ID de la obra: 747

Guilty as sin

Het
NC-17
En progreso
1
Emparejamientos y personajes:
Tamaño:
planificada Mini, escritos 169 páginas, 89.471 palabras, 23 capítulos
Descripción:
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Capítulo 14

Ajustes de texto
La mañana se desplegó gris y húmeda, envuelta en una niebla sorda que lo envolvía todo como un sudario. El aire tenía esa densidad particular que precedía a las tormentas, cargado de electricidad y presagios. Los sonidos del campamento eran más tensos, más secos—conversaciones susurradas entre soldados que sabían que se acercaban al corazón del imperio, el tintineo nervioso de las armas siendo revisadas una vez más, el relinchar inquieto de los caballos que parecían sentir la tensión humana. Los soldados hablaban poco, sus rostros endurecidos por el cansancio y la anticipación. El paso de los caballos resonaba apagado sobre la tierra mojada, cada pisada hundiéndose en el barro que se había formado durante la noche de lluvia persistente.   Estaban cerca. París aguardaba tras esa bruma, invisible pero palpable, como una sentencia que había estado esperando durante meses ser pronunciada. Portugal podía sentirlo en el aire, en la forma en que los soldados franceses caminaban con más arrogancia, en cómo los oficiales sonreían con esa satisfacción particular de hombres que estaban a punto de entregar un regalo muy especial. Portugal llevaba horas rondando los límites del campamento, moviéndose con la paciencia calculada de una cazadora esperando el momento perfecto para atacar. Esperaba una brecha en la vigilancia, un momento de descuido, cualquier oportunidad que el destino pudiera ofrecerle. España había sido requerido por un coronel francés para revisar no sabía qué detalles sobre su acomodación en París, y Aragón lo había acompañado—ella no se había separado ni un solo momento de él desde que la habían venido a buscar, como si temiera que España pudiera cometer otra estupidez monumental si lo dejaba solo por más de cinco minutos. Francia, según le habían dicho los guardias cuando preguntó con fingida indiferencia, aún dormía en su tienda privada. Era su oportunidad. Tal vez la única que tendría. Ella caminaba con lentitud deliberada entre las carretas y los soldados, cubriéndose la cabeza con la capucha de una capa de lana gruesa que había tomado "prestada" del baúl de España—él probablemente ni siquiera había notado su ausencia. El frío le calaba los huesos hasta la médula, penetrando a través de las capas de seda francesa que había sido obligada a usar, recordándole constantemente que no estaba vestida para la supervivencia sino para la exhibición. Fingía revisar una carreta cargada de provisiones, tocar distraídamente el tejido de una lona, examinar las ruedas como si fuera una experta en mecánica militar. Todo actuado, todo calculado para parecer una mujer aburrida matando el tiempo mientras esperaba órdenes. Cerca del camino principal que llevaba hacia París, un mercader desmontaba de su mula con movimientos cansados que hablaban de días de viaje. Era un hombre de mediana edad, vestido con ropas de calidad pero no ostentosas—el tipo de comerciante que sabía moverse entre fronteras sin llamar demasiado la atención. Viajaba escoltado por dos soldados franceses, pero con cierta libertad de movimiento que sugería que sus papeles estaban en orden y que tenía negocios legítimos en París. Portugal había pasado la última hora escuchando conversaciones, fingiendo no prestar atención mientras captaba fragmentos cruciales de información. Había escuchado que el rumbo del mercader era Londres, que llevaba telas finas y especias para los comerciantes ingleses, que tenía contactos en los muelles del Támesis. La chispa de esperanza volvió a encenderse en su pecho como una llama alimentada por viento fresco. Deslizó una mano dentro de su escote con movimientos casuales, fingiendo ajustar su vestido. El sobre estaba allí, caliente contra su piel por el calor de su cuerpo, húmedo por el nerviosismo que la había estado consumiendo durante horas. Dio un paso cauteloso hacia el hombre, ensayando en silencio la súplica que pensaba decir, las palabras que había estado perfeccionando mentalmente durante toda la mañana. "Por Dios, señor, si tiene hijos, si usted ha amado alguna vez, si conoce lo que significa la desesperación..." No necesitaría oro para convencerlo—al menos esperaba que no. Solo esperaba que tuviera suficiente humanidad para ayudar a una mujer en peligro. Aunque si era necesario, si el hombre necesitaba incentivos más tangibles, le daría el collar de zafiros que Francia le había puesto alrededor del cuello.  El mercader estaba desatando unas alforjas de cuero de la silla de su mula, concentrado en su tarea, aparentemente ajeno a la presencia de la mujer encapuchada que se acercaba lentamente. Sus guardias estaban a unos metros de distancia, conversando entre ellos sobre algo que les parecía divertido. Era el momento perfecto. Portugal respiró profundamente, preparándose para acercarse, cuando una voz cortó el aire matutino como un cuchillo. —¿Qué estás haciendo, ma belle dame? Se giró de inmediato, el corazón saltándole al pecho como un animal enjaulado. Francia. Estaba de pie a pocos pasos de ella, la figura alta destacándose entre la niebla como una mancha de sombra elegante y amenazante. Llevaba el abrigo militar azul sobre los hombros, el cuello alzado contra el frío, los guantes de cuero negro en una mano mientras que la otra descansaba casualmente sobre la empuñadura de su espada. Su postura era relajada, pero sus ojos azules tenían una chispa acerada que desmentía completamente la calma aparente. La sonrisa que curvaba sus labios era apenas una línea: algo entre el juego y el juicio, entre la diversión y la advertencia. Estaba completamente vestido y peinado, sin un solo cabello fuera de lugar, como si no hubiera estado durmiendo sino esperando exactamente este momento para hacer su aparición. —Nada que te concierna —respondió Portugal alzando el mentón con toda la dignidad real que pudo reunir. Su voz, sin embargo, sonó menos firme de lo que habría deseado, traicionando el terror que se había instalado en su estómago como un puño de hielo. Francia avanzó hacia ella con pasos lentos y seguros, sus botas militares hundiéndose en el barro blando con pequeños sonidos que parecían resonar más fuerte de lo que deberían. Cada paso era calculado, medido, como si estuviera disfrutando de cada segundo de la tensión que se construía entre ellos. —Todo lo que haces me concierne, mon amour —murmuró, su voz llevando esa intimidad falsa que había aprendido a usar como arma—. Especialmente cuando implica rondar por mi campamento como si buscaras algo... o a alguien. Su mirada bajó lentamente, examinándola con la meticulosidad de un depredador evaluando a su presa. Se detuvo en sus manos, donde los nervios habían hecho que apretara la carta contra su pecho de una manera que la hacía visible entre sus dedos. Ya era demasiado tarde para esconderla. Ella intentó retroceder, pero Francia ya había visto lo que necesitaba ver. —Não! —exclamó en portugués, el pánico haciendo que volviera a su idioma natal, aferrando el papel contra el pecho como si fuera lo último que le quedaba en el mundo. Francia enarcó una ceja con esa expresión de diversión condescendiente que había perfeccionado durante años de diplomacia europea, y sin el menor esfuerzo aparente—con esa fuerza casual que demostraba cuán completamente tenía el control de la situación—tomó su muñeca con una mano y con la otra, en un movimiento demasiado rápido y fluido para ser resistido, le arrebató la carta de entre los dedos. Portugal forcejeó desesperadamente, retorciéndose en su agarre como una gata salvaje. Se irguió todo lo que pudo, intentando recuperar el papel, alzándose sobre las puntas de los pies para alcanzarlo, pero él era mucho más alto que ella y mantenía la carta fuera de su alcance con la crueldad casual de un adulto quitándole un juguete a un niño. —¡Devuélvemela, Francia! —gritó, toda pretensión de diplomacia abandonada—. ¡No tienes derecho! —¿Una carta? —murmuró él, girando el sobre entre sus dedos enguantados como si fuera un objeto curioso que había encontrado en la calle—. ¿Tan urgente que no podía esperar a París? ¿Es acaso una carta de amor, ma chère? Su voz era baja, casi amable, con esa suavidad peligrosa que había aprendido a asociar con sus momentos más crueles. Pero en sus ojos no había dulzura, ni siquiera fingida. Solo una inteligencia fría y calculadora que estaba procesando exactamente qué significaba esta pequeña traición. Rompió el sello de cera con parsimonia deliberada, saboreando cada segundo de su desesperación. Desplegó la hoja de papel con el cuidado de alguien que estaba desentrañando un secreto. Y leyó. El silencio entre ellos se volvió tan espeso como la niebla que los rodeaba, cargado de una tensión que parecía tener peso físico. Portugal podía escuchar su propio corazón latiendo tan fuerte que estaba segura de que él también podía oírlo. El mundo se había reducido a este momento, a esta carta, a las palabras que había escrito con tanta esperanza y que ahora se convertían en su sentencia. Portugal lo miraba con el rostro pálido como la muerte, las mejillas encendidas por una mezcla explosiva de furia, humillación y miedo. No se atrevía a respirar. Solo lo observaba, sintiendo cómo el abismo se abría bajo sus pies y la tragaba lentamente. Francia no dijo nada mientras leía. Sus ojos se movían lentamente a través del texto, procesando cada palabra, cada súplica, cada confesión íntima que ella había vertido en esas líneas. Terminó la carta y bajó la mirada hacia ella, manteniendo el papel entre sus dedos enguantados que ahora temblaban ligeramente. Furia contenida. Pero también algo más oscuro, más posesivo. Y entonces, como si hubiera tomado una decisión, sonrió. No fue una sonrisa cálida, ni nostálgica, ni siquiera sarcástica. Era una curva lenta y controlada, completamente carente de afecto, afilada como la hoja de una navaja recién forjada. Sus labios se alzaron con desdén, pero sus ojos—encendidos con una llama peligrosa —delataban algo más profundo, más primitivo: una mezcla de vanidad herida, posesividad ofendida y un goce retorcido ante su vulnerabilidad expuesta. —Así que... Arthur, ¿eh? Su voz resonó en la penumbra como una sentencia de muerte, rasgando el silencio matutino. En su mirada no había sorpresa—como si hubiera estado esperando exactamente esta confirmación—sino la certeza satisfecha de un jugador que acaba de ganar una mano que había estado planeando durante años. Y entonces rió. Una risa baja, gutural, desprovista de cualquier alegría humana, como el gruñido grave de una bestia que huele sangre fresca y sabe que la cacería está a punto de comenzar. —Angleterre —repitió, pronunciando el nombre con un dejo de burla venenosa, como si estuviera nombrando a un perro viejo y malcriado que había estado causando problemas en su jardín—. Por supuesto. Siempre tan predecible, mon ange. Siempre tan terriblemente, dolorosamente predecible. Ella lo miró con una furia helada que podría haber congelado el Sena en pleno verano, la espalda erguida a pesar del cansancio y el terror, los ojos como dos fragmentos de océano Atlántico en plena tormenta. —Al menos él lucha por los suyos —escupió, cada palabra cargada de desprecio—. No los arrastra entre grilletes ni les pone una bayoneta en la nuca como un carnicero. Francia dio un paso hacia ella, lento y medido, como si estuviera danzando al ritmo de su propia victoria personal. Llevaba aún la carta entre los dedos—su carta, su esperanza, su último salvavidas al mundo exterior—y la dobló con extremo cuidado, como si estuviera plegando las alas de una mariposa antes de clavarla en una vitrina para su colección personal. —¿Y tú crees que vendrá por ti? —inquirió con suavidad venenosa, ladeando el rostro apenas lo suficiente para que la luz matutina iluminara la crueldad en sus facciones—. ¿Qué al leer esto abandonará todo lo que está haciendo—sus guerras, sus bloqueos, su preciosa marina—cruzará mares, montañas, ríos, campos plagados de mis soldados... sólo para rescatarte? ¿Cómo un caballero andante de los cuentos? Se inclinó hacia ella hasta que su aliento le rozó la mejilla como un soplo de hielo perfumado con café y algo más oscuro. —¿Crees que le importas tanto? —Más que a ti, sin duda —escupió Portugal, la voz tensa y trémula por el esfuerzo sobrehumano de mantenerse firme cuando cada instinto le gritaba que corriera. O que lo golpeara.  Ella respiraba con dificultad, como si el aire se hubiera vuelto demasiado espeso para sus pulmones. Tenía los puños cerrados con tanta fuerza que sus uñas se clavaban en las palmas, la piel erizada no solo por el frío que se colaba entre las costuras de su vestido francés, sino por la rabia y la humillación que la consumían como fuego. La carta, su única esperanza de salvación, descansaba ahora en el interior del abrigo de Francia, tan cerca de su pecho como si fuera un trofeo de guerra. Y él, como si tal cosa no tuviera la menor importancia en el mundo, se giró lentamente, cruzando las manos tras la espalda en un gesto que había visto hacer a generales contemplando campos de batalla recién ganados. Comenzó a rodearla en un círculo pausado, sus botas levantando pequeñas nubes de tierra húmeda con cada paso, como un lobo evaluando a su presa desde todos los ángulos. —Dime, Leonor... —murmuró con un tono casi paternal, como si estuviera a punto de enseñarle una lección vital sobre el funcionamiento del mundo—. ¿Alguna vez te has detenido a pensar qué ve Inglaterra realmente cuando te mira? Ella lo fulminó con la mirada, pero sus palabras la seguían como el eco de un juicio inexorable que había estado evitando escuchar durante años. —¿Te ha dado razones verdaderas para creer que le importas? —insistió, deteniéndose apenas a su espalda, lo suficientemente cerca para que pudiera sentir su presencia como una sombra amenazante—. ¿Cuándo fue la última vez que acudió a ti sin ser convocado? ¿Sin que tú le escribieras primero? ¿Lo recuerdas? Se adelantó de nuevo, posicionándose frente a ella, y alzando una ceja con esa expresión que tanto dominaba—mezcla de ironía cruel y compasión completamente fingida—añadió: —¿Tú crees que nuestro pequeño Albión tiene amigos verdaderos? No seas ingenua, ma chère. Tiene alianzas estratégicas. Tiene dominios coloniales. Tiene intereses comerciales. Pero afecto genuino... eso no lo reparte como si fuera caridad. Cuando alguien deja de serle útil, simplemente lo descarta como se descarta un periódico viejo. —No sabes nada —siseó ella, con un temblor apenas perceptible en la mandíbula que traicionaba cuánto las palabras la estaban afectando—. Él salvó a mis nobles cuando pudieron haber muerto. Protegió a mis reyes cuando tú los querías ejecutar. Envió barcos para ayudarnos a huir cuando podría haberse quedado cruzado de brazos. Arriesgó recursos por mí. Francia se inclinó aún más, acercando su rostro al de ella hasta que sus alientos se mezclaron en el aire frío, hasta que ella pudo ver cada detalle de sus ojos azules. Había algo en su mirada ahora que no era burla, sino algo más denso, más cruel. La frialdad clínica de un cirujano. O la certeza absoluta de un emperador acostumbrado a rediseñar el mundo según su voluntad. —Porque en ese momento le convenía —murmuró, cada palabra pronunciada con la precisión de un bisturí—. ¿O acaso piensas que lo hizo por afecto romántico? Él jamás mueve una pieza sin calcular las consecuencias tres movimientos adelante. Jamás arriesga recursos sin esperar ganancia política. Haber protegido a tus reyes, haber salvado a tus nobles... todo eso te lo va a cobrar con intereses compuestos. Y tú, ahora mismo, no eres más que una carga inconveniente en sus cálculos. El tono se volvió más grave, más oscuro, cargado de una verdad que cortaba como cristal. —Estás en mis manos. En mi ejército. En mi campamento.  En mi cama, si así lo decido. Portugal dio un paso atrás instintivamente, pero él no la tocó. No necesitaba hacerlo. Las palabras eran suficientes para establecer exactamente dónde estaba parada en este nuevo mundo que él había creado. —Además, seamos sinceros, ma belle —continuó, su voz ahora llevando esa intimidad falsa que usaba como un arma—. ¿Qué podría ganar él intentando rescatarte? ¿Qué beneficio real obtendría? El silencio se espesó entre ellos como melaza. Solo el crepitar distante de las fogatas del campamento y el canto lejano de un búho entre los árboles interrumpían la quietud forzada. Portugal podía escuchar su propia respiración, acelerada y superficial. —¡No soy una moneda de cambio, Francia! —gritó finalmente, toda su frustración y terror explotando en esas palabras—. ¡No soy un objeto que se negocia! Él soltó una risa corta, seca, completamente sin humor. —Sí lo eres —respondió con una calma que era más aterradora que cualquier grito—. Eres un reino estratégico. Un puerto crucial entre el Atlántico y el Mediterráneo. Eres rutas comerciales, flotas navales, colonias ricas, poder marítimo acumulado durante siglos. Eres recursos y puertos y oro y influencia. La miró con una fijeza que la hizo sentir como si estuviera siendo diseccionada, estudiada, catalogada. —Y eso, ma belle, te convierte en algo infinitamente más valioso que una simple mujer enamorada. Pero también mucho más vulnerable. Mucho más codiciada por hombres como yo. Portugal no respondió. No podía. El nudo en su garganta se había vuelto tan apretado que las palabras se ahogaban antes de llegar a sus labios. Francia la observó unos segundos más, y había algo en sus ojos que no era solo crueldad política. Era algo más primitivo, más personal. Como si cada mención de Inglaterra encendiera algo oscuro en su interior. —¿Sabes cuál es la gran diferencia entre él y yo, ma chère? —murmuró, acercándose un paso más hasta que el espacio entre ellos se volvió casi inexistente—. Él te esconde. Te manda lejos. Te guarda como un tesoro en una caja fuerte donde nadie pueda verte, donde nadie pueda desearte, salvo él.  Su voz descendió a un susurro íntimo, cargado de una posesividad que la hizo estremecerse. —Yo, en cambio, quiero que todos sepan que eres mía. Quiero que Europa entera vea que la mujer más hermosa del continente está a mi lado, en mi cama, llevando mis joyas. Francia la observó unos segundos más, saboreando su silencio como si fuera un vino particularmente fino. Luego, su voz descendió a un murmullo que helaba la sangre. —Inglaterra, si acaso, siente deseo físico por ti. Te encuentra atractiva, exótica, útil para calentar su cama de vez en cuando. Pero nunca como una igual. Nunca como una compañera verdadera. —Se irguió hasta su altura completa, imponente como una estatua de mármol—. ¿Te habló alguna vez de sentimientos profundos? ¿De sus planes a futuro que te incluyeran realmente? ¿O simplemente te mandó a esconderte en la otra orilla del mundo, como a una pieza valiosa que conviene resguardar hasta que la necesite? La pregunta le dolió más de lo que jamás admitiría, porque había tocado exactamente la herida que había estado tratando de ignorar. Porque sí, Inglaterra le había dicho que escapara. Que debía abandonar Lisboa. Que debía sobrevivir. Pero no le había dicho cuáles eran sus intenciones a largo plazo, ni cuáles eran sus planes para después de la guerra, ni qué lugar ocupaba ella realmente en su futuro. Francia lo notó inmediatamente. Su sonrisa volvió, más segura, más satisfecha. Como la de quien acaba de confirmar una sospecha que había albergado durante mucho tiempo. —¿Ves? —dijo en voz baja, casi con lástima fingida—. Lo conozco, Leonor. Lo conozco desde hace siglos. Lo enfrenté en los mares, en los tratados, en las negociaciones... en la cama también. Y créeme cuando te digo que si creyera que vales el esfuerzo, si pensara que rescatarte le traería algún beneficio real... ya estaría aquí. La ira le subió por la garganta como un incendio descontrolado. Le ardían los ojos, pero no sabía si era de furia contra Francia, contra Inglaterra, contra sí misma por haber sido tan ingenua, o contra el universo entero por haberla puesto en esta situación imposible. —Al menos él me respeta lo suficiente como para... —¿Para qué? ¿Para tratarte como su prostituta secreta? —Francia se echó a reír, pero había veneno en el sonido—. ¿Eso es respeto para ti? Su mano se alzó y rozó su mejilla con una suavidad que contrastaba dramáticamente con la dureza de sus palabras. Portugal apartó su rostro de la caricia, pero él siguió hablando, su voz volviéndose más intensa. —¿Te ha dicho alguna vez que eres hermosa cuando no está tratando de meterse bajo tus faldas? ¿Te ha mostrado al mundo como algo más que una alianza política conveniente? —Él no me ve como un trofeo que exhibir —replicó Portugal.  Francia sonrió, y esta vez había algo genuino en la expresión, aunque torcido. —No, ma belle. Te ve como un secreto culposo. Como algo que disfruta pero de lo que no puede presumir. ¿Y sabes por qué? Se inclinó hasta que sus labios casi rozaron su oído. —Porque tiene miedo de que si el mundo sabe cuánto te desea, alguien como yo te quite de sus manos. Él alzó una mano nuevamente, pero esta vez, levantó su mentón con dos dedos, obligándola a sostener su mirada azul. Sus ojos ya no reían. No había seducción allí, ni siquiera crueldad teatral. Solo dominio  absoluto. —¿O por qué crees que él estaba tan desesperado para que huyeras con tus nobles? —continuó, su voz adquiriendo un matiz más oscuro, más conocedor—. Porque sabía exactamente qué iba a pasar si yo te agarraba. Me conoce demasiado bien, ma belle. Sabe perfectamente mi capacidad para usar las debilidades de un hombre en su contra. Su voz descendió a un susurro íntimo, cargado de una certeza terrible. —Y tenía razón en temer, ¿no es cierto? Porque ahora puedo hacer que él se retuerza de desesperación con solo imaginar lo que podría hacerte. Su vulnerabilidad, su deseo por ti... todo eso se convierte en mi arma. Portugal cerró los ojos, tratando de bloquear sus palabras, pero Francia continuó implacable. Se separó ligeramente para mirarla a los ojos, y había algo depredador en su expresión que la hizo estremecer. —Acepta lo que eres ahora —dijo con una calma mortal—. Estás bajo mi bandera, bajo mi protección... y sí, también bajo mi voluntad. Cuanto antes lo aceptes, más fácil será todo esto para ti. Portugal apartó su mano de un golpe seco, con toda la fuerza que pudo reunir. Él no se inmutó, no mostró sorpresa ni irritación. Simplemente se dio la vuelta con la compostura perfecta de un hombre que acaba de impartir una lección necesaria, como si lo que acababa de decir no hubiera sido una amenaza sino un hecho consumado sobre el que no valía la pena discutir. Y la carta, arrugada y violada, seguía guardada en su abrigo militar. Tan lejana como Inglaterra, tan inalcanzable como la libertad.
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