"I keep these longings lockedIn lowercase inside a vault"
El reflejo en el espejo de plata maciza oscilaba tenuemente con el temblor inconsistente de la llama de la vela, proyectando sombras ondulantes y fantasmales sobre las paredes enteladas en azul profundo. Portugal, sentada frente al tocador de caoba que Francia había mandado a instalar especialmente en su habitación—otro de esos "detalles" que eran regalos disfrazados de cadenas—deslizaba un cepillo de madera oscura tallada con intrincados motivos florales por su cabello castaño chocolate, ahora suelto y cayendo como una cascada sedosa hasta más abajo de la mitad de su espalda. Cada movimiento del cepillo era lento y meticuloso, casi hipnótico, como si intentase desenredar no solo los nudos físicos que el día había dejado en su cabello, sino también los pensamientos enmarañados y las emociones contradictorias que se habían acumulado en su mente como sedimento en el fondo de un río turbulento. El sonido apagado y rítmico del cepillo al pasar entre las hebras se mezclaba armoniosamente con el susurro constante del viento otoñal contra los postigos de madera pintados de blanco. Fuera, la noche parisina parecía tan fatigada y agotada como ella se sentía por dentro. La rutina nocturna se había convertido en uno de los pocos momentos de paz genuina que se permitía—un ritual privado donde podía bajar la guardia durante unos minutos preciosos y simplemente existir sin la constante necesidad de calcular cada gesto, cada palabra, cada expresión facial para no darle a Francia más munición de la que ya tenía. Las flores del día, los saludos diplomáticos cargados de significados ocultos, el eco de los pasos militares resonando contra el mármol de los pasillos, las sonrisas medidas con precisión matemática... y al fin, ahora, el silencio bendito. Hasta que la puerta de su habitación se abrió súbitamente, sin previo aviso ni cortesía de golpear. —¡Portugal! —la voz de Aragón irrumpió en el silencio con una ligereza vibrante que contrastaba dramáticamente con el ambiente contemplativo de la habitación, como un chorro de agua helada sobre piel desnuda y sensible—. Esta noche hay cena de celebración por las negociaciones exitosas con Rusia. Todo el mundo importante asistirá. Su voz llevaba una emoción genuina que Portugal no lograba comprender completamente, considerando las circunstancias de su cautiverio compartido. Portugal no se giró completamente hacia ella. Se limitó a observar a Aragón a través del reflejo del espejo, manteniendo el cepillo suspendido a medio camino entre su cabello y el tocador. Los ojos de Aragón, de un color miel dorado que siempre había envidiado secretamente, brillaban con una emoción que rayaba en la excitación, como si la perspectiva de una cena formal fuera algo genuinamente emocionante y no otra oportunidad para que Francia exhibiera sus trofeos. Detrás de Aragón, como si hubieran estado esperando una señal, entraron dos criadas francesas cargando cajas lacadas en negro y oro, paños de terciopelo en varios tonos, y perchas de madera noble rebosantes de telas que parecían líquidas bajo la luz de las velas. El cuarto, hasta entonces sumido en un sosiego casi monástico, se llenó inmediatamente del susurro característico de la seda al deslizarse contra sí misma, del aroma penetrante e intoxicante del perfume de jazmín caro que las criadas llevaban impregnado en sus vestidos, y del sonido seco pero prometedor de las cajas de joyas al depositarse cuidadosamente sobre la mesa de mármol blanco. —¿Cena de celebración? Nadie me ha informado oficialmente de tal evento —murmuró Portugal, notando cómo su voz sonaba más cansada de lo que había pretendido. —A mí tampoco me dijeron nada hasta hace una hora —respondió Aragón con una sonrisa torcida que Portugal conocía bien, la misma que ponía cuando estaba tratando de hacer que algo desagradable sonara mejor de lo que era—. Pero ya sabes cómo es esto con Francia. Celebra cada tratado internacional como si fuera su propia coronación imperial. Portugal dejó el cepillo sobre la superficie pulida del tocador con un pequeño sonido metálico y se frotó las sienes con movimientos circulares, sintiendo cómo la tensión se había acumulado allí como una banda de hierro. La sola idea de otro evento social revestido de falsa diplomacia, cargado de miradas penetrantes que evaluaban cada movimiento suyo, y brindis fingidos que sabían a mentiras dulces, la agotaba más de lo que cualquier actividad física podría haberlo hecho. Pero al alzar la vista y ver cómo una de las criadas desplegaba ceremoniosamente el vestido que Francia había enviado específicamente para ella esa noche, su cuerpo entero pareció contener el aliento involuntariamente. Era blanco como la espuma marina bajo el sol del mediodía, pero no un blanco simple o virginal. Era un blanco nacarado, casi luminiscente, que parecía cambiar de tono según cómo incidiera la luz sobre él. El bordado en hilos de oro puro entrelazados con azul profundo se derramaba por la tela como si hubiese sido vertido por manos de artistas celestiales, no cosido por mortales. Los patrones formaban ondas que recordaban tanto al océano como a las columnas de humo que se elevan de incendios distantes. El escote descendía en un trazo profundo y audaz que parecía desafiar no solo las convenciones sociales sino las leyes de la física, sin intención alguna de recato o modestia. Era un escote diseñado para exhibir, para provocar, para asegurar que todos los ojos en el salón se dirigieran inmediatamente hacia quien lo llevara. La cola era excesivamente larga, casi teatral en su dramatismo, pensada para crear el tipo de entrada que se recordaría durante años. Y junto al conjunto, desplegado en un estuche de terciopelo negro que parecía absorber la luz, relucía una colección de zafiros que habría hecho palidecer de envidia a cualquier reina europea: una gargantilla rígida que parecía más bien un collar real, pendientes colgantes que captaban y reflejaban la luz como pequeños soles azules, y un brazalete digno de una emperatriz. Junto a las joyas, guantes largos de seda color marfil que llegaban hasta el codo completaban el conjunto. Lo que hizo que Portugal sintiera un escalofrío recorrer su espina dorsal no fue la belleza innegable del conjunto, sino el simbolismo deliberado e imposible de ignorar: eran los mismos colores que su bandera nacional... pero también, y de manera nada casual, eran los colores de Francia. Era una declaración visual que gritaba posesión sin necesidad de palabras. Portugal sintió un peso frío y familiar asentarse en la base de su estómago, extendiéndose lentamente hacia sus costillas como hielo líquido. No era hambre física. Era algo mucho peor: un hartazgo del alma, una fatiga espiritual que no nacía del cuerpo sino de la constante lucha por mantener algo de dignidad en circunstancias diseñadas específicamente para erosionarla. —¡Leonor! —exclamó Aragón, dando un paso entusiasta hacia adelante, con los ojos brillantes y las mejillas sonrojadas de emoción genuina—. Es el vestido más hermoso que he visto en mi vida... Parece sacado de un cuento de hadas real. Como un vestido de novia de una reina. Un escalofrío helado recorrió la espina dorsal de Portugal al escuchar esas palabras. Por supuesto. Claro que era eso. Francia quería que pareciera una novia en el día de su boda, quería que todos en esa cena la vieran como la mujer que había elegido para sí mismo, la conquista que había decidido convertir en esposa imperial. El mensaje era tan claro como obsceno: ella ya no era una nación soberana, sino la mujer de alguien. Se negaba rotundamente a volver a casarse. Una vez había sido suficiente desastre con España. No le daría a Francia esa satisfacción final. —¿Y el tuyo? —preguntó Portugal sin moverse de su posición frente al tocador, manteniendo la voz deliberadamente baja y neutra. Aragón se volvió hacia una de las criadas, quien respondió a su mirada desplegando con esmero profesional una prenda completamente diferente: un vestido de tono celeste pálido, del color del cielo en una mañana de primavera, con encajes delicados color crema decorando los bordes y mangas de gasa traslúcida que parecían hechas de nubes capturadas. Era indudablemente hermoso, pero de una manera completamente distinta. Era sencillo donde el otro era elaborado, delicado donde el otro era dramático, susurrante donde el otro gritaba. Tan distinto al blanco y oro como una alondra lo es a un cisne, como una canción de cuna lo es a una sinfonía de guerra. Portugal observó el celeste con atención científica, luego volvió su mirada al blanco y oro, luego regresó al celeste. Sus ojos, del color del océano Atlántico en tormenta, brillaron con una chispa repentina—la misma expresión que ponía cuando las piezas de un rompecabezas complicado comenzaban a encajar en su mente. Luego murmuró, apenas audible pero cargado de significado: —Ajá. Aragón frunció el ceño, claramente desconcertada por el cambio súbito en la expresión de Portugal. —¿Qué significa ese 'ajá'? —Nada importante —dijo Portugal mientras se ponía de pie con movimientos fluidos, una sonrisa casi imperceptible jugando en las comisuras de sus labios—. Solo estaba pensando en la diferencia entre una pieza de ópera y un cuento infantil. Entre ser la estrella del espectáculo y ser parte del coro. —Bueno, Francia es quien escoge los vestidos para todos nosotros —respondió Aragón encogiéndose de hombros con resignación—. Querrá que tú seas la joya principal de la noche, obviamente. Siempre ha tenido... preferencias claras. Portugal la miró por un instante largo y detenido, estudiando la expresión de Aragón con la intensidad de alguien que está tomando una decisión importante. —¿Te gusta mi vestido? El blanco, quiero decir. Aragón titubeó por un momento, pero el brillo involuntario en su rostro la delataba completamente. Trató de fingir indiferencia, alzando apenas una ceja con afectada casualidad. —Es... hermoso, sin duda alguna. Aunque... obviamente no está hecho para mí. Está diseñado específicamente para ti. Pensando en tu figura. Y en tu... abundante feminidad, probablemente —añadió con una sonrisa traviesa. —¿Y qué opinas del celeste? —Es encantador en su propia manera. —No te creo ni por un segundo con ese tono de voz resignado —replicó Portugal, dejando escapar una risa breve y seca que tenía más de diversión maliciosa que de humor genuino—. Propongo que intercambiemos vestidos. Aragón parpadeó varias veces, como si las palabras necesitaran tiempo para procesar completamente en su cerebro. —¿Hablas completamente en serio? —Totalmente en serio. Vamos a hacer un pequeño trueque esta noche —dijo Portugal, girándose hacia las criadas con una autoridad callada pero innegable que había desarrollado durante años de manejar cortes reales—. Si a ti te fascina tanto el blanco, sería genuinamente indigno de mí negártelo por egoísmo puro. Aragón la observó con una mezcla compleja de incredulidad y esperanza creciente, como si no pudiera creer completamente que Portugal estuviera ofreciendo algo tan generoso. —Será como en los viejos tiempos —continuó Portugal con nostalgia genuina—. Cuando ambas estábamos casadas con España al mismo tiempo e intercambiábamos ropa constantemente porque teníamos gustos diferentes. —¿Pero estás completamente segura? —insistió Aragón, aunque su voz ya llevaba la emoción de alguien que está empezando a creer en un regalo inesperado—. No tenemos exactamente la misma figura. Yo soy considerablemente más plana. Y tú tienes... más presencia física. —Y considerablemente más fastidio acumulado por tolerar que un francés arrogante me vista como si fuera una muñeca de porcelana diseñada exclusivamente para su entretenimiento personal —sentenció Portugal con una determinación férrea, comenzando a desabrocharse el camisón de lino que llevaba puesto, sin mostrar pudor alguno ante la presencia de las criadas—. Me pondré el celeste con mucho gusto. Aunque me apriete hasta comprimir el alma, al menos no llevaré su nombre virtual bordado en la piel como una marca de ganado. Las criadas intercambiaron miradas discretas de sorpresa profesional, pero ninguna osó comentar sobre la decisión. Estaban entrenadas desde la infancia para obedecer sin cuestionar, no para intervenir en las decisiones de las nobles bajo su cuidado. Al cabo de media hora de cordones, botones, y ajustes menores, Portugal terminó de acomodarse el vestido celeste. El corsé, diseñado para una figura más pequeña, le apretaba las costillas de manera incómoda y el escote, aunque mucho más modesto que el del vestido blanco, le comprimía el busto de una forma que no era exactamente natural. No era cómodo en absoluto. Pero no importaba—la incomodidad física era un precio pequeño a pagar por la satisfacción psicológica de frustrar los planes de Francia. Al menos no era tan deliberadamente provocativo, a pesar de que podía sentir cómo su figura natural luchaba contra las limitaciones del diseño. Aragón, por su parte, resplandecía como si hubiera sido tocada por la luz divina. El blanco nacarado resaltaba dramáticamente su piel nívea y sus cabellos rubios como el oro; los bordados dorados hacían que pareciera una joya viviente, una obra de arte que había cobrado vida. Con los zafiros descansando elegantemente alrededor de su cuello, parecía una emperatriz recién coronada, una diosa que había descendido del Olimpo para bendecir a los mortales con su presencia. El contraste entre ambas era sorprendente y hermoso. Mientras que Aragón siempre había tenido esa cualidad etérea que la hacía parecer una princesa salida de un libro de cuentos, Portugal había desarrollado durante años una presencia más terrenal, más conectada con el mundo real—como una marinera elegante, alguien que había conocido tanto salones reales como cubiertas de barcos azotadas por tormentas. Siempre había envidiado esa feminidad natural de Aragón, la forma en que podía lucir delicada y femenina sin esfuerzo alguno. Portugal se había sentido durante toda su existencia como un pez fuera del agua en comparación con otras naciones femeninas como Aragón o Bélgica. No solo por el tema de la feminidad—que para ella siempre había requerido esfuerzo consciente, vestidos elaborados y joyas para ser reconocida como mujer en lugar de como una marinera disfrazada—sino porque ellas siempre habían lucido más delicadas, más preciosas. Era el canon de belleza de la época, lo sabía racionalmente: ser rubia o pelirroja, tener piel pálida como la porcelana, poseer esa delgadez grácil que sugería fragilidad aristocrática. Portugal, con su cabello chocolate, su piel oliva que se doraba bajo el sol mediterráneo, y sus curvas generosas que hablaban de fuerza más que de delicadeza, nunca había encajado en esos ideales. Siempre había sido hermosa, pero de una manera más salvaje, más mediterránea, menos... europea en el sentido tradicional. Y por eso el contraste chocaba tanto. Una tenía cabellos dorados que capturaban la luz como hilos de sol tejido, la otra llevaba cabello castaño chocolate que parecía absorber y reflejar la luz de manera más misteriosa. Una tenía ojos dulces como el ámbar líquido, la otra poseía ojos del mismo turquesa profundo que los mares del Atlántico en sus días más temperamentales. Una lucía piel blanca como la nieve recién caída, la otra tenía la piel con tono oliva que se doraba hermosamente bajo el sol. Una tenía una figura alta y grácilmente delgada como un junco, la otra poseía una figura más pequeña pero generosamente dotada de curvas que hablaban de feminidad mucho más madura. Portugal ayudó a Aragón a ajustar los broches más complicados en la espalda del vestido, admirándola con una sonrisa callada que tenía algo de maternal y algo de conspiratorio. —Pareces una reina del mar —murmuró con admiración genuina—. Como si hubieras emergido de una perla gigante en el fondo del océano para bendecirnos con tu presencia. —Tú también estás absolutamente preciosa —susurró Aragón, tomando la mano de Portugal entre las suyas con afecto—. Aunque debo admitir que pareces a punto de estallar en algunos lugares específicos. —Lo estoy —replicó Portugal sin perder ni un ápice de compostura real—. Pero al menos, el color celeste combina perfectamente con mis ojos. Y más importante aún, no lleva el mensaje que Francia quería enviar esta noche. Y juntas, tomadas del brazo como hermanas conspirando contra el mundo, descendieron por la escalinata de mármol hacia el gran salón donde las esperaba la cena. Una vestida como la joya predilecta de un conquistador que había ganado el premio más codiciado. La otra, disfrazada de doncella modesta, pero con la mirada y la postura de una reina que jamás había sido verdaderamente conquistada. Una pequeña victoria en una guerra que parecía interminable. Pero suya, completamente suya.Capítulo 16
16 de septiembre de 2025, 16:03