había creído—ingenuamente, se daba cuenta ahora—que su esposo la protegería incluso después del divorcio, que conservaría suficiente amor o al menos respeto por su historia compartida como para no entregarla a los lobos. El dolor de descubrir que había sobrestimado completamente su valor en el corazón de un hombre que había profesado amarla durante siglos. Se inclinó hacia él, acercando su rostro al suyo hasta que pudo oler su colonia mezclada con el aroma del tabaco y la amargura, —esa mezcla particular que había asociado con él durante tanto tiempo que ahora le provocaba náuseas de nostalgia y asco a partes iguales. —Tú creerás que él te considera un igual porque te trata mejor que a mí, porque te permite sentarte a su mesa y beber su vino, pero no es así. Eres su mascota, Antonio. Su perro faldero. Las palabras fueron elegidas específicamente para herir, para encontrar la herida más profunda en su ego masculino. Sabía exactamente qué botones tocar después de siglos de matrimonio tormentoso, qué insultos penetrarían sus defensas como balas atravesando papel. —¿Un perro? —España se enderezó—. Yo no soy el que va corriendo cada vez que Inglaterra silba. Era un golpe bajo y él lo sabía, pero también sabía que era efectivo. La alusión a su alianza histórica con Inglaterra, al hecho de que había elegido los brazos anglosajones por encima de los suyos, era la herida que nunca había sanado completamente entre ellos, la traición original que había envenenado todo lo que vino después. —Inglaterra al menos no me negoció con Francia como si fuera ganado. España pareció a punto de reír, pero el sonido murió en su garganta antes de nacer. Bajó la mirada hacia sus manos, donde llevaba un anillo de oro con el escudo de Castilla y León. Nunca se lo quitaba. —Tú... tú sigues jugando con brasas como si el fuego no pudiera alcanzarte —murmuró, su voz casi perdida entre el ruido del carruaje—. Como cuando éramos niños y Roma nos advertía sobre los peligros del imperio. Nunca lo escuchabas. Nunca escuchas a nadie. Había nostalgia en su voz, pero también frustración acumulada durante siglos. La frustración de amar a alguien que parecía determinado a autodestruirse, que interpretaba las advertencias como desafíos y los límites como invitaciones a traspasar fronteras peligrosas. Había perdido la cuenta de cuántas veces había intentado protegerla de sí misma y cuántas veces había fracasado. Portugal frunció los labios, sintiendo cómo la garganta le dolía del esfuerzo de contener la rabia. Recordaba esas advertencias. Roma, sentado en su estudio lleno de mapas y documentos, explicándoles los peligros de la ambición desmedida, de jugar con fuerzas que no comprendían completamente. "El poder", les había dicho con esa voz cansada que había visto demasiado, "es como el mar. Puede llevarte a lugares maravillosos, pero si no respetas su naturaleza, te ahogará." Qué profético había sido el viejo bastardo. —O cuando yo te suplicaba que no te embarcaras en esas expediciones marítimas demenciales. Como cuando te decía que explorar más allá del cabo de las Tormentas era tentarle la suerte a Dios. Nunca me escuchabas entonces, y no me vas a escuchar ahora. Su voz se volvió más íntima, más personal, recordando los pequeños momentos de terror doméstico. Las noches que había pasado despierto esperando noticias de sus flotas, imaginándola ahogándose en mares desconocidos o siendo despedazada por monstruos marinos que los mapas medievales prometían en los confines del mundo conocido. —No juego —replicó, su voz cortante —. Sé exactamente lo que hago. Siempre lo he sabido. Era mentira y ambos lo sabían. Pero admitir ignorancia era admitir debilidad, y la debilidad era una invitación a ser devorada en un mundo de depredadores. España la miró entonces. Largo. Intensamente. Como si estuviera memorizando cada detalle de su rostro, cada línea de su determinación férrea. Su voz, cuando habló, fue apenas un hilo tenso y dolido, cargado con el peso de siglos de historia compartida. —Sé lo que estás pensando. Y también sé lo que él está pensando. Portugal... no lo provoques. Había en sus palabras una súplica disfrazada de advertencia. Esta vez el adversario no era la naturaleza indómita del océano, sino un hombre específico con deseos específicos y el poder para satisfacerlos sin importar las consecuencias. El carruaje dio otro bandazo, esta vez más fuerte, y ambos tuvieron que agarrarse de los apoyabrazos. A través del cristal empañado, Portugal pudo ver que el paisaje había cambiado. Ya no eran campos y aldeas, sino los suburbios de una ciudad más grande. Las casas eran más altas, más elaboradas, con ventanas de vidrio real en lugar de contraventanas de madera. Las calles estaban pavimentadas con piedras más uniformes, y había más gente caminando por ellas a pesar del frío. Ella arqueó las cejas, con un brillo gélido en los ojos que él conocía bien—una expresión que había aparecido en los momentos más peligrosos de su matrimonio, cuando estaba a punto de tomar malas decisiones. Era la misma expresión que había puesto cuando decidió aliarse con Inglaterra contra él, cuando eligió el océano por encima del continente, cuando firmó los papeles de divorcio que sellaron oficialmente la muerte de su unión. Era la expresión de una mujer que había llegado al punto donde las consecuencias dejaban de importar porque la alternativa era la aniquilación completa de su identidad. —¿Eso crees que hago? ¿Provocar, coquetear? —Las palabras salieron envueltas en desprecio, pero España pudo detectar algo más profundo en ellas.— ¿Coquetear como una cortesana barata que busca favores? Una parte de su cerebro, esa región traicionera que siempre había sido demasiado honesta para su propio bien, reconocía que había un grano de verdad en las acusaciones implícitas de España. Durante toda su existencia como nación había sentido una fascinación magnética por el poder en sus formas más puras y destructivas, una atracción sexual, en especial por los hombres o naciones capaces de cambiar el curso de la historia con su voluntad individual. Inglaterra, con su dominio de los mares con puño de hierro, capaz de convertir el océano en un lago privado donde solo navegaban barcos que él permitía. España, durante esos años dorados cuando su imperio se extendía desde las Filipinas hasta Perú y el oro americano fluía por sus venas como sangre líquida. Y ahora Francia, el bastardo arrogante ebrio de sus propias victorias, rediseñando Europa según su capricho personal, conquistando naciones como si fueran fichas de ajedrez en un juego que solo él conocía completamente. Pero su orgullo, ese orgullo forjado en las tempestades del Atlántico y templado en las cortes de Europa, le impedía reconocer ese deseo en esta situación, aún cuando su cuerpo y su mente le gritaran otra verdad más compleja. España cerró los ojos por un momento, masajeándose las sienes con gesto cansado, como si todo este intercambio fuera una migraña hecha conversación. —Lo conozco desde que era solo un bastardo genial con delirios de conquista—murmuró, y había en su voz una familiaridad íntima que hablaba de décadas de amistad antes de que la política los convirtiera en adversarios—. Cuando Roma nos obligaba a jugar juntos en los jardines del palacio. Y conozco esa mirada suya cuando algo se le escapa. Cuando algo le obsesiona. Es la misma que puso cuando decidió conquistar Europa. El carruaje se detuvo momentáneamente. Afuera se escucharon voces en francés, órdenes militares pronunciadas con la eficiencia mecánica de hombres acostumbrados a ser obedecidos sin cuestionamiento. Un control de rutina, pero también un recordatorio de que cada kilómetro que avanzaban los adentraba más profundamente en territorio enemigo. Portugal se tensó instintivamente, sus dedos apretándose sobre la tela del vestido hasta que sus nudillos se pusieron blancos, como si pudiera aferrarse a algo sólido en un mundo que se había vuelto completamente incierto. Podía escuchar las botas de los soldados sobre el empedrado, el sonido metálico de las armas siendo inspeccionadas, la conversación breve y profesional entre el capitán de la escolta y los guardias del puesto de control. Todo sonaba rutinario, aburrido incluso, como si transportar naciones prisioneras fuera apenas otra tarea administrativa en el funcionamiento del imperio francés. —Eso no me asusta —replicó cuando el carruaje reanudó su marcha, pero había en su voz una nota de desafío que sonaba ligeramente forzada, como si estuviera tratando de convencerse a sí misma tanto como a él. —Pues debería. —España se inclinó un poco hacia ella, sin levantar la voz, pero con una intensidad que hizo que cada palabra resonara—. Porque Francia no es solo una nación, Leonor. Es un hombre. Y no cualquier hombre, sino uno que ha sido educado en la idea de que todo lo que desea le pertenece por derecho divino. Y si algo se le resiste... se convierte en presa de caza. Los ojos de España se encontraron con los suyos, cargados de una sabiduría de haber sido educado en la misma escuela de conquista y dominación que Francia, de reconocer en su antiguo amigo los mismos impulsos que él tiene. —He visto esa mirada antes. En Roma, cuando quería algo que no podía obtener con facilidad. En mí mismo, cuando decidí que América me pertenecía. Y ahora la veo en Francia cada vez que te mira. Ella se echó hacia atrás con un gesto de indignación contenida, como si las palabras fueran proyectiles físicos. —Roma nos enseñó a tomar lo que queremos, aún si es necesaria la fuerza. A conquistar, a someter, a no aceptar un 'no' como respuesta. Francia no inventó esas reglas, Portugal. Las mamó en la misma cuna que nosotros. —Me hablas como si yo no hubiera sido criada por Roma. Como si yo no hubiera aprendido lo mismo. ¿O acaso te olvidas lo que hago en África? ¿Cómo construí mi imperio marítimo? Ella no era una víctima inocente sino una depredadora que había encontrado un depredador más grande. España la miró por fin con franqueza total, los ojos velados por el cansancio, pero también por una rabia muda que había estado creciendo durante meses. —Le conozco —repitió, y había en su voz autoridad—. Y lo conozco mejor que tú, aunque no te guste escucharlo. —¿Por qué? ¿Por qué soy mujer? La pregunta salió cargada de desafío, pero también de una herida profunda. Durante siglos había luchado contra la condescendencia masculina que reducía sus decisiones políticas a emociones femeninas, que interpretaba su resistencia como histeria y su inteligencia como astucia menor. —Sí —dijo él, sin rodeos, sin suavizar la palabra con eufemismos o disculpas—. Exactamente porque eres mujer. Y por muy astuta que seas, por más siglos que tengas, por más batallas que hayas ganado, no puedes comprender del todo cómo funciona el deseo de un hombre como él. Crees que puedes retarlo, desafiarlo, resistirle como has hecho conmigo... pero no entiendes lo que significa para él el acto de tomar. Se pasó una mano por el cabello castaño, despeinándose, y por un momento pareció más joven, más vulnerable, como si estuviera recordando no solo sus propios fracasos sino también los momentos en que había sido él quien había deseado con esa misma intensidad. —No es lo mismo conmigo. Conmigo luchábamos como iguales, nos enfrentábamos en el mismo nivel. Nos peleábamos hasta hacernos sangrar, nos decíamos las barbaridades más crueles que podíamos imaginar, nos traicionábamos mutuamente con una creatividad que habría impresionado a Maquiavelo, pero yo siempre te respetaba. Incluso cuando me traicionaste aliándote con Inglaterra, incluso cuando elegiste sus mares fríos por encima de mis tierras cálidas, incluso cuando firmaste los papeles de divorcio que destrozaron lo que quedaba de mi corazón... te respetaba. Había dolor genuino en sus palabras, el eco de noches compartidas cuando el amor y la política se entrelazaban en una danza tan compleja que era imposible saber dónde terminaba la pasión y comenzaba la estrategia. —Podía odiarte, podía estrangularte con mis propias manos, pero siempre reconocí tu derecho a tomar esas decisiones. Francia... él no ve valor en la resistencia. Ve desafío. Ve territorio por conquistar. Portugal sintió el ardor subirle desde el pecho hasta la garganta, una sensación familiar que había aprendido a controlar en los salones de las embajadas, pero que ahora amenazaba con desbordarse porque venía cargada no solo de rabia sino de recuerdos. Recordaba las manos de España sobre su piel, la forma en que habían aprendido a herirse y sanarse mutuamente, cómo incluso en sus peores peleas había habido una base de respeto que Francia jamás había mostrado. —Hablas como si fuera la primera vez que un hombre me desea —replicó defensivamente—. Como si no hubiera tratado con otras naciones que creían que podían poseerme porque soy mujer. España la miró con esa expresión que había puesto tantas veces durante su matrimonio cuando ella decía algo que lo hacía querer sacudirla hasta que entrara en razón, cuando ella minimizaba peligros que él consideraba reales. Una mezcla de incredulidad y frustración. Sin embargo soltó una carcajada amarga. —¡Ah, sí! ¡Tu gran habilidad para manejar hombres! —Su voz se cargó de sarcasmo—. Como cuando Inglaterra "sutilmente" me amenazó con hundir mi flota si me acercaba demasiado a ti, mientras robaba tus rutas comerciales. Como cuando Holanda decidió que la mejor manera de cortejarte era arrancarte Brasil y tus puertos asiáticos para demostrar su poder, como un maldito pavo real mostrando sus plumas. Se inclinó hacia ella, sus ojos verdes brillando con frustración acumulada. —¿De verdad crees que los manejaste a ellos? ¿Y no al revés? Francia no va a atacar tus colonias para impresionarte, Leonor. No va a amenazarme para mantenerte alejada. Va directo por ti. Portugal se removió incómoda, porque había algo demasiado real en las palabras de España. —Francia no te ve como su igual. Como tampoco lo hacen Holanda, ni Inglaterra —continuó España, implacable, con la certeza de alguien que reconoce sus mismos pecados en otros—. Te ve como una posesión. Una tierra por someter. Un cuerpo por marcar. Y mientras más te resistas, más lo excitas. Es como un cazador que prefiere las presas que corren. —Yo también lo conozco, Antonio —Portugal se irguió, su voz cortante—. Crecimos juntos, ¿recuerdas? Jugamos en los mismos jardines, aprendimos las mismas lecciones. No necesito tus advertencias para entender a un hombre. Mucho menos a ese arrogante idiota que cree que puede rediseñar Europa a su antojo. España apretó la mandíbula, los músculos tensándose visiblemente bajo la piel, y Portugal pudo ver cómo los celos se mezclaban con la preocupación genuina en su expresión. Había algo especialmente doloroso en saber que tu ex esposa conocía íntimamente al hombre que ahora la tenía cautiva. —Lo enfrentas como si todavía fuera un juego diplomático tradicional —murmuró, su voz cargada de una desesperación que rayaba en la súplica—. Como si fuera apenas otro adversario en las mesas de negociación europeas. Pero esa época ya terminó, Leonor. Ya no es el muchacho con el que jugábamos en los jardines de Roma. Ahora es el hombre que tiene media Europa temblando bajo su bota, que ha rediseñado el mapa continental según su capricho personal, que ha convertido reinos milenarios en provincias de su imperio personal. Y tú... Hizo una pausa cargada de peso, mirándola con una mezcla de terror y admiración que había aprendido a asociar con ella durante sus años de matrimonio tormentoso. —Tú estás completamente sola. Sola en un mundo que no tolera mujeres con voluntad. Sola entre hombres que te desean. Inglaterra te abandonó a tu suerte como si fueras un sacrificio necesario para sus propios planes, y ahora estás en manos de alguien que no reconoce límites. Las palabras golpearon contra ella como piedras lanzadas contra vidrio, cada una encontrando grietas que había tratado de ocultar incluso de sí misma. La soledad era real y constante, el peso de ser una de las pocas naciones mujer en un continente de depredadores hombres que veían su resistencia como un desafío personal a su masculinidad, era avasallannte. Portugal respiró profundamente, llenando sus pulmones de aire helado, y cuando habló, sus ojos no brillaban de fragilidad sino de una furia tan pura que parecía tener vida propia. —Me vendiste, Antonio —dijo, con voz dura—. ¿O acaso te olvidaste de ese pequeño detalle? El silencio que siguió fue ensordecedor. España miró hacia otro lado, como si el paisaje pudiera ofrecerle una escape de la verdad que había estado evitando enfrentar. —Ya te dije que no creí que las cosas iban a terminar así —murmuró finalmente, y había en su voz la patética defensividad de un hombre que sabía que sus excusas eran inadecuadas pero las ofrecía de todas formas. —Ese es tu problema —replicó ella—. Nunca planificas las cosas. Actúas por impulso. Creíste que podrías recuperarme como si fuera una propiedad perdida en una apuesta de borrachos, como si fuera un objeto que Francia estaría dispuesto a compartir contigo por los viejos tiempos. —Mira... —España se volvió hacia ella, sus ojos verdes brillando con desesperación—. Simplemente quería recuperar lo que teníamos. Francia me prometió compartirte, recuperarte. Dijo que podríamos volver a ser como antes, los tres juntos, como cuando Roma... —Lo único que provocaste fue mi desprecio —cortó ella, implacable. —Francia me prometió que íbamos a manejar la situación juntos —dijo, y había en su voz una irritación genuina, como la de un hombre que descubre que le vendieron gato por liebre—. Me dijo que entendía nuestra historia, que respetaría lo que habíamos construido. —¡Y tú le creíste como un idiota! —Portugal se echó hacia atrás, arqueando las cejas con incredulidad—. ¿En serio pensaste que iba a compartir? ¿Francia? ¿El mismo que se coronó emperador porque no podía soportar que alguien más tuviera autoridad sobre él? —Mira, pensé que sería diferente. Francia y yo... crecimos juntos. Compartimos más que una amistad. Pensé que eso significaba algo. —Significaba algo cuando éramos niños.—replicó Portugal, cortante—. Ahora Francia tiene medio continente bajo su bota y tú sigues actuando como si fueras su hermano pequeño buscando aprobación. —¡Yo no busco aprobación de nadie! Pero incluso mientras protestaba, sabía que ella tenía razón. Había algo en la dinámica con Francia que lo hacía sentir como si estuviera tratando de recuperar la admiración que alguna vez había tenido hacia él, cuando Francia lo había mirado con algo parecido al respeto. —Por favor. Te brillan los ojos cada vez que Francia te incluye en sus reuniones. Te sientes importante cuando te consulta sus planes, aunque sea solo para validar decisiones que ya tomó. Era una observación devastadoramente precisa que tocaba la herida más profunda del ego de España: la necesidad de sentirse relevante en un mundo que había dejado de temerle como una vez lo hizo. España se pasó una mano por el cabello, despeinándose con frustración. — Pensé que recordaría cuando jugábamos en los jardines de Roma, cuando Roma nos enseñaba sobre alianzas y territorios compartidos. —Roma también nos enseñó que los hombres ven a las mujeres como botín de guerra —replicó Portugal, cortante—. Aparentemente tú aprendiste esa lección perfectamente. España golpeó el bastón contra el suelo del carruaje, un gesto involuntario de frustración que hizo que el sonido metálico resonara en el espacio cerrado. —¡Hay cosas que una mujer no ve igual! —estalló—. ¡Serás una nación, tendrás siglos de experiencia, pero también eres una mujer! ¡Y hay cosas de hombres que...! Portugal se incorporó completamente, los hombros rectos, el cuello alto, como si se le hubiera enderezado la sangre real que corría por sus venas. —Dilo claro, Antonio —su voz cortó el aire como una navaja—. Ahora que Francia demostró sus verdaderas intenciones, ahora que te das cuenta de que simplemente te usó como un idiota útil, temes que me tome por completo y que tú no tengas participación alguna. Te duele tu orgullo masculino, no mi bienestar. España apartó la mirada, furioso, los nudillos blancos de la fuerza con que apretaba el bastón. —¡Porque eso es exactamente lo que quiere, mujer! —rugió—. ¡Y no me hagas explicártelo como si fueras una niña ingenua que acaba de llegar a la corte! ¡Yo también soy hombre, maldita sea! ¡Reconozco esa hambre en sus ojos porque la he sentido en los míos! ¡Sé lo que significa mirar a una mujer y decidir que debe ser tuya cueste lo que cueste! Se inclinó hacia ella, sus ojos verdes brillando con una intensidad que no había mostrado en meses. —¿Crees que no lo veo? ¿Crees que no me doy cuenta de cómo te mira? Es la misma manera en que yo te miraba cuando decidí que tenía que casarme contigo, cuando decidí que eras demasiado valiosa para dejarla en manos de cualquier otro. La misma mirada que puse cuando te vi por primera vez después de que Roma nos separara, cuando supe que tenía que tenerte sin importar el precio. Pero hay una diferencia crucial entre él y yo: yo al menos fingía que te cortejaba, fingía que respetaba tu derecho a elegir. Él no va a molestarse con esas cortesías. El carruaje dio un bandazo al tomar una curva, y Portugal tuvo que agarrarse del borde del asiento. Aprovechó el movimiento para acercarse más a España, hasta que sus rostros quedaron a escasos centímetros. —¡Lo hubieras pensado antes de dejarlo pasar por tus fronteras! —gritó—. ¡Antes de firmar ese tratado de mierda! ¡Antes de decidir que tu amistad con Francia valía más que mi libertad! Las palabras salieron acompañadas de lágrimas de rabia que ella no se molestó en ocultar. Eran lágrimas de furia, no de tristeza, lágrimas que quemaban como ácido. —¿Sabes lo que es despertar cada mañana recordando que el hombre que una vez me prometió amor eterno me entregó a otro como si fuera una propiedad que había perdido su utilidad? —Su voz se quebró—. ¿Sabes lo que es tener que fingir que estoy ahí por elección propia, mientras tú te sientas a su lado como su perro favorito y actúas como si todo fuera normal? España no respondió inmediatamente. Sus dedos tamborearon contra su rodilla mientras procesaba las palabras. —¿Acaso está mal querer recuperar a mi esposa? La pregunta salió cargada de una desesperación genuina, como si realmente no pudiera entender por qué su lógica era fundamentalmente defectuosa. —¡Ex esposa! —Portugal se incorporó completamente—. Hace décadas que nos divorciamos, España. Décadas que firmamos esos papeles que nos separaron oficialmente. —Los papeles no borran nuestro amor. —No, pero el divorcio sí establece que ya no me debes, que ya no me posees, que ya no puedes tomar decisiones por mí. —Pero podríamos haber vuelto a intentarlo —España se inclinó hacia ella, necio como una mula, aferrado a una fantasía que nunca había tenido base en la realidad—. Si Francia hubiera cumplido su palabra, si las cosas hubieran salido como planeamos... —¡Como planearon ustedes! —Portugal lo cortó con la precisión de una guillotina—. Otra vez lo mismo de siempre. Ustedes planean, ustedes deciden, ustedes negocian. ¿En qué momento iban a preguntarme qué quería yo? —¿Y qué querías? ¿Seguir siendo la mascota de Inglaterra? ¿Seguir fingiendo que su protección no tiene precio? —Su protección al menos me permite elegir. Puedo decidir mis alianzas, mis rutas comerciales, mis guerras. Con él tengo voz. Voz real, no la ilusión de consulta que tú me dabas. —¡Tienes la ilusión de voz! —España se frustró completamente—. Inglaterra te controla tanto como Francia podría controlarte, solo que te permite creer que es tu decisión. —No lo conoces como yo lo conozco. —Había algo íntimo en la forma en que lo dijo, una familiaridad que hizo que España sintiera una punzada de celos—. Él nunca me negociaría como si fuera un objeto. Hemos compartido demasiado para eso. —¡Porque no ha tenido necesidad! —España replicó, pero había una nota de desesperación en su voz—. ¡Pero si algún día le conviene entregarte a otro, lo hará sin dudarlo! —Cállate, España. Arthur es diferente a ustedes dos. Él respeta mis decisiones. Me escucha cuando hablo. Valora mi opinión. El nombre salió de sus labios con una familiaridad íntima que hizo que España sintiera como si le hubieran clavado un puñal entre las costillas. Arthur. No "Inglaterra" con la formalidad diplomática que usaba para referirse a todas las demás naciones. —¿Arthur? —España se echó hacia atrás como si hubiera recibido una bofetada—. ¿Desde cuándo lo llamas Arthur como si fueras...? —Como si fuera qué, Antonio? —Portugal se inclinó hacia él, desafiante—. ¿Cómo si fuera mi amante? ¿Cómo si fuera alguien importante para mí? Porque lo es. Las palabras cayeron entre ellos como bombas, destruyendo las últimas pretensiones de civilidad diplomática. España se quedó callado por un momento, procesando la confesión, sintiendo cómo los celos se le enroscaban en el estómago como una serpiente venenosa. —¿Cuánto tiempo? —preguntó finalmente, su voz ronca. —¿Qué importa? —¡Importa porque mientras estabas casada conmigo...! —¿Qué? ¿Te molesta que haya encontrado a alguien que me trata como un ser humano en lugar de como una extensión de su ego? —Portugal se echó a reír, pero fue un sonido cruel—. Inglaterra nunca me ha tratado como si fuera su propiedad, Antonio. Jamás. —¡Ese bastardo te ha lavado el cerebro! —España estalló—. ¡Te tiene tan manipulada que no puedes ver que te usa tanto como cualquier otro! —¡No te atrevas! —La voz de Portugal se elevó peligrosamente—. ¡No te atrevas a hablar así de él! ¡Tú no lo conoces! ¡No sabes cómo me trata cuando estamos solos, cómo me cuida, cómo...! Se detuvo abruptamente, pero ya era demasiado tarde. Las palabras habían salido cargadas de una intimidad que reveló mucho más de lo que había pretendido. España se quedó mirándola con los ojos abiertos de par en par, como si finalmente estuviera viendo la magnitud de lo que había perdido. —Siglos —murmuró—. Has estado con él durante siglos, ¿verdad? Incluso mientras estabas casada conmigo. Portugal no respondió, pero su silencio fue confirmación suficiente. —¿Alguna vez me amaste realmente? —La pregunta salió cargada de un dolor tan crudo que por un momento España sonó como un niño abandonado—. ¿O siempre estuviste pensando en él? —Te amé, Antonio. —Su voz se suavizó levemente—. Te amé con toda la pasión destructiva de la que era capaz. Pero Arthur... Arthur me ama de una manera diferente. Me ama de una manera que no duele. Las palabras fueron como sal en una herida abierta. España cerró los ojos, respirando profundamente. —¿Por eso nunca funcionó entre nosotros? ¿Por qué siempre fuiste suya? —Porque tú nunca entendiste que amar a alguien no significa poseerlo. Arthur sí lo entiende. España la miró con pura frustración, esa expresión que había aparecido tantas veces durante su matrimonio cuando no podía entender la fe ciega que Portugal tenía en la honestidad inglesa. Nunca había comprendido cómo ella podía confiar tan completamente en el bastardo pirata que había aterrizado el comercio europeo durante siglos. Como era capaz de amarlo. El carruaje siguió avanzando implacablemente hacia París. La luz del día se desvanecía rápidamente, sumergiendo el paisaje en esa penumbra azulada que precede a la noche, y las primeras estrellas comenzaban a aparecer como pinchazos de luz en el terciopelo oscuro del cielo. —¿Sabes qué es lo que más me duele? —murmuró España—. Es que Francia ni siquiera tuvo que esforzarse mucho para convencerme. Le bastó con decirme que podríamos recuperar los viejos tiempos, y yo salté como un idiota. —Los viejos tiempos nunca fueron tan buenos como los recuerdas, Antonio. —Eran mejores que esto. España cerró los ojos, recordando. Una sonrisa se poso en sus labios. —Cuando hacíamos planes juntos para expandir nuestros territorios americanos. Cuando celebrábamos las victorias del otro. Cuando realmente éramos socios. —dijo suavemente. —Y también recuerdas cuando decidiste que esos planes incluían aliarte con Francia contra Inglaterra sin consultarme. O cuando empezaste a tomar decisiones que me afectaban sin preguntarme o cuando comenzaste a tratarme como una extensión tuya en lugar de como tu igual. O como olvidar todo el drama con Holanda, donde mis hijos te importaban menos que tu ego. España suspiró, mirándola fijamente, y por un momento volvió a ver en sus ojos al hombre que había amado—vulnerable, arrepentido, genuinamente dolido por haber perdido algo precioso. Pero solo por un momento, antes de que su orgullo masculino volviera a interponerse entre ellos como una barrera infranqueable. —¡Estás siendo injusta! —¿Injusta?—gritó— ¡Tú me vendiste como ganado y yo soy la injusta! —¡No te vendí! —Entonces explícame la diferencia entre venderme y entregarme a cambio de promesas de recuperarme después. España abrió la boca, pero no salieron palabras. El carruaje siguió avanzando entre la niebla que empezaba a levantarse del suelo húmedo, como una sentencia que no había sido dictada aún.Capítulo 12
16 de septiembre de 2025, 14:13