Capítulo 13
16 de septiembre de 2025, 14:33
Sentada en la penumbra de la tienda que compartía con España, Portugal envolvía su delgado cuerpo en su chal oscuro. Temblaba ligeramente, y no solo por el frío. Las ropas que Francia había elegido para ella eran hermosas pero completamente inadecuadas para el clima invernal: sedas y terciopelos diseñados para salones parisinos con chimeneas constantemente encendidas, no para tiendas militares en campos congelados. Era otro recordatorio sutil de su nueva condición: una mujer vestida para ser exhibida, no para sobrevivir.
El aire húmedo del alba se colaba por las costuras de la lona como dedos helados, calándole los huesos hasta la médula. Cada respiración se convertía en una pequeña nube de vapor que se disipaba inmediatamente en la oscuridad. Las llamas del brasero—el único lujo que Francia había permitido en su tienda, probablemente para evitar que muriera de hipotermia antes de llegar a París—chisporroteaban débilmente, alimentadas con leña húmeda que producía más humo que calor, proyectando sombras temblorosas sobre el lienzo amarillento manchado por el tiempo y las inclemencias.
Ella no las miraba esas sombras danzantes. O tal vez no las veía realmente. Su mente estaba en otro lugar, navegando entre recuerdos y posibilidades, tratando de encontrar una salida en un laberinto que parecía cerrarse más con cada hora que pasaba.
España dormía en el catre vecino, un sueño inquieto salpicado de palabras ahogadas en español y latín, movimientos abruptos que hacían crujir la estructura de madera y cuero. Sus manos se crispaban ocasionalmente, como si estuviera peleando batallas en sus sueños, como si incluso inconsciente no pudiera escapar del peso de lo que había hecho. Su rostro, endurecido incluso en reposo por años de decisiones difíciles y derrotas acumuladas, parecía reflejar el peso de lo que se avecinaba.
En algún momento durante la noche había murmurado "Leonor" con una voz tan quebrada que ella había tenido que contener las ganas de despertarlo y consolarlo. Pero ya no era su trabajo consolarlo.
Ya no más.
En el camino desde Lisboa hacia París habían hecho una parada que Portugal había temido más que cualquier otra cosa: habían pasado a buscar a Aragón, la primera esposa de España, la mujer que él había amado antes que a ella y que Portugal siempre había sabido que seguía ocupando un lugar especial en su corazón. Ver a Aragón subir al carruaje con esa dignidad silenciosa que la había caracterizado siempre, ver cómo España la miraba con una mezcla de dolor y nostalgia que nunca había mostrado hacia Portugal, había sido como recibir una puñalada en una herida que creía cerrada.
A diferencia de las tensiones que Portugal había anticipado, Aragón la había saludado con una sonrisa irónica y un comentario mordaz sobre "volver a estar los tres juntos en circunstancias tan encantadoras".
La primera noche en el campamento, mientras España se removía inquieto en su catre, las dos mujeres habían compartido una botella de vino que Aragón había conseguido de alguna manera y habían intercambiado observaciones sarcásticas sobre la situación. Era casi como los viejos tiempos, cuando las dos solían aliarse contra las decisiones más estúpidas de España. Portugal había sonreído genuinamente desde que fue prisionera hace ya varias semanas. Era reconfortante tener una aliada, alguien que entendía la particular frustración de haber estado casada con España y sus impulsos.
Pero era España quien parecía más incómodo con la situación, atrapado entre dos mujeres que conocían demasiado bien sus debilidades y que no tenían reparos en señalárselas. Portugal había notado cómo se tensaba cada vez que ellas intercambiaban miradas de complicidad, como si temiera lo que podrían estar conspirando.
Y ahora los tres viajaban ahora en el mismo cortejo militar, y España parecía cada vez más consciente de que sus dos ex esposas tenían mucho más en común de lo que él había anticipado—especialmente cuando se trataba de criticar sus decisiones.
Cada jornada los alejaba más de Lisboa. Cada legua que recorrían rumbo a París se sumaba como una piedra más al collar invisible que Portugal sentía apretando su cuello, cortándole el aire, recordándole que con cada kilómetro se volvía más dependiente de la misericordia de un hombre que no conocía el significado de esa palabra.
No quedaba escapatoria. No por sus propios medios. Los intentos anteriores habían fracasado estrepitosamente, cada uno resultando en medidas de seguridad más estrictas, en humillaciones más elaboradas. Francia había dejado claro que encontraba su resistencia entretenida hasta cierto punto, pero que su paciencia tenía límites.
Cerró los ojos y respiró hondo, buscando un ancla en medio del desasosiego que amenazaba con ahogarla. El aire olía a humo de madera, a tierra húmeda, a los caballos de la caravana y a algo más sutil: el aroma distintivo del poder francés, una mezcla de perfume caro y acero afilado que parecía impregnar todo lo que tocaba.
Inglaterra.
El nombre apareció en su mente con la claridad de una vela encendida en la bruma, como una oración silenciosa dirigida hacia el norte. Su rostro también se materializó detrás de sus párpados cerrados: pálido y salpicado de pecas que le daban un aspecto juvenil que contrastaba dramáticamente con la antigüedad de sus ojos verdes, profundos como el mar del Norte en invierno. Su mirada severa que podía cortar como un látigo pero que se suavizaba cuando la miraba a ella, con esa nobleza tosca que era, en sí misma, una forma de consuelo y que la hacía amarlo con una intensidad que a veces la asustaba.
Recordó su voz firme—siempre firme, incluso cuando estaba roto por dentro—antes de separarse en lo que ahora se sentía como otra vida: "Ven conmigo. Brasil te espera, darling. Es lo más seguro. No te quedes a luchar una guerra que no puedes ganar."
Sus palabras habían sido una súplica disfrazada de orden, sus ojos verdes brillando con una desesperación que raramente permitía que otros vieran. Había extendido su mano hacia ella con la palma hacia arriba, como una ofrenda, como si estuviera poniendo su corazón sobre la mesa para que ella decidiera qué hacer con él.
Pero ella no lo hizo. No había tomado su mano, no había huido con él hacia la seguridad de sus colonias americanas. No por falta de fe en él—nunca eso—sino por orgullo. Por ese orgullo altivo que había heredado de siglos de corona y cruz, de generaciones de reyes que habían preferido morir en pie antes que vivir de rodillas. Por miedo a abandonar a su gente, a la tierra que ella misma había sembrado con sangre y lágrimas, incluso si ya latía débilmente bajo la bota francesa.
Y ahora, la consecuencia era esta: una jaula dorada que se movía inexorablemente hacia París, hacia un destino que no podía controlar.
Una chispa de esperanza germinó en su interior, frágil como una llama de vela pero imposible de ignorar. Si lograba escribirle, si el mensaje de alguna manera cruzaba las líneas de guerra, las patrullas francesas, las miles de millas que los separaban... ¿vendría por ella?
¿O la habría descartado como España y Francia habían sugerido con tanta crueldad? ¿Habría decidido que ella había hecho su elección y ahora tenía que vivir con las consecuencias?
Inglaterra no era dado a repetir ofrecimientos—eso era cierto. Su orgullo era casi tan grande como el de ella, forjado en siglos de dominio marítimo y victorias arrancadas del mar y de sus enemigos. Tampoco era generoso con los perdones; cuando alguien lo traicionaba, tendía a recordarlo durante décadas, a veces siglos.
Pero, en el fondo de su alma, Portugal sabía que tampoco era de los que dejaban a los suyos en manos ajenas. No cuando importaban realmente. Eran aliados, sí, pero también eran algo más profundo, algo que había crecido entre ellos durante décadas de cartas secretas, encuentros clandestinos, momentos robados entre las obligaciones diplomáticas. Él no la abandonaría a su suerte, ¿verdad?
La duda la corroía como ácido.
Con dedos rígidos por el frío y la tensión, Portugal se inclinó hacia el baúl de cuero que descansaba junto a su catre—uno de los pocos objetos personales que Francia le había permitido conservar, probablemente porque contenía principalmente ropa y objetos femeninos que confirmaban su nueva condición de prisionera decorativa. El cuero estaba frío al tacto, húmedo por la condensación que se formaba en todo durante las noches heladas.
Rebuscó con cuidado entre los pliegues de tela y los compartimentos secretos que había aprendido a crear durante años de espionaje diplomático, hasta encontrar un pequeño envoltorio escondido bajo un falso fondo: un pergamino arrugado que había conseguido sobornar de un escriba del ejército, tinta ya seca en un frasco de vidrio olvidado que había encontrado abandonado en una de las posadas donde habían parado, y una pluma algo torcida que había pertenecido a un oficial francés demasiado ebrio para notar que se la robaban.
No era mucho, pero bastaba. Tendría que bastar.
Se sentó en el suelo de tierra apisonada, ignorando el frío que se filtraba a través de su ropa, dejando que la escasa luz del amanecer que se filtraba por la abertura de la tienda—una luz gris y débil que prometía otro día de viaje hacia su destino—alumbrara su trazo tembloroso.
"Arthur..."
El primer trazo fue un suspiro hecho tinta, una exhalación de todo lo que había estado conteniendo durante semanas. Su nombre en su letra, después de tanto tiempo, se sintió como una confesión.
No podía escribir "meu querido" como había hecho en tantas cartas anteriores. No después de que ella había rechazado su protección, no después de que en su último encuentro él había estado furioso porque ella se quedaba, porque elegía el honor suicida por encima de la supervivencia práctica. No después de haberlo herido de una manera que sabía era imperdonable.
Pero tampoco podía ser cruelmente distante. No cuando su vida podría depender de esta carta, cuando esta podría ser su única oportunidad de salvación.
Tragó saliva, enderezó la espalda con toda la dignidad real que pudo reunir, y dejó que las palabras salieran de su alma hacia el papel:
"Si alguna vez tuviste aprecio por mí, si aún me consideras digna de tu atención, necesito tu ayuda. Francia ha tomado Lisboa como debes saber y como tu predijiste, él me tomó y me lleva a París junto con España y Aragón. No he podido escapar. Estoy vigilada cada hora, cada paso. No me queda nadie más en quien confiar.
Perdóname por no haberte escuchado. Por no huir contigo cuando me lo ofreciste. Por elegir el orgullo por encima de la sabiduría.
Ahora sé que tu advertencia era más que justa.
Si aún tienes un lugar para mí en tu pensamiento, en tu corazón, sabrás qué hacer. No te pido que arriesgues todo por mí, pero si hay algo, cualquier cosa que puedas hacer...
Confío en ti, como siempre confié. Eres el único en quien confío.
—tuya, siempre tuya, Leonor
Portugal"
El final se curvó con un temblor que traicionaba toda la vulnerabilidad que había estado tratando de ocultar. Sus manos temblaban no solo por el frío sino por la emotividad de poner en papel lo que había estado sintiendo durante semanas de cautiverio silencioso.
Ella lo firmó con delicadeza, cada letra cargada de esperanza y desesperación a partes iguales, y luego dobló el papel con sumo cuidado, como si el simple roce incorrecto pudiera alterar su destino. Lo escondió en su escote, contra su corazón, donde el calor de su cuerpo podría protegerlo de la humedad y donde estaría seguro de miradas curiosas.
Lo tocó unos segundos a través de la tela de su vestido, en silencio, como si la tinta pudiera llevarle algo más que palabras a través de las miles de millas que los separaban—como si pudiera llevarle su corazón, su arrepentimiento, su amor que nunca había sido completamente expresado porque ambos eran demasiado orgullosos para admitir cuánto se necesitaban.
Solo restaba encontrar la ocasión. Un descuido en la vigilancia. Un criado francés mal pagado que pudiera ser sobornado. Un correo inglés en algún punto del avance—los espías ingleses estaban en todas partes, incluso Francia lo sabía. Cualquier canal bastaría, cualquier grieta en la armadura imperial que pudiera explotar.
Si Inglaterra aún la amaba—no con flores románticas o cartas poéticas, sino con esa obstinación práctica y feroz que sabía a lealtad eterna, que había caracterizado su relación desde el principio—él vendría. Encontraría una manera, como siempre la había encontrado.
Y si no... entonces aprendería a resistir sola, como había hecho durante siglos antes de conocerlo.