"I keep recalling things we never did Messy top lip kiss How I long for our trysts Without ever touching his skin How can I be guilty as sin?"
París olía a flores recién regadas, a pan caliente horneado en las panaderías de madrugada... y a vigilancia. Las calles empedradas, pulidas hasta el exceso por manos de sirvientes que trabajaban antes del amanecer, brillaban bajo el cielo plomizo como si acabaran de ser enceradas para una ceremonia real. Los estandartes tricolores colgaban con estudiada arrogancia de cada balcón disponible y ondeaban con el viento como si saludaran, no a invitados ilustres, sino a súbditos conquistados que finalmente habían venido a rendir homenaje. La ciudad entera parecía contener el aliento como si París mismo fuera un escenario preparado meticulosamente para el espectáculo que Francia tenía planeado. Portugal había aprendido a leer los símbolos de poder, y cada detalle de la capital francesa gritaba dominación disfrazada de hospitalidad. Su vestido de corte imperio, confeccionado en seda nacarada que capturaba y reflejaba la luz, con bordados de oro pálido que formaban patrones florales intrincados alrededor del escote y las mangas, ceñía su figura como si hubiese sido moldeado directamente sobre su cuerpo por las manos de los mejores costureros de París. Porque lo había sido. El escote, considerablemente más bajo de lo que dictaba la decencia para una dama extranjera en visita diplomática, dejaba poco a la imaginación de quienes se dignaran a mirarla, especialmente considerando la generosidad natural de su busto. Las mangas cortas y la caída fluida de la falda hasta los tobillos creaban una silueta que era innegablemente hermosa... y deliberadamente provocativa. Más que vestida, se sentía exhibida como una obra de arte en un museo. Y no era ingenua respecto a las intenciones detrás de cada elección. Francia había seleccionado personalmente cada pliegue de tela, cada matiz de color, cada desnivel en el corte. Como había hecho con cada uno de los vestidos que llenaban ahora su nueva habitación en la residencia parisina. Cada prenda era una declaración: ella pertenecía a Francia ahora, y él se aseguraría de que luciera el papel. La residencia que les habían asignado—que Francia insistía en llamar "alojamiento diplomático" con esa sonrisa que nunca llegaba completamente a sus ojos—no era técnicamente un palacio, pero bien podría pasar por uno de los más opulentos de Europa. Columnas corintias de mármol blanco sostenían techos abovedados pintados con escenas mitológicas donde dioses griegos conquistaban mortales rebeldes. Los salones silenciosos estaban llenos de espejos dorados que multiplicaban cada imagen hasta el infinito y cortinas de terciopelo demasiado pesadas que bloqueaban tanto la luz como cualquier esperanza de privacidad real. Guardias vestidos de civil pero claramente armados estaban apostados en cada extremo de cada pasillo, en cada entrada, en cada rincón donde alguien pudiera intentar algo imprudente. Una sensación constante de vigilancia, educadamente disfrazada de hospitalidad imperial. Portugal mantuvo el chal bordado de hilo de plata y color marfil firmemente sobre sus hombros, aún cuando sabía que el gesto era más simbólico que práctico—la delicada tela no ocultaba realmente el escándalo del vestido que llevaba debajo. Sabía que Francia quería que lo dejara caer, que permitiera que todos los ojos masculinos que la siguieran por los pasillos y jardines vieran completamente el vestido provocativo que había elegido para ella, que apreciaran exactamente qué tipo de trofeo había añadido a su colección. Pero no se lo daría tan fácilmente. No todavía. El aire olía a lirios frescos, a poder consolidado, y a control absoluto. Los jardines que Francia insistía en llamar "residencia diplomática" y nunca "prisión dorada"—aunque ambos sabían exactamente qué era en realidad—se extendían simétricos y casi severos más allá de las ventanas francesas de su habitación, como si hasta los setos hubiesen sido entrenados durante generaciones para obedecer las órdenes imperiales sin cuestionamiento. Caminos de grava blanca inmaculada, rastrillada cada mañana antes del amanecer, conducían a glorietas de mármol donde estatuas de emperadores romanos y dioses conquistadores observaban con ojos ciegos pero omnipresentes. Entre los senderos perfectamente diseñados, fuentes y estatuas más pequeñas parecían vigilar con miradas de piedra a quienes se atrevían a transitar su perfección artificial. Hasta los pájaros cantaban en intervalos regulares, como si hubieran sido entrenados para no interrumpir la armonía forzada del lugar con demasiado entusiasmo natural. Era hermoso de una manera que resultaba profundamente inquietante. Ella caminaba con lentitud deliberada por uno de los senderos principales, consciente de que cada uno de sus pasos era observado desde al menos tres puntos diferentes, los tacones de sus zapatos apenas audibles sobre el suelo inmaculado. El sol de la tarde se filtraba entre los árboles podados con arte matemático, acariciando su rostro y su escote expuesto con una tibieza que contrastaba cruelmente con el peso helado que había tomado residencia permanente en su pecho desde su llegada a París. No se sentía libre. Pero al menos, no estaba encerrada entre cuatro paredes. Su claustrofobia crónica—desarrollada por el terremoto—agradecía el aire fresco, la amplitud artificial, el cielo sin techos pintados que la observaran. No había rejas visibles a primera vista, aunque sabía perfectamente que estaban allí, disfrazadas de protocolo diplomático y vigilancia "por su propia protección." Se detuvo frente a un rosal particularmente elaborado, sus flores mostrando un tinte indefinido y hermoso entre crema y rosa viejo que no había visto antes en ningún jardín. Las examinó con la curiosidad genuina de alguien que había crecido entre jardines reales, tocando cuidadosamente los pétalos. Quizá eran una variedad injertada, resultado de años de experimentación hortícola, mezcla de algo local francés con raíces extranjeras importadas. Como ella ahora. Entonces, lo oyó antes de verlo. Esa voz que había aprendido a reconocer inmediatamente, esa cadencia particular que lograba sonar untuosa y peligrosa a la vez, como vino añejo mezclado con veneno refinado. —Así que decidiste llevar el vestido que dejé en tu habitación —dijo Francia, apareciendo tras ella entre los rosales como una sombra elegante que había estado acechando el momento perfecto para materializarse—. Has hecho bien, ma chère. Te favorece tremendamente. Su voz llevaba esa satisfacción particular que Portugal había aprendido a asociar con sus pequeñas victorias sobre su voluntad. Portugal no se volvió de inmediato hacia él. En su lugar, siguió rozando un pétalo con la yema del dedo, como si estuviera evaluando su textura sedosa... o su capacidad de herir si se presionaba demasiado fuerte contra las espinas ocultas. —No tuve elección real en el asunto —respondió sin mirarlo, su voz cargada de una dignidad fría que había perfeccionado durante años de negociaciones diplomáticas difíciles—. La alternativa era el escándalo público de aparecer inapropiadamente vestida... o la desnudez completa. Me pareció más digno conservar algo de tela encima, sin importar cuán inadecuada fuera. Él rió, suave y bajo, como quien contempla una criatura salvaje particularmente hermosa que aún no ha conseguido domesticar completamente pero que muestra signos prometedores de eventual sumisión. —Tan mordaz como siempre, mon amour. Y sin embargo, obediente donde importa. Eso es lo que más admiro de ti, ¿sabes? Tu capacidad de resistirte verbalmente... y aun así ceder en las acciones. Es una danza fascinante. Avanzó hacia ella, no con la brusquedad de un conquistador militar, sino con esa elegancia natural que había aprendido a usar para ocultar la dominación pura detrás de gestos aparentemente corteses. Sus manos, enguantadas en cuero fino de color negro que contrastaba dramáticamente con el oro de sus botones militares, se extendieron hacia el borde del chal que ella mantenía obstinadamente sobre sus hombros. Portugal retrocedió un paso instintivo, pero él ya había conseguido deslizar sus dedos bajo la tela delicada. —Permíteme —murmuró, y antes de que ella pudiera protestar más efectivamente, había deslizado el chal por sus hombros desnudos, dejándolo caer con la misma naturalidad casual con la que uno reclama algo que siempre ha sido propio. El aire fresco de la tarde tocó inmediatamente su piel expuesta, y Portugal se sintió desnuda a pesar de estar completamente vestida. —No necesitas esconder esto —continuó Francia, sus ojos recorriendo el escote generoso que el vestido dejaba al descubierto con una apreciación que no trataba de disimular—. El sol te sienta bien. Y no me gusta que escondas lo que me pertenece. Había algo posesivo en la forma en que pronunció las últimas palabras, como si estuviera marcando territorio. Ella lo enfrentó directamente, elevando su barbilla con toda la dignidad real que pudo reunir, sin pestañear. —Ese chal no era tuyo para quitar. —Tampoco lo eras tú hace unos meses. Y sin embargo, aquí estás —replicó él con una sonrisa torcida que mostraba demasiados dientes, mientras doblaba la tela del chal con una precisión insultante, como si fuera un trofeo menor pero significativo—. El destino, ma belle, es infinitamente más convincente que cualquier ejército, ¿no te parece? Portugal sintió la rabia subirle desde el estómago como fuego líquido. —No fue el destino el que me trajo aquí. Fuiste tú. Tu ambición. Tu incapacidad de aceptar que no todo en Europa te pertenece automáticamente. —Tú siempre fuiste una conquista necesaria —dijo él, con voz templada pero cargada de una certeza que no admitía debate—. Portugal ha sido mía desde el momento en que tus costas dejaron de resistirse efectivamente a mi influencia. La forma en que lo dijo, como si fuera un hecho consumado que había estado esperando reconocimiento oficial, la hizo querer abofetearlo. —Devuélveme el chal. Tengo frío. Francia alzó una ceja, su sonrisa volviéndose más depredadora. —Oh,ma chère, si hubieras empezado por ahí... Conozco formas mucho más divertidas de hacerte entrar en calor. La insinuación en su voz era inequívoca, cargada de promesas que la hicieron estremecerse involuntariamente. —Eres un cretino —escupió ella, sintiendo cómo el rubor le subía por el cuello a pesar de su furia. Él se echó a reír, genuinamente divertido por su indignación. Francia llevaba aún el abrigo militar azul desabotonado, como si acabara de regresar de alguna reunión importante, las charreteras doradas brillando bajo el sol de la tarde. El barro seco marcaba las botas de cuero, sugiriendo que había cabalgado recientemente. Su cabello rubio brillaba al sol como oro pulido, perfectamente peinado a pesar de cualquier actividad física que hubiera realizado. Y su postura, ladeada y tranquila, era la de un zorro satisfecho después de atrapar finalmente a su presa más codiciada. El tipo de satisfacción que no requería palabras, solo una mirada cargada de posesión absoluta. Portugal decidió cambiar de tema antes de que la conversación derivara hacia territorios más peligrosos. —¿Negociaciones exitosas con Rusia? —preguntó ella, tratando de sonar casual mientras notaba cómo los ojos de él se mantenían fijos en el escote que ahora no podía ocultar. Francia alzó una ceja, como si le divirtiera genuinamente que ella estuviera al tanto de sus movimientos diplomáticos recientes. —Muy productivas, en efecto. Suecia está empezando a recordar cuál es su lugar apropiado en el nuevo orden europeo —respondió con una satisfacción apenas disimulada que sugería que las "negociaciones" habían sido más bien ultimátum—. Aunque te confieso que no dejé de pensar en ti durante las conversaciones. París... está infinitamente más armoniosa desde que tú caminas por mis jardines. Había algo en la forma en que lo dijo que sugería que "pensar en ella" durante negociaciones importantes no había sido una distracción, sino una fuente de poder adicional. —París ha sobrevivido perfectamente siglos sin mí. Sobrevivirá después de mí también —replicó ella, tratando de mantener un tono neutro. —Oh, sin duda alguna. Pero tú la embelleces de una manera que no había experimentado antes. Le das gravedad. Elegancia. —Su mirada se intensificó mientras hablaba—. Como estas flores... hermosas incluso cuando pueden sangrar espinas si no se las trata con el respeto apropiado. Dio un paso calculado hacia ella, invadiendo deliberadamente su espacio personal con la precisión de quien conoce exactamente el peso y el efecto de su presencia física. Portugal pudo oler su colonia—algo caro y complejo que mezclaba notas de bergamota con algo más oscuro y almizclado. Pudo ver cada detalle de su rostro: la línea fuerte de su mandíbula, las pequeñas líneas alrededor de sus ojos que hablaban de años de sonreír con calculada crueldad, la forma en que sus labios se curvaban con esa confianza que venía de obtener siempre lo que deseaba. Era innegablemente atractivo, y eso la molestaba más de lo que estaría dispuesta a admitir. Sin una palabra de despedida, se giró sobre sus talones y empezó a alejarse por el sendero, sus faldas susurrando contra sus piernas con cada paso. —¿A dónde crees que vas, exactamente? La pregunta la alcanzó antes de que hubiera conseguido poner más de unos metros de distancia entre ellos. —A negarte el placer de mi compañía —respondió sin mirar atrás, acelerando ligeramente el paso. Francia la observó alejarse con ese brillo ambiguo en los ojos: una mezcla de fascinación genuina, molestia controlada, y algo mucho más primitivo y peligroso. Sabía que no necesitaba correr para alcanzar lo que ya consideraba completamente suyo. —Técnicamente, tu tiempo es mío ahora —murmuró con esa calma letal que había perfeccionado durante años de intimidar enemigos—. Portugal me pertenece oficialmente. ¿O ya lo olvidaste? Fuiste tomada. Conquistada. Como tantas otras naciones antes que tú. Portugal se detuvo como si hubiera chocado contra una pared invisible. Se giró lentamente para enfrentarlo, sus ojos brillando con una furia que podría haber incendiado París entero. —Estar físicamente aquí no es lo mismo que rendirse espiritualmente. Si aún no he logrado escapar, no significa que no esté buscando constantemente cómo hacerlo. Él sonrió, ladeando la cabeza como quien observa una antorcha pequeña pero persistente que todavía arde contra viento y lluvia. —¿Sigues creyendo que Angleterre vendrá por ti como un caballero andante? Ella no respondió de inmediato. El nombre de Inglaterra envolvía todo a su alrededor: un recuerdo dulce y amargo, una promesa que tal vez nunca había sido real, una esperanza que se sentía cada día más lejana. —Él me ofreció huir con él antes de que todo esto comenzara. Me lo advirtió. Me suplicó que me fuera. Y aún así... me quedé. —¿Tonta o leal? No estoy seguro de qué es peor en estas circunstancias —susurró Francia, su voz cargada de un veneno dulce—. Inglaterra no rescata lo que ya no le sirve estratégicamente. Lo conozco mejor de lo que tú podrías imaginar. Es exactamente como yo en eso. Si no puede poseer algo completamente, prefiere dejarlo atrás antes que compartirlo. Portugal apretó la mandíbula, sintiendo cómo la rabia trepaba lenta pero implacable, helada y quemante a la vez, desde el estómago hasta la garganta. —Fuiste útil para él mientras tu corona podía negociar en igualdad de condiciones. Mientras tu nombre tenía peso real en las mesas diplomáticas europeas. Ahora... eres un trofeo que otro hombre ha ganado. Créeme, lo conozco íntimamente. Piensa exactamente como yo. Porque en el fondo, él y yo no somos tan distintos como él quisiera creer. Somos hombres al fin. Imperios construidos sobre ambición. Educados desde la infancia para tomar, reclamar, dejar cicatrices y marcharse con nuestras banderas aún izadas en conquista. —¿Y yo qué soy en esa ecuación? —escupió ella, con una voz baja pero afilada como una navaja—. ¿El mapa que se reparte? ¿La frontera que cambia de manos según el capricho del vencedor más reciente? Francia no respondió de inmediato. Se limitó a mirarla con esos ojos azules que no juzgaban... que poseían. Que la evaluaban como si fuera una obra de arte particularmente hermosa que había conseguido finalmente para su colección privada. —Non, ma chère. Eres algo infinitamente más valioso que territorio negociable. Porque te resististe cuando otros se rindieron. Porque te quebraste bajo presión y aún así sigues en pie desafiándome. Esa resistencia excita más que cualquier rendición fácil. Y eso... eso no se comparte jamás —añadió, más para sí mismo que para ella, como si estuviera saboreando una verdad privada. —Yo también te conozco a ti, Francis. Desde mucho antes de tus conquistas grandiosas. Desde que aún no sabías gobernarte a ti mismo, mucho menos a media Europa. Desde que el mundo no te había mentido diciéndote que todo lo que tocabas era tuyo por derecho divino. No me intimidas. Algo parpadeó en su mirada azul. No fue furia exactamente. Fue algo considerablemente peor: interés puro e intensificado. Como si su insolencia hubiera encendido justo la chispa que él había estado esperando ver, que había estado tratando de provocar desde el momento en que la capturó. —Eso es exactamente lo que más me fascina de ti, ¿sabes? —murmuró, su voz volviéndose más íntima, más peligrosa—. Tu fuego. Tu negativa absoluta a someterte completamente. Tal vez el próximo vestido que elija para ti deba ser rojo carmesí. Para que combines mejor con las guerras emocionales que provocas sin siquiera intentarlo. Se acercó a ella con pasos medidos, no con la prisa de un hombre desesperado, sino con la paciencia calculada de un depredador que sabe que su presa no tiene realmente adónde huir. No había violencia en sus movimientos, sino esa suavidad peligrosa que tenía el veneno al deslizarse silenciosamente por una copa de cristal. Sus dedos se alzaron lentamente y rozaron el mechón de cabello castaño que había escapado de su peinado elaborado y caía rebelde sobre su sien izquierda. Lo acomodó detrás de su oreja con una lentitud completamente innecesaria, casi reverente, sus dedos manteniéndose en contacto con su piel más tiempo del que cualquier gesto casual requeriría. Pero su mirada no tenía nada de reverente. Solo hambre pura, apenas contenida. Portugal no retrocedió esta vez—algún instinto de supervivencia le decía que mostrar debilidad ahora sería un error fatal—pero su cuerpo entero se estremeció involuntariamente bajo su toque, especialmente sus piernas, que de repente se sintieron menos sólidas de lo que deberían. El estremecimiento fue sutil pero visible, y Francia lo notó inmediatamente. En un movimiento rápido y decidido, le apartó la mano de su rostro con un manotazo seco que resonó en el aire silencioso de los jardines. —No me vuelvas a tocar sin mi permiso. Y se alejó de él. No con la lentitud calculada que había usado antes, sino con una furia apenas contenida que se traducía en pasos firmes y decisivos, con el susurro agitado de sus faldas marcando una retirada táctica más que una huida cobarde. Francia no la siguió físicamente. Se quedó de pie entre los rosales, observando su silueta alejarse por el sendero de grava blanca, las manos cruzadas casualmente detrás de la espalda como si fuera un general contemplando un campo de batalla recién ganado. Una sonrisa ladeada y completamente desprovista de calor humano le curvó los labios, oscura y profundamente peligrosa. —Parfait —murmuró, casi para sí mismo, su voz cargada de una satisfacción que prometía complicaciones futuras—. Las más difíciles siempre saben infinitamente mejor al final. Y tú, ma belle Portugal... tú vas a saber absolutamente deliciosa.Capítulo 15
16 de septiembre de 2025, 15:37